30/11/15

Jorge Luis Borges: All our yesterdays [soneto inédito]







Me pesan los ejércitos de Atila, 
las lanzas del desierto y sus batallas 
de Nínive, ahora polvo, las murallas 
y la gota del tiempo que vacila 
y cae en la clepsidra silenciosa 
y el árbol secular en que clavada 
fue por Odín la hoja de la espada 
y cada primavera y cada rosa
de Nishapur. Me abruman las auroras 
que fueron y que son y los ponientes, 
Tiresias y 
el amor de las serpientes 
y las noches,  los días y las horas. 
Sobre la sombra que yo soy gravita
la carga del pasado. Es infinita. 




Imagen y texto en Borges: Cien Años
Publicado por Roberto Alifano
Ed. Especial PROA 
Tercera Época, Número 42
Buenos Aires, 1999


29/11/15

Jorge Luis Borges: El advenimiento de Buenos Aires






Me he referido ya a las dificultades que ofrece una definición de Buenos Aires; buena prueba de ello es la perplejidad que sentimos cuando llega un hombre de otro país y queremos mostrarle nuestra ciudad. ¿Qué ocurre entonces, qué nos ocurre a todos entonces? Inevitablemente, instintivamente, le mostramos lugares inexpresivos o lugares que son típicos en sí mismos, pero no del alma general de Buenos Aires. De todos los paseos y plazas le mostramos el menos íntimo: el parque de Palermo; también le mostramos el centro, que es una suerte de tierra de nadie donde se congrega la gente de todos los barrios. Finalmente, ya que por obra del tango el suburbio de Buenos Aires ha logrado cierta nombradía en el mundo, le mostramos la Boca del Riachuelo, es decir un barrio sui generis, que también para nosotros es forastero. Los otros arrabales de Buenos Aires son casi iguales y poco importa su delimitación topográfica; están hechos de tierra, de llanura, de mucho cielo y ante todo de soledad. Nada de eso mostramos al amigo que visita nuestra república; lo llevamos a un suburbio muy populoso, a un suburbio movido, en el que hay algo que no encontramos en ningún otro: delicados y melancólicos tintes de crepúsculo y de agua. ¿Por qué obramos así? Yo entiendo que lo hacemos porque nos consta que Buenos Aires es incomunicable. Inútil sería mostrar el parque Lezama o tal o cual árbol memorable que hay en la Recoleta o los casi infinitos barrios modestos que integran la ciudad.
En ociosas y largas caminatas del crepúsculo y de la noche, he andado por todos los barrios de Buenos Aires; sospecho que cada uno es una especie de tácito convenio o de conspiración amistosa y está vedado a quienes no pertenecen a él. Cabe, sin embargo, afirmar la realidad de una división que ha entrado en el habla: la que separa el Norte y el Sur. Las dos corresponden a una nostalgia: el Norte es nuestra nostalgia de Europa, el Sur nuestra nostalgia del pasado. La primera de esas nostalgias es del espacio; Europa estará lejos, pero lo que ahora está lejos puede algún día estar muy cerca. La lejanía es una forma de lo alcanzable. La segunda de esas nostalgias es más patética, porque no es del espacio sino del tiempo, y del irrevocable tiempo que fue. Por eso, cuando extraño a Palermo, al borroso y ya mítico Palermo de la memoria, al Palermo de Evaristo Carriego y del caudillo Nicolás Paredes y de Muraña el guapo, no lo busco en las calles que se perdían hacia el Maldonado y hacia el poniente sino en el Sur. Sé que en el Sur un almacén que alumbra una esquina, un rostro aindiado y resentido o, alguna vez, una valerosa y trabajosa música de milonga me traerán lo que hace tantos años sentí en Palermo o lo que sueño haber sentido.
¿Cómo definir el Sur? La fácil tentación es definirlo por casas viejas, por arcos de zaguanes, por la puerta cancel detrás de la cual se adivinan patios o un patio, pero estas cosas también están desparramadas en el Norte y en el Oeste. Sin embargo, podemos llamarlas Sur, porque el Sur es menos una categoría geográfica que sentimental, menos una categoría de los mapas que de nuestra emoción. Buenos Aires cambia y se contradice incansablemente: las imágenes que creemos actuales pueden muy bien ya ser pretéritas. Hacia el ocaso yo imagino en una llanura menesterosa un arroyo de agua sangrienta, un arroyo aún más pobre que el Maldonado, que ahora también es un recuerdo; a esa increíble cosa le decían el Arroyo de la Sangre y salía detrás de los Mataderos. En el agua chapaleaban chicos descalzos y a los lados estaba la llanura, con ranchos y con huesos. El sol poniente enrojecía el arroyo rojo; todo esto yo lo he visto una tarde y seguiré viéndolo, pero el tiempo y la ciudad ya lo habrán borrado. En el Adonis de Marino leemos de un caballero que va a la Luna y descubre en una caverna de ese planeta (en el siglo XVII la Luna era todavía un planeta) a Saturno, que al principio es el anciano ritual de la mitología, con la guadaña y el reloj de arena. Luego el viajero ve que el rostro del dios cambia incesantemente, como las llamas. Lo mismo nos ocurre con Buenos Aires. Buenos Aires es lo que ha sido, lo que ahora es y lo que mañana será; quizá nada sabemos de ese mañana, que se desdoblará en muchos otros, pero todos estamos trabajando para su advenimiento.
* En diario Crítica, Suplemento Literario Letras Hispano-Americanas, a cargo de Héctor A. Murena, Buenos Aires, Año XLIV, Nº 15.121, 30 de noviembre de 1956



Luego, en Textos recobrados 1956-1986 (1999)
Foto: Borges y Nino Ramella en Mar del Plata (s-d)

28/11/15

Jorge Luis Borges: Cristo






Mi abuela decía —quizá gracias a sus comentarios empecé a interesarme en estos temas— que Cristo, si de veras cargaba con los pecados de todos los humanos, debe haber sido horrible, casi monstruoso. Y tal vez tenía razón. ¿Cómo un Dios que se hace hombre, que está a favor de los pobres de espíritu, de los humildes, de los desheredados de la tierra, va a autoconcebirse como un ser bello? Sería un acto injusto de Dios. Sería un acto racista de parte de Dios, imposible. Por eso, Cristo debe haber sido francamente feo y todas esas pinturas que nos lo muestran hermoso son pura tontería. Siempre he tenido una admiración muy especial por Cristo. Creo que es un pilar de la historia del mundo y que lo seguirá siendo, quizás inclusive más en el futuro.

Sin embargo, siento que hay algo que le sobra a Cristo. O que le falta, y que no lo hace todo lo simpático que fuera de desear. Por ejemplo, a mí me parece que Sócrates es más simpático. Y Buda también. En Cristo hay algo como de político que no acaba de convencer. Inclusive, por momentos me parece hasta demagógico. Por ejemplo, aquello de que los últimos serán los primeros. ¿Por qué? Es injusta esa aseveración. ¿Por qué? No lo entiendo. Y menos entiendo esa idea miserable de que los ricos no entrarán al Reino de los Cielos porque aquí, en la Tierra, ya recibieron su recompensa. Si el Reino de los Cielos es eterno, ¿cómo puede comparársele a unos cuantos años de supuesta felicidad aquí en la Tierra? Lo eterno no tiene derecho a competir con lo temporal. Es injusto lo de la condenación eterna. Yo no puedo creer en dolores que se prolonguen más allá de nuestra estancia en la Tierra, que ya es de por sí bastante doloroso. Pero no hablemos más de esto, por favor, alguien podría ofenderse. Los católicos son muy susceptibles. 


Solares, 1976 






En Borges A/Z 
A. Fernández Ferrer y J. L. Borges, 1988
Primera publicación en el libro 
«Todo Borges y...» 
Entrevista con Ignacio Solares realizada en 1976
Edición especial de revista Gente, 27 de enero de 1977
Retrato de Jorge Luis Borges por Jorge Sclar 
Portada del libro Borges A/Z
Col. La Biblioteca de Babel



27/11/15

Jorge Luis Borges: Sobre Oscar Wilde







Mencionar el nombre de Wilde es mencionar a un dandy que fuera también un poeta, es evocar la imagen de un caballero dedicado al pobre propósito de asombrar con corbatas y metáforas. También es evocar la noción del arte como un juego selecto o secreto -a la manera del tapiz de Hugh Vereker y del tapiz de Stefan George- y del poeta como un laborioso monstrorum artifex (Plinio, XXVIII, 2). Es evocar el fatigado crepúsculo del siglo XIX y esa opresiva pompa de invernadero o de baile de máscaras. Ninguna de estas evocaciones es falsa, pero todas corresponden, lo afirmo, a verdades parciales y contradicen, o descuidan, hechos notorios.

Consideremos, por ejemplo, la noción de que Wilde fue una especie de simbolista. Un cúmulo de circunstancias la apoya: Wilde, hacia 1881, dirigió a los estetas y diez años después a los decadentes; Rebeca West pérfidamente lo acusa (Henry James, III) de imponer a la última de estas sectas "el sello de la clase media"; el vocabulario del poema The Sphinx es estudiosamente magnífico; Wilde fue amigo de Schwob y de Mallarmé. La refuta un hecho capital: en verso o en prosa, la sintaxis de Wilde es siempre simplísima. De los muchos escritores británicos, ninguno es tan accesible a los extranjeros. Lectores incapaces de descifrar una página de Kipling o una estrofa de William Morris empiezan y concluyen la misma tarde Lady Windermere's Fan. La métrica de Wilde es espontánea o quiere parecer espontánea; su obra no encierra un solo verso experimental, como este duro y sabio alejandrino de Lionel Johnson: Alone with Christ, desolate else, left by mankind.

La insignificancia técnica de Wilde puede ser un argumento a favor de su grandeza intrínseca. Si la obra de Wilde correspondiera a la índole de su fama, la integrarían meros artificios del tipo de Les Palais Nomades o de Los Crepúsculos del Jardín. En la obra de Wilde esos artificios abundan, recordemos el undécimo capítulo de Dorian Gray o The Harlot's House o Symphony in Yellow- pero su índole adjetiva es notoria. Wilde puede prescindir de esos purple patches (retazos de púrpura); frase cuya invención le atribuyen Ricketts y Hesketh Pearson, pero que ya registra el exordio de la epístola a los Pisones. Esa atribución prueba el hábito de vincular al nombre de Wilde la noción de pasajes decorativos.

Leyendo y releyendo, a lo largo de los años, a Wilde, noto un hecho que sus panegiristas no parecen haber sospechado siquiera: el hecho comprobable y elemental de que Wilde, casi siempre, tiene razón. The Soul of Man under Socialism no sólo es elocuente; también es justo. Las notas misceláneas que prodigó en la Pall Mall Gazette y en el Speaker abundan en perspicuas observaciones que exceden las mejores posibilidades de Leslie Stephen o de Saintsbury. Wilde ha sido acusado de ejercer una suerte de arte combinatoria, a lo Raimundo Lulio; ello es aplicable, tal vez, a alguna de sus bromas ("uno de esos rostros británicos que, vistos una vez, siempre se olvidan"), pero no al dictamen de que la música nos revela un pasado desconocido y acaso real (The Critic as Artist) o aquel de que todos los hombres matan la cosa que aman (The Ballad of Reading Gaol) o a aquel otro de que arrepentirse de un acto es modificar el pasado (De Profundis) o a aquel,[1] no indigno de León Bloy o de Swedenborg, de que no hay hombre que no sea, en cada momento, lo que ha sido y lo que será (ibídem). No transcribo esas líneas para veneración del lector; las alego como indicio de una mentalidad muy diversa de la que, en general, se atribuye a Wilde. Éste, si no me engaño, fue mucho más que un Moréas irlandés; fue un hombre del siglo XVIII, que alguna vez condescendió a los juegos del simbolismo. Como Gibbon, como Johnson, como Voltaire fue un ingenioso que tenía razón además. Fue, "para de una vez decir palabras fatales, clásico en suma".[2] Dio al siglo lo que el siglo exigía -comedies larmoyantes para los más y arabescos verbales para los menos- y ejecutó esas cosas disímiles con una suerte de negligente felicidad. Lo ha perjudicado la perfección; su obra es tan armoniosa que puede parecer inevitable y aun baladí. Nos cuesta imaginar el universo sin los epigramas de Wilde; esa dificultad no los hace menos plausibles.

Una observación lateral. El nombre de Oscar Wilde está vinculado a las ciudades de la llanura; su gloria, a la condena y la cárcel. Sin embargo (esto lo ha sentido muy bien Hesketh Pearson) el sabor fundamental de su obra es la felicidad. En cambio, la valerosa obra de Chesterton, prototipo de la sanidad física y moral, siempre está a punto de convertirse en una pesadilla. La acechan lo diabólico y el horror; puede asumir, en la página más inocua, las formas del espanto. Chesterton es un hombre que quiere recuperar la niñez; Wilde, un hombre que guarda, pese a los hábitos del mal y la desdicha, una invulnerable inocencia.

Como Chesterton, como Lang, como Boswell, Wilde es de aquellos venturosos que pueden prescindir de la aprobación de la crítica y aun, a veces, de la aprobación del lector, pues el agrado que nos proporciona su trato es irresistible y constante.


Notas

[1] Cf. La curiosa tesis de Leibniz, que tanto escándalo produjo en Arnauld, La noción de cada individuo encierra a priori todos los hechos que a éste le ocurrirán. Según este fatalismo dialéctico, el hecho de que Alejandro el Grande moriría en Babilonia es una cualidad de ese rey, como la soberbia. 

[2] La sentencia es de Reyes, que la aplica al hombre mexicano (Reloj de Sol, pág. 58).


En Otras inquisiciones (1952)
Foto: Oscar Wilde por Napoleon Sarony (1882)


26/11/15

Jorge Luis Borges - María Kodama: Deor








Welund supo del destierro entre las serpientes. Hombre de una sola pieza arrastró desventuras. Sus compañeros fueron el pesar y el anhelo, el destierro frío como el invierno. Más de una vez dio con la desdicha, desde que Nithhad sujetó con firmes tendones a quien valía más que él.

Esas cosas pasaron; también pasarán éstas.

Beadohilde deploró menos la muerte de sus hermanos que la congoja que la afligía. Estaba encinta y no podía prever lo que le esperaba.

Esas cosas pasaron; también pasarán éstas.

¿Quién no ha oído hablar de Matilde? La pasión del Geata era infinita. El pesaroso amor lo privó del sueño.

Esas cosas pasaron; también pasarán éstas.

Teodorico rigió durante treinta inviernos la ciudad de los visigodos; esto era sabido de muchos.

Esas cosas pasaron; también pasarán éstas.

Conocemos el corazón de lobo de Ermanarico, que rigió la vasta nación del reino de los Godos. Ese rey era cruel. Encadenados por el pesar y aguardando la desventura muchos hombres deseaban que su reino tuviera fin.

Esas cosas pasaron; también pasarán éstas.

El hombre triste yace apesadumbrado. Anochece en su alma y piensa que puede ser infinita su porción de rigores. Debe reflexionar que sobre la faz de la tierra el sabio Dios ordena diversos caminos. A muchos les da honra y duradera fortuna, a otros su parte de dolores. En cuanto a mí diré que fui cantor, alguna vez el cantor de los heodeningas, amado por mi príncipe. Mi nombre era Deor. Tuve un buen cargo y un señor generoso hasta que Heorrenda, diestro en el arte de la poesía, tomó las tierras que me dio el protector de los guerreros.

Esas cosas pasaron; también pasarán éstas.


Nota

Esta elegía, compuesta en el siglo IX, recoge con evidente nostalgia viejas memorias de Germania. Es un monólogo dramático. Su protagonista, Deor, fue rapsoda del rey en una corte de Pomerania y lo desposeyó un rival, Heorrenda. El texto prodiga alusiones históricas y mitológicas.

Welund (que en la tradición escandinava se llama Völundr y en la alemana Wieland) era un famoso forjador de espadas. Para alabar una espada se decía que era obra de Welund. Encarcelado por Nithhard, que le cortó los tendones y a cuya hija ultrajó, luego de matar a sus hermanos, fabricó alas para huir, con plumas de cisne. Las serpientes del primer verso son las espadas. Kipling nos ha dejado un enigmático y admirable poema que se titula The Runs on Wayland’s Sword.

El verso
Esas cosas pasaron; también pasarán éstas.

es el único ejemplo de estribillo en la poesía anglosajona.

La erudición, en este poema, puede ser una forma del pudor; lo indiscutible es que es muy personal y que Deor puede ser una máscara del poeta.




En Breve antología anglosajona (1978)
En colaboración con María Kodama
Foto: Borges y Kodama en Buenos Aires
Propiedad de ©María Kodama

25/11/15

Borges profesor. Clase 9: Raselas, príncipe de Abisinia, de Samuel Johnson
La leyenda del Buddha
Optimismo y pesimismo. Leibniz y Voltaire








Hoy hablaremos del cuento Raselas, príncipe de Abisinia. Este cuento no constituye lo más característico de Johnson. Harto más característica es su carta al conde de Chesterfield.157 0 unos artículos de The Rambler,158 o el prólogo del Diccionario, o el prólogo de su edición crítica de Shakespeare. Pero [Raselas] es la obra más accesible, ya que anda por ahí una versión de Mariano de Vedia y Mitre,159 y es además de muy fácil lectura: puede leerse en una tarde. Johnson la escribió, según dicen, para pagar el entierro de su madre, la escribió después de haber redactado el diccionario, cuando era ya el hombre de letras más famoso de Inglaterra, pero no era un hombre rico. Empezaremos por el título: Raselas, príncipe de Abisinia. Y recordaremos así un rasgo significativo: que una de las primeras, acaso la primera publicación de Samuel Johnson fue una traducción del Viaje a Abisinia del jesuita portugués Lobo, que Johnson no ejecutó directamente sino a través de una versión francesa.160 Lo importante para nosotros ahora es el hecho de que Johnson tenía noticias precisas sobre Abisinia, ya que había traducido un libro sobre ese país. Y sin embargo, en su novela breve o cuento largo Raselas no usa en ningún momento su conocimiento de Abisinia. Ahora, no debemos pensar en una distracción de Johnson o en un olvido. Esto sería del todo absurdo tratándose de un hombre como Johnson. Debemos pensar en su concepto de la literatura —un concepto tan ajeno del nuestro, contemporáneo— y debemos detenernos en él. Hay, por lo demás, un capítulo del mismo Raselas en el cual uno de los personajes, el poeta Imlac, expresa su concepto de la poesía. Y evidentemente, ya que Johnson —que fue tantas otras cosas— nunca fue un creador de caracteres, Imlac expresa en este capítulo —titulado «De la naturaleza de la poesía»— el concepto que Johnson tenía de la poesía, de la literatura en general, podemos decir. El príncipe Raselas le pregunta al sabio poeta Imlac qué es la poesía, cuál es su índole, e Imlac le dice que la función del poeta no es contar las rayas del tulipán o detenerse en los diversos matices del verde, del follaje. El poeta no debe tratar de lo individual, sino de lo genérico, ya que el poeta escribe para la posteridad. Dice que al poeta no debe importarle lo local, lo propio de una clase humana, de una región, de un país. Que ya que la poesía tiene esta alta misión de ser eterna, el poeta debe ocuparse, no de los problemas —desde luego Johnson no usa la palabra «problemas», que en aquel tiempo se aplicaba específicamente a las matemáticas—, que no debe ocuparse de lo que inquieta a su época sino que debe buscar lo eterno, las pasiones eternas del hombre, y luego temas como la brevedad de la vida humana, las vicisitudes del destino, la esperanza que tenemos de la inmortalidad, los vicios, las virtudes, etcétera.
Es decir, Johnson tenía un concepto de la literatura que difiere totalmente del contemporáneo, del nuestro. Ahora la gente siente instintivamente que cada poeta se debe a su nación, a su clase, a las inquietudes contemporáneas. Pero Johnson tiraba a algo más alto. Johnson pensaba que un poeta debe escribir para todos los hombres de su siglo. Por eso en Raselas, fuera de haber una referencia geográfica —se habla del origen del padre de las aguas, el Nilo, hay alguna referencia geográfica al clima—, aunque todo ocurre en Abisinia, podría ocurrir en cualquier otro país. Y esto, lo repito, Johnson no lo hizo por negligencia o por ignorancia, sino porque esto correspondía a su concepto de la literatura. No debemos olvidar, además, que Raselas fue escrito hace más de doscientos años, y que en ese lapso de tiempo los hábitos y las convenciones de la literatura han cambiado enormemente. Hay por ejemplo una convención literaria que Johnson acepta y que ahora nos resulta incómoda: la del monólogo. Sus personajes abundan en soliloquios, y esto no lo puso Johnson porque creía que la gente fuera dada al monólogo, sino como un modo cómodo de expresar lo que sentía y, al mismo tiempo, de expresar su propia elocuencia, que era grande. Recordemos el ejemplo análogo de los discursos de las obras históricas de Tácito. Ahí, naturalmente Tácito no suponía que esos bárbaros hubieran dirigido esos discursos a sus tribus, pero los discursos eran un modo de expresar lo que esas gentes pudieron sentir. Y los contemporáneos de Tácito no los aceptaban como documentos históricos, sino como piezas retóricas puestas para facilitar la comprensión de lo que Tácito estaba describiendo. El estilo de Raselas, al principio, corre el peligro de parecemos un poco pueril y demasiado adornado. Pero Johnson creía en la dignidad de la literatura. Luego, nos resulta lento, es un estilo moroso. Pero al cabo de ocho o diez páginas, esa lentitud nos resulta —o me ha resultado a mí, en todo caso, y a muchos lectores— agradable. Hay una tranquilidad en su lectura y debemos habituarnos a ella. Y luego a través de la fábula, Johnson se va abriendo camino. Sentimos la melancolía, la gravedad, la sinceridad, la probidad, que son fundamentales en Johnson, a través de la fábula, que es bastante tenue, desde luego.
Ahora, la fábula de Raselas es ésta: el autor supone que los emperadores de Abisinia habían separado del resto del reino, cerca de las fuentes del Nilo —el padre de las aguas, como lo llama—, un valle llamado «the Happy Valley», el valle venturoso, que estaba rodeado por altas montañas. El único acceso que ese valle tenía al mundo era una puerta de bronce, continuamente vigilada, y además muy fuerte y muy maciza. Era realmente imposible abrirla. Y luego supone que de ese valle ha sido excluido todo lo que puede entristecer a los hombres. En ese valle hay praderas y bosques que lo rodean, es fértil, hay un lago y en el centro del lago, una isla en que está el palacio del príncipe. Y ahí viven los príncipes hasta que muere el emperador, y entonces le toca al primogénito ser emperador de Abisinia. Y mientras tanto el príncipe y los suyos viven entregados a los placeres, desde luego, no sólo a los placeres físicos, de los que se habla poco en el texto —Johnson era un autor que respetaba al lector, recordemos aquello de «El lector francés/ debe ser respetado» de Boileau, que se aplicaba a todos los lectores de la época— [sino también] a los placeres intelectuales, a los placeres de las ciencias y de las artes. Ahora, en esta idea de un príncipe condenado a un cautiverio feliz hay un reflejo, probablemente ignorado por el propio Johnson, de la leyenda del Buddha, que habría llegado a él en la historia de Barlaam y Josafat,161 que está tomada como tema en una de las comedias de Lope de Vega: la idea de un príncipe a quien se lo educa en medio de una felicidad artificial. La leyenda del Buddha, podemos recordarlo, se puede cifrar así: había un rey en la India, unos cinco siglos antes de la era cristiana, contemporáneo de Heráclito, de Pitágoras, a quien le es revelado por medio de un sueño de su mujer que ésta dará a luz a un hijo, que ese hijo puede ser emperador del mundo, o puede ser el Buddha, el hombre destinado a salvar a los hombres de la infinita rueda de las reencarnaciones. El padre, naturalmente, prefiere que sea emperador del mundo y no redentor de la humanidad. Y sabe que si el hijo conoce las miserias de la humanidad, renunciará a ser rey y será el Buddha, el redentor —la palabra Buddha significa «despierto»—. Y entonces resuelve que éste viva recluido en un palacio sin saber nada de las miserias de la humanidad. El príncipe es un gran atleta, un arquero, un jinete. Tiene un harén populoso y llega a los veintinueve años. Cuando cumple esa edad, sale a dar una vuelta en coche y llega a una de las puertas del palacio, que da al norte. Y entonces ve un ser que no ha visto nunca, una persona rarísima cuyo rostro está surcado por las arrugas, está encorvado, se apoya en un báculo, camina con paso vacilante, el pelo es blanco. [El príncipe] pregunta quién es ese ser extraño, apenas humano, y el cochero le dice que es un anciano, y que con el andar de los años él será ese anciano, y que todos los hombres lo serán o lo han sido. Luego él vuelve a su palacio, muy turbado por ese espectáculo, y al cabo de un tiempo hace otro paseo, por otro camino, y se encuentra con un hombre yacente, muy pálido, demacrado, quizá con la blancura de la lepra. Pregunta quién es y le dicen que es un enfermo, y que él con el tiempo será ese enfermo, y que todos los hombres lo serán. Luego hace su tercera salida, al sur, digamos, y sucede algo más raro. Ve varios hombres que llevan a un hombre que parece dormido, pero que no respira. Pregunta quién es y le dicen que es un muerto. Es la primera vez que él oye la palabra «muerto». Y hace una cuarta salida y se encuentra con un hombre viejo pero robusto que viste un hábito amarillo y pregunta quién es. Y le dicen que es un asceta, un «yoga». La palabra «yoga» tiene la misma raíz que «yugo», que significa una disciplina, y que ese hombre está más allá de toda la adversidad del mundo. Y entonces el príncipe Siddhartha huye de su palacio y decide buscar la salvación, llega a ser el Buddha, enseña la salvación a los hombres. Y según una versión de esta leyenda —ustedes me perdonarán esta digresión, pero la historia es hermosa—, el príncipe, el cochero y los cuatro personajes que ve, el anciano, el enfermo y el asceta son la misma persona. Es decir, él ha tomado diversas formas para cumplir con su destino de Bodhisattva, de pre-Buddha. Hay un eco de esa palabra en el nombre de Josafat. Ahora, algún eco de esa leyenda tiene que haber llegado a Johnson, porque el principio de esa leyenda es el mismo: tenemos a un príncipe recluido en el cautiverio del Happy Valley, del «Valle venturoso». Y ese príncipe llega a cumplir veintiséis años —puede haber un eco de los veintinueve de la leyenda del Buddha—y siente la insatisfacción de ver que todos sus deseos están colmados. En cuanto quiere algo, lo tiene. Esto produce en él un estado de desesperación. Se aparta del palacio, de los músicos y de los placeres, sale del palacio y va a caminar solo. Entonces ve a los animales, a las gacelas, a los ciervos. Más arriba, en la ladera de la montaña, están los camellos, los elefantes. Y piensa que estos animales son felices, porque les basta desear algo y, una vez que han satisfecho sus necesidades, se tienden a dormitar. Pero en el hombre hay como un anhelo infinito, una vez satisfecho todo lo que puede desear, querría desear otras cosas, y él no sabe qué son. Luego él conoce a un inventor. Este inventor ha inventado una máquina para volar. Eso le sugiere al príncipe la posibilidad de embarcarse en esa máquina, huir del Valle venturoso y conocer directamente las miserias de la humanidad. Hay luego un pasaje un poco jocoso que Alfonso Reyes cita en su libro Rilindero, como si aquí estuviera prefigurada la ficción científica de nuestros días, la obra de Wells o de Bradbury, porque luego el inventor se lanza desde una torre en su rudimentario avión, se da un golpe espantoso, se rompe una pierna, y entonces el príncipe comprende que debe buscar otras maneras de huir del valle. Habla entonces con Imlac, el poeta cuyo concepto de la poesía ya hemos discutido, habla con su hermana, que está cansada como él de la felicidad, de la satisfacción inmediata de todos los deseos, y resuelven huir del valle. Y aquí la novela se convierte de pronto en un relato psicológico. Porque Johnson nos dice que durante un año el príncipe estaba tan contento con haber tomado la decisión de evadirse del valle, que ya esa resolución le bastaba, que no hizo nada para ponerla en ejecución. Todas las mañanas pensaba: «Voy a evadirme del valle», y entonces se entregaba a los banquetes, a la música, a los placeres de los sentidos y de la inteligencia, y así pasaron dos años.
Y una mañana comprendió que había estado viviendo simplemente de la esperanza. Entonces se puso a explorar las montañas, a ver si encontraba algo, y encontró finalmente una caverna por la cual se descargaban las aguas de los ríos en el lago. Y acompañado por Imlac la exploró y vio que había un lugar, una especie de grieta, por la cual él podía evadirse. Al cabo de tres años de tomada la decisión, él, su hermana, Imlac y una dama de la corte llamada Pekuah resuelven dejar el valle feliz. Sabían que les bastaba escalar el círculo de montañas para estar a salvo, porque nadie conocía ese pasaje entre las rocas. Efectivamente, aprovechan una noche para escaparse, y al cabo de algunas vicisitudes —muy pocas, porque Johnson no estaba escribiendo una novela de aventuras sino que estaba reescribiendo su poema sobre la vanidad de las esperanzas humanas— se encuentran del otro lado de las montañas, al norte. Luego ven un grupo de pastores y, al principio —éste es un rasgo humano muy verosímil—, el príncipe y la princesa se asombran de que los pastores no caigan de rodillas delante de ellos. Porque aunque quieren mezclarse con el común de la humanidad, aunque quieren ser hombres como los otros, están naturalmente acostumbrados a las ceremonias de la corte. Luego se dirigen al norte, donde todo les llama la atención, la misma indiferencia de las gentes. Ellos llevan joyas escondidas, porque en el palacio están los tesoros de los reyes de Abisinia. Además, en el palacio hay columnas huecas llenas de tesoros. Hay además espías para vigilar a los príncipes, pero éstos han logrado escaparse. Y luego llegan a un puerto sobre el Mar Rojo.
Y el puerto, las naves, les llaman poderosamente la atención. Tardan meses en embarcarse. La princesa al principio está aterrada. Pero su hermano e Imlac le dicen que ella ha tomado una decisión, y navegan. Aquí uno espera que el autor intercale tempestad, para divertir a los lectores. Pero Johnson no está pensando en eso. Además, es notable el hecho de que Johnson haya escrito ese libro, tan de estilo lento y musical, ese libro en el cual todos los períodos están como equilibrados, no hay ninguna frase que termine de un modo brusco, hay una música monótona pero muy diestra, y esto es lo que escribió Johnson pensando en la muerte de su madre, a quien quería tanto.
Y finalmente llegan a El Cairo. El lector entiende que El Cairo viene a ser como una metáfora, una imagen de Londres. Se habla del comercio de la ciudad, de la princesa y del príncipe, que están como perdidos entre esas muchedumbres humanas que no los saludan, que los codean, que los hacen a un lado. E Imlac vende algunas de las joyas que han llevado, compra un palacio y se establece allí como mercader, y conoce a las personas más considerables de Egipto, es decir de Inglaterra, porque todo este ropaje oriental lo tomó Johnson de Las Mil y Una Noches, que había sido traducido a principios del siglo XVIII por el orientalista francés Galland.162 Pero hay poco de color oriental, esto no le interesaba a Johnson. Luego se habla de las naciones de Europa. Imlac dice que ellos, comparados con las naciones de Europa, son bárbaros. Que las naciones de Europa tienen medios para comunicarse. Habla de las cartas que llegan en poco tiempo, habla de los puentes, vuelve a hablar de las muchas naves. Ellos ya han viajado en una de Abisinia a El Cairo. Y el príncipe le pregunta si los europeos son más felices. E Imlac le contesta que la sabiduría y la ciencia son preferibles a la ignorancia, que la barbarie y la ignorancia no pueden ser fuentes de felicidad, que los europeos son ciertamente más sabios que los abisinios, pero que él no puede afirmar, por el comercio que ha tenido con ellos, que sean más felices. Luego asistimos a diversas conversaciones con filósofos. Uno de ellos dice que el hombre puede ser feliz si vive según las leyes de la naturaleza, pero no puede explicar cuáles son esas leyes. El príncipe comprende que, cuanto más converse con él, menos entenderá al filósofo de la naturaleza. Se despide cortésmente de él, y luego le llegan noticias de un asceta, un hombre que hace catorce años vive en la Tebaida,163 en la soledad. Y resuelve ir a visitarlo. Al cabo de varios días —creo que el viaje se hace en camello— llegan a la caverna del asceta. La caverna ha sido dispuesta en varias habitaciones. El asceta los convida con carne y con vino. El mismo es un hombre frugal, y se alimenta de legumbres y leche. El príncipe pide que cuente su historia. El otro le dice que ha sido militar, que ha conocido el tumulto de las batallas, la vergüenza de las derrotas, el goce de las victorias, que llegó a ser famoso y que luego vio que por intrigas cortesanas le daban un cargo más alto a un oficial menos experto y menos valiente que él. Y entonces fue a buscar el retiro, y desde hace muchos años vive solo ahí, entregado a la meditación. Y el príncipe —este cuento es una parábola, es una fábula del hombre que busca la felicidad— le pregunta si es feliz. El filósofo le responde que la soledad no le ha servido para alejarse de la imagen de la ciudad, de sus vicios y sus placeres. Que más bien antes, cuando él tenía sus placeres a su alcance, él se saciaba y pensaba en otra cosa. Pero en cambio ahora, que está viviendo en la soledad, lo único que hace es pensar en la ciudad y en los placeres a los que ha renunciado. Les dice que es una suerte que ellos hayan llegado esa noche, porque él ha tomado la decisión de volver al día siguiente a El Cairo. Sale de la soledad. El príncipe le dice que cree que está equivocado. El otro le dice que claro, naturalmente, para él la soledad es nueva, pero que ya lleva catorce o quince años de soledad, que está harto y entonces los dos se despiden y el príncipe va a visitar la gran pirámide. Y Johnson dice que la pirámide es la obra más considerable que han ejecutado los hombres. La pirámide y la Muralla China. Dice que a ésta podemos explicarla: de un lado tenemos un pueblo temeroso, pacífico, muy civilizado, y del otro hordas de jinetes bárbaros que podrían ser detenidos por la muralla. Se entiende por qué la muralla fue construida. En cuanto a las pirámides, sabemos que son un monumento sepulcral, pero para conservar a ese hombre no se necesita esa vasta estructura.
Luego el príncipe y la princesa, Imlac y Pelcuah, llegan a la entrada de la pirámide. La princesa se aterra —el temor es el único rasgo suyo que vemos en la novela—, dice que ella no quiere entrar, que adentro pueden estar los espectros de los muertos. Imlac le dice que no hay razón alguna para suponer que a los espectros les gusten los cadáveres, y que ya ha venido ahí. Le pide que entre. Él, en todo caso, entra primero. La princesa accede a entrar. Y luego llegan a una cámara espaciosa y ahí hablan sobre el fundador de las pirámides. Y dicen: «Aquí tenemos un hombre omnipotente sobre un vasto imperio, un hombre que sin duda disponía de todas las satisfacciones posibles. Y sin embargo, ¿a qué llega? Llega al tedio. Llega a la tarea inútil de hacer que miles de hombres acumulen una piedra sobre otra hasta construir una pirámide inútil». Aquí podemos recordar a Sir Thomas Browne,164 un buen escritor del siglo XVII, autor de una frase que ustedes conocen: «el espectro de la rosa», «the ghost of a rose».165 Esa frase fue, creo, inventada por Sir Thomas Browne. Y el sabio Imlac, al hablar de las pirámides dice: «¿Who can’t have pity on the builder of the pyramids?» La frase anterior es «¿Quién puede no compadecer al constructor de las pirámides?» Entonces el príncipe dice: «¿Quién cree que el poder, el lujo, la omnipotencia, pueden hacer felices a los hombres? Y a éste le digo: mira la pirámide y confiesa tu insensatez».166
Luego visitan un convento. En el convento conversan con los monjes, y los monjes les dicen que están acostumbrados a una vida áspera, que saben que su vida será áspera pero que no tienen la certidumbre de que será feliz. Se habla también del amor, de las vicisitudes de la ansiosa e incierta felicidad del amor, y después de haber conocido así el mundo, de haber visto a los hombres y sus ciudades, el príncipe, Imlac, la princesa y Pekuah, la dama de la princesa, resuelven volver al valle feliz, donde no serán felices pero no serán más desdichados que fuera del valle.
Es decir, toda esta historia de Raselas es realmente una negación de la felicidad de los hombres y ha sido comparada con el Cándido de Voltaire.167 Ahora bien, si nosotros comparamos página por página, línea por línea el Cándido de Voltaire y el Raselas de Johnson, notaremos inmediatamente que el Cándido es un libro mucho más ingenioso que Raselas, pero que el propio ingenio de Voltaire sirve para desmentir su tesis. Leibniz,168contemporáneo de Voltaire, había proclamado la teoría de que vivimos en el mejor de los mundos posibles, y a esto se lo llamó en sorna «optimismo». La palabra «optimismo», que ahora utilizamos para significar «buen humor», fue una palabra inventada para ir contra Leibniz. Este creía que vivimos en el mejor de los mundos posibles, y hay una parábola de Leibniz en que imagina una pirámide. Esa pirámide no tiene base, pero sí ápice. Cada uno de los pisos de la pirámide corresponde a un mundo, y el mundo de cada piso es superior al piso que está debajo, y así infinitamente, porque la pirámide no tiene base, es estrictamente infinita. Y entonces Leibniz hace que su héroe viva una vida entera en cada uno de los pisos de la pirámide. Y al fin, al cabo de infinitas reencarnaciones, llega al ápice. Y cuando llega al último piso, tiene una impresión parecida a la felicidad, cree que ha llegado al cielo, y entonces pregunta: «¿Dónde estoy ahora?» Y entonces le explican que está en la Tierra. Es decir que nosotros estamos en el más feliz de los mundos posibles. Ahora, desde luego, este mundo está lleno de desdichas, creo que basta un dolor de muelas para convencernos de que no somos habitantes del Paraíso. Pero esto lo explica Leibniz diciendo que eso equivale a los colores oscuros que hay en un cuadro. Él nos inventa una ilustración tan ingeniosa como falaz. Dice que imaginemos una biblioteca de mil volúmenes. Cada uno de esos volúmenes es la Eneida. Se pensaba que la Eneida era la obra más alta —o la Ilíada si ustedes prefieren— de la literatura humana. Esa biblioteca consta de mil ejemplares de la Eneida. Ahora, ¿qué prefieren ustedes, una biblioteca con mil ejemplares de la Eneida—o de la Ilíada, o de cualquier otro libro que a ustedes les guste mucho, porque lo mismo es para el ejemplo— o prefieren una biblioteca en la cual hay un solo ejemplar de la Eneida y obras de escritores tan inferiores como cualquier contemporáneo nuestro? Entonces el lector contesta naturalmente que prefiere la otra biblioteca, de temas variados. Y entonces Leibniz le contesta: «Pues bien, esa otra biblioteca es el mundo». En el mundo tenemos seres perfectos y momentos de felicidad tan perfectos como el de Virgilio. Pero tenemos otros tan malos como la obra de Fulano o Mengano, no tengo por qué especificar el nombre.
Pero este ejemplo es falso, porque el lector puede elegir entre los libros, pero si a nosotros nos toca ser la obra deleznable de Fulano de Tal, quién sabe si somos muy felices. Hay un ejemplo parecido de Kierkegaard.169 Él dice que vamos a suponer un plato riquísimo. Todos los ingredientes de ese plato son riquísimos, pero para los ingredientes de ese plato es necesario que haya una gota de acíbar, por ejemplo. Y ahora bien, dice: «Cada uno de nosotros es uno de los ingredientes de ese plato, pero si a mí me toca ser la gota de acíbar, ¿voy a ser tan feliz como el que es la gota de miel?» Y Kierkegaard, que tenía un sentimiento religioso profundo, dice: «Desde el fondo del Infierno agradeceré a Dios ser la gota de acíbar que es necesaria para la variedad y la concepción del universo». Voltaire no pensaba así, pensaba que en este mundo hay muchos males, que los males son más que los bienes, y entonces escribió el Cándido como demostración del pesimismo. Y uno de los primeros ejemplos que él elige es el del terremoto de Lisboa, y dice que Dios permitió el terremoto de Lisboa para castigar a los habitantes por sus muchos pecados. Y Voltaire se pregunta si realmente los habitantes de Lisboa son más pecadores que los habitantes de Londres o de París, que no han sido juzgados dignos de un terremoto de justicia divina. Ahora, lo que podría decirse en contra del Cándido ya favor de Raselas, es que un mundo en el cual existe el Cándido, que es una obra deliciosa, llena de bromas, no es un mundo tan malo, ya que permite el Cándido. En cambio, se puede pensar que Voltaire está jugando con la idea de que el mundo es terrible. Porque seguramente, cuando escribió el Cándido, él no sintió el mundo como terrible. Estaba mostrando una tesis y estaba divirtiéndose mucho al mostrarla. En cambio, en el Raselas de Johnson sentimos la melancolía de Johnson. Sentimos que para él la vida era esencialmente horrible. Y la misma pobreza de invención que hay en el Raselas hace que el Raselas sea más convincente.
Ya veremos por el libro que daremos la próxima vez la profunda melancolía de Johnson. Sabemos que él sentía la vida como horrible, de un modo que no pudo sentirla Voltaire. Es verdad que Johnson también tiene que haber derivado un considerable placer en el ejercicio de la literatura, de su facilidad en escribir largas sentencias musicales, sentencias que nunca son huecas, que siempre tienen un sentido. Pero sabemos que fue un hombre melancólico. Johnson vivía además atormentado por el temor de volverse loco, era muy consciente de sus manías. Creo que comenté la última vez que era común que tuvieran una reunión y que él se pusiera a decir en voz alta el Padrenuestro. Johnson era una persona halagada por la sociedad, pero sin embargo conservaba deliberadamente su rusticidad. Estaba por ejemplo en una gran comida, tenía a un lado a una duquesa, del otro lado a un académico, y cuando comía —sobre todo si la comida estaba un poco pasada, a él le gustaba la comida un poco pasada— se le hinchaban las venas de la frente. La duquesa le hacía una observación cortés, y él le contestaba apartándola con la mano y emitiendo un gruñido cualquiera. Era un hombre que, digamos, aceptado por la sociedad, la desdeñaba. Y en su obra literaria hay, como en la obra literaria de Swinburne, muchas plegarias. Una de las composiciones a las que él usaba entregarse era a las oraciones, en las cuales le pedía perdón a Dios por lo poco que había soportado, por las muchas insensateces y locuras que había hecho en su vida. Pero todo esto, el examen del carácter de Johnson, vamos a dejarlo para la otra clase, porque las intimidades de Johnson están reveladas menos por él —que trató de ocultarlas y que no se quejó de ellas— que por un personaje extraordinario, James Boswell, que se dedicó a frecuentar a Johnson y a anotar día por día todas las conversaciones de Johnson, y ha dejado así la mejor biografía de toda la literatura, según dice Macaulay.170 De modo que dedicaremos nuestra próxima clase a la obra de Boswell y al examen del carácter de Boswell, tan discutido, negado por unos y alabado por otros.

Lunes de noviembre de 1966

Notas


157 Cuando Johnson iniciaba el proyecto del diccionario, le envió un folleto al entonces ministro Lord Chesterfield anunciando su plan, pero éste no fue bien recibido. Siete años después, sin embargo, al haber completado Johnson su tarea, Lord Chesterfield publicó en el periódico World dos ensayos en los que lo felicitaba. Johnson contestó publicando una carta en la que le recordaba al ministro su actitud anterior y le decía, entre otras cosas, que: «No es un mecenas, Milord, quien mira con desdén a un hombre que lucha entre las olas para salvar su vida y cuando lo ve llegar salvo a la orilla lo colma de atenciones».
158 The Rambler, algo así como «El divagador», era un periódico de ensayos, cuadros morales y análisis de costumbres que Johnson fundó y editó por varios años.
159 Johnson, Samuel. La historia de Raselas, príncipe de Abisinia. Traducción y prólogo de Mariano de Vedia y Mitre. Colección «Vértice». Editorial Guillermo Kraft Limitada, Buenos Aires, 1951.
160 El manuscrito que relata las experiencias del Padre Lobo en Abisinia, escrito originariamente en portugués, permaneció inédito hasta que fue traducido al francés por el Abad Legrand. La traducción de Legrand fue publicada en 1728 bajo el siguiente título: Voyage historique d’Abissinie du R.P. Jerome Lobo de la Compagnie de Jesús; traduit du Portugais; contínuée et augm. de plusieurs dissertations, lettres et memoires par M. Le Grand. Samuel Johnson realizó su traducción al inglés, A Voyage to Abyssinia by Father Jerome Lobo, a partir de esta versión.
161 «Barlaam y Josafat» es una adaptación cristiana de la leyenda del Buda, escrita en griego en el siglo VII por un monje llamado Juan, del monasterio de Sabbas, cerca de Jerusalén. Esta obra tuvo gran difusión en la Edad Media, y ha influido sobre varios autores entre los que se cuentan, además de Lope de Vega, Raymundo Lulio y Don Juan Manuel.
162 Antoine Galland, erudito y orientalista francés (1646-1715). Es conocido por su versión de Las Mil y Una Noches, titulada Mille et une Nuits, que adaptó al francés en traducción libre de manuscritos sirios. Borges critica y compara las diversas traducciones de esta obra en el ensayo «Los traductores de las 1001 noches», del libro Historia de la eternidad (1936). Borges incluyó asimismo una selección de la traducción de Galland como el volumen 52 de la colección Biblioteca personal de Hyspamérica.
163 Una de las tres divisiones del Antiguo Egipto, llamada también Alto Egipto, cuya capital era Tebas. A fines del siglo III, los primeros ermitaños cristianos se refugiaron en los desiertos del oeste de esa región, escapando de la persecución de los romanos.
164 Sir Thomas Browne, escritor inglés (1605-1682). Escribió su obra Religio medici alrededor de 1635. Otras de sus obras son: Pseudodoxia epidemica (1646), Urn Buríal (1658) y la abajo mencionada The Garden of Cyrus (1658).
165 Esta frase se encuentra en uno de los párrafos finales de la obra The Garden of Cyrus, de Sir Thomas Browne. En el pasaje, el autor comenta lo decepcionantes que son las imágenes de las plantas que aparecen en los sueños y nota que al soñar el sentido del olfato se empobrece también: «Además Hipócrates ha hablado tan poco y los maestros oneirocríticos han dejado descripciones tan pobres de plantas, que hay poco incentivo para soñar con el mismo Paraíso. Tampoco servirá la más dulce delicia de los jardines de consuelo en los sueños, en los que el empobrecimiento de ese sentido da la mano a aromas deleitables y aunque en la cama de Cleopatra, puede difícilmente causar algún placer el conjurar al fantasma de una rosa». (The Garden of Cyrus, cap. V.)
166 En el capítulo 33 de Raselas, príncipe de Abisinia.
167 François Marie Arouet, llamado Voltaire, escritor francés (1694-1778).
168 Gottfried Wilhelm Leibniz, filósofo y matemático alemán (1646-1716).
169 Sören Kierkegaard, filósofo y teólogo danés (1813-1855)
170 El comentario de Macaulay es en realidad un cumplido de doble filo. En su ensayo de 1831, Macaulay afirma que Boswell era «un pesado, débil, vanidoso, cargoso y parlanchín», nada más que un imbécil que resultó tener buena memoria. A pesar de ello, de su encuentro con Johnson surgió la mejor biografía jamás escrita. «No estamos seguros de que haya en toda la historia del intelecto humano un fenómeno más extraño que este libro» —afirma Macaulay—. «Muchos de los más grandes hombres que han vivido han escrito biografías. Boswell fue uno de los hombres más insignificantes que han vivido y a pesar de ello les ha ganado a todos.»


En Borges profesor 
Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires
Edición, investigación y notas: Arias, Martín & Hadis, Martín 
Buenos Aires © María Kodama, 2000 

Foto de Borges por Víctor Aizenman 
en Manuscritos y originales de Jorge Luis Borges
Buenos Aires s/f


24/11/15

Jorge Luis Borges: Carta a Maurice Abramowicz [Barcelona, 2 de marzo de 1921]








[Barcelona, 2 de marzo de 1921]

Querido hermano: desde la ciudad rectangular e inmunda, lanzo hacia ti mi corazón como una red. Pasado mañana parto. He dejado Palma con una vasta pena. Alomar, Sureda y yo, escribimos el manifiesto que sabes y que provocó un asombro y un escándalo espléndidos. Después, en la ruleta tuve una suerte inaudita para mí (¡60 pesetas con un capital de una peseta!) y que me permitió triunfar tres noches seguidas en el burdel. Una rubia suntuosamente chancha y una morena que llamábamos La Princesa y sobre cuya humanidad me embriagué como un avión o un caballo (¡una catalana, perdóname!). 
Ahora la gloria se ha apagado. Me siento "como un huérfano pobre sin su hermana mayor". Verdaderamente he amado a esa Luz que me trataba como a un chico y cuyos gestos eran de una indecencia ingenua. Se parecía a una catedral y a una perra. 
Escríbeme a Poste restante en Buenos Aires. 
Comparto tu aversión por Helena. Me envió una carta estilo Jean-Christophe. No es ni natural como Luz ni sabiamente artificial como cierta joven de buena familia que cortejé en Palma y cuyos silencios eran una obra de arte...






En Cartas Francesas (1996)
Versión castellana de Hugo Becacecce
En imagen: manuscrito y transcripción bilingüe
Versión castellana de Marietta Gargatagli
En Cartas del Fervor (1999)


23/11/15

Jorge Luis Borges: Peronismo






Ya que todo hecho presupone una causa anterior, y ésta, a su vez, presupone otra, y así hasta lo infinito, es innegable que no hay cosa en el mundo, por insignificante que sea, que no comprometa y postule todas las demás. En lo cotidiano, sin embargo, admitimos la realidad del libre albedrío; el hombre que llega tarde a una cita no suele disculparse (como en buena lógica podría hacerlo) alegando la invasión germánica de Inglaterra en el siglo V o la aniquilación de Cartago. Ese laborioso método regresivo, tan desdeñado por el común de la humanidad, parece reservado a los comentadores del peronismo, que cautelosamente hablan de necesidades históricas, de males necesarios, de procesos irreversibles, y no del evidente Perón. A esos graves (graves, no serios) manipuladores de abstracciones prefiero el hombre de la calle, que habla de hijos de perra y de sinvergüenzas; ese hombre, en un lenguaje rudimental, está afirmando, para quienes sepan oírlo, que en el universo hay dos hechos elementales, que son el bien y el mal o, como dijeron los persas, la luz y la tiniebla o, como dicen otros, Dios y el Demonio.
Creo que el dictador encarnó el mal y que es un prejuicio suponer que su causa no fue perversa, por la sola razón de que hoy es una causa perdida.
«Una efusión de Ezequiel Martínez Estrada», 1956
Los diputados peronistas se disculpaban diciendo que eran peronistas para robar, no porque les pareciera bien el régimen.
Cortínez, 1967

En Antonio Fernández Ferrer & Jorge Luis Borges: Borges A-Z (1988)
La Biblioteca de Babel, 33

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A modo de complemento, citamos a  Bioy Casares que en su Borges (pág. 180) cuenta:

Miércoles, 18 de julio de 1956 
Me habla la madre de Borges: Martínez Estrada atacó a Borges, llamándolo «turiferario, vendido y envilecido», porque ha elogiado al gobierno;* él se queja, con orgullo, de su pobreza, que le impide fumar... Parece que Borges piensa contestar impersonalmente, con respeto por el escritor. ¿Por qué esa ficción, si sabe que es un hombre equivocado y tortuoso?

* Nota al pie de página 180

Al artículo de Borges en Acción, Martínez Estrada contestó con otro, en forma de diálogo imaginario, en Propósitos [10/7/56], en el que considera a los que opinan como Borges turiferarios a sueldo. Borges escribió en «Una efusión de Ezequiel Martínez Estrada» [S, nº 242 (1956)]: «Dije en Montevideo y ahora repito que el régimen de Perón era abominable, que la revolución que lo derribó fue un acto de justicia y que el gobierno de esa revolución merece la amistad y la gratitud de todos los argentinos». A lo de turiferario a sueldo, responde que «la injuria no me alcanza porque yo sé que la felicidad que sentí [...] cuando triunfó la revolución, fue superior a cuantas me depararon después honras y nombramientos... »




En Borges A/Z

A. Fernández Ferrer y J. L. Borges, 1988
Foto: Ezequiel Martínez Estrada
sin atribución de autor ni fecha (dominio público)


22/11/15

Jorge Luis Borges: Sobre la democracia y las elecciones







Es un abuso de la estadística y nada más. Considero a la democracia como un abuso de la estadística. No creo que sea lo mejor para países como España, Sudamérica, incluso los mismos Estados Unidos; quizá para los países escandinavos sea buena; para la Argentina, no. Las elecciones se deberían postergar trescientos o cuatrocientos años, pues se necesita, no un gobierno de hampones democráticos, sino un gobierno honesto y justo. No creo en la democracia como idea salvadora para la mayoría de los países.


En: El palabrista, Borges visto y oído 
Anécdota número 48
Compilación al cuidado de Esteban Peicovich
Buenos Aires, Editorial Marea, 2006
Foto de Borges y Peicovich incluida en la obra



21/11/15

Jorge Luis Borges: Flaubert y su destino ejemplar






En un artículo destinado a abolir o a desanimar el culto de Flaubert en Inglaterra, John Middleton Murry observa que hay dos Flaubert: uno, un hombrón huesudo, querible, más bien sencillo, con el aire y la risa de un paisano, que vivió agonizando sobre la cultura intensiva de media docena de volúmenes desparejos; otro, un gigante incorpóreo, un símbolo, un grito de guerra, una bandera. Declaro no entender esta oposición; el Flaubert que agonizó para producir una obra avara y preciosa es, exactamente, el de la leyenda y (si los cuatro volúmenes de su correspondencia no nos engañan) también el de la historia. Más importante que la importante literatura premeditada y realizada por él es este Flaubert, que fue el primer Adán de una especie nueva: la del hombre de letras como sacerdote, como asceta y casi como mártir.
La antigüedad, por razones que ya veremos, no pudo producir este tipo. En el Ion se lee que el poeta “es una cosa liviana, alada y sagrada, que nada puede componer hasta estar inspirado, que es como si dijéramos loco”. Semejante doctrina del espíritu que sopla donde quiere (Juan, 3: 8) era hostil a una valoración personal del poeta, rebajado a instrumento momentáneo de la divinidad. En las ciudades griegas o en Roma es inconcebible un Flaubert; quizá el hombre que más se le aproximó fue Píndaro, el poeta sacerdotal, que comparó sus odas a caminos pavimentados, a una marea, a tallas de oro y de marfil y a edificios, y que sentía y encarnaba la dignidad de la profesión de las letras.
A la doctrina “romántica” de la inspiración que los clásicos profesaron,[22] cabe agregar un hecho: el sentimiento general de que Homero ya había agotado la poesía o, en todo caso, había descubierto la forma cabal de la poesía, el poema heroico. Alejandro de Macedonia ponía todas las noches bajo la almohada su puñal y su Ilíada, y Thomas de Quincey refiere que un pastor inglés juró desde el púlpito “por la grandeza de los padecimientos humanos, por la grandeza de las aspiraciones humanas, por la inmortalidad de las creaciones humanas, ¡por la Ilíada, por la Odisea!”. El enojo de Aquiles y los rigores de la vuelta de Ulises no son temas universales; en esa limitación, la posteridad fundó una esperanza. Imponer a otras fábulas, invocación por invocación, batalla por batalla, máquina sobrenatural por máquina sobrenatural, el curso y la configuración de la Ilíada, fue el máximo propósito de los poetas, durante veinte siglos. Burlarse de él es muy fácil, pero no de la Eneida, que fue su consecuencia dichosa. (Lempriére discretamente incluye a Virgilio entre los beneficios de Homero.) En el siglo XIV, Petrarca, devoto de la gloria romana, creyó haber descubierto en las guerras púnicas la durable materia de la epopeya; Tasso, en el XVI, optó por la primera cruzada. Dos obras, o dos versiones de una obra, le dedico; una es famosa, la Gerusalemme liberata; otra, la Conquistata, que quiere ajustarse más a la Ilíada, es apenas una curiosidad literaria. En ella se atenúan los énfasis del texto original, operación que, ejecutada sobre una obra esencialmente enfática, puede equivaler a su destrucción. Así, en la Liberata (VIII, 23), leemos de un hombre malherido y valiente que no se acaba de morir;

La vita no, ma la virtú sostenta
quel cadavere indomito e feroce

En la revisión, hipérbole y eficacia desaparecen;

La vita no, ma la virtú sostenta
il cabaliere indómito e feroce.

Milton, después, vive para construir un poema heroico. Desde la niñez, acaso antes de haber escrito una línea, se sabe dedicado a las letras. Teme haber nacido demasiado tarde para la épica (demasiado lejos de Homero, demasiado lejos de Adán) y en una latitud demasiado fría, pero se ejercita en el arte de versificar, durante muchos años. Estudia el hebreo, el arameo, el italiano, el francés, el griego y, naturalmente, el latín. Compone hexámetros latinos y griegos y endecasílabos toscanos. Es continente, porque siente que la incontinencia puede gastar su facultad poética. Escribe, a los treinta y tres años, que el poeta debe ser un poema, “es decir, una composición y arquetipo de las cosas mejores” y que nadie indigno de alabanza debe atreverse a celebrar “hombres heroicos o ciudades famosas”. Sabe que un libro que los hombres no dejarán morir saldrá de su pluma, pero el sujeto no le ha sido aún revelado y lo busca en la Matiere de Bretagne y en los dos Testamentos. En un papel casual (que hoy es el manuscrito de Cambridge) anota un centenar de temas posibles. Elige al fin, la caída de los ángeles y del hombre, tema histórico en aquel siglo, aunque ahora lo juzguemos simbólico o mitológico.[23]
Milton, Tasso y Virgilio se consagraron a la ejecución de poemas; Flaubert fue el primero en consagrarse (doy su rigor etimológico a esta palabra) a la creación de una obra puramente estética en prosa. En la historia de las literaturas, la prosa es posterior al verso; esta paradoja incitó la ambición de Flaubert. “La prosa ha nacido ayer”, escribió. “El verso es por excelencia la forma de las literaturas, antiguas. Las combinaciones de la métrica se han agotado; no así las de la prosa.” Y en otro lugar; “La novela espera a su Homero”.
El poema de Milton abarca el cielo, el infierno, el mundo y el caos, pero es todavía una Ilíada, una Ilíada del tamaño del universo; Flaubert, en cambio, no quiso repetir o superar un modelo anterior. Pensó que cada cosa sólo puede decirse de un modo y que es obligación del escritor dar con ese modo. Clásicos y románticos discutían atronadoramente y Flaubert dijo que sus fracasos podían diferir, pero que sus aciertos eran iguales, porque lo bello siempre es lo preciso, lo justo, y un buen verso de Boileau es un buen verso de Hugo. Creyó en una armonía preestablecida de lo eufónico y de lo exacto y se maravilló de la “relación necesaria entre la palabra justa y la palabra musical”. Esta superstición del lenguaje habría hecho tramar a otro escritor un pequeño dialecto de malas costumbres sintácticas y prosódicas; no así a Flaubert, cuya decencia fundamental lo salvó de los riesgos de su doctrina. Con larga probidad persiguió el mot juste, que por cierto no excluye el lugar común y que degeneraría, después» en el vanidoso mot rare de los cenáculos simbolistas.
La historia cuenta que el famoso Laotsé quiso vivir secretamente y no tener nombre; pareja voluntad de ser ignorado y pareja celebridad marcan el destino de Flaubert. Éste quería no estar en sus libros, o apenas quería estar de un modo invisible, como Dios en sus obras; el hecho es que si no supiéramos previamente que una misma pluma escribió Salammbó y Madame Bovary no lo adivinaríamos. No menos innegable es que pensar en la obra de Flaubert es pensar en Flaubert, en el ansioso y laborioso trabajador de las muchas consultas y de los borradores inextricables. Quijote y Sancho son más reales que el soldado español que los inventó, pero ninguna criatura de Flaubert es real como Flaubert. Quienes dicen que su obra capital es la Correspondencia pueden argüir que en esos varoniles volúmenes está el rostro de su destino.
Ese destino sigue siendo ejemplar, como lo fue para los románticos el de Byron. A la imitación de la técnica de Flaubert debemos The Old Wives’ Tale y O primo Basilio; su destino se ha repetido, con misteriosas magnificaciones y variaciones, en el Mallarmé (cuyo epigrama El propósito del mundo es un libro fija una convicción de Flaubert), en el de Moore, en el de Henry james y en el del intrincado y casi infinito irlandés que tejió el Ulises.



Notas


[22] Su reverso es la doctrina “clásica” del romántico Poe, que hace de la labor del poeta un ejercicio intelectual.
[23] Sigamos las variaciones de un rasgo homérico, a lo largo del tiempo. Helena de Troya, en la Ilíada, teje un tapiz, y lo que teje son las batallas y desventuras de la guerra de Troya. En la Eneida, el héroe, prófugo de Trova, arriba a Cartago y ve figuradas en un templo escenas de esa guerra y, entre tantas imágenes de guerreros, también la suya. En la segunda Jerusalén, Godofredo recibe a los embajadores egipcios en un pabellón historiado cuyas pinturas representan sus propias guerras. De las tres versiones, la última es la menos feliz.



En Discusión (1932)
Luego en OOCC Tomo I (1923-1949)
Bueno Aires, Emecé, 1996
Foto: Borges retratado por Jerry Bajer 
Agencia EFE, enero de 1961


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