31/8/15

Jorge Luis Borges: Olaus Magnus (1490-1558)








El libro es de Olaus Magnus el teólogo
que no abjuró de Roma cuando el Norte
profesó las doctrinas de John Wyclif,
de Hus y de Lutero. Desterrado
del Septentrión, buscaba por las tardes
de Italia algún alivio de sus males
y compuso la historia de su gente
pasando de las fechas a la fábula.
Una vez, una sola, la he tenido
en las manos. El tiempo no ha borrado
el dorso de cansado pergamino,
la escritura cursiva, los curiosos
grabados en acero, las columnas
de su docto latín. Hubo aquel roce.
Oh no leído y presentido libro,
tu hermosa condición de cosa eterna
entró una tarde en las perpetuas aguas
de Heráclito, que siguen arrastrándome.






En La moneda de hierro (1976)
Foto sin atribución de autor ni fecha (ca. 1983)
Vía Ignoria
Imagen inferior:Olaus Magnus:
Historia de gentibus septentrionalibus, earumque diversis statibus





30/8/15

Jorge Luis Borges-Manuel Mujica Láinez: Dos talentos en su tinta








La vida, la muerte, la fama, ellos y los demás en un diálogo cruzado, Jorge Luis Borges y Manuel Mujica Láinez


Entrevistador: Para muchos, Borges y Mujica Láinez son seres casi intocables, monstruos sagrados. ¿Cómo se sienten frente a esa realidad?

Borges: —Yo creo que es una invención del periodismo, y sin duda un disparate. Eso de monstruo sagrado tiene algo de animal de circo... ¡Eso mismo!, como si uno fuera un animal en exhibición.
Mujica Láinez: —Personalmente no me siento ni sagrado ni monstruo, ¡por suerte! Estoy de acuerdo con Borges: en todo esto tuvo mucho que ver el periodismo. A Lugones, por ejemplo, ni se le conocía la cara...
B.: —¡Ah, pero es que Lugones era muy feo! (risas.)


—Sin embargo, la fama tiene que producir algún efecto en ustedes, ¿o no?
B.: —La fama es algo incómodo, es como un error. Pero por suerte es un error pasajero.
M. L.: —Borges y yo estamos en niveles distintos, no se puede hacer una comparación. Sobre mí se ha escrito muy poco aunque confieso que el tema me aburre.
B.: —En todo caso yo preferiría ser un hombre invisible. Cuando viajé a Suiza, hace un tiempo, sólo me reconocieron unos amigos íntimos. Y le puedo asegurar que fue una sensación muy grata.


—Si tampoco se sienten best-sellers. ¿piensan que sus libros van a quedar, o eso no les preocupa?
B.: —Me gustaría que quedaran algunos cuentos —que alguien reescribiera mejor que yo—. Y algún verso que se citara olvidando mi nombre. Sinceramente, yo espero ser olvidado: además, a la larga todos seremos olvidados... ¡Ese es el destino final!
M. L.: —Si me fuese dado volver al mundo después de muerto, creo que me llevaría una sorpresa: mi libro menos interesante es, seguramente, el que va a quedar... No sé, pienso en Cané o Mansilla, y no creo que —si pudieran volver— les gustara ser reconocidos por Juvenilia o La Gran Aldea. Pero es comprensible: Cervantes creía que lo mejor de su pluma era Persiles y Segismunda, y hoy nos parece ilegible.
B.: —Posiblemente en el futuro la literatura vuelva a ser anónima, y ya no se piense en nombres de autores. Algo que me parece bien... es melancólico eso de convertirse en el nombre de una calle.
M. L.: —¿Pero vos estás condenado a busto en la Biblioteca Nacional, eso seguro! (risas.) En cambio yo, una foto en la Academia, todos juntos.
B.: —No, no..., ¡si con mi cara no puede hacerse nada! (Risas.)

—¿Ustedes creen que el país tiene una literatura propia, una identidad que la diferencia de las literaturas europeas, por ejemplo?
B.: —La literatura argentina tiene una entonación distinta. Recuerdo siempre un poema de Enrique Banchs que menciona tejados y ruiseñores. Alguien podría decir que tejados y ruiseñores son elementos literarios que no se dan en el país: acá no hay ruiseñores, y decimos azotea y no tejado. Pero sin embargo, esos versos son argentinos. ¿Por qué?: porque son versos discretos que no alzan la voz.
M. L.: —Estoy de acuerdo, ése es un rasgo que nos diferencia de todas las demás literaturas. Los españoles son enfáticos, por ejemplo, pero los argentinos tienden a hablar en sus versos, o en todo caso piensan en voz alta y sin complejos

—En relación con los escritores jóvenes, ¿creen que la literatura argentina pasa un buen momento?
B.: —No puedo decir mucho sobre el tema", en 1955 perdí mi vista y desde entonces me dediqué a releer. Schopenhauer decía que no hay que leer ningún libro de menos de cien años de antigüedad porque no se sabe si es bueno o malo... (Risas.)
M. L.: —No es para tanto. Yo tengo muy buena impresión de la literatura argentina en este momento, hay varios buenos autores... Es que siempre incomoda dar nombres...
B.: —Muy cierto. Lo primero que se nota en una lista son las omisiones, y además uno no convence a nadie con catálogos o adjetivos superlativos.

—¿No quieren dar ni un solo nombre?
B.: —Tengo entendido que Zama, de Antonio Di Benedetto, es una excelente novela..., pero no puedo decir mucho más. Salvo que admitamos que Adolfo Bioy Casares es un escritor joven. (Risas.)
M. L.: —Leo pocos autores jóvenes, pero si tengo que dar nombres creo que Héctor Lastra es un buen narrador.
B.: —Las diferencias de edad son muy importantes cuando uno es joven, pero después se igualan los tantos. Se empardan, como en el truco.

—¿Les preocupa la edad a la que llegaron?
B.: —Bueno, yo creo que ya abusé de mi longevidad, pero no me arrepiento de haber llegado a los 81 años. Claro, me gustaría vivir unos años más y terminar un cuento que he empezado... O conocer China y la India, considerando que me pasé la vida releyendo a Rudyard Kipling.
M. L.: —Cuando cumplí los 60 decía que era sexagenario (risas), pero ahora que llegué a los 70... no sé, tengo curiosidad por ver qué será de este mundo. Me entristece saber que no llegaré al año dos mil.
B.: —El dos mil es una superstición del sistema métrico decimal. Los 80 años aparecen algo terrible, caen encima de uno como una lápida. Y además toda la gente te los recuerda... pero fíjense que los 81 ya no parecen gran cosa.
M. L.: —Claro, ahí tenes el caso de D'Annunzio: el tiempo lo favoreció Hace unos años era palabra prohibida. Y hoy está de moda. Hasta Visconti se basó en él para su último filme, El Inocente.
B.: —Es que los escritores son como el cometa Halley, van y vuelven (risas). A veces tengo la impresión de que el mundo vive un período de declinación. Es más, creo que este siglo es sin duda inferior al siglo anterior. Pero reflexionando un poco quizá se deba a que tengo esta edad: el que declina es uno. y no el mundo.


—Se dice que los poetas tratan con el misterio, y sin duda la muerte, es uno de los enigmas al que todos se enfrentan. ¿Le temen o la aceptan?
B.: —La idea de la muerte total, en cuerpo y espíritu, es casi un consuelo para mí. Incluso, cuando me sentí desdichado en mi vida, pensaba: ¡Pero bueno, si al final todos estos estados de conciencia se van a ir conmigo, si uno es nada más que un punto!
M. L.: —Yo sospecho que la muerte va a ser una gran desilusión, imagino algo muy parecido a esto. Luego de atravesar un túnel —y una serie de pruebas personales— se desemboca en una situación muy parecida a ésta. Esa es mi idea de la muerte. ¡Seguramente Borges va a estar allí, esperándome, y podremos seguir esta conversación! Va a sobrar tiempo.
B.: —¡Con mucho gusto! (Se ríen.)

—Y esa pequeña muerte que es descartar un poema o un cuento, ¿cómo la deciden, cuál es el criterio de belleza que aplican?
B.: —Cuando un verso es hermoso, se siente físicamente. Si no lo conmueve, si uno no siente que ocurrió algo, ese verso es malo. Y si un verso causa asombro, tampoco es bueno: debe parecer algo natural y milagroso al mismo tiempo. Claro que a veces se desea que un buen cuento tenga su justificación intelectual, pero eso es una superstición.
M. L.: —Mis sensaciones en general son visuales. Cuando leo un buen cuento, o un poema, la belleza es siempre un resplandor, una luz que tiñe todo eso: se crea una atmósfera especial. Y entonces ya sé que esa creación es de calidad. Esto podrá parecer demasiado subjetivo, pero es que la belleza no tiene mucho que ver con lo racional.

—Algo que muchos lectores se preguntan es cómo nace un cuento o una novela. ¿Cuál es el proceso?
B.: —En mi caso, voy caminando por la calle, por ejemplo, y siento que va a ocurrir algo. Entonces espero, y me llega una modestísima revelación: puede ser un verso suelto, o el principio y final de un cuento. Después dejo que esa fábula crezca en mí, trato de no mezclar mis opiniones, de no intervenir racionalmente. Cuando escribo soy fiel a ese sueño.
M. L.: —Yo veo una especie de atmósfera en la que se perfilan dos o tres personajes. Muchas veces los rostros o actitudes de la gente son el punto de partida para mis novelas. Y después me dedico a llenar cuadernos con lo que va surgiendo.
B.: —¡Claro!, es lo que nos diferencia: vos tenés multitudes y sos de más largo aliento. En cambio yo, en el fondo soy el único personaje de mis cuentos.
M. L.: —Bueno, ¿pero no decís siempre que once páginas te cuestan tanto como una novela de Dickens?



En revista Somos, septiembre de 1980
Entrevistador: Eduardo Pogoriles
Fotografía: Eduardo Giménez
Edición digital Mágicas Ruinas, 2003



29/8/15

Borges profesor. Clase 8: Reseña histórica hasta el siglo XVIII. Vida de Samuel Johnson







Si bien desde el último viernes han pasado para nosotros solamente unos días, para nuestros estudios va a ser como si hubiesen pasado muchos más. Vamos a abandonar el siglo XI para pegar un salto al vacío y llegar al siglo XVIII. Pero antes debemos, para llenar ese vacío, hacer una reseña de los grandes acontecimientos que pasaron en ese tiempo.
A partir de la batalla de Hastings, que marca el fin del dominio sajón en Inglaterra, el idioma inglés entra en crisis. Desde el siglo V hasta el siglo XII, la historia inglesa se ha vinculado con Escandinavia, sea con los daneses —los anglos y los jutos provenían de las tierras de Dinamarca o de la desembocadura del Rhin— o los noruegos luego, con las invasiones vikings. Pero a partir de la invasión normanda, en el año 1066, se vincula con Francia, separándose de la historia escandinava y su influencia. La literatura se quiebra y la lengua inglesa resurge dos siglos después, con Chaucer y Langland.
La vinculación con Francia se da, podríamos decir, en un principio bélicamente. Ocurre entonces la Guerra de los Cien Años, en que los ingleses son derrotados absolutamente. En el siglo XIV aparecen en Inglaterra los primeros albores del protestantismo, que se da antes que en ninguna otra nación. A partir de este momento se da la formación del que luego sería el Imperio Británico. La guerra con España da a Inglaterra la victoria y juntamente el dominio de los mares.
En el siglo XVII se produce la guerra civil, en la que el Parlamento se rebela contra el rey. Se produce entonces el surgimiento de la República, hecho que escandalizó enormemente a las naciones europeas de la época.
La República no duró. Vino entonces el período de la Restauración, que culminó con la vuelta a la monarquía, que aún mantienen.
El siglo XVII es el siglo de los poetas metafísicos, barrocos. Es entonces que el republicano John Milton144 escribe su gran poema El paraíso perdido. En el siglo XVIII, en cambio, se da el imperio del Racionalismo. Es el siglo de la Razón. El ideal de la prosa ha cambiado. Ya no es el de la prosa extravagante como el del siglo XVII, sino que aspira a la claridad, a la elocuencia, a la justificación lógica de las expresiones. Con respecto al pensamiento abstracto abundan las palabras de origen latino.
Ahora entraremos a la vida de Samuel Johnson, vida que se conoce muy bien. Es la vida que mejor conocemos de cualquiera de los hombres de letras. Y la conocemos por la obra de un amigo suyo que se llamaba James Boswell.
Samuel Johnson nace145 en el pueblo de Lichfield, en el condado de Straffordshire, que es un pueblo mediterráneo de Inglaterra pero que, digamos, profesionalmente, no es su patria. Es decir, no es la patria de su obra. Johnson consagró toda su vida a las letras. Murió en 1784, antes de producirse la Revolución Francesa, a la que hubiera sido, por otra parte, contrario, ya que era un hombre de ideas conservadoras, profundamente creyente.
Su infancia fue pobre. Era un muchacho enfermizo y contrajo la tuberculosis. Cuando aún era pequeño, los padres lo llevaron a Londres para que la reina lo tocara y ese contacto lo curara de su dolencia. Uno de sus primeros recuerdos fue el de la reina, que lo tocó y le dio una moneda. Su padre era librero, lo que para él significó una gran suerte. Y paralelamente a las lecturas que haría en casa, se educó en la Grammar School de Lichfield. Lichfield significa «campo de los muertos».
Samuel Johnson era físicamente maltrecho, aunque poseía una gran fuerza. Era pesado y feo. Tenía lo que llamamos «tics» nerviosos. Fue a Londres, donde sufrió pobreza. Fue a la Universidad de Oxford, pero no llegó a recibirse ni mucho menos: se rieron de él. Entonces vuelve a Lichfield y funda una escuela. Se casa con una mujer vieja, mayor que él. Era una mujer vieja, fea y ridícula. Pero él le fue fiel. Ella luego muere. Quizás en su época éste sería un rasgo que podría ser indicio de lo religioso que era este hombre. Tuvo además rasgos maniáticos. Evitaba cuidadosamente, por ejemplo, tocar las junturas de las baldosas con el pie. Evitaba también el tocar postes. Y sin embargo, a pesar de estos rasgos de excentricidad, fue una de las inteligencias más razonables de la época, una inteligencia realmente genial.
A la muerte de su mujer hizo un viaje a Londres, y allí editó una traducción de Un viaje a Abisinia, del Padre Lobo,146 un jesuita. Más tarde escribió una novela sobre Abisinia, para solventar los gastos del entierro de su madre. Esta novela fue escrita en una semana. Editó diarios periódicos, que salían una o dos veces por semana, periódicos en que escribía principalmente él. Aunque estaba prohibido publicar las sesiones del Congreso, él solía asistir a tales sesiones y luego las publicaba, con un poco de fantasía literaria. En sus informes inventaba discursos, por ejemplo, y siempre se las arreglaba para dar la mejor parte a los conservadores.
Por ese tiempo escribió dos poemas, «Londres» y «La vanidad de las esperanzas humanas», «The Vanity of Human Wishes». En esa época Pope147 era considerado como el mejor poeta de Inglaterra. Las poesías de Johnson, que fueron editadas anónimamente, alcanzaron gran difusión y se dijo que eran mejores que las de Pope. Luego, conocido ya, el mismo Pope lo felicitó. «Londres» era una traducción libre de una sátira de Juvenal.148 Esto nos demuestra el diferente concepto acerca de lo que era una traducción que se tenía en la época con respecto a nuestro concepto. En la época no existía el concepto de traducción estricta, como hoy, que se considera a la traducción como una labor de fidelidad verbal. Este concepto de la traducción literal se basa en las traducciones bíblicas. Éstas sí se hacían con mucho respeto. La Biblia, redactada por una inteligencia infinita, era un libro que el hombre no podía tocar, alterar. El concepto de traducción literal no es, pues, de origen científico, sino más bien una muestra de respeto a la Biblia. Groussac149 dice que «el inglés de la Biblia del siglo XVII es un idioma tan sagrado como el hebreo del Antiguo y Nuevo Testamento». Johnson tomó para «Londres» a Juvenal como modelo, y aplicó lo que Juvenal dice de los sinsabores de la vida de un poeta en Roma a la vida de un poeta en Londres. Esto es, evidentemente, [que] su traducción no tenía ninguna intención de ser literal.
En los periódicos que Johnson publicaba, él mismo se hizo conocer. Y tanto que entre los escritores era tenido como uno de los primeros. Era considerado uno de los primeros escritores de la época, pero el público lo desconocía, y así siguió hasta que publicó su Diccionario de la Lengua Inglesa.150 Se consideraba que el idioma inglés había llegado a su apogeo, y que luego había declinado a causa de la constante contaminación con galicismos. Por tanto, ya había llegado el momento de fijarlo. Johnson expresó, refiriéndose a esto: «La lengua inglesa está a punto de perder el carácter teutónico».
Según Carlyle,151 el estilo de Johnson era «acartonado». Esto es cierto, los párrafos son largos y pesados. Pero a pesar de eso, detrás de cada página podemos encontrar pensamientos sensatos y originales. Boileau152 había escrito que las tragedias que no respetaban el lugar único de la acción eran absurdas. Johnson reaccionó contra esto. Boileau había dicho que era imposible que el espectador se creyese primero en cualquier lugar y luego en Alejandría, por ejemplo. Censuraba también la falta de unidad de tiempo. Desde el punto de vista del sentido común, el argumento parecía irrefutable, pero Johnson lo contradice diciendo que «el espectador que no está loco sabe perfectamente que no está en Alejandría ni en otro lugar, sino en el teatro, que está en la platea presenciando un espectáculo». Esta réplica se dirigía a las reglas de las tres unidades, que provenían de Aristóteles y que Boileau sustentaba.
Ahora, una comisión de libreros fue a visitarlo y le propuso la redacción de un diccionario que incluyera todas las palabras del idioma. Esto era algo nuevo, insólito. En la Edad Media, en el siglo X o en el IX, cuando un erudito leía un texto latino y encontraba una palabra anómala, que no entendía, incluía entre dos líneas su traducción a la lengua vernácula. Luego se reunían y así se fueron formando glosarios, pero que en un principio fueron de palabras latinas difíciles solamente. Esos glosarios se publicaron separadamente, y después empezaron a hacerse diccionarios. Los primeros fueron italianos y franceses. En Inglaterra, el primer diccionario fue hecho por un italiano, y se denominó A Worlde of Wordes, «un mundo de palabras».153 Siguió a éste un diccionario etimológico, en el que se trató de incluir todos los vocablos, pero no atendiendo a su significado, sino para dar los orígenes o etimologías sajonas o latinas de una palabra. Sajonas o teutonas, por cierto. En Italia y Francia hubo academias que compusieron diccionarios que no registraban todas las palabras. No querían registrarlas: dejaban fuera las palabras rústicas, dialectales, de argot, las demasiado técnicas, propias de cada profesión. No querían ser ricos en palabras, sino tener pocas palabras pero buenas. Querían sobre todo precisión, poner un límite al idioma. En Inglaterra no había academias ni nada semejante. El mismo Johnson, que publicó un proyecto de diccionario inglés cuyo principal motivo era fijar el idioma, no creía que el idioma pudiera fijarse definitivamente. El idioma no es obra de sabios sino de pescadores. Es decir, el idioma está hecho por gente humilde, hecho por el azar, y la costumbre crea normas de corrección que deben buscarse en los mejores escritores. Para la búsqueda de esos escritores, Johnson se fijó un límite que va desde Sir Philip Sidney154 a los escritores anteriores a la Restauración, hecho que, creyó, coincidía con un deterioro en el lenguaje por la introducción de galicismos, palabras de origen francés.
Así que Johnson decidió hacer el diccionario. Cuando fueron a verlo los libreros firmó un contrato. En él se especificaba un plazo de trabajo de tres años y una retribución de mil quinientas libras, que al fin fueron mil seiscientas. Él quería que el libro resultase una antología, agregar un pasaje de un clásico inglés a cada palabra. Pero no pudo hacer todo lo que tenía en mente. Quería hacer tanto, que en cada palabra incluía diversos pasajes para hacer entender los diversos matices de cada palabra. Pero los dos volúmenes que publicó no le satisficieron. Se dio a releer los autores clásicos, los ingleses. En cada obra marcaba los pasajes en que una palabra era empleada con felicidad, y una vez marcada ponía al lado la letra inicial. Iba marcando de esa manera todos los pasajes que le parecían ilustrativos de cada palabra. Tenía seis amanuenses. Cinco eran escoceses. Johnson sabía poco inglés antiguo. Las etimologías, agregadas con posterioridad, son la parte más floja de su obra, así como las definiciones. Debido a esta ignorancia suya del inglés antiguo y su consiguiente incapacidad para el trabajo de las etimologías, solía decirse, bromeando: «hacedor de diccionarios, ganapán inofensivo». Se denominaba a sí mismo lexicógrafo.
Un amigo que tenía le dijo un día que la Academia Francesa, con cuarenta miembros, había tardado cuarenta años en hacer el diccionario de la lengua francesa. Y Johnson, que era nacionalista acérrimo, respondió: «Cuarenta franceses y un inglés, la proporción es justa». E hizo el mismo cálculo con el tiempo: si los franceses cuarenta personas a cuarenta años cada uno necesitaron en total mil seiscientos años, eso bien vale los tres que tarda un inglés. Pero la verdad es que no fueron tres sino nueve los que necesitó para completar la obra. Y los libreros sabían en todo tiempo que contarían con él, que cumpliría. Por ello le dieron cien libras más.
Este diccionario fue bueno hasta la publicación del de Webster.155 Hasta entonces rigió. Actualmente se ve que Webster, americano, tenía un conocimiento más profundo que Johnson. En nuestros tiempos, el Oxford Dictionary es el mejor, es el diccionario histórico de la lengua. Johnson debió su fama al diccionario. Llegaron a llamarlo «Dictionary Johnson». Cuando Boswell lo conoció en una librería se lo señalaron por su mote, «Dictionary», que también le daban por su aspecto.
Johnson conoció durante años la pobreza —en un cierto momento, mantuvo un duelo epistolar con el conde de Chesterfield, lo que luego aparecerá en su «Londres»—, la buhardilla y la cárcel, y al alejarse de ellas, el mecenas.156 Por ese tiempo hace una edición de Shakespeare. En realidad es una de sus últimas obras. Deja un prólogo falto de reverencia, en el que señala los defectos de las obras. Tiene también una tragedia en que aparece Mahoma, y una novela breve, Raselas, príncipe de Abisinia, que se ha comparado con el Cándido de Voltaire. En los últimos años de su vida, Johnson abandona la literatura y se dedica a conversar en la taberna, donde forma una peña literaria de la que se erige en jefe, o más bien en dictador.
Samuel Johnson, abandonada su carrera literaria, se muestra como una de las más grandes almas inglesas.

Miércoles 2 de noviembre de 1966


Notas


144 John Milton, poeta inglés nacido en Londres (1608-1674).
145 En el año 1709.
146 Jerónimo Lobo, jesuita portugués (1596-1678). Ingresó en Lisboa a la Orden Jesuítica y ejerció una vigorosa labor misionera.
147 Alexander Pope, poeta y ensayista inglés (1688-1744).
148 Décimo Junio Juvenal, poeta latino (¿60-140?). Los dos poemas de Samuel Johnson que Borges menciona aquí están inspirados en obras de Juvenal. «London: A Poem», de 1738, está basado en la tercera sátira de Juvenal. «The Vanity of Human Wishes», de 1749, tiene como modelo a la décima sátira del mismo autor.
149 Paul Groussac, escritor argentino nacido en Francia (1848-1929).
150 Dictionary of the English Language (1755).
151 Thomas Carlyle, escritor, historiador y pensador inglés (1795-1881). Borges le dedica la clase número 16.
152 Nicolás Boileau-Despreaux, poeta y crítico francés (1636-1711).
153 Este diccionario inglés-italiano fue publicado en 1598 por el lexicógrafo y traductor Giovanni Florio (1553-1625).
154 Sir Philip Sidney, escritor, poeta y político inglés (1554-1586). Autor de la novela pastoril La Arcadia.
155 Noah Webster, lexicógrafo norteamericano (1758-1843). En 1806, Webster publicó su Compendious Dictionary of the English Language y en 1828, una obra mucho más abarcadora, elAmerican Dictionary.
156 Lo que Borges probablemente recuerda aquí es la línea 48 del poema «The Vanity of Human Wishes», en el que Johnson habla de los pesares que debe atravesar quien elige la profesión de escritor. En la primera edición de este poema, que data de 1749, Johnson escribe: «El Esfuerzo, La Envidia, la Necesidad, la Buhardilla y la Cárcel». Tras su amarga experiencia con Lord Chesterfield, quien le negara su apoyo, Johnson modificó el poema, cambiando «la buhardilla» por «el mecenas» en su enumeración de desgracias: «El Esfuerzo, La Envidia, la Necesidad, el Mecenas y la Cárcel». Se transcriben a continuación los versos relevantes: «Deign on the passing world to tum thine eyes, / And pause awhile from letters to be wise; / There mark what ills the scholar’s life assail, / Toil, Envy, Want, the Patrón, and the Jail. / See nations slowly wise, and meanly just, / To buried merit raise the tardy bust. / If dreams yet flatter, once again attend, / Hear Lydiat’s life, and Galileo’s end.»






En Borges profesor 
Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires
Edición, investigación y notas: Arias, Martín & Hadis, Martín 
© María Kodama, 2000
Emecé Editores - Buenos Aires 2000

Foto de Eduardo di Baia (AP): Borges en su casa en Buenos Aires, 1981


28/8/15

Jorge Luis Borges: El atroz redentor Lazarus Morell











La causa remota

En 1517 el P. Bartolomé de las Casas tuvo mucha lástima de los indios que se extenuaban en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas, y propuso al emperador Carlos V la importación de negros que se extenuaran en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas. A esa curiosa variación de un filántropo debemos infinitos hechos: los blues de Handy, el éxito logrado en París por el pintor doctor oriental D. Pedro Figari, la buena prosa cimarrona del también oriental D. Vicente Rossi, el tamaño mitológico de Abraham Lincoln, los quinientos mil muertos de la Guerra de Secesión, los tres mil trescientos millones gastados en pensiones militares, la estatua del imaginario Falucho, la admisión del verbo linchar en la décimotercera edición del Diccionario de la Academia, el impetuoso film Aleluya, la fornida carga a la bayoneta llevada por Soler al frente de sus Pardos y Morenos en el Cerrito, la gracia de la señorita de Tal, el moreno que asesinó Martín Fierro, la deplorable rumba El Manisero, el napoleonismo arrestado y encalabozado de Toussaint Louverture, la cruz y la serpiente en Haití, la sangre de las cabras degolladas por el machete del papaloi, la habanera madre del tango, el candombe. Además: la culpable y magnífica existencia del atroz redentor Lazarus Morell.

El lugar

El Padre de las Aguas, el Mississippi, el río más extenso del mundo, fue el digno teatro de ese incomparable canalla. (Álvarez de Pineda lo descubrió y su primer explorador fue el capitán Hernando de Soto, antiguo conquistador del Perú, que distrajo los meses de prisión del Inca Atahualpa enseñándole el juego del ajedrez. Murió y le dieron por sepultura sus aguas.)
El Mississippi es río de pecho ancho; es un infinito y oscuro hermano del Paraná, del Uruguay, del Amazonas y del Orinoco. Es un río de aguas mulatas; más de cuatrocientos millones de toneladas de fango insultan anualmente el Golfo de Méjico, descargadas por él. Tanta basura venerable y antigua ha construido un delta, donde los gigantescos cipreses de los pantanos crecen de los despojos de un continente en perpetua disolución y donde los laberintos de barro, de pescados muertos y de juncos, dilatan las fronteras y la paz de su fétido imperio. Más arriba, a la altura del Arkansas y del Ohio, se alargan tierras bajas también. Las habita una estirpe amarillenta de hombres escuálidos, propensos a la fiebre, que miran con avidez las piedras y el hierro, porque entre ellos no hay otra cosa que arena y leña y agua turbia.

Los hombres

A principios del siglo XIX (la fecha que nos interesa) las vastas plantaciones de algodón que había en las orillas eran trabajadas por negros, de sol a sol. Dormían en cabañas de madera, sobre el piso de tierra. Fuera de la relación madre-hijo, los parentescos eran convencionales y turbios. Nombres tenían, pero podían prescindir de apellidos. No sabían leer. Su enternecida voz de falsete canturreaba un inglés de lentas vocales. Trabajaban en filas, encorvados bajo el rebenque del capataz. Huían, y hombres de barba entera saltaban sobre hermosos caballos y los rastreaban fuertes perros de presa.
A un sedimento de esperanzas bestiales y miedos africanos habían agregado las palabras de la Escritura: su fe por consiguiente era la de Cristo. Cantaban hondos y en montón: Go down Moses. El Mississippi les servía de magnífica imagen del sórdido Jordán.
Los propietarios de esa tierra trabajadora y de esas negradas eran ociosos y ávidos caballeros de melena, que habitaban en largos caserones que miraban al río —siempre con un pórtico pseudo griego de pino blanco. Un buen esclavo les costaba mil dólares y no duraba mucho. Algunos cometían la ingratitud de enfermarse y morir. Había que sacar de esos inseguros el mayor rendimiento. Por eso los tenían en los campos desde el primer sol hasta el último; por eso requerían de las fincas una cosecha anual de algodón o tabaco o azúcar. La tierra, fatigada y manoseada por esa cultura impaciente, quedaba en pocos años exhausta: el desierto confuso y embarrado se metía en las plantaciones. En las chacras abandonadas, en los suburbios, en los cañaverales apretados y en los lodazales abyectos, vivían los poor whites, la canalla blanca. Eran pescadores, vagos cazadores, cuatreros. De los negros solían mendigar pedazos de comida robada y mantenían en su postración un orgullo: el de la sangre sin un tizne, sin mezcla. Lazarus Morell fue uno de ellos.

El hombre

Los daguerrotipos de Morell que suelen publicar las revistas americanas no son auténticos. Esa carencia de genuinas efigies de hombre tan memorable y famoso, no debe ser casual. Es verosímil suponer que Morell se negó a la placa bruñida; esencialmente para no dejar inútiles rastros, de paso para alimentar su misterio… Sabemos, sin embargo, que no fue agraciado de joven y que los ojos demasiado cercanos y los labios lineales no predisponían en su favor. Los años, luego, le confirieron esa peculiar majestad que tienen los canallas encanecidos, los criminales venturosos e impunes. Era un caballero antiguo del Sur, pese a la niñez miserable y a la vida afrentosa. No desconocía las Escrituras y predicaba con singular convicción. “Yo lo vi a Lazarus Morell en el púlpito —anota el dueño de una casa de juego en Baton Rouge, Luisiana—, y escuché sus palabras edificantes y vi las lágrimas acudir a sus ojos. Yo sabía que era un adúltero, un ladrón de negros y un asesino en la faz del Señor, pero también mis ojos lloraron.”
Otro buen testimonio de esas efusiones sagradas es el que suministra el propio Morell. “Abrí al azar la Biblia, di con un conveniente versículo de San Pablo y prediqué una hora y veinte minutos. Tampoco malgastaron ese tiempo Crenshaw y los compañeros, porque se arrearon todos los caballos del auditorio. Los vendimos en el Estado de Arkansas, salvo un colorado muy brioso que reservé para mi uso particular. A Crenshaw le agradaba también, pero yo le hice ver que no le servía.”

El método

Los caballos robados en un Estado y vendidos en otro fueron apenas una digresión en la carrera delincuente de Morell, pero prefiguraron el método que ahora le aseguraba su buen lugar en una Historia Universal de la Infamia. Este método es único, no solamente por las circunstancias sui generis que lo determinaron, sino por la abyección que requiere, por su fatal manejo de la esperanza y por el desarrollo gradual, semejante a la atroz evolución de una pesadilla. Al Capone y Bugs Moran operan con ilustres capitales y con ametralladoras serviles en una gran ciudad, pero su negocio es vulgar. Se disputan un monopolio, eso es todo… En cuanto a cifras de hombres, Morell llegó a comandar unos mil, todos juramentados. Doscientos integraban el Consejo Alto, y éste promulgaba las órdenes que los restantes ochocientos cumplían. El riesgo recaía en los subalternos. En caso de rebelión, eran entregados a la justicia o arrojados al río correntoso de aguas pesadas, con una segura piedra a los pies. Eran con frecuencia mulatos. Su facinerosa misión era la siguiente:
Recorrían —con algún momentáneo lujo de anillos, para inspirar respeto— las vastas plantaciones del Sur. Elegían un negro desdichado y le proponían la libertad. Le decían que huyera de su patrón, para ser vendido por ellos una segunda vez, en alguna finca distante. Le darían entonces un porcentaje del precio de su venta y lo ayudarían a otra evasión. Lo conducirían después a un Estado libre. Dinero y libertad, dólares resonantes de plata con libertad, ¿qué mejor tentación iban a ofrecerle? El esclavo se atrevía a su primera fuga.
El natural camino era el río. Una canoa, la cala de un vapor, un lanchón, una gran balsa como el cielo con una casilla en la punta o con elevadas carpas de lona; el lugar no importaba, sino el saberse en movimiento, y seguro sobre el infatigable río… Lo vendían en otra plantación. Huía otra vez a los cañaverales o a las barrancas. Entonces los terribles bienhechores (de quienes empezaba ya a desconfiar) aducían gastos oscuros y declaraban que tenían que venderlo una última vez. A su regreso le darían el porcentaje de las dos ventas y la libertad. El hombre se dejaba vender, trabajaba un tiempo y desafiaba en la última fuga el riesgo de los perros de presa y de los azotes. Regresaba con sangre, con sudor, con desesperación y con sueño.

La libertad final

Falta considerar el aspecto jurídico de estos hechos. El negro no era puesto a la venta por los sicarios de Morell hasta que el dueño primitivo no hubiera denunciado su fuga y ofrecido una recompensa a quien lo encontrara. Cualquiera entonces lo podía retener, de suerte que su venta ulterior era un abuso de confianza, no un robo. Recurrir a la justicia civil era un gasto inútil, porque los daños no eran nunca pagados. Todo eso era lo más tranquilizador, pero no para siempre. El negro podía hablar; el negro, de puro agradecido o infeliz, era capaz de hablar. Unos jarros de whisky de centeno en el prostíbulo de El Cairo, Illinois, donde el hijo de perra nacido esclavo iría a malgastar esos pesos fuertes que ellos no tenían por qué darle, y se le derramaba el secreto. En esos años, un Partido Abolicionista agitaba el Norte, una turba de locos peligrosos que negaban la propiedad y predicaban la liberación de los negros y los incitaban a huir. Morell no iba a dejarse confundir con esos anarquistas. No era un yankee, era un hombre blanco del Sur hijo y nieto de blancos, y esperaba retirarse de los negocios y ser un caballero y tener sus leguas de algodonal y sus inclinadas filas de esclavos. Con su experiencia, no estaba para riesgos inútiles.
El prófugo esperaba la libertad. Entonces los mulatos nebulosos de Lazarus Morell se transmitían una orden que podía no pasar de una seña y lo libraban de la vista, del oído, del tacto, del día, de la infamia, del tiempo, de los bienhechores, de la misericordia, del aire, de los perros, del universo, de la esperanza, del sudor y de él mismo. Un balazo, una puñalada baja o un golpe, y las tortugas y los barbos del Mississippi recibían la última información.

La catástrofe

Servido por hombres de confianza, el negocio tenía que prosperar. A principios de 1834 unos setenta negros habían sido “emancipados” ya por Morell, y otros se disponían a seguir a esos precursores dichosos. La zona de operaciones era mayor y era necesario admitir nuevos afiliados. Entre los que prestaron el juramento había un muchacho, Virgil Stewart, de Arkansas, que se destacó muy pronto por su crueldad. Este muchacho era sobrino de un caballero que había perdido muchos esclavos. En agosto de 1834 rompió su juramento y delató a Morell y a los otros. La casa de Morell en Nueva Orleans fue cercada por la justicia. Morell, por una imprevisión o un soborno, pudo escapar.
Tres días pasaron. Morell estuvo escondido ese tiempo en una casa antigua, de patios con enredaderas y estatuas, de la calle Toulouse. Parece que se alimentaba muy poco y que solía recorrer descalzo las grandes habitaciones oscuras, fumando pensativos cigarros. Por un esclavo de la casa remitió dos cartas a la ciudad de Natchez y otra a Red River. El cuarto día entraron en la casa tres hombres y se quedaron discutiendo con él hasta el amanecer. El quinto, Morell se levantó cuando oscurecía y pidió una navaja y se rasuró cuidadosamente la barba. Se vistió y salió. Atravesó con lenta serenidad los suburbios del Norte. Ya en pleno campo, orillando las tierras bajas del Mississippi, caminó más ligero.
Su plan era de un coraje borracho. Era el de aprovechar los últimos hombres que todavía le debían reverencia: los serviciales negros del Sur. Éstos habían visto huir a sus compañeros y no los habían visto volver. Creían, por consiguiente, en su libertad. El plan de Morell era una sublevación total de los negros, la toma y el saqueo de Nueva Orleans y la ocupación de su territorio. Morell, despeñado y casi deshecho por la traición, meditaba una respuesta continental: una respuesta donde lo criminal se exaltaba hasta la redención y la historia. Se dirigió con ese fin a Natchez, donde era más profunda su fuerza. Copio su narración de ese viaje: “Caminé cuatro días antes de conseguir un caballo. El quinto hice alto en un riachuelo para abastecerme de agua y sestear. Yo estaba sentado en un leño, mirando el camino andado esas horas, cuando vi acercarse un jinete en un caballo oscuro de buena estampa. En cuanto lo avisté determiné quitarle el caballo. Me paré, le apunté con una hermosa pistola de rotación y le di la orden de apear. La ejecutó y yo tomé en la zurda las riendas y le mostré el riachuelo y le ordené que fuera caminando delante. Caminó unas doscientas varas y se detuvo. Le ordené que se desvistiera. Me dijo: ‘Ya que está resuelto a matarme, déjeme rezar antes de morir’. Le respondí que no tenía tiempo de oír sus oraciones. Cayó de rodillas y le descerrajé un balazo en la nuca. Le abrí de un tajo el vientre, le arranqué las vísceras y lo hundí en el riachuelo. Luego recorrí los bolsillos y encontré cuatrocientos dólares con treinta y siete centavos y una cantidad de papeles que no me demoré en revisar. Sus botas eran nuevas, flamantes, y me quedaban bien. Las mías, que estaban muy gastadas, las hundí en el riachuelo.
“Así obtuve el caballo que precisaba, para entrar en Natchez.”

La interrupción

Morell capitaneando puebladas negras que soñaban ahorcarlo, Morell ahorcado por ejércitos negros que soñaba capitanear —me duele confesar que la historia del Mississippi no aprovechó esas oportunidades suntuosas. Contrariamente a toda justicia poética (o simetría poética) tampoco el río de sus crímenes fue su tumba. El dos de enero de 1835, Lazarus Morell falleció de una congestión pulmonar en el hospital de Natchez, donde se había hecho internar bajo el nombre de Silas Buckley. Un compañero de la sala común lo reconoció. El dos y el cuatro, quisieron sublevarse los esclavos de ciertas plantaciones, pero los reprimieron sin mayor efusión de sangre.


En imagen: primera versión titulada
El espantoso redentor Lazarus Morell
En Revista Multicolor de los Sábados
Crítica, Año I, Número 1, pág. 3
Ejemplar del 12 de agosto de 1933
Texto publicado luego en su versión final
En  Historia Universal de la Infamia (1935)


27/8/15

Jorge Luis Borges: A quien está leyéndome








Eres invulnerable. ¿No te han dado
los números que rigen tu destino
certidumbre de polvo? ¿No es acaso
tu irreversible tiempo el de aquel río
en cuyo espejo Heráclito vio el símbolo
de su fugacidad? Te espera el mármol
que no leerás. En él ya están escritos
la fecha, la ciudad y el epitafio.
Sueños del tiempo son también los otros,
no firme bronce ni acendrado oro;
el Universo es, como tú, Proteo.
Sombra, irás a la sombra que te aguarda
fatal en el confín de tu jornada;
piensa que de algún modo ya estás muerto.




En El otro, el mismo (1964)
Foto: Borges en Buenos Aires, 1983 por Graziano Arici (detalle)


26/8/15

Jorge Luis Borges: Ceniza







Una pieza de hotel, igual a todas.
La hora sin metáfora, la siesta
que nos disgrega y pierde. La frescura
del agua elemental en la garganta.
La niebla tenuemente luminosa
que circunda a los ciegos, noche y día.
La dirección de quien acaso ha muerto.
La dispersión del sueño y de los sueños.
A nuestros pies un vago Rhin o Ródano.
Un malestar que ya se fue. Esas cosas
demasiado inconspicuas para el verso.



En Los conjurados (1985)
Retrato de Borges por Oscar Burriel
publicado en OOCC, primera edición, Emecé, 1974


25/8/15

Macedonio Fernández: Al hijo de un amigo



Jorge Guillermo Borges (cuarto desde la izquierda) en 1895,
con compañeros licenciados en Derecho.
Macedonio Fernández es el segundo desde la derecha


Ebria de significaciones
La Realidad trabaja en abierto misterio
Y logra a veces
Que no sólo el sueño sino la vida
Nos sea sueño.
Y cuando tanto logra
Lo que debía ser, cumplido está.
Porque una vez que sueño y vida,
Esas dos iluminaciones del Ser,
Confunden sus fuentes bajo nuestras miradas
El milagro inicial de Separación
En el milagro final de Identificación se agota
La Inteligencia cesa, la Visión descansa; ciérrase el círculo.

¿ Para qué vino tu hijo y trae su alma
Con milagrosa humildad y altísima cortesía
A practicar Sueño, Vida y Muerte
Y unirse al peregrinaje de las significaciones
Advirtiéndonos humildemente de la significación que él es?
A hacernos más ricos con saberlo
Y a formular una más completa palabra
De la ciencia de lo que nos espera.
Porque tal como yo lo vi ayer
Saludar de alma a alma a una mujer
Vine a comprender lo que saludar era,
Que es reconocer la existencia de otro con tanta energía
Como la que pone Dios para invitar a un alma a existir
Y esto yo no lo sabía
Y en retribución de enseñanza tan valiosa
Yo le digo: que no tema al acaso
Porque es allí donde nacen más días
Y en donde recibiremos un Saludo
Que nos hará verdaderamente Nacer.
Y para allí voy caminando sin congoja alguna
Más seguro de mi eternidad y de la de mi hijo
Desde que vi cómo saluda el tuyo.
Tu hijo cuyo significado es Yo saludo
Yo aplaudo todo vivir.

Macedonio Fernández



Macedonio Fernández: Quizás el único genial que habla en esta Antología. Metafísico negador de la existencia del Yo, astillero de enhiestos planes políticos, crisol de paradojas, varón justo y sutil, inderrotable ajedrecista polémico, Don Quijote sonriente y meditabundo. Iniciador -allá por el borroso 99- de una comunidad anarquista en el Paraguay, y ahora despreciador de todos los Zarathustras que se esfuerzan en trastocar las formas gubernamentales o la forma de las corbatas. Ejercitado en el silencio. En esta época de los literaturizados, Macedonio es tal vez el único hombre -hombre definitivo y pensador, no secundario y de reflejo-, que vive plenamente su vida, sin creer que sus instantes son menos reales por el hecho de que no intervienen en los instantes ajenos en salpicadura de citaciones, libros o fama. Hombre que prefiere desparramar su alma en la conversación a definirse en las cuartillas. Es lícito suponer que durante unos cuantos siglos los venideros psicólogos, metafísicos y urdidores de estética se ocuparán en redescubrir las genialidades que él ya encontró, limó, aquilató y silenció a la postre... 

Sus noches las encierra en un zaquizamí que ensancha apenas un espejo y que mortifican los muebles entre cuya poquedad resalta la guitarra donde suele musicalizar sus momentos. Estas últimas verdades las inscribo por tres razones: para apuntalar la visión que de él os quiero imponer, para lisonjear vuestro bohemismo probable y para que le perdonéis su talento. (Jorge Luis Borges)


En La lírica argentina contemporánea
Selección y notas de Jorge Luis Borges
Cosmópolis, Madrid, N° 36, diciembre de 1921

Luego en Textos recobrados 1919-1929
© María Kodama 1997/2007

Aporte de Francisco Alvez Francese (FB)

Fuente de la foto



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