Suele suponerse que Borges representa una posición de desconfianza radical ante el lenguaje. Los nombres de las cosas serían lo único universal, pero lo real de la cosa permanece intacto, inalcanzable. Las palabras construyen su juego de abstracciones, pero no significan sino la ausencia del que habla. Quien habla entonces estaría siempre ya muerto, ya borrado en el centro vacío de lo que dice. Sin embargo, acaso toda literatura, construida sobre la ficción o sobre esa estructura minuciosa a la que obliga una crítica inacabable de las propiedades de un idioma y de una serie de tradiciones, deba también ser algo más, sobrepasar el artificio, y encontrar su valor en una epifanía de lo real dentro de esas celdillas de la ausencia que llamamos palabras. Uno de esos puntos en Borges, donde el lenguaje se retuerce para alcanzar algo que está más allá de su esfera, sería la experiencia de la muerte. Ante una muerte, todos los objetos se desdibujan, las metáforas dejan de ser un incremento del sentido y ya sólo degradan ese acontecimiento tiñéndolo de literatura. Incluso pensar es robarle al muerto ese discurso interno que ya no tiene, que ya no existe. Borges entonces enumera los elementos más ínfimos, banales casi, como la única manera en que el lenguaje intentará nombrar, hacer real, esa desaparición de un ser único. Así dice, en uno de sus primeros libros de poemas:
Me conmueven las menudas sabidurías
que en todo fallecimiento se pierden
-hábito de unos libros, de una llave,
de un cuerpo entre los otros-.
La prolijidad de lo real daría como resultado una especie de realismo, esa superstición descriptiva, pero el solo hecho de nombrar esos hábitos mínimos, ese punto desde donde el muerto veía todo, nos ofrece el rastro de un mundo en el mismo momento en que desaparece.
Por eso, incluso lo fantástico en algunos cuentos de Borges puede ser interpretado como la experiencia de un sujeto. ¿Qué son, por ejemplo, El Zahir o El Aleph sino las alucinaciones de alguien que experimenta la muerte de una mujer querida? Todas las glosas que las explican, que las conectan a una tradición ancestral, serían entonces como las referencias bíblicas de los místicos que, aun tomando prestadas las metáforas de ese compendio poético y religioso, no dejan de padecer la experiencia que vuelve a originar en ellos las mismas imágenes. En Borges, es la literatura entera la que vuelve a ser experimentada, intensamente leída, sólo para poder nombrar eso que escapa al lenguaje, la propiedad de un nombre aplicada a un cuerpo ausente. Antes de ver la esfera tornasolada del Aleph, invitado por el caricaturesco poeta Carlos Argentino Daneri (parodia de la ambición vanguardista que desconoce hasta qué punto la prolijidad infinita de lo real escapa a las palabras), el personaje llamado Borges le dice al retrato de la mujer muerta, todavía presente en su memoria: Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Borges. Fuera de la sintaxis, pura adjunción entre el nombre de la amada y el yo, que destruye el espejismo conectivo del lenguaje y el mito de la así llamada frase borgeana; plegaria que contiene a la vez la comedia de Dante y su refutación, pues lo que se salva del nombre en la literatura no recuerda ya los rasgos únicos de la muerta; el resto es tradición, suma de lecturas, donde se pierde "su andar", esa "como graciosa torpeza", ese oxímoron viviente que podía despertar amor y sufrimiento.
Si "El Aleph" es una suerte de alucinación que sigue a un prolongado duelo, y le decimos alucinación al infinito que negaría la contingencia, el punto del tiempo en que Beatriz desapareció, el lugar donde yace su cuerpo pudriéndose, entonces la lentísima extinción de esa totalidad contemplada, cuya simultaneidad no cabe en el lenguaje enumerativo condenado a la sucesión, sería la imagen cada vez más tenue de un rostro en la memoria. El inagotable universo puede ser olvidado, los rasgos de la cara única de Beatriz, que una vez fueron el mundo para quien la amaba, también se van, "bajo la trágica erosión de los años".
En "El Zahir", el olvido es más bien un desvío. Frente a la moneda de 20 centavos que ocupará la memoria del narrador hasta el enloquecimiento o la revelación mística, parece fácil olvidar el profuso universo. La mujer muerta, adalid de las modas más sutiles y veloces, buscaba, dice Borges, "lo absoluto en lo momentáneo". ¿Y no es amar a esa chica esnob perderse también en el sueño de atrapar alguna vez su fugacidad, su realidad, dentro de ese simulacro de perduración que es lo idéntico de cada uno desde el principio de la memoria hasta la muerte? La repetición de un solo objeto cualquiera, banal y vacío, tan abstracto como el dinero que no es sino una promesa de tiempo futuro, de lo que se puede comprar, salvará al enamorado del dolor extenso. La repetición de la moneda anulará la imagen de lo reiterable, de las poses de la muerta, de su sonrisa, y en vez de entregarlo a la lentitud del olvido que se descompone en pequeños olvidos, borraduras parciales de un gesto, un movimiento del cuerpo, luego de los rasgos, las miradas, hasta que al fin el nombre propio de esa persona ya no despierte imagen alguna, sólo la melancolía de ciertos relatos que pudieron ocurrirle a cualquiera; en vez de esa tortura donde se advierte, como dirá Borges en "El Aleph", la porosidad, el tamiz imperfecto que somos y que deja pasar de largo casi todo lo vivido, la moneda obsesionante sellará de un golpe el olvido absoluto de aquello que no sea su doble faz, reduciendo la totalidad a su insignificancia, y dictará antes que nada el olvido de la muerta. "Lo que no es el Zahir me llega tamizado y como lejano: la desdeñosa imagen de Teodelina, el dolor físico." Lo que no es el Zahir, que contiene al mundo y es el símbolo arbitrario de Dios, ¿qué es sino la imagen de una muerta?
Las muertes, en Borges, refutan la eternidad, vacían las altas pretensiones de la literatura, únicos acontecimientos que hacen tangible el tiempo real y por los cuales valdría la pena fabricar una ficción más, la que se escribe aquí y ahora, frente a la muerte propia que ocurrirá una sola vez, en un solo lugar, y sin lenguaje.
Silvio Mattoni
En Kóre. Ensayos sobre la literatura y el duelo
Rosario, Beatriz Viterbo, 2000
Entrada propuesta por Francisco Alvez Francese (FB)
Fuente foto original color y CV de Silvio Mattoni