28/8/15

Jorge Luis Borges: El atroz redentor Lazarus Morell











La causa remota

En 1517 el P. Bartolomé de las Casas tuvo mucha lástima de los indios que se extenuaban en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas, y propuso al emperador Carlos V la importación de negros que se extenuaran en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas. A esa curiosa variación de un filántropo debemos infinitos hechos: los blues de Handy, el éxito logrado en París por el pintor doctor oriental D. Pedro Figari, la buena prosa cimarrona del también oriental D. Vicente Rossi, el tamaño mitológico de Abraham Lincoln, los quinientos mil muertos de la Guerra de Secesión, los tres mil trescientos millones gastados en pensiones militares, la estatua del imaginario Falucho, la admisión del verbo linchar en la décimotercera edición del Diccionario de la Academia, el impetuoso film Aleluya, la fornida carga a la bayoneta llevada por Soler al frente de sus Pardos y Morenos en el Cerrito, la gracia de la señorita de Tal, el moreno que asesinó Martín Fierro, la deplorable rumba El Manisero, el napoleonismo arrestado y encalabozado de Toussaint Louverture, la cruz y la serpiente en Haití, la sangre de las cabras degolladas por el machete del papaloi, la habanera madre del tango, el candombe. Además: la culpable y magnífica existencia del atroz redentor Lazarus Morell.

El lugar

El Padre de las Aguas, el Mississippi, el río más extenso del mundo, fue el digno teatro de ese incomparable canalla. (Álvarez de Pineda lo descubrió y su primer explorador fue el capitán Hernando de Soto, antiguo conquistador del Perú, que distrajo los meses de prisión del Inca Atahualpa enseñándole el juego del ajedrez. Murió y le dieron por sepultura sus aguas.)
El Mississippi es río de pecho ancho; es un infinito y oscuro hermano del Paraná, del Uruguay, del Amazonas y del Orinoco. Es un río de aguas mulatas; más de cuatrocientos millones de toneladas de fango insultan anualmente el Golfo de Méjico, descargadas por él. Tanta basura venerable y antigua ha construido un delta, donde los gigantescos cipreses de los pantanos crecen de los despojos de un continente en perpetua disolución y donde los laberintos de barro, de pescados muertos y de juncos, dilatan las fronteras y la paz de su fétido imperio. Más arriba, a la altura del Arkansas y del Ohio, se alargan tierras bajas también. Las habita una estirpe amarillenta de hombres escuálidos, propensos a la fiebre, que miran con avidez las piedras y el hierro, porque entre ellos no hay otra cosa que arena y leña y agua turbia.

Los hombres

A principios del siglo XIX (la fecha que nos interesa) las vastas plantaciones de algodón que había en las orillas eran trabajadas por negros, de sol a sol. Dormían en cabañas de madera, sobre el piso de tierra. Fuera de la relación madre-hijo, los parentescos eran convencionales y turbios. Nombres tenían, pero podían prescindir de apellidos. No sabían leer. Su enternecida voz de falsete canturreaba un inglés de lentas vocales. Trabajaban en filas, encorvados bajo el rebenque del capataz. Huían, y hombres de barba entera saltaban sobre hermosos caballos y los rastreaban fuertes perros de presa.
A un sedimento de esperanzas bestiales y miedos africanos habían agregado las palabras de la Escritura: su fe por consiguiente era la de Cristo. Cantaban hondos y en montón: Go down Moses. El Mississippi les servía de magnífica imagen del sórdido Jordán.
Los propietarios de esa tierra trabajadora y de esas negradas eran ociosos y ávidos caballeros de melena, que habitaban en largos caserones que miraban al río —siempre con un pórtico pseudo griego de pino blanco. Un buen esclavo les costaba mil dólares y no duraba mucho. Algunos cometían la ingratitud de enfermarse y morir. Había que sacar de esos inseguros el mayor rendimiento. Por eso los tenían en los campos desde el primer sol hasta el último; por eso requerían de las fincas una cosecha anual de algodón o tabaco o azúcar. La tierra, fatigada y manoseada por esa cultura impaciente, quedaba en pocos años exhausta: el desierto confuso y embarrado se metía en las plantaciones. En las chacras abandonadas, en los suburbios, en los cañaverales apretados y en los lodazales abyectos, vivían los poor whites, la canalla blanca. Eran pescadores, vagos cazadores, cuatreros. De los negros solían mendigar pedazos de comida robada y mantenían en su postración un orgullo: el de la sangre sin un tizne, sin mezcla. Lazarus Morell fue uno de ellos.

El hombre

Los daguerrotipos de Morell que suelen publicar las revistas americanas no son auténticos. Esa carencia de genuinas efigies de hombre tan memorable y famoso, no debe ser casual. Es verosímil suponer que Morell se negó a la placa bruñida; esencialmente para no dejar inútiles rastros, de paso para alimentar su misterio… Sabemos, sin embargo, que no fue agraciado de joven y que los ojos demasiado cercanos y los labios lineales no predisponían en su favor. Los años, luego, le confirieron esa peculiar majestad que tienen los canallas encanecidos, los criminales venturosos e impunes. Era un caballero antiguo del Sur, pese a la niñez miserable y a la vida afrentosa. No desconocía las Escrituras y predicaba con singular convicción. “Yo lo vi a Lazarus Morell en el púlpito —anota el dueño de una casa de juego en Baton Rouge, Luisiana—, y escuché sus palabras edificantes y vi las lágrimas acudir a sus ojos. Yo sabía que era un adúltero, un ladrón de negros y un asesino en la faz del Señor, pero también mis ojos lloraron.”
Otro buen testimonio de esas efusiones sagradas es el que suministra el propio Morell. “Abrí al azar la Biblia, di con un conveniente versículo de San Pablo y prediqué una hora y veinte minutos. Tampoco malgastaron ese tiempo Crenshaw y los compañeros, porque se arrearon todos los caballos del auditorio. Los vendimos en el Estado de Arkansas, salvo un colorado muy brioso que reservé para mi uso particular. A Crenshaw le agradaba también, pero yo le hice ver que no le servía.”

El método

Los caballos robados en un Estado y vendidos en otro fueron apenas una digresión en la carrera delincuente de Morell, pero prefiguraron el método que ahora le aseguraba su buen lugar en una Historia Universal de la Infamia. Este método es único, no solamente por las circunstancias sui generis que lo determinaron, sino por la abyección que requiere, por su fatal manejo de la esperanza y por el desarrollo gradual, semejante a la atroz evolución de una pesadilla. Al Capone y Bugs Moran operan con ilustres capitales y con ametralladoras serviles en una gran ciudad, pero su negocio es vulgar. Se disputan un monopolio, eso es todo… En cuanto a cifras de hombres, Morell llegó a comandar unos mil, todos juramentados. Doscientos integraban el Consejo Alto, y éste promulgaba las órdenes que los restantes ochocientos cumplían. El riesgo recaía en los subalternos. En caso de rebelión, eran entregados a la justicia o arrojados al río correntoso de aguas pesadas, con una segura piedra a los pies. Eran con frecuencia mulatos. Su facinerosa misión era la siguiente:
Recorrían —con algún momentáneo lujo de anillos, para inspirar respeto— las vastas plantaciones del Sur. Elegían un negro desdichado y le proponían la libertad. Le decían que huyera de su patrón, para ser vendido por ellos una segunda vez, en alguna finca distante. Le darían entonces un porcentaje del precio de su venta y lo ayudarían a otra evasión. Lo conducirían después a un Estado libre. Dinero y libertad, dólares resonantes de plata con libertad, ¿qué mejor tentación iban a ofrecerle? El esclavo se atrevía a su primera fuga.
El natural camino era el río. Una canoa, la cala de un vapor, un lanchón, una gran balsa como el cielo con una casilla en la punta o con elevadas carpas de lona; el lugar no importaba, sino el saberse en movimiento, y seguro sobre el infatigable río… Lo vendían en otra plantación. Huía otra vez a los cañaverales o a las barrancas. Entonces los terribles bienhechores (de quienes empezaba ya a desconfiar) aducían gastos oscuros y declaraban que tenían que venderlo una última vez. A su regreso le darían el porcentaje de las dos ventas y la libertad. El hombre se dejaba vender, trabajaba un tiempo y desafiaba en la última fuga el riesgo de los perros de presa y de los azotes. Regresaba con sangre, con sudor, con desesperación y con sueño.

La libertad final

Falta considerar el aspecto jurídico de estos hechos. El negro no era puesto a la venta por los sicarios de Morell hasta que el dueño primitivo no hubiera denunciado su fuga y ofrecido una recompensa a quien lo encontrara. Cualquiera entonces lo podía retener, de suerte que su venta ulterior era un abuso de confianza, no un robo. Recurrir a la justicia civil era un gasto inútil, porque los daños no eran nunca pagados. Todo eso era lo más tranquilizador, pero no para siempre. El negro podía hablar; el negro, de puro agradecido o infeliz, era capaz de hablar. Unos jarros de whisky de centeno en el prostíbulo de El Cairo, Illinois, donde el hijo de perra nacido esclavo iría a malgastar esos pesos fuertes que ellos no tenían por qué darle, y se le derramaba el secreto. En esos años, un Partido Abolicionista agitaba el Norte, una turba de locos peligrosos que negaban la propiedad y predicaban la liberación de los negros y los incitaban a huir. Morell no iba a dejarse confundir con esos anarquistas. No era un yankee, era un hombre blanco del Sur hijo y nieto de blancos, y esperaba retirarse de los negocios y ser un caballero y tener sus leguas de algodonal y sus inclinadas filas de esclavos. Con su experiencia, no estaba para riesgos inútiles.
El prófugo esperaba la libertad. Entonces los mulatos nebulosos de Lazarus Morell se transmitían una orden que podía no pasar de una seña y lo libraban de la vista, del oído, del tacto, del día, de la infamia, del tiempo, de los bienhechores, de la misericordia, del aire, de los perros, del universo, de la esperanza, del sudor y de él mismo. Un balazo, una puñalada baja o un golpe, y las tortugas y los barbos del Mississippi recibían la última información.

La catástrofe

Servido por hombres de confianza, el negocio tenía que prosperar. A principios de 1834 unos setenta negros habían sido “emancipados” ya por Morell, y otros se disponían a seguir a esos precursores dichosos. La zona de operaciones era mayor y era necesario admitir nuevos afiliados. Entre los que prestaron el juramento había un muchacho, Virgil Stewart, de Arkansas, que se destacó muy pronto por su crueldad. Este muchacho era sobrino de un caballero que había perdido muchos esclavos. En agosto de 1834 rompió su juramento y delató a Morell y a los otros. La casa de Morell en Nueva Orleans fue cercada por la justicia. Morell, por una imprevisión o un soborno, pudo escapar.
Tres días pasaron. Morell estuvo escondido ese tiempo en una casa antigua, de patios con enredaderas y estatuas, de la calle Toulouse. Parece que se alimentaba muy poco y que solía recorrer descalzo las grandes habitaciones oscuras, fumando pensativos cigarros. Por un esclavo de la casa remitió dos cartas a la ciudad de Natchez y otra a Red River. El cuarto día entraron en la casa tres hombres y se quedaron discutiendo con él hasta el amanecer. El quinto, Morell se levantó cuando oscurecía y pidió una navaja y se rasuró cuidadosamente la barba. Se vistió y salió. Atravesó con lenta serenidad los suburbios del Norte. Ya en pleno campo, orillando las tierras bajas del Mississippi, caminó más ligero.
Su plan era de un coraje borracho. Era el de aprovechar los últimos hombres que todavía le debían reverencia: los serviciales negros del Sur. Éstos habían visto huir a sus compañeros y no los habían visto volver. Creían, por consiguiente, en su libertad. El plan de Morell era una sublevación total de los negros, la toma y el saqueo de Nueva Orleans y la ocupación de su territorio. Morell, despeñado y casi deshecho por la traición, meditaba una respuesta continental: una respuesta donde lo criminal se exaltaba hasta la redención y la historia. Se dirigió con ese fin a Natchez, donde era más profunda su fuerza. Copio su narración de ese viaje: “Caminé cuatro días antes de conseguir un caballo. El quinto hice alto en un riachuelo para abastecerme de agua y sestear. Yo estaba sentado en un leño, mirando el camino andado esas horas, cuando vi acercarse un jinete en un caballo oscuro de buena estampa. En cuanto lo avisté determiné quitarle el caballo. Me paré, le apunté con una hermosa pistola de rotación y le di la orden de apear. La ejecutó y yo tomé en la zurda las riendas y le mostré el riachuelo y le ordené que fuera caminando delante. Caminó unas doscientas varas y se detuvo. Le ordené que se desvistiera. Me dijo: ‘Ya que está resuelto a matarme, déjeme rezar antes de morir’. Le respondí que no tenía tiempo de oír sus oraciones. Cayó de rodillas y le descerrajé un balazo en la nuca. Le abrí de un tajo el vientre, le arranqué las vísceras y lo hundí en el riachuelo. Luego recorrí los bolsillos y encontré cuatrocientos dólares con treinta y siete centavos y una cantidad de papeles que no me demoré en revisar. Sus botas eran nuevas, flamantes, y me quedaban bien. Las mías, que estaban muy gastadas, las hundí en el riachuelo.
“Así obtuve el caballo que precisaba, para entrar en Natchez.”

La interrupción

Morell capitaneando puebladas negras que soñaban ahorcarlo, Morell ahorcado por ejércitos negros que soñaba capitanear —me duele confesar que la historia del Mississippi no aprovechó esas oportunidades suntuosas. Contrariamente a toda justicia poética (o simetría poética) tampoco el río de sus crímenes fue su tumba. El dos de enero de 1835, Lazarus Morell falleció de una congestión pulmonar en el hospital de Natchez, donde se había hecho internar bajo el nombre de Silas Buckley. Un compañero de la sala común lo reconoció. El dos y el cuatro, quisieron sublevarse los esclavos de ciertas plantaciones, pero los reprimieron sin mayor efusión de sangre.


En imagen: primera versión titulada
El espantoso redentor Lazarus Morell
En Revista Multicolor de los Sábados
Crítica, Año I, Número 1, pág. 3
Ejemplar del 12 de agosto de 1933
Texto publicado luego en su versión final
En  Historia Universal de la Infamia (1935)


27/8/15

Jorge Luis Borges: A quien está leyéndome








Eres invulnerable. ¿No te han dado
los números que rigen tu destino
certidumbre de polvo? ¿No es acaso
tu irreversible tiempo el de aquel río
en cuyo espejo Heráclito vio el símbolo
de su fugacidad? Te espera el mármol
que no leerás. En él ya están escritos
la fecha, la ciudad y el epitafio.
Sueños del tiempo son también los otros,
no firme bronce ni acendrado oro;
el Universo es, como tú, Proteo.
Sombra, irás a la sombra que te aguarda
fatal en el confín de tu jornada;
piensa que de algún modo ya estás muerto.




En El otro, el mismo (1964)
Foto: Borges en Buenos Aires, 1983 por Graziano Arici (detalle)


26/8/15

Jorge Luis Borges: Ceniza







Una pieza de hotel, igual a todas.
La hora sin metáfora, la siesta
que nos disgrega y pierde. La frescura
del agua elemental en la garganta.
La niebla tenuemente luminosa
que circunda a los ciegos, noche y día.
La dirección de quien acaso ha muerto.
La dispersión del sueño y de los sueños.
A nuestros pies un vago Rhin o Ródano.
Un malestar que ya se fue. Esas cosas
demasiado inconspicuas para el verso.



En Los conjurados (1985)
Retrato de Borges por Oscar Burriel
publicado en OOCC, primera edición, Emecé, 1974


25/8/15

Macedonio Fernández: Al hijo de un amigo



Jorge Guillermo Borges (cuarto desde la izquierda) en 1895,
con compañeros licenciados en Derecho.
Macedonio Fernández es el segundo desde la derecha


Ebria de significaciones
La Realidad trabaja en abierto misterio
Y logra a veces
Que no sólo el sueño sino la vida
Nos sea sueño.
Y cuando tanto logra
Lo que debía ser, cumplido está.
Porque una vez que sueño y vida,
Esas dos iluminaciones del Ser,
Confunden sus fuentes bajo nuestras miradas
El milagro inicial de Separación
En el milagro final de Identificación se agota
La Inteligencia cesa, la Visión descansa; ciérrase el círculo.

¿ Para qué vino tu hijo y trae su alma
Con milagrosa humildad y altísima cortesía
A practicar Sueño, Vida y Muerte
Y unirse al peregrinaje de las significaciones
Advirtiéndonos humildemente de la significación que él es?
A hacernos más ricos con saberlo
Y a formular una más completa palabra
De la ciencia de lo que nos espera.
Porque tal como yo lo vi ayer
Saludar de alma a alma a una mujer
Vine a comprender lo que saludar era,
Que es reconocer la existencia de otro con tanta energía
Como la que pone Dios para invitar a un alma a existir
Y esto yo no lo sabía
Y en retribución de enseñanza tan valiosa
Yo le digo: que no tema al acaso
Porque es allí donde nacen más días
Y en donde recibiremos un Saludo
Que nos hará verdaderamente Nacer.
Y para allí voy caminando sin congoja alguna
Más seguro de mi eternidad y de la de mi hijo
Desde que vi cómo saluda el tuyo.
Tu hijo cuyo significado es Yo saludo
Yo aplaudo todo vivir.

Macedonio Fernández



Macedonio Fernández: Quizás el único genial que habla en esta Antología. Metafísico negador de la existencia del Yo, astillero de enhiestos planes políticos, crisol de paradojas, varón justo y sutil, inderrotable ajedrecista polémico, Don Quijote sonriente y meditabundo. Iniciador -allá por el borroso 99- de una comunidad anarquista en el Paraguay, y ahora despreciador de todos los Zarathustras que se esfuerzan en trastocar las formas gubernamentales o la forma de las corbatas. Ejercitado en el silencio. En esta época de los literaturizados, Macedonio es tal vez el único hombre -hombre definitivo y pensador, no secundario y de reflejo-, que vive plenamente su vida, sin creer que sus instantes son menos reales por el hecho de que no intervienen en los instantes ajenos en salpicadura de citaciones, libros o fama. Hombre que prefiere desparramar su alma en la conversación a definirse en las cuartillas. Es lícito suponer que durante unos cuantos siglos los venideros psicólogos, metafísicos y urdidores de estética se ocuparán en redescubrir las genialidades que él ya encontró, limó, aquilató y silenció a la postre... 

Sus noches las encierra en un zaquizamí que ensancha apenas un espejo y que mortifican los muebles entre cuya poquedad resalta la guitarra donde suele musicalizar sus momentos. Estas últimas verdades las inscribo por tres razones: para apuntalar la visión que de él os quiero imponer, para lisonjear vuestro bohemismo probable y para que le perdonéis su talento. (Jorge Luis Borges)


En La lírica argentina contemporánea
Selección y notas de Jorge Luis Borges
Cosmópolis, Madrid, N° 36, diciembre de 1921

Luego en Textos recobrados 1919-1929
© María Kodama 1997/2007

Aporte de Francisco Alvez Francese (FB)

Fuente de la foto



24/8/15

Jorge Lafforgue: El día que Borges cumplió 76 años










Por primera vez, la celebración no contó con una presencia fundamental: la de su madre. Cómo trascurrió el escritor esa jornada. Quiénes lo visitaron. Qué confidencia deslizó


El viernes 22 Norberto Firpo me encargó realizar una nota sobre el cumpleaños de Jorge Luis Borges, el mayor escritor argentino viviente y una figura clave de la cultura de nuestro tiempo (y esto es así, objetivamente, sin el menor asomo de exaltación retórica). Borges, nacido en pleno centro de Buenos Aires el 24 de agosto de 1899, cumplía dos días después setenta y seis años. Por primera vez su madre, doña Leonor Acevedo, no estaría a su lado. El año pasado, para idéntica fecha, Emecé distribuyó los tres mil ejemplares de la primera edición de sus Obras Completas, dedicadas a "Madre, que desde la niñez me has dado tantas cosas"; aunque ya no era necesaria la conmovedora confesión, a un tiempo "íntima y general", para corroborar ese entrañable amor.


¿Qué recuerdos le traería entonces la repetida fecha? ¿Se prestaría Borges a evocarlos? ¿Cómo festejaría ese día? Y en .tal sentido, ¿permitiría la quizá perturbadora intromisión del periodismo? Un par de horas después, en su casa, había obtenido su categórica respuesta.



Las perspectivas no eran precisamente halagüeñas; sin medias tintas Borges me había espetado un rotundo "No".


Casi un cuento



Son las seis de la tarde de ese viernes y estoy en la casa del escritor, un departamento de tres ambientes en la porteña esquina de Maipú y Marcelo T. de Alvear, donde ahora vive sin otra compañía que la de Fanny, su fiel servidora desde hace años, y la de quienes lo visitan (que no son pocos). Le comento primero una propuesta que le hacen por mi intermedio para que prologue una antología de obras de Leopoldo Lugones en una colección venezolana; de inmediato acepta la propuesta, sugiere la inclusión del cuento Yzur, y la emprende con ese escritor que "de algún modo resume toda la literatura argentina"'.



Hablamos luego de Los orilleros, un guión que escribiera con Adolfo Bioy Casares, cuya reedición por la Editorial Losada ha de ser simultánea con el estreno del film dirigido por Ricardo Luna. "Espero que esta vez no se olviden de mandarme entradas", agrega, en obvia referencia a un comentado lapsus de los productores de El muerto, film de Héctor Olivera basado sobre un cuento de Borges que se ha estrenado el día anterior. Hablamos también de los avatares y alternativas del Primer Certamen Latinoamericano de Cuentos Policiales, organizado por Siete Días (ver recuadro, página 18) y de cuyo jurado forma parte junto con Marco Denevi y Augusto Roa Bastos. Por último, le manifiesto el motivo concreto de mi visita: cubrir una nota acerca de su próximo cumpleaños.


En forma circunstancial conozco a Borges desde hace años, y lo he tratado con relativa asiduidad en estos últimos tiempos. Lo he visto alegre, triste —muy triste, cuando murió su madre—, temeroso en contados momentos, lapidario bajo el énfasis ingenuo, sutil en la ironía, conversador paciente y admirable, siempre dispuesto a someterse a los trajines del recuerdo, rara vez fastidiado... Nunca, como el viernes pasado, lo vi tan sensiblemente alterado.

"No quiero saber nada de este asunto —me ataja en seguida y en voz muy alta—; ese día no voy a estar; me voy a ir a cualquier parte, como hacíamos con mi madre. Pero, ¿por qué se les ha ocurrido semejante idea?" Trato de apaciguarlo. Apenas un poco menos exaltado, prosigue: "Es que no tiene ningún sentido. ¿Para qué recordarme esa fecha? Mejor olvidarla, borrarla". Le explico que en un programa radial acaba de levantarse la perdiz; que él es un hombre público, una figura célebre, y que tal vez a su pesar deba resignarse a ver frustrados sus propósitos de olvido y anonimato. Recién entonces —aunque dudo que por la eficacia de mi discurso— comienza a recobrar su fisonomía habitual. "El domingo no voy a abrir la puerta ni atender el teléfono. ¿No le parece? Además, hace poco murió mi madre y no estoy para festejos".

Ya más tranquilo, proseguimos hablando de otros temas y, un rato después, acordamos continuar la lectura de los cuentos policiales del concurso el mismísimo domingo a la mañana. Fijamos una hora y, al despedirme, le pregunto bromeando: "¿Debo traerle un regalo?" Me responde sin titubear: "Si me trae un regalo, salen disparados usted y el regalo".

El domingo 24, con perspectivas tan poco promisorias y con medio centenar de relatos policiales bajo el brazo, me dirijo a la cita. Son las 10.25 cuando oprimo el timbre en el departamento B del sexto piso, frente a una pequeña chapa que dice "Borges". La muchacha me había informado que "el señor habitualmente se levanta alrededor de las 9" y, luego de desayunar con suma frugalidad, estará listo para trabajar. Al trasponer el hall me inquieta ver a una joven interrogando al Maestro, grabador en mano. Habiendo averiguado que sólo se trata de una audición radial, me apoltrono en un sillón del living-comedor a esperar. Mientras observo detenidamente los objetos que nos rodean escucho retazos de una historia que no desconozco.



De Carriego, Quintiliano y Chesterton



Estoy sentado en un sillón grande, de espaldas al ventanal y flanqueado por dos bibliotecas de un cuerpo empotradas. Frente a mí hay tres sillones y hacia la pared de la izquierda un pequeño escritorio con una lámpara. En el ambiente, bastante amplio, traza la divisoria un enorme dressoir, con algunos objetos de platería peruana traídos por el bisabuelo de Borges, el coronel Isidoro Suárez al regresar de la campaña libertadora; por encima de este mueble se destaca La anunciación, uno de los cuadros más famosos de Norah Borges, pintado hacia 1945; en las paredes del cuarto hay también varios retratos de familia y dos grabados de Giovanni-Battista Piranesi. En el otro sector, bajo una lámpara de caireles, se extiende una mesa grande con varias sillas, al lado de una biblioteca en esquina dominada por la Encyclopaedia Britannica y las ediciones inglesas del siglo pasado, principalmente, y paralela a un chiffoniere 'Imperio'.



"Carriego era de escasa estatura —escucho grabar a Borges— y tenía una vivacidad febril. Solía concurrir a casa de mis padres, en Serrano y Guatemala, todos los domingos después del hipódromo. Él vivía cerca, en Honduras y Coronel: en esa época había menos militares y por eso a la calle Coronel Díaz se la llamaba simplemente Coronel. Por casa venían también Marcelo del Mazo, Charles de Soussens, mi primo Alvaro Melián Lafinur, Macedonio Fernández, Alfredo Palacios y Múscari, un poeta que ha desaparecido del todo y que escribía versos de corte modernista. A Carriego yo le debo haber descubierto que la poesía es un fuego, una pasión. De su boca escuché los versos del único poeta genial que hemos tenido, Almafuerte, autor de los mejores y de los peores versos de la literatura argentina (para escribir los mejores, tal vez sea necesario incurrir en los peores). Más que por su obra en sí misma, Carriego tiene un gran valor porque descubrió las posibilidades literarias de las orillas (entonces no se decía suburbio ni arrabal). Y las orillas eran también Palermo. Por ejemplo, Palermo Chico era entonces el Barrio de los Tachos. Recuerdo que cuando Victoria Ocampo inauguró allí su casa, yo le dije: Pero caramba, Victoria, usted se ha venido abajo; mire que venirse al Barrio de los Tachos."


A las 11 me instalo en la mesa para comenzar la lectura de los cuentos policiales. Tarea casi imposible, al menos en el día de hoy. Tocan el timbre y un joven estudiante se presenta aduciendo que ha venido según una cita previamente concertada. Borges le pide disculpas, le dice que carece de agenda, que suele cometer esos errores, que está ciego y, en un discurso cuyo tono patético se va acentuando hacia el final, concluye: "Yo soy una ruina humana". Azorado y murmurando frases ininteligibles, el joven parte. Borges entonces me comenta que Quintiliano, en sus lecciones de retórica, aconseja persuadir con todos los medios posibles, pero sin llegar nunca a arrojarse a los pies. "Llamándome ruina humana, creo que desoí el consejo de Quintiliano", sonríe.

Leo en voz alta algunos cuentos. Borges escucha atentamente y, a menudo, introduce tanto observaciones estilísticas como acotaciones al margen, casi siempre humorísticas (a un cuento descartable lo clasifica en la segunda categoría fijada por Chesterton, y aclara que éste alguna vez dividió a los cuentos policiales en dos categorías: los del cuarto amarillo y los del peligro amarillo).



Salutaciones, pausa gastronómica y final



Pero las interrupciones se suceden: brevemente lo saluda el profesor norteamericano Mark Mirsky, con quien arregla una cita para el día martes; el teléfono, por su parte, suena cada cinco minutos. Borges agradece los augurios e invariablemente repite: "Mejor sería no recordar esta fecha; ahora estoy trabajando en un concurso de cuentos". La segunda frase produce una situación cómica: luego de habérselo dicho a una tal Mariana, ésta vuelve a llamarlo enojada, porque "sucede lo de siempre, un concurso de cuentos y no se le ha informado a mi hermana Adela, que podía ganarlo". Por suerte, el adjetivo "policial" zanja la cuestión.



Hacia el mediodía llega el fotógrafo de Siete Días, Gerardo Horovitz (se lo presento y le aclaro que, si no se opone, nos sacará algunas fotos mientras trabajamos; Borges concede, no sé si resignado o gustoso); poco después se hace presente la pintora Norah Borges, un año y medio menor que su hermano Jorge Luis, viuda del crítico español Guillermo de Torre (Norah es absolutamente remisa a cualquier tipo de publicidad y lo demuestra una vez más huyendo de las cámaras de Horovitz).


A las 12.30 lo visita Luis de Torre, su sobrino mayor, que se dedica a ordenar algunos papeles y revisar documentos, pues es el abogado de la familia. Llama por teléfono Carlos Frías, uno de los directores de Emecé. Llega Miguel de Torre, su otro sobrino —igualmente devoto del tenis y de las obras de arte—, acompañado de su hijo Gonzalo, que le entrega a Borges unos pañuelos de regalo; en seguida lo saludarán Babo, la mujer de Miguel, y la pequeña hijo de ambos. Poco antes de las 13, todos ellos se han retirado.

Invito entonces a Borges a comer afuera, pero declina, pues Fanny ya le ha preparado el almuerzo. Lamenta que la comida sea poca y no pueda invitarnos a compartir la mesa, aunque no tiene ningún inconveniente en que nos quedemos conversando. El menú consiste en una sopa de sémola; ravioles a la manteca ("¡Qué felicidad! —se relame—, la comida italiana es la que más me gusta"); y un postre que no sé si es yoghurt o una crema liviana; todo esto acompañado por sólo medio vaso de agua y unas rodajas de pan con dos trocitos de gruyere. Le pregunto como puede comer ese queso picante sin vino. "Jamás he bebido —responde— sólo alguna copita de grapa en El Fénix para darme ánimo antes de mis primeras conferencias; en Inglaterra me hicieron probar un poco de cerveza caliente". Desde luego, Borges tampoco fuma.

Otros temas se desgranan en la prolongada sobremesa: por ejemplo, el de los negros, acerca del cual Borges tiene ideas incompartibles; la narrativa de Jack London; un ciclo de diez conferencias que ha titulado "Preferencias" y otros proyectos de trabajo; algunas ciudades bonaerenses que supo amar (Adrogué, La Plata); el recuerdo conmovido de su madre ("Siento su ausencia en todo momento, pero muy particularmente al entrar de la calle, entonces me pregunto por qué sigo viviendo...")

Son casi las 16 cuando me retiro. Tal vez Borges no podrá dormir su acostumbrada siesta, pues dentro de media hora comenzarán a llegar los cinco o seis fieles con los cuales estudia anglosajón antiguo, escandinavo y otros idiomas remotos. Más tarde lo pasará a buscar un íntimo amigo que acaba de regresar de Europa ("El señor Adolfito", como me aclara Fanny; o Adolfo Bioy Casares, como no es difícil deducir).

Mientras encamino mis pasos nacía la plaza San Martín, bajo la pertinaz llovizna que no ha cesado, pienso en Borges, con tristeza, con admiración, con afecto. 










En revista Siete Días Ilustrados
29 de agosto de 1975
Jorge Luis Borges con Jorge Lafforgue
Fotografías por Gerardo Horovitz
Edición digital Mágicas Ruinas, 2003

23/8/15

Jorge Luis Borges: El oro de los tigres






Hasta la hora del ocaso amarillo
cuántas veces habré mirado
al poderoso tigre de Bengala
ir y venir por el predestinado camino
detrás de los barrotes de hierro,
sin sospechar que eran su cárcel.
Después vendrían otros tigres,
el tigre de fuego de Blake;
después vendrían otros oros,
el metal amoroso que era Zeus,
el anillo que cada nueve noches
engendra nueve anillos y éstos, nueve,*
y no hay un fin.
Con los años fueron dejándome
los otros hermosos colores
y ahora sólo me quedan
la vaga luz, la inextricable sombra
y el oro del principio.
Oh ponientes, oh tigres, oh fulgores
del mito y de la épica,
oh un oro más precioso, tu cabello
que ansían estas manos.

East Lansing, 1972


* Para el anillo de las nueve noches, el curioso lector puede interrogar 
el capítulo 49 de la Edda Menor.

En El oro de los tigres (1972)
Foto: Antonio Carrizo, Borges y Jorge Cutini en Zoológico de Ezeiza (detalle)
Fuente sin data de autor ni fecha: CEDOC Perfil.com



22/8/15

Jorge Luis Borges: El 22 de agosto de 1983






Bradley creía que el momento presente es aquel en que el porvenir, que fluye hacia nosotros, se desintegra en el pasado, es decir que el ser es un dejar de ser o, como no sin melancolía, dijo Boileau:

Le moment où je parle est
déjà loin de moi.

Sea lo que fuere, las vísperas y la cargada memoria son más reales que el presente intangible. Las vísperas de un viaje son una preciosa parte del viaje. El nuestro a Europa comenzó, de hecho, anteayer, el 22 de agosto, pero lo prefiguró aquella cena del dieciocho. En un restaurante japonés nos reunimos María Kodama, Alberto Girri, Enrique Pezzoni y yo. La comida era una antología de sabores fugaces que nos llegaban del Oriente. El viaje que nos parecía inmediato, preexistía en el diálogo y en el imprevisto champagne que nos ofreció la dueña del local. A lo singular, para mí, de un sitio japonés en la calle Piedad se unieron las voces y la música de un coro de personas que procedían de Nara o de Kamakura y que celebraban un cumpleaños. Estábamos así en Buenos Aires, en las próximas etapas del viaje y en el recordado y presentido Japón. No olvidaré esa noche.




En Atlas (1984)
Foto: JLB junto a Kodama, Girri y Pezzoni en restaurant japonés 
en Buenos Aires, 18 de agosto de 1983
incluida en Atlas © Propiedad de María Kodama



21/8/15

Jorge Luis Borges: La ceguera





Señoras, Señores:


En el decurso de mis muchas, de mis demasiadas conferencias, he observado que se prefiere lo personal a lo general, lo concreto a lo abstracto. Por consiguiente, empezaré refiriéndome a mi modesta ceguera personal. Modesta, en primer término, porque es ceguera total de un ojo, parcial del otro. Todavía puedo descifrar algunos colores, todavía puedo descifrar el verde y el azul. Hay un color que no me ha sido infiel, el color amarillo. Recuerdo que de chico (si mi hermana está aquí lo recordará también) me demoraba ante unas jaulas del jardín zoológico de Palermo y eran precisamente la jaula del tigre y la del leopardo. Me demoraba ante el oro y el negro del tigre; aún ahora, el amarillo sigue acompañándome. He escrito un poema que se titula «El oro de los tigres» en que me refiero a esa amistad.
Quiero pasar a un hecho que suele ignorarse y que no sé si es de aplicación general. La gente se imagina al ciego encerrado en un mundo negro. Hay un verso de Shakespeare que justificaría esa opinión: «Looking on darkness, wich the blind to do see»; «mirando la oscuridad que ven los ciegos». Si entendemos negrura por oscuridad, el verso de Shakespeare es falso.
Uno de los colores que los ciegos (o en todo caso este ciego) extrañan es el negro; otro, el rojo. «Le rouge et le noir» son los colores que nos faltan. A mí, que tenía la costumbre de dormir en plena oscuridad, me molestó durante mucho tiempo tener que dormir en este mundo de neblina, de neblina verdosa o azulada y vagamente luminosa que es el mundo del ciego. Hubiera querido reclinarme en la oscuridad, apoyarme en la oscuridad. Al rojo lo veo como un vago marrón. El mundo del ciego no es la noche que la gente supone. En todo caso estoy hablando en mi nombre y en nombre de mi padre y de mi abuela, que murieron ciegos; ciegos, sonrientes y valerosos, como yo también espero morir. Se heredan muchas cosas (la ceguera, por ejemplo), pero no se hereda el valor. Sé que fueron valientes.
El ciego vive en un mundo bastante incómodo, un mundo indefinido, del cual emerge algún color: para mí, todavía el amarillo, todavía el azul (salvo que el azul puede ser verde), todavía el verde (salvo que el verde puede ser azul). El blanco ha desaparecido o se confunde con el gris. En cuanto al rojo, ha desaparecido del todo, pero espero alguna vez (estoy siguiendo un tratamiento) mejorar y poder ver ese gran color, ese color que resplandece en la poesía y que tiene tan lindos nombres en muchos idiomas. Pensemos en scharlach, en alemán, scarlet en inglés, escarlata en español, écarlate en francés. Palabras que parecen dignas de ese gran color. En cambio, «amarillo» suena débil en español; yellow en inglés, que se parece tanto a amarillo; creo que en español antiguo era amariello.
Yo vivo en ese mundo de colores y quiero contar, ante todo, que si he hablado de mi modesta ceguera personal, lo hice porque no es esa ceguera perfecta en que piensa la gente; y en segundo lugar porque se trata de mí. Mi caso no es especialmente dramático. Es dramático el caso de aquellos que pierden bruscamente la vista: se trata de una fulminación, de un eclipse; pero en el caso mío, ese lento crepúsculo empezó (esa lenta pérdida de la vista) cuando empecé a ver. Se ha extendido desde 1899 sin momentos dramáticos, un lento crepúsculo que duró más de medio siglo.
Para los propósitos de esta conferencia debo buscar un momento patético. Digamos, aquel en que supe que ya había perdido mi vista, mi vista de lector y de escritor. Por qué no fijar la fecha, tan digna de recordación, de 1955. No me refiero a las épicas lluvias de septiembre; me refiero a una circunstancia personal.
He recibido en mi vida muchos inmerecidos honores, pero hay uno que me alegró más que ningún otro: la dirección de la Biblioteca Nacional. Por razones menos literarias que políticas, fui designado por el gobierno de la Revolución Libertadora.
Me vi nombrado director de la Biblioteca y volví a aquella casa de la calle México del barrio Monserrat, en el Sur, de la que tenía tantos recuerdos. Jamás había soñado con la posibilidad de ser director de la Biblioteca. Yo tenía recuerdos de otro orden. Iba con mi padre, de noche. Mi padre, que era profesor de psicología, pedía algún libro de Bergson o de William James, que eran sus autores preferidos, o de Gustav Spiller. Yo, demasiado tímido para pedir un libro, buscaba algún volumen de la Enciclopaedia Britannica o de las enciclopedias alemanas de Brockhaus o de Meyer. Tomaba un volumen al azar, lo sacaba de los anaqueles laterales, y leía.
Recuerdo una noche en que me vi recompensado porque leí tres artículos: sobre los druidas, sobre los drusos y sobre Dryden, un regalo de las letras dr. Otras noches fui menos afortunado. Yo sabía, además, que en esa casa estaba Groussac; hubiera podido conocerlo personalmente, pero yo era entonces, puedo decirlo, muy tímido: casi tan tímido como soy ahora. Entonces creía que la timidez era muy importante y ahora sé que la timidez es uno de los males que uno tiene que tratar de sobrellevar, y que realmente ser muy tímido no es importante, como tantas otras cosas a las que uno les otorga importancia exagerada. Recibí el nombramiento a fines de 1955; me hice cargo, pregunté el número de volúmenes, me dijeron que era un millón. Averigüé después que eran novecientos mil, una cifra más que suficiente. (Quizá novecientos mil parezca más que un millón: novecientos mil; en cambio, un millón se agota en seguida).
Poco a poco fui comprendiendo la extraña ironía de los hechos. Yo siempre me había imaginado el Paraíso bajo la especie de una biblioteca. Otras personas piensan en un jardín, otras pueden pensar en un palacio. Ahí estaba yo. Era, de algún modo, el centro de novecientos mil volúmenes en diversos idiomas. Comprobé que apenas podía descifrar las carátulas y los lomos. Entonces escribí el «Poema de los dones», que empieza: «Nadie rebaje a lágrima o reproche / esta declaración de la maestría / de Dios que con magnífica ironía / me dio a la vez los libros y la noche». Esos dos dones que se contradicen: los muchos libros y la noche, la incapacidad de leerlos.
Imaginé autor del poema a Groussac, porque Groussac fue también director de la Biblioteca y también ciego. Groussac fue más valiente que yo; guardó silencio. Pero pensé que, sin duda, había instantes en que nuestras vidas coincidían, ya que los dos habíamos llegado a la ceguera y los dos amábamos los libros. Él había honrado a la literatura con libros muy superiores a los míos. Pero, en fin, los dos éramos hombres de letras y recorríamos la Biblioteca de libros vedados. Casi podríamos decir, para nuestros ojos oscuros, de libros en blanco, de libros sin letras. Escribí sobre la ironía de Dios y al fin me pregunté cuál de los dos había escrito ese poema de un yo plural y de una sola sombra.
Ignoraba entonces que hubo otro director de la Biblioteca, José Mármol, que también fue ciego. Aquí aparece el número tres, que cierra las cosas. Dos es una mera coincidencia; tres, una confirmación. Una confirmación de orden ternario, una confirmación divina o teológica. Mármol fue director de la Biblioteca cuando ésta estaba en la calle Venezuela.
Ahora es costumbre hablar mal de Mármol o no hablar de él. Pero debemos recordar que cuando decimos «el tiempo de Rosas» no pensamos en el admirable libro de Ramos Mejía Rosas y su tiempo; pensamos en el tiempo de Rosas que describe esa admirablemente chismosa novela Amalia, de José Mármol. Haber legado la imagen de una época a un país no es escasa gloria; ojalá yo pudiera contar con una parecida. La verdad es que siempre, cuando decimos «el tiempo de Rosas», estamos pensando en los mazorqueros que describió Mármol, en las tertulias de Palermo, estamos pensando en las conversaciones de uno de los ministros del tirano y de Soler.
Tenemos, pues, tres personas que recibieron igual destino. Y la alegría de volver al barrio de Monserrat, en el Sur. Para todos los porteños el Sur es, de un modo secreto, el centro secreto de Buenos Aires. No el otro centro, un poco ostentoso, que mostramos a los turistas (en aquellos tiempos no existía esa publicidad que se llama Barrio de San Telmo). El Sur vendría a ser el modesto centro secreto de Buenos Aires.
Si yo pienso en Buenos Aires, pienso en el Buenos Aires que conocí cuando era chico: de casas bajas, de patios, de zaguanes, de aljibes con una tortuga, de ventanas de reja, y ese Buenos Aires antes era todo Buenos Aires. Ahora sólo se conserva en el barrio Sur; de modo que sentí que volvía al barrio de mis mayores. Cuando comprobé que ahí estaban los libros, que tenía que preguntar a mis amigos el nombre de ellos, recordé una frase de Rudolf Steiner en su libro sobre antroposofía (que fue el nombre que dio a la teosofía). Dijo que cuando algo concluye, debemos pensar que algo comienza. El consejo es saludable, pero es de difícil ejecución, ya que sabemos lo que perdemos, no lo que ganaremos. Tenemos una imagen muy precisa, una imagen a veces desgarrada de lo que hemos perdido, pero ignoramos qué lo puede reemplazar, o suceder.
Tomé una decisión. Me dije: ya que he perdido el querido mundo de las apariencias, debo crear otra cosa: debo crear el futuro, lo que sucede al mundo visible que, de hecho, he perdido. Recordé unos libros que estaban en casa. Yo era profesor de literatura inglesa en nuestra Universidad. ¿Qué podía hacer para enseñar esa casi infinita literatura, esa literatura que sin duda excede el término de la vida de un hombre o de las generaciones? ¿Qué podía hacer en cuatro meses argentinos de fechas patrias y de huelgas?
Hice lo que pude para enseñar el amor a esa literatura y me abstuve, en lo posible, de fechas y de nombres. Vinieron a verme unas alumnas que habían dado examen y lo habían aprobado. (Todas las alumnas pasaban conmigo, siempre traté de no aplazar a nadie; en diez años aplacé a tres alumnos que insistieron en ser aplazados). A las niñas (serían nueve o diez) les dije: «Tengo una idea, ahora que ustedes han pasado y que yo he cumplido con mi deber de profesor. ¿No sería interesante que emprendiéramos el estudio de un idioma y de una literatura que apenas conocemos?». Me preguntaron cuál era ese idioma y cuál esa literatura. «Bueno, naturalmente el idioma inglés y la literatura inglesa. Vamos a empezar a estudiarlos, ahora que estamos libres de la frivolidad de los exámenes; vamos a empezar por los orígenes».
Recordé que en casa había dos libros que pude recuperar porque los había puesto en el estante más alto, pensando que no iba a precisarlos nunca. Eran el Anglo-Saxon Reader de Sweet y la Crónica anglosajona. Los dos tenían glosario. Y nos reunimos una mañana en la Biblioteca Nacional.
Pensé: he perdido el mundo visible pero ahora voy a recuperar otro, el mundo de mis lejanos mayores, aquellas tribus, aquellos hombres que atravesaron a remo los tempestuosos mares del Norte y que desde Dinamarca, desde Alemania y desde los Países Bajos conquistaron a Inglaterra; que se llama Inglaterra por ellos, ya que «Engaland», tierra de los anglos, antes se llamaba «tierra de los britanos», que eran celtas.
Era un sábado por la mañana, nos reunimos en el despacho de Groussac, y empezamos a leer. Hubo una circunstancia que nos alegró y que nos mortificó pero que al mismo tiempo nos llenó de cierta vanidad. Fue el hecho de que los sajones, como los escandinavos, usaban dos letras rúnicas para significar los dos sonidos de la th, el de thing y el de the. Eso confería a la página un aire misterioso. Las hice dibujar en un pizarrón.
Bien: nos encontramos con un idioma que nos pareció distinto del inglés, parecido al alemán. Ocurrió lo que siempre ocurre cuando se estudia un idioma. Cada una de las palabras resalta como si estuviera grabada, como si fuera un talismán. Por eso los versos en un idioma extranjero tienen un prestigio que no tienen en el idioma propio, porque se oye, porque se ve cada una de las palabras: pensamos en la belleza, en la fuerza, o simplemente en lo extraño de ellas. Tuvimos buena suerte esa mañana. Descubrimos la frase, «Julio César fue de los romanos el primero que buscó a Inglaterra». Encontrarnos con los romanos en un texto del Norte, nos conmovió. Recuerden ustedes que no sabíamos nada del idioma, que lo leíamos con lupa, que cada palabra era una suerte de talismán que recobrábamos. Encontramos dos palabras. Con esas dos palabras estuvimos casi ebrios; es verdad que yo era viejo y ellas eran jóvenes (parece que son épocas aptas para la embriaguez). Yo pensaba: «estoy volviendo al idioma que hablaban mis mayores hace cincuenta generaciones; estoy volviendo a ese idioma, estoy recuperándolo. No es la primera vez que lo uso; cuando yo tenía otros nombres, yo hablé este idioma». Esas dos palabras fueron el nombre de Londres; Lundenburh, Londresburgo, y el nombre de Roma, que nos emocionó más aún, por pensar en la luz de Roma que había caído sobre esas islas boreales perdidas, la Romeburh, la Romaburgo. Creo que salimos a la calle gritando Lundenburh, Romeburh
Así empezó el estudio del anglosajón, al que me llevó la ceguera. Y ahora tengo la memoria llena de versos elegíacos, épicos, anglosajones.
Había reemplazado el mundo visible por el mundo auditivo del idioma anglosajón. Después pasé a ese otro mundo, más rico y posterior, de la literatura escandinava: pasé a las eddas y a las sagas. Luego escribí Antiguas literaturas germánicas, escribí muchos poemas basados en esos temas y sobre todo gocé de esas literaturas. Y ahora tengo en preparación un libro sobre literatura escandinava.
No permití que la ceguera me acobardara. Además mi editor me dio una excelente noticia: me dijo que si yo le entregaba treinta poemas por año, él podía publicar un libro. Treinta poemas significan una disciplina, sobre todo cuando uno tiene que dictar cada línea; pero, al mismo tiempo, la suficiente libertad, ya que es imposible que en un año no le ocurran a uno treinta ocasiones de poesía.
La ceguera no ha sido para mí una desdicha total, no se la debe ver de un modo patético. Debe verse como un modo de vida: es uno de los estilos de vida de los hombres.
Ser ciego tiene sus ventajas. Yo le debo a la sombra algunos dones: le debo el anglosajón, mi escaso conocimiento del islandés, el goce de tantas líneas, de tantos versos, de tantos poemas, y de haber escrito otro libro, titulado con cierta falsedad, con cierta jactancia, Elogio de la sombra.
Quiero hablar ahora de otros casos, de casos ilustres. Vamos a empezar por ese muy evidente ejemplo de la amistad, de la poesía, de la ceguera; por quien ha sido considerado el más alto de los poetas: Homero. (Sabemos de otro poeta griego ciego, Tamiris, cuya obra se ha perdido, y lo sabemos principalmente por una referencia de Milton, otro ilustre ciego. Tamiris fue vencido en un certamen por las musas, quienes rompieron su lira y le quitaron la vista).
Existe una hipótesis muy curiosa, que no creo que sea histórica, pero que es intelectualmente agradable, de Oscar Wilde. En general, los escritores tratan de que lo que dicen parezca profundo; Wilde era un hombre profundo que trataba de parecer frívolo. Sin embargo, quería que lo imagináramos como un conversador, quería que pensáramos en él como Platón pensaba de la poesía, «esa cosa liviana, alada y sagrada». Pues bien, esa cosa liviana, alada y sagrada que fue Oscar Wilde, dijo que la Antigüedad había representado a Homero como un poeta ciego, y que había procedido deliberadamente.
No sabemos si Homero existió. El hecho de que siete ciudades se disputaran su nombre basta para hacernos dudar de su historicidad. Quizá no hubo un Homero, hubo muchos griegos que ocultamos bajo el nombre de Homero. Las tradiciones son unánimes en mostrarnos un poeta ciego; sin embargo, la poesía de Homero es visual, muchas veces espléndidamente visual; como lo fue, en menor grado desde luego, la poesía de Oscar Wilde.
Wilde se dio cuenta de que su poesía era demasiado visual y quiso curarse de ese defecto: quiso hacer poesía que fuera también auditiva, musical, digamos como la poesía de Tennyson o de Verlaine, a quienes él quería y admiraba tanto. Wilde se dijo: «Los griegos sostuvieron que Homero era ciego para significar que la poesía no debe ser visual, que su deber es ser auditiva». De ahí el «de la musique avant toute chose» de Verlaine, de ahí el simbolismo contemporáneo de Wilde.
Podemos pensar que Homero no existió pero que a los griegos les gustaba imaginarlo ciego para insistir en el hecho de que la poesía es ante todo música, que la poesía es ante todo la lira, y que lo visual puede existir o no existir en un poeta. Yo sé de grandes poetas visuales y sé de grandes poetas que no son visuales: poetas intelectuales, mentales, no hay por qué mencionar nombres.
Pasemos al ejemplo de Milton. La ceguera de Milton fue voluntaria. Supo desde el principio que iba a ser un gran poeta. Esto le ocurrió a otros poetas. Coleridge y De Quincey, antes de haber escrito una sola línea, sabían que su destino sería literario; yo también, si es que puedo mencionarme. Siempre he sentido que mí destino era, ante todo, un destino literario; es decir, que me sucederían muchas cosas malas y algunas cosas buenas. Pero siempre supe que todo eso, a la larga, se convertiría en palabras, sobre todo las cosas malas, ya que la felicidad no necesita ser transmutada: la felicidad es su propio fin.
Volvamos a Milton. Gastó su vista escribiendo folletos en defensa de la ejecución del rey por el Parlamento. Dice Milton que la perdió voluntariamente, defendiendo la libertad; habla de esa noble tarea y no se queja de estar ciego: piensa que ha sacrificado su vista voluntariamente y recuerda su primer deseo, el de ser un poeta. Se ha descubierto en la Universidad de Cambridge un manuscrito en el cual hay muchos temas que Milton se había propuesto, cuando era joven, para la ejecución de un gran poema.
«Quiero legar algo a las generaciones venideras que éstas no dejen caer fácilmente», declara. Ya había anotado unos diez o quince temas, entre ellos uno que escribió sin saber que lo hacía de modo profético. Ese tema era Sansón. Él no sabía por entonces que su destino sería de algún modo el de Sansón, y que Sansón, así como profetizó a Cristo en el Antiguo Testamento, lo profetizó a él con más precisión. Una vez que se supo ciego, emprendió dos obras históricas: una Historia de Moscovia y una Historia de Inglaterra, que quedaron inconclusas. Y luego el largo poema El Paraíso perdido. Buscó un tema que pudiera interesar a todos los hombres y no solamente a los ingleses. Ese tema fue Adán, nuestro padre común.
Pasaba buena parte de su tiempo solo, componía versos y su memoria se había acrecentado. Podía tener cuarenta o cincuenta endecasílabos blancos en la memoria y luego los dictaba a quienes venían a visitarlo. Así compuso el poema. Recordó y pensó en el destino de Sansón, tan parecido al suyo, porque ya Cromwell había muerto y había llegado la hora de la Restauración. Milton fue perseguido y pudo ser condenado a muerte por haber justificado la ejecución del rey. Pero Carlos II —hijo de Carlos I «El Ejecutado»—, cuando le trajeron la lista de los condenados a muerte, tomó la pluma y dijo, no sin nobleza: «Hay algo en mi mano derecha que se niega a firmar una sentencia de muerte». Milton se salvó, y muchos otros con él.
Escribió entonces el Samson Agonistes. Quiso hacer una tragedia griega. La acción ocurre en un día, el último día de Sansón, y Milton pensó en el parecido de los destinos, ya que él, como Sansón, había sido el hombre fuerte finalmente vencido. Estaba ciego. Y escribió aquellos versos que siempre, según Landor, suelen puntuarse mal, y que realmente tendrían que ser: «Eyeless, in Gaza, at de mill, with the slaves»: «Ciego, en Gaza (Gaza es una ciudad filistea, una ciudad enemiga), en la noria, con los esclavos». Es como si las desdichas fueran acumulándose sobre Sansón.
Milton tiene un soneto en el que habla de su ceguera. Hay una línea que se ve que está escrita por un ciego. Cuando tiene que describir el mundo, dice: «In this dark world and wide», «En este mundo oscuro y ancho», que es precisamente el mundo de los ciegos cuando están solos, porque caminan buscando apoyo con las manos extendidas. Aquí tenemos un ejemplo (mucho más importante que el mío) de un hombre que se sobrepone a la ceguera y que ejecuta su obra: El Paraíso perdido, El Paraíso recuperado, Samson Agonistes, los mejores sonetos que escribió, parte de la Historia de Inglaterra, desde los orígenes hasta la conquista normanda. Todo lo ejecuta siendo ciego y teniendo que dictarlo a gente casual.
El bostoniano y aristocrático Prescott fue ayudado por su mujer. Un accidente, cuando era estudiante de Harvard, le hizo perder un ojo y quedar casi ciego del otro. Decidió que su vida estaría dedicada a la literatura. Estudió, aprendió las literaturas de Inglaterra, Francia, Italia, España. La España imperial le hizo dar con su mundo, el que convenía a su rígido rechazo de los días republicanos. De erudito se convirtió en escritor, y a su mujer, que le leía, le dictó las historias de la conquista de México y del Perú, del reinado de los Reyes Católicos y de Felipe II. Fue una tarea feliz, casi impecable, que le demandó más de veinte años.
Hay dos ejemplos que están más cerca de nosotros. Uno ya lo he mencionado, el de Groussac. Groussac ha sido olvidado con injusticia. La gente lo ve ahora como un francés intruso en este país. Se dice que su obra histórica ha caducado, que ahora se dispone de mejor documentación. Pero se olvida que Groussac, como todo escritor, escribió dos obras: una, el tema que se propuso; otra, la manera en que lo ejecutó. Aparte de dejarnos su obra histórica y crítica, Groussac renovó la prosa española. Alfonso Reyes, el mejor prosista de lengua española en cualquier época, me dijo: «Groussac me ha enseñado cómo debe escribirse el español». Groussac se sobrepuso a su ceguera y dejó algunas de las mejores páginas en prosa que se han escrito en nuestro país. Siempre me place recordarlo.
Recordemos otro ejemplo más famoso que el de Groussac. En James Joyce se da también una obra doble. Tenemos esas dos vastas y por qué no decirlo ilegibles novelas que son Ulises y Finnegans Wake. Pero es la mitad de su obra (que incluye bellos poemas y el admirable Retrato del artista adolescente). La otra mitad y quizá la más rescatable —como se dice ahora— es el hecho de que tomó el casi infinito idioma inglés. Ese idioma que estadísticamente supera a todos los demás y que ofrece tantas posibilidades para el escritor, sobre todo de verbos muy concretos, no fue bastante para él. Joyce, el irlandés, recordó que Dublín había sido fundado por los vikingos daneses. Estudió noruego, le escribió una carta en noruego a Ibsen, y luego estudió griego, latín… Supo todos los idiomas y escribió en un idioma inventado por él, un idioma que es difícilmente comprensible pero que se distingue por una música extraña. Joyce trajo una música nueva al inglés. Y dijo valerosamente (y mendazmente) que «de todas las cosas que me han sucedido creo que la menos importante es la de haberme quedado ciego». Ha dejado parte de su vasta obra ejecutada en la sombra: puliendo las frases en su memoria, trabajando a veces una sola frase durante todo un día y luego escribiéndola y corrigiéndola. Todo en medio de la ceguera o de períodos de ceguera. Análogamente, la impotencia de Boileau, de Swift, de Kant, de Ruskin y de George Moore fue un melancólico instrumento para la buena ejecución de su obra; lo mismo cabe afirmar de la perversión, cuyos beneficiarios, ahora, se encargan de que nadie ignore sus nombres. Demócrito de Abdera se arrancó los ojos en un jardín para que el espectáculo de la realidad exterior no lo distrajera; Orígenes se castró.
He enumerado suficientes ejemplos; algunos tan ilustres que me da vergüenza haber hablado de mi caso personal; salvo por el hecho de que la gente siempre espera confidencias y yo no tengo por qué negarle las mías. Aunque, desde luego, parece absurdo poner mi nombre junto a los nombres que he tenido ocasión de recordar.
He dicho que la ceguera es un modo de vida, un modo de vida que no es enteramente desdichado. Recordemos aquellos versos del mayor poeta español, fray Luis de León:
Vivir quiero conmigo,
gozar quiero del bien que debo al cielo,
a solas sin testigo,
libre de amor, de celo,
de odio, de esperanza, de recelo.
Edgar Allan Poe sabía de memoria esta estrofa.
Para mí, vivir sin odio es fácil, ya que nunca he sentido odio. Pero vivir sin amor creo que es imposible, felizmente imposible para cada uno de nosotros. Sin embargo, el principio «vivir quiero conmigo / gozar quiero del bien que debo al cielo»: si aceptamos que en el bien del cielo puede estar la sombra, entonces, ¿quién vive más consigo mismo? ¿Quién puede explorarse más? ¿Quién puede conocerse más a sí mismo? Según la sentencia socrática, ¿quién puede conocerse más que un ciego?
El escritor vive, la tarea de ser poeta no se cumple en determinado horario. Nadie es poeta de ocho a doce y de dos a seis. Quien es poeta lo es siempre, y se ve asaltado por la poesía continuamente. De igual modo que un pintor, supongo, siente que los colores y las formas están asediándolo. O que un músico siente que el extraño mundo de los sonidos —el mundo más extraño del arte— está siempre buscándolo, que hay melodías y disonancias que lo buscan. Para la tarea del artista, la ceguera no es del todo una desdicha: puede ser un instrumento. Fray Luis de León dedicó una de sus odas más bellas a Francisco Salinas, músico ciego.
Un escritor, o todo hombre, debe pensar que cuanto le ocurre es un instrumento; todas las cosas le han sido dadas para un fin y esto tiene que ser más fuerte en el caso de un artista. Todo lo que le pasa, incluso las humillaciones, los bochornos, las desventuras, todo eso le ha sido dado como arcilla, como material para su arte; tiene que aprovecharlo. Por eso yo hablé en un poema del antiguo alimento de los héroes: la humillación, la desdicha, la discordia. Esas cosas nos fueron dadas para que las transmutemos, para que hagamos de la miserable circunstancia de nuestra vida, cosas eternas o que aspiren a serlo.
Si el ciego piensa así, está salvado. La ceguera es un don. Ya he fatigado a ustedes con los dones que me dio: me dio el anglosajón, me dio parcialmente el escandinavo, me dio el conocimiento de una literatura medieval que yo habría ignorado, me dio el haber escrito varios libros, buenos o malos, pero que justifican el momento en que se escribieron. Además, el ciego se siente rodeado por el cariño de todos. La gente siempre siente buena voluntad para un ciego.
Quiero concluir con un verso de Goethe. Mi alemán es deficiente, pero creo poder recuperar sin demasiados errores esas palabras: «Alles Nahe werde fern», «todo lo cercano se aleja». Goethe lo escribió refiriéndose al crepúsculo de la tarde. Todo lo cercano se aleja, es verdad. Al atardecer, las cosas más cercanas ya se alejan de nuestros ojos, así como el mundo visible se ha alejado de mis ojos, quizá definitivamente.
Goethe pudo referirse no sólo al crepúsculo sino a la vida. Todas las cosas van dejándonos. La vejez tiene que ser la suprema soledad, salvo que la suprema soledad es la muerte. También «todo lo cercano se aleja» se refiere al lento proceso de la ceguera, del cual he querido hablarles esta noche y he querido mostrar que no es una total desventura. Que debe ser un instrumento más entre los muchos, tan extraños, que el destino o el azar nos deparan.



En Siete noches (1980)
En su voz


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