15/6/15

Jorge Luis Borges-Roberto Alifano: James Joyce o la aventura de las palabras









     Alifano: Hace algunos años usted pronunció una conferencia titulada: James Joyce y el lenguaje. En esa oportunidad usted señaló que el escritor irlandés y el lenguaje son dos ideas afines. Le propongo que hablemos de Joyce y de su obra capital, el Ulysses.

   
     Borges: Bueno, alguien dijo (yo no recuerdo ahora su nombre) que el protagonista de Ulysses, y podía haberlo dicho también de Finnegan’s Wake, es el idioma inglés. Ahora, el lenguaje es uno de tantos misterios, de tantos gratos misterios, que nos depara la realidad. Hay escritores en los cuales no sentimos el lenguaje, sentimos directamente su emoción o sus conceptos, pero, en el caso de Joyce, sentimos ante todo el lenguaje. Si leemos a Shakespeare o Cervantes, por ejemplo, sentimos que nos están contando sus emociones; Cervantes nos cuenta un sueño, y ese sueño importa más que sus palabras. En el caso de Joyce, desde el principio, se siente que lo que importa son las palabras; y, al decir las palabras, no pienso solo en las palabras, sino en la etimología, en la cadencia, en la connotación de las palabras, y eso fue desde sus primeras obras. Yo recuerdo sus primeros poemas, y en ellos, no voy a negar que no había emoción, pero había, sobre todo, un cuidado muy consciente de las palabras,

A.: ¿O sea que podríamos definir al Ulysses y a Finnegan’s Wake como objetos verbales que viven por su cuenta y que pueden interponerse entre las emociones del autor y nosotros?

     B.: Yo creo que sí. Ahora Joyce dedicó su vida a las letras, eligió ese destino literario y fue fiel a él. El Ulysses es la aventura más audaz de toda la literatura moderna; pero no estoy seguro de que esa empresa haya resultado victoriosa. Yo recuerdo ahora una frase que me parece muy feliz, de un juicio, que puede ser severo y al mismo tiempo generoso, de Virginia Woolf. Ella dijo: «Ulysses es una derrota, una gloriosa derrota». Es decir, ella admitió el fracaso, pero al mismo tiempo se dio cuenta de la audacia de esa aventura de la palabra.

     A.: Virginia Woolf que lo admiró a Joyce, y que imitó sus procedimientos en muchos de sus libros.

     B.: Sí, Virginia Woolf lo admiró debidamente a Joyce.

     A.: Y de Dublinenses, uno de los primeros libros de Joyce, ¿qué piensa?

     B.: Ah, es un excelente libro de cuentos breves escrito a la manera, a la cautelosa manera, de Arnold Bennett, o de uno de sus maestros: Gustave Flaubert. En ese libro, Joyce nos muestra una gran imaginación, nos muestra una sensibilidad, sobre todo una sensibilidad dedicada a lo que sería siempre su tema, su estímulo; me refiero a la ciudad de Dublín. Una ciudad que sin duda él quiso mucho, y que tiene que haberla odiado mucho también.

     A.: Todo eso se siente en Dublinenses, ¿no?

     B.: Sí. Joyce nos muestra en ese libro un ambiente sórdido, personas muy limitadas, donde se complace en señalar esos límites y no busca de hacer agradable al idioma. Ahí ya se percibe, se va prefigurando el Joyce del Ulysses y de Finnegan’s Wake.

     A.: La escritura de ese día, ya que el Ulysses se desarrolla en veinticuatro horas, creo que le llevó a James Joyce más o menos siete años, ¿no?

B.: Creo que sí. Joyce eligió para su libro un día cualquiera, un día trivial, o que él presenta como trivial, me parece que del año 1904. El Ulysses fue concebido como una epopeya, la epopeya de un día. Al cabo de ese día hemos estado, quizá muchas veces en el infierno, y alguna vez en el cielo.

     A.: Yo recuerdo ahora, inevitablemente, un magnífico poema suyo, que se llama James Joyce. Y donde usted empieza con este verso: En un día del hombre están los días del tiempo.

     B.: Bueno, ese poema yo lo escribí pensando en Joyce y me pareció prudente titularlo con su nombre. El Ulysses empieza a las ocho de la mañana y termina a la noche del día siguiente. Y hay especialmente dos personajes: Stephen Dédalus y Leopold Bloom; el nombre Dédalus corresponde al de un arquitecto de laberintos, y así se lo puede ver a Joyce, como un arquitecto de laberintos.

     A.: ¿Dédalus es también el nombre del protagonista de su novela autobiográfica: A Portrait of the Artist as a Young Man?

     B.: Sí. Eso ha sido traducido como Retrato del artista cuando era joven o, hay una traducción más común: Retrato del artista adolescente. El personaje, Dédalus, es el mismo. Ahora, a lo largo del libro los dos personajes: Dédalus y Bloom, van acercándose y están a punto de conocerse, luego otras circunstancias, la intervenciones de otras personas, los alejan. En los capítulos finales se vuelven a encontrar. Entre ellos hay una relación que podría ser la de Ulysses y Telémaco, salvo que no es una relación física. Bloom se siente como padre de Dédalus, y creo que Dédalus siente también al final esa misma atracción. Fuera de una hermosa discusión sobre la obra de Shakespeare —Shakespeare está presente en toda la obra de Joyce—, todo lo que ocurre durante ese largo día es trivial.

     A.: Hay un libro sobre la obra de Joyce, que yo he visto en su biblioteca, cuyo autor es Stuart Gilbert, que es una especie de plano para leer el Ulysses.

     B.: Ese libro fue escrito con la autorización de Joyce y, sin duda, con su propia colaboración. Y allí el Ulysses está analizando capítulo por capítulo. El Ulysses puede parecer caótico, pero sin embargo está hecho de simetrías; ahora, para percibir esas simetrías es necesario haber leído el libro de Gilbert. Bueno, a cada capítulo, por ejemplo, corresponde, según el mapa, una función del cuerpo humano. En un capítulo predomina la circulación de la sangre, en otro la respiración, en otro la regeneración de los tejidos. Cada capítulo tiene también un color predominante; en uno puede estar el rojo, en otro el amarillo, en otro el azul o lo que fuere. También en cada capítulo hay una técnica distinta; no recuerdo bien en cuál, creo que es en el penúltimo, predomina el catecismo. En otro capítulo se discute sobre una figura retórica, etc.

     A.: Es curioso que a alguien se le haya ocurrido escribir un libro que sea un esquema o un plano sobre otro libro. Yo creo que a nadie se le ocurriría hacer mapa sobre El Quijote o sobre Hamlet.

     B.: Ahora, contrariamente a lo que sucede con el Ulysses, o con lo que se pueda imaginar, el libro de Stuart Gilbert es muy agradable, es de muy grata lectura. Abunda en trozos del texto de Joyce, que comenta y que aclara con mucha inteligencia. Ese libro sigue al Ulysses capítulo por capítulo, casi página por página, y convendría tal vez leer antes el libro de Stuart Gilbert y después el Ulysses, porque si uno empieza por el Ulysses, uno se ve inevitablemente derrotado por el texto, o, tal vez esta sería la mejor palabra, uno se siente excluido del texto.

     A.: ¿No le parece que el libro de Stuart Gilbert es un argumento contra el Ulysses, ya que escribir un texto para hacer menos ardua la lectura de otro texto no habla nada bien?

     B.: Y, yo creo que sí, por eso estoy de acuerdo con Virginia Woolf que dice, como ya lo cité, que el Ulysses es una gloriosa derrota. Un libro, todo libro, debe tener su propia clave. Ese estudio analítico de cuatrocientas o quinientas páginas, que debe oficiar de ganzúa para facilitar la lectura de otro libro, demuestra, como dice usted, un fracaso y un argumento en contra.

    A.: Borges, yo me atrevería a decir que los libros de Joyce quizá no han sido hechos para la lectura, sino para el análisis. ¿Le parece disparatado lo que digo?

     B.: No, no, creo que usted tiene razón. Y agregaría que esas dos grandes obras de Joyce también han sido hechas para la fama del autor. Yo leí, parcialmente, una obra que podríamos traducir más o menos así: Una ganzúa para el velorio de Finnegan y que fue escrita por dos estudiantes norteamericanos que se pasaron cinco o seis años en Dublín, recogiendo todas las soluciones locales de los textos de Joyce.

     A.: ¿El resultado fue, sin duda, exitoso?

     B.: Sí, estos dos hombres lograron descifrar muchas claves de Finnegan’s Wake, que es aún más laberíntica que el Ulysses. Ahora, yo tengo la esperanza que esas obras tan complejas hoy, mañana sean leídas por los niños. Yo tengo esa esperanza, ya que todos los libros tienden a ser leídos por los niños. Cuando yo era chico, por ejemplo, recuerdo que lo leí a Poe; ¿por qué no suponer entonces que, en un futuro, quizá no muy lejano, los niños lean el Ulysses y Finnegan’s Wake?

     A.: ¿Borges, usted piensa que Joyce utiliza el simbolismo homérico para dar una visión integral de la experiencia humana, por ejemplo?

     B.: Y, yo creo que sí. Pero esa visión no sé si alcanza a ser integral. Al cabo de la lectura del Ulysses el lector tiene la sensación de un caos. Sin embargo, la obra abunda en simetrías y ese caos es más bien un cosmos, pero un cosmos secreto. Con los personajes sucede otro tanto. Lo que yo guardo en la memoria no es la personalidad de Stephen ni de Leopold, que son individuos de los cuales sabemos miles de circunstancias, pero que nunca conocemos. Yo, por ejemplo, sé que conozco a Martín Fierro; estoy también seguro de conocer a Alonso Quijano. En cuanto a los personajes de Joyce, yo sé miles de hechos sobre ellos, todos los hechos posibles pueden encontrarse en la novela, pero no los conozco íntimamente. Lo que a mí me ha quedado de la lectura de Joyce son algunas líneas espléndidas. Esas líneas han quedado como versos en mi memoria, yo tengo la sensación de haber compartido el largo día de esos dos hombres, de los dos dublinenses, Stephen y Leopold, pero tengo también la sensación de que no los conozco, de que no alcanzan a ser del todo humanos.

     A.: Entre esas líneas espléndidas y memorables que usted recuerda está, sin duda, la visión de la mujer de Bloom, que le dice: «Yo era hermosa, yo era la hermosa Molly Bloom, y ahora estoy muerta». ¿Ese largo monólogo resulta terrible, no?

     B.: Es cierto. Ese monólogo fue muy admirado por Arnold Bennett, que dijo que nunca había leído nada que se le pareciera, y que estaba seguro de que no habría nada que lo superara. Sin embargo, yo no sé si es posible el monólogo interior, es decir, si la afluencia de nuestros pensamientos puede traducirse en palabras, y si la ausencia de puntuación puede ser útil para lograr ese propósito.

     A.: A partir de Joyce ese procedimiento ha sido utilizado por muchos otros novelistas.

   B.: Sí. Pero yo no sé si Joyce es un novelista. Podríamos pensar que fue el máximo poeta, el máximo escritor barroco; además, según se sabe, la época en la cual escribió Joyce, fue la época de los ismos, la época del apogeo de las escuelas, y todas quisieron renovar la metáfora. Los ultraístas son un ejemplo de lo que acabo de decir, quisieron renovar la metáfora, como quiso renovarla diez años antes Leopoldo Lugones. Yo creo que la justificación de toda la época son las dos obras de Joyce; sobre todo el Ulysses que es legible; en cambio, yo diría que Finnegan’s Wake es invenciblemente ilegible, salvo que, como he dicho, Joyce escribió para la polémica, para la fama, para la historia de la literatura, y no para agradar al lector, para deleitarlo. Aunque muchas veces logró deleitarlo con sus poemas, que son espléndidos. Pero, al fin y al cabo, para qué establecer la diferencia entre la prosa y el verso, que es mínima y superficial.

     A.: ¿Qué opina de las traducciones que se han hecho al idioma castellano de la obra de Joyce?

     B.: Yo sé que hay dos versiones castellanas del Ulysses, una argentina y otra española; no las he leído pero sospecho de antemano que no pueden ser fieles. Y lo digo por una razón de carácter lingüístico: el idioma inglés, como otros idiomas germánicos, es capaz de palabras compuestas; los idiomas latinos son más rígidos y no son capaces de esas palabras. El resultado de esas traducciones, por lo tanto, puede resultar forzado. Joyce fue, ante todo, un escritor verbal que, a medida que escribía, entretejía, complicaba y enriquecía el texto; ese era el ideal que él tenía, el ideal de lo laberíntico, de un texto que fuera muy difícil para el lector. Ahora, yo creo que él se equivocó al elegir el género de la novela, ya que en la novela no importa lo verbal. Lo que más importa, creo, es lo que el autor nos cuenta, y es mejor olvidar las palabras y recordar lo que él refiere. Tomemos, por ejemplo, casos tan famosos como los de Cervantes, Dickens o Conrad; en esos casos lo que recordamos es lo narrado, lo referido. Leemos el Quijote y pensamos que esas cosas nos han sucedido a nosotros, pero yo creo que podemos olvidar fácilmente las palabras.

       A.: ¿Finnegan’s Wake no tiene traducciones al castellano, verdad?

     B.: No. Y creo que es imposible ensayarla. Bueno, Finnegan’s Wake significa esto: hay una balada irlandesa, una canción popular irlandesa, cuya música Joyce cita al principio de la obra, que se titula El velorio, o El velatorio como usan los españoles. Luego viene la historia que es esta: hay un albañil llamado Finnegan, que se mata al caer de un andamio. Se celebra el velatorio, hay música, la gente se emborracha, y el muerto decide salir del ataúd para bailar con los otros. Joyce quería que el lector encontrara en Finnegan’s Wake el concepto del tiempo circular que tuvieron los estoicos y que se redescubrió muy tardíamente; Nietzsche, por ejemplo, creyó en el tiempo circular. Joyce tomó entonces la palabra Finnegan (fin tendríamos en francés o en castellano; luego wake, velorio, la idea de despertar) y dio una noción del tiempo circular.

     A.: ¿Esa idea del tiempo circular la percibe el lector?

     B.: Quizá no. Finnegan’s Wake abunda en simetrías, lo mismo que el Ulysses, pero esas simetrías no son perceptibles para el lector, son perceptibles solo cuando han leído las explicaciones de un especialista, como en el caso de Stuart Gilbert, o de esos estudiosos norteamericanos que escribieron Una ganzúa para el velorio de Finnegan, y cuyos nombres no recuerdo.

    A.: ¿De modo que usted desecha toda posibilidad de traducción al idioma castellano de Finnegan’s Wake?

    B.: Sí. En una obra donde lo esencial son las palabras, creo que es muy poco lo que queda si eliminamos las palabras. A lo sumo queda la fábula, pero la fábula es lo que menos importa.





En Roberto Alifano: Conversaciones con Borges [13] 
Buenos Aires, Editorial Atlántida, 1984
Foto incluida en el libro, pág. 29: Borges y Alifano, ca. 1968


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