12/2/19

Silvina Ocampo: “La expiación” (en JLB, ABC y SO: «Antología de la literatura fantástica»





Antonio nos llamó a Ruperto y a mí al cuarto del fondo de la casa. Con voz imperiosa ordenó que nos sentáramos. La cama estaba tendida. Salió al patio para abrir la puerta de la pajarera, volvió y se echó en la cama. 
—Voy a mostrarles una prueba —nos dijo.
—¿Van a contratarte en un circo? —le pregunté. 
Silbó dos o tres veces y entraron en el cuarto Favorita, la María Callas y Mandarín, que es coloradito. Mirando el techo fijamente volvió a silbar con un silbido más agudo y trémulo. ¿Era ésa la prueba? ¿Por qué nos llamaba a Ruperto y a mí? ¿Por qué no esperaba que llegara Cleóbula? Pensé que toda esa representación serviría para demostrar que Ruperto no era ciego, sino más bien loco; que en algún momento de emoción frente a la destreza de Antonio lo demostraría. El vaivén de los canarios me daba sueño. Mis recuerdos volaban en mi mente con la misma persistencia. Dicen que en el momento de morir uno revive su vida: yo la reviví esa tarde con remoto desconsuelo. 
Vi, como pintado en la pared, mi casamiento con Antonio a las cinco de la tarde, en el mes de diciembre. 
Hacia calor ya, y cuando llegamos a nuestra casa, desde la ventana del dormitorio donde me quité el vestido y el tul de novia, vi con sorpresa un canario. 
Ahora me doy cuenta de que era el mismo Mandarín que picoteaba la única naranja que había quedado en el árbol del patio. 
Antonio no interrumpió sus besos al verme tan interesada en ese espectáculo. El ensañamiento del pájaro con la naranja me fascinaba. Contemplé la escena hasta que Antonio me arrastró temblando a la cama nupcial, cuya colcha, entre los regalos, había sido para él fuente de felicidad y para mí terror durante las vísperas de nuestro casamiento. La colcha de terciopelo granate llevaba bordado un viaje en diligencia. Cerré los ojos y apenas supe lo que sucedió después. El amor es también un viaje; durante muchos días fui aprendiendo sus lecciones, sin ver ni comprender en qué consistían las dulzuras y suplicios que prodiga. Al principio, creo que Antonio y yo nos amábamos parejamente, sin dificultad, salvo la que nos imponía mi conciencia y su timidez.
Esta casa diminuta que tiene un jardín igualmente diminuto está situada en la entrada del pueblo. El aire saludable de las montañas nos rodea: el campo queda cerca y lo vemos al abrir las ventanas. 
Teníamos ya una radio y una heladera. Numerosos amigos frecuentaban nuestra casa en los días de fiesta o para festejar alguna fecha de familia. ¿Qué más podíamos pedir? Cleóbula y Ruperto nos visitaban más a menudo porque eran nuestros amigos de infancia. Antonio se había enamorado de mí, ellos lo sabían. No me había buscado, no me había elegido; era más bien yo la que lo había elegido a él. Su única ambición era ser amado por su mujer, conservar su fidelidad, poca importancia le daba al dinero. 
Ruperto se sentaba en un rincón del patio y sin preámbulos, mientras afinaba la guitarra, pedía un mate, o bien una naranjada cuando hacía calor. Yo lo consideraba como uno de los tantos amigos o parientes que forman, casi podría decir, parte de los muebles de una casa y que uno advierte sólo cuando están estropeados o colocados en distinto lugar del habitual. 
"Son cantores los canarios", decía Cleóbula invariablemente, pero si hubiera podido matarlos con una escoba lo hubiera hecho porque los detestaba. ¡Qué hubiera dicho al verlos hacer tantas pruebas ridículas sin que Antonio les ofreciera ni una hojita de lechuga ni una vainilla! 
Yo alcanzaba el mate o el vaso de naranjada a Ruperto, mecánicamente, bajo la sombra del parral, donde siempre se sentaba, en una silla de Viena, como un perro en su rincón. Yo no lo consideraba como una mujer considera a un hombre, yo no observaba la más elemental coquetería para recibirlo. Muchas veces, después de haberme lavado la cabeza, con el pelo mojado, recogido con horquillitas, como un esperpento, o bien con el cepillo de dientes en la boca y con dentífrico en los labios, o con las manos llenas de espuma de jabón en el momento de lavar la ropa, con el delantal recogido en la cintura, barrigona como una mujer encinta, lo hacía pasar abriéndole la puerta de calle, sin mirarlo siquiera. Muchas veces, en mi descuido, creo que me vio salir del cuarto de baño envuelta en una toalla turca, arrastrando las chancletas como una vieja o como una mujer cualquiera. 
Chusco, Albahaca y Serranito volaron al recipiente que contenía pequeñas flechas con espinas. Llevando las flechas volaban afanosos a otros recipientes que contenían un líquido oscuro donde humedecían la punta diminuta de las flechas. Parecían pajaritos de juguete, palilleros baratos, adornos de sombrero de una tatarabuela. 
Cleóbula, que no es maliciosa, había advertido, y me lo dijo, que Ruperto me miraba con demasiada insistencia. "¡Qué ojos!", repetía sin cesar. "¡Qué ojos!" 
—He conseguido conservar los ojos abiertos cuando duermo —musitó Antonio—; es una de las pruebas más difíciles que he logrado en mi vida. 
Me sobresalté al oír su voz. ¿Era ésa la prueba? Después de todo, ¿qué había de extraordinario en ella? 
—Como Ruperto —dije con voz extraña. 
—Como Ruperto —repitió Antonio—. Los canarios, más fácilmente que mis párpados, obedecen mis órdenes. 
Los tres estábamos en ese cuarto en penumbra como en penitencia. Pero ¿qué relación podía haber entre sus ojos abiertos durante el sueño y las órdenes que impartía a los canarios? No era de extrañar que Antonio me dejara de algún modo perpleja: ¡era tan distinto de los otros hombres! 
Cleóbula también me había asegurado que mientras Ruperto afinaba la guitarra sus miradas me recorrían desde la punta del pelo hasta la punta de los pies, que una noche al quedar dormido en el patio, medio borracho, sus ojos habían quedado fijos en mí. En consecuencia perdí la naturalidad, tal vez la falta de coquetería. Para mi ilusión. Ruperto me miraba a través de una suerte de antifaz en el que se engarzaban sus ojos de animal, esos ojos que no cerraba ni para dormir. Como al vaso de naranjada o al mate que yo le servía, con una misteriosa fijeza me clavaba sus pupilas cuando tenia sed. Dios sabe con qué intención. Ojos que miraran tanto no existían en toda la provincia, en todo el mundo; un brillo azul y profundo como si el cielo se hubiera metido en ellos los diferenciaba de los otros, cuyas miradas parecían apagadas o muertas. Ruperto no era un hombre: era un par de ojos, sin cara, sin voz, sin cuerpo; así me parecía, pero así no lo sentía Antonio. Durante muchos días en que mi inconsciencia llegó a exasperarlo, por cualquier nimiedad me hablaba de mal modo o me infligía trabajos penosos, como si en lugar de ser su mujer yo hubiera sido su esclava. La transformación en el carácter de Antonio me afligió. 
¡Qué extraños son los hombres! ¿En qué consistía la prueba que quería mostrarnos? Lo del circo no había sido una broma. 
Al poco tiempo de casarnos, muchas veces dejaba de ir a su trabajo, pretextando un dolor de cabeza o un inexplicable malestar en el estómago. ¿Todos los maridos eran iguales?
En el fondo de la casa la enorme pajarera llena de canarios que Antonio había cuidado siempre con afán, estaba abandonada. Por las mañanas cuando yo tenía tiempo limpiaba la pajarera, colocaba alpiste, agua y lechuga en los recipientes blancos y cuando las hembras estaban por tener cría, preparaba los niditos. Antonio se había ocupado siempre de estas cosas, pero ya no demostraba ningún interés en hacerlo ni en que yo lo hiciera. 
¡Hacía dos años que nos habíamos casado! ¡Ni un hijo! En cambio ¡cuánta cría habían tenido los canarios! Un olor a almizcle y a cedrón llenó el cuarto. Los canarios olían a gallina, Antonio a tabaco y a sudor, pero Ruperto últimamente no olía sino a alcohol. Me decían que se emborrachaba. ¡Qué sucio estaba el cuarto! Alpiste, miguitas de pan, hojas de lechuga, colillas y ceniza estaban diseminados en el piso.
Desde la infancia Antonio se había dedicado, en los momentos libres, a amaestrar animales: primero usó de su arte, pues era un verdadero artista, con un perro, con un caballo, luego con un zorrino operado, que llevó durante un tiempo en su bolsillo; después, cuando me conoció y porque me agradaban, se le ocurrió amaestrar canarios. En los meses de noviazgo, para conquistarme, me había enviado con ellos papelitos con frases de amor o flores atadas con una cintita. De la casa donde él habitaba a la mía se extendían quince largas cuadras: los alados mensajeros iban de una casa a la otra sin vacilar. Por increíble que parezca llegaron a colocar flores en mi pelo y un papelito dentro del bolsillo de mi blusa. 
Que los canarios colocaran flores en mi pelo y papelitos en mi bolsillo ¿no era más difícil que las tonterías que estaban haciendo con las benditas flechas? 
En el pueblo, Antonio llegó a gozar de un gran prestigio. "Si hipnotizaras a las mujeres como a los pájaros, nadie resistiría a tus encantos", le decían sus tías con la esperanza de que el sobrino se casara con alguna millonaria. Como dije anteriormente, Antonio no se interesaba por el dinero. Desde los quince años había trabajado de mecánico y tenía lo que deseaba tener, lo que me ofreció con su casamiento. Nada nos faltaba para ser felices. Yo no podía comprender por qué Antonio no buscaba un pretexto para alejar a Ruperto. Cualquier motivo hubiera servido para ese fin, aunque más no fuera una reyerta por cuestiones de trabajo o de política que, sin llegar a una riña a puñetazos o con armas, hubiera vedado la entrada de ese amigo a nuestra casa. Antonio no dejaba traslucir ninguno de sus sentimientos, salvo en ese cambio de carácter que yo supe interpretar. Contrariando mi modestia, advertí que los celos que yo podía inspirar enajenaban a un hombre que había sido siempre, a mi juicio, el ejemplo de la normalidad. 
Antonio silbó, se quitó la camiseta. Su torso desnudo parecía de bronce. Me estremecí al verlo. Recuerdo que antes de casarme me ruboricé frente a una estatua muy parecida a él. ¿Acaso no lo había visto nunca desnudo? ¡Por qué me asombraba tanto! 
Pero el carácter de Antonio sufrió otro cambio que en parte me tranquilizó: de inerte se volvió extremadamente activo, de melancólico se volvió, aparentemente, alegre. Su vida se llenó de misteriosas ocupaciones, de un ir y venir que denotaba un interés extremo por la vida. Después de la cena, ni siquiera encontrábamos un momento de solaz para oír la radio, o para leer los diarios, o para no hacer nada, o para conversar unos instantes sobre los acontecimientos del día. Los domingos y días de fiesta tampoco eran un pretexto para permitirnos un descanso; yo que soy como un espejo de Antonio, contagiada por su inquietud, iba y venía por la casa, ordenando roperos ya ordenados, o lavando fundas impecables, por una imperiosa necesidad de contemporizar con las enigmáticas ocupaciones de mi marido. Un redoblamiento de amor y de solicitud por los pájaros ocupó parte de sus días. Arregló nuevas dependencias de la pajarera; el arbolito seco, que ocupaba el centro, fue reemplazado por otro, más grande y más gracioso, que la embellecía. 
Abandonando las flechas, dos canarios empezaron a pelear: las plumitas volaron por el cuarto, la cara de Antonio se oscureció de cólera. ¿Sería capaz de matarlos? Cleóbula me había dicho que era cruel. "Tiene cara de llevar un cuchillo en el cinto", había aclarado. 
Antonio ya no permitía que yo limpiara la pajarera. En aquellos días él ocupó un cuarto que servía de depósito en los fondos de la casa y abandonó nuestra cama matrimonial. En una cama turca, donde mi hermano solía dormir la siesta cuando venía de visita, Antonio pasaba las noches sin dormir, lo sospecho, pues hasta el alba yo oía sus pasos incansables sobre las baldosas. A veces se encerraba horas enteras en ese cuarto maldito. 
Uno por uno los canarios dejaron caer de sus picos las pequeñas flechas, se posaron sobre el respaldo de una silla y modularon un canto suave. Antonio se incorporó y mirando a María Callas, al que siempre había llamado "La reina de la desobediencia", dijo una palabra que no tiene sentido para mí. Los canarios volvieron a revolotear. 
A través de los vidrios pintados de la ventana yo trataba de atisbar sus movimientos. Me lastimé una mano intencionalmente, con un cuchillo: de ese modo me atreví a golpear a su puerta. Cuando me abrió, salió volando una bandada de canarios que volvió a la pajarera. Antonio curó mi herida pero, como si hubiera sospechado que era un pretexto para llamar su atención, me trató con sequedad y desconfianza. En aquellos días hizo un viaje de dos semanas, en un camión, no sé adónde, y volvió con una bolsa llena de plantas. 
Miré de soslayo mi falda manchada. Los pájaros son tan chiquitos y tan sucios. ¿En qué momento me habían ensuciado? Los observé con odio: me gusta estar limpia aun en la penumbra de un cuarto.
Ruperto, ignorando la mala impresión que causaban sus visitas, venía con la misma frecuencia y con los mismos hábitos. A veces, cuando yo me retiraba del patio para evitar sus miradas, mi marido con algún pretexto me hacía volver. Pensé que de algún modo le agradaba aquello que tanto le desagradaba, las miradas de Ruperto me parecían ya obscenas: me desnudaban bajo la sombra del parral, me ordenaban actos inconfesables cuando a la caída de la tarde una brisa fresca acariciaba mis mejillas. Antonio, en cambio, nunca me miraba o fingía no mirarme, según me lo aseguraba Cleóbula. No haberlo conocido, no haberme casado con él, ni conocido sus caricias, para volver a encontrarlo, el descubrirlo, a entregarme a él, fue durante un tiempo uno de mis deseos más ardientes. ¿Pero quién recupera lo que ya perdió? 
Me incorporé, me dolían las piernas. No me gusta estar quieta tanto tiempo. ¡Qué envidia tengo a los pájaros que vuelan! Pero los canarios me dan pena. Parece que sufrieran cuando obedecen. 
Antonio no trataba de evitar las visitas de Ruperto. Por lo contrario, las fomentaba. Durante los días de carnaval llegó al extremo de invitarlo a quedarse en nuestra casa una noche en que se demoró hasta muy tarde. Tuvimos que alojarlo en el cuarto que Antonio ocupaba provisoriamente. Aquella noche, como la cosa más natural del mundo, volvimos a dormir juntos, mi marido y yo, en la cama de matrimonio. Mi vida se encauzó de nuevo desde aquel momento en su antigua normalidad: así lo creí, al menos. 
Vislumbré en un rincón, debajo de la mesa de luz, el famoso muñeco. Pensé que podría recogerlo. Como si hubiese hecho un ademán, Antonio me dijo:
—No te muevas. 
Recordé aquel día en que al acomodar los cuartos, en la semana de carnaval, descubrí, para mal de mis pecados, arrumbado sobre el armario de Antonio, ese muñeco hecho de estopa, con grandes ojos azules, de un material blando, como de género, con dos círculos oscuros en el centro, imitando las pupilas. Vestido de gaucho hubiera servido de adorno en nuestro dormitorio. Riendo se lo mostré a Antonio, que me lo quitó de las manos con fastidio. 
—Es un recuerdo de infancia —me dijo—. No me gusta que toques mis cosas. —¿Qué mal hay en tocar un muñeco con el cual jugabas en tu infancia? Conozco niños que juegan con muñecos, ¿acaso te da vergüenza? ¿No eres un hombre ya? —le dije.
—No tengo que dar ninguna explicación. Lo mejor será que te calles. 
Antonio, malhumorado, colocó el muñeco de nuevo sobre el armario y no me dirigió la palabra durante varios días. Pero volvimos a abrazarnos como en nuestros mejores tiempos. 
Pasé la mano por mi frente húmeda. ¿Se me habrían deshecho los rulos? No había ningún espejo en el cuarto, por suerte, pues no hubiera resistido la tentación de mirarme en lugar de mirar los canarios que me parecían tan tontos. 
A menudo Antonio se encerraba en el cuarto del fondo y advertí que dejaba abierta la puerta de la pajarera para que entrara por la ventana alguno de los pajaritos. Llevada por la curiosidad, una tarde lo espié, subida sobre una silla, pues la ventana quedaba muy alta (lo que naturalmente no me permitía mirar hacia adentro del cuarto cuando yo pasaba por el patio). 
Miraba el torso desnudo de Antonio. ¿Era mi marido o una estatua? Acusaba a Ruperto de loco, pero él era más loco tal vez. ¡Cuánto dinero había gastado en la compra de canarios, en vez de comprarme una máquina de lavar! 
Un día pude entrever al muñeco acostado en la cama. Un enjambre de pajaritos lo rodeaba. El cuarto se había transformado en una especie de laboratorio. En un recipiente de barro había un montón de hojas, de tallos, de cortezas oscuras; en otro, unas flechitas hechas con espinas; en otro, un líquido brillante castaño. Me pareció que yo había visto esos objetos en sueños, y para salir de mi perplejidad conté la escena a Cleóbula, que me respondió: 
—Así son los indios: usan flechas con curare. 
No le pregunté lo que quería decir curare. Ni sabía si me lo decía con desdén o con admiración. 
—Se dedican a las brujerías. Tu marido es un indio —y al ver mi asombro, interrogó—: ¿No lo sabes? 
Sacudí la cabeza con fastidio. Mi marido era mi marido. No había pensado que pudiera pertenecer a otra raza ni a otro mundo que el mío. 
—¿Cómo lo sabes? —interrogué con vehemencia. 
—¿No has mirado sus ojos, sus pómulos salientes? ¿No adviertes lo ladino que es? Mandarín, la misma María Callas, son más francos que él. Esa reserva, esa manera de no contestar cuando se le pregunta algo, ese modo que tiene de tratar a las mujeres, ¿no bastan para demostrarte que es un indio? Mi madre está enterada de todo. Lo sacaron de un campamento cuando tenia cinco años. Tal vez eso fue lo que te gustó en él: ese misterio que lo distingue de los otros hombres. 
Antonio traspiraba y el sudor hacía brillar su torso. ¡Tan buen mozo y perdiendo el tiempo! Si me hubiera casado con Juan Leston, el abogado, o con Roberto Cuentas, el tenedor de libros, no hubiera padecido tanto, seguramente. Pero, ¿qué mujer sensible se casa por interés? Dicen que hay hombres que amaestran pulgas, ¿de qué sirve? 
Perdí la confianza en Cleóbula. Sin duda decía que mi marido era indio para afligirme o para hacerme perder la confianza en él; pero al hojear un libro de historia donde había láminas con campamentos de indios, e indios a caballo, con boleadoras, encontré una similitud entre Antonio y esos hombres desnudos, con plumas. Advertí simultáneamente que lo que me había atraído en Antonio era tal vez la diferencia que había entre él y mis hermanos y los amigos de mis hermanos, el color bronceado de la piel, los ojos rasgados y ese aire ladino que Cleóbula mencionaba con perverso deleite. 
—¿Y la prueba? —interrogué. 
Antonio no me respondió. Fijamente miraba los canarios que volvieron a revolotear. Mandarín se apartó de sus compañeros y permaneció solo en la penumbra modulando un canto parecido al de las calandrias. 
Mi soledad comenzó a crecer. A nadie comunicaba mis inquietudes. 
Para Semana Santa, por segunda vez, Antonio insistió en que Ruperto se quedara de huésped en nuestra casa. Llovía, como suele llover para Semana Santa, fuimos con Cleóbula a la iglesia para hacer el Viacrucis. 
—¿Cómo está el indio? —me preguntó Cleóbula, con insolencia. 
—¿Quién? 
—El indio, tu marido —me respondió—. En el pueblo todo el mundo lo llama así. 
—Me gustan los indios; aunque mi marido no lo fuera, me seguirían gustando —le respondí, tratando de seguir mis oraciones. 
Antonio estaba en actitud de oración. ¿Había rezado alguna vez? Para el día de nuestro casamiento mi madre le pidió que comulgara; Antonio no quiso complacerla. 
Mientras tanto la amistad de Antonio con Ruperto se estrechaba. Una suerte de camaradería, de la que yo estaba en cierto modo excluida, los vinculaba de una manera que me pareció veraz. En aquellos días Antonio hizo gala de sus poderes. Para entretenerse, mandó mensajes a Ruperto, hasta su casa, con los canarios. Decían que jugaban al truco por medio de ellos, pues una vez intercambiaron algunos naipes españoles. ¿Se burlaban de mí? Me fastidió el juego de esos dos hombres grandes y resolví no tomarlos en serio. ¿Tuve que admitir que la amistad es más importante que el amor? Nada había desunido a Antonio y a Ruperto; en cambio Antonio, injustamente en cierto modo, se había alejado de mí. Sufrí en mi orgullo de mujer. Ruperto siguió mirándome. Todo aquel drama ¿sólo había sido una farsa? ¿Añoraba el drama conyugal, ese martirio al que me habían abocado los celos de un marido enloquecido durante tantos días? 
Seguíamos amándonos, a pesar de todo. 
En un circo Antonio podía ganar dinero con sus pruebas, ¿por qué no? La María Callas inclinó la cabecita para un lado, luego para el otro, y se posó en el respaldo de una silla. 
Una mañana, como si me anunciara el incendio de la casa, Antonio entró en mi cuarto y me dijo: 
—Ruperto está muriendo. Me mandaron llamar. Salgo para verlo. 
Esperé a Antonio hasta mediodía, distraída con los quehaceres domésticos. Volvió cuando yo estaba lavándome el pelo. 
—Vamos —me dijo—. Ruperto está en el patio. Lo salvé. 
—¿Cómo? ¿Fue una broma? 
—Ninguna. Lo salvé, con la respiración artificial. 
Apresuradamente, sin comprender nada, recogí mi pelo, me vestí, salí el patio. Ruperto, inmóvil, de pie junto a la puerta miraba ya sin ver las baldosas del patio. Antonio le arrimó una silla para que se sentara. 
Antonio no me miraba, miraba el techo como conteniendo la respiración. De improviso Mandarín voló junto a Antonio y le clavó una de las flechas en un brazo. Aplaudí: pensé que debía hacerlo para contentar a Antonio. Era sin embargo una prueba absurda. ¡Por qué no utilizaba su ingenio para sanar a Ruperto! 
Aquel día fatal Ruperto al sentarse se cubrió la cara con las manos. 
¡Cómo había cambiado! Miré su cara inanimada, fría. Sus manos oscuras. 
¡Cuándo me dejarían sola! Tenía que hacerme los rulos con el pelo mojado. Interrogué a Ruperto disimulando mi fastidio: 
—¿Qué ha sucedido? 
Un largo silencio que hacía resaltar el canto de los pájaros tembló en el sol. Ruperto respondió por fin: 
—Soñé que los canarios picoteaban mis brazos, mi cuello, mi pecho: que no podía cerrar mis párpados para proteger mis ojos. Soñé que mis brazos y que mis piernas pesaban como sacos de arena. Mis manos no podían espantar esos picos monstruosos que picoteaban mis pupilas. Dormía sin dormir, como si hubiera ingerido un narcótico. Cuando desperté de ese sueño, que no era sueño, vi la oscuridad: sin embargo oí cantar a los pájaros y oí los ruidos habituales de la mañana. Haciendo un gran esfuerzo llamé a mi hermana, que acudió. Con voz que no era mía, le dije: "Tienes que llamar a Antonio para que me salve." "¿De qué", interrogó mi hermana. No pude articular otra palabra. Mi hermana salió corriendo, y acompañada de Antonio volvió media hora después. ¡Media hora que me pareció un siglo! Lentamente, a medida que Antonio movía mis brazos, recuperé la fuerza pero no la vista.
—Voy a hacerles una confesión —murmuró Antonio, y agregó lentamente—, pero sin palabras. Favorita siguió a Mandarín y clavó una flechita en el cuello de Antonio, María Callas sobrevoló un momento sobre su pecho donde le clavó otra flechita. Los ojos de Antonio, fijos en el techo cambiaron, se hubiera dicho, de color. ¿Antonio era un indio? ¿Un indio tiene los ojos azules? De algún modo sus ojos se parecieron a los de Ruperto.
—¿Qué significa todo esto? —musité.
—¿Qué está haciendo? —dijo Ruperto, que no comprendía nada.
Antonio no respondió. Inmóvil como una estatua recibía las flechas de aspecto inofensivo que los canarios le clavaban. Me acerqué a la cama y lo zarandeé.
—Contéstame —le dije—. Contéstame. ¿Qué significa todo esto?
No me respondió. Llorando lo abracé, echándome sobre su cuerpo; olvidando todo pudor lo besé en la boca, como sólo podría hacerlo una estrella de cine. Un enjambre de canarios revoloteó sobre mi cabeza.
Aquella mañana Antonio miraba a Ruperto con horror. Ahora yo comprendía que Antonio era doblemente culpable: para que nadie descubriera su crimen, me había dicho y lo había dicho después a todo el mundo:
—Ruperto se ha vuelto loco. Cree que está ciego, pero ve como cualquiera de nosotros. 
Como la luz se había alejado de los ojos de Ruperto, el amor se alejó de nuestra casa. Se hubiera dicho que aquellas miradas eran indispensables para nuestro amor. Las reuniones en el patio carecían de animación. Antonio cayó en una tenebrosa tristeza. Me explicaba: 
—Peor que la muerte es la locura de un amigo. Ruperto ve pero cree que está ciego. 
Pensé con despecho, tal vez con celos, que la amistad en la vida de un hombre era más importante que el amor. 
Cuando dejé de besar a Antonio y aparté mi cara de la suya, advertí que los canarios estaban a punto de picotear sus ojos. Le tapé la cara con mi cara y con mi cabellera, que es espesa como un manto. Ordené a Ruperto que cerrara la puerta y las ventanas para que el cuarto quedara en completa oscuridad, esperando que los canarios se durmieran. Me dolían las piernas. ¿El tiempo que habré quedado en esa postura? No lo sé. Lentamente comprendí la confesión de Antonio. Fue una confesión que me unió a él con frenesí, con el frenesí de la desdicha. Comprendí el dolor que él habría soportado para sacrificar y estar dispuesto a sacrificar tan ingeniosamente, con esa dosis tan infinitesimal de curare y con esos monstruos alados que obedecían sus caprichosas órdenes como enfermeros, los ojos de Ruperto, su amigo, y los de él, para que no pudieran mirarme, pobrecitos, nunca más. 

S.O.: Las invitadas (1961)

Silvina Ocampo: escritora argentina, nacida en Buenos Aires. Autora de: Viaje Olvidado (1937); Enumeración de la Patria (1942); Espacios métricos (1945); Sonetos del jardín (1948); Autobiografía de Irene (1948); Poemas de amor desesperado (1949); Los Nombres (1953); La Furia (1960); Las invitadas (1961); Lo amargo por dulce (1962).

En Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Silvina Ocampo:
Antología de la literatura fantástica (1977)

Foto: Silvina Ocampo en su casa por Pepe Fernández
Archivo Pepe Fernández Vía



10/2/19

Jorge Luis Borges: Primer texto manuscrito







Nueve páginas escritas a lápiz. Borges lo recuerda en sus Memorias*: «Había confeccionado en un inglés bastante malo un manual de mitología griega, seguramente extraído de Lamprière, y en Burgin, p. 20: Eso fue lo primero que escribí. Recuerdo que estaba escrito en una letra muy corta y apretada porque yo era muy corto de vista.»



En Nicolás Helft: BorgesPostales de una biografía, pág. 23
Buenos Aires, Emecé, 2013

 














Desconozco edición de sus memorias bajo el título que Nicolás Helft registra (agradeceré si alguien tiene esa data, con lugar, editorial y fecha de publicación). Las memorias de Borges están en toda su obra, y dispersas en conversaciones, conferencias, entrevistas, clases, audios y videos.

Sí contamos con su Autobiografía o Un ensayo autobiográfico (en 1999 apareció como libro. Publicado por primera vez en inglés, en 1970, por The New Yorker; también fue prólogo de The Aleph and Others Stories, 1970; otras apariciones: en La Gaceta, de México, 1971 (en traducción de José Emilio Pacheco), y en La Opinión, de Buenos Aires, 1974. Nota PD



8/2/19

Jorge Luis Borges: El Squonk

 



(Lacrima corpus dissolvens)

«La zona del Squonk es muy limitada. Fuera de Pennsylvania pocas personas han oído hablar de él, aunque se dice que es bastante común en los cicutales de aquel Estado. El Squonk es muy hosco y generalmente viaja a la hora del crepúsculo. La piel, que está cubierta de verrugas y lunares, no le calza bien; los mejores jueces declaran que es el más desdichado de todos los animales. Rastrearlo es fácil, porque llora continuamente y deja una huella de lágrimas. Cuando lo acorralan y no puede huir o cuando lo sorprenden y lo asustan, se disuelve en lágrimas. Los cazadores de Squonks tienen más éxito en las noches de frío y de luna, cuando las lágrimas caen despacio y al animal no le gusta moverse; su llanto se oye bajo las ramas de los oscuros arbustos de cicuta.

»El señor J. P. Wentling, antes de Pennsylvania y ahora establecido en St. Anthony Park, Minnesota, tuvo una triste experiencia con un Squonk cerca de Monte Alto. Había remedado el llanto del Squonk y lo había inducido a meterse en una bolsa, que llevaba a su casa, cuando de pronto el peso se aligeró y el llanto cesó. Wentling abrió la bolsa; sólo quedaban lágrimas y burbujas.»



William T. Cox.
Fearsome Creatures of the Lumberwoods
Washington, 1910


En Jorge Luis Borges y Margarita Guerrero
Manual de Zoología Fantástica (1957)
Luego, en El Libro de los Seres Imaginarios (1967)
Y en Obras Completas en Colaboración 
©María Kodama (1995) y ediciones posteriores
Retrato de Jorge Luis Borges en publicación periódica s/d





Georges Charbonnier: «El escritor y su obra. Ocho entrevistas con JLB» 8. Última conversación







Georges Charbonnier: Jorge Luis Borges, me parece que podría yo agrupar la mayor parte de sus cuentos de dos maneras. Que podría, por ejemplo, poner de un lado Pierre Menard y La Biblioteca de Babel, y por otro lado El inmortal, Funes, La busca de Averroes, La escritura del Dios.
En efecto, independientemente de los símbolos que se desprenden de sus obras, independientemente de la organización de símbolos que se manifiesta en cada uno de sus cuentos…

Jorge Luis Borges: Perdón. Antes de conocer su tesis —yo que sólo soy el autor de esas historias— pondría yo La Biblioteca de Babel junto a El inmortal. Pero, si la otra clasificación le es más cómoda, o le parece más lógica, o más verdadera que la mía, no está en mí discutirlo.

G. C.: No aventuré una palabra tan fuerte como la de clasificación…

J. L. B.: Por lo demás, no se trata de una polémica. Una manera de sentir las cosas es mucho más importante que las clasificaciones, que sólo son comodidades de la intelección.

G. C.: No quería hacer una clasificación. Me asombra haber sido llevado a hacer cierta distinción. En El inmortal, en Funes, en Averroes o en La escritura del Dios, ¿qué me impresionó antes de ser sensible a las organizaciones lógicas? Visiones. Veo. Cuadros. Colores. Formas. Tal como lo describió usted de manera muy rápida, primero veo. Después comprendo. Y comprendo cosas que poca relación tienen con lo que veo. Cosas distintas. Por el contrario, cuando se trata de Pierre Menard y de Babel, la visión no es lo primero.

J. L. B.: En cuanto a La Biblioteca de Babel, creo que podemos imaginárnosla. Un artista del que he olvidado el nombre me envió una ilustración para La Biblioteca de Babel: un laberinto muy bello de escaleras, cuartos, bibliotecas, etc. Todo ello hacía pensar en Piranesi.

G. C.: Yo quería expresar la idea de que algunos de sus cuentos imponen una visión independiente del espacio que haya reservado a lo descriptivo. Imponen un cuadro, en el sentido pictórico del término. Otros, quizá más descriptivos, se imponen menos —hago la reserva: para mí— como cuadros.

J. L. B.: Por lo demás, no creo en las descripciones. Creo que las descripciones son en general muy falsas. Que no hay que tratar de describirlas. Más bien hay que sugerir algo. Si un novelista le habla de un hombre de barba negra, lo imagina usted en seguida. Si, más lejos, le dice que el hombre tiene la nariz muy corta y usted la ha imaginado larga, conservará la imagen de una nariz larga. Si, aún más adelante, se le dan detalles sobre el color de los ojos, sobre la tez, etc… y si esto no coincide con su primera imagen, no la aceptará usted, la rechazará.
Recuerdo el caso de Henry James. Se intentaba hacer una edición ilustrada de sus obras. James recalcó que la imagen visual se impone al espectador de una manera simultánea, mientras que él sólo podía escribir en sucesión. La ilustración sería pues más fuerte que la descripción —sucesiva— que había hecho. Aceptó un ilustrador a condición de que no ilustrara nada en particular. Exigió del ilustrador que hiciera imágenes cuyo ambiente, la Stimmung, como se dice en alemán, fuera poco más o menos el de sus cuentos. Pero, por ejemplo, de ningún modo quería que se hicieran retratos de sus héroes y heroínas. Si no, el texto entraría en competencia con la imagen y, fatalmente, sería vencido por la ilustración. El ilustrador muestra una cabeza: usted la ve en seguida. Para describirla le hacían falta a James unas cuarenta o cincuenta líneas, y el resultado no podía ser tan fuerte como la imagen inmediata, un poco tiránica, del ilustrador.

G. C.: Informaba a usted, hace un rato, de una sensación que tuvieron igualmente otros lectores. La discusión nos condujo —a mis amigos y a mí— a esto: en cierto número de sus cuentos impone usted una visión. La visión —fuerte— precede naturalmente a la intelección. En otros cuentos, por el contrario, no sólo no se ve sino que no hay necesidad de ver. Uno se abandona al placer intelectual, sólo está movido por un arte combinatoria sin imagen o mucho menos rica en imágenes.

J. L. B.: Evidentemente, esto es pobreza.

G. C.: No lo creo así.

J. L. B.: Es decir, que La Biblioteca de Babel es fracasada y las demás lo son menos.

G. C.: ¡Ah, no lo creo así! Digamos que hay una diferencia. Estamos en presencia de tejidos literarios de naturaleza distinta. Yo querría analizar las razones de esta diferencia.

J. L. B.: Yo no las conozco. Me imagino La Biblioteca de Babel. La imagino como una pesadilla, pero la imagino. Se la ha ilustrado, como acabo de decírselo, de una manera sorprendente. Quizá las imágenes propuestas por la ilustración no vengan directamente del texto. Quizá sólo eran creación yuxtapuesta.

G. C.: ¿Funes le aporta imágenes visuales?

J. L. B.: Sí. Lo publiqué en el diario La Nación con una ilustración del dibujante Alejandro Cirio. Hizo una cabeza muy bella para Funes: un hombre con un poco de sangre indígena, con un aire de infinita tristeza y que no tiene aspecto inteligente. Un hombre joven, envejecido, agobiado. Es una ilustración muy bella. Todavía la tengo en mi casa. Recuerdo que escribí al ilustrador para felicitarlo. Se veía que había leído el texto de tal manera que le permitió representar esa cara que yo imaginaba de una manera mucho más abstracta. No creo tener mucha imaginación visual, sobre todo en la actualidad, que casi no veo. En este mismo momento en que hablo con usted, no veo los rasgos de su figura, ni el color de su corbata, ni el color de sus ojos, ni el de sus cabellos. Todo ello se me escapa.
Para mí, todo ello existe de una manera descolorida y como si fuera a través de una bruma.
Hay un cuento, Hombre de esquina rosada, que escribí voluntariamente como una serie de imágenes. En ese tiempo admiraba mucho a un director de escena al que casi se ha olvidado, Josef von Sternberg. No sé si lo habrá conocido. Quizá era de una época anterior a la suya; hizo muy buenas películas de gángsters, con Georges Bancroft, William Powell. Hizo películas que se llamaron Under-world, The Docks of New York, The Dragnet. Eran muy buenas, sorprendentes, y quise escribir mi historia a su manera. Antes que nada visual. En el momento en que Sternberg alcanzó la cima del cine llegó el cine sonoro. Hubo que volver a empezar. Se hicieron óperas, para ser oídas, y se le olvidó. En seguida, Sternberg hizo películas bastante mediocres con Marlene Dietrich. Éstas son más conocidas que las otras, las de los principales, que eran fuertes, lacónicas.

G. C.: ¿La escritura del Dios le trae imágenes visuales?

J. L. B.: Sí. La escritura del Dios es también una historia autobiográfica. Pasé once días con sus noches en cama, bajo un calor argentino. Era el mes de enero. A veces llega la temperatura a los 40 grados. Me habían operado de los ojos. Tuve que guardar cama once días y once noches. Estaba acostado de espaldas y se me prohibió moverme. A veces dormía. Pero, aun dormido, estaba encadenado.
Entonces tuve la idea del hombre encadenado, acostado sobre la espalda. Esta idea está en esa historia. También hay en La escritura del Dios una idea que se encuentra en la Cábala y en Léon Bloy también. (Un escritor francés al que quiero mucho. No desde el punto de vista moral, creo que debió de ser una persona muy desagradable. Pero tenía una gran imaginación). La idea de que todo, en el universo, es una especie de escritura. Quincey tuvo también esta idea. Dijo que aun las cosas más pequeñas podían ser espejos secretos de las mayores.
Entonces pensé en una escritura en la que estaría fijado el secreto del universo. Pensé en una visita que hice —creo que era muy niño— al jardín zoológico de Buenos Aires. Pensé que las manchas sobre la piel del jaguar, del leopardo, parecían signos. Uní estos dos elementos: la experiencia espantosa —estar inmóvil y encadenado— y la idea de las manchas, escritura sobre la piel del jaguar. Por otro lado, acababa de leer libros sobre la experiencia mística, sobre la posibilidad de comunicarla. De estas tres cosas surgió la historia. El traductor alemán le encontró un título muy bello. No La escritura del Dios, sino Die Theologen, es decir, Los teólogos.

G. C.: ¿A qué impulso inicial respondió El jardín de senderos que se bifurcan?

J. L. B.: Creo que en su origen hay dos ideas: la idea del laberinto, que siempre me ha obsesionado, y del mundo como laberinto, y también una idea que sólo es de novela policíaca, la idea de un hombre que mata a un desconocido para atraer sobre sí la atención de los demás. Por eso tuve que inventar esta historia, tan inverosímil por lo demás, del espía que se encuentra en Inglaterra, del relato chino, etcétera.
Al comienzo sólo tenía una idea bastante modesta. Por lo demás, esta historia, que obtuvo un premio, no obtuvo el primer premio sino el segundo en la revista Ellery Queen de Estados Unidos. ¡Algunos dólares gané con ella! Creo que más importante que la historia policíaca es la idea, es la presencia del laberinto, y después la idea de un laberinto perdido. Me divertí con la idea, no de perderse en un laberinto, sino en un laberinto que a su vez él mismo se pierde. Ahí hay algo que me pareció gracioso y que estimuló mi imaginación.

G. C.: Le planteé preguntas muy vecinas sobre sus cuentos. La respuesta casi siempre ha sido formada con estas palabras: «Hay dos ideas».

J. L. B.: ¡Ah! ¿Es que usted tiene la impresión de que, quizá, no hay ninguna?

G. C.: ¡No! Siempre ha respondido usted: «Hay dos ideas». Pero estas dos ideas se sitúan siempre en dos planos extremadamente disímiles.

J. L. B.: Del todo distintos. Por un lado, hay el plano intelectual, el plano matemático, por decirlo así. El otro plano es el poético. La idea de restituir de una o de otra manera experiencias o estados de ánimo. Sus preguntas me han revelado que esos dos planos, esas dos caras, deben estar presentes siempre —juntas— en un libro.

G. C.: Siempre están presente en sus libros.

J. L. B.: El anverso y reverso de la medalla, ¿no?

G. C.: Siempre hay varios planos en sus obras y esto es importante para la génesis de la obra.

J. L. B.: Un libro que quiere durar es un libro que debe poder leerse de muchas maneras. Que, en todo caso, debe permitir una lectura variable, una lectura cambiante. Cada generación lee de una manera distinta los grandes libros.
Inútil es hablar de la Biblia.
Es evidente.
Evidente y cierto.
Al mismo tiempo.







Georges Charbonnier, El escritor y su obra
Ocho entrevistas de Georges Charbonnier con Jorge Luis Borges
Título original: Entretiens avec Jorge Luis Borges
Georges Charbonnier, 1967
Traducción: Martí Soler
Imagen arriba: Borges. Otra escultura en metal de Pablo Salvador Rocha


6/2/19

Jorges Luis Borges: La conducta novelística de Cervantes








Ningún otro destino escrito fue tan dejado de la mano de su dios como Don Quijote. Ninguna otra conducta de novelista fue tan deliberadamente paradójica y arriesgada como la de Cervantes. Así la tesis que me he determinado a presentar y a razonar en esta alegación.

Antes conviene aliviarse de dos errores. Uno es la antigua equivocación que ve en el Quijote una pura parodia de los libros de caballería: suposición que el mismo Cervantes, con perfidia que entenderemos después, se ha encargado de propalar. Otro es el también ya clásico error que hace de esta novela una repartición de nuestra alma en dos apuradas secciones: la de la siempre desengañada generosidad y la de lo práctico. Ambas lecturas son achicadoras de lo leído: ésta lo desciende a cosa alegórica, y hasta de las más pobres; aquélla lo juzga circunstancial y tiene que negarle (aunque así no fuera su voluntad) una permanencia larga en el tiempo. Además, ni lo paródico ni lo alegórico son valederas manifestaciones de arte: lo primero no es más que el revés de otra cosa y ésta le hace tanta falta para existir, como la luz y el cuerpo a la sombra; lo último es una categoría gramatical más que literaria, una seudo humanización de voces abstractas por medio de mayúsculas. El Quijote no es ninguna de esas ausencias: es la venerable y satisfactoria presentación de una gran persona, pormenorizada a través de doscientos trances, para que lo conozcamos mejor. Es decir, no es ni más ni menos que el título. Cervantes, en hecho de verdad, fue un hagiógrafo, pero no es la casi santidad de Alonso Quijano lo que interesa hoy a mi pluma, sino lo desaforado del método de Cervantes para convencernos bien de ella. Este método no es el usual de la persuasión; es otro insospechable y secreto que provoca, sin traicionarse nunca, una reacción compasiva o hasta enojada frente a las indignidades sin fin que injurian al héroe. Cervantes teje y desteje la admirabilidad de su personaje. Imperturbable, como quien no quiere la cosa, lo levanta a semidiós en nuestra conciencia, a fuerza de sumarias relaciones de su virtud y de encarnizadas malandanzas, calumnias, omisiones, postergaciones, incapacidades, soledades y cobardías.

El procedimiento se trasluce con seguridad en la primera parte, tan secundaria en mérito. Allí menudean las cargosas retahílas de palos y puñetazos, censuradas con aparente justicia por nuestro Groussac. En la segunda, las tentaciones en que puede caer el lector son más considerables y más sutiles. El arte de Cervantes, diez años mayor, asume aquí toda la audacia peligrosísima de su destreza y pone a Don Quijote, no ya en el inventado riesgo de que le peguen, sino en el verdadero y muy serio de que le perdamos cariño. Diré algunos ejemplos, no todos, de ese incomparable jugarse entero del escritor.

Los de soledad son de no acabar. Don Quijote es la única soledad que ocurre en la literatura del mundo. Prometeo, amarrado a la visible peña caucásica, siente la compasión del universo a su alrededor y es visitado por el Mar, caballero anciano en su coche, y por el especial enojo de Zeus. Hamlet despacha concurridos monólogos y triunfa intelectualmente, sin apuro en las antesalas de su venganza, sobre cuantos conviven con él. Raskolnikov, el ascético y razonador asesino de Crimen y castigo, sabe que todos sus minutos son novelados y ni la borra de sus sueños se pierde. Pero Don Quijote está solo, dejadamente solo, y cualquier eventualidad lo interrumpe. Ése es el necesario sentido de los Crisóstomos, de las Marcelas, de los cautivos y de las otras curiosas impertinencias que interceptan a cada vuelta de hoja la presencia del héroe y que tanto escándalo y vacilación han puesto en la crítica. Ni siquiera en los últimos trámites de su muerte (gran posesión y dramaticidad de todo vivir, por pobre que sea) consigue Don Quijote ocupar la franca y solemne atención de su historiador. Éste lo hace arrepentirse de su heroísmo, apostasía inútil, para mencionar después casualmente y en la mitad de un párrafo, que falleció. El cual, entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaban, dio su espíritu: quiero decir que murió. Así, con aparatoso desgano, se despidió Miguel de Cervantes de Don Quijote.

Tampoco la inconsciencia de su rareza (especie de inocente nube para sí en que viajan los dioses) le fue concedida al caballero por su cronista. Hay un lugar, patético, en que Don Quijote habla directamente de su locura y se sabe loco y lo dice. Es la aventura contemplativa y extática de los santos. Don Quijote discurre acerca de ellos y piensa al fin:

Ellos conquistaron el cielo a fuerza de brazos, porque el cielo padece fuerza, y yo hasta ahora no sé lo que conquisto a fuerza de mis trabajos; pero si mi Dulcinea del Toboso saliese de los que padece, mejorándose mi ventura y adobándoseme el juicio, podría ser que encaminase mis pasos por mejor camino del que llevo. Otro más llevadero, es aquel en que Don Quijote conversa sobre la ridiculez de su traza: Así que señor gentilhombre, ni este caballo… ni la amarillez de mi rostro, ni mi atenuada flaqueza os podrá admirar de aquí adelante... (segunda parte, capítulo XVI).

Pero el ejemplo más iluminativo de cuantos puedo recordar aquí, es el tan festejado como no entendido capítulo que trata de los consejos a Sancho. Hasta don Américo Castro (en su libro encaminado a probar que Cervantes vivió de veras en el siglo dieciséis y en su atmósfera) se limita a emparejar los consejos de Don Quijote con los de Isócrates y a declarar el contenido ético de esas moralidades. Admite sin embargo que los consejos en sí nada tienen de insólito, en cuanto a las ideas, y su mayor interés reside en los reflejos que provocan en Sancho y en el ambiente de ironía y buena gracia que envuelve el diálogo (El pensamiento de Cervantes, página 359). Yo voy más lejos; los consejos para mí no son lo que importa, sino el hecho de darlos. Reanímese la escena: Sancho, por decisión burlona del duque acaba de ser nombrado gobernador de una ínsula, que no por apócrifa y tirada en medio del campo, es menos codiciable. En esto llegó Don Quijote y sabiendo lo que pasaba…, con licencia del duque le tomó de la mano y se fue con él a su estancia con intención de aconsejarle cómo se había de haber en su oficio. Entrados, pues, en su aposento, cerró tras sí la puerta, e hizo casi por fuerza que Sancho se sentase junto a él. Apurado y coercitivo está Don Quijote en dar esos consejos, que el escudero subido a gobernador no ha pedido y que son más bien una continuación de la autoridad del hidalgo. ¡Qué insinuaciones las de su prólogo! Tú, que para mí sin duda alguna eres un porro, sin madrugar, sin trasnochar y sin hacer diligencia alguna, con sólo el aliento que te ha tocado de la andante caballería, sin más ni más te ves gobernador de una ínsula, como quien no dice nada. Todo esto digo, oh Sancho, para que no atribuyas a tus merecimientos la merced recibida, sino que desgracias al cielo que dispone suavemente las cosas, y después las darás a la grandeza que en sí encierra la profesión de la caballería andante. Dispuesto, pues, el corazón a creer lo que te he dicho, está, oh hijo, atento a este tu Catón, que quiero aconsejarte, y ser norte y guía que te encamine y saque a seguro puerto… Del conocerte saldrá el no hincharte como la rana que quiso igualarse con el buey; que si esto haces, vendrá a ser feos pies de la rueda de tu locura la consideración de haber guardado puercos en tu tierra. ¿No está induciéndonos aquí Miguel de Cervantes a que palpemos envidia en el carácter honestísimo de Don Quijote? ¿No es más odiosa la sola insinuación de esa envidia que esa otra obscena aventura en que tirado Don Quijote en el campo, cruza una piara de cerdos encima de él?

Atropellos y desmanes son los que dije que evidencian la confianza de su escritor en la invulnerabilidad central de su héroe. Sólo en Cervantes ocurren valentías de ese orden.



En El idioma de los argentinos
Buenos Aires, Manuel Gleizer, 1928
Viñetas de A. Xul Solar

Publicado en 1928 en una tirada de quinientos ejemplares, al igual que dos años antes El tamaño de mi esperanza, El idioma de los argentinos corrió la misma suerte que este último e Inquisiciones, quedando oficialmente desterrado de la obra del autor, quien no obstante recuperó textos sueltos de estos libros para la edición de sus obras en la prestigiosa colección francesa de La Pléiade.

Luego:
© 1995 María Kodama
© 2016 Buenos Aires, Penguin Random House
@ 2011 y 2016 Obras completas (Editorial Sudamericana)

Imagen: 
Supuesto retrato de Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1615) atribuido a Juan de Jáuregui. Aunque Cervantes escribió, en el Prólogo a las Novelas ejemplares, que Juan de Jáuregui le había retratado, no hay ninguna documentación que asegure que éste sea de Jáuregui y menos que represente a Cervantes. No existe ningún retrato auténtico de Cervantes. Vía


4/2/19

Jorge Luis Borges reseña «Introduction à la Poétique», de Paul Valéry





10 de junio de 1938


El insigne poeta y mejor prosista Paul Valéry está dictando un curso de poética en el Collège de France. Este volumen breve y precioso recoge su primera lección. En sus páginas, Valéry ha formulado con limpidez los problemas esenciales de la poética: problemas acaso solubles. Valéry —como Croce— piensa que todavía no tenemos una Historia de la Literatura y que los vastos y venerados volúmenes que usurpan ese nombre son una Historia de los Literatos, más bien. Valéry escribe: «La Historia de la Literatura no debería ser la historia de los autores y de los accidentes de su carrera o de la carrera de sus obras, sino la Historia del Espíritu como productor o consumidor de literatura. Esa historia podría llevarse a término sin mencionar a un solo escritor. Podemos estudiar la forma poética del Libro de Job o del Cantar de los Cantares, sin la menor intervención de la biografía de sus autores, que son enteramente desconocidos».

No menos técnica, no menos esencialmente clásica, es la definición que propone de la literatura. «La Literatura es y no puede ser otra cosa que una especie de extensión y de aplicación de ciertas propiedades del Lenguaje». Y luego: «¿No es acaso el Lenguaje la obra maestra de las obras maestras literarias, ya que toda creación literaria se reduce a una combinación de las potencias de un vocabulario determinado, según formas establecidas una vez por todas?» Eso, en la página 12. En cambio, la página 40 señala que las obras del espíritu sólo existen en acto, y que ese acto presupone evidentemente un lector o un espectador.

Si no me engaño, esa observación modifica muchísimo la primera y hasta la contradice. Una parece reducir la literatura a las combinaciones que permite un vocabulario determinado; la otra declara que el efecto de esas combinaciones varía según cada nuevo lector. La primera establece un número elevado pero finito de obras posibles; la segunda, un número de obras indeterminado, creciente. La segunda admite que el tiempo y sus incomprensiones y distracciones colaboran con el poeta muerto. (No sé de un ejemplo mejor que el erguido verso de Cervantes:

¡Vive Dios, que me espanta esta grandeza!*

Cuando lo redactaron, vive Dios era interjección tan barata como caramba, y espantar valía por asombrar. Yo sospecho que sus contemporáneos lo sentirían así:

¡Vieran lo que me asombra este aparato!

o cosa vecina. Nosotros lo vemos firme y garifo. El tiempo —amigo de Cervantes— ha sabido corregirle las pruebas.)


[*] Con tino y generosamente, Marcelo Zapata apunta que Borges cita de memoria y erróneamente ¡Vive Dios, que me espanta esta grandeza! El soneto de Cervantes dice ¡Voto Dios, que me espanta esta grandeza! Lo he verificado en todas las ediciones (papel) a mi disposición y en las digitales. Sin embargo, encuentro un manuscrito temprano de Cervantes con la versión que cita Borges.





Jorge Luis Borges: Textos cautivos (1986)
Antología de trabajos publicados por JLB en la revista El Hogar entre 1936 y 1940
Edición de Enrique Sacerio-Garí y Emir Rodríguez Monegal
© María Kodama, 1995
© Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2016






















Foto arriba:
Paul Valéry à sa table de travail, Paris, ca 1930 -by Germaine Krull
from sothebys



2/2/19

Jorge Luis Borges: Nota sobre "La tierra purpúrea"






Esta novela primogénita de Hudson es reducible a una fórmula tan antigua que casi puede comprender la Odisea; tan elemental que sutilmente la difama y la desvirtúa el nombre de fórmula. El héroe se echa a andar y le salen al paso sus aventuras. A ese género nómada y azaroso pertenecen el Asno de Oro y los fragmentos del Satiricón; Pickwick y el Don Quijote; Kim de Lahore y Don Segundo Sombra de Areco. Llamar novelas picarescas a esas ficciones me parece injustificado: en primer término, por la connotación mezquina de la palabra; en segundo, por sus limitaciones locales y temporales (siglo dieciséis español, siglo diecisiete). El género es difícil, por lo demás. El desorden, la incoherencia y la variedad no son inaccesibles, pero es indispensable que los gobierne un orden secreto. He citado algunos ejemplos ilustres; quizá no haya uno que no exhiba defectos evidentes. Cervantes moviliza dos tipos: un hidalgo "seco de carnes", alto, ascético, loco y altisonante; un villano carnoso, bajo, comilón, cuerdo y dicharachero: esa discordia tan simétrica y persistente acaba por quitarles realidad, por disminuirlos a figuras de circo. Kipling inventa un Amiguito del Mundo Entero, el libérrimo Kim; después, imperdonablemente, le da el horrible oficio de espía. Anoto sin animadversión esas lacras; lo hago para juzgar The Purple Land con pareja sinceridad.


El mayor defecto de esta novela es (me parece) la vana y fatigosa complejidad de ciertas aventuras. Pienso en las del final: son lo bastante complicadas para fatigar la atención, pero no para interesarla. En esos onerosos capítulos, Hudson parece no entender que el libro es sucesivo (casi tan puramente sucesivo como los viajes de Simbad o como el Buscón) y lo entorpece de artificios inútiles. En realidad, su novela tiene dos argumentos. El primero visible: las aventuras del inglés Richard Lamb en la Banda Oriental. El segundo, íntimo, invisible: el acriollamiento de Lamb, su conversión gradual a una moralidad cimarrona que recuerda un poco a Rousseau y prevé un poco a Nietzsche. Sus Wanderjahre son Lehrjahre también.

Quizá ninguna de las obras de la literatura gauchesca aventaje a The Purple Land. Sería deplorable que tres o cuatro errores o erratas (Camelones por Canelones, Aria por Arias, Gumesinda por Gumersinda) nos escamotearan esa verdad... The Purple Land es fundamentalmente criolla. En Ascasubi hay una felicidad no menor, hay rasgos más vívidos, pero están inconexos y secretos en tres tomos incidentales, de cuatrocientas páginas cada uno. El Martín Fierro (pese al proyecto de canonización de Lugones) está falseado por inconvincentes bravatas y por una quejumbre casi italiana; Don Segundo, por el afán de magnificar las tareas más inocentes. Nadie ignora que su narrador es un gaucho; de ahí lo doblemente injustificado de ese gigantismo teatral que hace de un arreo de novillos una función de guerra. Güiraldes ahueca la voz para referir los trabajos cotidianos del campo; Hudson (como Ascasubi, como Hernández, como Eduardo Gutiérrez) narra con toda naturalidad hechos acaso atroces.

Alguien observará que en The Purple Land el gaucho no figura sino de modo lateral, secundario. Tanto mejor para la veracidad del retrato, cabe responder. El gaucho es hombre taciturno, el gaucho desconoce, o desdeña, las complejas delicias del recuerdo y de la introspección; mostrarlo autobiográfico y efusivo, ya es deformarlo.

Otro acierto de Hudson es el geográfico. Nacido en la provincia de Buenos Aires, en el círculo mágico de la pampa, elige sin embargo la tierra cárdena donde la montonera fatigó sus primeras y últimas lanzas: el Estado Oriental. Esta elección propicia le permite enriquecer el destino de Richard Lamb con el azar y con la variedad de la guerra: azar que favorece las ocasiones del amor vagabundo. Macaulay, en su artículo sobre John Bunyan, se maravilla de que las imaginaciones de un hombre sean con el tiempo recuerdos personales de muchos otros. Las de Hudson perduran en la memoria: el gaucho ensimismado que pita con fruición el tabaco negro, antes de la batalla; la muchacha que se da a un forastero, en la secreta margen de un río.

Mejorando una frase que James Boswell ha divulgado, Hudson refiere que muchas veces en la vida emprendió el estudio de la metafísica, pero que siempre lo interrumpió la felicidad. La frase (una de las más hermosas del mundo) es típica del hombre y del libro. Pese a la brusca sangre derramada y a las separaciones, The Purple Land es de los pocos libros felices que nos han deparado los siglos. (Otro, también americano, también de sabor casi paradisíaco, es el Huckleberry Finn de Mark Twain).



Guillermo Enrique Hudson, Antología, Buenos Aires, Losada, 1941
Luego en Textos recobrados 1931-1955 
© María Kodama 2001
© Emecé Editores 2001

Otra versión de este texto en dario La Nación, 3 de agosto de 1941, con el título 
"Nota sobre The Purple Land", recogido después en J. L. Borges Otras inquisiciones
Buenos Aires, Emecé Editores, 1960 con el título "Sobre The Purple Land".

Imagen: Picture of William Henry Hudson. Unknown author (1918)
Frontispiece of Far Away and Long Ago (New York: E. P. Dutton & Co.) 






31/1/19

Jorge Luis Borges: "Florida" y "Boedo"









Un movimiento enjuiciado por sus actores y por los artistas de hoy (1957)


Al respecto, no diré nada nuevo, sino lo ya conocido y expresado otras veces. Un día, dos espíritus inquietos, Ernesto Palacio y Roberto Mariani, deciden, con fines de publicidad, iniciar un “movimiento literario”. Se le suman entonces Evar Méndez, Oliverio Girondo y otros, dispuestos, claro está, a crear un movimiento aquí, remedo de la vida literaria, como suele acontecer en París. Para tener resonancia y éxito, debía ser ruidoso y comercial. Así fue. El calificativo de “Florida” correspondió al centro de la ciudad, y el de “Boedo”, al suburbio. Creo que al principio no participé en el movimiento “Florida” porque estaba atareado en mis poemas orilleros y me molestaba estar en “Florida”. Por entonces solía concurrir a largas y apartadas tertulias, para conocer, ver y escuchar a “tipos de orilla”. Andaba por glorietas, recreos y demás lugares de concurrencia de esa clase de payadores y cantores. 

“Florida” y “Boedo” existieron de verdad, aunque no definidos netamente. Así, por ejemplo, Nicolás Olivari estaba en “Boedo” y publicaba en “Florida”. Raúl González Tuñón comenzó actuando en “Boedo” y luego pasó a “Florida”. González Lanuza era comunista y actuaba en Insurrexit. En aquellos tiempos la política no tenía la pasión de hoy. La idea de hacer un arte formal parece pertenecer a las derechas. El arte naturalista y el realista siempre han pertenecido a las izquierdas. La política, en aquel entonces, no nos dividía. 

Mi impresión es ésta. Los de “Boedo”, de arte comprometido y social, y los de “Florida”, de tendencias puristas —el arte por el arte—. Los de “Boedo” eran seguidores de Emilio Zola, Máximo Gorki, Panait Istrati. Su meridiano pasaba por Rusia y también por Francia. En realidad, los de “Florida” eran de una tendencia derivada de Lugones, aunque públicamente éramos enemigos de él. También lo éramos un poco por motivos políticos, y porque le debíamos demasiado y no queríamos confesarlo. Éramos todos seguidores del Lunario sentimental. No hubo, no hay metáfora que las generaciones de Lugones utilizaron que no la hubiera expresado él. 

Como precursores del movimiento “Florida” deben citarse también a Güiraldes y su Cencerro de cristal, poesía ultraísta. 

“Florida” era, pues, de cierta manera, una revolución literaria, un tanto espectacular, otro poco ruidosa; no obstante, fructífera. Algunos resultados dio. No debe olvidarse que el movimiento de “Florida” procedió de otro anterior: “Martín Fierro”. 

Roberto Arlt, y otros como él, procedían de “Boedo” y publicaban en Claridad, que editaba Antonio Zamora. 

Vean ustedes cómo se producen los hechos. El movimiento fue invención de dos escritores: Ernesto Palacio y Roberto Mariani; uno tomó rumbo a la derecha y el otro derivó a la izquierda… 

Excepto Flaubert, todas las grandes novelas están escritas en el lenguaje y en la sintaxis de la época. De ahí su grandeza. Su importancia. Nadie debe ignorarlo. Toda novela contiene la parte oral de sus personajes. Cuando éstos actúan, no lo hacen con la sintaxis académica ni con los vocablos ajustados. Por eso Cervantes, Gorki, Dostoievski y muchos otros comenzaron por adquirir fama fuera de su país para imponerse más tarde en el propio. Siempre ha pasado y pasa lo mismo. Ya [Arnold] Bennet dijo: “El novelista no debe jamás buscar la belleza; debe encontrarla siempre”. 

En cuanto a la influencia en el teatro, el movimiento de “Florida”, que yo sepa, no tuvo influencias. En aquella época no había teatro independiente. El teatro era muy comercial. A mí, personalmente, me gustaban los sainetes, pero como los de Vacarezza y Pacheco. Eran sainetes buenos. ¿Y qué más se puede decir sobre todo esto? Creo que nada más. 




En diario Clarín, Buenos Aires, 19 de julio de 1959
A la encuesta de Clarín, responden también 
en este número Ernesto Palacio y Álvaro Yunque


Luego, en Textos recobrados 1956-1986 (1987)
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© 2003 María Kodama
© 2003 Editorial Emecé

Imagen: Jorge Luis Borges en dibujo de Miguel Herranz



29/1/19

Jorge Luis Borges: Historia del tango. El tango pendenciero






XI. Historia del tango

Vicente Rossi, Carlos Vega y Carlos Muzzio Sáenz Peña, investigadores puntuales, han historiado de diversa manera el origen del tango. Nada me cuesta declarar que suscribo a todas sus conclusiones, y aun a cualquier otra. Hay una historia del destino del tango, que el cinematógrafo periódicamente divulga; el tango, según esa versión sentimental, habría nacido en el suburbio, en los conventillos (en la Boca del Riachuelo, generalmente, por las virtudes fotográficas de esa zona); el patriciado lo habría rechazado, al principio; hacia 1910, adoctrinado por el buen ejemplo de París, habría franqueado finalmente sus puertas a ese interesante orillero. Ese Bildungsrornan, esa «novela de un joven pobre», es ya una especie de verdad inconcusa o de axioma; mis recuerdos (y he cumplido los cincuenta años) y las indagaciones de naturaleza oral que he emprendido, ciertamente no la confirman.

  He conversado con José Saborido, autor de «Felicia» y de «La morocha», con Ernesto Poncio, autor de «Don Juan», con los hermanos de Vicente Greco, autor de «La viruta» y de «La Tablada», con Nicolás Paredes, caudillo que fue de Palermo, y con algún payador de su relación. Los dejé hablar; cuidadosamente me abstuve de formular preguntas que sugirieran determinadas contestaciones. Interrogados sobre la procedencia del tango, la topografía y aun la geografía de sus informes era singularmente diversa: Saborido (que era oriental) prefirió una cuna montevideana; Poncio (que era del barrio del Retiro) optó por Buenos Aires y por su barrio; los porteños del Sur invocaron la calle Chile; los del Norte, la meretricia calle del Temple o la calle Junín.

  Pese a las divergencias que he enumerado y que sería fácil enriquecer interrogando a platenses o a rosarinos, mis asesores concordaban en un hecho esencial: el origen del tango en los lupanares. (Asimismo en la data de ese origen, que para nadie fue muy anterior al ochenta o posterior al noventa). El instrumental primitivo de las orquestas —piano, flauta, violín, después bandoneón— confirma, por el costo, ese testimonio; es una prueba de que el tango no surgió en las orillas, que se bastaron siempre, nadie lo ignora, con las seis cuerdas de la guitarra. Otras confirmaciones no faltan: la lascivia de las figuras, la connotación evidente de ciertos títulos («El choclo», «El fierrazo»), la circunstancia, que de chico pude observar en Palermo y años después en la Chacarita y en Boedo, de que en las esquinas lo bailaban parejas de hombres, porque las mujeres del pueblo no querían participar en un baile de perdularias. Evaristo Carriego la fijó en sus Misas herejes:
  
    En la calle, la buena gente derrocha
    sus guarangos decires más lisonjeros,
    porque al compás de un tango, que es «La morocha»,
    lucen ágiles cortes dos orilleros.  

  En otra página de Carriego se muestra, con lujo de afligentes detalles, una pobre fiesta de casamiento; el hermano del novio está en la cárcel, hay dos muchachos pendencieros que el guapo tiene que pacificar con amenazas, hay recelo y rencor y chocarrería, pero
  
    El tío de la novia, que se ha creído
    obligado a fijarse si el baile toma
    buen carácter, afirma, medio ofendido;
    que no se admiten cortes, ni aun en broma…
    —Que, la modestia a un lado, no se la pega
    ninguno de esos vivos… seguramente.
    La casa será pobre, nadie lo niega,
    todo lo que se quiera, pero decente—.  

  El hombre momentáneo y severo que nos dejan entrever, para siempre, las dos estrofas, significa muy bien la primera reacción del pueblo ante el tango, ese reptil de lupanar como lo definiría Lugones con laconismo desdeñoso (El payador, página 117). Muchos años requirió el Barrio Norte para imponer el tango —ya adecentado por París, es verdad— a los conventillos, y no sé si del todo lo ha conseguido. Antes era una orgiástica diablura; hoy es una manera de caminar.


  El tango pendenciero

  La índole sexual del tango fue advertida por muchos, no así la índole pendenciera. Es verdad que las dos son modos o manifestaciones de un mismo impulso, y así la palabra hombre, en todas las lenguas que sé, connota capacidad sexual y capacidad belicosa, y la palabra virtus, que en latín quiere decir coraje, procede de vir, que es varón. Parejamente, en una de las páginas de Kim un afghán declara: «A los quince años, yo había matado a un hombre y procreado a un hombre» (When I was fifteen, I had shot my man and begot my man), como si los dos actos fueran, esencialmente, uno.

  Hablar de tango pendenciero no basta; yo diría que el tango y que las milongas, expresan directamente algo que los poetas, muchas veces, han querido decir con palabras: la convicción de que pelear puede ser una fiesta. En la famosa Historia de los Godos que Jordanes compuso en el siglo VI, leemos que Atila, antes de la derrota de Châlons, arengó a sus ejércitos y les dijo que la fortuna había reservado para ellos los júbilos de esa batalla (certaminis hujus gaudia). En la Ilíada se habla de aqueos para quienes la guerra era más dulce que regresar en huecas naves a su querida tierra natal y se dice que Paris, hijo de Príamo, corrió con pies veloces a la batalla, como el caballo de agitada crin que busca a las yeguas. En la vieja epopeya sajona que inicia las literaturas germánicas, en el Beowulf, el rapsoda llama sweorda gelac (juego de espadas) a la batalla. Fiesta de vikings le dijeron en el siglo XI los poetas escandinavos. A principios del siglo XVII, Quevedo, en una de sus jácaras, llamó a un duelo danza de espadas, lo cual es casi el juego de espadas del anónimo anglosajón. El espléndido Hugo, en su evocación de la batalla de Waterloo, dijo que los soldados, comprendiendo que iban a morir en aquella fiesta (comprenant qu’ils allaient mourir dans cette féte), saludaron a su dios, de pie en la tormenta.

  Estos ejemplos, que al azar de mis lecturas he ido anotando, podrían, sin mayor diligencia, multiplicarse y acaso en la Chanson de Roland Ariosto hay lugares congéneres. Alguno de los registrados aquí —el de Quevedo o el de Atila, digamos— es de irrecusable eficacia; todos, sin embargo, adolecen del pecado original de lo literario: son estructuras de palabras, formas hechas de símbolos. Danza de espadas, por ejemplo, nos invita a unir dos representaciones dispares, la del baile y la del combate, para que la primera sature de alegría a la última, pero no habla directamente con nuestra sangre, no recrea en nosotros esa alegría. Schopenhauer (Welt als Wille und Vorstellung, 1, 52) ha escrito que la música no es menos inmediata que el mundo mismo; sin mundo, sin un caudal común de memorias evocables por el lenguaje, no habría, ciertamente, literatura, pero la música prescinde del mundo, podría haber música y no mundo. La música es la voluntad, la pasión; el tango antiguo, como música, suele directamente trasmitir esa belicosa alegría cuya expresión verbal ensayaron, en edades remotas, rapsodas griegos y germánicos. Ciertos compositores actuales buscan ese tono valiente y elaboran, a veces con felicidad, milongas del bajo de la Batería o del Barrio del Alto, pero sus trabajos, de letra y música estudiosamente anticuadas, son ejercicios de nostalgia de lo que fue, llantos por lo perdido, esencialmente tristes aunque la tonada sea alegre. Son a las bravías e inocentes milongas que registra el libro de Rossi lo que Don Segundo Sombra es a Martín Fierro o a Paulino Lucero.

  En un diálogo de Oscar Wilde se lee que la música nos revela un pasado personal que hasta ese momento ignorábamos y nos mueve a lamentar desventuras que no nos ocurrieron y culpas que no cometimos; de mí confesaré que no suelo oír «El Marne» o «Don Juan» sin recordar con precisión un pasado apócrifo, a la vez estoico y orgiástico, en el que he desafiado y peleado para caer al fin, silencioso, en un oscuro duelo a cuchillo. Tal vez la misión del tango sea ésa: dar a los argentinos la certidumbre de haber sido valientes, de haber cumplido ya con las exigencias del valor y el honor.










"Historia del tango" en Evaristo Carriego (XI) (1930) 
y su primera parte "El tango pendenciero"
Incluido en Obras Completas 1943-1949 (Tomo I)
© María Kodama, 1995, 1996
 ©2011 Random House Mondadori y Sudamericana
Ultima edición: Buenos Aires, Sudamericana, 2016

Fotos arriba: Casa de Evaristo Carriego Vía
Véase foto de Borges en el mismo patio por Pedro Luis Raota
Foto pie: Portadilla Edición M. Gleizer, Buenos Aires, 1930

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