Que estas sensibles y precisas imágenes de nuestra querida ciudad sean obras de un espectador italiano es cosa que no debe asombrarnos. En lo arquitectónico, Buenos Aires tendió a apartarse de lo español como ya se había apartado en lo político; diferir de los padres es tal vez una fatalidad de los hijos. Hay quienes tratan de ignorar o de corregir esa propensión; tenazmente perpetran edificios “coloniales”, edificios demasiado visibles —el nuevo puente Alsina, digamos, con su traza caricatural de muralla china— que no se funden con el resto de la ciudad y quedan como monstruos aislados. Con o sin justificación, Buenos Aires atenuó lo español y tendió a lo italiano; italianos fueron los rasgos diferenciales de su arquitectura, la balaustrada, la azotea, las columnas, el arco. Italianos fueron los jarrones de mampostería que había en la entrada de las quintas.
En algún tiempo, el concepto de paisajes urbanos debe haber sido paradójico; no sé quién lo introdujo en las artes plásticas; fuera de algún ejercicio satírico (A Description of the Morning, A Description of a City Shower, de Swift), su aparición en la literatura, que yo recuerde, no es anterior a Dickens… Este libro evidencia la felicidad con que Rossi cultiva tal género; de las muchas imágenes que lo forman, las más admirables, entiendo, son las que reflejan el barrio Sur. Ello, por cierto, no es casual. Más que una determinada zona de la ciudad, más que la zona que definen el paseo Colón y las calles Brasil, Victoria, Entre Ríos, el Sur es la substancia original de que está hecha Buenos Aires, la forma universal o idea platónica de Buenos Aires. El patio, la puerta cancel, el zaguán, son (todavía) Buenos Aires; sobreviven, patéticos, en el Centro y en barrios del Oeste y del Norte; nunca los vemos sin pensar en el Sur. No sé si puedo intercalar, aquí, una mínima confesión. Hace treinta años me propuse cantar mi barrio de Palermo; celebré con metros de Whitman las oscuras higueras y los baldíos, las casas bajas y las esquinas rosadas; redacté una biografía de Carriego; conocí a un hombre que había sido caudillo; oí con veneración los trabajos de Suárez el Chileno y de Juan Muraña, cuchilleros incomparables. Un almacén iluminado en la noche, una cara de hombre, una música, me traen alguna vez el sabor de lo que busqué en esos versos; esas restituciones, esas confirmaciones, ahora, sólo me ocurren en el Sur. Yo, que creí cantar a Palermo, había cantado el Sur, porque no hay un palmo de Buenos Aires que pudorosamente, íntimamente, no sea, sub quadam specie aeternitatis, el Sur. El Oeste es una heterogénea rapsodia de formas del Sur y formas del Norte; el Norte es símbolo imperfecto de nuestra nostalgia de Europa. (También son barrio Sur las otras ciudades de este lado de América, Montevideo, La Plata, el Rosario, Santiago del Estero, Dolores.) La arquitectura es un lenguaje, una ética, un estilo vital; en la del barrio Sur —y no en las casas de tejado, en las de azotea— nos sentimos confesos los argentinos.
A lo anterior se replicará que el estilo que he juzgado esencial está condenado a morir, ya que las nuevas construcciones lo ignoran y las antiguas no pueden aspirar a perpetuas. No está lejos el día en que no quede un solo patio ajedrezado, una sola puerta cancel. Realmente, no sé qué responder a esa objeción. Sé que Buenos Aires, alguna vez, dará con su otro estilo y que esas formas venideras preexisten (secretas y evasivas para mis ojos, claras para el futuro) en las deleitables páginas de este libro.
Posdata de 1974. El pasaje de Swift que mencioné, procede, verosímilmente, de Juvenal.
En: Attilio Rossi, Buenos Aires en tinta china
Prólogo de JLB, Bs. As., Editorial Losada
Biblioteca Contemporánea, 1951
Luego en Prólogos con un prólogo de prólogos (1975)
Imágenes: cover y páginas de la obra prologada