Este libro nació de un texto de Borges. De la risa que sacude, al leerlo, todo
lo familiar al pensamiento —al nuestro: al que tiene nuestra edad y nuestra
geografía—, trastornando todas las superficies ordenadas y todos los planos
que ajustan la abundancia de seres, provocando una larga vacilación e
inquietud en nuestra práctica milenaria de lo Mismo y lo Otro. Este texto cita
"cierta enciclopedia china" donde está escrito que "los animales se dividen
en a] pertenecientes al Emperador, b] embalsamados, c] amaestrados, d]
lechones, e] sirenas, f] fabulosos, g] perros sueltos, h] incluídos en esta
clasificación, i] que se agitan como locos, j] innumerables, k] dibujados con
un pincel finísimo de pelo de camello, l] etcétera, m] que acaban de romper el
jarrón, n] que de lejos parecen moscas".1
En el asombro de esta taxinomia, lo que se ve de golpe, lo que, por medio
del apólogo, se nos muestra como encanto exótico de otro pensamiento, es el
límite del nuestro: la imposibilidad de pensar esto.
Así, pues, ¿qué es imposible pensar y de qué imposibilidad se trata? Es
posible dar un sentido preciso y un contenido asignable a cada una de estas
singulares rúbricas; es verdad que algunas de ellas comprenden seres
fantásticos —animales fabulosos o sirenas—; pero justo al darles un lugar
aparte, la enciclopedia china localiza sus poderes de contagio; distingue con
todo cuidado entre los animales reales (que se agitan como locos o que
acaban de romper el jarrón) y los que sólo tienen su sitio en lo imaginario. Se
conjuran las mezclas peligrosas, los blasones y las fábulas vuelven a su alto
lugar; nada de inconcebible anfibia, nada de alas con zarpas, nada de
inmunda piel escamosa, nada de estos rostros polimorfos y demoníacos, nada
de aliento en flamas. Aquí la monstruosidad no altera ningún cuerpo real, en
nada modifica el bestiario de la imaginación; no se esconde en la
profundidad de ningún poder extraño.
Ni siquiera estaría presente en esta clasificación si no se deslizara en todo
espacio vacío, en todo intersticio blanco que separa unos seres de otros. No
son los animales "fabulosos" los que son imposibles, ya que están
designados como tales, sino la escasa distancia en que están yuxtapuestos a
los perros sueltos o a aquellos que de lejos parecen moscas. Lo que viola
cualquier imaginación, cualquier pensamiento posible, es simplemente la serie alfabética (a, b, c, d) que liga con todas las demás a cada una de estas
categorías.
Por lo demás, no se trata de la extravagancia de los encuentros insólitos.
Sabemos lo que hay de desconcertante en la proximidad de los extremos o,
sencillamente, en la cercanía súbita de cosas sin relación; ya la enumeración
que las hace entrechocar posee por sí misma un poder de encantamiento: "Ya
no estoy en ayuno —dice Eustenes—. Por ello se encontrarán con toda
seguridad hoy en mi saliva: Áspides, Amfisbenas, Anerudutes,
Abedesimones, Alartraces, Amobates, Apiñaos, Alatrabanes, Aractes,
Asteriones, Alcarates, Arges, Arañas, Ascalabes, Atelabes, Ascalabotes,
Aemorroides, ..." Pero todos estos gusanos y serpientes, todos estos seres de
podredumbre y viscosidad hormigueante, como las sílabas que los nombran,
en la saliva de Eustenes, tienen allí su lugar común, como sobre la mesa de
disección el paraguas y la máquina de coser, si la extrañeza de su encuentro
se hace evidente es sobre el fondo de ese y, de ese en, de ese sobre, cuya
solidez y evidencia garantizan la posibilidad de una yuxtaposición. Es, desde
luego, muy improbable que las hemorroides, las arañas y los amabates
vengan a mezclarse un día bajo los dientes de Eustenes, pero, después de
todo, en esta boca acogedora y voraz encontrarían buen lugar de habitación y
el palacio de su coexistencia.
La monstruosidad que Borges hace circular por su enumeración consiste, por
el contrario, en que el espacio común del encuentro se halla él mismo en
ruinas. Lo imposible no es la vecindad de las cosas, es el sitio mismo en el
que podrían ser vecinas. Los animales "i] que se agitan como locos, j]
innumerables, k] dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello" ¿en
qué lugar podrían encontrarse, a no ser en la voz inmaterial que pronuncia su
enumeración, a no ser en la página que la transcribe? ¿Dónde podrían
yuxtaponerse a no ser en el no-lugar del lenguaje? Pero éste, al desplegarlos,
no abre nunca sino un espacio impensable. La categoría central de los
animales "incluidos en esta clasificación" indica lo suficiente, por la
referencia explícita a paradojas conocidas, que jamás se logrará definir entre
cada uno de estos conjuntos y el que los reúne a todos una relación estable
de contenido a continente: si todos los animales repartidos se alojan sin
excepción en uno de los casos de la distribución, ¿acaso todos los demás no
están en éste?
Y éste, a su vez, ¿en qué espacio reside? El absurdo arruina el y de la
enumeración al llenar de imposibilidad el en el que se repartirían las cosas
enumeradas. Borges no añade ninguna figura al atlas de lo imposible; no hace brotar en parte alguna el relámpago del encuentro poético; sólo esquiva
la más discreta y la más imperiosa de las necesidades; sustrae el
emplazamiento, el suelo mudo donde los seres pueden yuxtaponerse.
Desaparición que queda enmascarada o, mejor dicho, irrisoriamente indicada
por la serie alfabética de nuestro alfabeto, que sirve supuestamente de hilo
conductor (el único visible) a la enumeración de una enciclopedia china... Lo
que se ha quitado es, en una palabra, la célebre "mesa de disección"; y dando
a Roussel una mínima parte de lo que siempre le es debido, empleo esta
palabra "Mesa" en dos sentidos superpuestos: mesa niquelada, ahulada,
envuelta en blancura, resplandeciente bajo el sol de vidrio que devora las
sombras —allí, por un instante, quizá para siempre, el paraguas se encuentra
con la máquina de coser—; y cuadro que permite al pensamiento llevar a
cabo un ordenamiento de los seres, una repartición en clases, un
agrupamiento nominal por el cual se designan sus semejanzas y sus
diferencias —allí donde, desde el fondo de los tiempos, el lenguaje se
entrecruza con el espacio.
Este texto de Borges me ha hecho reír durante mucho tiempo, no sin un
malestar cierto y difícil de vencer. Quizá porque entre sus surcos nació la
sospecha de que hay un desorden peor que el de lo incongruente y el
acercamiento de lo que no se conviene; sería el desorden que hace centellear
los fragmentos de un gran número de posibles órdenes en la dimensión, sin
ley ni geometría, de lo heteróclito; y es necesario entender este término lo
más cerca de su etimología: las cosas están ahí "acostadas", "puestas",
"dispuestas" en sitios a tal punto diferentes que es imposible encontrarles un
lugar de acogimiento, definir más allá de unas y de otras un lugar común.
Las utopías consuelan: pues si no tienen un lugar real, se desarrollan en un
espacio maravilloso y liso; despliegan ciudades de amplias avenidas, jardines
bien dispuestos, comarcas fáciles, aun si su acceso es quimérico. Las
heterotopias inquietan, sin duda porque minan secretamente el lenguaje,
porque impiden nombrar esto y aquello, porque rompen los nombres
comunes o los enmarañan, porque arruinan de antemano la "sintaxis" y no
sólo la que construye las frases —aquella menos evidente que hace
"mantenerse juntas" (unas al otro lado o frente de otras) a las palabras y a las
cosas. Por ello, las utopías permiten las fábulas y los discursos: se
encuentran en el filo recto del lenguaje, en la dimensión fundamental de la
fábula; las heterotopias (como las que con tanta frecuencia se encuentran en
Borges) secan el propósito, detienen las palabras en sí mismas, desafían,o desde su raíz, toda posibilidad de gramática; desatan los mitos y envuelven
en esterilidad el lirismo de las frases.
Parece ser que algunos afásicos no logran clasificar de manera coherente las
madejas de lana multicolores que se les presentan sobre la superficie de una
mesa; como si este rectángulo uniforme no pudiera servir de espacio
homogéneo y neutro en el cual las cosas manifestarían a la vez el orden
continuo de sus identidades o sus diferencias y el campo semántico de su
denominación. Forman, en este espacio uniforme en el que por lo común las
cosas se distribuyen y se nombran, una multiplicidad de pequeños dominios
grumosos y fragmentarios en la que innumerables semejanzas aglutinan las
cosas en islotes discontinuos; en un extremo, ponen las madejas más claras,
en otro las rojas, por otra parte las que tienen una consistencia más lanosa, en
otra las más largas o aquellas que tiran al violeta o las que están en bola. Sin
embargo, apenas esbozados, todos estos agolpamientos se deshacen, porque
la ribera de identidad que los sostiene, por estrecha que sea, es aún
demasiado extensa para no ser inestable; y al infinito el enfermo junta y
separa sin cesar, amontona las diversas semejanzas, arruina las más
evidentes, dispersa las identidades, superpone criterios diferentes, se agita,
empieza de nuevo, se inquieta y llega, por último, al borde de la angustia.
La incomodidad que hace reír al leer a Borges se transparenta sin duda en el
profundo malestar de aquellos cuyo lenguaje está arruinado: han perdido lo
"común" del lugar y del nombre. Atopía, afasia. Sin embargo, el texto de
Borges lleva otra dirección; a esta distorsión de la clasificación que nos
impide pensarla, a esta tabla sin espacio coherente, Borges les da como
patria mítica una región precisa cuyo solo nombre constituye para el
Occidente una gran reserva de utopías. ¿Acaso en nuestro sueño no es la
China justo el lugar privilegiado del espacio? Para nuestro sistema
imaginario, la cultura china es la más meticulosa, la más jerarquizada, la más
sorda a los sucesos temporales, la más apegada al desarrollo puro de la
extensión; la soñamos como una civilización de diques y barreras bajo la faz
eterna del cielo; la vemos desplegada y congelada sobre toda la superficie de
un continente cercado de murallas. Su misma escritura no reproduce en
líneas horizontales el vuelo fugaz de la voz; alza en columnas la imagen
inmóvil y aún reconocible de las cosas mismas.
Tanto que la enciclopedia china citada por Borges y la taxinomia que
propone nos conducen a un pensamiento sin espacio, a palabras y categorías
sin fuego ni lugar, que reposan, empero, en el fondo sobre un espacio
solemne, sobrecargado de figuras complejas, de caminos embrollados, de sitios extraños, de pasajes secretos y de comunicaciones imprevistas;
existiría así, en el otro extremo de la tierra que habitamos, una cultura
dedicada por entero al ordenamiento de la extensión, pero que no distribuiría
la proliferación de seres en ningún espacio en el que nos es posible nombrar,
hablar, pensar.
Cuando levantamos una clasificación reflexionada, cuando decimos que el
gato y el perro se asemejan menos que dos galgos, aun si uno y otro están en
cautiverio o embalsamados, aun si ambos corren como locos y aun si acaban
de romper el jarrón, ¿cuál es la base a partir de la cual podemos establecerlo
con certeza? ¿A partir de qué "tabla", según qué espacio de identidades, de
semejanzas, de analogías, hemos tomado la costumbre de distribuir tantas
cosas diferentes y parecidas? ¿Cuál es esta coherencia —que de inmediato
sabemos no determinada por un encadenamiento a priori y necesario, y no
impuesta por contenidos inmediatamente sensibles? Porque no se trata de
ligar las consecuencias, sino de relacionar y aislar, de analizar, de ajustar y
de empalmar contenidos concretos; nada hay más vacilante, nada más
empírico (cuando menos en apariencia) que la instauración de un orden de
las cosas; nada exige una mirada más alerta, un lenguaje más fiel y mejor
modulado; nada exige con mayor insistencia que no nos dejemos llevar por
la proliferación de cualidades y de formas. Y, sin embargo, una mirada que
no estuviera armada podría muy bien acercar algunas figuras semejantes y
distinguir otras por razón de tal o cual diferencia: de hecho, no existe, ni aun
para la más ingenua de las experiencias, ninguna semejanza, ninguna
distinción que no sea resultado de una operación precisa y de la aplicación
de un criterio previo. Un "sistema de los elementos" —una definición de los
segmentos sobre los cuales podrán aparecer las semejanzas y las diferencias,
los tipos de variación que podrán afectar tales segmentos, en fin, el umbral
por encima del cual habrá diferencia y por debajo del cual habrá similitud—
es indispensable para el establecimiento del orden más sencillo. El orden es,
a la vez, lo que se da en las cosas como su ley interior, la red secreta según la
cual se miran en cierta forma unas a otras, y lo que no existe a no ser a través
de la reja de una mirada, de una atención, de un lenguaje; y sólo en las
casillas blancas de este tablero se manifiesta en profundidad como ya
estando ahí, esperando en silencio el momento de ser enunciado.
Los códigos fundamentales de una cultura —los que rigen su lenguaje, sus
esquemas perceptivos, sus cambios, sus técnicas, sus valores, la jerarquía de
sus prácticas— fijan de antemano para cada hombre los órdenes empíricos
con los cuales tendrá algo que ver y dentro de los que se reconocerá. En el otro extremo del pensamiento, las teorías científicas o las interpretaciones de
los filósofos explican por qué existe un orden en general, a qué ley general
obedece, qué principio puede dar cuenta de él, por qué razón se establece
este orden y no aquel otro. Pero entre estas dos regiones tan distantes, reina
un dominio que, debido a su papel de intermediario, no es menos
fundamental: es más confuso, más oscuro y, sin duda, menos fácil de
analizar. Es ahí donde una cultura, librándose insensiblemente de los órdenes
empíricos que le prescriben sus códigos primarios, instaura una primera
distancia con relación a ellos, les hace perder su transparencia inicial, cesa de
dejarse atravesar pasivamente por ellos, se desprende de sus poderes
inmediatos e invisibles, se libera lo suficiente para darse cuenta de que estos
órdenes no son los únicos posibles ni los mejores; de tal suerte que se
encuentra ante el hecho en bruto de que hay, por debajo de sus órdenes
espontáneos, cosas que en sí mismas son ordenables, que pertenecen a cierto
orden mudo, en suma, que hay un orden. Es como si la cultura, librándose
por una parte de sus rejas lingüísticas, perceptivas, prácticas, les aplicara una
segunda reja que las neutraliza, que, al duplicarlas, las hace aparecer a la vez
que las excluye, encontrándose así ante el ser en bruto del orden. En nombre
de este orden se critican y se invalidan parcialmente los códigos del
lenguaje, de la percepción, de la práctica. En el fondo de este orden,
considerado como suelo positivo, lucharán las teorías generales del
ordenamiento de las cosas y las interpretaciones que sugiere. Así, entre la
mirada ya codificada y el conocimiento reflexivo, existe una región media
que entrega el orden en su ser mismo: es allí donde aparece, según las
culturas y según las épocas, continuo y graduado o cortado y discontinuo,
ligado al espacio o constituido en cada momento por el empuje del tiempo,
manifiesto en una tabla de variantes o definido por sistemas separados de
coherencias, compuesto de semejanzas que se siguen más y más cerca o se
corresponden especularmente, organizado en torno a diferencias que se
cruzan, etc. Tanto que esta región "media", en la medida en que manifiesta
los modos de ser del orden, puede considerarse como la más fundamental:
anterior a las palabras, a las percepciones y a los gestos que, según se dice, la
traducen con mayor o menor exactitud o felicidad (por ello, esta experiencia
del orden, en su ser macizo y primero, desempeña siempre un papel crítico);
más sólida, más arcaica, menos dudosa, siempre más "verdadera" que las
teorías que intentan darle una forma explícita, una aplicación exhaustiva o un
fundamento filosófico. Así, existe en toda cultura, entre el uso de lo que pudiéramos llamar los códigos ordenadores y las reflexiones sobre orden,
una experiencia desnuda del orden y sin modos de ser.
Lo que trata de analizar este estudio es esta experiencia. Se trata de mostrar
en qué ha podido convertirse, a partir del siglo XVI, en una cultura como la
nuestra: de qué manera, remontando, como contra la corriente, el lenguaje tal
como era hablado, los seres naturales tal como eran percibidos y reunidos,
los cambios tal como eran practicados, ha manifestado nuestra cultura que
hay un orden y que a las modalidades de este orden deben sus leyes los
cambios, su regularidad los seres vivos, su encadenamiento y su valor
representativo las palabras; qué modalidades del orden han sido reconocidas,
puestas, anudadas con el espacio y el tiempo, para formar el pedestal
positivo de los conocimientos, tal como se despliegan en la gramática y en la
filología, en la historia natural y en la biología, en el estudio de las riquezas
y en la economía política. Es evidente que tal análisis no dispensa de la
historia de las ideas o de las ciencias: es más bien un estudio que se esfuerza
por reencontrar aquello a partir de lo cual han sido posibles conocimientos y
teorías; según cuál espacio de orden se ha constituido el saber; sobre el
fondo de qué a priori histórico y en qué elemento de positividad han podido
aparecer las ideas, constituirse las ciencias, reflexionarse las experiencias en
las filosofías, formarse las racionalidades para anularse y desvanecerse quizá
pronto. No se tratará de conocimientos descritos en su progreso hacia una
objetividad en la que, al fin, puede reconocerse nuestra ciencia actual; lo que
se intentará sacar a luz es el campo epistemológico, la episteme en la que los
conocimientos, considerados fuera de cualquier criterio que se refiera a su
valor racional o a sus formas objetivas, hunden su positividad y "manifiestan
así una historia que no es la de su perfección creciente, sino la de sus
condiciones de posibilidad; en este texto lo que debe aparecer son, dentro del
espacio del saber, las configuraciones que han dado lugar a las diversas
formas del conocimiento empírico. Más que una historia, en el sentido
tradicional de la palabra, se trata de una "arqueología".2
Ahora bien, esta investigación arqueológica muestra dos grandes
discontinuidades en la episteme de la cultura occidental: aquella con la que
se inaugura la época clásica (hacia mediados del siglo XVII) y aquella que, a
principios del XIX, señala el umbral de nuestra modernidad.
El orden, a partir del cual pensamos, no tiene el mismo modo de ser que el
de los clásicos. Tenemos la fuerte impresión de un movimiento casi
ininterrumpido de la ratio europea desde el Renacimiento hasta nuestros días, podemos pensar muy bien que la clasificación de Linneo, más o menos
arreglada, puede seguir gozando en general de cierta validez, que la teoría
del valor de Condillac se encuentra de nuevo por una parte en el
marginalismo del siglo XIX, que Keynes tenía una clara conciencia de la
afinidad de sus propios análisis con los de Cantillon, que el propósito de la
Grammaire générale (tal como la encontramos entre los autores de PortRoyal
o en Bauzée) no está tan alejado de nuestra lingüística actual —pero
toda esta casi continuidad al nivel de las ideas y de los temas es sólo, sin
duda alguna, un efecto superficial; al nivel de la arqueología se ve que el
sistema de positividades ha cambiado de manera total al pasar del siglo XVIII al XIX. No se trata de que la razón haya hecho progresos, sino de que el modo
de ser de las cosas y el orden que, al repartirlas, las ofrece al saber se han
alterado profundamente. Si la historia natural de Tournefort, de Linneo y de
Buffon está relacionada con algo que no sea ella misma, no lo está con la
biología, con la anatomía comparada de Cuvier o con el evolucionismo de
Darwin, sino con la gramática general de Bauzée, con el análisis de la
moneda y de la riqueza tal como se encuentra en Law, Veron de Fortbonnais
o Turgot. Quizá sea posible que los conocimientos se engendren, las ideas se
transformen y actúen unas sobre otras (pero ¿cómo? hasta ahora los
historiadores no nos lo han dicho); de cualquier manera, hay algo cierto: que
la arqueología, al dirigirse al espacio general del saber, a sus configuraciones
y al modo de ser de las cosas que allí aparecen, define los sistemas de
simultaneidad, lo mismo que la serie de las mutaciones necesarias y
suficientes para circunscribir el umbral de una nueva positividad. [...]
Notas
1. "El idioma analítico de John Wilkins", Otras inquisiciones, Buenos Aires, Emecé Editores, 1960, p. 142.
2. Los problemas de método que plantea tal "arqueología" serán examinados en una obra próxima.
En Las palabras y las cosas, Gallimard, 1966
Versión castellana de Elsa Cecilia Frost
Foto: Michel Foucault, por Martine Franck,
en casa de Foucault, Ile de France, 1978
© Martine Franck/Magnum Photos
Genial, gracias
ResponderBorrarGenial, gracias
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