12/6/17

Guillermo Cabrera Infante: Borges y yo







Al otro, a Borges, era a quien le ocurrían las cosas. Yo sólo las relato. A veces veía su nombre en un diccionario inglés: "Jorge Luis Borges: Born 1899. Argentinian poet and literary scholar". Caminaríamos luego por Londres y nos demoraremos ante una plaza que Borges no puede ya ver y le digo su nombre. Ahora Borges ha venido a ofrecer una serie de veladas literarias en el Central Hall de Westminster. Fue allí, en la primera charla, donde por fin lo conocí personalmente. Ocurrió el jueves 13 de mayo de 1971. La fecha era memorable, y para no olvidarla guardé el talón de los boletos. La sala estaba abarrotada esa noche, a pesar de que la entrada costaba una libra, que en ese tiempo era casi una libra de carne. Cincuenta peniques para estudiantes. Inválidos de guerra, gratis. Ciegos y sordomudos, previa identificación. Así y todo, se quedó gente en la calle, que no pudo entrar pese a todas las pequeñas maniobras.
El público era el mayor que había visto el Hall desde que Mark Twain diera sus famosas charlas de Londres a finales del siglo pasado. A Borges lo ayudaron hasta la silla en el podio. Tanteó con sus manos por el micrófono, abrió un reloj sin cristal en la esfera, comprobó la hora, puso el reloj sobre el podio y comenzó a hablar, con los ojos cerrados, la voz lenta y apagada y un débil dejo en un inglés que era a la vez, como el conferenciantes, levemente victoriano con un tenue tinte exótico y nativo al mismo tiempo.
Bastón escocés
Así comenzó su primera charla. Al final habría preguntas y respuestas mediante el procedimiento de escribir la pregunta en una tira de papel y esperar que fuera seleccionada por el maestro de ceremonias. Fue una velada de veras interesante. Pero más interesante fue la charla antes de la charla.
No me gusta visitar a los artistas (y la charla demostraría el actor que había perdido el teatro argentino con Borges poeta) en su camerino. Antes de la función porque los artistas están ansiosos; después, porque están cansados. Pero Norman Thomas di Giovanni había insistido tanto en que visitara a Borges esa noche que decidí aceptar la invitación. Di Giovanni es el traductor de Borges, y entonces era como su apoderado.
En todo caso se apoderó de Borges durante toda la visita. Cuando entré al camerino, Borges estaba apoyado en su grueso bastón escocés, y sentado ante una mesa tenía frente a sí una botella de brandy medio vacía y un vaso lleno. Pensé que Di Giovanni se fortalecía antes de apoderarse del público. Pero mi curiosidad se volvió asombro al ver a Borges coger el vaso de cognac firmemente y apurarlo de un trago. Nunca hubiera creído que Borges, tan moderado en todo, bebía. Di Giovanni me explicó que era para los nervios, pero antes del trago (y después) Borges parecía tan inmutable como la esfinge. Se veía que tenía secretos y un secretario.
El público y la noche fueron de Borges. Al final el salón, lleno no sólo de espectadores sino de críticos y de escritores y hasta de editores, se volcó hacia el poeta ciego: parecían gritar nuestro Milton, nuestro Homero. En el público vi a varios técnicos de cine, y entre ellos me encontré con Sandy Lieberson, productor de cine, que me informó que rodaban un documental sobre y con Borges. Lo dirigiría Nicholas Roeg, que también estaba allí. Una vez regalé un libro por Navidad a una agente de prensa americana que vivía en Londres. Se llama Carolyn Pfeiffer, y ahora, de regreso a Hollywood, se había convertido en productora. Carolyn era muy amiga de Roeg, y le prestó el libro que yo le regalé a ella. Era la Antología personal. El tomo y su cubierta borgiana fueron a parar a la escena final culminante de Performance, que Lieberson produjo y Roeg dirigió.
Esa visión del escritor ciego era la última imagen y el motivo principal del filme. Borges, el más victoriano de los escritores, sirvió para ilustrar la película más decandente de entonces, llena de ambigüedad moral, sexo confuso y violencia. Al mismo tiempo, Borges se había vuelto un icono del swinging London. ¡Quién lo hubiera dicho!
La noche siguiente fuimos Miryam Gómez y yo a cenar a su hotel. Estaban Di Giovanni, su esposa y una mujer misteriosa, callada y exóticamente bella. Era María Kodama, que ya acompañaba a Borges, pero de lejos. El hotel era el Brown's, un viejo hotel de Londres. Como entrante, Borges me dijo casi en confidencia: "Usted sabe, Stevenson se hospedaba aquí cada vez que venía a Londres". Luego hablamos de cine, de mi viaje a Hollywood a ver a Mae West, y Borges enseguida mostró su imitación de Mae West, con su Come up and see me sometime, en que Borges, que siempre aspiró a malevo, acentuaba la vulgaridad de la West en la que ella era una virtuosa.
Decidirnos caminar hasta el parque Berkeley Square, la antigua plaza londinense que Borges evocaba al filósofo irlandés que sostiene que las cosas existen sólo cuando las percibimos. Yendo hacia la plaza, con Miryam Gómez y Di Giovanni caminando delante, se me ocurrió de pronto que Borges no era un ciego verdadero, que su ceguera era para emular mejor a Milton y a Homero. Decidí poner a prueba la visión del argentino. Las calles que rodean a Berkeley Square traen un tráfico veloz aun tarde en la noche, casi todo compuesto por taxis ávidos en busca de trabajo a la salida del teatro. Llevé a Borges hasta el medio de la calle y lo dejé allí con un pretexto ad hoc. Vi los taxis venir, eludir a Borges apenas y seguir raudos. Borges no se inmutaba. Seguramente que, discípulo de Berkeley, los taxis no le concernían porque no existían al no verlos. Corrí a llevar a Borges a un sitio seguro y ni siquiera mencionó mi ausencia. Pero luego, de regreso al hotel, me señaló la línea amarilla junto al bordillo y me dijo: "Usted sabe, yo no veo nada ya. Solamente el color amarillo me es fiel. Esa raya que está ahí es lo único que veo de la calle". ¿Por qué me decía esto Borges? ¿Se habría dado cuenta de mi argucia? ¿O habría un taxi de color amarillo que le pasó de cerca y decidió hacer que no lo vio? Borges era, como se dice en sus cuentos, muy matrero.
Vi a Borges otras veces en otro sitios, sobre todo en Santander, donde fue a recibir la Cruz de Isabel la Católica y estuvo con Emir Monegal, su crítico y biógrafo, y Juan Cueto, en esa ocasión que prefiero que cuente Cueto del modo maestro que lo hace a menudo. Ahí, 12 años más tarde, observé dos cosas en María Kodama. Había pasado a ser el centro de la vida diaria (y nocturna) de Borges y su pelo había encanecido y le caía en una suave cascada blanca. María Kodama, en el verano de Santander, mostrada formas que no eran nada japonesas. Pero todavía se parecía a la dama fantasma de Ugetsu. Era de veras hermética.
La última vez que vi a Borges fue de nuevo en Londres, ciudad que le atraía por razones estrictamente literarias, ya que no podía apreciar la arquitectura ni ver la niebla. Tal vez Borges viviera en un Londres interior con su propia niebla. En todo caso fue traído a Inglaterra por una asociación angloargentina que quería disipar las tensiones creadas entre Gran Bretaña y Argentina por la guerra de las Malvinas. Después de un cóctel confuso (en los bajos unos indios daban la bienvenida, de sarís y turbantes, a un visitante hindú; arriba Borges era celebrado por ser argentino por los ingleses mientras los angloargentinos no sabían dónde ponerse) fuimos a cenar, entre todos los restaurantes de Londres, ¡al hotel Brown's! Ya había notado en Santander que Borges daba traspiés mentales. Esa noche resbaló en una de sus citas. Al llegar al hotel, todavía en la calle, le recordé lo que nadie tal vez recordaba.
Stevenson
"Borges", le dije, "¿recuerda que a este hotel venía Stevenson cada vez que visitaba Londres?". Me miró asombrado y me dijo: "¡No me diga!, no lo sabía. Gracias por dejármelo saber". No le dije, claro, que era él quien me había contado esa anécdota. Pero al entrar al restaurante cogió del brazo a uno de los dos angloargentinos que lo acompañaban (mientras el otro escoltaba a María Kodama, cada vez más inescrutable) y oí cómo Borges le decía a su acompañante: "¿Usted sabía que Stevenson cuando visitaba Londres venía a este hotel?" El angloargentino movió su cabeza en ignorancia absoluta. Fue entonces cuando Borges compuso su mejor bocadillo: "Me lo acaban de decir ahí afuera".
Pero luego esa noche Borges estuvo de veras brillante. Comía y hablaba con fruición mostrando interés en la comida, cosa rara, y en la conversación, como siempre. Conversamos sobre las versiones de Stevenson que da el cine, sobre todo de Doctor Jeckyll y Mr. Hyde. Le hablé de la primera visión que conocí, con Fredric March y Miryam Hopkins. Borges se deleitó y creí que era con Stevenson. Craso error. "¡Ah, Miryam Hopkins!, era una bella mujer y mi actriz preferida. Lo que tenía el cuello muy ancho, ¿no le parece?". Nunca se me habría ocurrido. Después conversamos de Flann O'Brien, cuya mejor novela, At Swim-Two-Birds, había yo recomendado a varios editores españoles sin éxito. "Muy interesante novela", me dijo Borges.
El Nobel
Decidí en ese momento traer a colación en la colación un tema que según Monegal y el poeta escocés Alastair Reid, traductor de Borges, era como una colisión. Hablé del Premio Nobel que nunca ganaría. Le pregunté a Borges directamente: "Borges, ¿por qué le importa tanto ganar el Premio Nobel?. De todos los escritores que escriben en español hoy es usted el único que será leído dentro de 100 años. Ya tiene ganada la inmortalidad". Borges se sonrió: "Soy más bien uno de los inmortales de Swift". Se refería a los viejos que vivían para siempre en Gulliver. "Pero a usted no le interesa para nada el dinero". Borges me miró con esos ojos que no veían más que las rayas amarillas en el asfalto y se sonrió un poco. Cuando habló había un aire pícaro en su voz: "En cuanto al dinero, no crea, ayuda". Y disolvió la confusión en una carcajada de sus grandes dientes postizos. Todos, por supuesto, nos reímos. Borges era, como los indios de la Pampa, un contradictorio.
Ese contradictorio debe de estar ya en el cielo de los escritores. Lo espera el crítico Emir Rodríguez Monegal, que lo esperaba desde el año pasado. "Tenga cuidado, Borges", dirá Monegal, "con esa nube, que no está muy segura". Borges lo miraría impaciente todavía sin verlo, movería su bastón celeste en la dirección general de la Puerta Perlada y preguntaría impaciente: "Dígame, Monegal, ¿ya encontró la biblioteca? Babel no debe de estar lejos". Monegal hubiera querido tener la última palabra, pero sabía que debía dejarla a Borges. El argentino, buscando una raya amarilla entre las nubes sin encontrarla, sólo dijo: "Pero, che".

En El País, Madrid, 16 de junio de 1986
Foto: Jorge Luis Borges en Buenos Aires, 1978 
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