15/5/15

Douglas R. Hofstadter y Daniel C. Dennett: Borges y yo* - Reflexiones









Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el conreo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVIII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición. Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y magnificar. Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra. Hace años yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas. Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido o del otro.
No sé cuál de los dos escribe esta página.
Reflexiones
Jorge Luis Borges, el gran escritor argentino, goza de una merecida fama internacional, hecho que tiene efectos curiosos. Para Borges, Borges es dos personas, el personaje público y la persona privada. Su fama magnifica tal efecto, pero todos podemos compartir el sentimiento del escritor, como él lo sabe bien. Leemos nuestro nombre en una lista, o vemos una fotografía instantánea nuestra u oímos a otros hablar de alguien y en ese instante descubrimos que se trata de nosotros. La mente debe saltar desde una perspectiva de tercera persona, «él» o «ella», a la de primera persona, «yo». Desde hace largo tiempo los actores saben cómo exagerar este salto: la clásica «doble toma» en la cual Bob Hope, por ejemplo, lee en el diario de la mañana que la policía busca a Bob Hope, hace un comentario despreocupado sobré el hecho y luego se sobresalta y dice: «¡Ese soy yo!».
Si bien Robert Burns puede tener razón al decir que es un don vernos como nos ven los demás, no es una condición a la que podemos ni debemos aspirar en toda circunstancia. En verdad varios filósofos han presentado en los últimos tiempos argumentos brillantes tendientes a demostrar que existen dos formas fundamental e irreductiblemente distintas de pensar en nosotros mismos. (Ver Referencias Bibliográficas para mayor detalle). Los argumentos son bastante técnicos, pero los problemas a que aluden son apasionantes y es posible ilustrarlos en forma muy gráfica.
Pete espera en una cola para pagar algo en una gran tienda y advierte que hay un monitor televisivo de circuito cerrado encima del mostrador, una de las medidas que adopta la firma para protegerse de los rateros. Mientras contempla en el monitor el movimiento de gente que se empuja, advierte que la persona en el lado izquierdo de la pantalla, con un gabán y una bolsa de papel de gran tamaño entre las manos, es víctima de un ratero que le ha metido la mano en un bolsillo. Entonces, cuando levanta la mano y se la lleva hacia la boca en un gesto de asombro, comprueba que la persona en la pantalla se lleva la mano a la boca en un gesto idéntico al suyo. ¡Pete comprende de pronto que él es la persona a quien están robándole el bolsillo! Este dramático giro es un descubrimiento. Pete se entera de algo que no sabía un instante antes y que desde luego es importante. Sin la capacidad de abrigar los pensamientos que ahora le provocan un movimiento galvanizante de autodefensa, no sería capaz de acción alguna. Pero antes de producirse el giro, no ignoraba la situación del todo, sin duda. Estaba pensando en «la persona con el gabán» y al ver que estaban robando a esa persona, y como la persona del gabán es él mismo, estaba pensando sobre sí mismo. Pero no estaba pensando en sí mismo como él mismo. No estaba pensando sobre sí mismo «en la forma correcta».
Para presentar otro ejemplo, imaginemos a alguien leyendo un libro en el cual una frase nominal descriptiva de, digamos, tres docenas de palabras en la primera oración de un párrafo pinta a una persona anónima de sexo al principio no determinado que está realizando una actividad común. El lector de este libro, al leer la oración, elabora con gran obediencia en su visión mental una imagen simple y más bien vaga de una persona involucrada en alguna actividad mundana. En las pocas oraciones que siguen, a medida que se incorporan mayores detalles a la descripción, la imagen mental del lector de todo el pasaje entra en un foco algo más preciso. Entonces, en determinado momento, cuando la descripción se ha vuelto bien específica, algo se «ubica» de pronto y asalta al lector una sensación extrañísima de ser ni más ni menos que la persona descrita. «¡Qué tontería de mi parte no haber descubierto antes que estaba leyendo algo acerca de mí mismo!» reflexiona el lector y se siente un poco tonto, pero a la vez bastante halagado. Probablemente podemos imaginar que suceda tal cosa, pero con el objeto de ayudarnos a imaginarlo con mayor claridad, supongamos que el libro en cuestión fuese El ojo de la mente. Bien. ¿No entra ahora la imagen mental de todo el pasaje en un foco mucho más preciso? ¿No se produce el repentino «clic»? ¿Qué página imaginamos que leía el lector? ¿Qué párrafo? ¿Qué pensamientos pasaron, quizá, por la mente del lector? Si el lector fuese una persona real, ¿qué podría él o ella estar haciendo en este instante?
No es fácil describir algo capaz de una autorepresentación tan especial. Imaginemos una computadora programada para controlar la locomoción y el comportamiento de un robot al cual está fijada mediante conexiones radiales. (El famoso «Shakey» de la SRI Internacional de California estaba controlado de esta manera). La computadora contiene una representación del robot y de su entorno, y según se desplace el robot, la representación cambia. Esto permite que el programa de computadora controle las actividades del robot con la ayuda de información actualizada sobre el «cuerpo» del robot y sobre el entorno en que se encuentra. Ahora imaginemos que la computadora representa al robot como ubicado en el centro de una habitación vacía y que se nos pide que traduzcamos a nuestro idioma la representación interna del robot. ¿Está «La cosa (o él, o Shakey)» en el centro de la habitación vacía o bien estoy yo en el centro de una habitación vacía? La cuestión vuelve a surgir bajo una faz diferente en la Parte IV de esta obra.
D. C. D.
D. R. H.



(*) Jorge Luis Borges, Obras Completas, Buenos Aires, Ediciones Ernecé, 1969, pág. 808


En Douglas R. Hofstadter y Daniel C. Dennett: El ojo de la mente
Fantasías y reflexiones sobre el yo y el alma
Título original: The Mind’s I
Douglas R. Hofstadter & Daniel C. Dennett, 1981
Traducción: Lucrecia M. de Sáenz
Foto Douglas R. Hofstadter (s/a)
Foto Daniel Dennett por Steve Spike Vía


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