Que el hombre no sea indigno del Ángel
cuya espada lo guarda
desde que lo engendró aquel Amor
que mueve el sol y las estrellas
hasta el Último Día en que retumbe
el trueno en la trompeta.
Que no lo arrastre a rojos lupanares
ni a los palacios que erigió la soberbia
ni a las tabernas insensatas.
Que no se rebaje a la súplica
ni al oprobio del llanto
ni a la fabulosa esperanza
ni a las pequeñas magias del miedo
ni al simulacro del histrión;
el Otro lo mira.
Que recuerde que nunca estará solo.
En el público día o en la sombra
el incesante espejo lo atestigua;
que no macule su cristal una lágrima.
Señor, que al cabo de mis días en la Tierra
yo no deshonre al Ángel.
Publicado en La Nación del 25 de marzo de 1979
Luego incluido en La cifra (1981)
Foto: Borges en Palermo (Sicilia) 1984 © Ferdinando Scianna / Magnum Photos