4/12/17

Carlos Gamerro: Borges y los anglosajones







Quiero comenzar con una pregunta para la cual ningún énfasis parece ser suficiente. ¿Qué pudo llevar a un escritor sudamericano a interesarse en una literatura tan marginal, tan muerta y tan remota, y sobre todo tan ajena, como la anglosajona, hasta el punto de estudiar un idioma que, incluso dentro de la tradición de las lenguas inglesas, apenas unos pocos académicos especializados manejan? Y si esta pregunta tuviera respuesta, quedaría esta otra: ¿Cómo se explica que haya tenido éxito, es decir, que haya logrado habitar imaginativamente esta literatura y esta lengua muertas, hasta el punto de escribir a partir de ellas, de producir un corpus específicamente borgesiano de literatura anglosajona, un corpus que los propios ingleses no pueden ignorar a la hora de estudiar la literatura de sus orígenes? Porque habría que aclarar que ningún escritor de lengua inglesa, en el siglo XX al menos, ha logrado recrear esta literatura con la convicción y la vitalidad con que lo ha hecho este habitante de un perdido arrabal sudamericano.

El propio Borges parece a veces perplejo, como confiesa en su poema “Composición escrita en un ejemplar de la Gesta de Beowulf”:

A veces me pregunto qué razones
me mueven a estudiar sin esperanza
de precisión, mientras mi noche avanza,
la lengua de los ásperos sajones.
(Obras completas 2: 280)

Es indudable la relación vital y hasta personal que Borges mantenía con la imaginería de la literatura anglosajona, hasta el punto de soñar con ella. En “La pesadilla” conferencia incluida en Siete noches, afirma que su pesadilla más terrible fue la de “un rey del Norte, de Noruega. No me miraba: fijaba su mirada ciega en el cielo raso. Yo sabía que era un rey muy antiguo porque su cara era imposible ahora. Entonces sentí el terror de esa presencia” (OC 3: 228).

El mismo rey, que ahora es “de Nortumbria o de Noruega”, y el mismo sueño, aparecen en el soneto “La pesadilla”, de La moneda de hierro, que termina con estas palabras: “Sé que me sueña y que me juzga, erguido. / El día entra en la noche. No se ha ido” (OC 3: 126). “Juzga” debe leerse, entiendo, kafkianamente, como sinónimo de “condena”. ¿Por qué crimen juzga este rey anglosajón o noruego a Borges? ¿Y por qué pasa del sueño a la vigilia y permanece en ella, juzgándolo para siempre, como el cuervo de Poe?1

Para intentar una respuesta a la pregunta inicial sobre lo que pudo haber llevado a este escritor argentino a transitar una literatura tan lejana, podríamos empezar haciendo referencia al linaje anglosajón del propio Borges, a través de la abuela paterna, Fanny Haslam. Es lo que sugiere el poema “Al iniciar el estudio de la gramática anglosajona”:

Al cabo de cincuenta generaciones
[…]
vuelvo en la margen ulterior de un gran río
que no alcanzaron los dragones del viking
a las ásperas y laboriosas palabras
que, con una boca hecha polvo,
usé en los días de Nortumbria y de Mercia
antes de ser Haslam o Borges. (OC 2: 217)

La hipótesis es simpática, pero no explica por qué Borges no manifiesta pareja devoción por Os Lusiadas, por los Borges, o por el Poema del Mio Cid, por los Acevedo y los Suárez. Además, si los ancestros fueran tan poderosos, casi todos los escritores ingleses, norteamericanos y australianos deberían también haberse abocado a realizar parejas recreaciones de la literatura anglosajona. La ascendencia anglosajona es aquí más una excusa, casi diríamos un pedido de permiso, que una causa o un motivo. Borges intenta (conscientemente o no) legitimar su presunción ante un auditorio anglosajón imaginario y sus imaginarias censuras.

Otra respuesta, cara a las hipótesis de los estudios poscoloniales, sería que Borges intenta apropiarse de una de las literaturas centrales y dominantes, yendo a sus orígenes, agarrándola antes de que se haga grande. En el prólogo a la Breve antología anglosajona, afirma: “de las literaturas del Occidente la de Inglaterra es una de las dos más importantes” (Obras completas en colaboración 787). La importancia de la literatura inglesa en la obra de Borges es tema muy conocido, por lo cual voy a detenerme apenas sobre uno de los aspectos de esta relación.

En Evaristo Carriego, con el cual funda las bases de su mitología de las orillas, Borges recurre una y otra vez a la gran tradición inglesa para enaltecer al poeta menor y su poesía: por ejemplo, utiliza la frase del Macbeth “la tierra tiene burbujas, como las tiene el agua” (OC 1: 109) para definir las orillas; define el compadrito como cockney porteño y culmina en la escandalosa homologación encubierta de Carriego y Shakespeare: “Truly I loved the man, on this side idolatry, as much as any” (OC 1: 142). Hasta acá, lo previsible: la cultura menor y local (argentina) se explica en términos de la mayor y universal (la inglesa).

Pero lo menos previsible es que Borges también invierte el procedimiento, definiendo la cultura europea y norteamericana en función de la sudamericana. En “Las inscripciones de los carros” (de Evaristo Carriego) habla de “el imperio montonero de Atila” (OC 1: 148), en “La poesía gauchesca” aparece la célebre comparación “el mar, pampa de los ingleses” (OC 1: 182), y en Historia universal de la infamia el procedimiento se realiza de manera sistemática: “El proveedor de iniquidades Monk Eastman” arranca con el fragmento titulado “Los de esta América” y cuenta el duelo de dos malevos; el fragmento siguiente se titula “Los de la otra” y sintetiza el libro de Herbert Asbury Pandillas de Nueva York. Fiel a este inicio, Monk Eastman será un “malevo tormentoso” que se pasea con una paloma de plumaje azul en el hombro “igual que un toro con un benteveo en el lomo” (OC 1: 313) y recluta “cien héroes tan insignificantes o espléndidos como los de Troya o Junín” (OC 1: 314). En este capítulo se define sistemáticamente lo norteamericano en función de lo argentino, como si dijéramos “los cowboys son los gauchos de Estados Unidos”, y en algún momento de la lectura de esta Historia universal de la infamia comprendemos que Monk Eastman, Bill Harrigan y los samurai que sirven al señor de la Torre de Ako son todos malevos disfrazados, y que la viuda Ching es la mujer cuchillera que la incurablemente machista mitología de los arrabales argentinos le negó a nuestro autor. Así, esta “historia universal” termina siendo sospechosamente local, y visto desde esta perspectiva (hay otras, claro) “Hombre de la esquina rosada”, lejos de ser el cuento anómalo que rompe la serie, es su natural culminación: todas estas historias de malevos extranjeros le sirven de marco o pedestal al relato fundacional de la mitología orillera.

Volviendo a los anglosajones antiguos, es interesante considerar cuál es el corpus específicamente borgesiano de la literatura anglosajona, es decir, qué textos selecciona y privilegia este autor. En su Literaturas germánicas medievales, como corresponde al propósito de divulgación de la obra, es más general y abarcador; la selección es más acotada en la Breve antología anglosajona, y es directamente personal en su poesía y sus relatos. Lo que se comprueba entonces es que Borges se interesa sobre todo por las composiciones realistas de las antiguas literaturas germánicas, lo cual lo lleva a preferir el modelo de las sagas islandesas por encima de poemas como Beowulf o El cantar de los Nibelungos, en los cuales es mayor la proporción de lo simbólico y lo mágico. “El arte medieval es espontáneamente simbólico”, escribe Borges en Literaturas germánicas medievales, “conviene recordar esta circunstancia para apreciar lo excepcional y asombroso de un arte realista como el de las sagas en plena Edad Media” (OCC 933).

¿Por qué Borges, el autor más importante de nuestra tradición fantástica (más aun, el que bien puede considerarse el inventor de la tradición fantástica argentina), se desinteresa de los aspectos mágicos y sobrenaturales de estas literaturas, y atiende a las composiciones realistas antes que a las mitológicas? Una respuesta posible es que lo fantástico en la literatura anglosajona, al igual que en la celta, aparece bajo la forma general de lo maravilloso: dragones, monstruos, hadas, magos, doncellas que vuelan a caballo, dioses, etc. El género fantástico argentino tal cual lo crea Borges, y lo desarrollan Adolfo Bioy Casares y Julio Cortázar, entre otros, es en cambio heredero directo de los juegos conceptuales del Barroco, de ese encuentro conflictivo de dos planos de realidad: historia y ficción, sueño y vigilia, mundo y teatro, etc. Una anécdota que, como la de Beowulf, incluye un príncipe que se zambulle en un lago y nada durante horas, sin escafandra, para llegar a un palacio subacuático en el cual misteriosamente ya no hay agua, y lucha con la madre del monstruo que antes ha matado, no tiene mucho que ofrecer en este aspecto.

En los poemas de Borges de tema anglosajón, escritos en diferentes épocas, y de tendencia básicamente realista, hay una serie de rasgos que se repiten. Por un lado tenemos el culto del coraje y la fe en la fuerza o en la habilidad guerrera cifradas en un símbolo, la espada. Encontramos, también, la obligación de lealtad al señor y su inevitable reverso, la traición (como en el poema “Hengist Cyning”). Tenemos las exigencias del honor, como en “991 A.D.”, pero también encontramos la relatividad de ese código, que permite la existencia de los mercenarios (nuevamente, “Hengist Cyning”). Es un mundo masculino, donde la mujer apenas aparece, y cuando lo hace, como en “Brunanburh, 937 A.D.”, aparece para cuestionar ese mundo y sus valores. Es, en suma, un mundo a la vez feudal, machista y bárbaro, previo a la ley o, ya que surge del derrumbe del imperio romano, un mundo en el cual la ley y sus instituciones se han olvidado.

En la mayoría de los cuentos y poemas de Borges de la línea universalista o cosmopolita, o letrada, o paterna, predominan los problemas metafísicos o gnoseológicos. En los de inspiración anglosajona, en cambio, lo fundamental es el problema ético: son textos que se preguntan cuál es la conducta correcta (y esto independientemente de la medida en que esa conducta sirva o no para fundamentar un orden, una sociabilidad). A su vez, la cuestión ética permite responder a la pregunta de la identidad. El hombre sabe para siempre quién es cuando sabe qué hacer, cómo comportarse. Esta ética es, por encima de la del honor, la del coraje.

La ética del coraje es absoluta, no es relativa a si se pelea, o no, por una buena causa. Por eso es bárbara. En las palabras de Hengist Cyning:

Yo sé que a mis espaldas
me tildan de traidor los britanos,
pero yo he sido fiel a mi valentía
y no he confiado mi destino a los otros
y ningún hombre se animó a traicionarme. (OC 2: 281)

Por eso apunto que la ética del coraje está por encima de la del honor. Hengist Cyning traiciona a su señor porque es fiel a un valor más alto que el de la debida lealtad: su valentía.2  Habiendo dicho todo esto la respuesta puede por fin esbozarse. Esta lista de características de la literatura anglosajona reescrita por Borges podría aplicarse sin modificación a sus cuentos y poemas sobre orilleros y gauchos. El uso que hace de la literatura anglosajona la coloca más cerca de la línea criolla de su obra; y ésta es eminentemente la línea realista, no fantástica, de Borges. Dicho en términos simplistas y, por qué no, efectistas: así como el mar es la pampa de los ingleses, los anglosajones de Borges son los gauchos y los malevos de las Islas Británicas.3

En el Evaristo Carriego, antes de escribir sus ficciones sobre malevos y gauchos, Borges establece las bases para fundar su mitología criolla en la epopeya tradicional: del capítulo XI proviene la idea de que las letras del tango puedan llegar a constituir nuestra épica (en la línea de la lectura lugoniana del Martín Fierro):
Es sabido que Wolf, a fines del siglo XVIII, escribió que la Ilíada, antes de ser una epopeya, fue una serie de cantos y de rapsodias; ello permite, acaso, la profecía de que las letras de tango formarán, con el tiempo, un largo poema civil, o sugerirán a algún ambicioso la escritura de ese poema. (OC 1: 164)

Del mismo capítulo, la sección “El desafío” incluye una de las versiones más explícitas de tal filiación:
Tendríamos, pues, a hombres de pobrísima vida, a gauchos y orilleros de las regiones ribereñas del Plata y del Paraná, creando, sin saberlo, una religión, con sus mitologías y sus mártires, la dura y ciega religión del coraje, de estar listo a matar y a morir. Esa religión es vieja como el mundo, pero habría sido redescubierta, y vivida, en estas repúblicas, por pastores, matarifes, troperos, prófugos y rufianes. Su música estaría en los estilos, en las milongas y en los primeros tangos. He escrito que es antigua esa religión; en una saga del siglo XII se lee:
–Dime cuál es tu fe –dijo el conde.
–Creo en mi fuerza –dijo Sigmund. (OC 1: 168)

Y en “El tango” de El otro, el mismo, leemos: “Una canción de gesta se ha perdido […]/en sórdidas noticias policiales” (OC 2: 266). Borges es claramente quien redime al malevo de esa existencia meramente periodística, quien reúne esa gesta dispersa y perdida y se convierte en el redactor de la Edda menor de nuestras letras.
En su poema “Snorri Sturluson (1179-1241)” de El otro, el mismo, Borges nos enfrenta a la ironía de que el creador de la Edda Menor original, y por lo tanto de estos valores, en el momento de la verdad se supo cobarde. Y la gloria poética no salva a Snorri Sturlurson de la deshonra:

Tú, que fijaste la violenta gloria
de tu estirpe pirática y bravía,
sentiste con asombro en una tarde
de espadas que tu triste carne humana
temblaba. En esa tarde sin mañana
te fue dado saber que eras cobarde. (OC 2: 285)

(El caso de Sturluson es, de alguna manera, el reverso del de Dahlmann en “El Sur.”) Hasta ahora hablamos como si los textos de la llamada línea criolla o materna, que también es la de (declarada) inspiración oral, fueran sólo los relacionados con los gauchos y los orilleros. Pero esta línea criolla tiene dos vertientes fundamentales. La primera y más conocida, que podemos llamar la popular-literaria, corresponde al mundo social plebeyo (gauchos y malevos) y se escribe sobre todo en prosa, aunque ha dado series poéticas como Para las seis cuerdas. Pero también está (y es anterior) la que podríamos llamar la línea histórico-familiar, que se manifiesta bajo la forma del culto a los ancestros de pasado militar glorioso y ya se escribe en verso desde “Inscripción sepulcral” en Fervor de Buenos Aires. La actitud de Borges ante estos antepasados (hablo de Borges en tanto yo poético) suele ser la de una vergüenza como la declarada en “Dulcia linquimus arva” donde al compararse con sus ancestros de a caballo dice “Soy un pueblero y no sé de estas cosas” (OC 1: 68) y llega a su paroxismo en la tanka número 6 de El oro de los tigres:

No haber caído,
como otros de mi sangre,
en la batalla.
Ser en la vana noche
el que cuenta las sílabas. (OC 2: 467)

También en “Espadas”, de El oro de los tigres: “Déjame, espada, ejercer contigo el arte,/ yo que no he merecido manejarte” (OC 2: 463). A partir de El hacedor los textos que promueven este culto a los mayores empiezan a cruzarse con los textos de inspiración anglosajona en un mismo ámbito: en un mismo libro y, a veces, hasta en un mismo poema, como “Elegía del recuerdo imposible” de La moneda de hierro:

Qué no daría yo por la memoria de haber combatido en Cepeda
[…]
con la alegría del coraje
[…]
Qué no daría yo por la memoria
de las barcas de Hengist,
[…]
para debelar una isla
que aún no era Inglaterra. (OC 3: 123)

En este libro, que es de 1975 y parece hacerse eco de la violencia exterior, no menos de once textos (de un total de treinta y seis), cuatro de ámbito anglosajón y siete latinoamericano, están dedicados a la celebración del coraje guerrero como valor absoluto. “No importa lo demás. Yo fui valiente” (OC 3: 135), leemos por ejemplo en “El conquistador”, donde “lo demás” es nada menos que la destrucción de las culturas precolombinas, la violación, tortura y muerte de millares de seres humanos. Ambas series, la épico-militar criolla y la anglosajona, comparten un símbolo único, la espada: “fue suya la alegría de la espada en la mañana” (OC 3: 130) leemos en “Hilario Ascasubi (1807-1875)” . (En la serie plebeya, en cambio, espada y puñal se oponen: la espada o sable del militar o policía contra el cuchillo o el puñal del orillero o del gaucho.) No sería arriesgado suponer, entonces, que en la figura de ese rey de Nortumbria que inapelablemente lo juzga, confluyen las figuras míticas del pasado remoto europeo y las figuras no menos míticas del panteón familiar, del reciente pasado argentino.

Pero junto con esta figura terrible, las epopeyas y sagas del norte de Europa ofrecen a la culpa y la vergüenza de Borges (que hoy, en la Argentina posdictatorial, cuesta un poco recuperar: el más grande escritor argentino avergonzado de no ser un milico más) el contrapeso que les faltaba: la pareja rey guerrero-poeta, como vemos en el relato de ambientación irlandesa “El espejo y la máscara”:
Librada la batalla de Clontarf, en la que fue humillado el noruego, el Alto Rey habló con el poeta y le dijo:
–Las proezas más claras pierden su lustre si no se las amoneda en palabras. Quiero que cantes mi victoria y mi loa. Yo seré Eneas; tú serás mi Virgilio. (OC 3: 45)

Esta operación es todavía más clara en un texto tardío, “991 A.D.” , de La moneda de hierro, referido a la batalla de Maldon, tema a su vez del fragmento anglosajón “La balada de Maldon”. En la recreación de Borges, los campesinos anglosajones se disponen a morir como los samurai de Historia universal de la infamia, pues su señor ha muerto y el honor lo pide, pero el que los lidera, Aidan, salva a su hijo, a la vez de la muerte y de la culpa del sobreviviente, con estas palabras: “Tienes que renunciar a la contienda, para que perdure el día de hoy en la memoria de los hombres. Eres el único capaz de salvarlo. Eres el cantor, el poeta” (OC 3: 145).

El joven Werferth primero cuestiona el mandato del padre, prefiriendo la muerte honrosa, pero luego lo acata y “los vio perderse en la penumbra del día y de las hojas, pero sus labios ya encontraban un verso” (OC 3: 145). Así, Borges puede convertirse en el bardo o skald de sus antepasados, que se supone mirarán con mejores ojos a este descendiente tan manso y tan apocado, ahora que ha dedicado parte de su vida a salvarlos del olvido y celebrarlos.

De este modo, se puede responder a otra de las preguntas iniciales: Borges es capaz de recrear la literatura anglosajona como modelo vivo, y no como mera letra muerta, a partir de un paradigma heterogéneo que incluye a la gauchesca y las historias familiares, que ha heredado, y a la literatura orillera que él ha creado. Borges lee la cultura inglesa (nada menos que los orígenes de la cultura inglesa) desde la cultura sudamericana –tengamos en cuenta que la creación de textos anglosajones sólo comienza cuando Borges ha escrito lo principal de su producción criolla. La literatura anglosajona, y el mundo emocional que evoca, están mucho más cerca de él que de los escritores ingleses actuales. Creo que para el inglés moderno, la literatura anglosajona es (como sus artefactos) una pieza de museo. Para Borges está viva, como esas espadas y esos puñales que esperan en una vitrina la mano que los empuñe.

Aceptada con mayor o menor convicción esta relación entre ambas series, falta conjeturar su propósito o su sentido. Han sido ya suficientemente destacados los procedimientos de subversión e inversión a los que Borges somete el ideologema fundante de nuestra literatura, la disyunción/conjunción civilización/barbarie: en “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz”, en “El Sur”, en el “Poema conjetural”, y sobre todo en “Historia del guerrero y de la cautiva”, la superioridad y la deseabilidad del paradigma civilizado se ven relativizadas y cuestionadas. En “El Sur”, dicho sea de paso, encontramos una paradoja interesante: Dahlmann, quien tiene un linaje a la vez criollo y germánico, elige el de su antepasado romántico, o de muerte romántica, que es el criollo, “a impulso de la sangre germánica”. Es decir, hay que ser romántico (y recordemos que el romanticismo es un invento inglés y alemán) para preferir la barbarie criolla a la civilización europea.

Hablando de otro autor americano que también interrogó las diferencias entre América y Europa, Henry James, Borges dice que veía a los americanos como intelectualmente inferiores y éticamente superiores a los europeos. De manera análoga, los argentinos seríamos inferiores a ellos en términos de cultura y de costumbres civilizadas, pero superiores en autenticidad y vitalidad. La civilización nos ofrecería una aspiración, una meta, pero es fatalmente ajena, no nos otorga eso fundamental que es la identidad.

Borges toma ese paradigma de civilización del siglo XIX que era Inglaterra y se remonta a sus orígenes bárbaros. Descubre los orígenes bárbaros del gran imperio civilizador y, así, el núcleo de barbarie que necesariamente alimenta la empresa colonial. Esta operación, convengamos, ya había sido realizada en una de las novelas más admiradas por Borges, El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad. Ésta nos presenta el caso de Kurtz, paradigma de la civilización europea, un hombre renacentista en sus variadas aptitudes, que se interna en el África en misión civilizadora y se hace salvaje. Pero Kurtz, más que volver a la barbarie inicial, la lleva a un plano superior, a una superación dialéctica que podemos llamar de barbarie civilizada (anticipando así el oxímoron mayor del siglo XX, la barbarie alemana, también conocida como nazismo). Y para prepararnos para esta (aparente) paradoja, antes de llevarnos río arriba por el Congo, al corazón de las tinieblas africanas, el narrador, Marlow, nos recuerda que el río de donde irradia hoy la luz de la civilización, el Támesis, fue una vez tan salvaje como aquél: “Y éste también –dijo Marlow de repente– ha sido uno de los lugares oscuros de la tierra” (20). Imagina al colonizador, al civilizador, al romano de entonces, perdido, anulado por la barbarie britana que lo rodea por todas partes, y sugiere que su situación es apenas distinta del europeo del siglo XX perdido en las selvas africanas.

Melville, en su ya clásico estudio sobre las irreconciliables diferencias entre la justicia humana y la divina, titulado Billy Budd, marino, arriba a una conclusión semejante: “Billy Budd, como ya se ha dicho, era bárbaro de manera radical, tanto, a pesar de su vestimentas, como sus compatriotas, los cautivos de Roma, trofeos vivientes obligados a marchar en el triunfo romano de Germánico” (397, traducción mía).

Tampoco Borges se priva de llamar bárbaros a los ingleses. En “El jardín de senderos que se bifurcan” Stephen Albert dice de sí mismo: “A mí, bárbaro inglés, me ha sido deparado revelar ese misterio diáfano” (OC 1: 477). Y en “El inmortal”, Joseph Cartaphilus, que fue Homero, descubre “en un reino boreal y un idioma bárbaro, las formas de su Ilíada” (OC 1: 543) –la referencia es a la Ilíada de Pope–. En ambos casos, el término “barbarie” es, como debe ser, relacional: los ingleses son bárbaros en relación a las más antiguas y civilizadas cultura china y griega.

La vinculación entre barbarie medieval y barbarie moderna se vuelve por supuesto más clara en el caso testigo para todo el occidente, que es el de la Alemania nazi. Es interesante comprobar que cuando Borges vincula barbarie anglosajona y barbarie criolla, la actitud suele ser de valoración o aprobación: ambas se justifican la una a la otra. Cuando vincula barbarie criolla con barbarie alemana, en cambio, cada una echa sobre la otra una luz negativa. En “Anotación al 23 de agosto de 1944”, de Otras inquisiciones, leemos:
Para los europeos y americanos, hay un orden –un solo orden– posible: el que antes llevó el nombre de Roma y que ahora es la cultura de Occidente. Ser nazi (jugar a la barbarie enérgica, jugar a ser un viking, un tártaro, un conquistador del siglo XVI, un gaucho, un piel roja) es, a la larga, una imposibilidad mental y moral. (OC 2: 106)

La referencia a la barbarie nazi, y la postulación de sus vínculos con la barbarie criolla, lo llevará, también, a cuestionar el culto a los mayores. El infame Otto Dietrich zur Linde, narrador y protagonista de “Deutsches Requiem”, comienza su relato con una lista de antepasados guerreros, y lo cierra con estas palabras que tanto recuerdan a las de los poemas de Borges referidos al mismo tema: “Mañana […] yo habré entrado en la muerte, es natural que piense en mis mayores, ya que tan cerca estoy de sus sombras, ya que de algún modo soy ellos” (OC 1: 576). Pero zur Linde no es un héroe, ni un guerrero: es el subdirector de un campo de concentración, que atormenta a su más famoso prisionero, el insigne poeta David Jerusalem, hasta enloquecerlo y llevarlo al suicidio.

En un espíritu parecido, en esa especie de revisión global de la obra que es el “Epílogo” a las Obras completas de 1974, Borges escribe:
No hay que olvidar, en primer término, que los años de Borges correspondieron a una declinación del país. Era de estirpe militar y sintió la nostalgia del destino épico de sus mayores. Pensaba que el valor es una de las pocas virtudes de las que son capaces los hombres, pero su culto lo llevó, como a tantos otros, a la veneración atolondrada de los hombres del hampa [...] Su secreto y acaso inconsciente afán fue tramar una mitología de una Buenos Aires que jamás existió. Así, a lo largo de los años, contribuyó sin saberlo y sin sospecharlo a esa exaltación de la barbarie que culminó en el culto del gaucho, de Artigas y de Rosas. (OC 3: 500)

Las fechas no son inocentes. En 1974, este culto de los gauchos, de Artigas y de Rosas es una manera elíptica de aludir al peronismo. Pero esta aparente abjuración de Borges tiene algo de tramposa, porque de lo que abjura es del culto a la barbarie plebeya o gaucha, no del de sus antepasados militares. Este “atolondramiento” del que habla lo habría llevado a deslizarse de un culto válido 4 (el de los familiares militares) a uno ilegítimo (el de los gauchos y los hombres del hampa).

Si en la obra de Borges hay una evolución, ésta es fundamentalmente estética, más que temática o ética. Y no hay evolución (en el sentido no de mejoría o crecimiento sino de cambio unidireccional y sostenido) porque uno de los principios rectores de la poética de Borges es la lógica combinatoria: dado un cuento como “Hombre de la esquina rosada”, tarde o temprano vendrá su reverso, que es “Historia de Rosendo Juárez”. De “La suerte de la espada”, ese poema dedicado al culto de los mayores que comienza “La espada de aquel Borges no recuerda sus batallas” (OC 3: 142), el autor aclara: “Esta composición es el deliberado reverso de ‘JuanMuraña’ y de ‘El encuentro’ que datan de 1970” (OC 3: 161), dos relatos que presentaban armas (cuchillos en esos casos) dotadas de memoria y conciencia, y que usaron a los humanos como instrumento. Sus temas y posturas van y vienen, en ciclos y retornos parciales, ensayando nuevas combinaciones, no pocas veces tratando de agotarlas. La “Historia de Rosendo Juárez” desarma el mitema de las orillas y sus bases éticas, pero esta crítica no es definitiva: el regreso del peronismo,5 entre otras cosas, reavivan al Borges de la dura religión del coraje y de la espada, como se evidencia en La rosa profunda. La lógica combinatoria que Borges pone en práctica en su obra no procede de manera meramente exhaustiva o mecánica: es sensible a los sucesos exteriores o contextuales. Si en “Deutsches Requiem” había mostrado cómo el culto del coraje y de la violencia pueden desembocar en la barbarie del nazismo, esta comprobación o esta hipótesis no lo hacen renegar para siempre de “la fe de la espada”, que volverá a celebrar en sus textos futuros.

Una aplicación rigurosa de la lógica combinatoria, como la que se lleva a cabo en “La biblioteca de Babel”, debería haber desembocado en el duelo entre la espada y el puñal, entre un anglosajón y un criollo. Borges se abstuvo de imaginar esta improbable eventualidad, pero la historia, que a veces ensaya combinaciones más inesperadas que las de la ficción, se encargó de dársela. Y el texto que Borges escribe a partir de ella es, sorprendentemente, un texto pacifista. Es un poema que se llama “Juan López y John Ward” y se refiere a la Guerra de Malvinas. Precede a “Los conjurados” y, de hecho, en esta edición están en páginas enfrentadas. A su vez, “Los conjurados”,   el poema que cierra el libro homónimo, el último que Borges publicó en vida, es el que propone a Suiza como modelo para la humanidad: modelo de convivencia pacífica y razonabilidad, dos características que ciertamente nunca hizo suyas la barbarie.

Borges es presentado a veces como un autor que escribía su obra al margen del mundo contemporáneo, de la actualidad, de los sucesos exteriores. Sin embargo, su época más violenta va de “El otro duelo”, que posiblemente sea su cuento más sanguinario y se publica en 1970 en El informe de Brodie, pasa por los poemas épico-patrioteros de La rosa profunda, 6 hasta el prólogo de La moneda de hierrocon la ya famosa frase “Me sé del todo indigno de opinar en materia política, pero tal vez me sea perdonado añadir que descreo de la democracia, ese curioso abuso de la estadística” (OC 3: 121). Debajo agrega, como quien patea a un caído, la fecha: 27 de julio de 1976.7

Pero en Los conjurados, que es de 1985, no hay ningún poema que celebre la violencia y la barbarie, y apenas uno alude al culto del coraje, y esto de manera a la vez contradictoria y atenuada.8 Muchos, incontables y hechos se dieron en el universo y en la vida de Borges en esos diez años; yo voy a señalar uno solo. En 1981, en plena dictadura, Borges firmó la carta solicitada que las Madres de Plaza de Mayo lograron publicar en el diario La Prensa en reclamo por sus hijos desaparecidos.




Obras citadas

Borges, Jorge Luis. Obras completas. 4 vols. Buenos Aires: Emecé, 1996

--- Obras completas en colaboración. Buenos Aires: Emecé, 1997

Conrad, Joseph. El corazón de las tinieblas. Trad. Araceli García Ríos e Isabel Sánchez Araujo. Buenos Aires: Alianza, 1992

Lafforgue, Martín, comp. Antiborges. Buenos Aires: Javier Vergara, 1999

Melville, Herman. Billy Budd, Sailor and Other Stories. London: Penguin, 1985


Notas

1 Otra conexión personal, y para mí absolutamente misteriosa, es la que el propio Borges declara en otra de las conferencias de Siete noches: la que existe entre su estudio del anglosajón y su ceguera. Esta conferencia se llama justamente “La ceguera”: “Pensé: he perdido el mundo visible pero ahora voy a recuperar otro, el mundo de mis lejanos mayores, aquellas tribus, aquellos hombres que atravesaron a remo los tempestuosos mares del Norte […] y que conquistaron Inglaterra”. Y agrega “Así empezó el estudio del anglosajón, al que me llevó la ceguera” (OC 3: 280). Creo que el misterio es irresoluble porque esta conexión no es operativa en la literatura de Borges; ni los textos sobre la ceguera iluminan sus textos de inspiración anglosajona, ni viceversa.

2 En un documental de 1982 Borges dijo: “La gente tiene que adorar cosas. ¿Por qué no ha de adorar el valor? Eso lo hicieron bien los nórdicos y también los sajones. Adoraron el valor sólo por adorarlo. Y no por una causa o algún sacrificio o por morir por su país o por su fe” (citado por Juan Gelman en “Borges o el valor”, Lafforgue 333).

3 Es notable cómo se repiten ciertos motivos puntuales, como el del valiente que elige el arma más corta porque, como dice un personaje de “Undr”, “de mi puño a su corazón la distancia era igual” (OC 3: 50), que aparecen en los dos mundos; lo único que varía es si se trata de una espada o un puñal. De hecho, es instructivo cotejar la cantidad de cuentos y poemas dedicados al puñal (como “El puñal”, “El encuentro”, “Juan Muraña”, “Un cuchillo en el norte”) y los dedicados a una espada (como “Fragmento”, “Una espada en York Minster”, “Espadas”). Se trata substancialmente del mismo poema, sólo son diferentes las armas, el siglo y uno o dos nombres propios.

4 Por supuesto, esta veneración tampoco puede ser unívoca o monolítica, ya que la complica irremediablemente la figura del “antepasado bárbaro” Juan Manuel de Rosas (ver por ejemplo los poemas “Rosas”, “Diálogo de muertos”, etc). Ya se trate de compadritos (que, como bien se encarga de recordarnos Rosendo Juárez, no eran caballeros andantes sino matones de comité) o de antepasados militares, la “serie del coraje” criolla nunca puede separarse de la serie política argentina. La “serie anglosajona”, en cambio, permite plantear estas cuestiones en su máxima pureza: en ella, la serie política simplemente no existe. 5 El peronismo gana las elecciones el 11 de marzo de 1973, después de dieciocho años de proscripción, y Héctor J. Cámpora asume como presidente el 25 de mayo del mismo año.

6 En “1972” leemos: “[Pero la Patria, hoy profanada quiere/ que con mi oscura pluma de gramático,/ docta en nimiedades académicas/ y ajena a los trabajos de la espada,/ congregue el gran rumor de la epopeya/ y exija mi lugar. Lo estoy haciendo” (OC 3: 104). 

7 El golpe militar que dio comienzo a la más sanguinaria dictadura de la historia argentina tuvo lugar el 24 de marzo de 1976.

8 Se trata de la “Milonga del muerto”, en la cual se exalta el coraje de un conscripto que muere en Malvinas: “Él sólo quería saber/ si era o si no era valiente.// Lo supo en aquel momento/ en que le entraba la herida./ Se dijo No tuve miedo/ cuando lo dejó la vida.// Su muerte fue una secreta/ victoria. Nadie se asombre/ de que me dé envidia pena/ el destino de aquel hombre” (OC 3: 493-94). Es innegable la connotación patriótica del género milonga, y también innegable la relación de ésta con el culto del coraje en la obra de Borges, como bien testimonian las milongas de Para las seis cuerdas. Pero hay elementos nuevos. Por un lado, Borges se cuida de marcar las diferencias entre estos jefes militares y los de antaño: “Se obró con suma prudencia,/ se habló de un modo prolijo./ Les entregaron a un tiempo/ el rifle y el crucifijo.// Oyó las vanas arengas/ de los vanos generales” (OC 3: 493). A lo largo de las seis primeras estrofas, el poema debe más a la tradición de la poesía antibélica, sobre todo la inglesa de la Gran Guerra, que a la épica; recién en la séptima aparece el momento específicamente borgesiano, en la cita que encabeza esta nota. En el poema coexisten incómodamente el momento crítico y la celebración del valor guerrero, disyunción que queda sin resolver en los sentimientos encontrados del anteúltimo verso: “envidia y pena”. También es notable que, a pesar de su parentesco formal con las milongas malevas, el poema evita el modelo del duelo: no sabemos qué causa la herida del innominado soldado; puede haber sido un soldado inglés pero también un disparo de artillería, un ametrallamiento aéreo. En todo caso, el adversario está elidido. No podría ser mayor el contraste con el otro poema de Malvinas; ya desde sus nombres, Juan López y John Ward, están cuidadosa e igualmente individualizados porque lo que este poema promueve no es la ética bárbara del coraje sino la cristiana, que promueve la hermandad y condena el asesinato: “Cada uno de los dos fue Caín, y cada uno, Abel” (OC 3: 496).




Imagen: Captura video El eterno retorno
Sitio oficial de Carlos Gamerro



3/12/17

Jorge Luis Borges agasajado en la Biblioteca Nacional al cumplir 71 años







JORGE LUIS BORGES, máximo narrador y poeta de los argentinos, candidato permanente al premio Nobel, cumplió setenta y un años la semana pasada. El autor de "Ficciones", "El Hacedor", "El Aleph", y cuya última obra, "El informe de Brodie", ha sorprendido a la crítica por su estilo despojado y directo, fue agasajado en la Biblioteca Nacional. Sus amigos —entre los que se contaron Raúl Soldi y Bernardo Ezequiel Koremblit— alzaron copas de jerez para celebrar el cumpleaños del maestro, a quien acompañó su madre, doña Leonor Acevedo de Borges. No hace mucho el escritor recibió los 25.000 dólares del premio Matarazzo-Sobrinho, en Brasil, y se encuentra en la plenitud de su capacidad creadora.


Texto e imagen en: Gente, 3 de septiembre de 1971

Nota de FG: Jorge Luis Borges nació el 24 de agosto de 1899. En 1971 fecha de publicación referida por la fuente documental digitalizada por magicasruinas.com  no cumplió 71 años, sino 72.

2/12/17

Jorge Luis Borges: El taller del escritor (1979)





Qué estoy leyendo
No leo; releo. Estoy releyendo los cuentos de la última época de Kipling, que deliberadamente son laberínticos, un poco a la manera de Henry James pero mejor construidos y más creíbles. En los textos de James hay situaciones, pero no caracteres que tengan vida fuera de la situación que los usa; en los de Kipling hay situaciones y caracteres, parejamente vívidos. Estoy releyendo asimismo la Historia de la filosofía occidental, de Bertrand Russell, en la que abundan la perspicacia y la erudición, la ironía y el humor. También suelen releerme los prodigiosos y simétricos cuentos del Libro de las mil y una noches, en la admirable traducción de mi amigo y maestro Rafael Cansinos-Assens. (Mi culpable ignorancia del idioma árabe me ha permitido investigar, a lo largo de mi ya larga vida las clásicas versiones de Galland y de Edward William Lane y la versión barroca del capitán Burton.)
Me gusta interrogar las enciclopedias, que son para nuestro tiempo “Silvas de varia lección”.
No descuido la segunda parte del Quijote, más íntima y tranquila que la primera. Con toda razón opinó Cervantes: “Nunca primeras partes fueron buenas”.
Estoy descubriendo la obra de Alberto Girri. Me agrada y me conmueve lo que he llegado a comprender de esas complejas páginas, pero no siempre soy de los elegidos.
Releo a Poe. Yo diría que su obra capital son los capítulos finales del relato de Arturo Gordon Pym, esa pesadilla de la blancura, que profetiza el Moby Dick, de Herman Melville; de hecho, su obra capital es la imagen trágica que ha legado a la posteridad.
Qué estoy escribiendo
Un cuento fantástico cuyo tema central me fue dictado por un sueño en una ciudad de cuyo nombre no quiero acordarme, East Lansing. Se titulará “La memoria de Shakespeare”. Ya lo he reescrito varias veces. Temo haberme excedido, temo que mi fatiga personal contagie al lector.
Un cuento psicológico cuyo título no me ha sido aún revelado. Sé que es un género difícil; debo proceder con cautela.
Una recopilación de los textos que escribí, durante la dictadura, sobre la Divina Comedia. No sé italiano; lo poco y lo memorable que sé me fue enseñado por Dante, por Ariosto y por Croce. Habré leído la Comedia nueve o diez veces, en ediciones distintas. Los comentadores son admirables; Momigliano y Grabher anotan cada verso de la obra. Mediante ese ordenado y lúcido auxilio, un lector de lengua española puede enfrentarse con el texto, de manera inmediata.
Pienso reunir en un volumen, que constará de unas treinta piezas, todos los poemas que he escrito después de Historia de la noche. Agregaré un epílogo o un prólogo de índole analítica.
Estamos preparando también, con María Kodama, una biografía crítica, la primera en lengua castellana, de Snorri Sturluson, historiador, poeta, mitólogo y retórico. Fue uno de los hombres más admirables y diversos de la Edad Media.
Cómo empieza en mí el proceso de escribir (¿con una idea, una imagen, una frase, una lectura?) Cómo se desarrolla
A veces, el primer estímulo es un verso, cuyas posibilidades y ramificaciones exploro. A veces, la creación puede empezar por un concepto abstracto; ulteriormente daré con los símbolos que convienen, con las imágenes o la fábula que preciso. Suelo empezar por una situación; al principio, no sé qué región o qué fecha le conviene. Creo que las opiniones de un escritor no deben intervenir en su obra. El proceso poético es misterioso; hay que dejarlo obrar por su cuenta. Pensemos en la fábula, no en la moraleja posible.
Estoy seguro de que a Esopo, o a los griegos que llamamos Esopo, le interesaba más la idea de animales que se conducían como hombrecitos, que la moralidad de los relatos.
Condiciones de trabajo (¿en absoluta soledad?, ¿en compañía?, ¿de día o de noche?, ¿trabajador sedentario o itinerante?)
La soledad conviene a los primeros tanteos en la sombra. En el caso de un cuento, conviene narrárselo a otro, y ese borrador oral nos hace descubrir sus errores o divisar variaciones afortunadas. En el caso de un poema, el escritor puede prescindir de interlocutores y limarlo lentamente, palabra por palabra, verso por verso, en la soledad. Una vez escrito el texto, debemos guardarlo y olvidarlo. Al cabo de unos quince días podemos releerlo y enmendarlo. No hay nunca una versión definitiva; hay una que nos resignamos a publicar y que corregiremos después.
Mi sistema de trabajo (horarios. Si escribo muchos borradores, etcétera.)
No tengo horario de trabajo. La literatura es una ocupación incesante, que abarca la vigilia y tal vez el sueño o los sueños. Casi continuamente estoy planeando algo o descubriendo algo o inventando algo (según se sabe, inventar equivale a descubrir). Ya que estoy ciego, mis primeros borradores son necesariamente mentales. Aprovecho las visitas de mis amigos para dictarles algo, que después corregiré muchas veces. No sé si mi método es recomendable; para mí, es el único posible.
No hay página mía, por descuidada o espontánea que parezca, que no haya exigido muchos y vacilantes borradores.
De Alfonso Reyes sé que componía de pie, caminando de arriba abajo en su biblioteca, pronunciando y limando cada oración, antes de encomendarla a la escritura. Kipling, en Something of Myself nos confía que ha seguido el mismo procedimiento.
Las mejores novelas (o cuentos, o poemas, o ensayos…)
De nada sirve proponer una serie de títulos. Para mí, las mejores novelas son las de Joseph Conrad; para el lector, para cada lector, pueden ser otras. La lectura tiene que ser hedónica; he sido profesor de literatura unos veinte años y no impuse nunca a mis estudiantes obras de lectura obligatoria. Nadie debe dejarse intimidar por el hecho aleatorio de que un libro sea antiguo o moderno; el goce que nos depara un texto es el único árbitro.
Digo lo mismo en lo que se refiere a poemas. Personalmente, soy más sensible a lo épico que a lo lírico; mi sensibilidad puede no ser la de mis lectores. He llorado alguna vez leyendo textos épicos; ello no me ha acontecido nunca con textos sentimentales o elegíacos. En cuanto a ensayos en lengua castellana, creo que la vasta obra de Alfonso Reyes es de hecho, inagotable y, en francés, Montaigne y André Gide nos esperan; en italiano, Croce; en alemán, la obra de Schopenhauer y el deleitable Worterbuch der Philosophie (Diccionario de la filosofía, de Fritz Mauthner); en inglés, están Emerson y De Quincey, y Cuadernos de notas, de Samuel Butler, y el hoy casi olvidado Andrew Lang.
Mi libro de cabecera
Nombro otra vez El libro de las mil y una noches. Suelen contraponerse los conceptos de calidad y de cantidad, pero en estos volúmenes la cantidad es un elemento esencial. Conviene que haya mil y una noches y que no las agote ningún hombre y que sepamos que ahí están, esperándonos. Asimismo conviene que esas pródigas maravillas estén regidas por secretas simetrías y leyes. No son irresponsables, por cierto. Lo mismo afirmo de los libros de Lewis Carroll.
Según se sabe, Las mil y una noches son anónimas. Esto quiere decir que han sido limadas por generaciones de narradores y después por Antoine Galland, que las reveló al Occidente y por cuantos lo siguieron después.
He elegido este libro o los de Carroll porque son prodigiosos y necesarios. Pude haber elegido también las ficciones de Chesterton en las que hermosamente se conjugan la aventura y el orden, la imaginación y la lógica, el álgebra y el fuego.
El libro olvidado o descuidado (de otros autores)
En primer término quiero recordar toda la obra de Conrad. No diré que ha sido olvidada, ya que ha sido traducida a todas las lenguas, pero creo que no ha sido justipreciada. Se lo lee en función del mar y de la aventura. En él hay tantas otras cosas. Hay el sentido del honor, las variedades del alma humana, el destino, el amor y la soledad. Es acaso el único novelista que hereda las virtudes de la epopeya, madre de la novela. La felicidad que nos deparan sus páginas, aunque sean trágicas y terribles, refleja la felicidad que él debió sentir cuando las escribió.
Quiero recordar a nuestro país la obra poética de Ezequiel Martínez Estrada. Lugones, que era un alma sencilla, de pasiones elementales, le legó un estilo intrincado; éste convenía menos a quien lo creó que al atormentado heredero. Si no me engaño, los mejores poemas de Martínez Estrada proceden de Lugones, pero ciertamente superan a su modelo.
Juicio crítico acerca de mis libros
Se ha exagerado su valor. Algo, sin embargo, puede salvarse. Como todos los escritores, he escrito centenares de páginas para merecer una línea. Me incomoda el intrincado estilo barroco de mis primeros libros. En lo barroco veo ahora un pecado de vanidad. Ese pecado es harto visible en El Aleph y también en Ficciones.
Estoy más cerca de mis versos que de mis cuentos, que son pequeños objetos verbales. El primer poema verdadero que me fue dado descubrir se titula “Llaneza” y lo incluye el breve volumen Fervor de Buenos Aires. Está dedicado a Haydée Lange. “La noche que en el Sur lo velaron”, es el segundo. Después vendrían otros, no demasiados. Recordemos, esta tarde, “El Golem”, el “Poema conjetural”, “Everness”, los cinco versos de “La Luna” y “Alusión a una sombra de mil ochocientos noventa y tantos”.
He hablado de verso y de prosa, pero no creo que haya una diferencia esencial: “Borges y yo”, si no me equivoco, no es menos poesía que mis poemas. Digo lo mismo de la dedicatoria a Lugones que inicia El hacedor.
He perdido la cuenta de mis libros. Quizá todos son prescindibles; si tuviera que elegir dos, optaría por El libro de arena y por Historia de la noche.
En mis primeros libros se advierte la gravitación de Lugones y de Quevedo, que se parecen tanto. Hoy me siento deudor de esos maestros y de todos los otros y de cada instante de mi vida y de todos los instantes del universo. Por lo demás, cada lengua es una tradición y lo que un individuo puede agregar no dejará nunca de ser mínimo.

Tiempo promedio de dedicación diaria
Creo haber contestado a esa pregunta. Sólo ahora recuerdo que dedico buena parte de mi tiempo a la audición de textos ajenos. Prefiero la relectura a la lectura; no soy curioso de novedades. Creo que nadie puede conocer a sus contemporáneos. Schopenhauer aconsejaba no leer ningún texto que no hubiera cumplido cincuenta años. Entiendo que quería decir que las únicas buenas antologías son las que elige el tiempo. Releamos, pues, a los clásicos. Cada relectura será ligeramente distinta de la anterior.
* En diario La Prensa, Buenos Aires, 26 de agosto de 1979. Número especial dedicado a Borges para sus ochenta años.109


109. El 23 de agosto de 1979, Borges declara para Clarín: “Estoy milagrosamente vivo […] Estoy enfermo y a disposición de los médicos. Han aparecido algunos achaques que no son muy tolerables. Un régimen muy estricto de comidas. Debo comer carne. Detesto comer carne. Estoy milagrosamente vivo, poblado de recuerdos y confusiones. No sé bien, a veces, dónde comienza el recuerdo de una calle o dónde la confundo con una calle descripta por un amigo o un buen escritor. Sí, estoy muy confuso y algo desesperado. Se mezclan tantas cosas juntas en la memoria… / Alguna vez, algún día, conoceré la sombra del misterio mayor de los hombres. Hoy estoy aquí y vengo a enterarme: cumplo ochenta años”. (N. del E.)


Luego, en Textos recobrados 1956-1986 (1987)
© 2003 María Kodama
© 2003 Editorial Emecé


Imagen en portada de la reedición de Borges, libros y lecturas, libro de Laura Rosato y Germán Álvarez Vía

1/12/17

Jorge Luis Borges: «Chinese fairy tales and folk tales», traducidos por Wolfram Eberhard






Pocos géneros literarios suelen ser más tediosos que el cuento de hadas, salvo, naturalmente, la fábula. (La inocencia y la irresponsabilidad de los animales determinan su encanto; rebajarlos a instrumentos de la moral, como lo hacen Esopo y La Fontaine, me parece una aberración.) He confesado que me aburren los cuentos de hadas; ahora confieso que he leído con interés los que integran la primera mitad de este libro. Lo mismo me pasó, hace diez años, con los Chinesische Volks-märchen de Wilhelm. ¿Cómo resolver esa contradicción?

El problema es sencillo. El cuento de hadas europeo, y el árabe, son del todo convencionales. Una ley ternaria los rige: hay dos hermanas envidiosas y una hermanita buena, hay tres hijos de rey, hay tres cuervos, hay una adivinanza que descifra el tercer adivinador. El cuento occidental es una especie de artefacto simétrico, dividido en compartimentos. Es de una simetría perfecta. ¿Habrá cosa que se parezca menos a la belleza que la simetría perfecta? (No quiero hacer una apología del caos; entiendo que en todas las artes nada suele agradar como las simetrías imperfectas…) En cambio, el cuento de hadas chino es irregular. El lector empieza por juzgarlo incoherente. Piensa que hay muchos cabos sueltos, que los hechos no se atan. Después —quizá de golpe— descubre el porqué de esas grietas. Intuye que esas vaguedades y esos anacolutos quieren decir que el narrador cree totalmente en la verdad de las maravillas que narra. Tampoco es simétrica la realidad ni forma un dibujo.

De las narraciones que componen este volumen, sospecho que las más agradables son “Hermano fantasma”, “La emperatriz del cielo”, “La historia de los hombres de plata”, “El hijo del espectro de la tortuga”, “El cajón mágico”, “Las monedas de cobre”, “Tung Pojuá vende truenos” y “El cuadro raro”. La última es la historia de un pintor de manos inmortales que pintó una luna redonda que menguaba, desaparecía y crecía, a la par de la luna que está en los cielos.

Noto, en el índice, algún título que no desmerece de Chesterton: “La gratitud de la serpiente”, “El rey de las cenizas”, “El actor y el fantasma”. 



En Miscelánea (Ed. Mondadori)
© 1995, 2011, María Kodama
Publicación original en El Hogar, Buenos Aires, 4 de febrero de 1938
También en: Textos Cautivos (1986) Borges en El Hogar (2000)


29/11/17

Héctor Abad Faciolince: El eterno retorno de Borges






Aun sin haber leído una sola línea de La Ilíada o La Odisea, no hay bachiller que no sepa dos cosas sobre Homero: que era ciego y que probablemente nunca existió. Casi nadie repara en lo contradictorio que resulta darle un atributo real la ceguera a algo inexistente. Si no hay Dios, éste no puede ser ni furibundo ni misericordioso. No deja de ser paradójico, en todo caso, que se dude de la existencia individual del fundador de la literatura occidental, la más individualista de todas las culturas. O quizá este sea el primer atributo de todos los fundadores: la duda. También para el primer autor de la literatura castellana se prefiere el anonimato, en vez de reconocer que el Poema de Mío Cid lo compuso Per Abad. Si un fabulador se aparta deliberadamente del realismo como es el caso de Borges y dedica su vida al quimérico ejercicio de la fantasía, su propia existencia se va contagiando de ensueño y acaba por adquirir cierto cariz fantasmagórico. Cuanto más fantástico e imaginario haya sido aquello que escribió, más fácilmente podrá atribuírsele a su nombre cualquier cosa. El mismo Borges alimentó esa fantasía con su obsesiva insistencia en el azar de la escritura. Si el espíritu sopla donde quiere, un poema magnífico lo puede redactar por igual un genio o un idiota. Así lo entendió Borges desde la advertencia que precede a su primer poemario: "Si las páginas de este libro consienten algún verso feliz, perdóneme el lector la descortesía de haberlo usurpado yo, previamente. Nuestras nadas poco difieren; es trivial y fortuita la circunstancia de que seas tú el lector de estos ejercicios, y yo su redactor". Así se abre Fervor de Buenos Aires, el mismo libro que un joven de 22 años concluye, en el último poema, con una clara conciencia de lo que le espera: "La corrupción y el eco que seremos". Si el destino de todos, tontos o genios, es la muerte, entonces es verdad que "nuestras nadas poco difieren". Pero no afirma Borges que nuestras nadas sean idénticas. Hay, entre el muerto anónimo y el muerto célebre una diferencia: la nada que hoy es Borges es una nada que se recuerda. Y con esto llegamos a otro tema fundamental de su obra: la memoria. De la memoria exacta proviene aquello que llamamos auténtico, original, canónico, y de la memoria deformada o falseada o falsamente atribuida, viene lo que se llama apócrifo. 

Borges descreía de la escritura ya perfecta, inmodificable o sagrada. Dejó dicho: "El concepto de texto definitivo no corresponde sino a la religión o al cansancio". Hay innumerables testimonios que nos dicen que a Borges le encantaba discutir con legos sus propios poemas, y los iba modificando casi al azar, a las ocurrencias o al capricho de la conversación, para dejar versiones que circulan sueltas por ahí. Estas versiones casuales pueden ser incluso mejores que las versiones canónicas, es decir, "definitivas", o sea las impresas en las últimas ediciones de sus libros. Este dejar su obra abierta a muchas modificaciones, esta insistencia en decir que nada es definitivo en un texto, y que el autor carece de importancia, les ha abierto el camino a muchos impostores que han fingido escribir supuestas obras de Borges, ni siquiera inventándolas, sino manipulando y dañando las existentes. 

El peligro de lo apócrifo consiste en vincular un nombre que como todo nombre tiene algo sagrado con ciertas palabras que a ese nombre no le pertenecen. Citar una tontería como si fuera suya es injuriarlo. Por muy fascinado que esté un hombre por la idiotez, nunca desea que esta le sea atribuida. ¿Quién es Borges, al cabo de esta breve eternidad del cuarto de siglo transcurrido desde su muerte? Pues bien, después de todo, si un hombre es la suma de sus actos, y si los actos de un escritor son lo que escribe, Borges no es otra cosa que aquello que dejó escrito. Borges ya es y será algo que nada tiene que ver con su carne. Borges es y será para siempre sus libros. O, mejor dicho, los libros asociados a su nombre.

 A mí me ha cabido la dudosa suerte de reivindicar unos pocos sonetos apócrifos como auténticos del gran poeta argentino, y como merecedores de entrar al Libro que componen sus libros. Creo haber demostrado (en Traiciones de la memoria) que esos poemas son auténticos. De ellos citaré solamente dos endecasílabos: "No soy el insensato que se aferra/ al mágico sonido de su nombre". En esta sentencia reconoce el acento único de Borges cualquiera que haya frecuentado su obra. En ella está presente una de sus máscaras más características: la falsa modestia. Pero recuerden esta máxima de Chamfort: "La falsa modestia es la más decente de todas las mentiras". Esta decente mentira de la modestia con la que que siempre pronunció su nombre, será un motivo más, el último, por el que el nombre de Borges no será olvidado mientras haya lectores.


En El País, Madrid, 13 de agosto de 2011
Jorge Luis Borges retratado por Guillermo Roux
junto a Jean-Dominique Rey, septiembre de 1985
Foto propiedad de Franca Beer, esposa de Roux


28/11/17

Jorge Luis Borges - Alicia Jurado: El budismo y la ética





Hace dos mil quinientos años que la prédica de un príncipe menor del Nepal ha influido en incontables generaciones del Oriente; no se ha hecho culpable de una guerra y ha enseñado a los hombres la serenidad y la tolerancia. Citemos algunos textos de los libros canónicos:
«El odio no puede nunca detener el odio; sólo el amor puede detener el odio; esta ley es antigua».
«Si en la batalla un hombre venciera a mil hombres, y si otro se venciera a sí mismo, el mayor vencedor sería el segundo».
«No hay fuego comparable a la pasión; no hay mal comparable al odio; no hay dolor como el de esta vida carnal; no hay dicha superior a la paz».
«En este mundo producen felicidad la bondad del corazón, la moderación para con todos los seres. En este mundo producen felicidad la ausencia de pasiones y la superación de los deseos. Pero la destrucción del egoísmo es en verdad la felicidad suprema».
«La felicidad es de aquel que no tiene nada, que ha dominado la doctrina y ha alcanzado la sabiduría. Mira cómo sufre el que tiene algo. El hombre está encadenado al hombre».
«Las penas, lamentaciones y sufrimientos de múltiples formas que existen en este mundo se producen a causa de algo querido. Por esto, son felices y están libres de dolor aquellos que no tienen en este mundo nada querido. Si aspiras al estado libre de dolor y de pasión, no tengas nada querido en ningún lugar de este mundo».
«Los dioses no pueden alcanzar con la mirada a aquel hombre en cuyo interior no existe cólera, que está más allá de cualquier forma de existencia o de inexistencia, cuyos temores han cesado, feliz y libre de pena».
Cierta vez que el Buddha se encontraba en un bosque, murió el único hijo de un devoto laico. Al amanecer, los deudos se acercaron con las ropas y el pelo aún húmedos del baño ritual. El Buddha les preguntó por qué venían así, y el padre dijo: «Señor, ha muerto mi único hijo, un niño agradable y muy querido». El Buddha respondió: «Los dioses y la mayoría de los hombres, atados por el goce de lo que tiene apariencia agradable, presas del sufrimiento y de la vejez, caen en poder del Rey de la Muerte; pero aquellos que, de día y de noche, alertas y vigilantes, dejan de lado lo que tiene apariencia agradable, arrancan por completo la raíz del sufrimiento, el señuelo de la muerte, tan difícil de superar».
Un insensato oyó que el Buddha predicaba que debemos devolver el bien por el mal y fue y lo insultó. El Buddha guardó silencio. Cuando el otro acabó de insultarlo, le preguntó: «Hijo mío, si un hombre rechazara un regalo, ¿de quién sería el regalo?» El otro respondió: «De quien quiso ofrecerlo». «Hijo mío», replicó el Buddha, «me has insultado, pero yo rechazo tu insulto y éste queda contigo. ¿No será acaso un manantial de desventura para ti?» El insensato se alejó avergonzado, pero volvió para refugiarse en el Buddha.
Sona, discípulo de Buddha, se cansó de los rigores del ascetismo y resolvió volver a una vida de placeres. El Buddha le dijo:
«¿No fuiste alguna vez diestro en el arte del laúd?»
«Sí, Señor», dijo Sona.
«Si las cuerdas están demasiado tensas, ¿dará el laúd el tono justo?»
«No, Señor».
«Si están demasiado flojas, ¿dará el laúd el tono justo?»
«No, Señor».
«Si no están demasiado tensas ni demasiado flojas, ¿estarán prontas para ser tocadas?»
«Así es, Señor».
«De igual modo, Sona, las fuerzas del alma demasiado tensas caen en el exceso, y demasiado flojas, en la molicie. Así pues, oh Sona, haz que tu espíritu sea un laúd bien templado».
Un río separaba dos reinos; los agricultores lo utilizaban para regar sus campos, pero un año sobrevino una sequía y el agua no alcanzó para todos. Primero se pelearon a golpes y luego los reyes enviaron ejércitos para proteger a sus súbditos. La guerra era inminente; el Buddha se encaminó a la frontera donde acampaban ambos ejércitos.
«Decidme», dijo, dirigiéndose a los reyes: «¿qué vale más, el agua del río o la sangre de vuestros pueblos?»
«No hay duda», contestaron los reyes, «la sangre de estos hombres vale más que el agua del río».
«¡Oh, reyes insensatos», dijo el Buddha, «derramar lo más precioso por obtener aquello que vale mucho menos! Si emprendéis esta batalla, derramaréis la sangre de vuestra gente y no habréis aumentado el caudal del río en una sola gota».
Los reyes, avergonzados, resolvieron ponerse de acuerdo de manera pacífica y repartir el agua. Poco después llegaron las lluvias y hubo riego para todos.







Título original: Qué es el budismo
Jorge Luis Borges y Alicia Jurado, 1976

Luego en J. L. Borges: Obras completas en colaboración
© María Kodama 1995
©Emecé Editores 1979 y ss.


Foto arriba: Borges en Paris, 01 mayo 1980 (detalle)
por Francoise Lochon/Getty Images

Abajo: Alicia Jurado (s-a) Vía



27/11/17

Marcos-Ricardo Barnatán: «Tuvimos una patria y la perdimos»





Hace pocos años Borges prologaba con amargura un libro de poemas de Manuel Mujica Láinez. Estaban vivos los dos, pero igualmente heridos por un país que había cambiado dramáticamente. "Manuel Mujica Láinez, tuvimos una patria, recuerdas, y los dos la perdimos". Manucho vivía enclaustrado en su finca cordobesa, a la que llamó El Paraíso, y Borges se entregaba compulsivamente a los víajes para estar lejos de Buenos Aires. La patria en la que se habían reconocido ya no existía, se había desangrado lentamente en los últimos 15 años de violencia y descomposición. Ya en 1974 me confesaba Borges en su casa de la calle Maipú su deseo de vivir en Europa; su ciudad le era entonces especialmente hostil, vivía amenazado de muerte y recibía con estoicismo el generoso insulto de su Gobierno. El poeta que había cantado como ninguno los fervores de Buenos Aires comprobaba que el infierno era algo más que una creación de los teólogos y que podía ser parte rutinaria de la realidad. Ginebra resultó ser así la estación final del noble viajero. Tenía para Borges el sabor inigualable de la adolescencia, en Ginebra Borges volvía a ser joven, volvía a descubrir la literatura y a escribir sus primeros poemas en francés, en Ginebra Borges volvía a ser feliz. Por eso la elección última de retornar a los orígenes y morir en el exilio resulta comprensible. Un hombre hecho de soledad, de amor y de tiempo, como él mismo se definió, buscó en el cantón de Ginebra la última de sus patrias.


Argentino

Pero Borges no dejó nunca de ser argentino en el sentido más ecuménico, y sólo una cultura como la argentina pudo producir un genio literario de su naturaleza. Borges era europeo como sólo puede serlo un argentino, y así lo testimonia su literatura plagada de algo más que curiosidad por los sectores más profundos y heterodoxos de la tradición cultural occidental, desde las antiguas literaturas germánicas hasta la Kábala, sin renunciar tampoco a la gran manifestación artística de su tiempo, el cine.
Ejerció una indiscutible maestría en la literatura de nuestra lengua con una socarrona humildad. Su influencia indeleble en los grandes escritores latinoamericanos ha sido reconocida por quienes respetaban su literatura más allá de las coincidencias o divergencias políticas. Cortázar, Vargas Llosa, Cabrera Infante e incluso García Márquez y Carlos Fuentes han repetido muchas veces que ellos no hubieran sido lo que son si no hubieran bebido del manantial borgiano. Y no sería ocioso indagar en el ámbito de otras literaturas, como la francesa, la italiana y las de habla inglesa, donde la huella de su obra puede ser reconocida.
La proyección internacional lograda por Borges es única en la historia de la literatura argentina. Ninguno de los escritores importantes que había dado su país, ni siquiera su admirado Leopoldo Lugones, había conseguido vencer los límites estrictos del mundo hispánico. Borges era un personaje conocido en los grandes semanarios europeos y norteamericanos a quien se le pedía opinión sobre lo divino y lo humano, y además gozaba de la veneración de los círculos universitarios de todo el mundo. Popular y elitista a la vez, podía escribir la letra de una milonga o hablar del anglosajón para iniciados, emocionar con la rotunda sencillez de unos versos dramáticos o internarnos en el laberinto de una prosa elaborada y precisa, tramada de perplejidades metafísicas.
Su retrato no puede dejar de ser contradictorio, sus reacciones imprevisibles incluso para los que le conocíamos de cerca y habíamos estudiado con cierta minuciosidad su obra y su vida. Fue anarquista como su padre durante muchos años, incluso después de renegar del vanguardismo que inflamó sus años juveniles. Llegó a cantar la revolución rusa de octubre en versos hoy olvidados. Y su escepticismo político le permitió ser en sus años mozos radical, cuando su clase social y sus amigos eran conservadores. Fue ferozmente antinazi durante la guerra, y no dejó de mostrar su simpatía por la República española. Sintió las guerras de Israel como algo propio y cantó en poemas militantes la resurrección del pueblo judío. Sufrió la dictadura peronista con valentía, y tras aprobar el golpe militar que derrocó a Isabel Perón, acabó reconociendo su error y condenando la carnicería. Se opuso a la guerra de las Malvinas cuando el más feroz nacionalismo contagiaba a los argentinos de todos los colores.
Estigma
Varias generaciones de escritores hemos recogido de una u otra forma sus lecciones, muchos directamente en las aulas y otros sobre todo en sus libros. La prosa, el verso y el ensayo de nuestra lengua tiene ya el estigma borgiano grabado sobre su rostro, y será difícil que lo borren las modas o las escuelas literarias venideras. En sus últimos meses, Borges y María Kodama preparaban el volumen de las obras completas para la Bibliothèque de la Pléiade, era una de las formas más sublimes de su consagración como clásico. La muerte previsible le impidió el gozo de palpar la fina hoja y sentir el aroma intenso de la tinta, una de las maneras de constatar la realidad que solía tener el maestro muerto. Los libros, que eran no sólo parte esencial de su vida sino una prolongación de su propio cuerpo, de su propia alma.
En El País, Madrid, 16 de junio de 1986
Jorge Luis Borges junto a Marcos-Ricardo Barnatan (der)
Fotografía tomada en abril de 1973 en ingreso a entrevista en la Televisión Española
Gentileza Marcos-Ricardo Barnatán

26/11/17

Jorge Luis Borges: La máquina de pensar de Raimundo Lulio




Lower right in plate: Moncornet ex.; across bottom in plate: B. Raymvndvs Lullivs Philosophvs
Doctrinam Pandit Raymund Lullius omnem, ...

15 de octubre de 1937


Raimundo Lulio (Ramón Llull) inventó a fines del siglo XIII la máquina de pensar; Atanasio Kircher, su lector y comentador, inventó, cuatrocientos años después, la linterna mágica. La primera invención consta en la obra titulada Ars magna generalis; la segunda, en la no menos inaccesible Ars magna lucis et umbrae. Los nombres de ambas invenciones son generosos. En la realidad, en la mera lúcida realidad, ni la linterna mágica es mágica ni el mecanismo ideado por Ramón Llull es capaz de un solo razonamiento, siquiera rudimental o sofístico. Dicho sea con otras palabras: comparada con su propósito, juzgada según el propósito ilustre del inventor, la máquina de pensar no funciona. El hecho es secundario para nosotros. Tampoco funcionan los aparatos de movimiento continuo cuyos dibujos dan misterio a las páginas de las más efusivas enciclopedias; tampoco funcionan las teorías metafísicas y teológicas que suelen declarar quiénes somos y qué cosa es el mundo. Su pública y famosa inutilidad no disminuye su interés. Puede ser el caso (creo yo) de la inútil máquina de pensar.


La invención de la máquina

Ignoramos y siempre ignoraremos (porque es aventurado esperar que la omnisapiente máquina lo revele) cómo fue incoada la máquina. Felizmente, uno de los grabados de la famosa edición maguntina (1721-1742) nos permite conjeturarlo. Es verdad que Salzinger, el editor, juzga que ese grabado es la simplificación de otro más complejo; yo prefiero pensar que es el modesto precursor de los otros. Examinemos ese antepasado (figura 1). Se trata de un esquema o diagrama de los atributos de Dios. La letra A, central, significa el Señor. En la circunferencia la B quiere decir la bondad, la C la grandeza, la D la eternidad, la E el poder, la F la sabiduría, la G la voluntad, la H la virtud, la I la verdad, la K la gloria. Cada una de esas nueve letras equidista del centro y está unida a todas las otras por cuerdas o por diagonales. Lo primero quiere decir que todos los atributos son inherentes; lo segundo, que se articulan entre sí de tal modo que no es heterodoxo afirmar que la gloria es eterna, que la eternidad es gloriosa, que el poder es verídico, glorioso, bueno, grande, eterno, poderoso, sapiente, libre y virtuoso, o bondadosamente grande, grandemente eterno, eternamente poderoso, poderosamente sabio, sabiamente libre, libremente virtuoso, virtuosamente veraz, etcétera, etcétera.


Figura 1: Diagrama de los atributos divinos

Quiero que mis lectores alcancen bien toda la magnitud de ese etcétera. Abarca, por lo pronto, un número de combinaciones muy superior a las que puede registrar esta página. El hecho de que sean del todo vanas —de que, para nosotros, decir que la gloria es eterna es tan estrictamente nulo como decir que la eternidad es gloriosa— es de un interés secundario. Ese diagrama inmóvil, con sus nueve mayúsculas repartidas en nueve cámaras y atadas por una estrella y unos polígonos, es ya una máquina de pensar. Es natural que su inventor —hombre, no lo olvidemos, del siglo XIII— la alimentara con materias que ahora nos parecen ingratas. Nosotros ya sabemos que los conceptos de bondad, de grandeza, de sabiduría, de poder y de gloria, son incapaces de engendrar una revelación apreciable. Nosotros (en el fondo, no menos ingenuos que Llull) la cargaríamos de un modo distinto. Sin duda, con las palabras Entropía, Tiempo, Electrones, Energía potencial, Cuarta dimensión, Relatividad, Protones y Einstein. O, también: Plusvalía, Proletariado, Capitalismo, Lucha de clases, Materialismo dialéctico, Engels.


Los tres discos

Si un mero círculo, subdividido en nueve cámaras, da lugar a tantas combinaciones, ¿qué no podemos esperar de tres discos, giratorios, concéntricos y manuales, hechos de madera o de metal y con sus quince o veinte cámaras cada uno? Eso pensó el remoto Ramón Llull en su isla roja y cenital de Mallorca, y planeó su máquina ilusa. Las circunstancias y propósitos de esa máquina (figura 2) no nos interesan ahora; sí el principio que la movió: la aplicación metódica del azar a la resolución de un problema.

En el exordio de este artículo dije que la máquina de pensar no funciona. La he calumniado: elle ne fonctionne que trop, funciona abrumadoramente. Imaginemos un problema cualquiera: dilucidar el «verdadero» color de los tigres. Doy a cada una de las letras lulianas el valor de un color, hago rodar los discos y descifro que el inconstante tigre es azul, amarillo, negro, blanco, verde, morado, anaranjado y gris o amarillamente azul, negramente azul, blancamente azul, verdemente azul, moradamente azul, azulmente azul, etcétera... Ante esa ambigüedad torrencial, los partidarios de la Ars magna no se arredraban: aconsejaban el empleo simultáneo de muchas máquinas combinatorias, que (según ellos) se irían orientando y rectificando, a fuerza de «multiplicaciones» y «evacuaciones». Durante mucho tiempo, muchos creyeron que en la paciente manipulación de esos discos estaba la segura revelación de todos los arcanos del mundo.



Figura 2: La máquina de pensar de Raimundo Lulio

Gulliver y su máquina

Quizá recuerden mis lectores que Swift, en la tercera parte de los Viajes de Gulliver, se burla de la máquina de pensar. Propone o describe otra, más compleja, donde la intervención humana es harto menor.

Esta máquina —refiere el capitán Gulliver— es un armazón de madera, hecha de cubos de tamaño de un dado, eslabonados por alambres sutiles. En las seis caras de los cubos hay palabras escritas. A los lados de esa armazón horizontal hay manijas de hierro. Basta moverlas para que se inviertan los cubos. A cada vuelta cambian las palabras y el orden. Luego se leen atentamente, y si dos o tres forman una oración o trozo de oración los estudiantes las anotan en un cuaderno. «El profesor», agrega fríamente Gulliver, «me señaló varios volúmenes en folio imperial, llenos de frases rotas: materiales preciosos que era su propósito organizar para ofrecer al mundo un sistema enciclopédico de todas las artes y ciencias».


Vindicación final

Como instrumento de investigación filosófica, la máquina de pensar es absurda. No lo sería, en cambio, como instrumento literario y poético. (Agudamente anota Fritz Mauthner —Woerterbuch der Philosophie, volumen primero, página 284— que un diccionario de la rima es una especie de máquina de pensar.) El poeta que requiere un epíteto para «tigre», procede en absoluto como la máquina. Los va ensayando hasta encontrar uno que sea suficientemente asombroso. «Tigre negro» puede ser el tigre en la noche; «tigre rojo», todos los tigres, por la connotación de la sangre.





Jorge Luis Borges: Textos cautivos (1986)
Antología de trabajos publicados por JLB en la revista El Hogar entre 1936 y 1940
Edición de Enrique Sacerio-Garí y Emir Rodríguez Monegal 
© María Kodama, 1995
© Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2016

Imagen arriba: Raymundo Lulio - plate: 16.4 x 11.6 cm
Fuente: National Gallery of Art

Abajo: Facsímil  Ars Magna 
Biblioteca Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, ms. 8c.IV.6
Pergamino impreso


25/11/17

Juan José Millás: Borges sueña a Bioy







Si lo piensan, lo extraordinario de esta imagen es su textura onírica. Como si el fotógrafo, para obtenerla, se hubiera colado en el sueño de alguien. Imaginemos que eso es posible, que se puede entrar de forma subrepticia, con una cámara de fotos, en la cabeza de un durmiente. En la de tu mujer, pongamos por caso, en la de un amigo, en la de un adversario, o en la de una persona que te resulta del todo indiferente. Supongamos que te es permitido regresar de ese viaje con un fotograma. ¿Se parecería a éste? Quizá sí, en la atmósfera al menos, en el color, en esa geometría del fondo, tan cargada de elementos arquitectónicos simbólicos que parece un decorado. Esa perspectiva lineal, con ambición de punto de fuga, es resueltamente alucinatoria. Y luego está el sujeto retratado, de nombre Adolfo Bioy Casares, escritor argentino que practicó, entre otros, el género fantástico. ¿No les parece que nos observa también desde una dimensión de la realidad que poco o nada tiene que ver con la vigilia? Parece como sonámbulo, como perdido en un mundo de sombras alejado del nuestro.
Recuerdo que cuando tropecé con el retrato en las páginas de Cultura del periódico, lo confundí durante unas décimas de segundo con Borges, del que fue amigo íntimo y colaborador. Tras caer en la cuenta del error, que me produjo una sorpresa embarazosa, continué observando la imagen, intentando adivinar qué me había conducido a él. Ahora creo haberlo adivinado: se trata de una instantánea de Bioy, en efecto, pero que parece sacada de un sueño de Borges. ¡Es Borges soñando con Bioy! ¿O no?

Texto y foto en: El País, Madrid, 20 de febrero de 2015
Retrato de Adolfo Bioy Casares por Gorka Lejarcegi


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