31/10/14

Jorge Luis Borges: Al coyote







Durante siglos la infinita arena
de los muchos desiertos ha sufrido
tus pasos numerosos y tu aullido
de gris chacal o de insaciada hiena.
¿Durante siglos? Miento. Esa furtiva
substancia, el tiempo, no te alcanza, lobo;
tuyo es el puro ser, tuyo el arrobo,
nuestra, la torpe vida sucesiva.
Fuiste un ladrido casi imaginario
en el confín de arena de Arizona
donde todo es confín, donde se encona
tu perdido ladrido solitario.
Símbolo de una noche que fue mía,
Sea tu vago espejo esta elegía.



En El Oro de los Tigres (1972)




30/10/14

Jorge Luis Borges: Tres versiones de Judas





There seemed a certainty in degradation
T. E. Lawrence
Seven Pillars of Wisdom, CIII

En el Asia Menor o en Alejandría, en el segundo siglo de nuestra fe, cuando Basílides publicaba que el cosmos era una temeraria o malvada improvisación de ángeles deficientes, Nils Runeberg hubiera dirigido, con singular pasión intelectual, uno de los conventículos gnósticos. Dante le hubiera destinado, tal vez, un sepulcro de fuego; su nombre aumentaría los catálogos de heresiarcas menores, entre Satornilo y Carpócrates; algún fragmento de sus prédicas, exornado de injurias, perduraría en el apócrifo Liber adversus omnes haereses o habría perecido cuando el incendio de una biblioteca monástica devoró el último ejemplar del SyntagmaEn cambio, Dios le deparó el siglo xx y la ciudad universitaria de Lund. Ahí, en 1904, publicó la primera edición de Kristus och Judas; ahí, en 1909, su libro capital Den hemlige Frälsaren. (Del último hay versión alemana, ejecutada en 1912 por Emil Schering; se llama Der heimliche Heiland).
Antes de ensayar un examen de los precitados trabajos, urge repetir que Nils Runeberg, miembro de la Unión Evangélica Nacional, era hondamente religioso. En un cenáculo de París o aun de Buenos Aires, un literato podría muy bien redescubrir las tesis de Runeberg; esas tesis, propuestas en un cenáculo, serán ligeros ejercicios inútiles de la negligencia o de la blasfemia. Para Runeberg, fueron la clave que descifra un misterio central de la teología; fueron materia de meditación y de análisis, de controversia histórica y filológica, de soberbia, de júbilo y de terror. Justificaron y desbarataron su vida. Quienes recorran este artículo, deben asimismo considerar que no registra sino las conclusiones de Runeberg, no su dialéctica y sus pruebas. Alguien observará que la conclusión precedió sin duda a las «pruebas». ¿Quién se resigna a buscar pruebas de algo no creído por él o cuya prédica no le importa?
La primera edición de Kristus och Judas lleva este categórico epígrafe, cuyo sentido, años después, monstruosamente dilataría el propio Nils Runeberg: «No una cosa, todas las cosas que la tradición atribuye a Judas Iscariote son falsas» (De Quincey, 1857). Precedido por algún alemán, De Quincey especuló que Judas entregó a Jesucristo para forzarlo a declarar su divinidad y a encender una vasta rebelión contra el yugo de Roma; Runeberg sugiere una vindicación de índole metafísica. Hábilmente, empieza por destacar la superfluidad del acto de Judas. Observa (como Robertson) que para identificar a un maestro que diariamente predicaba en la sinagoga y que obraba milagros ante concursos de miles de hombres, no se requiere la traición de un apóstol. Ello, sin embargo, ocurrió. Suponer un error en la Escritura es intolerable; no menos intolerable es admitir un hecho casual en el más precioso acontecimiento de la historia del mundo. Ergo, la traición de Judas no fue casual; fue un hecho prefijado que tiene su lugar misterioso en la economía de la redención. Prosigue Runeberg: El Verbo, cuando fue hecho carne, pasó de la ubicuidad al espacio, de la eternidad a la historia, de la dicha sin límites a la mutación y a la muerte; para corresponder a tal sacrificio, era necesario que un hombre, en representación de todos los hombres, hiciera un sacrificio condigno. Judas Iscariote fue ese hombre. Judas, único entre los apóstoles, intuyó la secreta divinidad y el terrible propósito de Jesús. El Verbo se había rebajado a mortal; Judas, discípulo del Verbo, podía rebajarse a delator (el peor delito que la infamia soporta) y a ser huésped del fuego que no se apaga. El orden inferior es un espejo del orden superior; las formas de la tierra corresponden a las formas del cielo; las manchas de la piel son un mapa de las incorruptibles constelaciones; Judas refleja de algún modo a Jesús. De allí los treinta dineros y el beso; de ahí la muerte voluntaria, para merecer aún más la Reprobación. Así dilucidó Nils Runeberg el enigma de Judas.
Los teólogos de todas las confesiones lo refutaron. Lars Peter Engström lo acusó de ignorar, o de preterir, la unión hipostática; Axel Borelius, de renovar la herejía de los docetas, que negaron la humanidad de Jesús; el acerado obispo de Lund, de contradecir el tercer versículo del capítulo veintidós del evangelio de San Lucas.
Estos variados anatemas influyeron en Runeberg, que parcialmente reescribió el reprobado libro y modificó su doctrina. Abandonó a sus adversarios el terreno teológico y propuso oblicuas razones de orden moral. Admitió que Jesús, «que disponía de los considerables recursos que la Omnipotencia puede ofrecer», no necesitaba de un hombre para redimir a todos los hombres. Rebatió, luego, a quienes afirman que nada sabemos del inexplicable traidor; sabemos, dijo, que fue uno de los apóstoles, uno de los elegidos para anunciar el reino de los cielos, para sanar enfermos, para limpiar leprosos, para resucitar muertos y para echar fuera demonios (Mateo 10: 7-8; Lucas 9: 1). Un varón a quien ha distinguido así el Redentor merece de nosotros la mejor interpretación de sus actos. Imputar su crimen a la codicia (como lo han hecho algunos, alegando a Juan 12: 6) es resignarse al móvil más torpe. Nils Runeberg propone el móvil contrario: un hiperbólico y hasta ilimitado ascetismo. El asceta, para mayor gloria de Dios, envilece y mortifica la carne; Judas hizo lo propio con el espíritu. Renunció al honor, al bien, a la paz, al reino de los cielos, como otros, menos heroicamente, al placer. (17) Premeditó con lucidez terrible sus culpas. En el adulterio suelen participar la ternura y la abnegación; en el homicidio, el coraje; en las profanaciones y la blasfemia, cierto fulgor satánico. Judas eligió aquellas culpas no visitadas por ninguna virtud: el abuso de confianza (Juan 12: 6) y la delación. Obró con gigantesca humildad, se creyó indigno de ser bueno. Pablo ha escrito: «El que se gloria, gloríese en el Señor» (I Corintios 1: 31); Judas buscó el Infierno, porque la dicha del Señor le bastaba. Pensó que la felicidad, como el bien, es un atributo divino y que no deben usurparlo los hombres. (18)
Muchos han descubierto, post factum, que en los justificables comienzos de Runeberg está su extravagante fin y que Den hemlige Frälsaren es una mera perversión o exasperación de Kristus och_Judas. A fines de 1907, Runeberg terminó y revisó el texto manuscrito; casi dos años transcurrieron sin que lo entregara a la imprenta. En octubre de 1909, el libro apareció con un prólogo (tibio hasta lo enigmático) del hebraísta dinamarqués Erik Erfjord y con este pérfido epígrafe: «En el mundo estaba y el mundo fue hecho por él, y el mundo no lo conoció» (Juan 1: 10). El argumento general no es complejo, si bien la conclusión es monstruosa. Dios, arguye Nils Runeberg, se rebajó a ser hombre para la redención del género humano; cabe conjeturar que fue perfecto el sacrificio obrado por él, no invalidado o atenuado por omisiones. Limitar lo que padeció a la agonía de una tarde en la cruz es blasfematorio.(19)Afirmar que fue hombre y que fue incapaz de pecado encierra contradicción; los atributos de impeccabilitas y de humanitas no son compatibles. Kemnitz admite que el Redentor pudo sentir fatiga, frío, turbación, hambre y sed; también cabe admitir que pudo pecar y perderse. El famoso texto «Brotará como raíz de tierra sedienta; no hay buen parecer en él, ni hermosura; despreciado y el último de los hombres; varón de dolores, experimentado en quebrantos» (Isaías 53: 2-3), es para muchos una previsión del crucificado, en la hora de su muerte; para algunos (verbigracia, Hans Lassen Martensen), una refutación de la hermosura que el consenso vulgar atribuye a Cristo; para Runeberg, la puntual profecía no de un momento sino de todo el atroz porvenir, en el tiempo y en la eternidad, del Verbo hecho carne. Dios totalmente se hizo hombre hasta la infamia, hombre hasta la reprobación y el abismo. Para salvarnos, pudo elegir cualquiera de los destinos que traman la perpleja red de la historia; pudo ser Alejandro o Pitágoras o Rurik o Jesús; eligió un ínfimo destino: fue Judas.
En vano propusieron esa revelación las librerías de Estocolmo y de Lund. Los incrédulos la consideraron, a priori, un insípido y laborioso juego teológico; los teólogos la desdeñaron. Runeberg intuyó en esa indiferencia ecuménica una casi milagrosa confirmación. Dios ordenaba esa indiferencia; Dios no quería que se propalara en la tierra Su terrible secreto. Runeberg comprendió que no era llegada la hora. Sintió que estaban convergiendo sobre él antiguas maldiciones divinas; recordó a Elías y a Moisés, que en la montaña se taparon la cara para no ver a Dios; a Isaías, que se aterró cuando sus ojos vieron a Aquel cuya gloria llena la tierra; a Saúl, cuyos ojos quedaron ciegos en el camino de Damasco; al rabino Simeón ben Azaí, que vio el Paraíso y murió; al famoso hechicero Juan de Viterbo, que enloqueció cuando pudo ver a la Trinidad; a los Midrashim, que abominan de los impíos que pronuncian el Shem Hamephorash, el Secreto Nombre de Dios. ¿No era él, acaso, culpable de ese crimen oscuro? ¿No sería ésa la blasfemia contra el Espíritu, la que no será perdonada (Mateo 12: 31)? Valerio Sorano murió por haber divulgado el oculto nombre de Roma; ¿qué infinito castigo sería el suyo, por haber descubierto y divulgado el horrible nombre de Dios?
Ebrio de insomnio y de vertiginosa dialéctica, Nils Runeberg erró por las calles de Malmö, rogando a voces que le fuera deparada la gracia de compartir con el Redentor el Infierno.
Murió de la rotura de un aneurisma, el 1° de marzo de 1912. Los heresiólogos tal vez lo recordarán; agregó al concepto del Hijo, que parecía agotado, las complejidades del mal y del infortunio.

1944


Notas

(17) Borelius interroga con burla: «¿Por qué no renunció a renunciar? ¿Porqué no a renunciar a renunciar?».
(18) Euclydes da Cunha, en un libro ignorado por Runeberg, anota que para el heresiarca de Canudos, Antonio Conselheiro, la virtud «era una casi impiedad». El lector argentino recordará pasajes análogos en la obra de Almafuerte. Runeberg publicó, en la hoja simbólica Sju insegel, un asiduo poema descriptivo, El agua secreta; las primeras estrofas narran los hechos de un tumultuoso día; las úttimas, el hallazgo de un estanque glacial; el poeta sugiere que la perduración de esa agua silenciosa corrige nuestra inútil violencia y de algún modo la permite y la absuelve. El poema concluye así: «El agua de la selva es feliz; podemos ser malvados y dolorosos».
(19) Maurice Abramowicz observa: «Jésus, d'aprés ce scandinave, a toujours le beau rôle; ses déboires, grâce à la science des typographes, jouissent d'une réputabon polyglotte; sa résidence de trente-trois ans parmi les humains ne fut en somme, qu'une villégiature». Erfjord, en el tercer apéndice de la Christelige Dogmatik refuta ese pasaje. Anota que la crucifixión de Dios no ha cesado, porque lo acontecido una sola vez en el tiempo se repite sin tregua en la eternidad. Judas, ahora, sigue cobrando las monedas de plata; sigue besando a Jesucristo; sigue arrojando las monedas de plata en el templo; sigue anudando el lazo de la cuerda en el campo de sangre. (Erlord, para justificar esa afirmación, invoca el último capítulo del primer tomo de la Vindicación de la eternidad, de Jaromir Hladík)


En Ficciones (1941)
Foto: Hulton Archive / Getty Images 1982


29/10/14

Borges profesor. Clase 1: Los anglosajones. La poesía y las kennings






Genealogía de los reyes germánicos



La literatura inglesa comienza a desarrollarse a fines del siglo VII o a principios del VIII. De esa época son las primeras manifestaciones que poseemos, anteriores a las de las demás literaturas europeas. En las dos primeras bolillas vamos a tratar de esa literatura: de la poesía y la prosa anglosajonas. Será útil, para cubrir el material de estas bolillas, un libro que he escrito con la señorita Vázquez, llamado Literaturas germánicas medievales. Está en Editorial Falbo.19 Antes de continuar, deseo aclarar que este estudio que vamos a hacer lo desarrollaremos de acuerdo al punto de vista de la literatura, con referencia al medio económico, político o social sólo cuando sea necesario para la inteligibilidad del texto.
Empezamos entonces la primera bolilla, que trata de la épica y los anglosajones que llegaron a las Islas Británicas luego del abandono de éstas por las legiones romanas; se señala el siglo V, aproximadamente el año 449. Las islas británicas eran la colonia más alejada de Roma, la más septentrional y habían sido conquistadas hasta Caledonia, actual territorio escocés, donde vivían los pictos, pueblo de origen celta separado del resto de Bretaña por la muralla de Adriano. Al sur habitaban los celtas convertidos al cristianismo y los romanos. En las ciudades, la gente culta hablaba latín; las clases bajas hablaban diversos dialectos gaélicos. Los celtas eran un pueblo que ocupaba los territorios de Iberia, Suiza, Tirol, Bélgica, Francia y Bretaña. La mitología que poseían fue borrada por la acción de los romanos y de las invasiones bárbaras, a no ser en los territorios de Gales y en Irlanda, donde se salvaron algunos restos de ella.
En el año 449, Roma se desintegra y retira las legiones de Bretaña. Éste fue un acontecimiento importantísimo, porque el país quedó sin la defensa con que contaba y expuesto a los ataques de los pictos por el norte y de los sajones por el este. Se supone que estos últimos eran una confederación de pueblos piratas, ya que como pueblo no están incluidos en la Germania de Tácito. Eran «germanos del mar», afines a los posteriores vikings. Habitaron en el Rhin bajo y en los Países Bajos. Los anglos vivían en el sur de Dinamarca y los jutos, como lo dice su nombre, en Jutlandia. Y ocurrió entonces que a un jefe celta, britano, al ver que el sur y el oeste estaban amenazados por los piratas, se le ocurrió usar a los unos contra los otros. A este fin, llamó a los jutos para que lo ayudaran en la lucha con los pictos. Y es entonces que llegan dos jefes germanos, Hengest,20 cuyo nombre significa «potro», y Horsa, cuyo nombre significa «yegua».
«Germanos» es, entonces, el nombre de una serie de tribus con diversos gobiernos y que hablaban dialectos afines, que luego originaron las actuales lenguas danesa, alemana, inglesa, etc. Tenían mitologías comunes, de las que se ha salvado solamente la escandinava, en el punto más alejado de Europa: Islandia. Conocemos por esta mitología salvada en las Eddas21 algunas correspondencias: por ejemplo, el Odín escandinavo era el Wotan alemán y el Woden inglés. Los nombres de los dioses han quedado en los días de la semana, que se tradujeron del latín al inglés antiguo: Monday, lunes, día de la luna, «moon»; martes, día de Marte, es Tuesday, día del dios germano de la guerra y de la gloria; miércoles, día de Mercurio, se asimiló a Woden en Wednesday; el día de Jove, jueves, dio Thursday, día de Thor, con el nombre escandinavo; el día de Venus es Friday, la Frija alemana, Frig en Inglaterra, la diosa de la belleza; Saturday es el día de Saturno; el domingo, día del señor —cosa que se ve en el italiano, «domenica»— quedó como el día del sol: Sunday.
De las mitologías sajonas queda poco. Como sabemos, en Escandinavia se adoraba a las valquirias, divinidades guerreras que volaban y llevaban el alma de los guerreros muertos al paraíso; y sabemos que también fueron veneradas en Inglaterra gracias a un proceso del siglo IX, en el que una vieja fue acusada de ser una valquiria. Es decir que estas mujeres guerreras que en sus caballos voladores llevaban al paraíso a los muertos, fueron transformadas por el cristianismo en brujas. Así, en el concepto común, los viejos dioses fueron interpretados como demonios.
Si bien no existía una unidad política germana, esos pueblos reconocían una unidad de otro tipo, nacional. Así a los extranjeros se los llamaba «wealh», que luego da en el inglés «welsh», que se aplica a los galeses. Queda esta palabra también en el nombre «Galicia», «galo», etc. Es decir que aplicaban este nombre a todo aquel que no fuera germano. El jefe celta Vortigern llamó a los jutos en su ayuda. Éstos partieron en sus naves a remo —no tenían mástiles—y desembocaron en el condado de Kent. Inmediatamente emprendieron la guerra y derrotaron a los pictos con gran facilidad. Y tan fácil lo hicieron que pensaron en ocupar el país. No se puede, en realidad, hablar de una invasión armada, porque esta conquista fue llevada a cabo casi pacíficamente. Inmediatamente después se forma el primer reino germánico de Inglaterra, regido por Hengest. Se fueron formando así multitud de pequeños reinos. Al mismo tiempo, los germanos abandonaron en masa los territorios del sur de Dinamarca y Jutlandia y fundaron Northumbria, Wessex, Bernicia. Toda esta muchedumbre de pequeños reinos se convirtió un siglo después al cristianismo, por la acción de monjes venidos de Roma y de Irlanda. Estas acciones, en principio complementadas, llegaron a crear rivalidades entre los monjes de las dos procedencias. Acerca de esta conquista espiritual hay varios detalles para subrayar, primeramente la manera en que recibieron a Cristo los paganos. Cuenta Beda el Venerable22 de un rey que tenía dos altares: uno dedicado a Cristo y otro para los demonios.23 Estos demonios son, sin duda alguna, los dioses germánicos.
Aquí se presenta otro problema. Los reyes germánicos descendían directamente de los dioses. No había cómo negarle a un jefe que rindiese homenaje a sus antepasados. Así que los sacerdotes cristianos que fueron encargados por su cultura de redactar las genealogías de los reyes —algunas han llegado a nosotros—, se encontraron en el dilema de no contradecir a los reyes y, al mismo tiempo, de no negar la Biblia. La solución que encontraron fue realmente curiosa. Tenemos que notar que para los antiguos el pasado se remontaba no más allá de quince o veinte generaciones: no podían ellos concebir un pasado en la extensión con que lo concebimos nosotros. Así que en estas genealogías, luego de unas cuantas generaciones, vemos el entronque con los dioses, que a su vez se entroncaban con los patriarcas hebreos. Así que, por ejemplo, el bisabuelo es Odín, el cual es nieto de algún patriarca. Y luego se remontan directamente a Adán. Como máximo, su concepción del pasado llegaba a quince generaciones, o poco más.
La literatura de estos pueblos abarca muchos siglos. Se ha perdido en grandísima parte. Por Beda el Venerable la fechamos como desde mediados del siglo V. Y desde el año 449 hasta el año 1066, en que se libró la batalla de Hastings, de todo ese gran período, sólo nos quedan cuatro códices y poco más.24 El primero, el Códice de Vercelli, fue encontrado en el monasterio del mismo nombre, en el norte de Italia, en el siglo pasado. Es un cuaderno en anglosajón, que se supone fue llevado por peregrinos ingleses que volvían de Roma y que, afortunadamente para nosotros, olvidaron en el convento este manuscrito. Hay otros códices: la Crónica anglosajona, una traducción de Boecio, de Orosio, leyes, un «Diálogo de Salomón y Saturno».25 Y nada más. Están luego las epopeyas. El famoso Beowulf, composición de más de 3.200 versos, supondría, quizás, otras epopeyas desaparecidas. Pero éstas son absolutamente hipotéticas. Además, dado que, luego de la proliferación de cantos breves y a partir de éstos, se forma la epopeya, es lícito suponer que ésta pueda estar aislada.
La poesía es, en todos los casos, anterior a la prosa. Parecería que el hombre canta antes de hablar. Pero hay otras razones muy importantes. Un verso, una vez compuesto, actúa como modelo. Se lo repite una y otra vez y llegamos al poema. En cambio, la prosa es mucho más complicada, requiere un esfuerzo mayor. Además, no debemos olvidar la virtud mnemónica del verso. Así, en la India, los códigos están en verso.26 Supongo que han de tener algún valor poético, pero no están escritos en verso por eso sino simplemente porque en esa forma es más fácil recordarlos.
Debemos ver bien lo que significa «verso». Esta palabra tiene un sentido muy elástico. No es la misma concepción en todos los pueblos ni en todas las épocas. Por ejemplo, nosotros pensamos en verso isosilábico y rimado; los griegos pensaban en verso entonado, caracterizado por el paralelismo, frases que se balancean. Pero nada de esto es el verso germánico. Fue difícil encontrar la ley de construcción de estos versos, porque en los códices no están —como lo hacemos nosotros— escritos uno bajo el otro, sino que se encuentran escritos en forma corrida. Además, no hay signos de puntuación. Pero de todas maneras, al fin se encontró que en cada verso hay tres palabras cuya primera sílaba es tónica y que estaban aliteradas. Se han encontrado rimas, pero son casuales: el que escuchara esa poesía seguramente no las oiría. Y digo el que las escuchara, porque eran poemas para ser leídos o cantados con acompañamiento de arpa. Con respecto al verso aliterado, un germanista dice que tiene la ventaja de configurar una unidad. Pero debemos agregar su desventaja y es que no permite la estrofa. En efecto, si en castellano nosotros escuchamos el juego de rimas, éstas nos conducen a esperar la conclusión; esto es, si en un cuarteto se empieza con rima en «-ía», siguen dos versos con «-aba», esperamos que el cuarto sea también en «-ía». Pero con la aliteración no ocurre así. Al cabo de unos cuantos versos, el sonido del primero, por ejemplo, ha desaparecido de nuestra mente y así la sensación de estrofa desaparece. La rima, en cambio, permite la agrupación en estrofas.
Un recurso que los poetas germánicos descubrieron tardíamente y que utilizaron poco fue el estribillo. Pero la poesía había desarrollado otro instrumento poético de jerarquía: éste está representado por los kennings,27 metáforas descriptivas, cristalizadas. Porque como los poetas hablaban siempre de las mismas cosas, tocaban los mismos temas siempre —esto es: la lanza, el rey, la espada, la tierra, el sol— y éstas eran palabras que no empezaban con la misma letra, debieron buscar un recurso. La poesía era, como digo, solamente épica. No existía la poesía erótica. La poesía sentimental aparecerá mucho después, en el siglo IX, con las elegías anglosajonas. Así que en la poesía, que era solamente épica, para nombrar esas cosas cuyos nombres no empezaban con la misma letra, se formaron palabras compuestas. Este tipo de formaciones son absolutamente posibles y usuales en las lenguas germánicas. Y luego se dieron cuenta de que esas palabras compuestas podían perfectamente ser utilizadas como metáforas. Así fue que comenzaron a llamar al mar «camino de la ballena», «camino de las velas» o «baño del pez»; llamaron a la nave «potro del mar» o «ciervo del mar» o «jabalí de las olas», siempre usando nombres de animales; como regla general, sentían a la nave como un ser vivo. Al rey se lo llamó «pastor del pueblo» y también —esto seguramente por los juglares, para su beneficio— «generoso de anillos». Estas metáforas, algunas de las cuales son hermosas, se utilizaron como lugares comunes. Todos las usaban y todos las entendían.
En Inglaterra, los poetas acabaron por darse cuenta, sin embargo, de que estas metáforas —algunas de las cuales, repito, eran muy hermosas, como aquella que hablaba del pájaro diciéndole «guardián del verano»— llegaban a trabar la poesía, así que paulatinamente las abandonaron. Pero en cambio, en Escandinavia, se las llevó a su último grado de desarrollo: se hicieron metáforas de metáforas, mediante combinaciones sucesivas. Así que si nave era «caballo del mar» y mar era «campo de la gaviota», entonces la nave sería «el caballo del campo de la gaviota». Y ésta es una metáfora, por así decirlo, de primer grado. Como el escudo era la «luna de los piratas» —los escudos eran redondos, hechos de madera— y la lanza era la «serpiente del escudo», ya que lo destruía, entonces la lanza sería la «serpiente de la luna de los piratas».
Evolucionando así, se llegó a una poesía complicadísima, oscura. Por supuesto, esto se dio en la poesía culta, en los medios más altos de la sociedad. Y como estos poemas eran recitados o cantados, se suponía que las metáforas primeras, las que sirven de base, ya eran conocidas por el público. Conocidas y muy conocidas, casi identificadas con la palabra. Pero sea como sea, llegaron a ser oscurísimas, tanto que hay que hacer un verdadero acertijo para reconocerlas en su sentido real. Tanto es así que transcriptores de siglos posteriores, en otras versiones de los mismos poemas que tenemos, demuestran no entenderlas. Una bastante simple, como ésta: «el cisne de la cerveza de los muertos», a nosotros, cuando nos la presentan, no sabemos interpretarla. Así que si la desglosamos y vemos que «la cerveza de los muertos» significa la sangre y que el «cisne de la sangre», es decir el ave de la muerte, es el cuervo, tenemos que «el cisne de la cerveza de los muertos» significa simplemente «cuervo». Y en Escandinavia se hicieron así poemas enteros y con una complejidad cada vez mayor. Pero esto no ocurrió en Inglaterra. Las metáforas se mantuvieron en primer grado, sin avanzar más allá.
Con respecto al uso de la aliteración, es curioso notar que, si en un verso aparecen las palabras tónicas que comienzan por vocales distintas entre sí, el verso se considera igualmente aliterado. Si en un verso hay una palabra con vocal «a», otra con «e» y otra con «i», están aliteradas. En realidad, no podemos saber exactamente cómo se pronunciaban las vocales en el anglosajón. El inglés antiguo era, sin duda, de un sonido más abierto y más sonoro que el actual. El actual se construye con las consonantes actuando como cumbres de la sílaba. En cambio, el anglosajón o inglés antiguo —ambas palabras son sinónimas—28 era de carácter eminentemente vocálico.
El léxico del anglosajón era, por lo demás, absolutamente germánico. Antes de la conquista normanda, la única influencia de interés que pueda registrarse es la entrada de unas quinientas palabras aproximadamente, que fueron tomadas del latín. Estas palabras eran religiosas sobre todo o, si no, conceptos que no existían anteriormente en esos pueblos.
En cuanto a la conversión de los germanos, cabe decir que a los germanos politeístas no les fue difícil aceptar otro dios: uno más no es nada. Pero a nosotros, por ejemplo, aceptar el paganismo politeísta nos sería bastante difícil. A los germanos, no; en un principio Cristo no fue más que un dios nuevo. El problema de la conversión, además, no ofrecía grandes dificultades. La conversión no era, como sería actualmente, individual, sino que, convertido el rey, se convertía todo el pueblo.
Las palabras que encontraron cabida en el anglosajón por representar conceptos nuevos fueron aquellas tales como «emperador», noción que ellos no poseían. Aún ahora, la palabra alemana «kaiser», que tiene esa significación, viene de la latina «caesar». En efecto, los germanos, en general, conocían bien a Roma. La reconocían como una cultura superior y la admiraban. Por eso, la conversión al cristianismo significaba la conversión a una civilización superior. Era un incontrastable atractivo, sin duda.
En la próxima clase veremos el Beowulf, poema del siglo VII, el más antiguo de toda la épica, anterior al Poema del Cid, del siglo XI o X, y a la Chanson de Roland,29 un siglo anterior al Cidy al Nibelungenlied.30 Es la más antigua epopeya de todas las literaturas europeas. Luego proseguiremos con el «Fragmento de Finnsburh».


Sin fecha, probablemente 15/10/1966 31



Notas


 19 Borges se refiere aquí a la primera edición de Literaturas germánicas medievales, publicada en Buenos Aires en 1965 por Falbo Librero Editor. Este libro, escrito en colaboración con María Esther Vázquez, es una versión revisada de Antiguas literaturas germánicas, escrito originariamente en colaboración con Delia Ingenieros y publicado en la colección Breviarios por el Fondo de Cultura Económica, México, 1951. Hay edición de Emecé Editores, Buenos Aires, 1978 y 1996.

20 A lo largo de las clases, Borges nombra alternativamente a este personaje legendario como «Hengest» y «Hengist». A fin de simplificar la comprensión del texto, se escribe de aquí en más «Hengest».

21 Se llama Eddas a las dos antologías de mitología y leyendas de la antigua literatura de Islandia. La Edda menor o prosaica fue escrita alrededor del año 1300 por el historiador islandés Snorri Sturluson (ver nota 121). Se trata de un manual de poesía escáldica. La primera parte, titulada Gylfaginning, «La alucinación de Gylfi», ha sido traducida por Borges al castellano (Alianza Editorial, Madrid, 1984). La segunda se denomina Skaldskaparmal, «El lenguaje de la poesía escáldica», y trata largamente de las kennings. La tercera, cuyo nombre es Háttatal o «Enumeración de los haettin, ejemplifica las formas métricas que Snorri conocía. La Edda mayor o poética, de autor anónimo, es una colección de poemas heroicos y mitológicos; fue escrita en la segunda mitad del siglo XIII, pero los cantares que contiene son muy anteriores y se cree que fueron compuestos entre los siglos VIII y XI. El trabajo de recopilación llevado a cabo por Snorri Sturluson y el anónimo autor de la Edda poética logró salvar para nosotros, en un grado considerable, la mitología, las leyendas y los métodos de composición poética de la antigua Islandia. En las demás naciones germánicas, este material ha desaparecido por completo o se ha salvado sólo de manera extremadamente fragmentaria: Borges lamenta más de una vez «el tratado de mitología sajona que Beda no escribió». Las Eddas constituyen la fuente más detallada y abarcadora de mitología germánica que sobrevive hasta nuestros días.

22 Beda el Venerable, historiador, teólogo y cronista anglosajón (673-735). Fue una de las figuras más eruditas de la Edad Media europea. Su obra más conocida es la Historia Ecclesiastica Gentis Anglorum (Historia eclesiástica de la nación inglesa), pero su producción incluye muchas otras obras de carácter científico, teológico e histórico. Beda pasó la mayor parte de su vida en el monasterio de St. Paul en Jarrow y era reconocido en vida tanto por su erudición como por su carácter piadoso. En 1899 Beda fue canonizado; el día de su santo es el 25 de mayo. Borges desarrolla los puntos fundamentales de su vida en Literaturas germánicas medievales, OCC págs. 882-885.

23 Se trata de Raedwald, Rey de Anglia Occidental (falleció c. 624), para quien se cree posible que haya sido realizado el entierro de Sutton Hoo. Beda el Venerable escribe: «Raedwald había sido admitido al sacramento de Cristo en Kent, pero en vano; pues a su regreso a casa, fue seducido por su mujer y ciertos maestros perversos y se apartó de la sinceridad de sus creencias y así su situación posterior fue peor que la anterior, ya que, como los antiguos samaritanos, parecía servir al mismo tiempo a Cristo y a los dioses a los que antes había servido; y en el mismo templo tenía un altar para ofrecer sacrificios a Cristo y otro, más pequeño, para ofrecer víctimas a los demonios» (Historia Ecclesiastica Gentis Anglorum, Libro II, cap. XV). Este fragmento parece haber impresionado especialmente a Borges, ya que lo incluye, con algunos leves cambios, bajo el título «Por si acaso» en su libroCuentos breves y extraordinarios, escrito en colaboración con Adolfo Bioy Casares.

24 Borges se refiere a los cuatro códices que contienen la mayor parte de la poesía anglosajona que ha llegado hasta nuestros días. Estos códices son: a) Cotton Vitellius A. XV, que se guarda en el Museo Británico y contiene los poemas de Beowulf y Judith; b) Junius II, en la Biblioteca Bodleiana de la Universidad de Oxford, contiene los poemas del «Génesis», el «Éxodo», «Daniel» y «Cristo y Satán»; c) el Codex Exoniensis o Libro de Exeter, en la catedral de ese mismo nombre, que contiene las elegías «The Wanderer», «The Seafarer» y «The Ruin», las adivinanzas y varios poemas menores; d) el Codex Vercellensis o Libro de Vercelli, que Borges menciona y que se encuentra aún en la biblioteca de la catedral de Vercelli, cerca de Milán, y contiene entre otros poemas «La visión de la Cruz». Sobreviven además alrededor de cuatrocientos manuscritos que contienen textos en anglosajón en prosa, hecho que Borges omite mencionar aquí pero que sí hace explícito a comienzos de la clase 6.

25 Una traducción del diálogo en prosa de Saturno y Salomón aparece bajo el título «Un diálogo anglosajón del siglo XI» en su Breve antología anglosajona, libro escrito en colaboración con María Kodama en 1978, e incluido en las Obras completas en colaboración.

26 Borges se refiere seguramente a los Dharmashastras, derivados en verso de los Dharmasutras, «libros de la ley» de la religión hindú. Los Dharmasutras son manuales de conducta y consisten en máximas que rigen los distintos aspectos de la vida humana —legales, sociales, vitales y éticos— desde un punto de vista religioso. Delimitan, entre otras cosas, el sistema de castas y el rol de cada persona en la sociedad de acuerdo a su edad, género y status social. Los Dharmasutras fueron compuestos originariamente en prosa pero con el tiempo se les fueron agregando estrofas ilustrativas a continuación de cada máxima. Esto dio lugar finalmente a la aparición de códigos compuestos en verso, llamados Dharmashastras. Hoy se utiliza a menudo este último término para referirse colectivamente al conjunto de leyes y reglas que gobiernan la conducta en la religión hindú.

27 Sobre este tema, Borges se explaya también en su ensayo «Las kenningar», del libro Historia de la eternidad. Allí utiliza la forma plural escandinava kenningar, mientras que en estas clases parece haber optado por el plural kennings.

28 Los antiguos habitantes germánicos de Inglaterra llamaban a su propio idioma englisc. Durante los siglos XVII y XVIII se utilizó para nombrar a esta lengua en inglés el término Anglo-Saxon, adaptado del latín anglo-saxonicus. En 1872, el filólogo Henry Sweet aclaró, en su prefacio a una edición de textos del rey Alfred, que utilizaría el término «inglés antiguo» (Old English) para referirse al «estado puro y flexional de la lengua inglesa, conocida comúnmente por el título bárbaro y falto de sentido de “anglosajón” (Anglo-Saxon)». Para la época en que Sweet escribiera estas líneas, la filología inglesa gozaba de un prestigio eminentemente anticuario. El término «inglés antiguo» pretende evocar —con fines tanto patrióticos como filológicos— un continuo lingüístico y cultural que va desde la época medieval temprana hasta la forma actual y moderna de la lengua inglesa.

29 Chanson de Roland, la más conocida de las chansons de geste francesas, escrita alrededor del año 1100. Describe la batalla de Roncesvalles, ocurrida en el año 778 y las hazañas de Roland, caballero de la corte de Carlomagno.

30 El Nibelungenlied o «Cantar de los Nibelungos» es un poema épico escrito alrededor del año 1200 en idioma alto alemán. Muchos de los hechos e historias que el poema relata, sin embargo, pertenecen a épocas muy anteriores y aparecen luego en la Vólsungasaga y en los cantares de la Edda Mayor o Poética de la literatura antigua escandinava. Wagner se basó en estas tres fuentes para componer su ciclo Der Ring der Nibelungen. Borges analiza y traduce fragmentos del «Cantar de los Nibelungos» en Literaturas germánicas medievales, OCC 910-915.

31 Esta es una de las tres clases sin indicación de fecha. Borges daba clase los lunes, miércoles y viernes. Considerando que la primera clase tuvo lugar el viernes 14 y la tercera clase, el lunes 17 y que obviamente no se dictan clases los domingos, es lícito suponer que esta clase tuvo lugar el sábado 15 de octubre, quizá reponiendo una clase perdida el miércoles 12 de octubre, que fue feriado, o la del miércoles 19 de octubre, que tal vez se sabía que no se dictaría por alguna razón circunstancial.





En Borges profesor 
Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires
Edición, investigación y notas: Arias, Martín & Hadis, Martín 
© María Kodama, 2000 
Foto: Borges, Bs.As., 1973 © Horacio Villalobos-Corbis


28/10/14

Jorge Luis Borges: La dicha






El que abraza a una mujer es Adán. La mujer es Eva.
Todo sucede por primera vez.
He visto una cosa blanca en el cielo. Me dicen que es la luna, pero
         qué puedo hacer con una palabra y con una mitología.
Los árboles me dan un poco de miedo. Son tan hermosos.
Los tranquilos animales se acercan para que yo les diga su nombre.
Los libros de la biblioteca no tienen letras. Cuando los abro surgen.
Al hojear el atlas proyecto la forma de Sumatra.
El que prende un fósforo en el oscuro está inventando el fuego.
En el espejo hay otro que acecha.
El que mira el mar ve a Inglaterra.
El que profiere un verso de Liliencron ha entrado en la batalla.
He soñado a Cartago y a las legiones que desolaron a Cartago.
He soñado la espada y la balanza.
Loado sea el amor en el que no hay poseedor ni poseída, pero los dos se entregan.
Loada sea la pesadilla, que nos revela que podemos crear el infierno.
El que desciende a un río desciende al Ganges.
El que mira un reloj de arena ve la disolución de un imperio.
El que juega con un puñal presagia la muerte de César.
El que duerme es todos los hombres.
En el desierto vi la joven Esfinge, que acaban de labrar.
Nada hay tan antiguo bajo el sol.
Todo sucede por primera vez, pero de un modo eterno.
El que lee mis palabras está inventándolas.


En La cifra (1981)


27/10/14

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: La memoria ("En diálogo", I, 36)






Osvaldo Ferrari: Hablamos hace poco, Borges, de su personaje Funes y de la memoria, y recordábamos ese apelativo "el memorioso", que yo le he dicho que a veces se le aplica a usted, que lo inventó, en Buenos Aires, en los últimos tiempos.

Jorge Luis Borges: Con toda injusticia, ya que mi memoria ahora es una memoria... de citas de páginas de versos leídos; pero en cuanto a mi historia personal, bueno —será que yo la he transformado en fábula o he tratado de urdir fábulas con ella—, pero si usted me pregunta algo sobre mi vida, yo me equivoco. Sobre todo en lo que se refiere a los viajes y al orden cronológico de esos viajes. En lo que se refiere a fechas, fuera del año cincuenta y cinco... bueno, eso está vinculado, desde luego, a la revolución, de la que esperamos tanto y que nos dio bastantes cosas también. Al hecho de perder la vista. Y luego, me hicieron director de la Biblioteca Nacional ese año, en el cincuenta y cinco; de modo que se trató de hechos muy graves, algunos sobre todo para mí. Pero fuera de eso, mi memoria es más bien una memoria de citas. Creo haber recordado alguna vez aquella ocupación melancólica de Emerson, que se refiere a un texto que se llama Quotations (Citas) y dice: "Y la vida misma se convierte en una cita". Es un poco triste, uno llega a ver la propia vida, los dolores, las desdichas propias; uno llega a verlas... y entre comillas, digamos. Y es terrible, ¿no? Bueno, pues mi vida es un poco así ya para mi falible memoria: una serie de citas. Pero quizá, ya que yo nunca he estudiado nada de memoria, esas citas son citas de textos que se han impuesto a mi memoria. Que me han emocionado hasta tal punto que son inolvidables ahora. Y también tengo recuerdos de versos tan malos que son inolvidables.

—(Ríe.) Habría algunas conjeturas posibles respecto de su memoria, de lo que podríamos llamar su memoria literaria en este caso.

—Bueno, yo creo que convendría no olvidar lo que dijo el filósofo francés Bergson, que afirmó que la memoria es selectiva, es decir, la memoria elige. Naturalmente si las personas son o tienen un temperamento patético, tienden a recordar las desdichas, ya que las desdichas les sirven para sus propósitos de elocuencia patética. Pero, como yo no soy patético, o trato de no ser patético, olvido los males y el recuerdo de las desdichas. Y aquí hay una cita inevitable del Martín Fierro que dice:

"Sepan que olvidar lo malo
también es tener memoria."

Ahora, yo creo que la memoria requiere el olvido. En cuanto a la justificación de ese parecer, precisamente en ese cuento mío "Funes el memorioso" —claro que es un caso hipotético el de Funes: un hombre abrumado por una memoria infinita— él recuerda cada instante, no recuerda a una persona sino cada una de las veces que la vio, recuerda si la vio de frente, de perfil, de medio perfil. Recuerda la hora del día en que la vio; es decir, recuerda tantas circunstancias que es incapaz de generalizar, es incapaz de pensar —ya que, bueno, el pensamiento requiere abstracciones, y esas abstracciones se hacen olvidando pequeñas diferencias y uniendo las cosas según las ideas que contienen—. Y mi pobre Funes es incapaz de todo ello, y muere abrumado por esa memoria infinita. Muere muy joven creo recordar.

—Claro, y por eso la conjetura pasa por allí justamente: usted dice que la memoria exige de alguna manera el olvido; entonces, ¿la memoria literaria de Borges puede sentirse a veces —en esto lo consulto— abrumada como la de Funes, y necesitar la conversación para mitigar su peso?

—Y... en todo caso, me gusta mucho conversar. Claro que me gusta recordar también. Ahora, he llegado a olvidar —creo haberle dicho otra vez— que yo he repetido el mismo concepto en distintas formas y no me he dado cuenta de eso: hay cuentos míos que, en todo caso, pueden ser juzgados como variaciones de otros.

—El olvido creativo y la memoria creativa.

—Sí, un olvido y una memoria creativa. No sé si le hablé de aquellos dos sonetos sobre el ajedrez, sobre el cuento "Las ruinas circulares", y sobre un poema cuyos infinitos eslabones son tigres. Bueno, y esos tres casos corresponden exactamente a la misma idea. Pero yo no me di cuenta de eso. Y luego hay otro tema, que yo repito con variaciones —con variaciones tan variadas que no me doy cuenta de que estoy repitiéndolo— y es el de algo precioso; el de un don precioso que resulta terrible, intolerable. Precisamente hace un momento hemos recordado la memoria infinita de Funes —una memoria infinita parece un don, sin embargo, mata a quien la posee, o a quien es poseído por ella—. Esa vendría a ser la misma idea de "El Aleph": aquel punto donde convergen todos los puntos del espacio, que puede abrumar a un hombre. Y otro cuento "El Zahir": un objeto inolvidable que, al ser inolvidable y al estar, entonces, el protagonista, recordándolo continuamente, no puede por ello pensar en otra cosa; se vuelve loco o está a punto de volverse loco cuando escribe el cuento. Es la misma idea, o bien "El libro de arena": un libro infinito, también resulta atroz para quien lo tiene. De modo que vendrían a ser variaciones sobre el mismo tema: un objeto precioso, un don precioso que resulta terrible. Y sin duda escribiré otros cuentos con el mismo argumento, o, mejor dicho, ya he escrito uno para mi próximo libro: La memoria de Shakespeare, que se trata de un erudito alemán que posee o que es poseído por la memoria personal de Shakespeare —por la memoria de Shakespeare pocos días antes de su muerte— y que al final está como inundado por esa memoria infinita, y tiene que transferírsela a otro antes de volverse loco. Es decir, es el mismo cuento y yo voy ensayando variaciones. Pero quizá la literatura universal sea una serie de variaciones sobre el mismo tema. Sobre todo acerca del tema de amantes separados, o de amantes que se encuentran y se desencuentran. Bueno, ése es un tema infinito.

—Esas variaciones pueden llevar a una mayor perfección del cuento, pero, lo que quiero preguntarle es si usted ha sentido, a la manera de Funes, miedo frente a su memoria alguna vez.

—No, porque mi memoria elige; ha elegido algunos hechos, y ha tratado de olvidar los hechos adversos.

—Y la memoria literaria, digamos, ¿no ha sido de ninguna manera abrumadora en su caso?, o ¿usted no lo sintió así?

—No, tengo que pasar alguna parte de mi tiempo solo; entonces, tendido en la cama empiezo a recitar estrofas. Sobre todo estrofas de Verlaine, estrofas de Swinburne, estrofas de Almafuerte también; muchos sonetos de Quevedo —que no sé si me gustan, pero que en todo caso son inolvidables para mí—, un soneto de Banchs que siempre repito: el soneto del espejo, y algún poema de Juan Ramón Jiménez. Y además, bueno, por qué no de poetas latinos, de poemas anónimos sajones...

—De modo que su memoria sería una compañía permanente para usted.

—Y... de algún modo es una antología.

—Claro.

—Aunque yo sé que las mejores antologías son las que hace el tiempo. Si usted considera una antología, digamos Las cien mejores poesías líricas de la lengua castellana de Menéndez y Pelayo. En principio está bien, porque son poesías elegidas por el tiempo —aunque el tiempo también se equivoca, ya que no creo que entre las mejores poesías de la lengua castellana esté "Érase un hombre a una nariz pegado" de Quevedo, por ejemplo, o "La vaquera de la Finojosa" del Marqués de Santillana; que son más bien dignas de olvido y de perdón—. Bueno, pero más o menos la antología está bien hasta que uno llega al presente, entonces, naturalmente Menéndez y Pelayo tiene que pensar en sus colegas, en los contemporáneos, y nos encontramos con poetas hoy felizmente olvidados (ríen ambos). Curiosamente Menéndez y Pelayo escribía mejores versos que sus amigos, los españoles contemporáneos, pero no se incluyó en la antología. Otro aspecto particular del caso de Menéndez y Pelayo: nadie lo recuerda como poeta. Bueno, Homero Guglielmini sabía de memoria la larga epístola a Horacio de Menéndez y Pelayo. Yo no la sé de memoria, pero recuerdo algunos versos felices, y alguno misteriosamente feliz; salvo que la excelencia literaria es siempre misteriosa, es siempre inexplicable. Yo recuerdo estos dos pasajes. Uno es muy breve, es una línea: "La náyade en el agua de la fuente". Eso es muy grato, no hay ninguna metáfora, hay una imagen desde luego, pero la idea de la imagen visual de la náyade en el agua de la fuente parece trivial, parece que lo importante son las palabras, ¿no?

—Es sencillo y directo.

—Sí, y luego aquel otro que habla de, bueno, del rapto de Europa por Júpiter; que toma la forma de un toro y se la lleva nadando. Dice:

"Que el níveo toro a la de cien ciudades
Creta, conduzca la robada ninfa."

Ahora, "níveo" es una trivialidad, y sin duda "Creta, la de cien ciudades" es una traducción del nombre griego de Creta. Pero, queda bien el hipérbaton; la inversión.
La palabra "conduzca" no es feliz, pero no importa; está llevada por la corriente del verso, por el ímpetu del verso. Y sin embargo, la gente lo recuerda ahora a Menéndez y Pelayo, bueno, como historiador de la literatura, como crítico (era un crítico muy arbitrario, sobre todo él negaba todo lo extranjero y exaltaba lo español). Un poco a la manera de Ricardo Rojas en la Historia de la literatura argentina. Salvo que esa literatura argentina era un poco conjetural; en fin, se me ocurre que el trabajo de Menéndez y Pelayo era más serio. A pesar de eso, recuerdo una broma de Groussac sobre Menéndez y Pelayo. Éste había publicado una Historia de la filosofía española; y decía Groussac: "Título un poco abrumador, pero que corrige la severidad del sustantivo filosofía con la sonrisa del epíteto español" (ríe). Eso está en uno de los mejores libros de Groussac, y creo que no se ha traducido al castellano: Un enigme litteraire (Un enigma literario) sobre lo que se ha llamado el falso Quijote, o la continuación del Quijote, que alguien escribió, y que llevó a Cervantes a escribir —felizmente para él y para nosotros— la segunda parte del Quijote. Que yo sepa, ese libro no ha sido traducido, y es uno de sus mejores libros —él lo escribió en su idioma, en francés—. Groussac quien veía su destino como frustrado: él hubiera querido ser un gran escritor francés, y llegó a ser un escritor, digamos célebre, aquí. Pero, como él observó entonces —y eso ya no sería cierto ahora—: "Ser famoso en América del Sur no es dejar de ser un desconocido". Ahora, en cambio, ser de América del Sur es ser famoso, yo diría, ¿no? (ríen ambos), después de lo que se ha llamado el "boom" latinoamericano.

—En cierto sentido...

—Sí, pero Groussac en su tiempo todavía podía sentir...

—Inversamente.

—Sí, inversamente sentía que la América del Sur era un rincón un poco olvidado del planeta. Y ahora quizá es demasiado recordado; ya que nos atribuyen continuamente virtudes, que no sé si son ciertas, y que en mi caso son inmerecidas.

—(Ríe.) De manera, Borges, que la memoria sería una grata compañera, que además nos da la posibilidad de crear.

—Y nos da la posibilidad de haber conversado durante un cuarto de hora, yo creo (ríe), lo cual no es menos precioso en este día.

—(Ríe.) Más o menos eso, más o menos quince minutos.



En diálogo, I, 36
Prólogo, por Jorge Luis Borges (1985)
Prólogo, por Osvaldo Ferrari (1998)
Fuente foto original color s-d

26/10/14

Jorge Luis Borges: La doctrina de los ciclos





Esa doctrina (que su más reciente inventor llama del Eterno Retorno) es formulable así:
El número de todos los átomos que componen el mundo es, aunque desmesurado, finito, y sólo capaz como tal de un número finito (aunque desmesurado también) de permutaciones. En un tiempo infinito, el número de las permutaciones posibles debe ser alcanzado, y el universo tiene que repetirse. De nuevo nacerás de un vientre, de nuevo crecerá tu esqueleto, de nuevo arribará esta misma página a tus manos iguales, de nuevo cursarás todas las horas hasta la de tu muerte increíble. Tal es el orden habitual de aquel argumento, desde el preludio insípido hasta el enorme desenlace amenazador. Es común atribuirlo a Nietzsche.
Antes de refutarlo —empresa de que ignoro si soy capaz— conviene concebir, siquiera de lejos, las sobrehumanas cifras que invoca. Empiezo por el átomo. El diámetro de un átomo de hidrógeno ha sido calculado, salvo error, en un cien millonésimo de centímetro. Esa vertiginosa pequeñez no quiere decir que sea indivisible: al contrario, Rutherford lo define según la imagen de un sistema solar, hecho por un núcleo central y por un electrón giratorio, cien mil veces menor que el átomo entero. Dejemos ese núcleo y ese electrón y concibamos un frugal universo, compuesto de diez átomos. (Se trata, claro está, de un modesto universo experimental: invisible, ya que no lo sospechan los microscopios; imponderable ya que ninguna balanza lo apreciaría.) Postulemos también —siempre de acuerdo con la conjetura de Nietzsche— que el número de cambios de ese universo es el de las maneras en que se pueden disponer los diez átomos, variando el orden en que estén colocados. ¿Cuántos estados diferentes puede conocer ese mundo, antes de un eterno retorno? La indagación es fácil: basta multiplicar 1 x 2 x 3 x 4 x 5 x 6 x 7 x 8 x 9 x 10, prolija operación que nos da la cifra de 3.628.800. Si un partícula casi infinitesimal de universo es capaz de semejante variedad, poca o ninguna fe debemos prestar a una monotonía del cosmos. He considerado 10 átomos; para obtener dos gramos de hidrógeno, precisaríamos bastante más de un billón de billones. Hacer el cómputo de los cambios posibles en ese par de gramos —vale decir, multiplicar un billón de billones por cada uno de los números enteros que lo anteceden— es ya una operación muy superior a la paciencia humana.
Ignoro si mi lector está convencido; yo no lo estoy. En el indoloro y casto despilfarro de números enormes obra sin duda ese placer peculiar de todos los excesos, pero la Regresión, sigue más o menos Eterna, aunque a plazo remoto. Nietzsche podría replicar: “Los electrones giratorios de Rutherford son una novedad para mí, así como la idea —tan escandalosa para un filólogo— de que pueda partirse un átomo. Sin embargo, yo jamás desmentí que las vicisitudes de la materia fueran cuantiosas; yo he declarado solamente que no eran infinitas.” Esa verosímil contestación de Friedrich Nietzsche me hace recurrir a Georg Cantor y a su heroica teoría de conjuntos.
Cantor destruye el fundamento de la tesis de Nietzsche. Afirma la perfecta infinitud del número de puntos del universo, y hasta de un metro de universo, o de una fracción de ese metro. La operación de contar no es otra cosa para él que la de equiparar series. Por ejemplo, si los primogénitos de todas las casas de Egipto fueron matados por el Ángel, salvo los que habitaban en casas que tenía en la puerta una señal roja, es evidente que tantos se salvaron como señales rojas había, sin que esto importe enumerar cuántos fueron. Aquí es indefinida la cantidad; otras agrupaciones hay en que es infinita. El conjunto de los números naturales es infinito, pero es posible demostrar que son tantos los impares como los pares

Al 1 corresponde el 2
Al 3 corresponde el 4
Al 5 corresponde el 6, etcétera

La prueba es tan irrefutable como baladí, pero no difiere de la siguiente de que hay tantos múltiplos de tres mil dieciocho como números hay —sin excluir de éstos al tres mil dieciocho y sus múltiplos

Al 1 corresponde el 3018
Al 2 corresponde el 6036
Al 3 corresponde el 9054
Al 4 corresponde el 12072, etcétera

Cabe afirmar lo mismo de sus potencias, por más que éstas se vayan ratificando a medida que progresemos

Al 1 corresponde el 3018
Al 2 corresponde el 30182 el 9.108.324
Al 3, etcétera

Una genial aceptación de estos hechos ha inspirado la fórmula de que una colección infinita —verbigracia, la serie natural de números enteros— es una colección cuyos miembros pueden desdoblarse a su vez en series infinitas. (Mejor para eludir toda ambigüedad: conjunto infinito es aquel conjunto que puede equivaler a uno de sus conjuntos parciales.) La parte, en esas elevadas latitudes de la numeración, no es menos copiosa que el todo: la cantidad precisa de puntos que hay en el universo es la que hay en un metro, o en un decímetro, o en la más honda trayectoria estelar. La serie de los números naturales está bien ordenada: vale decir, los términos que la forman son consecutivos; el 28 precede al 29 y sigue al 27. La serie de los puntos del espacio (o de los instantes del tiempo) no es ordenable así; ningún número tiene un sucesor o un predecesor inmediato. Es como la serie de los quebrados según la magnitud. ¿Qué fracción enumeraremos después de 1/2? No 51/100 porque más cerca está 201/400; no 201/400 porque más cerca... Igual sucede con los puntos, según George Cantor. Podemos siempre intercalar otros más, en número infinito. Sin embargo, debemos procurar no concebir tamaños decrecientes. Cada punto “ya” es el final de una infinita subdivisión.
El roce del hermoso juego de Cantor con el hermoso juego de Zarathustra es mortal para Zarathustra. Si el universo consta de un número infinito de términos, es rigurosamente capaz de un número infinito de combinaciones —y la necesidad de un eterno retorno queda vencida. Queda su mera posibilidad, computable en cero.

II

Escribe Nietzsche, hacia el otoño de 1883: Esta lenta araña arrastrándose a la luz de la luna, y esta misma luz de la luna, y tú y yo cuchicheando en el portón, cuchicheando de eternas cosas, ¿no hemos coincidido ya en el pasado? ¿Y no recurriremos otra vez en el largo camino, en ese largo tembloroso camino, no recurriremos eternamente? Así hablaba yo, y siempre con voz menos alta, porque me daban miedo mis pensamientos y mis traspensamientos. Escribe Eudemo parafraseador de Aristóteles, unos tres siglos antes de la Cruz: Si hemos de creer a los pitagóricos, las mismas cosas volverán puntualmente y estaréis conmigo otra vez y yo repetiré esta doctrina y mi mano jugará con este bastón, y así de lo demás. En la cosmogonía de los estoicos, Zeus se alimenta del mundo: el universo es consumido cíclicamente por el fuego que lo engendró, y resurge de la aniquilación para repetir una idéntica historia. De nuevo se combinan las diversas partículas seminales, de nuevo informan piedras, árboles y hombres —y aún virtudes y días, ya que para los griegos era imposible un nombre sustantivo sin alguna corporeidad. De nuevo cada espada y cada héroe, de nuevo cada minuciosa noche de insomnio.
Como las otras conjeturas de la escuela del Pórtico, esa de la repetición general cundió por el tiempo, y su nombre técnico, apokatastasis, entró en los Evangelios (Hechos de los Apóstoles, III, 21), si bien con intención indeterminada. El libro doce de la Civitas Dei de San Agustín dedica varios capítulos a rebatir tan abominable doctrina. Esos capítulos (que tengo a la vista) son harto enmarañados para el resumen, pero la furia episcopal de su autor parece preferir dos motivos; uno, la aparente inutilidad de esa rueda; otro, la irrisión de que el Logos muera como un pruebista en la cruz, en funciones interminables. Las despedidas y el suicidio pierden su dignidad si los menudean; San Agustín debió pensar lo mismo de la Crucifixión. De ahí que rechazara con escándalo el parecer de los estoicos y pitagóricos. Éstos argüían que la ciencia de Dios no puede comprender cosas infinitas y que esa eterna rotación del proceso mundial sirve para que Dios lo vaya aprendiendo y se familiarice con él; San Agustín se burla de sus vanas revoluciones y afirma que Jesús es la vía recta que nos permite huir del laberinto circular de tales engaños.
En aquel capítulo de su Lógica que trata de la ley de la causalidad, John Stuart Mill declara que es concebible —pero no verdadera— una repetición periódica de la historia, y cita la “égloga mesiánica” de Virgilio:

Jam redit et virgo, redeunt Saturnia regna...

Nietzsche, helenista, ¿pudo acaso ignorar a esos precursores? Nietzsche, el autor de los fragmentos sobre los presocráticos, ¿pudo no conocer una doctrina que los discípulos de Pitágoras aprendieron? 18 Es muy difícil creerlo —e inútil. Es verdad que Nietzsche ha indicado, en memorable página, el preciso lugar en que la idea de un eterno retorno lo visitó: un sendero en los bosques de Silvaplana, cerca de un vasto bloque piramidal, un mediodía del agosto de 1881 — “a seis mil pies del hombre y del tiempo”. Es verdad que ese instante es uno de los honores de Nietzsche. Inmortal el instante, dejará escrito, en que yo engendré el eterno regreso. Por ese instante yo soporto el Regreso (Unschuld des Werdens, II, 1308). Opino, sin embargo, que no debemos postular una sorprendente ignorancia, ni tampoco una confusión humana harto humana, entre la inspiración y el recuerdo, ni tampoco un delito de vanidad. Mi clave es de carácter gramatical, casi diré sintáctico. Nietzsche sabía que el Eterno Retorno es de las fábulas o miedos o diversiones que recurren eternamente, pero también sabía que la más eficaz de las personas gramaticales es la primera. Para un profeta, cabe asegurar que la única. Derivar su revelación de un epítome, o de la Historia philosophiae graeco-romanae de los profesores suplentes Ritter y Preller, era imposible a Zarathustra, por razones de voz y de anacronismo —cuando no tipográficas. El estilo profético no permite el empleo de las comillas ni la erudita alegación de libros y autores...
Si mi carne humana asimila carne brutal de ovejas, ¿quién impedirá que la mente humana asimile estados mentales humanos? De mucho repensarlo y de padecerlo, el eterno regreso de las cosas es ya de Nietzsche y no de un muerto que es apenas un nombre griego. No insistiré: ya Miguel de Unamuno tiene su página sobre esa prohijación de los pensamientos.
Nietzsche quería hombres capaces de aguantar la inmortalidad. Lo digo con palabras que están en sus cuadernos personales, en el Nachlass, donde grabó también estas otras: Si te figuras una larga paz antes de renacer, te juro que piensas mal. Entre el último instante de la conciencia y el primer resplandor de una vida nueva hay “ningún tiempo” —el plazo dura lo que un rayo, aunque no basten a medirlo billones de años. Si falta un yo, la infinitud puede equivaler a la sucesión.
Antes de Nietzsche la inmortalidad personal era una mera equivocación de las esperanzas, un proyecto confuso. Nietzsche la propone como un deber y le confiere la lucidez atroz de un insomnio. El no dormir (leo en el antiguo tratado de Robert Burton) harto crucifica a los melancólicos, y nos consta que Nietzsche padeció esa crucifixión y tuvo que buscar salvamento en el amargo hidrato de cloral. Nietzsche quería ser Walt Whitman, quería minuciosamente enamorarse de su destino. Siguió un método heroico: desenterró la intolerable hipótesis griega de la eterna repetición y procuró deducir de esa pesadilla mental una ocasión de júbilo. Buscó la idea más horrible del universo y la propuso a la delectación de los hombres. El optimista flojo suele imaginar que es nietzscheano; Nietzsche lo enfrenta con los círculos del eterno regreso y lo escupe así de su boca.
Escribió Nietzsche: No anhelar distantes venturas y favores y bendiciones, sino vivir de modo que queramos volver a vivir, y así por toda la eternidad. Mauthner objeta que atribuir la menor influencia moral, vale decir práctica, a la tesis del eterno retorno, es negar la tesis —pues equivale a imaginar que algo puede acontecer de otro modo. Nietzsche respondería que la formulación del regreso eterno y su dilatada influencia moral (vale decir práctica) y las cavilaciones de Mauthner y su refutación de las cavilaciones de Mauthner, son otros tantos necesarios momentos de la historia mundial, obra de las agitaciones atómicas. Con derecho podría repetir lo que ya dejó escrito: Basta que la doctrina de la repetición circular sea probable o posible. La imagen de un mera posibilidad nos puede estremecer y rehacer. ¡Cuánto no ha obrado la posibilidad de las penas eternas! Y en otro lugar: En el instante en que se presenta esa idea, varían todos los colores— y hay otra historia.


III

Alguna vez nos deja pensativos la sensación “de haber vivido ya ese momento”. Los partidarios del eterno retorno nos juran que así es e indagan una corroboración de su fe en esos perplejos estados. Olvidan que el recuerdo importaría una novedad que es la negación de la tesis y que el tiempo lo iría perfeccionando —hasta el ciclo distante en que el individuo ya prevé su destino y prefiere obrar de otro modo... Nietzsche, por lo demás, no habló nunca de una confirmación mnemónica del Regreso 19.
Tampoco habló —y eso merece destacarse también— de la finitud de los átomos. Nietzsche niega los átomos; la atomística no le parecía otra cosa que un modelo del mundo, hecho exclusivamente para los ojos y el entendimiento aritmético... Para fundar su tesis, habló de una fuerza limitada, desenvolviéndose en el tiempo infinito, pero incapaz de un número ilimitado de variaciones. Obró no sin perfidia: primero nos precave contra la idea de una fuerza infinita —“¡cuidemos de tales orgías del pensamiento”— y luego generosamente concede que el tiempo es infinito. Asimismo le agrada recurrir a la Eternidad Anterior. Por ejemplo: un equilibrio de la fuerza cósmica es imposible, pues de no serlo, ya se habría operado en la Eternidad Anterior. O si no: la historia universal ha sucedido un número infinito de veces —en la Eternidad Anterior. La invocación parece válida, pero conviene repetir que esa Eternidad Anterior (o aeternitas a parte ante, según le dijeron los teólogos) no es otra cosa que nuestra incapacidad natural de concebirle principio al tiempo. Adolecemos de la misma incapacidad en lo referente al espacio, de suerte que invocar una Eternidad anterior es tan decisivo como invocar un Infinitud A Mano Derecha. Lo diré con otras palabras: si el tiempo es infinito para la intuición, también lo es para el espacio. Nada tiene que ver esa Eternidad Anterior con el tiempo real discurrido; retrocedamos al primer segundo y notaremos que éste requiere un predecesor, y ese predecesor otro más, y así infinitamente. Para restañar ese regressus in infinitum, San Agustín resuelve que el primer segundo del tiempo coincide con el primer segundo de la Creación —non in tempore sed cum tempore incepit creatio.
Nietzsche recurre a la energía; la segunda ley de la termodinámica declara que hay procesos energéticos que son irreversibles. El calor y la luz no son más que formas de la energía. Basta proyectar una luz sobre una superficie negra para que se convierta en calor. El calor, en cambio, ya no volverá a la forma de la luz. Esa comprobación de aspecto inofensivo o insípido, anula el “laberinto circular” del Eterno Retorno.
La primera ley de la termodinámica declara que la energía del universo es constante; la segunda, que esa energía propende a la incomunicación, al desorden, aunque la cantidad total no decrece. Esa gradual desintegración de las fuerza que componen el universo, es la entropía. Una vez alcanzado el máximo de entropía. Una vez igualadas las diversas temperaturas, una vez excluida (o compensada) toda acción de un cuerpo sobre otro, el mundo será un fortuito concurso de átomos. En el centro profundo de las estrellas, ese difícil y mortal equilibrio ha sido logrado. A fuerza de intercambios el universo entero lo alcanzará, y estará tibio y muerto.
La luz se va perdiendo en calor; el universo, minuto por minuto, se hace invisible. Se hace más liviano también. Alguna vez, ya no será más que calor: calor equilibrado, inmóvil, igual. Entonces habrá muerto.

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Una certidumbre final, esta vez de orden metafísico. Aceptada la tesis de Zarathustra, no acabo de entender cómo dos procesos idénticos dejan de aglomerarse en uno. ¿Basta la mera sucesión, no verificada por nadie? A falta de un arcángel especial que lleve la cuenta, ¿qué significa el hecho de que atravesamos el ciclo trece mil quinientos catorce, y no el primero de la serie o el número trescientos veintidós con el exponente en dos mil? Nada, para la práctica —lo cual no daña al pensador. Nada para la inteligencia —lo cual ya es grave.

1934, Salto Oriental


Notas

18 Esta perplejidad es inútil. Nietzsche, en 1874, se burla de la tesis pitagórica de que la historia se repite cíclicamente. (Vom Nutzen und Nachteil der Historie) (Nota de 1953)

19 De esta aparente confirmación, Néstor Ibarra escribe: “Il arrive aussi que quelque perception nouvelle nous frappe comme un souvenir, que nous croyons reconnaître des objets ou des accidents que nos sommes pourtant sûrs de rencontrer pour la première fois. J’imagine qu’il s’agit ici d’un curieux comportement de notre mémoire. Une perception quelconque s’effectue de abord, mais sous le seuil du conscient . Un instant après, les excitations agissent, mais cette fois nous les recevons dans le conscient. Notre mémoire est déclanchée et nous offre bien le sentiment du ‘deja vu’; mais elle localise mal ce rappel. Pour en justifier la faiblesse et le trouble, nous lui supposons un considérable recul dans le temps; peut-être le renvoyons-nous plus loin de nous encore, dans le rédoublement de quelque vie antérieure. Il s’agit en réalité d’un passé inmédiat; et l’abîme qui nous en sépare est celui de notre distracción."


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Entre los libros consultados para la noticia anterior, debo mencionar los siguientes:

Die Unschuld des Weindes, von Friedrich Nietzsche. Leipzig, 1931
Also sprach Zaarathustra, von Friedrich Nietzsche. Leipzig, 1892
Introduction to mathematical philosophy, by Bertrand Russell. London, 1919
The A B C of atoms, by Bertrand Russell. London, 1927
The nature of the physical world, by A. S. Eddington. London, 1928
Die Philosophie der Griechen, von Dr. Paul Deussen. Leipzig, 1919
Wörterbuch der Philosopie, von Fritz Mauthner. Leipzig, 1923
La ciudad de Dios, por San Agustín. Versión de Díaz de Beyral. Madrid, 1922


      
En Historia de la Eternidad (1936)
Foto en catálogo "Borges y el arte", Museo Nacional de Bellas Artes, B.A., 2002


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