1/9/17

Jorge Zavaleta Balarezo: Borges. Del cine a la literatura o viceversa: la obsesión “visual”







[...] En otro nivel de análisis, ubicamos a un Borges que, entre lo visual del cine y lo visual de la narración literaria, encuentra su propia y original expresión creativa. David Oubiña se refiere críticamente a esta relación al señalar que, para Borges, el cine es “una otredad sorprendente aunque no exenta de vulgaridad, un modelo envidiado y una influencia endemoniada contra la cual la literatura debe recortar y redefinir su especificidad” (133-34). Pero si sólo pensáramos en una “rivalidad” entre el cine y la literatura—una idea que, creemos, no estuvo presente nunca en Borges— el diálogo entre estas artes quedaría recortado, se volvería obtuso.

Al contrario, en cuentos como El inmortal, Borges demuestra una especificidad, sí, pero acompañada de una delectación por narrar, por contar una historia, por hacernos partícipes de sus causas y consecuencias. Al igual que el cine, la literatura opera para Borges como un artefacto cultural que llama al discernimiento y al raciocinio, pero al mismo tiempo constituye un producto anclado en una tradición clásica. Una tradición que se genera tanto en Occidente (con la influencia de los filósofos griegos y pasa por Carlyle, De Quincey, Stevenson, Chesterton y muchos otros) como en Oriente (un ejemplo es su preferencia casi obsesiva por Las mil y una noches).

Oubiña cree que Borges aprovecha los recursos del cine, y se sirve de este arte: “el vínculo se sostiene sobre un gran malentendido, porque Borges no ve en el cine otra cosa que un avatar de la literatura. Reinvierte lo que ve en la pantalla (esas “chirolas” de las imágenes) en la cuenta de los textos” (138). Pero el entusiasmo mostrado en la descripción y narración de las reseñas demuestra otra intención.

Borges está “en” el cine, disfrutándolo, apasionándose con él, actuando como uno de esos tempranos espectadores atentos a los nuevos hallazgos del cinematógrafo, a un arte que con la incorporación del sonido ha ampliado sus posibilidades expresivas. Borges sabe que el cine puede avanzar más rápido pero nunca más allá que la literatura. El cine aún es muy joven y apenas está ensayando o incorporando algunas intenciones, quizá ciertas excentricidades. Oubiña dice que Borges tiene un estrecho marco de intereses, todos sujetos o dependientes de la literatura y “ve los films sub especie literaria” (138).

En los tiempos de globalización y posneoliberalismo que nos ha tocado afrontar, y en los cuales el capitalismo tardío —según el concepto de Fredric Jameson— ha alcanzado su etapa más elaborada, cabría preguntarse si el cine, ahora mismo, no está cumpliendo la función que la literatura tenía durante el siglo XIX, las primeras décadas del siglo veinte o, por ejemplo, durante el esplendor del boom. La última narrativa latinoamericana, sus éxitos, sus crisis y desencuentros, como parte de un sistema más abarcador y global (pero no a la manera exclusivista, homogeneizadora y europea que plantea Pascale Casanova en The World Republic of Letters) ha desembocado, como otras literaturas nacionales y continentales, en un producto más específico pero no necesariamente masivo ni mayoritario, que crea desde una elite, un “gusto”, no necesariamente “popular”. El rol de los medios masivos de comunicación, encuentra su raíz en el desarrollo de la imprenta, a la cual un pensador como Benedict Anderson atribuye un papel determinante en la formación de identidades nacionales o “comunidades imaginadas”, y con el transcurso de los años se amplía y expresa en la radio, la televisión y, para el caso que nos interesa, en el cine, que vislumbra —según creo— un amplio espectro de receptores y consumidores pero al mismo tiempo limita el espacio, con todo más breve y a veces más valioso, de la literatura. Una pregunta válida es si el cine al final, como una técnica que depende de la ilusión audiovisual, no es sino otra forma, más avanzada y posmoderna de literatura.

Otro aspecto de esta permanente retroalimentación, a la que también podríamos llamar un “pacto” —la relación que se genera entre el espectador fiel y el cine incluso como un fetiche— es la forma en que Borges adecua, cada vez más a su propia manera de entender sus aproximaciones narrativas, la forma en que el cine cuenta historias. Cozarinsky fue el primero en advertir cómo Borges asumía el hecho cinematográfico en la construcción de sus narraciones a partir del prólogo que el narrador argentino escribe para la primera edición de Historia universal de la infamia. En éste señala:
Los ejercicios de prosa narrativa que integran este libro fueron ejecutados de 1933 a 1934. Derivan, creo, de mis relecturas de Stevenson, Chesterton y aun de los primeros films de von Sternberg y tal vez de cierta biografía de Evaristo Carriego. Abusan de algunos procedimientos: las enumeraciones dispares, la brusca solución de continuidad, la reducción de la vida entera de un hombre a dos o tres escenas. (Borges, Historia 7)

En la especificidad del procedimiento encontramos la clave de la organización narrativa de las ficciones de este libro. Como en el cine, que conoce muy bien y que ve con el detalle de un analista, Borges captura el poder de síntesis. El diseño de las “escenas” es un punto básico. Apenas la mención de un elemento, un adjetivo, una breve descripción. Elegir una situación supone adaptarla. Borges, ahora con la influencia admitida del cine, se preocupa —se esmera— por narrarnos episodios concretos, casi matemáticos.

En “El espantoso redentor Lazarus Morell”, cuyas fuentes son un relato de Mark Twain y una biografía sobre este autor norteamericano, Borges va paso a paso, definiendo las “escenas”, a las que titula, sucesivamente: “la causa remota”, “el lugar”, “los hombres”, “el método”, “la libertad final” y “la catástrofe”. Como puede advertirse, todos los elementos de la historia —su disposición exacta—, están concebidos a la manera de un argumento cinematográfico. Este argumento entonces, debe mostrarse, visualizarse. El procedimiento se apoya, unas veces, en la enumeración, como en el primer párrafo, del cual citamos un extracto y que le va a dar sentido al resto del relato: “A esa curiosa variación de un filántropo debemos infinitos hechos: los blues de Handy, el éxito logrado en París por el pintor oriental D. Pedro Figari, la buena prosa cimarrona del también oriental D. Vicente Rossi, el tamaño mitológico de Abraham Lincoln...” (Borges, “El espantoso redentor” 17-18).

Cada elemento enumerado va a suponer una imagen que conduce a otra historia, siempre conectada pero a veces lejana. La enumeración llama a las imágenes, y estas constituyen una evocación permanente. Borges traza y teje así las redes de otro mundo, paralelo e infinito, de enorme potencia cinética, en el cual la memoria y el sentido de lo lúdico juegan un rol expresamente estético pero también filosófico. En este cuento las descripciones del Mississippi, de sus límites —esos límites reales y artificiales que los hombres cruzan— así como la presencia de Morell son dignas, ellas también, de un argumento fílmico. Es más, siempre en relación con la imagen, el narrador nos dice: “Los daguerrotipos de Morell que suelen publicar las revistas americanas no son auténticos” (Borges, “El espantoso redentor” 21).

Borges está, también en la literatura, o desde la literatura, hablando de la fidelidad de la imagen. Si ésta es fiel a sí misma en los filmes que comenta, quizá en otros contextos —el de la “realidad” de este cuento, por ejemplo— quizá no lo sea. El momento previo al final del relato que lleva el subtítulo de “la catástrofe”, sugiere asimismo una dirección bastante gráfica. El narrador opera a la manera del objetivo de una cámara, buscando realismo, veracidad, fijándose en los detalles, asegurando la posteridad desde el registro exacto del instante, “Morell estuvo escondido ese tiempo en una casa antigua, de patios con enredaderas y estatuas, de la calle Toulouse. Parece que se alimentaba muy poco y que solía recorrer descalzo las grandes habitaciones oscuras, fumando pensativos cigarros” (Borges, “El espantoso redentor” 27).

El regocijo por el detalle en la descripción, a la manera de una película compuesta, una y otra vez, de planos específicos de un elemento, asegura la solidez del relato, busca respaldar una requerida verosimilitud. Borges trabaja las “imágenes” como si él mismo fuera el director de fotografía de una película: los patios, como se comprueba, tienen “enredaderas y estatuas”, el hombre recorre “descalzo” las “grandes habitaciones oscuras”.

Cada palabra remite a una toma, a un detalle de la cámara, a un esfuerzo por fijarse en lo más mínimo, a hacer de la palabra —de la verbalización y la descripción— un hecho que viene y “va” hacia otro lenguaje, el del cine. La trama, así, se convierte, en esta sucesión de detalles, como en von Sternberg, en una pequeña “novela realista”. Borges descubre e impone un estilo. El lenguaje cinematográfico, del cual también participan esos experimentos con el montaje a la manera de un Eiseinstein, halla en Borges a un aplicado precursor, que se sirve de la imagen en tanto propósito descriptivo y también discursivo. Los momentos previos al final del cuento son, asimismo, deudores de esa naciente tradición cinematográfica que Borges no duda en admirar. Si en 1941 va a llamar a Citizen Kane un filme “abrumador”, en “El espantoso redentor Lazarus Morell” certificamos que todo el cine que Borges conoce y consume es para él de alguna forma igualmente abrumador, un espectáculo que le resulta insólito y enajenante desde su extrañeza, donde halla cada vez con más frecuencia los recursos necesarios para su propia expresión.

Si el cine representa para Borges un aporte múltiple e indispensable, la literatura ha jugado en su obra un rol aún más determinante. Incluso en el terreno de lo visual, la influencia proviene sí, del cine, pero también —y antes— de la literatura, como lo ha demostrado Daniel Balderston al recordar la relación entre Stevenson y Borges, quien consideraba a aquel su autor favorito: “Borges se refiere especialmente al uso de imágenes visuales para fijar episodios clave en la memoria del lector” (Balderston 45). Imagen, visión, memoria, recuerdo, todos son elementos de un mismo sistema.

David Oubiña recuerda una cita en el diario de Bioy Casares en lo que para el crítico significa un hecho decisivo en más de un sentido: “Borges fue al cinematógrafo y casi no vio nada” (Bioy 112). Para Oubiña esta información no tiene que ver sólo con las consecuencias del desprendimiento de retina que había sufrido el autor poco tiempo atrás sino con el cine que no verá en el futuro.

Lo que Borges se “perderá” del cine representa una ausencia que lo limitaría como crítico: esto es el neorrealismo italiano, la Nueva Ola francesa, ya no digamos el cine independiente norteamericano que comienza a gestarse en la década de 1960, en protesta por la guerra de Vietnam y en medio de la contracultura hippie. Pero ese no es un hecho decisivo, como no lo es tampoco (y en el que sin embargo Oubiña insiste en un afán de “evaluar” el poco conocimiento de un cine “refinado” en Borges) el hecho de haber trabajado con Ulises Petit de Murat quien fuera, en los años 30 y 40
probablemente el más reconocido adaptador del cine argentino, lo cual —para Bioy— significa: un divulgador encargado de convertir clásicos literarios como Martín Fierro, El santo de la espada o La guerra gaucha en éxitos populares, un mediador que acerca la literatura a las masas pero cuyo prestigio de segunda mano está destinado al medio pelo. (Oubiña 143)

La pregunta, válida y necesaria, es si este “acercar la literatura a las masas” tiene un modelo ideal, o, dicho de otro modo, si todo acercamiento, toda adaptación-interpretación literaria a la pantalla no es por lo general una “traición al texto” en la medida que significa traducir de un lenguaje a otro. A Borges no se le puede juzgar sólo por su asociación con Petit de Murat, sino a partir de sus propias convicciones cinéfilas. Lo demás, son hechos circunstanciales.

Balderston revela, por otra parte, que ya antes de Historia universal de la infamia, Borges escribe un ensayo sobre el uso de imágenes visuales, durante su periodo ultraísta. Parte de este texto dice:
Nuestra memoria es, principalmente, visual y secundariamente auditiva. De la serie de estados que eslabonan lo que denominamos conciencia, sólo perduran los que son traducibles en términos de visualización o de audición... Ni lo muscular ni lo olfatorio ni lo gustable, hallan cabida en el recuerdo, y el pasado se reduce, pues, a un montón de visiones barajadas y a una pluralidad de voces. Entre éstas tienen más persistencia las primeras, y si queremos retrotraernos a los momentos iniciales de nuestra infancia, constataremos que únicamente recuperamos unos cuantos recuerdos de índole visual...(citado en Balderston 56)

A propósito del quehacer ficcional borgiano, Balderston señala que “la palabra escrita seduce al lector con imágenes visuales que, aunque enteramente imaginarias, son irresistibles” (57). Asimismo, al referirse a pasajes de “La muerte y la brújula” y “El Sur”, el propio Balderston anota:
En estas y otras descripciones similares, las series de verbos en pretérito perfecto hacen que las visiones sean nítidas pero consecutivas: momentos relampagueantes que parecen casi simultáneos por yuxtaposición pero que son consecutivos debido al tiempo del verbo. La obvia analogía es con el montaje cinematográfico rápido de Eisenstein y Sternberg. Esta analogía está confirmada por la insistencia en que el observador se parece al “ojo de una cámara”: es estático, receptivo, no parpadea. (60)

Habría que añadir, sobre este punto, el uso del “flashback” en distintas “escenas” de la obra de Borges. Estas son narradas en pretérito y, a partir de allí, remiten a lo que podríamos llamar un “pasado dentro del pasado”. El “salto hacia atrás” intenta ubicar instantes precisos y quizá definitivos en el relato, reactualizando permanentemente la acción a través del “relampagueante” y fugaz recuerdo de un personaje. Estamos hablando de un procedimiento eminentemente cinematográfico, que, bien utilizado, cautiva y sorprende. Por ejemplo, contada en retrospectiva, la visión de El Aleph, provoca en Borges un éxtasis visual incomparable, inédito:
Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa de Fray Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré. . . (Borges, “El Aleph” 170)

La acumulación y superposición de elementos, y por lo tanto de conceptos, llama a una mirada panorámica que, al mismo tiempo, busca la especificidad, el mínimo detalle. Como el objetivo de la cámara que registra acaso fríamente los hechos de la “realidad”, la visión de Borges en “El Aleph” connota una seducción cinética, que tiene de ilusión y onirismo, pero que es asimismo una contemplación extática similar a la de una gran película, sólo que esta vez la película significa, contiene y es el infinito.

Refiriéndose a Stevenson y a Borges, a la influencia de uno sobre otro, y a su gusto por lo visual, Balderston recuerda que “en vez de describir lenta y cuidadosamente una escena, ambos escritores prefieren ponerla en movimiento prestando atención al contraste, iluminando detalles visuales brillantes (y fácilmente imaginables por el hecho de ser escasos) y gestos melodramáticos” (61).

“Movimiento”, “contraste” e “iluminación” resultan así elementos básicamente cinematográficos. A propósito de la crítica a Citizen Kane hablamos de la idea de desplazamiento que cautiva a Borges en el sentido de progreso de la acción (narrativa) como del avance o deterioro moral de una vida. El movimiento plantea el ser de la acción en sí mismo. “Contraste” no sólo es poner en contradicción dos elementos, dos personajes, o dos situaciones, es llenar el encuadre de color, o de blanco y negro, y calcular sus grados, sus niveles de intensidad, de saturación. La iluminación apunta a “esclarecer” los aspectos más recónditos. La terminología usada por Balderston contribuye a estrechar el vínculo de las narraciones borgianas con su sentido cinematográfico.

Si pensamos en cineastas marcadamente “visuales” como Dreyer, Bresson, Visconti, Godard o más recientemente Scorsese e incluso Tarantino, comprobaremos cómo la energía de una obra artística se manifiesta en toda su dimensión, a partir de una imaginería muy concentrada y pensada en la delectación del espectador, una noción vinculada a otros elementos del sistema de gestación y producción artística e industrial del cine: el guión, los personajes, la música incidental... el público a quien, específicamente, se dirige esta película. Como ya hemos advertido en segmentos de “El espantoso redentor Lazarus Morell”, en un pasaje de “El milagro secreto”, de acuerdo a la misma interpretación, Borges acude a “iluminar” los detalles:
El sargento miró el reloj: eran las ocho y cuarenta y cuatro minutos. Había que esperar que dieran las nueve. Hladík, más insignificante que desdichado, se sentó en un montón de leña. Advirtió que los ojos de los soldados rehuían los suyos. Para aliviar la espera, el sargento le entregó un cigarrillo. Hladík no fumaba; lo aceptó por cortesía o por humildad. Al encenderlo, vio que le temblaban las manos. El día se nubló; los soldados hablaban en voz baja como si él ya estuviera muerto. Vanamente, procuró recordar a la mujer cuyo símbolo era Julia de Weidenau... (Borges, “El milagro secreto” 145)

La escena está colmada de cualidades cinematográficas. Nuevamente se pone en marcha el operativo de una perfecta secuencialidad y la presencia de la mirada se vuelve central, dinamizando la acción: los hechos que transcurren, incesantes; el sargento que “mira” el reloj, el cual incluso podemos ver “en detalle”, marcando una hora exacta. A su vez Hladík “ve” los ojos de los soldados. Cuando enciende el cigarro “ve” que le tiemblan las manos. Finalmente acude a su propia memoria, que es otra forma de visualizar, para recordar a la mujer. Borges es consciente de este arduo y complejo proceso de composición que, nuevamente, poniéndolo en paralelo y en diálogo con el lenguaje cinematográfico, adquiere un carácter de ritual. Una cámara que se acerca, inquietante y curiosa, a los rostros de los personajes, tratando de descubrir en su mirada, o en sus gestos a veces inciertos, lo que están pensando.

La cámara —la pluma y la mente creativa de Borges— no sólo trata de fijar sino busca eternizar, dejar huella. El proceso se consolida y se hace aún más complejo cuando se extiende en otras direcciones. Con los detalles, por ejemplo, que reflejan movimientos aun mínimos, como el hecho de que el sargento le ofrezca a Hladík un cigarrillo y que este lo encienda: esos actos nos dan incluso una idea de color y olor, de una íntima, casi secreta sensibilidad, y luego ese retorno a las miradas, y al final ese extravío en la conciencia íntima que es el recuerdo.

Y si, como hemos sostenido hasta aquí, la febril actividad literaria de Borges es indesligable de una marcada influencia del cine, el diario de Adolfo Bioy Casares registra algunos momentos concretos de esta relación. Por ejemplo, la primera alusión al cine, está fechada del viernes 10 al sábado 25 de febrero de 1950: “Hasta el domingo trabajamos en el resumen del argumento para un film, El paraíso de los creyentes (que habíamos comenzado en Buenos Aires, uno o dos años antes) (Bioy 47). El trabajo en el “argumento”, ya mencionado al principio de este ensayo, revela, de nuevo, que Borges sí está comprometido con el cine. Más allá de ser el espectador activo, que vuelca sus opiniones en puntuales reseñas, busca adentrarse en un sistema de producción, en involucrarse en el “misterio” de las películas. Para ello, la mejor fórmula que encuentra es escribir una historia propia, en colaboración con su mejor amigo.

El 18 de junio de 1958 Bioy anota una observación de Borges que nos muestra al escritor hablando de las posibilidades de una “puesta en escena”, para usar el término acuñado por el crítico André Bazin, donde problematiza las limitaciones estéticas de un filme, cuyo argumento lo molesta:
Hablamos de un film. De los Apeninos a los Andes, que hacen italianos y argentinos, en el que trabaja Laura Saniez. Trata de un chico, que viene de Italia buscando a su madre. Laura refiere que la busca lleva al chico hasta las cataratas del Iguazú; hasta una procesión, en Jujuy, de la Virgen de Tilcara; hasta una cacería del cóndor en los Andes. Borges observa después: “Ese director debe de ser un bruto. Si aprovecha la busca del chico para mostrar lugares atrayentes para el turismo, el argumento se va al demonio. . . Ya no importa el chico, ni hay ansiedad porque encuentre a su madre. Además, ¿por qué la cacería del cóndor va a ser estéticamente interesante? (Bioy 456)

Como último ejemplo, y como anticipo a lo que diremos en las siguientes líneas, tomamos otra anotación registrada por Bioy en la que Borges discute la calidad de un filme de suspenso y ensaya explicaciones:
Me cuenta que anoche vieron con Mariana Grondona un thriller francés. BORGES: “A uno lo dejan engañarse solo. Nadie dice mentiras. Tomás las cosas for granted y al final recibís una gran sorpresa. Es verdad que Mariana me dijo que ella sospechó desde el principio. Es claro que dijo esto ex post facto. La gente no quiere ser engañada. Sin embargo no van a ver un thriller con otro propósito”. (Bioy 1132)

En esta cita advertimos varios temas: el permanente escepticismo de Borges, su discusión del cine ya no como mera ilusión y entretenimiento sino como un trucaje. Y el hecho, omnipresente, de que el cine atraiga a la gente, de cualquier modo.


Obras citadas 

Anderson, Benedict. Imagined communities: Reflections on the Origin and Spread of Nationalism. London & New York: Verso, 1991.
Balderston, Daniel. El precursor velado: R. L. Stevenson en la obra de Borges. Eduardo Paz Leston, trad. Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1985. Véase Introducción.
Bioy Casares, Adolfo. Borges. Daniel Martino, ed. Barcelona: Destino, 2006.
Borges, Jorge Luis. “Prólogo a la primera edición”. Historia universal de la infamia. 7-8.
———. “El espantoso redentor Lazarus Morell”. Historia universal de la infamia. 17-29.
———. “El inmortal”. El Aleph. 7-28.
———. “El Aleph”. El Aleph. 155-74.
———. “El milagro secreto”. Ficciones. 139-47.
———. “El jardín de senderos que se bifurcan”. Ficciones. 84-97.
———. El Aleph.1949. Buenos Aires & Madrid: Emecé & Alianza Editorial, 1985.
———. Ficciones.1944. Bogotá: La Oveja Negra, 1984.
———. Historia universal de la infamia. 1954. Buenos Aires & Madrid: Emecé & Alianza Editorial, 1991.
Casanova, Pascale. The World Republic of Letters. Cambridge: Harvard UP, 2004.
Cozarinsky, Edgardo. Borges y el cine. Buenos Aires: Sur, 1974.
Jameson, Fredric. Postmodernism, or, The Cultural Logic of Late Capitalism. Durham: Duke UP, 1991.
Oubiña, David. “El espectador corto de vista: Borges y el cine”. Variaciones Borges 24 (2007): 133-52.


Véase del mismo autor y obra: «El jardín de senderos que se bifurcan». Modelo para un filme

En Borges y el cine: imaginería visual y estrategia creativa
Zavaleta Balarezo, Jorge, University of Pittsburgh, 2010
Fuente

Dibujo: Borges por Alma Rosa Pacheco Marcos Vía


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