4/8/18

Isidoro Blaisten: Borges y el humor







Pensé que, antes de referirme al humor de Borges, sería oportuno definir qué es el humor. En este sentido, me resultó interesante citarme a mí mismo. Mi humilde definición del humor figura en mi libro Cuando éramos felices, bajo el título "Humor, poesía y estupidez". El libro se publicó en 1992, pero creo que este título, "Humor, poesía y estupidez", tiene algo de premonitorio al menos para estas reflexiones, porque mi teoría consiste en afirmar que el humor de Borges estuvo regido por la poesía y en constante lucha contra la estupidez.

En esa época, yo había escrito: "Creo que el humor, como la poesía, da lugar a la metáfora. El humor es siempre una metáfora, la intuición que establece el nexo entre dos imposibles. Enlaza dos ideas imposibles y las torna visibles. El humor es un dictamen de belleza que encierra en su mecanismo poético el júbilo del descubrimiento.

La poesía descorre el velo de la belleza, el humor desgarra el velo de la estupidez."

En ese mismo libro, agregaba esta cita de otro libro, curiosamente también mío, llamado Anticonferencias: "Ante el estupor que provoca la incorregible estupidez humana, el humor impone su desmesura. Entonces el humor es una infracción, pero de alguna manera nos está ofreciendo un ordenamiento del caos, quizá la única forma de ordenamiento y la única forma de salvación: la del absurdo. Decía Lugones: ´Yo sé que cinco más cinco son diez, pero me da una rabia...´".

Definido el humor, se trata de descubrir su mecanismo. Demostrar cómo en Borges el mecanismo del humor es el mismo, tanto en su literatura como en su vida. Trataré de comparar ciertos artificios de su literatura con ciertas respuestas, anécdotas y sucedidos, algunos de ellos muy conocidos.

Voy a rescatar estas tres respuestas de Borges, porque considero que su notable síntesis confirma mi teoría de que el humor de Borges estuvo regido por la poesía y en constante lucha contra la estupidez.

Cuando Borges era presidente de la SADE, un miembro angustiado le preguntó:

Borges, ¿qué podemos hacer por los jóvenes poetas?

Disuadirlos contestó Borges.

Otro desmesurado, en cierta ocasión, le estrechó la mano y, pleno de emoción, le dijo:

¿Usted sabe, Borges? Yo escribo.

Yo también.

Hubo una señora que lo paró en la calle y le preguntó:

¿Usted es Borges, verdad?

Momentáneamente.

Contar anécdotas de Borges y alardear de su amistad se ha convertido este año en un deporte nacional, en una extraña competencia, porque, por más sociable que sea una persona, ¿cuántos amigos puede tener? Una vez Horacio Salas me dijo: "Solamente con saludar a tantos presuntos amigos, a Borges se le hubiera ido la vida y no hubiera escrito una sola línea".


Haikus y cadetes

Creo que para comprender el humor de Borges no debemos dejar de lado algo que muchas veces se deja de lado. El hecho de que Borges era un hombre ciego y solo, ansioso de recibir a alguien en su casa, alguien con quien hablar, alguien a quien dictarle un poema ("Me apunta un poema", solía decir). Por ejemplo, cuando venía el cadete de la tintorería a traer un traje, hacía pasar al japonesito y lo sentaba y le hablaba del teatro No, del Kabuki-za, de haikus y de tankas. El pobre muchacho, azorado, no veía el momento de irse.

Borges habla de una soledad central. Esa soledad central es, a mi entender, la base de su humor.

Yo creo que en Borges el humor era un sistema de salvación. Borges traslada las imposibilidades de su vida: el amor que nunca tuvo, el deseo de un hijo el hijo que nunca tuvo, el no haber peleado en los campos de batalla como sus mayores, toda esa serie de imposibilidades, ese corpus de imposibilidades, lo sublima, como se dice ahora, y lo convierte en una figura retórica, da vuelta la red, la seda de los párpados, pacta secretamente en las raíces y desmorona la realidad cotidiana.

Creo que eso tiene el humor de Borges: la capacidad de desmoronar la realidad cotidiana, pero no sólo la realidad, sino también la seguridad. Esa seguridad cotidiana que nos da la aceptación de las convenciones. Borges solía hablar (mal) de cosas sagradas. Cosas tan sagradas como el fútbol, el tango, Gardel.

Del fútbol dijo: "El fútbol es popular porque la estupidez es popular".

Del tango: "Esa danza de burdel inventada en 1880 y que no tiene nada que ver con la historia argentina: nadie quería el tango hasta que vieron que se bailaba en París".

De Gardel: "Dudo de la virilidad de ese compadrito francés, Carlos Gardel: ¿acaso no se empolvaba la cara?".

Pero, si admitimos que glorificar a Borges se ha convertido en una moda nacional, debemos admitir también que las modas nacionales son cíclicas. Porque hubo un tiempo en que estaba de moda denostarlo. Quizá sea algo generacional, porque también mi primer acercamiento a Borges data de la época en que leerlo no era bien visto, mejor dicho, era mal visto; mejor dicho, podía llegar a ser un estigma.

En esa época, para muchos Borges no sólo era un "reaccionario" y un "extranjerizante". Para algunos, directamente era un "agente inglés" y para otros, un literal traductor del inglés. Al respecto hay una curiosa anécdota: un periodista le había preguntado si él primero escribía en inglés y después lo traducía al castellano. "Efectivamente", le contestó Borges, "es como usted dice. Y le diré más, le diré que una de las cosas que más me costó traducir del inglés fue:

Negro el chambergo y la ropa 
negro el charol del zapato. 
Un balazo lo tumbó 
en Thames y Triunvirato. 
Se mudó a un barrio vecino. 
El de la Quinta del Ñato."

La dirección de El Aleph

Sucede que muchas veces Borges era tomado en su literalidad. Esa literalidad peligrosa que a veces conducía a la estupidez. Hubo un periodista español que se sintió muy ofendido porque Borges no le dio la dirección exacta de la calle Garay donde estaba El Aleph. Borges dijo que no, que no había tal dirección, que era una fantasía. "Hmm, algo de eso me sospechaba yo", dijo el periodista y se fue enojado.

Es que con Borges uno tendía a volverse estúpido. Era muy difícil superar, por ejemplo, una estúpida tentación que nos acechaba a todos: querer estar a la altura de Borges. Había como una obligación idiota de decir cosas inteligentes y el resultado era patético.

Es común decir que Borges es inimitable. Es cierto. Y sospecho que su escritura es y será intransferible. Creo que hay escritores que dejan algún lugar para el plagio, alguna fisura para la sustitución. Borges es único, no deja discípulos. Todo intento de apropiación termina y terminará en parodia. No obstante, hubo periodistas que cuando tenían que entrevistar a un jugador de fútbol eran normales y escribían con naturalidad, pero, en cuanto tenían que entrevistar a Borges, escribían, si era de mañana: "Entrevistamos a Borges una fervorosa mañana"; si era de tarde, escribían: "En la vaga tarde", y si era de noche, ponían: "La noche lateral de la entrevista".

Tratemos ahora de buscar el personaje más estúpido de toda la obra de Borges. Yo creo que quizá sea Carlos Argentino Daneri y veamos cómo lo describe Borges en el cuento El Aleph: "Carlos Argentino es rosado, considerable, canoso, de rasgos finos. [...] Es autoritario, pero también es ineficaz".

Uno piensa que esa conjunción adversativa, ese pero, va a introducir un epíteto distinto, algo que rescate la figura de Carlos Argentino, pero no. Borges dice: "pero también es ineficaz".

Y aquí reside la eficacia del humor de Borges. De la misma forma más adelante dice, refiriéndose a las ideas del mismo personaje: "Tan ineptas me parecieron esas ideas, tan pomposa y tan vasta su exposición, que las relacioné inmediatamente con la literatura". Y agrega: "Su actividad mental es continua, apasionada, versátil y del todo insignificante".

Este procedimiento hecho de transgresión y sustitución es muy usual en la obra de Borges, y el mismo Borges se encarga de explicarlo. En su ensayo El arte de injuriar, transcribe la célebre parodia de insulto que improvisó el doctor Johnson: "Su esposa, caballero, con el pretexto de que trabaja en un lupanar, vende géneros de contrabando".

Esto se suma a lo sorpresivo. La interrupción del orden del pensamiento lógico que se aprecia nítidamente en la descripción de Carlos Argentino Daneri.

En el humor de Borges, una sola palabra da vuelta todo el sentido de las convenciones. La sola enumeración, por ejemplo, de los títulos que componen Historia universal de la infamia da cuenta de esa negación de la tranquilidad que da la costumbre. Veamos, por ejemplo, El atroz redentor Lazarus Morell. ¿Cómo un redentor puede ser atroz? Veamos, por ejemplo, El proveedor de iniquidades Monk Eastman. ¿Cómo alguien puede ser proveedor de iniquidades?; en general, un proveedor nos da cosas buenas: la leche, las frutas y hortalizas, la factura para el mate, las masas para el té. Veamos también El incivil maestro de ceremonias Kotsuké no Suké. ¿Cómo un maestro de ceremonias puede ser incivil?

Tomar precauciones

En el libro Borges, sus días y su tiempo , María Esther Vázquez cuenta que cuando Borges "era todavía profesor en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, una mañana irrumpió un muchacho en su aula y lo interpeló:

Profesor, tiene que interrumpir la clase.

¿Por qué? preguntó Borges.

Porque una asamblea estudiantil ha decidido que no se dicten más clases hoy para rendir homenaje a Fulano de Tal.

Ríndanle homenaje después de la clase agregó Borges.

No. Tiene que ser ahora y usted se va.

Yo no me voy, y si usted es tan guapo, venga a sacarme del escritorio.

Vamos a cortar la luz prosiguió el otro.

Yo he tomado la precaución de ser ciego. Corte la luz, nomás.

Borges se quedó, habló a oscuras, fue el único profesor que dictó su clase hasta el final, y sus alumnos, impresionados, no se movieron del aula."

Observemos ahora esta respuesta: "Yo he tomado la precaución de ser ciego". Observemos el mecanismo de su construcción, y veremos que es el mismo de frases como "proveedor de iniquidades". Uno toma la precaución de cerrar la puerta, de abrigarse, de cerrar el gas cuando se va de vacaciones, de depositar el dinero en el banco para que el cheque no sea devuelto por falta de fondos. Pero Borges toma la precaución de ser ciego, y para mí su construcción, su mecanismo es el mismo que va a dar lugar a verbos sorprendentes: "fatigar las redacciones", o "esa noche nos ilustró la verdadera condición del Rosendo".

Esta forma de distorsionar las convenciones del pensamiento se mantiene a lo largo de toda su obra y en todos los géneros que abordó. En el libro de ensayos Siete noches , en la conferencia titulada La poesía, Borges dice: "Sentimos la poesía como sentimos la proximidad de una mujer", y agrega: "Hay gente que siente escasamente la poesía; generalmente se dedica a enseñarla".

Ese fulgor de lo inesperado, ese "generalmente se dedican a enseñarla", no gustó. Muchos profesores no se rieron, pero Borges nunca se preocupó por las consecuencias de sus dichos. Borges utiliza el humor en todos los géneros que transita y, como es un gran poeta, utiliza el humor también en la poesía. En aquel famoso poema "Fundación mítica de Buenos Aires" ese poema tan lindo, cuyos dos versos finales todos recuerdan: "A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires:/ La juzgo tan eterna como el agua y el aire", en ese poema, que escribió cuando aún no tenía 30 años, se perciben las diabluras del humor y se desliza la picardía criolla.

"Pensando bien la cosa, supondremos que el río/ era azulejo entonces como oriundo del cielo/ con su estrellita roja para marcar el sitio/ en que ayunó Juan Díaz y los indios comieron."

Estos versos de arte mayor, alejandrinos, hechos más para la solemnidad que para la broma, son manejados por Borges con tal maestría que el humor se filtra con total naturalidad. El último verso del cuarteto, "en que ayunó Juan Díaz y los indios comieron", significa exactamente: "los indios se comieron a Juan Díaz de Solís". La omisión del apellido Solís ejecuta con gracia una especie de humor por sustracción.


No va jamás al baño

Otro ejemplo curioso se encuentra en el poema que Borges, poco antes de morir, dedica a Sherlock Holmes. Borges amaba a Sherlock Holmes y morirá con el recuerdo del detective. Es un recuerdo ingenuo, melancólico, de las lecturas de su infancia. En el poema, le llaman la atención dos cosas: que Sherlock Holmes nunca tuviese relaciones sexuales, que Sherlock Holmes a lo largo de tantas historias nunca fuera al baño: "No va jamás al baño. Tampoco visitaba/ ese retiro Hamlet, que muere en Dinamarca/ y que no sabe casi nada de esa comarca/ de la espada y del mar, del arco y de la aljaba."

Vemos entonces cómo, en un poema del principio de su vida y en otro poema del final de su vida, el humor está ahí, permanente, claro y luminoso como la esperanza.

Por eso, no es casual que Borges, en el segundo prólogo de Historia universal de la infamia , escriba: "Bernard Shaw ha dicho que toda labor intelectual es humorística". Ni que hacia el final, refiriéndose a su propio libro, diga en tercera persona: "El hombre que lo ejecutó era asaz desdichado, pero se entretuvo escribiéndolo; ojalá algún reflejo de aquel placer alcance a los lectores".

Vamos a ver ahora cómo un hombre asaz desdichado busca la salvación utilizando el hecho poético que entraña el humor y que es, a mi entender, la quintaesencia de toda literatura.

Borges era un hombre ciego y sin amor, y Bioy Casares me dijo una vez que eso era como una doble soledad: la soledad del ciego y la soledad del solo. Quizá por eso, para Borges, el humor, como la poesía, se convierte en una manera de vivir.

En Anticonferencias, escribí que hay gente que no tiene sentido del humor y hay gente que no tiene sentido. Borges tenía un gran sentido del humor, pero además tenía buen humor. Hay quienes tienen sentido del humor, pero lucen avinagrados, como descontentos. Borges se reía a carcajadas como un adolescente y, como diría Neruda, reía "con risa de arroz huracanado".

Una noche, fuimos a comer con Borges y varios escritores a un restorán. El lugar estaba extrañamente vacío. "Por algo será", pensamos unos cuantos. Hicimos el pedido. Como siempre, Borges pidió papa natural. Pero pasó más de media hora y el pedido no venía y no venía. Ya habíamos agotado varias paneras y varias botellas de agua mineral, ya habíamos pellizcado todo lo que se podía pellizcar y la comida no venía.

De pronto, en mitad del silencio, se oyó la voz de Borges decir:

Caramba, ¡qué bien se ayuna en este restorán!


La plaza de Pehuajó

Hace diez años, en 1989, en Londres, le hice un reportaje al escritor Guillermo Cabrera Infante, que salió publicado ese mismo año en La Nación. Allí, Cabrera Infante cuenta que la primera vez que Borges fue a Inglaterra había dado una serie de charlas en Westminster Hall, y dice:

"Y en este lugar, desde que vino Mark Twain, en 1905, no había habido tanta gente para oír a un escritor extranjero [...] Ahí dio dos o tres charlas. Alcancé a ir a una. Fue memorable. Por aquel entonces había habido aquella polémica entre Nabokov y él. Nabokov habló muy bien de Borges al principio, pero después dijo que Borges era una casa que no tenía nada más que la fachada. Borges sabía eso. En la conferencia, le pasaban papelitos con preguntas. Y le pasaron un papelito que decía: '¿Qué opina, Borges, de Nabokov?´. Y dijo él: ´Nabo..., Nabo qué?´."

Esto contó Cabrera Infante, y yo pienso que encontrarle la etimología de nabo a Nabokov únicamente se le podía ocurrir a Borges.

Borges atendía a la literalidad, al sonido y al sentido de las palabras. Y siempre las palabras eran, para él, como una música. Una vez me dijo: "Suena bien, está bien".

Y ese sonido, esa música, es la música de la poesía. Y es también la síntesis de la poesía, que Borges descubría en el hecho más baladí, en el acto más cotidiano. Gran bebedor de tés digestivos, Borges decía que el tecito Cachamai era "una antología de hierbas".

Solo y ciego, Borges hizo de su soledad y su ceguera una literatura única e incomparable. Tengo para mí que el gran vehículo de esta literatura es el humor, la poesía del humor. Sería ocioso y tedioso enumerar los textos de Borges donde el humor cumple su función poética y redentora: un esplendor verbal que va de El Aleph a El Zahir, de La fiesta del Fénix a Pierre Menard autor del Quijote, de La Cábala a La Poesía, de las biografías a las reseñas, de El arte de injuriar a Las alarmas del doctor Américo Castro.

El humor en Borges nunca es circunstancial, es intenso y profundo. Manifiesto, latente o aposentado, atraviesa y sostiene toda su obra como una delicada nervadura.

Es también una forma cotidiana de la poesía, su ejercitación permanente. Hay un hecho que ocurrió en Pehuajó y que figura en Borges, sus días y su tiempo. María Esther Vázquez le recuerda a Borges la vez que estuvo en Pehuajó y un estúpido lo volvió loco recitándole coplas camperas. Pregunta María Esther:

"Y aquella de Pehuajó que inventaste, ¿cómo era?

Un poco escandalosa. Había una persona de Pehuajó que me tenía harto. Entonces yo le pregunté si él conocía aquella famosa copla de Pehuajó y se la recité mientras la inventaba

En el medio de la plaza 
del pueblo de Pehuajó...

(observá, María Esther, la aliteración: plaza, pueblo, Pehuajó, que se repite en el último verso)

En el medio de la plaza 
del pueblo de Pehuajó 
hay un letrero que dice: 
la puta que te parió.

¿Y sabés qué me contestó el hombre en cuestión? 
´Sí, Borges, ya la conocía...´."

Creo que aquí llegamos a uno de los momentos estelares de la estupidez y su reducción al absurdo por la gracia poética del humor insuperable de Borges. Creo, también, que se impone la despedida. Borges dijo una vez que "las despedidas y el suicidio pierden su dignidad si los menudean". Yo creo que, muchas veces, a Borges la dignidad del humor lo salvó del suicidio.




En diario La Nación, Suplemento de Cultura
1° de diciembre de 1999
Borges en el Ateneo Esteban Echeverría de San Fernando, 1975 
Foto Cortesía de Esteban Gilardoni

3/8/18

Jorge Luis Borges: Ausencia (1923)






Habré de levantar la vasta vida
que aún ahora es tu espejo:
cada mañana habré de reconstruirla.
Desde que te alejaste,
cuántos lugares se han tornado vanos
y sin sentido, iguales
a luces en el día.
Tardes que fueron nicho de tu imagen,
músicas en que siempre me aguardabas,
palabras de aquel tiempo,
yo tendré que quebrarlas con mis manos.
¿En qué hondonada esconderé mi alma
para que no vea tu ausencia
que como un sol terrible, sin ocaso,
brilla definitiva y despiadada?
Tu ausencia me rodea
como la cuerda a la garganta,
el mar al que se hunde.



En Fervor de Buenos Aires (1923)
©1995, 1996 María Kodama
©2011 Random House Mondadori
©2016 Buenos Aires, Penguin Random House Grupo Editorial S.A.

Poema excluido en Textos recobrados 1919-1929

Incluido en J.L.B. Obras completas I (1923-1949) 2ª ed.
Buenos Aires, Sudamericana, 2016

Imagen: Portada de la edición ilustrada por Pablo Racioppi para el 90° aniversario de la primera edición
de Fervor de Buenos Aires (Editor Pedro Tabernero, Sevilla, Grupo Pandora, 2013) [+]


1/8/18

Adolfo Bioy Casares: "Memorias" (fragmentos relacionados con Borges)






Me gustaban el Derecho Romano y las clases de economía política de Carlos Güiraldes. 

Un día me persuadí de que estos esfuerzos me apartaban demasiado de mi vocación y abandoné los estudios de Derecho. Pasé a la facultad de Filosofía y Letras, donde me quedé un año. Me sentí más lejos de la literatura que en la facultad de Derecho. Lo único bueno que encontré allá fue mi amiga Norah Elsa Unía Klein. Decidí abandonar los estudios universitarios. Silvina Ocampo y Borges me respaldaron. Silvina estaba convencida de que la profesión de escritor era la mejor de todas y Borges me dijo que si quería ser escritor no fuera abogado, ni periodista, ni director de revistas literarias, ni editor.

En aquella época, influido probablemente por lo que dice Stuart Mili sobre el tiempo que se pierde en la vida social, yo soñaba con retirarme a un lugar solitario para leer y escribir. Pensé en remotas islas del Pacífico que, años después, tendrían progenie en La invención de Morel y Plan de evasión. Una isla, menos espectacular, más a mano, fue el campo del Rincón Viejo, en el partido de Las Flores, que mis padres habían dado en arrendamiento. Pensé que el trabajo en ese campo no estorbaría mi trabajo literario y que de paso yo daría a mis padres, a quienes quería mucho, una prueba de que no había dejado la universidad para entregarme a la haraganería y la vida disoluta. 

Como tenía que ocurrir, la experiencia vivida en esos años en el campo dio origen a un proyecto literario. Quería describir el campo de la provincia de Buenos Aires como un lugar aparentemente benévolo, desprovisto de fieras que permitieran aventuras extraordinarias, pero que poco a poco destruía a sus pobladores. Proyecté pues un artículo en el que describiría al campo como erizado de peligros, nada espectaculares, pero sí eficaces para destruir la vida del hombre. 

Recuerdo que en una ocasión referí ese proyecto a Guillermo de Torre. Fue aquella la única vez en que un proyecto literario mío le interesó; se entusiasmó sinceramente y trató de estimularme para que lo escribiera cuanto antes. Muy pronto comprendí el motivo de su entusiasmo: la región que yo iba a describir, la pampa, correspondía a la primera idea que a la gente de otros países sugiere la palabra Argentina. Guillermo tenía no pocas quejas de este país en que le tocó vivir. 

Aunque el entusiasmo de Guillermo de Torre me puso en guardia, fue por otros motivos que postergué indefinidamente el proyecto. No sabía cómo llevarlo adelante, si en un ensayo o en un cuento. Desde luego, si lo hubiera escrito, no faltarían lectores que pensaran que yo no quería a esa región o que no me gustaba. La quiero entrañablemente y me gusta. 

Yo tiendo a ver el lado cómico de la realidad. Esto ofende a mucha gente y suele crear malentendidos incómodos. No creo que cambie mi conducta literaria. Por lo demás a los pueblos les conviene reírse un poco de ellos mismos. En lo que más quiero, en lo que más me gusta y también en lo que más me duele, veo el lado cómico. Por lo general, en mis relatos hay personajes y lugares por los que siento simpatía. Mis protagonistas por lo general son gente modesta. Creo imaginarlas mejor que a otras gentes. Creo que la modestia es algo de que todos participamos, porque está en la índole del hombre. No me gusta la soberbia; ni siquiera el amor propio, porque un poco de ciega soberbia o de coraje que se desentienda de la realidad, se necesita para ejercerlo. Me río de las mujeres, porque son los seres que más frecuentemente ocupan mi atención y con los que tengo más conflictos. No será porque no las quiero, que mi vida ha transcurrido junto a ellas. Jane Austen ha dicho que los demás cometen estupideces para entretenernos y que nosotros las cometemos para entretenerlos. Esto me parece la más compasiva interpretación de la historia.

* * * 

En el Rincón Viejo leí mucho, escribí todos los días. Leí libros filosóficos de Russell (El análisis de la mente, La teoría del conocimiento), la filosofía de Leibniz, obras sobre la relatividad y la cuarta dimensión, libros de lógica y lógica simbólica, de Suzane Langer y de Suzane L. Stebbing. La fundamentación de la metafísica de las costumbres de Kant, que dejó huellas en mi conducta, y la Crítica de la razón pura, a cuyo lado me hubiera gustado fotografiarme. La Estética de Hegel, y muchos otros ensayos, cuentos y novelas. 

Silvina me acompañaba y me ayudaba a trabajar en la estancia. Las tardes de invierno, junto a la chimenea del comedor, leíamos y escribíamos. Fueron años muy felices pero que también tuvieron sus desgracias. Yo había sido un muchacho fuerte, un deportista, sin más percances de salud que resfríos de vez en cuando. En el Rincón Viejo, el paraíso perdido por tantos años y por fin recuperado, empecé a tener dolores de cabeza, fuertes y persistentes. Alguien me explicó que en algunos lugares el entrecruzamiento de capas de tierra de diversa calidad provocan en quienes viven encima enfermedades y aun accidentes. "Por eso" me dijo "en el campo de aviación de El Palomar hay tantas catástrofes". Me quedé preocupado por la posibilidad de tener debajo de mi queridísima casa de Pardo un maligno entrecruzamiento de tierras. 

* * * 

En 1937 mi tío Miguel Casares me encargó que escribiera para la Martona (la lechería de los Casares) un folleto científico, o aparentemente científico, sobre la leche cuajada y el yogurt. Me pagarían 16 pesos por página, lo que entonces era un muy buen pago. Le propuse a Borges que lo hiciéramos en colaboración. Escribimos el folleto en el comedor de la estancia, en cuya chimenea crepitaban ramas de eucaliptos, bebiendo cacao, hecho con agua y muy cargado. 

Aquel folleto significó para mí un valioso aprendizaje; después de su redacción yo era otro escritor, más experimentado y avezado. Toda colaboración con Borges equivalía a años de trabajo. 

Intentamos también un soneto enumerativo, en cuyos tercetos no recuerdo cómo justificamos el verso

los molinos, los ángeles, las eles

y proyectamos un cuento policial —las ideas eran de Borges— que trataba de un doctor Praetorius, un alemán vasto y suave, director de un colegio, donde por medios hedónicos (juegos obligatorios, música a toda hora), torturaba y mataba a niños. Este argumento es el punto de partida de toda la obra de Bustos Domecq y Suárez Lynch. 

Entre tantas conversaciones olvidadas, recuerdo una de esa remota semana en el campo. Yo estaba seguro de que para la creación artística y literaria era indispensable la libertad total, la libertad idiota, que reclamaba uno de mis autores, y andaba como arrebatado por un manifiesto, leído no sé dónde, que únicamente consistía en la repetición de dos palabras: Lo nuevo; de modo que me puse a ponderar la contribución, a las artes y a las letras, del sueño, de la reflexión, de la locura. Me esperaba una sorpresa. Borges abogaba por el arte deliberado, tomaba partido con Horacio y con los profesores contra mis héroes, los deslumbrantes poetas y pintores de vanguardia. Vivimos ensimismados, poco o nada sabemos de nuestro prójimo y en definitiva nos parecemos a ese librero, amigo de Borges, que durante más de treinta años puntualmente le ofrecía toda nueva biografía de principitos de la casa real inglesa o el tratado más completo sobre la pesca de la trucha. En aquella discusión, Borges me dejó la última palabra y yo atribuí la circunstancia al valor de mis razones, pero al día siguiente, a lo mejor esa noche, me mudé de bando y empecé a descubrir que muchos autores eran menos admirables en sus obras que en las páginas de críticos y de cronistas, y me esforcé por inventar y componer juiciosamente mis relatos. 

Por dispares que fuéramos como escritores, la amistad cabía, porque teníamos una compartida pasión por los libros. Tardes y noches hemos conversado de Johnson, de De Quincey, de Stevenson, de literatura fantástica, de argumentos policiales, de L'Illusion Comique, de teorías literarias, de las contrerimes de Toulet, de problemas de traducción, de Cervantes, de Lugones, de Góngora y de Quevedo, del soneto, del verso libre, de literatura china, de Macedonio Fernández, de Donne, del tiempo, de la relatividad, del idealismo, de la Fantasía metafísica de Shopenhauer, del neocriol de Xul Xolar, de la Crítica del lenguaje de Mauthner. 

¿Cómo evocar lo que sentí en nuestros diálogos de entonces? Comentados por Borges, los versos, las observaciones críticas, los episodios novelescos de los libros que yo había leído aparecían con una verdad nueva y todo lo que no había leído, como un mundo de aventuras, como el sueño deslumbrante que por momentos la vida misma llega a ser. 

En 1936 fundamos la revista Destiempo. El título indicaba nuestro anhelo de sustraernos a supersticiones de la época. Objetábamos particularmente la tendencia de algunos críticos a pasar por alto el valor intrínseco de las obras y a demorarse en aspectos folklóricos, telúricos o vinculados a la historia literaria o a las disciplinas y estadísticas sociológicas. Creíamos que los preciosos antecedentes de una escuela eran a veces tan dignos de olvido como las probables, o inevitables, trilogías sobre el gaucho, la modista de clase media, etc. 

La mañana de septiembre en que salimos de la imprenta de Colombo, en la calle Hortiguera, con el primer número de la revista, Borges propuso, un poco en broma, un poco en serio, que nos fotografiáramos para la historia. Así lo hicimos en una modesta galería de barrio. Tan rápidamente se extravió esa fotografía, que ni siquiera la recuerdo. Destiempo reunió en sus páginas a escritores ilustres y llegó al número 3.

* * * 

 En el Rincón Viejo, Silvina se alejó paulatinamente del dibujo y de la pintura y se puso a escribir. Su primera publicación fue Viaje olvidado, un libro de cuentos. Un día, en Buenos Aires, cuando íbamos en mi coche por Figueroa Alcorta en dirección a Palermo, me dijo versos que serían después una estrofa de Enumeración de la patria, que me revelaron su capacidad poética. 

En esos años, o poco después, compilamos con Borges la Antología de la literatura fantástica. Fue una ocupación gratísima, emprendida sin duda por el afán de hacer que los lectores compartieran nuestro deslumbramiento por ciertos textos. Ese fue el impulso que nos llevó a componer el libro, pero mientras lo componíamos alguna vez comentamos que serviría para convencer a los escritores argentinos del encanto y los méritos de las historias que cuentan historias. 

Tradujimos para ese libro El cuento más hermoso del mundo de Kipling, Enoch Soames de Max Beerbohm, Sredni Vashtar de Saki, Donde su fuego nunca se apaga de May Sinclair, El caso del difunto Mr. Elvesham de Wells (en mi opinión debimos elegir cualquiera de los cuentos de Wells mejores que ése; a Borges increíblemente le atraía la truculencia de este cuento; a mí me repugnaba y me repugna) y las piezas dramáticas Una noche en la taberna de Lord Dunsany, Donde está marcada la cruz de O'Neill, La pata de mono de W. W. Jacobs. Estas traducciones sirvieron prodigiosamente para mi aprendizaje. Toda traducción es una sucesión de problemas literarios; resolverlos junto a Borges fue una de las grandes suertes que tuve. 

La Antología de la literatura fantástica tuvo un éxito de estima, que nos animó a emprender otras. La segunda y la última de aquella serie fue la Antología poética, llamada así por los editores, que prefirieron la eufonía a la corrección. El libro no tuvo buena fortuna. 

Años después propusimos al mismo editor, López Llausás, una segunda Antología de la literatura fantástica. Nos dijo que la primera comercialmente había resultado un fracaso y no aceptó nuestra propuesta. Años después me invitó a verlo, para convencerme de que Silvina comprara acciones de la editorial. Me dijo entonces que lodos los libros, incluso nuestra Antología de la literatura fantástica, se vendían muy bien. No creo que esto revelara deshonestidad. Simplemente, cuando le propuse el nuevo volumen de literatura fantástica, él tuvo prudencia de comprador y cuando ofreció las acciones tenía optimismo de vendedor. Yo aconsejé a Silvina que rechazara la oferta, no por prudencia de comprador, sino porque pensé siempre que un escritor no debe vivir de las rentas de libros de otros escritores. Malos administradores como somos Silvina y yo, solamente podríamos ser rentistas en una editorial, y no administradores. Otro era el caso de Broening, que ponía al servicio de sus artistas amigos su habilIdad para administrar empresas. El rechazo de la oferta, lejos de enemistamos con López Llausás, nos dejó más amigos. Después le propusimos el libro al director de la editorial Claridad, que nos recibió, con un clavel en el ojal, debajo de un gran óleo que lo reproducía con un clavel en el ojal. El proyecto no prosperó. 

* * * 

A mí las buenas noticias me alegran y las malas me desagradan. Creo que soy normal. Sé que una psicoanalista, amiga mía, que durante unos diez años me vio de cerca, dice a quien le quiere oír que soy el hombre más normal que ha conocido. Otra amiga, psicoanalizada, que me hizo algunos reportajes, me dijo que yo parecía un psicoanalizado de los que les había hecho bien el análisis. Publicar un libro es ofrecerse a juicio público. La publicación de mis primeros seis libros me puso en un dilema. Sobrevivir a la crítica adversa o no escribir más. O tal vez algo peor para alguien como yo que tenía entonces la vida por delante: perder la fe en mi inteligencia. Por suerte comprendí que no siempre un libro equivocado prueba que el autor sea inepto. Muchas veces hay tan buenas y tan atendibles razones para errar como para acertar. Creo que Ramón y Cajal dijo que toda decisión equivale a un salto en el vacío. 

Yo sé que tengo una deuda con el público por¡haberle propuesto seis libros pésimos. La experiencia (no hay justicia en esta vida) en algún modo me resultó benéfica. Me volvió razonablemente insensible a los ataques de los críticos. Además creo que si un crítico señala errores en algún libro mío, el disgusto no me ofuscará y no me impedirá asimilar las correcciones. 

Mi madre, que estaba muy orgullosa de sus hermanos Casares, me decía que mis tíos Bioy administraban el campo sentados en las sillas de paja del corredor del casco. Hacia 1937, cuando yo administraba el campo del Rincón Viejo, sentado en las sillas de paja, en el corredor de la casa del casco, entreví la idea de La invención de Morel. Yo creo que esa idea provino del deslumbramiento que me producía la visión del cuarto de vestir de mi madre, infinitamente repetido en las hondísimas perspectivas de las tres fases de su espejo veneciano. Borges en Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, me hace decir que aborrezco los espejos y la cópula... Le agradeceré siempre el hecho de ponerme en un cuento tan prodigioso, pero la verdad es que nunca tuve nada contra los espejos y la cópula. Casi diría que siempre vi los espejos como ventanas que se abren sobre aventuras fantásticas, felices por lo nítidas. La posibilidad de una máquina que lograra la reproducción artificial de un hombre, para los cinco o más sentidos que tenemos, con la nitidez con que el espejo reproduce las imágenes visuales, fue pues el tema esencial del libro. Primero creí que podría escribir un falso ensayo, a la manera de Borges, y comentar la invención de esa máquina. Después, las posibilidades novelísticas de mi idea trajeron un cambio de planes. Las circunstancias de que el héroe y relator de la historia fuera un perseguido de la justicia, que la máquina funcionara en una isla remota, que las mareas fueran su fuente de energía, sirvieron al argumento. 

Néstor Ibarra observó que nada era arbitrario en La invención de Morel. Eso había sido, exactamente, lo que yo me había propuesto. Comprendí que la crítica de Ibarra era justificada. Porque lograr una historia en que de vez en cuando hubiera elementos arbitrarios, sin que parecieran ociosos, sino que por el contrario dejaran entrar la vida en la obra, era una meta más ardua que la entrevista por mí. 

Yo buscaba menos el acierto que la eliminación de errores en la composición y en la escritura de La invención de Morel. En cierto modo era como si me considerara infeccioso y tomara todas las precauciones para no contagiar la obra. La escribí en frases cortas, porque una frase larga ofrece más posibilidades de error. Creo que esas frases molestaron a muchos lectores y que, en el prólogo a la novela, cuando Borges dice que "la trama es perfecta", hay una clara reserva en cuanto al estilo. 

* * * 

Aunque el afecto y aun la admiración que en mi casa sentían por las Ocampo me preparó para mirar con simpatía al grupo Sur y recibir como un hecho muy importante la aparición de la revista, nunca me sentí cómodo con ellas. Lo que más nos apartaba eran, como diría Reyes, nuestras simpatías y diferencias literarias: algo en lo que yo no podía transigir. Allá se admiraba a Gide, a Valéry, a Virginia Woolf, a Huxley (que me gustó por sus ensayos y no por su ficción), a Sakville West, a Ezra Pound, a Eliot, a Waldo Frank (que siempre me pareció ilegible), a Tagore, a Keyserling, a Ortega y Gasset, a Drieu de la Rochelle. Entre todos ellos, el único que me gustó fue Huxley. En cuanto a Valéry, yo lo admiraba más por encarnar la idea del escritor deliberado, que por sus escritos. Con Virginia Woolf, admirada por mi madre y por Silvina, que se guiaban por sus gustos y no por las modas del momento, nunca tuve la suerte de leer un libro suyo que me interesara; ni siquiera me gusto Orlando, del que Borges, a pesar de haberlo traducido (tiene que ser muy bueno un texto para merecer la aprobación de su traductor) hablaba con elogio. Desde luego, sospecho a veces que lo tradujo vicariamente, como dicen los ingleses. Esto es, por interpósita persona, su madre. 

Para mí las disidencias con Victoria y el grupo Sur resultaban casi insalvables. Yo era entonces un escritor muy joven, inmaduro, desconocido, que escribía mal y que por timidez no hablaba de manera cortés, matizada y persuasiva. Callaba, juntaba rabia. Reputaba una aberración el exaltar a los escritores que mencioné y olvidar, mejor dicho ignorar, a Wells, a Shaw, a Kipling, a Chesterton, a George Moore. Con relación a nuestra literatura y a la española también divergíamos. Para la gente de Sur, Borges era un enfant terrible, Wilcock un majadero, y el pobre Erro era un pensador sólido. 

Yo pensaba que en Sur se guiaban por los nombres prestigiosos, aceptados entre los high brow, la gente bien de la literatura, bien no por nacimiento o por dinero, sino por la aceptación entre los intelectuales. Pensaba que allá preferían ese criterio al personal, y al que hubieran tenido si realmente les gustara la literatura. 

Cuando prepararon un número especial en homenaje a la literatura inglesa, Borges y yo elegimos textos que en su mayor parte fueron silenciosamente descartados y sustituidos por otros cuyo mérito nos pareció misterioso. Nos aceptaron Euforión en Texas, de George Moore, El hombre que admiraba a Dickens, de Evelyn Waugh, Bunyan, de Bernard Shaw, El triunfo de la tribu, de Chesterton, el poema Mis sueños de un campo lejano, de Housman, que tradujo Silvina. Porque nos concedieron la inclusión de esos textos, nos encargaron a Borges y a mí, para el número en homenaje a la literatura norteamericana, la traducción de algunos que no nos gustaban. Entre ellos, no de los peores, había uno de Karl Shapiro, donde se hablaba de cartas "v". Ni Borges ni yo sabíamos que se llamaban así las cartas en microfilm que los soldados americanos mandaban a sus familias y creíamos que "v" significaba victoria. No creo que nos hiciéramos mala sangre por aportar siquiera ese disparate a los poemas traducidos. 

En los últimos años de la década del treinta me enteré de la existencia de Kafka. Con Borges disentimos en cuanto a La metamorfosis, que él consideró el peor relato de Kafka y yo creo que es el mejor. En cuanto a Henry James, que desde mis primeras lecturas admiré, disiento con Rebeca West, que considera Otra vuelta de tuerca su peor relato: para mí es uno de los mejores, si no el mejor. Admirablemente traducido por José Bianco. A Bianco, un excelente escritor y uno de mis amigos más queridos, hay que atribuirle mucho de los mejor que ocurrió en Sur. Además de su trabajo diario, para organizar los números de la revista, se le deben las correcciones de los textos de muchos autores prestigiosos. Gracias a Bianco, pudieron leerse sin sobresaltos. Los autores preferían no enterarse, simplemente no se enteraban de que sus páginas habían sido corregidas.


En Adolfo Bioy Casares, Memorias (1994)
Edición de Marcelo Pichon Riviere y Cristina Castro Cranwell
Editorial Tusquets, 1999

Imagen: Adolfo Bioy Casares frente al mural de Siqueiros 
en el hotel Camino Real, en la ciudad de México 
Foto Archivo La jornada - Vía EGyB



http://borgestodoelanio.blogspot.com/2014/09/jorge-luis-borges-tlon-uqbar-orbius.html

30/7/18

Jorges Luis Borges: Culturalmente somos un país atrasado (1960)




¿Considera que somos un país culturalmente atrasado?
—Sí; creo que sí. Estamos padeciendo todavía en lo intelectual y en lo moral, las consecuencias de la época de la dictadura.
¿Cómo se manifiesta ese atraso?
—Entre otras formas, por una incapacidad para desarrollar esfuerzos desinteresados. Todo se hace con propósitos materiales, especialmente pecuniarios.
En mi cátedra de literatura inglesa, y acudo a esta referencia por tratarse de un índice que tengo a mano, de treinta o cuarenta alumnos, sólo cinco o seis tienen un interés profundo en la materia; los demás únicamente pretenden aprobar el curso para continuar sus estudios.
¿A qué escritores, entre los jóvenes, considera los más interesantes?
—Lo de jóvenes voy a tomarlo como una condición relativa: tengo sesenta y un años y para mí son jóvenes quienes quizás no lo sean para los que tengan la mitad de mi edad.
Destaco en poesía tres nombres que me interesan especialmente: Magdalena Harriague, Amelia Biagioni y Juan Rodolfo Wilcock. Deseo aclarar que esta preferencia no significa que desdeñe a escritores que sin duda deben poseer méritos importantes; mi selección no debe tenerse muy en cuenta: desde hace más o menos seis años, a causa de impedimento físico por un lado, y absorbido por las dificultades de mi propia producción por otro, no puedo seguir la actividad de nuestros escritores, al menos de la manera regular y completa que sería necesaria para que una selección así tuviera algún valor.
¿Está al tanto de la crítica que se le hace a su obra por parte de algunos jóvenes ensayistas y escritores? ¿Qué le parece?
—La crítica ha sido excesivamente generosa conmigo.
Días pasados, el escritor peruano Ciro Alegría se refería a un aspecto de las objeciones que se hacen a mi obra; me decía que miro a Europa y no a América. Yo creo mirar en todas direcciones. Buena parte de mi obra está dedicada a América; mi mejor cuento, “El sur”, se refiere a hechos que ocurren en la provincia de Buenos Aires; mi primer libro, que se publicó en 1923, se llama Fervor de Buenos Aires, y uno de mis mejores poemas, “El tango”; he escrito, además, un libro sobre Evaristo Carriego, cantor del suburbio. Me parece que no ha habido el desvío que se me reprocha.
Por otra parte, ser americano es ser europeo. El español es una forma del latín. No puede establecerse una separación tan estricta, como mis críticos pretenden, entre lo americano y lo europeo.
Algunos confunden lo americano con lo indígena, lo que considero un error, bastante extendido. Nuestra cultura americana no tiene nada de indígena.
Desde un punto de vista político, no creo que se me pueda censurar mi rechazo al nazismo y al comunismo; no he eludido una participación intelectual en nuestra realidad; en un próximo libro que editará Emecé, el lector encontrará varios poemas civiles.
También se me ha criticado el practicar una literatura de evasión; tal vez tengan razón en esto, pero cada uno escribe la literatura que puede. Recuerdo una frase de Kipling: “Los escritores relatan fábulas, pero ignoran la moraleja”. La posteridad extraerá las moralejas que correspondan.
Los objetivos literarios conscientemente comprometidos no hacen lo fundamental. El Martín Fierro se escribió con fines políticos, como un alegato contra las levas del ejército, pero el propósito político hace rato que dejó de interesar y la obra literaria, sin embargo, ha crecido día a día. También el Quijote se escribió con un fin polémico, que sus valores literarios han relegado por completo.
Hay actitudes literarias desmentidas en los hechos cotidianos, y es lógico que sea así. El escritor escribe con todo; con todo su pasado, con todas sus reservas subconscientes; el propósito consciente es lo de menos, es lo transitorio.
¿Puede mencionar las cinco obras de ficción, de la literatura argentina, que le parecen más representativas?
—Antes, hago la aclaración de que existen obras admirables que no llegan a ser representativas porque no han ejercido influencia alguna, ni en sus contemporáneos ni en las siguientes generaciones, muchas veces por causas ajenas a las cualidades en sí de la obra: tal el caso de La urna, de Banchs, libro excelente por muchos conceptos, pero estéril.
Si debo citar cinco obras, me inclino por el Martín Fierro, algunas de las novelas criollas de Eduardo Gutiérrez, Las fuerzas extrañas de Lugones, los cuentos de La noche repetida de Manuel Peyrou, y la novela de Bioy Casares El sueño de los héroes.
Es una lista un tanto heterogénea, pero considero que esos libros son muy representativos de nuestra literatura de ficción.

En Chau, Periódico de Artes y Letras, Buenos Aires, diciembre de 1960.104

104. El 18 de octubre de 1960, la revista Che, Buenos Aires, Año 1, Nº 3, realizó una encuesta con la pregunta: “¿Qué hacía usted al caer la tarde del 17 de octubre de 1945?” Borges dijo: “El 17 de octubre… No tengo ningún interés en contestar eso”. “¿Publicamos sólo esa respuesta, entonces?” “No, puede agregar que ese día… ¿fue el primer 17 de octubre, no?” “Sí, señor.” “Entonces, diga que estaba avergonzado e indignado. Eso es, indignado y avergonzado.”
Respondieron también: Eduardo Colom, Radamés Grano, Landrú, Solano Lima, Damonte Taborda, Lola Membrives, Quinquela Martín, padre Benítez, Dardo Cúneo, Juan Ovidio Zabala, Clte. Pedro Favarón, Américo Ghioldi, Silvio Frondizi, Pérez Leiros, Héctor P. Agosti, Agustín Rodríguez Araya, Abel A. Latendorf, Ernesto Sabato y general Pedro Ramírez. (N. del E.)


Luego, en Textos recobrados 1956-1986 (1987)
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© 2003 María Kodama
© 2003 Editorial Emecé

Imagen: Borges (sin data ni atribución) Vía



28/7/18

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: Conrad, Melville y el mar ("En diálogo", I, 8)




Osvaldo Ferrari: Periódicamente nos hemos acordado, Borges de dos escritores que se han ocupado esencialmente del mar. El primero…
Jorge Luis Borges: Joseph Conrad, ¿no?
Joseph Conrad, y el segundo, el autor de Moby Dick.
—Sí… y no se parecen en nada, ¿eh?, absolutamente. Porque Conrad cultivó un estilo oral o, en fin, ficticiamente oral. Claro, son los relatos de ese señor que se llama Marlowe, que cuenta casi todas las historias. En cambio, Melville, en Moby Dick —que es un libro muy original— revela, sin embargo, dos influencias; hay dos hombres que se proyectan sobre ese libro —benéficamente, desde luego—: Melville suele, a veces, reflejar o repetir… o, mejor dicho, en él resuenan dos voces. Una sería la de Shakespeare, y la otra la de Carlyle. Creo que se notan esas dos influencias en su estilo. Y él ha sido beneficiado por ellas. Ahora, en Moby Dick, el tema vendría a ser la idea del horror de lo blanco. Él puede haber sido llevado: él puede haber pensado, al principio, que la ballena tenía que ser identificada entre las otras ballenas. La ballena que había mutilado al capitán. Y entonces, él habrá pensado que podría diferenciarla haciéndola albina. Pero ésa es una hipótesis muy mezquina, mejor es suponer que él sintió el horror de lo blanco; la idea de que el blanco podía ser un color terrible. Porque siempre se asocia la idea del terror a la tiniebla, a la negrura; y luego, a lo rojo, a la sangre. Y él vio que el color blanco —que vendría a ser, para la vista, la ausencia de todo color— puede ser terrible también. Ahora, esa idea él puede haberla encontrado —por qué no encontrar sugestiones en un libro, en una lectura, de igual manera que en cualquier otra cosa; ya que una lectura es algo no menos vivido que cualquier otra experiencia humana—, yo creo que él encontró esa idea en «Las aventuras de Arthur Gordon Pym» de Poe. Porque el tema de las últimas páginas de ese relato, lo que empieza con el agua de las islas; esa agua mágica, esa agua veteada, que puede dividirse según las vetas; bueno, en eso, hacia el final, está el horror de la blancura. Y ahí se explica por ese país de la Antártida que ha sido invadido alguna vez por gigantes blancos —el color blanco es terrible—, eso se va insinuando en las últimas páginas; Pym hace declarar claramente la idea de que las cosas blancas son terribles para esa gente. Y esa idea Melville la aprovechó para Moby Dick («aprovechó» es un apelativo peyorativo que yo lamento haber usado). En fin, ocurre eso. Y luego, hay un capítulo especialmente interesante que se llama «The whiteness of the wale» («La blancura de la ballena»), y ahí él se extiende con mucha elocuencia —una elocuencia que yo no puedo repetir ahora— sobre lo blanco como terrible.
Y como inmenso, quizá.
—Y como inmenso también. Bueno, ya que he dicho blanco —ya que me gustan tanto las etimologías—; podría recordar, en fin —no es un hecho bastante divulgado—, que tenemos, en inglés, la palabra «black», que significa negro y, en castellano, la palabra «blanco». Y, desde luego, en francés «blanc», en portugués «branco», en italiano «bianco». Y esas palabras tienen la misma raíz, porque en inglés —creo que la palabra sajona dio origen a dos palabras—: «bleak», que significa descolorido (se dice, por ejemplo, «In a bleak mood», cuando uno está no descolorido pero desganado, melancólico), y la otra «black» (negro), y ambas palabras: «black», en inglés, y «blanco» en castellano tienen la raíz. Tienen la misma raíz porque, en el principio, «black» no significaba propiamente negro, sino sin color. De modo que, en inglés, eso de no tener color se corrió hacia el lado de la sombra: «black» significa negro. En cambio, en las lenguas romances, esa palabra se corrió hacia el lado de la luz, hacia el lado de la claridad; y «bianco» en italiano, y «blanc» en francés, y «branco» en portugués, significan, bueno, albo, blanco. Es raro, esa palabra que se ramifica y toma dos sentidos opuestos; ya que solemos ver lo blanco como lo opuesto de lo negro, pero, la palabra de la cual proceden significa «sin color». Entonces, como digo, en inglés se corrió para el lado de la sombra —significa negro—, y en castellano para el lado de la claridad, y significa blanco.
Hay un claroscuro en la etimología.
—Es cierto, un claroscuro, excelente observación. Bueno, yo descubrí hace mucho tiempo —más o menos en la época en que descubrí La Divina Comedia— ese otro gran libro: Moby Dick. Ahora, creo que ese libro se publicó y que fue invisible durante un tiempo. Yo tengo una vieja edición —excelente, por lo demás— de la Enciclopedia Británica —año 1912—, la undécima edición; y hay un párrafo, no demasiado extenso, dedicado a Herman Melville, y en ese párrafo se habla de él como autor de novelas de viajes. Y, entre las otras novelas, en las cuales él se refiere a sus navegaciones, está Moby Dick, pero no se la distingue de las otras; está en una lista junto con las demás —no se advierte que Moby Dick es mucho más que los relatos de viaje, y que un libro sobre el mar—. Es un libro que se refiere, digamos, a algo esencial. Vendría a ser, según algunos, una lucha contra el mal, pero emprendida de un modo erróneo —ése sería el modo del capitán Hahib—. Pero lo curioso es que él impone esa locura a toda la tripulación, a toda la gente de la ballenera. Y Herman Melville fue ballenero —conoció esa vida personalmente, y muy, muy bien—. Aunque él era de una gran familia de New England (Nueva Inglaterra), fue ballenero. Y en muchos de sus cuentos él habla, por ejemplo, de Chile, de las islas que están cercanas a Chile; en fin, él conoció los mares. Yo querría hacer otra observación sobre Moby Dick, que no sé si se ha señalado, aunque, sin duda, todo ha sido dicho ya. Y es que el final —la última página de Moby Dick— repite, pero de un modo más palabrero, el final de aquel famoso canto del «Infierno» de Dante, en que se refiere a Ulises. Porque ahí, en el último verso, Dante dice que el mar se cerró sobre ellos. Y en la última línea de Moby Dick se dice, con otras palabras, exactamente lo mismo. Ahora, yo no sé si Herman Melville tuvo presente esa línea del episodio de Ulises; es decir, la nave que se hunde, el mar que se cierra sobre la nave —eso está en la última página de Moby Dick y en el último verso de aquel canto del «Infierno» (no recuerdo el número) en que se narra el episodio de Ulises, que, para mí, es lo más memorable de La Divina Comedia—. Aunque ¿qué hay en La Divina Comedia que no sea memorable? Todo lo es, pero si yo tuviera que elegir un canto —y no hay ninguna razón para que lo haga— elegiría el episodio de Ulises, que me conmueve quizá más que el episodio de Paolo y Francesca… ya que hay algo misterioso en la suerte del Ulises de Dante: claro, él está en el círculo que corresponde a los embaucadores, a los embusteros, por el engaño del caballo de Troya. Pero uno siente que ésa no es la verdadera razón. Y yo he escrito un ensayo —figura en el libro de los Nueve ensayos dantescos—, en que yo digo que Dante tiene que haber sentido que lo que él había cometido era quizás algo vedado a los hombres, ya que él, para sus fines literarios, tiene que adelantarse a decisiones que la divina providencia tomará el día del juicio final. El mismo dice, en algún lugar de La Divina Comedia, que nadie puede prever las decisiones de Dios. Sin embargo, él lo hizo en su libro, en el cual condena a algunos al infierno, a otros al purgatorio; y hace que otros asciendan al paraíso. Él puede haber pensado, entonces, que lo que hacía era, bueno, no una blasfemia, pero, en fin, que no era del todo lícito que un hombre adoptara esas decisiones. Y así él, escribiendo ese libro, habría emprendido algo vedado. De igual modo que Ulises, queriendo explorar el hemisferio septentrional, y navegar guiándose por otras estrellas, también está haciendo algo prohibido; y es castigado por eso. Porque si no, no se sabe por qué es castigado. Es decir, yo sugiero que consciente o inconscientemente hay una vinculación, una afinidad de Ulises con Dante. Y he llegado a todo esto a través de Melville, que, sin duda, conocía a Dante, ya que Longfellow, durante la larga guerra civil norteamericana —la mayor guerra del siglo XIX— tradujo al inglés La Divina Comedia de Dante. Yo primero leí la versión de Longfellow, y después, en fin, me atreví a leer la versión italiana… yo tenía la idea, muy equivocada, de que el italiano es muy distinto del español. Sí, oralmente lo es; pero leído no. Además, uno lo lee con la lentitud que quiere, y las ediciones de la Comedia son excelentes. Y entonces, si uno no entiende un verso entiende el comentario. En las mejores ediciones hay, digamos, una nota por verso, y sería muy raro que uno consiguiera no entender las dos (ríen ambos). Bueno, caramba, nos hemos apartado un poco de Melville, pero Melville es evidentemente un gran escritor, sobre todo en Moby Dick, y también en sus cuentos. Se publicó, hace unos años, en Buenos Aires, un libro sobre el mejor cuento. Claro, se trata de un título comercial. Elegidos —cada uno de los cuentos— por cuatro escritores argentinos. Y ahí colaboraron Manuel Mujica Láinez, Ernesto Sabato, creo que Julio Cortázar, y yo. Sabato eligió el cuento «Bartleby», de Melville; yo el cuento «Wakefield», de Nathaniel Hawthorne. Luego alguien eligió, creo, un cuento de Poe. Es decir, hubo tres escritores norteamericanos. Y Mujica Láinez eligió un cuento japonés o chino, no recuerdo. Se publicaron en un volumen en el que figuraban nuestros retratos, las razones que nos habían llevado a elegir ese cuento; y ese libro, en fin, tuvo bastante éxito, y reveló cuatro cuentos admirables.
Claro, una muy buena idea.
—Sí, una buena idea editorialmente, sí.
Pero, en cuanto a Conrad, usted me dijo alguna vez que había cuentos de Conrad que le recordaban no el mar sino el río; y en particular, el Delta del Paraná.
—Bueno, sí, en los primeros libros de Conrad, cuando él recurre a paisajes malayos, yo usaba mis recuerdos del Tigre como ilustraciones. De modo que yo he leído a Conrad un poco intercalando o interponiendo paisajes que yo recordaba del Tigre, ya que era lo más parecido. Y de paso, es raro el caso de Buenos Aires: una gran ciudad que tiene muy cerca un archipiélago casi tropical, o casi malayo. Es rarísimo eso, ¿no?, y con cañas. ¡Ah!, bueno, yo estuve hace poco en Brasil, y redescubrí algo que me había sido revelado ya por las novelas de Eça de Queiroz, que es el nombre que tiene el bastón en portugués. Se llama «bengala» —sin duda por las cañas de Bengala—; porque alguien me dijo: «A sua bengala», me tendió mi bastón, que es irlandés, y yo recordé aquella palabra (ríe), me pareció muy lindo que el bastón se llamara «bengala». Porque «bastón» no recuerda nada especialmente. Bueno, ¿qué puede recordar?, los bastos: es un basto grande, es un gran as de basto. En cambio, «bengala» ya nos trae toda una región, y el bengalí la palabra «bungalow», derivada de «bengala» también.
Veo, Borges, que el mar, a través de Conrad y de Melville, está muy cerca suyo; que lo retiene en la memoria a menudo.
—Sí, siempre, sí. Claro, hay algo de viviente, de misterioso… bueno, es el tema del primer capítulo de Moby Dick; el tema del mar como algo que alarma, y que alarma de un modo un poco terrible y un poco hermoso también, ¿no?
La alarma que crea la belleza, digamos.
—Sí, la alarma que crea la belleza, ya que la belleza es una forma de alarma o de inquietud, en todo caso.
Sobre todo si recordamos aquella frase de Platón, en El Banquete, que dice: «Orientado hacia el inmenso mar de la belleza».
—¡Ah!, es una linda frase. Sí, parece que son palabras esenciales, ¿no?
El mar.
—El mar, sí; que está tan presente en la literatura portuguesa y ausente en la literatura española, ¿eh? Por ejemplo, el Quijote es un libro…
De llanura.
—Sí, en cambio los portugueses, los escandinavos, los franceses —por qué no— después de Hugo, sienten el mar. Y Baudelaire lo sintió también y, evidentemente, el autor de El barco ebrio, Rimbaud, sintió el mar, que no había visto nunca. Pero, quizá no sea necesario ver el mar: Coleridge escribió su «Balada del viejo marinero» sin haber visto el mar, y cuando lo vio se sintió defraudado. Y Cansinos Assens escribió un admirable poema del mar; yo lo felicité, y me dijo: «Espero verlo alguna vez». Es decir, que el mar de la imaginación de Cansinos Assens y el mar de la imaginación de Coleridge eran superiores al mero mar, bueno, de la geografía (ríe).
Como usted verá, por una vez hemos logrado apartarnos de la llanura.
—Es cierto.


Título original: En diálogo (edición definitiva 1998)
Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari, 1985
Prefacio: Jaime Labastida
Prólogos: Jorge Luis Borges (1985) & Osvaldo Ferrari (1998)

Imagen: Borges en su casa (1985) por Patricio Salinas A. (Chile) [+] [FB]
Fue publicada en la Revista Jaque de Montevideo en 1985, que no está digitalizada
Foto y data cortesía de Castillo Alfredo


26/7/18

Jorge Luis Borges: Las luminarias de Janucá (1926)







Con una emoción veraz y una codicia nunca desmentida de regalarme con bellezas verbales, han recorrido mi corazón y mis ojos Las luminarias de Hanukah de Rafael Cansinos Assens, libro escrito en Madrid y cuya voz es clara y patética en perfección de prosa castellana, pero que suelta desde la altiva meseta los muchos ríos de su anhelo —ríos henchidos y sonoros— hacia la plenitud de Israel, desparramada sobre la faz de la tierra. La gran nostalgia de Judá, la que encendió de salmos a Castilla en los ilustres días de la grandeza hispano-hebrea, late en todas las hojas y la inmortalidad de esa nostalgia se encarna una vez más en formas de hermosura. Israel, que por muchas centurias despiadadas hizo su asiento en las tinieblas, alza con este libro una esperanzada canción que es conmovedora en el teatro antiguo de tantas glorias y vejámenes, en la patria que fue de Torquemada y Yehuda Ha Levy.
Esta novela es autobiográfica. Su perenne interlocutor, ese Rafael Benaser que escudriñando un proceso inquisitorial da con el nombre de un su posible antepasado judío y se siente así vinculado a la estirpe hebraica y hasta entenebrecido de su tradición de pesares, no es otro que Cansinos. El doctor Nordsee es Max Nordau, sin otra máscara que la de inundarle su nombre y engrandecer en mar su pradera Y así en lo relativo a los demás héroes que insignemente fervorizan, charlan y se apostrofan, sólo atareados a pensar en su raza y a definir su pensamiento en extraordinarias imágenes. Yo debo confesar que esas imágenes son para mí el primer decoro del libro y que, a mi juicio, Rafael Cansinos Assens metaforiza más y mejor que cualquiera de sus contemporáneos. Cansinos piensa por metáforas y sus figuras, por asombrosas que sean, jamás son un alarde puesto sobre el discurso, sino una entraña sustancial. Basta la frecuentación de su obra para legitimar este aserto. Yo mismo, que con alguna intimidad lo conozco, sé que de su escritura a la habitualidad de su habla no va mucha distancia y que igualmente son generosas entrambas en hallazgos verbales. Cansinos piensa con belleza y las estrellas, una sombra, el viaducto, lo ayudan a ilustrar una teoría o a realzar un sofisma.
Sobre el imaginario argumento de Las luminarias de Hanukah, sobre la pura quietación en que Cansinos inmoviliza sus temas, quiero adelantar una salvedad. Se trata de un consciente credo estético y no de una torpeza para entrometer aventuras. Cansinos, en efecto, no sufre que en la limpia trama de su novela garabateen inquietud las errátiles hebras de la casualidad y del acaso. El mundo de sus obras es claro y simple y un ritualismo placentero lo rige, sólo equiparable al orden divino que ha dado al Tiempo dos colores —el color azul de los días y el negro de las noches— y que reduce el año a sólo cuatro estaciones como una estrofa a cuatro versos. Lástima grande que esto motive en él la imperdonabilidad de hacer de sus héroes personas esquemáticas, sin más vida que la que el argumento prefija. Es verdad que toda poesía es finalmente convencional y simbólica. El tú en los versos siempre es alusivo a una novia, la aurora es fielmente feliz, la estrella o el ocaso o la luna nueva salen a relucir en el remate del último terceto.
La realidad de todos, la transitada realidad de los hombres en su vida común (esto es, aparencial o superficial) no está representada en Las luminarias de Hanukah. Falta asimismo la individual realidad, la de nuestro yo en codicia de dicha y en apetencia de la eternidad de los tiempos para gozar de esa dicha. (A ser Cansinos un novelista de los que llaman psicólogos, el destino de Rafael Benaser hubiera sido el trágico de un hombre que intenta traducir su íntima angustia personal en congoja de raza y que fracasa en ello y nos confiesa su aislamiento).
Cada literatura es una forma de concebir la realidad. Las de Las luminarias, pese a la fecha contemporánea que muestra y a los vagos paisajes madrileños que le sirven de teatro, es realidad de lejanía, de conseja talmúdica. La informan esa contemplación alargada y ese dichoso aniquilamiento ante el espectáculo humano, que según Hegel (Estética, segundo volumen, página 446) son distintivos del Oriente.
Su tiempo mismo no es occidental, es inmóvil: tiempo de eternidad que incluye en sí el presente, el pasado y lo porvenir de la fábula, tempo haragán y rico.


Imagen arriba: Rafael Cansinos Assens en 1898 y manuscrito de 1905 
Fuente Fundación-Archivo Rafael Cansinos Assens

Nota: En la obra de Borges dice Hanukah y, en variadas fuentes, ortografías varias.
Janucá es la única forma correcta de transcribir la palabra en castellano, ya que 
le permite al lector hispanohablante pronunciarla exactamente como es en hebreo.
Me atrevo a corregir el título, con la orientación de Yonah Kranz
Véase portada de la edición de Cansinos Assens





En El tamaño de mi esperanza
Buenos Aires, Editorial Proa, 1926 (cover)

Luego, ©1995 1996 María Kodama
©2016 Buenos Aires, Penguin Random House




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