25/11/15

Borges profesor. Clase 9: Raselas, príncipe de Abisinia, de Samuel Johnson
La leyenda del Buddha
Optimismo y pesimismo. Leibniz y Voltaire








Hoy hablaremos del cuento Raselas, príncipe de Abisinia. Este cuento no constituye lo más característico de Johnson. Harto más característica es su carta al conde de Chesterfield.157 0 unos artículos de The Rambler,158 o el prólogo del Diccionario, o el prólogo de su edición crítica de Shakespeare. Pero [Raselas] es la obra más accesible, ya que anda por ahí una versión de Mariano de Vedia y Mitre,159 y es además de muy fácil lectura: puede leerse en una tarde. Johnson la escribió, según dicen, para pagar el entierro de su madre, la escribió después de haber redactado el diccionario, cuando era ya el hombre de letras más famoso de Inglaterra, pero no era un hombre rico. Empezaremos por el título: Raselas, príncipe de Abisinia. Y recordaremos así un rasgo significativo: que una de las primeras, acaso la primera publicación de Samuel Johnson fue una traducción del Viaje a Abisinia del jesuita portugués Lobo, que Johnson no ejecutó directamente sino a través de una versión francesa.160 Lo importante para nosotros ahora es el hecho de que Johnson tenía noticias precisas sobre Abisinia, ya que había traducido un libro sobre ese país. Y sin embargo, en su novela breve o cuento largo Raselas no usa en ningún momento su conocimiento de Abisinia. Ahora, no debemos pensar en una distracción de Johnson o en un olvido. Esto sería del todo absurdo tratándose de un hombre como Johnson. Debemos pensar en su concepto de la literatura —un concepto tan ajeno del nuestro, contemporáneo— y debemos detenernos en él. Hay, por lo demás, un capítulo del mismo Raselas en el cual uno de los personajes, el poeta Imlac, expresa su concepto de la poesía. Y evidentemente, ya que Johnson —que fue tantas otras cosas— nunca fue un creador de caracteres, Imlac expresa en este capítulo —titulado «De la naturaleza de la poesía»— el concepto que Johnson tenía de la poesía, de la literatura en general, podemos decir. El príncipe Raselas le pregunta al sabio poeta Imlac qué es la poesía, cuál es su índole, e Imlac le dice que la función del poeta no es contar las rayas del tulipán o detenerse en los diversos matices del verde, del follaje. El poeta no debe tratar de lo individual, sino de lo genérico, ya que el poeta escribe para la posteridad. Dice que al poeta no debe importarle lo local, lo propio de una clase humana, de una región, de un país. Que ya que la poesía tiene esta alta misión de ser eterna, el poeta debe ocuparse, no de los problemas —desde luego Johnson no usa la palabra «problemas», que en aquel tiempo se aplicaba específicamente a las matemáticas—, que no debe ocuparse de lo que inquieta a su época sino que debe buscar lo eterno, las pasiones eternas del hombre, y luego temas como la brevedad de la vida humana, las vicisitudes del destino, la esperanza que tenemos de la inmortalidad, los vicios, las virtudes, etcétera.
Es decir, Johnson tenía un concepto de la literatura que difiere totalmente del contemporáneo, del nuestro. Ahora la gente siente instintivamente que cada poeta se debe a su nación, a su clase, a las inquietudes contemporáneas. Pero Johnson tiraba a algo más alto. Johnson pensaba que un poeta debe escribir para todos los hombres de su siglo. Por eso en Raselas, fuera de haber una referencia geográfica —se habla del origen del padre de las aguas, el Nilo, hay alguna referencia geográfica al clima—, aunque todo ocurre en Abisinia, podría ocurrir en cualquier otro país. Y esto, lo repito, Johnson no lo hizo por negligencia o por ignorancia, sino porque esto correspondía a su concepto de la literatura. No debemos olvidar, además, que Raselas fue escrito hace más de doscientos años, y que en ese lapso de tiempo los hábitos y las convenciones de la literatura han cambiado enormemente. Hay por ejemplo una convención literaria que Johnson acepta y que ahora nos resulta incómoda: la del monólogo. Sus personajes abundan en soliloquios, y esto no lo puso Johnson porque creía que la gente fuera dada al monólogo, sino como un modo cómodo de expresar lo que sentía y, al mismo tiempo, de expresar su propia elocuencia, que era grande. Recordemos el ejemplo análogo de los discursos de las obras históricas de Tácito. Ahí, naturalmente Tácito no suponía que esos bárbaros hubieran dirigido esos discursos a sus tribus, pero los discursos eran un modo de expresar lo que esas gentes pudieron sentir. Y los contemporáneos de Tácito no los aceptaban como documentos históricos, sino como piezas retóricas puestas para facilitar la comprensión de lo que Tácito estaba describiendo. El estilo de Raselas, al principio, corre el peligro de parecemos un poco pueril y demasiado adornado. Pero Johnson creía en la dignidad de la literatura. Luego, nos resulta lento, es un estilo moroso. Pero al cabo de ocho o diez páginas, esa lentitud nos resulta —o me ha resultado a mí, en todo caso, y a muchos lectores— agradable. Hay una tranquilidad en su lectura y debemos habituarnos a ella. Y luego a través de la fábula, Johnson se va abriendo camino. Sentimos la melancolía, la gravedad, la sinceridad, la probidad, que son fundamentales en Johnson, a través de la fábula, que es bastante tenue, desde luego.
Ahora, la fábula de Raselas es ésta: el autor supone que los emperadores de Abisinia habían separado del resto del reino, cerca de las fuentes del Nilo —el padre de las aguas, como lo llama—, un valle llamado «the Happy Valley», el valle venturoso, que estaba rodeado por altas montañas. El único acceso que ese valle tenía al mundo era una puerta de bronce, continuamente vigilada, y además muy fuerte y muy maciza. Era realmente imposible abrirla. Y luego supone que de ese valle ha sido excluido todo lo que puede entristecer a los hombres. En ese valle hay praderas y bosques que lo rodean, es fértil, hay un lago y en el centro del lago, una isla en que está el palacio del príncipe. Y ahí viven los príncipes hasta que muere el emperador, y entonces le toca al primogénito ser emperador de Abisinia. Y mientras tanto el príncipe y los suyos viven entregados a los placeres, desde luego, no sólo a los placeres físicos, de los que se habla poco en el texto —Johnson era un autor que respetaba al lector, recordemos aquello de «El lector francés/ debe ser respetado» de Boileau, que se aplicaba a todos los lectores de la época— [sino también] a los placeres intelectuales, a los placeres de las ciencias y de las artes. Ahora, en esta idea de un príncipe condenado a un cautiverio feliz hay un reflejo, probablemente ignorado por el propio Johnson, de la leyenda del Buddha, que habría llegado a él en la historia de Barlaam y Josafat,161 que está tomada como tema en una de las comedias de Lope de Vega: la idea de un príncipe a quien se lo educa en medio de una felicidad artificial. La leyenda del Buddha, podemos recordarlo, se puede cifrar así: había un rey en la India, unos cinco siglos antes de la era cristiana, contemporáneo de Heráclito, de Pitágoras, a quien le es revelado por medio de un sueño de su mujer que ésta dará a luz a un hijo, que ese hijo puede ser emperador del mundo, o puede ser el Buddha, el hombre destinado a salvar a los hombres de la infinita rueda de las reencarnaciones. El padre, naturalmente, prefiere que sea emperador del mundo y no redentor de la humanidad. Y sabe que si el hijo conoce las miserias de la humanidad, renunciará a ser rey y será el Buddha, el redentor —la palabra Buddha significa «despierto»—. Y entonces resuelve que éste viva recluido en un palacio sin saber nada de las miserias de la humanidad. El príncipe es un gran atleta, un arquero, un jinete. Tiene un harén populoso y llega a los veintinueve años. Cuando cumple esa edad, sale a dar una vuelta en coche y llega a una de las puertas del palacio, que da al norte. Y entonces ve un ser que no ha visto nunca, una persona rarísima cuyo rostro está surcado por las arrugas, está encorvado, se apoya en un báculo, camina con paso vacilante, el pelo es blanco. [El príncipe] pregunta quién es ese ser extraño, apenas humano, y el cochero le dice que es un anciano, y que con el andar de los años él será ese anciano, y que todos los hombres lo serán o lo han sido. Luego él vuelve a su palacio, muy turbado por ese espectáculo, y al cabo de un tiempo hace otro paseo, por otro camino, y se encuentra con un hombre yacente, muy pálido, demacrado, quizá con la blancura de la lepra. Pregunta quién es y le dicen que es un enfermo, y que él con el tiempo será ese enfermo, y que todos los hombres lo serán. Luego hace su tercera salida, al sur, digamos, y sucede algo más raro. Ve varios hombres que llevan a un hombre que parece dormido, pero que no respira. Pregunta quién es y le dicen que es un muerto. Es la primera vez que él oye la palabra «muerto». Y hace una cuarta salida y se encuentra con un hombre viejo pero robusto que viste un hábito amarillo y pregunta quién es. Y le dicen que es un asceta, un «yoga». La palabra «yoga» tiene la misma raíz que «yugo», que significa una disciplina, y que ese hombre está más allá de toda la adversidad del mundo. Y entonces el príncipe Siddhartha huye de su palacio y decide buscar la salvación, llega a ser el Buddha, enseña la salvación a los hombres. Y según una versión de esta leyenda —ustedes me perdonarán esta digresión, pero la historia es hermosa—, el príncipe, el cochero y los cuatro personajes que ve, el anciano, el enfermo y el asceta son la misma persona. Es decir, él ha tomado diversas formas para cumplir con su destino de Bodhisattva, de pre-Buddha. Hay un eco de esa palabra en el nombre de Josafat. Ahora, algún eco de esa leyenda tiene que haber llegado a Johnson, porque el principio de esa leyenda es el mismo: tenemos a un príncipe recluido en el cautiverio del Happy Valley, del «Valle venturoso». Y ese príncipe llega a cumplir veintiséis años —puede haber un eco de los veintinueve de la leyenda del Buddha—y siente la insatisfacción de ver que todos sus deseos están colmados. En cuanto quiere algo, lo tiene. Esto produce en él un estado de desesperación. Se aparta del palacio, de los músicos y de los placeres, sale del palacio y va a caminar solo. Entonces ve a los animales, a las gacelas, a los ciervos. Más arriba, en la ladera de la montaña, están los camellos, los elefantes. Y piensa que estos animales son felices, porque les basta desear algo y, una vez que han satisfecho sus necesidades, se tienden a dormitar. Pero en el hombre hay como un anhelo infinito, una vez satisfecho todo lo que puede desear, querría desear otras cosas, y él no sabe qué son. Luego él conoce a un inventor. Este inventor ha inventado una máquina para volar. Eso le sugiere al príncipe la posibilidad de embarcarse en esa máquina, huir del Valle venturoso y conocer directamente las miserias de la humanidad. Hay luego un pasaje un poco jocoso que Alfonso Reyes cita en su libro Rilindero, como si aquí estuviera prefigurada la ficción científica de nuestros días, la obra de Wells o de Bradbury, porque luego el inventor se lanza desde una torre en su rudimentario avión, se da un golpe espantoso, se rompe una pierna, y entonces el príncipe comprende que debe buscar otras maneras de huir del valle. Habla entonces con Imlac, el poeta cuyo concepto de la poesía ya hemos discutido, habla con su hermana, que está cansada como él de la felicidad, de la satisfacción inmediata de todos los deseos, y resuelven huir del valle. Y aquí la novela se convierte de pronto en un relato psicológico. Porque Johnson nos dice que durante un año el príncipe estaba tan contento con haber tomado la decisión de evadirse del valle, que ya esa resolución le bastaba, que no hizo nada para ponerla en ejecución. Todas las mañanas pensaba: «Voy a evadirme del valle», y entonces se entregaba a los banquetes, a la música, a los placeres de los sentidos y de la inteligencia, y así pasaron dos años.
Y una mañana comprendió que había estado viviendo simplemente de la esperanza. Entonces se puso a explorar las montañas, a ver si encontraba algo, y encontró finalmente una caverna por la cual se descargaban las aguas de los ríos en el lago. Y acompañado por Imlac la exploró y vio que había un lugar, una especie de grieta, por la cual él podía evadirse. Al cabo de tres años de tomada la decisión, él, su hermana, Imlac y una dama de la corte llamada Pekuah resuelven dejar el valle feliz. Sabían que les bastaba escalar el círculo de montañas para estar a salvo, porque nadie conocía ese pasaje entre las rocas. Efectivamente, aprovechan una noche para escaparse, y al cabo de algunas vicisitudes —muy pocas, porque Johnson no estaba escribiendo una novela de aventuras sino que estaba reescribiendo su poema sobre la vanidad de las esperanzas humanas— se encuentran del otro lado de las montañas, al norte. Luego ven un grupo de pastores y, al principio —éste es un rasgo humano muy verosímil—, el príncipe y la princesa se asombran de que los pastores no caigan de rodillas delante de ellos. Porque aunque quieren mezclarse con el común de la humanidad, aunque quieren ser hombres como los otros, están naturalmente acostumbrados a las ceremonias de la corte. Luego se dirigen al norte, donde todo les llama la atención, la misma indiferencia de las gentes. Ellos llevan joyas escondidas, porque en el palacio están los tesoros de los reyes de Abisinia. Además, en el palacio hay columnas huecas llenas de tesoros. Hay además espías para vigilar a los príncipes, pero éstos han logrado escaparse. Y luego llegan a un puerto sobre el Mar Rojo.
Y el puerto, las naves, les llaman poderosamente la atención. Tardan meses en embarcarse. La princesa al principio está aterrada. Pero su hermano e Imlac le dicen que ella ha tomado una decisión, y navegan. Aquí uno espera que el autor intercale tempestad, para divertir a los lectores. Pero Johnson no está pensando en eso. Además, es notable el hecho de que Johnson haya escrito ese libro, tan de estilo lento y musical, ese libro en el cual todos los períodos están como equilibrados, no hay ninguna frase que termine de un modo brusco, hay una música monótona pero muy diestra, y esto es lo que escribió Johnson pensando en la muerte de su madre, a quien quería tanto.
Y finalmente llegan a El Cairo. El lector entiende que El Cairo viene a ser como una metáfora, una imagen de Londres. Se habla del comercio de la ciudad, de la princesa y del príncipe, que están como perdidos entre esas muchedumbres humanas que no los saludan, que los codean, que los hacen a un lado. E Imlac vende algunas de las joyas que han llevado, compra un palacio y se establece allí como mercader, y conoce a las personas más considerables de Egipto, es decir de Inglaterra, porque todo este ropaje oriental lo tomó Johnson de Las Mil y Una Noches, que había sido traducido a principios del siglo XVIII por el orientalista francés Galland.162 Pero hay poco de color oriental, esto no le interesaba a Johnson. Luego se habla de las naciones de Europa. Imlac dice que ellos, comparados con las naciones de Europa, son bárbaros. Que las naciones de Europa tienen medios para comunicarse. Habla de las cartas que llegan en poco tiempo, habla de los puentes, vuelve a hablar de las muchas naves. Ellos ya han viajado en una de Abisinia a El Cairo. Y el príncipe le pregunta si los europeos son más felices. E Imlac le contesta que la sabiduría y la ciencia son preferibles a la ignorancia, que la barbarie y la ignorancia no pueden ser fuentes de felicidad, que los europeos son ciertamente más sabios que los abisinios, pero que él no puede afirmar, por el comercio que ha tenido con ellos, que sean más felices. Luego asistimos a diversas conversaciones con filósofos. Uno de ellos dice que el hombre puede ser feliz si vive según las leyes de la naturaleza, pero no puede explicar cuáles son esas leyes. El príncipe comprende que, cuanto más converse con él, menos entenderá al filósofo de la naturaleza. Se despide cortésmente de él, y luego le llegan noticias de un asceta, un hombre que hace catorce años vive en la Tebaida,163 en la soledad. Y resuelve ir a visitarlo. Al cabo de varios días —creo que el viaje se hace en camello— llegan a la caverna del asceta. La caverna ha sido dispuesta en varias habitaciones. El asceta los convida con carne y con vino. El mismo es un hombre frugal, y se alimenta de legumbres y leche. El príncipe pide que cuente su historia. El otro le dice que ha sido militar, que ha conocido el tumulto de las batallas, la vergüenza de las derrotas, el goce de las victorias, que llegó a ser famoso y que luego vio que por intrigas cortesanas le daban un cargo más alto a un oficial menos experto y menos valiente que él. Y entonces fue a buscar el retiro, y desde hace muchos años vive solo ahí, entregado a la meditación. Y el príncipe —este cuento es una parábola, es una fábula del hombre que busca la felicidad— le pregunta si es feliz. El filósofo le responde que la soledad no le ha servido para alejarse de la imagen de la ciudad, de sus vicios y sus placeres. Que más bien antes, cuando él tenía sus placeres a su alcance, él se saciaba y pensaba en otra cosa. Pero en cambio ahora, que está viviendo en la soledad, lo único que hace es pensar en la ciudad y en los placeres a los que ha renunciado. Les dice que es una suerte que ellos hayan llegado esa noche, porque él ha tomado la decisión de volver al día siguiente a El Cairo. Sale de la soledad. El príncipe le dice que cree que está equivocado. El otro le dice que claro, naturalmente, para él la soledad es nueva, pero que ya lleva catorce o quince años de soledad, que está harto y entonces los dos se despiden y el príncipe va a visitar la gran pirámide. Y Johnson dice que la pirámide es la obra más considerable que han ejecutado los hombres. La pirámide y la Muralla China. Dice que a ésta podemos explicarla: de un lado tenemos un pueblo temeroso, pacífico, muy civilizado, y del otro hordas de jinetes bárbaros que podrían ser detenidos por la muralla. Se entiende por qué la muralla fue construida. En cuanto a las pirámides, sabemos que son un monumento sepulcral, pero para conservar a ese hombre no se necesita esa vasta estructura.
Luego el príncipe y la princesa, Imlac y Pelcuah, llegan a la entrada de la pirámide. La princesa se aterra —el temor es el único rasgo suyo que vemos en la novela—, dice que ella no quiere entrar, que adentro pueden estar los espectros de los muertos. Imlac le dice que no hay razón alguna para suponer que a los espectros les gusten los cadáveres, y que ya ha venido ahí. Le pide que entre. Él, en todo caso, entra primero. La princesa accede a entrar. Y luego llegan a una cámara espaciosa y ahí hablan sobre el fundador de las pirámides. Y dicen: «Aquí tenemos un hombre omnipotente sobre un vasto imperio, un hombre que sin duda disponía de todas las satisfacciones posibles. Y sin embargo, ¿a qué llega? Llega al tedio. Llega a la tarea inútil de hacer que miles de hombres acumulen una piedra sobre otra hasta construir una pirámide inútil». Aquí podemos recordar a Sir Thomas Browne,164 un buen escritor del siglo XVII, autor de una frase que ustedes conocen: «el espectro de la rosa», «the ghost of a rose».165 Esa frase fue, creo, inventada por Sir Thomas Browne. Y el sabio Imlac, al hablar de las pirámides dice: «¿Who can’t have pity on the builder of the pyramids?» La frase anterior es «¿Quién puede no compadecer al constructor de las pirámides?» Entonces el príncipe dice: «¿Quién cree que el poder, el lujo, la omnipotencia, pueden hacer felices a los hombres? Y a éste le digo: mira la pirámide y confiesa tu insensatez».166
Luego visitan un convento. En el convento conversan con los monjes, y los monjes les dicen que están acostumbrados a una vida áspera, que saben que su vida será áspera pero que no tienen la certidumbre de que será feliz. Se habla también del amor, de las vicisitudes de la ansiosa e incierta felicidad del amor, y después de haber conocido así el mundo, de haber visto a los hombres y sus ciudades, el príncipe, Imlac, la princesa y Pekuah, la dama de la princesa, resuelven volver al valle feliz, donde no serán felices pero no serán más desdichados que fuera del valle.
Es decir, toda esta historia de Raselas es realmente una negación de la felicidad de los hombres y ha sido comparada con el Cándido de Voltaire.167 Ahora bien, si nosotros comparamos página por página, línea por línea el Cándido de Voltaire y el Raselas de Johnson, notaremos inmediatamente que el Cándido es un libro mucho más ingenioso que Raselas, pero que el propio ingenio de Voltaire sirve para desmentir su tesis. Leibniz,168contemporáneo de Voltaire, había proclamado la teoría de que vivimos en el mejor de los mundos posibles, y a esto se lo llamó en sorna «optimismo». La palabra «optimismo», que ahora utilizamos para significar «buen humor», fue una palabra inventada para ir contra Leibniz. Este creía que vivimos en el mejor de los mundos posibles, y hay una parábola de Leibniz en que imagina una pirámide. Esa pirámide no tiene base, pero sí ápice. Cada uno de los pisos de la pirámide corresponde a un mundo, y el mundo de cada piso es superior al piso que está debajo, y así infinitamente, porque la pirámide no tiene base, es estrictamente infinita. Y entonces Leibniz hace que su héroe viva una vida entera en cada uno de los pisos de la pirámide. Y al fin, al cabo de infinitas reencarnaciones, llega al ápice. Y cuando llega al último piso, tiene una impresión parecida a la felicidad, cree que ha llegado al cielo, y entonces pregunta: «¿Dónde estoy ahora?» Y entonces le explican que está en la Tierra. Es decir que nosotros estamos en el más feliz de los mundos posibles. Ahora, desde luego, este mundo está lleno de desdichas, creo que basta un dolor de muelas para convencernos de que no somos habitantes del Paraíso. Pero esto lo explica Leibniz diciendo que eso equivale a los colores oscuros que hay en un cuadro. Él nos inventa una ilustración tan ingeniosa como falaz. Dice que imaginemos una biblioteca de mil volúmenes. Cada uno de esos volúmenes es la Eneida. Se pensaba que la Eneida era la obra más alta —o la Ilíada si ustedes prefieren— de la literatura humana. Esa biblioteca consta de mil ejemplares de la Eneida. Ahora, ¿qué prefieren ustedes, una biblioteca con mil ejemplares de la Eneida—o de la Ilíada, o de cualquier otro libro que a ustedes les guste mucho, porque lo mismo es para el ejemplo— o prefieren una biblioteca en la cual hay un solo ejemplar de la Eneida y obras de escritores tan inferiores como cualquier contemporáneo nuestro? Entonces el lector contesta naturalmente que prefiere la otra biblioteca, de temas variados. Y entonces Leibniz le contesta: «Pues bien, esa otra biblioteca es el mundo». En el mundo tenemos seres perfectos y momentos de felicidad tan perfectos como el de Virgilio. Pero tenemos otros tan malos como la obra de Fulano o Mengano, no tengo por qué especificar el nombre.
Pero este ejemplo es falso, porque el lector puede elegir entre los libros, pero si a nosotros nos toca ser la obra deleznable de Fulano de Tal, quién sabe si somos muy felices. Hay un ejemplo parecido de Kierkegaard.169 Él dice que vamos a suponer un plato riquísimo. Todos los ingredientes de ese plato son riquísimos, pero para los ingredientes de ese plato es necesario que haya una gota de acíbar, por ejemplo. Y ahora bien, dice: «Cada uno de nosotros es uno de los ingredientes de ese plato, pero si a mí me toca ser la gota de acíbar, ¿voy a ser tan feliz como el que es la gota de miel?» Y Kierkegaard, que tenía un sentimiento religioso profundo, dice: «Desde el fondo del Infierno agradeceré a Dios ser la gota de acíbar que es necesaria para la variedad y la concepción del universo». Voltaire no pensaba así, pensaba que en este mundo hay muchos males, que los males son más que los bienes, y entonces escribió el Cándido como demostración del pesimismo. Y uno de los primeros ejemplos que él elige es el del terremoto de Lisboa, y dice que Dios permitió el terremoto de Lisboa para castigar a los habitantes por sus muchos pecados. Y Voltaire se pregunta si realmente los habitantes de Lisboa son más pecadores que los habitantes de Londres o de París, que no han sido juzgados dignos de un terremoto de justicia divina. Ahora, lo que podría decirse en contra del Cándido ya favor de Raselas, es que un mundo en el cual existe el Cándido, que es una obra deliciosa, llena de bromas, no es un mundo tan malo, ya que permite el Cándido. En cambio, se puede pensar que Voltaire está jugando con la idea de que el mundo es terrible. Porque seguramente, cuando escribió el Cándido, él no sintió el mundo como terrible. Estaba mostrando una tesis y estaba divirtiéndose mucho al mostrarla. En cambio, en el Raselas de Johnson sentimos la melancolía de Johnson. Sentimos que para él la vida era esencialmente horrible. Y la misma pobreza de invención que hay en el Raselas hace que el Raselas sea más convincente.
Ya veremos por el libro que daremos la próxima vez la profunda melancolía de Johnson. Sabemos que él sentía la vida como horrible, de un modo que no pudo sentirla Voltaire. Es verdad que Johnson también tiene que haber derivado un considerable placer en el ejercicio de la literatura, de su facilidad en escribir largas sentencias musicales, sentencias que nunca son huecas, que siempre tienen un sentido. Pero sabemos que fue un hombre melancólico. Johnson vivía además atormentado por el temor de volverse loco, era muy consciente de sus manías. Creo que comenté la última vez que era común que tuvieran una reunión y que él se pusiera a decir en voz alta el Padrenuestro. Johnson era una persona halagada por la sociedad, pero sin embargo conservaba deliberadamente su rusticidad. Estaba por ejemplo en una gran comida, tenía a un lado a una duquesa, del otro lado a un académico, y cuando comía —sobre todo si la comida estaba un poco pasada, a él le gustaba la comida un poco pasada— se le hinchaban las venas de la frente. La duquesa le hacía una observación cortés, y él le contestaba apartándola con la mano y emitiendo un gruñido cualquiera. Era un hombre que, digamos, aceptado por la sociedad, la desdeñaba. Y en su obra literaria hay, como en la obra literaria de Swinburne, muchas plegarias. Una de las composiciones a las que él usaba entregarse era a las oraciones, en las cuales le pedía perdón a Dios por lo poco que había soportado, por las muchas insensateces y locuras que había hecho en su vida. Pero todo esto, el examen del carácter de Johnson, vamos a dejarlo para la otra clase, porque las intimidades de Johnson están reveladas menos por él —que trató de ocultarlas y que no se quejó de ellas— que por un personaje extraordinario, James Boswell, que se dedicó a frecuentar a Johnson y a anotar día por día todas las conversaciones de Johnson, y ha dejado así la mejor biografía de toda la literatura, según dice Macaulay.170 De modo que dedicaremos nuestra próxima clase a la obra de Boswell y al examen del carácter de Boswell, tan discutido, negado por unos y alabado por otros.

Lunes de noviembre de 1966

Notas


157 Cuando Johnson iniciaba el proyecto del diccionario, le envió un folleto al entonces ministro Lord Chesterfield anunciando su plan, pero éste no fue bien recibido. Siete años después, sin embargo, al haber completado Johnson su tarea, Lord Chesterfield publicó en el periódico World dos ensayos en los que lo felicitaba. Johnson contestó publicando una carta en la que le recordaba al ministro su actitud anterior y le decía, entre otras cosas, que: «No es un mecenas, Milord, quien mira con desdén a un hombre que lucha entre las olas para salvar su vida y cuando lo ve llegar salvo a la orilla lo colma de atenciones».
158 The Rambler, algo así como «El divagador», era un periódico de ensayos, cuadros morales y análisis de costumbres que Johnson fundó y editó por varios años.
159 Johnson, Samuel. La historia de Raselas, príncipe de Abisinia. Traducción y prólogo de Mariano de Vedia y Mitre. Colección «Vértice». Editorial Guillermo Kraft Limitada, Buenos Aires, 1951.
160 El manuscrito que relata las experiencias del Padre Lobo en Abisinia, escrito originariamente en portugués, permaneció inédito hasta que fue traducido al francés por el Abad Legrand. La traducción de Legrand fue publicada en 1728 bajo el siguiente título: Voyage historique d’Abissinie du R.P. Jerome Lobo de la Compagnie de Jesús; traduit du Portugais; contínuée et augm. de plusieurs dissertations, lettres et memoires par M. Le Grand. Samuel Johnson realizó su traducción al inglés, A Voyage to Abyssinia by Father Jerome Lobo, a partir de esta versión.
161 «Barlaam y Josafat» es una adaptación cristiana de la leyenda del Buda, escrita en griego en el siglo VII por un monje llamado Juan, del monasterio de Sabbas, cerca de Jerusalén. Esta obra tuvo gran difusión en la Edad Media, y ha influido sobre varios autores entre los que se cuentan, además de Lope de Vega, Raymundo Lulio y Don Juan Manuel.
162 Antoine Galland, erudito y orientalista francés (1646-1715). Es conocido por su versión de Las Mil y Una Noches, titulada Mille et une Nuits, que adaptó al francés en traducción libre de manuscritos sirios. Borges critica y compara las diversas traducciones de esta obra en el ensayo «Los traductores de las 1001 noches», del libro Historia de la eternidad (1936). Borges incluyó asimismo una selección de la traducción de Galland como el volumen 52 de la colección Biblioteca personal de Hyspamérica.
163 Una de las tres divisiones del Antiguo Egipto, llamada también Alto Egipto, cuya capital era Tebas. A fines del siglo III, los primeros ermitaños cristianos se refugiaron en los desiertos del oeste de esa región, escapando de la persecución de los romanos.
164 Sir Thomas Browne, escritor inglés (1605-1682). Escribió su obra Religio medici alrededor de 1635. Otras de sus obras son: Pseudodoxia epidemica (1646), Urn Buríal (1658) y la abajo mencionada The Garden of Cyrus (1658).
165 Esta frase se encuentra en uno de los párrafos finales de la obra The Garden of Cyrus, de Sir Thomas Browne. En el pasaje, el autor comenta lo decepcionantes que son las imágenes de las plantas que aparecen en los sueños y nota que al soñar el sentido del olfato se empobrece también: «Además Hipócrates ha hablado tan poco y los maestros oneirocríticos han dejado descripciones tan pobres de plantas, que hay poco incentivo para soñar con el mismo Paraíso. Tampoco servirá la más dulce delicia de los jardines de consuelo en los sueños, en los que el empobrecimiento de ese sentido da la mano a aromas deleitables y aunque en la cama de Cleopatra, puede difícilmente causar algún placer el conjurar al fantasma de una rosa». (The Garden of Cyrus, cap. V.)
166 En el capítulo 33 de Raselas, príncipe de Abisinia.
167 François Marie Arouet, llamado Voltaire, escritor francés (1694-1778).
168 Gottfried Wilhelm Leibniz, filósofo y matemático alemán (1646-1716).
169 Sören Kierkegaard, filósofo y teólogo danés (1813-1855)
170 El comentario de Macaulay es en realidad un cumplido de doble filo. En su ensayo de 1831, Macaulay afirma que Boswell era «un pesado, débil, vanidoso, cargoso y parlanchín», nada más que un imbécil que resultó tener buena memoria. A pesar de ello, de su encuentro con Johnson surgió la mejor biografía jamás escrita. «No estamos seguros de que haya en toda la historia del intelecto humano un fenómeno más extraño que este libro» —afirma Macaulay—. «Muchos de los más grandes hombres que han vivido han escrito biografías. Boswell fue uno de los hombres más insignificantes que han vivido y a pesar de ello les ha ganado a todos.»


En Borges profesor 
Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires
Edición, investigación y notas: Arias, Martín & Hadis, Martín 
Buenos Aires © María Kodama, 2000 

Foto de Borges por Víctor Aizenman 
en Manuscritos y originales de Jorge Luis Borges
Buenos Aires s/f


24/11/15

Jorge Luis Borges: Carta a Maurice Abramowicz [Barcelona, 2 de marzo de 1921]








[Barcelona, 2 de marzo de 1921]

Querido hermano: desde la ciudad rectangular e inmunda, lanzo hacia ti mi corazón como una red. Pasado mañana parto. He dejado Palma con una vasta pena. Alomar, Sureda y yo, escribimos el manifiesto que sabes y que provocó un asombro y un escándalo espléndidos. Después, en la ruleta tuve una suerte inaudita para mí (¡60 pesetas con un capital de una peseta!) y que me permitió triunfar tres noches seguidas en el burdel. Una rubia suntuosamente chancha y una morena que llamábamos La Princesa y sobre cuya humanidad me embriagué como un avión o un caballo (¡una catalana, perdóname!). 
Ahora la gloria se ha apagado. Me siento "como un huérfano pobre sin su hermana mayor". Verdaderamente he amado a esa Luz que me trataba como a un chico y cuyos gestos eran de una indecencia ingenua. Se parecía a una catedral y a una perra. 
Escríbeme a Poste restante en Buenos Aires. 
Comparto tu aversión por Helena. Me envió una carta estilo Jean-Christophe. No es ni natural como Luz ni sabiamente artificial como cierta joven de buena familia que cortejé en Palma y cuyos silencios eran una obra de arte...






En Cartas Francesas (1996)
Versión castellana de Hugo Becacecce
En imagen: manuscrito y transcripción bilingüe
Versión castellana de Marietta Gargatagli
En Cartas del Fervor (1999)


23/11/15

Jorge Luis Borges: Peronismo






Ya que todo hecho presupone una causa anterior, y ésta, a su vez, presupone otra, y así hasta lo infinito, es innegable que no hay cosa en el mundo, por insignificante que sea, que no comprometa y postule todas las demás. En lo cotidiano, sin embargo, admitimos la realidad del libre albedrío; el hombre que llega tarde a una cita no suele disculparse (como en buena lógica podría hacerlo) alegando la invasión germánica de Inglaterra en el siglo V o la aniquilación de Cartago. Ese laborioso método regresivo, tan desdeñado por el común de la humanidad, parece reservado a los comentadores del peronismo, que cautelosamente hablan de necesidades históricas, de males necesarios, de procesos irreversibles, y no del evidente Perón. A esos graves (graves, no serios) manipuladores de abstracciones prefiero el hombre de la calle, que habla de hijos de perra y de sinvergüenzas; ese hombre, en un lenguaje rudimental, está afirmando, para quienes sepan oírlo, que en el universo hay dos hechos elementales, que son el bien y el mal o, como dijeron los persas, la luz y la tiniebla o, como dicen otros, Dios y el Demonio.
Creo que el dictador encarnó el mal y que es un prejuicio suponer que su causa no fue perversa, por la sola razón de que hoy es una causa perdida.
«Una efusión de Ezequiel Martínez Estrada», 1956
Los diputados peronistas se disculpaban diciendo que eran peronistas para robar, no porque les pareciera bien el régimen.
Cortínez, 1967

En Antonio Fernández Ferrer & Jorge Luis Borges: Borges A-Z (1988)
La Biblioteca de Babel, 33

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A modo de complemento, citamos a  Bioy Casares que en su Borges (pág. 180) cuenta:

Miércoles, 18 de julio de 1956 
Me habla la madre de Borges: Martínez Estrada atacó a Borges, llamándolo «turiferario, vendido y envilecido», porque ha elogiado al gobierno;* él se queja, con orgullo, de su pobreza, que le impide fumar... Parece que Borges piensa contestar impersonalmente, con respeto por el escritor. ¿Por qué esa ficción, si sabe que es un hombre equivocado y tortuoso?

* Nota al pie de página 180

Al artículo de Borges en Acción, Martínez Estrada contestó con otro, en forma de diálogo imaginario, en Propósitos [10/7/56], en el que considera a los que opinan como Borges turiferarios a sueldo. Borges escribió en «Una efusión de Ezequiel Martínez Estrada» [S, nº 242 (1956)]: «Dije en Montevideo y ahora repito que el régimen de Perón era abominable, que la revolución que lo derribó fue un acto de justicia y que el gobierno de esa revolución merece la amistad y la gratitud de todos los argentinos». A lo de turiferario a sueldo, responde que «la injuria no me alcanza porque yo sé que la felicidad que sentí [...] cuando triunfó la revolución, fue superior a cuantas me depararon después honras y nombramientos... »




En Borges A/Z

A. Fernández Ferrer y J. L. Borges, 1988
Foto: Ezequiel Martínez Estrada
sin atribución de autor ni fecha (dominio público)


22/11/15

Jorge Luis Borges: Sobre la democracia y las elecciones







Es un abuso de la estadística y nada más. Considero a la democracia como un abuso de la estadística. No creo que sea lo mejor para países como España, Sudamérica, incluso los mismos Estados Unidos; quizá para los países escandinavos sea buena; para la Argentina, no. Las elecciones se deberían postergar trescientos o cuatrocientos años, pues se necesita, no un gobierno de hampones democráticos, sino un gobierno honesto y justo. No creo en la democracia como idea salvadora para la mayoría de los países.


En: El palabrista, Borges visto y oído 
Anécdota número 48
Compilación al cuidado de Esteban Peicovich
Buenos Aires, Editorial Marea, 2006
Foto de Borges y Peicovich incluida en la obra



21/11/15

Jorge Luis Borges: Flaubert y su destino ejemplar






En un artículo destinado a abolir o a desanimar el culto de Flaubert en Inglaterra, John Middleton Murry observa que hay dos Flaubert: uno, un hombrón huesudo, querible, más bien sencillo, con el aire y la risa de un paisano, que vivió agonizando sobre la cultura intensiva de media docena de volúmenes desparejos; otro, un gigante incorpóreo, un símbolo, un grito de guerra, una bandera. Declaro no entender esta oposición; el Flaubert que agonizó para producir una obra avara y preciosa es, exactamente, el de la leyenda y (si los cuatro volúmenes de su correspondencia no nos engañan) también el de la historia. Más importante que la importante literatura premeditada y realizada por él es este Flaubert, que fue el primer Adán de una especie nueva: la del hombre de letras como sacerdote, como asceta y casi como mártir.
La antigüedad, por razones que ya veremos, no pudo producir este tipo. En el Ion se lee que el poeta “es una cosa liviana, alada y sagrada, que nada puede componer hasta estar inspirado, que es como si dijéramos loco”. Semejante doctrina del espíritu que sopla donde quiere (Juan, 3: 8) era hostil a una valoración personal del poeta, rebajado a instrumento momentáneo de la divinidad. En las ciudades griegas o en Roma es inconcebible un Flaubert; quizá el hombre que más se le aproximó fue Píndaro, el poeta sacerdotal, que comparó sus odas a caminos pavimentados, a una marea, a tallas de oro y de marfil y a edificios, y que sentía y encarnaba la dignidad de la profesión de las letras.
A la doctrina “romántica” de la inspiración que los clásicos profesaron,[22] cabe agregar un hecho: el sentimiento general de que Homero ya había agotado la poesía o, en todo caso, había descubierto la forma cabal de la poesía, el poema heroico. Alejandro de Macedonia ponía todas las noches bajo la almohada su puñal y su Ilíada, y Thomas de Quincey refiere que un pastor inglés juró desde el púlpito “por la grandeza de los padecimientos humanos, por la grandeza de las aspiraciones humanas, por la inmortalidad de las creaciones humanas, ¡por la Ilíada, por la Odisea!”. El enojo de Aquiles y los rigores de la vuelta de Ulises no son temas universales; en esa limitación, la posteridad fundó una esperanza. Imponer a otras fábulas, invocación por invocación, batalla por batalla, máquina sobrenatural por máquina sobrenatural, el curso y la configuración de la Ilíada, fue el máximo propósito de los poetas, durante veinte siglos. Burlarse de él es muy fácil, pero no de la Eneida, que fue su consecuencia dichosa. (Lempriére discretamente incluye a Virgilio entre los beneficios de Homero.) En el siglo XIV, Petrarca, devoto de la gloria romana, creyó haber descubierto en las guerras púnicas la durable materia de la epopeya; Tasso, en el XVI, optó por la primera cruzada. Dos obras, o dos versiones de una obra, le dedico; una es famosa, la Gerusalemme liberata; otra, la Conquistata, que quiere ajustarse más a la Ilíada, es apenas una curiosidad literaria. En ella se atenúan los énfasis del texto original, operación que, ejecutada sobre una obra esencialmente enfática, puede equivaler a su destrucción. Así, en la Liberata (VIII, 23), leemos de un hombre malherido y valiente que no se acaba de morir;

La vita no, ma la virtú sostenta
quel cadavere indomito e feroce

En la revisión, hipérbole y eficacia desaparecen;

La vita no, ma la virtú sostenta
il cabaliere indómito e feroce.

Milton, después, vive para construir un poema heroico. Desde la niñez, acaso antes de haber escrito una línea, se sabe dedicado a las letras. Teme haber nacido demasiado tarde para la épica (demasiado lejos de Homero, demasiado lejos de Adán) y en una latitud demasiado fría, pero se ejercita en el arte de versificar, durante muchos años. Estudia el hebreo, el arameo, el italiano, el francés, el griego y, naturalmente, el latín. Compone hexámetros latinos y griegos y endecasílabos toscanos. Es continente, porque siente que la incontinencia puede gastar su facultad poética. Escribe, a los treinta y tres años, que el poeta debe ser un poema, “es decir, una composición y arquetipo de las cosas mejores” y que nadie indigno de alabanza debe atreverse a celebrar “hombres heroicos o ciudades famosas”. Sabe que un libro que los hombres no dejarán morir saldrá de su pluma, pero el sujeto no le ha sido aún revelado y lo busca en la Matiere de Bretagne y en los dos Testamentos. En un papel casual (que hoy es el manuscrito de Cambridge) anota un centenar de temas posibles. Elige al fin, la caída de los ángeles y del hombre, tema histórico en aquel siglo, aunque ahora lo juzguemos simbólico o mitológico.[23]
Milton, Tasso y Virgilio se consagraron a la ejecución de poemas; Flaubert fue el primero en consagrarse (doy su rigor etimológico a esta palabra) a la creación de una obra puramente estética en prosa. En la historia de las literaturas, la prosa es posterior al verso; esta paradoja incitó la ambición de Flaubert. “La prosa ha nacido ayer”, escribió. “El verso es por excelencia la forma de las literaturas, antiguas. Las combinaciones de la métrica se han agotado; no así las de la prosa.” Y en otro lugar; “La novela espera a su Homero”.
El poema de Milton abarca el cielo, el infierno, el mundo y el caos, pero es todavía una Ilíada, una Ilíada del tamaño del universo; Flaubert, en cambio, no quiso repetir o superar un modelo anterior. Pensó que cada cosa sólo puede decirse de un modo y que es obligación del escritor dar con ese modo. Clásicos y románticos discutían atronadoramente y Flaubert dijo que sus fracasos podían diferir, pero que sus aciertos eran iguales, porque lo bello siempre es lo preciso, lo justo, y un buen verso de Boileau es un buen verso de Hugo. Creyó en una armonía preestablecida de lo eufónico y de lo exacto y se maravilló de la “relación necesaria entre la palabra justa y la palabra musical”. Esta superstición del lenguaje habría hecho tramar a otro escritor un pequeño dialecto de malas costumbres sintácticas y prosódicas; no así a Flaubert, cuya decencia fundamental lo salvó de los riesgos de su doctrina. Con larga probidad persiguió el mot juste, que por cierto no excluye el lugar común y que degeneraría, después» en el vanidoso mot rare de los cenáculos simbolistas.
La historia cuenta que el famoso Laotsé quiso vivir secretamente y no tener nombre; pareja voluntad de ser ignorado y pareja celebridad marcan el destino de Flaubert. Éste quería no estar en sus libros, o apenas quería estar de un modo invisible, como Dios en sus obras; el hecho es que si no supiéramos previamente que una misma pluma escribió Salammbó y Madame Bovary no lo adivinaríamos. No menos innegable es que pensar en la obra de Flaubert es pensar en Flaubert, en el ansioso y laborioso trabajador de las muchas consultas y de los borradores inextricables. Quijote y Sancho son más reales que el soldado español que los inventó, pero ninguna criatura de Flaubert es real como Flaubert. Quienes dicen que su obra capital es la Correspondencia pueden argüir que en esos varoniles volúmenes está el rostro de su destino.
Ese destino sigue siendo ejemplar, como lo fue para los románticos el de Byron. A la imitación de la técnica de Flaubert debemos The Old Wives’ Tale y O primo Basilio; su destino se ha repetido, con misteriosas magnificaciones y variaciones, en el Mallarmé (cuyo epigrama El propósito del mundo es un libro fija una convicción de Flaubert), en el de Moore, en el de Henry james y en el del intrincado y casi infinito irlandés que tejió el Ulises.



Notas


[22] Su reverso es la doctrina “clásica” del romántico Poe, que hace de la labor del poeta un ejercicio intelectual.
[23] Sigamos las variaciones de un rasgo homérico, a lo largo del tiempo. Helena de Troya, en la Ilíada, teje un tapiz, y lo que teje son las batallas y desventuras de la guerra de Troya. En la Eneida, el héroe, prófugo de Trova, arriba a Cartago y ve figuradas en un templo escenas de esa guerra y, entre tantas imágenes de guerreros, también la suya. En la segunda Jerusalén, Godofredo recibe a los embajadores egipcios en un pabellón historiado cuyas pinturas representan sus propias guerras. De las tres versiones, la última es la menos feliz.



En Discusión (1932)
Luego en OOCC Tomo I (1923-1949)
Bueno Aires, Emecé, 1996
Foto: Borges retratado por Jerry Bajer 
Agencia EFE, enero de 1961


20/11/15

Jorge Luis Borges: Jonathan Edwards (1703-1785)







Lejos de la ciudad, lejos del foro
clamoroso y del tiempo, que es mudanza,
Edwards, eterno ya, sueña y avanza
a la sombra de árboles de oro.

Hoy es mañana y es ayer. No hay una
cosa de Dios en el sereno ambiente
que no le exalte misteriosamente,
el oro de la tarde o de la luna.

Piensa feliz que el mundo es un eterno
instrumento de ira y que el ansiado
cielo para unos pocos fue creado

y casi para todos el infierno.
En el centro puntual de la maraña
hay otro prisionero, Dios, la Araña.




En El otro, el mismo (1964)
Imagen: Grabado de Jonathan Edwards, por R. Babson y J. Andrews Via


19/11/15

Jorge Luis Borges en su voz: Fundación mítica de Buenos Aires





¿Y fue por este río de sueñera y de barro
que las proas vinieron a fundarme la patria?
Irían a los tumbos los barquitos pintados
entre los camalotes de la corriente zaina.

Pensando bien la cosa, supondremos que el río
era azulejo entonces como oriundo del cielo
con su estrellita roja para marcar el sitio
en que ayunó Juan Díaz y los indios comieron.

Lo cierto es que mil hombres y otros mil arribaron
por un mar que tenía cinco lunas de anchura
y aún estaba poblado de sirenas y endriagos
y de piedras imanes que enloquecen la brújula.

Prendieron unos ranchos trémulos en la costa,
durmieron extrañados. Dicen que en el Riachuelo,
pero son embelecos fraguados en la Boca.
Fue una manzana entera y en mi barrio: en Palermo.

Una manzana entera pero en mitá del campo
expuesta a las auroras y lluvias y suestadas.
La manzana pareja que persiste en mi barrio:
Guatemala, Serrano, Paraguay, Gurruchaga.

Un almacén rosado como revés de naipe
brilló y en la trastienda conversaron un truco;
el almacén rosado floreció en un compadre,
ya patrón de la esquina, ya resentido y duro.

El primer organito salvaba el horizonte
con su achacoso porte, su habanera y su gringo.
El corralón seguro ya opinaba Yriyoyen,
algún piano mandaba tangos de Saborido.

Una cigarrería sahumó como una rosa
el desierto. La tarde se había ahondado en ayeres,
los hombres compartieron un pasado ilusorio.
Sólo faltó una cosa: la vereda de enfrente.

A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires:
La juzgo tan eterna como el agua y el aire.



En Cuaderno San Martín, 1929
Imagen: Borges en  "A fondo" TVE en 1976 con Joaquín Soler Serrano

18/11/15

Jorge Luis Borges: Prólogo a «Crónicas Marcianas», de Ray Bradbury








En el segundo siglo de nuestra era, Luciano de Samosata compuso una Historia verídica, que encierra, entre otras maravillas, una descripción de los selenitas, que (según el verídico historiador) hilan y cardan los metales y el vidrio, se quitan y se ponen los ojos, beben zumo de aire o aire exprimido; a principios del siglo XVI, Ludovico Ariosto imaginó que un paladín descubre en la Luna todo lo que se pierde en la Tierra, las lágrimas y suspiros de los amantes, el tiempo malgastado en el juego, los proyectos inútiles y los no saciados anhelos; en el siglo XVII, Kepler redactó un Somnium Astronomicum, que finge ser la transcripción de un libro leído en un sueño, cuyas páginas prolijamente revelan la conformación y los hábitos de las serpientes de la Luna, que durante los ardores del día se guarecen en profundas cavernas y salen al atardecer. Entre el primero y el segundo de estos viajes imaginarios hay mil trescientos años y entre el segundo y el tercero, unos cien; los dos primeros son, sin embargo, invenciones irresponsables y libres y el tercero está como entorpecido por un afán de verosimilitud. La razón es clara. Para Luciano y para Ariosto, un viaje a la Luna era símbolo o arquetipo de lo imposible, como los cisnes de plumaje negro para el latino; para Kepler, ya era una posibilidad, como para nosotros. ¿No publicó por aquellos años John Wilkins, inventor de una lengua universal, su Descubrimiento de un Mundo en la Luna, discurso tendiente a demostrar que puede haber otro Mundo habitable en aquel Planeta, con un apéndice titulado Discurso sobre la posibilidad de una travesía? En las Moches áticas de Aulo Gelio se lee que Arquitas el pitagórico fabricó una paloma de madera que andaba por el aire; Wilkins predice que un vehículo de mecanismo análogo o parecido nos llevará, algún día, a la Luna. Por su carácter de anticipación de un porvenir posible o probable, el Somnium Astronomicum prefigura, si no me equivoco, el nuevo género narrativo que los americanos del Norte denominan science-fiction o scientifiction* y del que son admirable ejemplo estas Crónicas. Su tema es la conquista y colonización del planeta. Esta ardua empresa de los hombres futuros parece destinada a la época, pero Ray Bradbury ha preferido (sin proponérselo, tal vez, y por secreta inspiración de su genio) un tono elegíaco. Los marcianos, que al principio del libro son espantosos, merecen su piedad cuando la aniquilación los alcanza. Vencen los hombres y el autor no se alegra de su victoria. Anuncia con tristeza y con desengaño la futura expansión del linaje humano sobre el planeta rojo —que su profecía nos revela como un desierto de vaga arena azul, con ruinas de ciudades ajedrezadas y ocasos amarillos y antiguos barcos para andar por la arena—. 

Otros autores estampan una fecha venidera y no les creemos, porque sabemos que se trata de una convención literaria; Bradbury escribe 2004 y sentimos la gravitación, la fatiga, la vasta y vaga acumulación del pasado —el dark backward and abysm of time del verso de Shakespeare. Ya el Renacimiento observó, por boca de Giordano Bruno y de Bacon, que los verdaderos antiguos somos nosotros y no los hombres del Génesis o de Homero. 

¿Qué ha hecho este hombre de Illinois, me pregunto, al cerrar las páginas de su libro, para que episodios de la conquista de otro planeta me pueblen de terror y de soledad? 

¿Cómo pueden tocarme estas fantasías, y de una manera tan íntima? Toda literatura (me atrevo a contestar) es simbólica; hay unas pocas experiencias fundamentales y es indiferente que un escritor, para transmitirlas, recurra a lo "fantástico" o a lo "real", a Macbeth o a Raskolnikov, a la invasión de Bélgica en agosto de 1914 o a una invasión de Marte. ¿Qué importa la novela, o novelería, de la science-fiction? En este libro de apariencia fantasmagórica, Bradbury ha puesto sus largos domingos vacíos, su tedio americano, su soledad, como los puso Sinclair Lewis en Main Street

Acaso La tercera expedición es la historia más alarmante de este volumen. Su horror (sospecho) es metafísico; la incertidumbre sobre la identidad de los huéspedes del capitán John Black insinúa incómodamente que tampoco sabemos quiénes somos ni cómo es, para Dios, nuestra cara. Quiero asimismo destacar el episodio titulado El marciano, que encierra una patética variación del mito de Proteo. 

Hacia 1909 leí, con fascinada angustia, en el crepúsculo de una casa grande que ya no existe, Los primeros hombres en la Luna, de Wells. Por virtud de estas Crónicas, de concepción y ejecución muy diversa, me ha sido dado revivir, en los últimos días del otoño de 1954, aquellos deleitables terrores. 



*sciencefiction es un monstruo verbal en que se emalgaman el adjetivo scientific y el nombre sustantivo fiction. Jocosamente, el idioma español suele recurrir a formaciones análogas; Marcelo del Mazo habló de las orquestas de gríngaros (gringos + zíngaros) y Paul Groussac de las japonecedades que obstruían el museo de los Goncourt.

RAY BRADBURY: Crónicas marcianas. Prólogo de J. L. B. Buenos Aires, Ediciones Minotauro, 1955


Postdata de 1974: Releo con imprevista admiración los Relatos de lo grotesco y arabesco (1840) de Poe, tan superiores en conjunto a cada uno de los textos que los componen. Bradbury es heredero de la vasta imaginación del maestro, pero no de su estilo interjectivo y a veces tremebundo. Deplorablemente, no podemos decir lo mismo de Lovecraft.







En Prólogos con un prólogo de prólogos (1975)
Manuscrito original y ológrafo
Entregado por Borges a la Editorial Minotauro, de Paco Porrúa
Sucesión de Francisco "Paco" Porrúa
Consignado para rematar en la británica casa Bonhams 



17/11/15

Jorge Luis Borges: La nadería de la personalidad







Intencionario

Quiero abatir la excepcional preeminencia que hoy suele adjudicarse al yo: empeño a cuya realización me espolea una certidumbre firmísima, y no el capricho de ejecutar una zalagarda ideológica o atolondrada travesura del intelecto. Pienso probar que la personalidad es una trasoñación, consentida por el engreimiento y el hábito, mas sin estribaderos metafísicos ni realidad entrañal. Quiero aplicar, por ende, a la literatura las consecuencia dimanantes de esas premisas, y levantar sobre ellas una estética, hostil al psicologismo que nos dejó el siglo pasado, afecta a los clásicos y empero alentadora de las más díscolas tendencias de hoy. 

Derrotero

He advertido que en general la aquiescencia concedida por el hombre en situación de leyente a un riguroso eslabonamiento dialéctico, no es más que una holgazana incapacidad para tantear las pruebas que el escritor aduce y una borrosa confianza en la honradez del mismo. 

Pero una vez cerrado el volumen y dispersada la lectura, apenas queda en su memoria una síntesis más o menos arbitraria del conjunto leído. Para evitar desventaja tan señalada, desecharé en los párrafos que siguen toda severa urdimbre lógica y hacinaré los ejemplos. 

No hay tal yo de conjunto. Cualquier actualidad de la vida es enteriza y suficiente. ¿Eres tú acaso al sopesar estas inquietudes algo más que una indiferencia resbalante sobre la argumentación que señalo, o un juicio acerca de las opiniones que muestro? 

Yo, al escribirlas, sólo soy una certidumbre que inquiere las palabras más aptas para persuadir tu atención. Ese propósito y algunas sensaciones musculares y la visión de límpida enramada que ponen frente a mi ventana los árboles, construyen mi yo actual. 

Fuera vanidad suponer que ese agregado psíquico ha menester asirse a un yo para gozar de validez absoluta, a ese conjetural Jorge Luis Borges en cuya lengua cupo tanto sofisma y en cuyos solitarios paseos los tardeceres del suburbio son gratos. 

No hay tal yo de conjunto. Equivócase quien define la identidad personal como la posesión privativa de algún erario de recuerdos. Quien tal afirma, abusa del símbolo que plasma la memoria en figura de duradera y palpable troj o almacén, cuando no es sino el nombre mediante el cual indicamos que entre la innumerabilidad de todos los estados de conciencia, muchos acontecen de nuevo en forma borrosa. Además, si arraiga la personalidad en el recuerdo, ¿a qué tenencia pretender sobre los instantes cumplidos que, por cotidianos o añejos, no estamparon en nosotros una grabazón perdurable? Apilados en años, yacen inaccesibles a nuestra anhelante codicia. Y esa decantada memoria a cuyo fallo hacéis apelación, ¿evidencia alguna vez toda su plenitud de pasado? ¿Vive acaso en verdad? Engáñanse también quienes como los sensualistas, conciben tu personalidad como adición de tus estados de ánimo enfilados. Bien examinada, su fórmula no es más que un vergonzante rodeo que socava el propio basamento que construye; ácido apurador de sí mismo; palabrero embeleco y contradicción trabajosa. 

Nadie pretenderá que en el vistazo con el cual abarcamos toda una noche límpida, esté prefigurado el número exacto de las estrellas que hay en ella.

Nadie, meditándolo, aceptará que en la conjetural y nunca realizada ni realizable suma de diferentes situaciones de ánimo, pueda estribar el yo. Lo que no se lleva a cabo no existe, y el eslabonamiento de los hechos en sucesión temporal no los refiere a un orden absoluto. Yerran también quienes suponen que la negación de la personalidad que con ahínco tan pertinaz voy urgiendo, desmiente esa certeza de ser una cosa aislada, individualizada y distinta que cada cual siente en las honduras de su alma. Yo no niego esa conciencia de ser, ni esa seguridad inmediata del aquí estoy yo que alienta en nosotros. Lo que sí niego es que las demás convicciones deban ajustarse a la consabida antítesis entre el yo y el no yo, y que ésta sea constante. La sensación de frío y de espaciada y grata soltura que está en mí al atravesar el zaguán y adelantarme por la casi oscuridad callejera, no es una añadidura a un yo preexistente ni un suceso que trae apareado el otro suceso de un yo continuo y riguroso.

Además, aunque anduviesen desacertadas las anteriores razones, no daría yo mi brazo a torcer, ya que tu convencimiento de ser una individualidad es en un todo idéntico al mío y al de cualquier espécimen humano, y no hay manera de apartarlos.

No hay tal yo de conjunto. Basta caminar algún trecho por la implacable rigidez que los espejos del pasado nos abren, para sentirnos forasteros y azorarnos cándidamente de nuestras jornadas antiguas. No hay en ellas comunidad de intenciones, ni un mismo viento las empuja. Lo han declarado así aquellos hombres que escudriñaron con verdad los calendarios de que fue descartándolos el tiempo. Unos, botarates como cohetes, se vanaglorian de tan entreverada confusión y dicen que la disparidad es riqueza; otros, lejos de encaramar el desorden, deploran lo desigual de sus días y anhelan la popular lisura. Copiaré dos ejemplos. El primero lleva por fecha el año 1531 y es el epígrafe del libro De Incertitudine et Vanitate Scientiarum que en las desengañadas postrimerías de su vida compuso el cabalista y astrólogo Agrippa de Nettesheim. Dice de esta manera:

Entre los dioses, sacuden a todos las befas de Momo. 
Entre los héroes, Hércules da caza a todos los monstruos. 
Entre los demonios, el Rey del Infierno, Plutón, oprime todas las sombras. 
Mientras Heráclito ante todo llora. Nada sabe de nada Pirrón. 
Y de saberlo todo se glorifica Aristóteles. 
Despreciador de lo mundanal es Diógenes. 
A nada de esto, yo Agrippa, soy ajeno. 
Desprecio, sé, no sé, persigo, río, tiranizo, me quejo.
Soy filósofo, dios, héroe, demonio y el universo entero.

La atestiguación segunda la saco del tercer trozo de la Vida e historia de Torres Villarroel. Este sistematizador de Quevedo, docto en estrellería, dueño y señor de todas las palabras, avezado al manejo de las más gritonas figuras, quiso también definirse, y palpó su fundamental incongruencia; vio que era semejante a los otros, vale decir, que no era nadie, o que era apenas una algarada confusa, persistiendo en el tiempo y fatigándose en el espacio. Escribió así: 

Yo tengo ira, miedo, piedad, alegría, tristeza, codicia, largueza, furia, mansedumbre y todos los buenos y malos afectos y loables y reprehensibles ejercicios que se puedan encontrar en todos los hombres juntos o separados. Yo he probado todos los vicios y todas las virtudes, y en un mismo día me siento con inclinación a llorar y a reír, a dar y a retener, a holgar y a padecer, y siempre ignoro la causa y el impulso destas contrariedades. A esta alternativa de movimientos contrarios, he oído llamar locura; y si lo es, todos somos locos, grado más o menos, porque en todos he advertido esta impensada y repetida alteración.

No hay tal yo de conjunto. Allende toda posibilidad de sentenciosa tahurería, he tocado con mi emoción ese desengaño en trance de separarme de un compañero. Retornaba yo a Buenos Aires y dejábale a él en Mallorca. Entrambos comprendimos que salvo en esa cercanía mentirosa o distinta que hay en las cartas, no nos encontraríamos más. Aconteció lo que acontece en tales momentos. Sabíamos que aquel adiós iba a sobresalir en la memoria, y hasta hubo etapa en que intentamos adobarlo, con vehemente despliegue de opiniones para las añoranzas venideras. Lo actual iba alcanzando así todo el prestigio y toda la indeterminación del pasado... 

Pero encima de cualquier alarde egoísta, voceaba en mi pecho la voluntad de mostrar por entero mi alma al amigo. Hubiera querido desnudarme de ella y dejarla allí palpitante. Seguimos conversando y discutiendo, al borde del adiós, hasta que de golpe, con una insospechada firmeza de certidumbre, entendí ser nada esa personalidad que solemos tasar con tan incompatible exorbitancia. Ocurrióseme que nunca justificaría mi vida un instante pleno, absoluto, contenedor de los demás, que todos ellos serían etapas provisorias, aniquiladoras del pasado y encaradas al porvenir, y que fuera de lo episódico, de lo presente, de lo circunstancial, no éramos nadie. Y abominé de todo misteriosismo.

El siglo pasado, en sus manifestaciones estéticas, fue raigalmente subjetivo. Sus escritores antes propendieron a patentizar su personalidad que a levantar una obra; sentencia que también es aplicable a quienes hoy, en turba caudalosa y aplaudida, aprovechan los fáciles rescoldos de sus hogueras. Pero mi empeño no está en fustigar a unos ni a otros, sino en considerar la vía crucis por donde se encaminan fatalmente los idólatras de su yo. Ya hemos visto que cualquier estado de ánimo, por advenedizo que sea, puede colmar nuestra atención; vale decir, puede formar, en su breve plazo absoluto, nuestra esencialidad. Lo cual, vertido al lenguaje de la literatura, significa que procurar expresarse, y querer expresar la vida entera, son una sola cosa y la misma. Afanosa y jadeante correría entre el envión del tiempo y el hombre, quien a semejanza de Aquiles en la preclara adivinanza que formuló Zenón de Elea, siempre se verá rezagado... 

Whitman fue el primer Atlante que intentó realizar esa porfía y se echó el mundo a cuestas. Creía que bastaba enumerar los nombres de las cosas, para que enseguida se tantease lo únicas y sorprendentes que son. Por eso, en sus poemas, junto a mucha bella retórica, se enristran gárrulas series de palabras, a veces calcos de textos de Geografía o de Historia, que inflaman enhiestos signos de admiración, y remedan altísimos entusiasmos. 

De Whitman acá, muchos se han enredado en esa misma falacia. Han dicho de esta suerte:

No he mortificado el idioma en busca de agudezas imprevistas o de maravillas verbales. No be urdido ni una leve paradoja capaz de alborotar vuestra charla o de chisporrotear por vuestro laborioso silencio. Tampoco inventé un cuento al derredor del cual se apiñarán las largas atenciones como en la recordación se apiñan muchas horas inútiles al derredor de una hora en que hubo amor. Nada de eso hice ni determino hacer y sin embargo quiero perdurar en la fama. Mi justificación es la que sigue: Yo soy un hombre atónito de la abundancia del mundo: yo atestiguo la unicidad de las cosas. Al igual de los más preclaros varones, mi vida está ubicada en el espacio, y las campanadas de los relojes unánimes jalonan mi duración por el tiempo. Las palabras que empleo no son resabios de aventadas lecturas, sino señales que signan lo que he sentido o contemplado. Si alguna vez menté la aurora, no fue por seguir la corriente fácil de uso. Os puedo asegurar que sé lo que es la Aurora: he visto, con alborozo premeditado, esa explosión, que ahueca el fondo de las calles, amotina los arrabales del mundo, humilla las estrellas y ensancha en muchas leguas el cielo. Sé también lo que son un Jacarandá, una estatua, un prado, una cornisa... Soy semejante a todos los demás. Ésa es mi jactancia y mi gloria. Poco importa que la haya proclamado en versos ruines o en prosa mazorral. 

Lo mismo, con más habilidad y mayor maestría, afirman los pintores. ¿Qué es la pintura de hoy —la de Picasso y sus alumnos—, sino la verificación absorta de la preciosa unicidad de un rey de espadas, de un quicial, o de un tablero de ajedrez? La egolatría romántica y el vocinglero individualismo van así desbaratando las artes. Gracias a Dios que el prolijo examen de minucias espirituales que éstos imponen al artista, le hacen volver a esa eterna derechura clásica que es la creación. En un libro como Greguerías ambas tendencias entremezclan sus aguas e ignoramos al leerlo si lo que imanta nuestro interés con fuerza tan única es una realidad copiada o es pura forja intelectual. 

El yo no existe. Schopenhauer, que parece arrimarse muchas veces a esa opinión la desmiente tácitamente, otras tantas, no sé si adrede o si forzado a ello por esa basta y zafia metafísica —o más bien ametafísica—, que acecha en los principios mismos del lenguaje. Empero, y pese a tal disparidad, hay un lugar en su obra que a semejanza de una brusca y eficaz lumbrerada, ilumina la alternativa. Traslado el tal lugar que, castellanizado, dice así: 

Un tiempo infinito ha precedido a mi nacimiento; ¿qué fui yo mientras tanto? Metafísicamente podría quizá contestarme: Yo siempre fui yo; es decir, todos aquellos que dijeron yo durante ese tiempo, fueron yo en hecho de verdad. 

La realidad no ha menester que la apuntalen otras realidades. No hay en los árboles divinidades ocultas, ni una inagarrable cosa en sí detrás de las apariencias, ni un yo mitológico que ordena nuestras acciones. La vida es apariencia verdadera. No engañan los sentidos, engaña el entendimiento, que dijo Goethe: sentencia que podemos comparar con este verso de Macedonio Fernández: 

La realidad trabaja en abierto misterio. 

No hay tal yo de conjunto. Grimm, en una excelente declaración del budismo (Die Lehre des Buddha, München, 1917), narra el procedimiento eliminador mediante el cual los indios alcanzaron esa certeza. He aquí su canon milenariamente eficaz: Aquellas cosas de las cuales puedo advertir los principios y la postrimería, no son mi yo. Esa norma es verídica y basta ejemplificarla para persuadirnos de su virtud. Yo, por ejemplo, no soy la realidad visual que mis ojos abarcan, pues de serlo me mataría toda obscuridad y no quedaría nada en mí para desear el espectáculo del mundo ni siquiera para olvidarlo. Tampoco soy las audiciones que escucho pues en tal caso debería borrarme el silencio y pasaría de sonido en sonido, sin memoria del anterior. Idéntica argumentación se endereza después a lo olfativo, lo gustable y lo táctil y se prueba con ello, no solamente que no soy el mundo aparencial —cosa notoria y sin disputa— sino que las apercepciones que lo señalan tampoco son mi yo. Esto es, no soy mi actividad de ver, de oír, de oler, de gustar, de palpar. Tampoco soy mi cuerpo, que es fenómeno entre los otros. Hasta ese punto el argumento es baladí, siendo lo insigne su aplicación a lo espiritual. ¿Son el deseo, el pensamiento, la dicha y la congoja mi verdadero yo? La respuesta, de acuerdo con el canon, es claramente negativa, ya que estas afecciones caducan sin anonadarme con ellas. La conciencia —último escondrijo posible para el emplazamiento del yo— se manifiesta inhábil. Ya descartados los afectos, las percepciones forasteras y hasta el cambiadizo pensar, la conciencia es cosa baldía, sin apariencia alguna que la exista reflejándose en ella.

Observa Grimm que este prolijo averiguamiento dialéctico nos deja un resultado que se acuerda con la opinión de Schopenhauer, según la cual el yo es un punto cuya inmovilidad es eficaz para determinar por contraste la cargada fuga del tiempo. Esta opinión traduce el yo en una mera urgencia lógica, sin cualidades propias ni distinciones de individuo a individuo.




"La nadería de la personalidad" [Artículo] se publicó
en Proa, primera época, Buenos Aires, Año 1, N°1
Esta es la versión de Inquisiciones de 1925
Anotación en Textos recobrados 1919-1929, de donde fue excluido este texto
Buenos Aires, Sudamericana, 2011

Luego, con cambios en sucesivas ediciones y en OOCC de 2011 y 2016

Imagen: Borges retratado por Roberto González (1981), en Proa, tercera época, 1999


16/11/15

Jorge Luis Borges: 1964








                               I

Ya no es mágico el mundo. Te han dejado.
Ya no compartirás la clara luna
ni los lentos jardines. Ya no hay una
luna que no sea espejo del pasado,
cristal de soledad, sol de agonías.
Adiós las mutuas manos y las sienes
que acercaba el amor. Hoy sólo tienes
la fiel memoria y los desiertos días.
Nadie pierde (repites vanamente)
sino lo que no tiene y no ha tenido
nunca, pero no basta ser valiente
para aprender el arte del olvido.
Un símbolo, una rosa, te desgarra
y te puede matar una guitarra.



                             II

Ya no seré feliz. Tal vez no importa.
Hay tantas otras cosas en el mundo;
un instante cualquiera es más profundo
y diverso que el mar. La vida es corta
y aunque las horas son tan largas, una
oscura maravilla nos acecha,
la muerte, ese otro mar, esa otra flecha
que nos libra del sol y de la luna
y del amor. La dicha que me diste
y me quitaste debe ser borrada;
lo que era todo tiene que ser nada.
Sólo me queda el goce de estar triste,
esa vana costumbre que me inclina
al sur, a cierta puerta, a cierta esquina.


En El otro, el mismo (1969)
Retrato de Borges por Jorge Aguirre, 1960


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