4/3/15

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: Los conjurados ("En diálogo", II, 60)







Osvaldo Ferrari: Si bien usted considera que los libros de autores contemporáneos deberían ser leídos en el futuro, antes que en el presente, Borges, su último libro de poemas Los conjurados, parece tener ya la necesaria madurez para ser leído y apreciado.

Jorge Luis Borges: Yo no sé, yo escribí ese libro, no corregí las pruebas, tengo una idea un poco vaga de su contenido; sé que me habían pedido treinta composiciones y llegué a cuarenta, y traté de ordenarlas de un modo... bueno, por ejemplo, a las composiciones parecidas las puse una al lado de la otra, para que no se descubrieran sus peligrosas afinidades. Pero supongo que un libro mío no puede ser muy distinto de otro, supongo que a mi edad ya se esperan ciertos temas, cierta sintaxis, y es que quizá se espere la monotonía también; y si no soy monótono, no satisfago. Quizás un autor, a cierta edad, tenga que repetirse. Ahora, según Chesterton, todo autor, o todo poeta, sobre todo, concluye siendo su mejor e involuntario parodista: las últimas composiciones de Swinburne parecen parodias de Swinburne, porque el autor tiene ciertos hábitos, y los exagera. En mi caso, creo que el hábito más evidente es la enumeración, ¿no?, creo que es uno de mis hábitos, y a veces me ha salido bien, y otras veces, digamos, un poco menos bien. Y habrá sin duda hábitos sintácticos, que yo no conozco; seguramente todo escritor, a medida que pasa el tiempo, va empobreciendo su vocabulario, o simplificándolo.

—Más bien simplificándolo alrededor de las cosas fundamentales.

—Sí, pero hay ciertos temas que recurren, ciertas metáforas que recurren; y luego, en mi caso, ya que yo no he podido leer lo que escribo desde el año cincuenta y cinco o cincuenta y seis, a lo mejor creo estar escribiendo un poema nuevo, y lo que escribo es un eco y un pobre plagio de lo que escribí hace tiempo. Y sin embargo, yo tengo la impresión de que cada día es distinto, pero no sé si puedo reflejar esa novedad de los días en lo que escribo, ya que estoy atado, como digo, a cierto vocabulario,a cierta sintaxis, a ciertas figuras retóricas... espero que no se note demasiado, ¿usted ha leído ese libro?

—Sí, y tengo algunas opiniones que pronto le voy a dar...

—Pero cómo no, vamos a hablar de ese libro. Pero, claro, usted sin duda lo conoce mejor que yo, porque usted lo habrá leído, digamos, un par de veces, y yo lo he escrito una sola vez (ríen ambos). De modo que ese libro me pertenece menos a mí que a usted. Además, usted acaba de leer el libro, es una experiencia presente; yo lo escribí hará un año, y es una experiencia ya pretérita, ya gastada y que yo he tratado de olvidar además, ya que yo trato de olvidar lo que escribo. Y por eso mismo muchas veces reescribo lo que ya he escrito, sin darme cuenta. Sin embargo, estoy escribiendo un cuento ahora, cuyo protagonista es Dante; me parece que ese cuento no va a parecerse a ningún otro mío. Bueno, vaya tratar de no hacerlo eruditamente. Además, mi erudición dantesca es escasa. Buscaré datos sobre los últimos días de Dante, es decir, los últimos días que él pasó en Venecia, antes de volver a Ravenna, donde murió, ¿no? Voy a ver si me abstengo de paisajes —el cuento va a empezar en Venecia—, me parece que los paisajes de Venecia se han ensayado tantas veces, y con tan buena fortuna, que yo no tengo por qué incurrir en ellos, o intentarlos de nuevo.

—Recuerdo que cuando hablamos de Dante, usted conjeturaba qué habría sentido Dante estando en Venecia.

—Sí, bueno, yo empecé por esa duda, y luego llegué a otras; y ahora tengo bastantes incertidumbres, pero creo que vaya escribir ese cuento.

—Ahora, en cuanto al libro Los conjurados, yo creo que el título puede sorprender, tratándose de un libro de poemas; sin embargo, la idea de “conjurados” que actúan con un fin benéfico, y el llamar conjurados a quienes se proponen un fin benéfico, estaba en usted por lo menos desde 1936.

—Yo no sabía, ¿por qué desde 1936?

—Porque en las palabras que usted pronunció para la celebración del cuarto centenario de la fundación de Buenos Aires, en 1936, usted dijo: «En esta casa de América, los hombres de las naciones del mundo se han conjurado para desaparecer en el hombre nuevo que no es ninguno de nosotros aún y que predecimos argentino, para irnos acercando así a la esperanza”.

—¿Yo he dicho eso?

—Sí.

—Y, una frase un poco pomposa, pero posiblemente se esperaban frases pomposas en aquel momento, ¿no? (ríe).

—(Ríe) Y más tarde usted agrega que «el criollo es uno de esos conjurados”.

—Ojalá.

—«Que habiendo formado la entera nación, ha preferido ser uno de muchos, ahora.” Es decir, que eligió, digamos, desaparecer también él en el hombre nuevo.

—Sí, yo tenía esa idea. Pero... en esos momentos de nacionalismo, yo pensé: qué raro, este país, que se dedica sobre todo a la inmigración, es decir, que se dedica, de algún modo, a desaparecer. Pero esa idea la tuve hace mucho tiempo, y en un libro, bueno, cuyo título no quiero recordar, ya que quiero que el libro se olvide, hay un artículo sobre eso: es como si el fracaso fuera nuestro destino, y el voluntario fracaso, sí, yo me había olvidado totalmente...

—Pero ahora, en este caso, los que dan título al libro son conjurados que se encuentran en el centro de Europa.

—Sí, son mis compatriotas, digamos, los suizos. Qué raro, soy una de las primeras personas que dedican un poema a Suiza; porque los paisajes de Suiza... supongo que los hoteleros de Suiza, bueno, deben parte de su prosperidad a Lord Byron, por ejemplo, ¿no?, y a quienes cantaron a los Alpes; entre ellos Schiller. Pero creo que la idea de hacer un poema a Suiza, y de proponer a Suiza como un ideal, es una idea nueva. Aunque en Suiza se da el tipo perfecto de confederación, ya que tenemos la Suiza alemana, la Suiza francesa, la Suiza italiana... Bueno, como yo digo, gentes de distintas razas, de distintos idiomas, de distintas religiones, o de distintos ateísmos; y todos ellos han resuelto ser suizos, lo cual es un poco misterioso, ¿no?

—Sí, por eso usted cita a Paracelso, a Amiel, a Jung y a Paul Klee.

—Sí, que son bastante distintos. Hubiera podido citar también a un arquitecto, cuya arquitectura no me gusta, que es suizo: Le Corbusier; y hubiera podido hablar también de los fundadores del movimiento Dadá (hubo algún suizo). Pero como no me interesan ni los cubos de Le Corbusier, ni la literatura de la incoherencia de Dadá, no los he citado. Y luego tenía un gran poeta, Keller, pero...

—Gottfried Keller.

—Sí, pero supuse que si lo ponía, el lector pensaría que yo quería engrosar la lista, y que ponía nombres desconocidos.

—Bueno, pero en todo caso, todos coinciden en dos aspectos fundamentales: son hombres capaces de razón y fe.

—Sí, es cierto.

—Y esa razón y esa fe tienen la esperanza de conducir a una nueva sensatez, me parece.

—Y, la sensatez que encierra la palabra “cosmopolita”.

—Claro.

—Vendría a ser eso, simplemente. Qué raro que después de tantos siglos, parece que todavía estuviera un poco lejos ese antiguo...

—Ese ideal griego.

—Ese ideal de los estoicos griegos, sí. Ahora, posiblemente quienes lo propusieron, tampoco lo vieron claramente; sin duda pensarían que eran griegos, y que los otros eran bárbaros, ¿no?

—Es posible.

—Aunque, quién sabe si al poner la palabra “cosmos” —el cosmos significaba no sólo Grecia sino el mundo—, pero posiblemente el mundo para ellos fuera Grecia.

—Claro, ésa es la duda.

—Sin embargo, tienen que haber sentido como una especie de gravitación de lo que llamamos el Oriente; es indudable que, bueno, Egipto, a juzgar por Heródoto, los impresionó mucho a los griegos. y creo que es Heródoto el que transcribe aquello de que para los egipcios, los griegos son niños. Es decir, que tienen que haber sentido que había algo más antiguo que ellos, ¿no?; que es lo que nosotros sentimos ahora al pensar en Grecia. Y curiosamente, es lo que se siente en el Japón cuando se refieren a la China.

—Volviendo a Los conjurados...

—A ver, volvamos a Los conjurados.

—(Ríe) Ya en el prólogo del libro, usted propone nuevas ideas, que se relacionan con nuevos descubrimientos suyos, como por ejemplo la idea de que la belleza, como la felicidad, es frecuente.

—Sí; pero yo creo que para llegar a ese concepto es preciso haber vivido mucho, ¿eh?; porque una persona joven, bueno, quizás espere demasiado de la vida, y se fije sobre todo en los desengaños, se sienta ante todo defraudada. Y, en cambio, en el caso de una persona vieja, lo que siente, sobre todo, es gratitud. Y, en mi caso especialmente, ya que más allá de la ceguera, de un accidente físico, está, bueno, la hospitalidad, esa cóncava hospitalidad de la gente conmigo, que yo he sentido en tantos países; honores que he recibido, y hasta que me detenga gente en la calle, y me hablen de lo que yo he escrito. Me ha parecido tan asombroso todo. Yo tengo ochenta y cinco años, en cualquier momento cumplo ochenta y seis... entonces, me desborda la gratitud por la indulgencia de todos.

—Yo advierto que usted habla en su libro con la mayor naturalidad de la muerte, con la mayor serenidad; y esa naturalidad y esa serenidad nos la transmite a todos.

—Ojalá ocurra eso. Me han invitado a un congreso —creo que van a venir muchos médicos— sobre la muerte. Y yo voy a decir que la aguardo sin impaciencia, pero con esperanza, ¿no? Ahora, sin mayor impaciencia, desde luego.

—Esa serenidad es afín a la que usted le atribuyó a Sócrates en su último diálogo.

—Es extraordinario ese diálogo, sí, y ahí hay una frase tan ambigua, o tan sabiamente ambigua, como cuando Sócrates le dice a uno de los discípulos: “Recuerda que le debemos un gallo a Esculapio”. Y eso se ha interpretado en el sentido de que Esculapio lo ha curado de la peor enfermedad, que es la vida. Porque si no, el hecho de que le debiera un gallo a Esculapio no es mayormente interesante, ¿no?

—Precisamente en ese momento.

—Sí, pero en ese momento él dice: “Recuerda que le debemos un gallo a Esculapio”, y la muerte estaba tan cerca que era imposible que él pudiera pensar en otra cosa, o en decir cualquier cosa sin referirse a la muerte.

—Sí, otro aspecto que quiero señalar en su libro...

—No, es que yo busco digresiones para no hablar de mi libro (ríe).

—(Ríe) Lo veo, lo veo, pero sin embargo, quiero que hablemos de Los conjurados.

—Pero cómo no. 

—El otro aspecto es el de que, después de haber cumplido usted un camino, diría, casi circular, en la poesía, vuelve, en cierto sentido, a los principios: los poemas de Los conjurados tienen el tono de la cosmogonía, del comenzar, o del recomenzar.

—Bueno, yo pensé que tenían el tono de Fervor de Buenos Aires cuando usted dijo los comienzos; creo que no, ¿eh?; yo pensé que usted se refería a mis principios literarios.

—No, me refería a una fundación borgeana en este caso, pero a una nueva.

—No, yo creo que no, esperemos que sea algo más vasto.

—Son vastos, pero vuelven, diría yo, a lo elemental: al mármol, a la piedra, al fuego, a la madera, a actitudes iniciales de los hombres, César, Cristo...

—Es que yo creo que esas palabras son las que tienen más fuerza.



En diálogo, II, 60 (1985)
Foto : Perfil CEDOC sin atribución de autor



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