En el capítulo segundo de su Symbolic Logic (1892), C.L. Dodgson, cuyo
nombre perdurable es Lewis Carroll, escribió que el universo consta de cosas
que pueden ordenarse por clases y que una de éstas es la clase de cosas
imposibles. Dio como ejemplo la clase de las cosas que pesan más que una
tonelada y que un niño es capaz de levantar. Si no existieran, si no fueran
parte de nuestra felicidad, diríamos que los libros de Alicia corresponden a
esta categoría. En efecto, ¿cómo concebir una obra que no es menos deleitable
y hospitalaria que Las mil y una noches y que es asimismo una trama de
paradojas de orden lógico y metafísico? Alicia sueña con el Rey Rojo, que está
soñándola, y alguien le advierte que si el Rey se despierta, ella se apagará
como una vela, porque no es más que un sueño del Rey que ella está soñando.
A propósito de este sueño recíproco que bien puede no tener fin, Martin
Gardner recuerda cierta obesa, que pinta a una pintora flaca, y así hasta lo
infinito.
La literatura inglesa y los sueños guardan una antigua amistad; Beda el
Venerable refiere que el primer poeta de Inglaterra cuyo nombre alcanzamos,
Caedmon, compuso su primer poema en un sueño; un triple sueño de
palabras, de arquitectura y de música, dictó a Coleridge el admirable
fragmento de Kubla Kan; Stevenson declara que soñó la transformación de
Jeckyll en Hyde y la escena central de Olalla. En los ejemplos que he citado el
sueño es inventor de poesía; son innumerables los casos del sueño como tema
y entre los más ilustres están los libros que nos ha dejado Lewis Carroll.
Continuamente los dos sueños de Alicia bordean la pesadilla. Las ilustraciones
de Tenniel (que ahora son inherentes a la obra y que no le gustaban a Carroll)
acentúan la siempre sugerida amenaza.
A primera vista o en el recuerdo, las aventuras parecen arbitrarias y casi irresponsables; luego comprobamos que encierran el secreto rigor del ajedrez y de la baraja, que asimismo son aventuras de la imaginación. Dodgson, según se sabe, fue profesor de matemáticas en la Universidad de Oxford; las paradojas lógico-matemáticas que la obra nos propone no impiden que ésta sea una magia para los niños. En el trasfondo de los sueños acecha una resignada y sonriente melancolía; la soledad de Alicia entre sus monstruos refleja la del célibe que tejió la inolvidable fábula. La soledad del hombre que no se atrevió nunca al amor y que no tuvo otros amigos que algunas niñas que el tiempo fue robándole, ni otro placer que la fotografía, menospreciada entonces. A ello debemos agregar, por supuesto, las especulaciones abstractas y la invención y ejecución de una mitología personal, que ahora venturosamente es de todos. Queda otra zona, que mi incapacidad no entrevé y que los entendidos desdeñan: la de los «pillow problems» que urdió para poblar las noches del insomnio y para alejar, nos confiesa, los malos pensamientos. El pobre Caballero Blanco, artífice de cosas inservibles, es un autorretrato deliberado y una proyección, quizá involuntaria, de aquel otro señor provinciano, que trató de ser Don Quijote.
A primera vista o en el recuerdo, las aventuras parecen arbitrarias y casi irresponsables; luego comprobamos que encierran el secreto rigor del ajedrez y de la baraja, que asimismo son aventuras de la imaginación. Dodgson, según se sabe, fue profesor de matemáticas en la Universidad de Oxford; las paradojas lógico-matemáticas que la obra nos propone no impiden que ésta sea una magia para los niños. En el trasfondo de los sueños acecha una resignada y sonriente melancolía; la soledad de Alicia entre sus monstruos refleja la del célibe que tejió la inolvidable fábula. La soledad del hombre que no se atrevió nunca al amor y que no tuvo otros amigos que algunas niñas que el tiempo fue robándole, ni otro placer que la fotografía, menospreciada entonces. A ello debemos agregar, por supuesto, las especulaciones abstractas y la invención y ejecución de una mitología personal, que ahora venturosamente es de todos. Queda otra zona, que mi incapacidad no entrevé y que los entendidos desdeñan: la de los «pillow problems» que urdió para poblar las noches del insomnio y para alejar, nos confiesa, los malos pensamientos. El pobre Caballero Blanco, artífice de cosas inservibles, es un autorretrato deliberado y una proyección, quizá involuntaria, de aquel otro señor provinciano, que trató de ser Don Quijote.
El genio algo perverso de William Faulkner ha enseñado a los escritores
actuales a jugar con el tiempo. Básteme hacer mención de las ingeniosas
piezas dramáticas de Priestley. Ya Carroll había escrito que el Unicornio reveló
a Alicia el modus operandi correcto para servir el budín de pasas a los
convidados: primero se reparte y luego se corta. La Reina Blanca da un grito
brusco porque sabe que va a pincharse un dedo, que sangrará antes del
pinchazo. Asimismo recuerda con precisión los hechos de la semana que viene.
El Mensajero está en la cárcel antes de ser juzgado por el delito que cometerá
después de la sentencia del juez. Al tiempo reversible se agrega el tiempo
detenido. En casa del Sombrerero Loco siempre son las cinco de la tarde; es la
hora del té y se agotan y se colman las tazas.
Antes los escritores buscaban en primer término el interés o la emoción
del lector, ahora, por influjo de las historias de la literatura, ensayan
experimentos que fijen la perduración, o siquiera la inclusión fugaz, de sus
nombres. El primer experimento de Carroll, los dos libros de Alicia, fue tan
afortunado que nadie lo juzgó experimental y muchos lo juzgaron muy fácil.
Del último, Sylvie and Bruno (1889-93) sólo cabe honestamente afirmar que
fue un experimento. Carroll había observado que la mayoría, o la totalidad, de
los libros nace de un argumento previo cuyos diversos pormenores el escritor
inserta después; resolvió invertir el procedimiento y anotar circunstancias que
los días y los sueños le deparaban y ordenarlas después. Diez lentos años
consagró a plasmar esas formas heterogéneas que le dieron, escribe, «una
clara y abrumadora noción de la palabra caos». Apenas quiso intervenir en su
obra con una que otra línea que sirviera de nexo necesario. Llenar un número
determinado de páginas con un argumento y sus ripios le parecía una
esclavitud a la que no tenía que someterse, ya que la fama y el dinero no le
importaban.
A la singular teoría que he resumido, agrego otra: presuponer la
existencia de hadas, su condición ocasional de seres tangibles ya en la vigilia,
ya en el sueño, y el comercio recíproco del orbe cotidiano y del fantástico.
Nadie, ni siquiera el injustamente olvidado Fritz Mauthner, desconfió
tanto del lenguaje. El retruécano es, por lo general, un mero alarde bobo de
ingenio («el alígero Dante», «el culto pero no oculto Góngora» de Baltasar
Gracián); en Carroll descubre la ambigüedad que acecha en las locuciones
comunes. Por ejemplo, el que acecha en el verbo to see:
He thought he saw an argument
That proved he was the Pope;
He looked again, and found it was
A Bar of Mottled Soap.
«A fact so dread»; he faintly said,
«extinguishes all hope!»
Ahí se juega con el doble sentido de la voz to see; descubrir un
razonamiento no es lo mismo que percibir un objeto físico.
Quien escribe para los niños corre peligro de quedar contaminado de
puerilidad; al autor se confunde con los oyentes. Tal es el caso de Jean de La
Fontaine, de Stevenson y de Kipling. Se olvida que Stevenson escribió A Child's
Garden of Verses, pero también The Master of Ballantrae; se olvida que Kipling
nos ha dejado las Just So Stories y los relatos más complejos y trágicos de
nuestro siglo. En lo que a Carroll se refiere, ya dije que los libros de Alicia
pueden ser leído y releídos, según la locución hoy habitual, en muy diversos
planos.
De todos los episodios, el más inolvidable es el adiós del Caballero
Blanco. Acaso el Caballero está conmovido, porque no ignora que es un sueño
de Alicia, como Alicia fue un sueño del Rey Rojo, y que está a punto de
esfumarse. El Caballero es asimismo Lewis Carroll, que se despide de los
sueños queridos que poblaron su soledad. Es lícito recordar la melancolía de
Miguel de Cervantes, cuando se despidió para siempre de su amigo y de
nuestro amigo, Alonso Quijano, «el cual, entre compasiones y lágrimas de los
que allí se hallaron, dio su espíritu, quiero decir que se murió».
Imagen: Sara Facio