1/4/17

Jorge Luis Borges: Evocación de Manuel Peyrou






Manuel Peyrou nació en Buenos Aires a finales de mayo de 1902 y murió en la misma ciudad el 1 de enero de 1974. Su destino, acaso como todo destino que nos es dado ver de cerca, fue muy singular. Conocía con precisión la topografía de París y de Nueva York, y no hizo nunca, que yo sepa, el menor esfuerzo para viajar a esas dos ciudades que amaba entrañablemente. Francia le había llegado por la sangre y por la sombra tutelar de sus libros; América, por las grandes voces de Whitman, de Lee Masters y de Sandburg, por la épica del jinete y de la llanura y por las tempestades del jazz. Peyrou no ignoraba que la nostalgia es la mejor relación que un hombre puede tener con un país. Fue, quizá, el hombre más reservado que conocí, pero aceptaba y alentaba las confidencias. Spiller ha escrito que los recuerdos que 60 o 70 años de vida dejan en una memoria abarcarían, evocados en orden, dos o tres días; yo recuerdo con intensidad a mi amigo Manuel Peyrou, pero las anécdotas que me es dado comunicar son escasas. No olvido, sin embargo, su hábito del epigrama. Ema Risso Platero, que nos ha dejado también, solía llamarlo el Ingenioso. Fue periodista del diario La Prensa y vivió con plenitud la vida corporal, la vida del afecto y esa otra curiosa vida íntima de la imaginación literaria. En sus primeros textos, como todo escritor que no es un irresponsable, Peyrou trató de ser Chesterton o una escéptica variante de Chesterton. En La noche repetida y en El árbol de Judas, lo atareó la vieja mitología cuchillera de su barrio, de nuestro barrio, Palermo. Sus últimas novelas reflejan, como resignados espejos, el melancólico decurso de nuestra historia, a partir de aquella revolución de la que esperábamos tanto.
Manuel Peyrou profesó el arte, hoy casi perdido, de urdir curiosos argumentos y de narrarlos de un modo lúcido, con sentencias claras y eufónicas. Ahora, si no me engaño, se prefieren las frases truncas, la cacofonía y el abuso de las malas palabras que los condiscípulos nos revelan en la escuela primaria y que se aluden fácilmente después. La literatura actual se complace en las facilidades del caos y de la azarosa improvisación. En nuestros días se da el nombre de cuento a cualquier presentación de estados mentales o de impresiones físicas; se olvida, asimismo, que la palabra escrita procede de la palabra oral y busca análogos encantos. Acaso todo cuento debe escribirse para el último párrafo o acaso para la última línea; la exigencia puede parecer una exageración, pero es la exageración o simplificación de un hecho indudable. Si mal no recuerdo, Julio Cortázar dijo alguna vez que el cuento debe ganar por knockout. Un prefijado desenlace debe ordenar las vicisitudes de toda fábula. Peyrou, que cumplió con esta exigencia, ha legado a la memoria de los lectores muchos relatos ejemplares.
Emerson escribe que la poesía nace de la poesía; el estímulo de La espada dormida, uno de los mejores cuentos de Peyrou, le fue dado por el drama Cymbeline, que Shakespeare tomó de ciertas páginas de Holinshed, no sin algún recuerdo de Boccaccio. Edgar Allan Poe, inventor del género policial, resolvió que el primer detective de la literatura fuera un meditabundo. En el Reino Unido se mantiene esa tradición de crímenes tranquilos; Estados Unidos propende a los énfasis de lo violento y de lo carnal. El placer peculiar que La espada dormida (el título es hermoso) brinda al lector no es menos interesante que emotivo. Boileau dictaminó que el lector quiere ser respetado; nuestro amigo, a lo largo de toda su obra, siempre observó esos buenos modales, que hoy parecen arcaicos.
Con el mismo grado y con la misma curiosidad que sentí por primera vez, hace ya tantos años, releo la obra de mi amigo Manuel Peyrou.







Y en El Mercurio, Santiago de Chile, 16 de marzo de 1986, p. E3
Registrada en hemeroteca digital de la Biblioteca Nacional de Chile
Fotografía de Jorge Luis Borges y Manuel Peyrou tomada por Adolfo Bioy Casares

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