13/8/15

Jorge Luis Borges: El budismo





Señoras, Señores:

El tema de hoy será el budismo. No entraré en esa larga historia que empezó hace dos mil quinientos años en Benares, cuando un príncipe de Nepal —Siddharta o Gautama—, que había llegado a ser el Buddha, hizo girar la rueda de la ley, proclamó las cuatro nobles verdades y el óctuple sendero. Hablaré de lo esencial de esa religión, la más difundida del mundo. Los elementos del budismo se han conservado desde el siglo quinto antes de Cristo: es decir, desde la época de Heráclito, de Pitágoras, de Zenón, hasta nuestro tiempo, cuando el doctor Suzuki la expone en el Japón. Los elementos son los mismos. La religión ahora está incrustada de mitología, de astronomía, de extrañas creencias, de magia, pero ya que el tema es complejo, me limitaré a lo que tienen en común las diversas sectas. Éstas pueden corresponder al Hinayana o el pequeño vehículo. Consideremos ante todo la longevidad del budismo.
Esa longevidad puede explicarse por razones históricas, pero tales razones son fortuitas o, mejor dicho, son discutibles, falibles. Creo que hay dos causas fundamentales. La primera es la tolerancia del budismo. Esa extraña tolerancia no corresponde, como en el caso de otras religiones, a distintas épocas: el budismo siempre fue tolerante.
No ha recurrido nunca al hierro o al fuego, nunca ha pensado que el hierro o el fuego fueran persuasivos. Cuando Asoka, emperador de la India, se hizo budista, no trató de imponer a nadie su nueva religión. Un buen budista puede ser luterano, o metodista, o presbiteriano, o calvinista, o sintoísta, o taoísta, o católico, puede ser prosélito del Islam o de la religión judía, con toda libertad. En cambio, no le está permitido a un cristiano, a un judío, a un musulmán, ser budista.
La tolerancia del budismo no es una debilidad, sino que pertenece a su índole misma. El budismo fue, ante todo, lo que podemos llamar una yoga. ¿Qué es la palabra yoga? Es la misma palabra que usamos cuando decimos yugo y que tiene su origen en el latín iugum. Un yugo, una disciplina que el hombre se impone. Luego, si comprendemos lo que el Buddha predicó en aquel primer sermón del Parque de las Gacelas de Benares hace dos mil quinientos años, habremos comprendido el budismo. Salvo que no se trata de comprender, se trata de sentirlo de un modo hondo, de sentirlo en cuerpo y alma; salvo, también, que el budismo no admite la realidad del cuerpo ni del alma. Trataré de exponerlo.
Además, hay otra razón. El budismo exige mucho de nuestra fe. Es natural, ya que toda religión es un acto de fe. Así como la patria es un acto de fe. ¿Qué es, me he preguntado muchas veces, ser argentino? Ser argentino es sentir que somos argentinos. ¿Qué es ser budista? Ser budista es, no comprender, porque eso puede cumplirse en pocos minutos, sentir las cuatro nobles verdades y el óctuple camino. No entraremos en los vericuetos del óctuple camino, pues esa cifra obedece al hábito hindú de dividir y subdividir, pero sí en las cuatro nobles verdades.
Hay, además, la leyenda del Buddha. Podemos descreer de esa leyenda. Tengo un amigo japonés, budista zen, con el cual he mantenido largas y amistosas discusiones. Yo le decía que creía en la verdad histórica del Buddha. Creía, y creo, que hace dos mil quinientos años hubo un príncipe del Nepal llamado Siddharta o Gautama que llegó a ser el Buddha, es decir, el Despierto, el Lúcido —a diferencia de nosotros que estamos dormidos o que estamos soñando ese largo sueño que es la vida—. Recuerdo una frase de Joyce: «La historia es una pesadilla de la que quiero despertarme». Pues bien, Siddharta, a la edad de treinta años, llegó a despertarse y a ser el Buddha.
Con aquel amigo que era budista (yo no estoy seguro de ser cristiano y estoy seguro de no ser budista) yo discutía y le decía: «¿Por qué no creer en el príncipe Siddharta, que nació en Kapilovastu quinientos años antes de la era cristiana?». Él me respondía: «Porque no tiene ninguna importancia; lo importante es creer en la Doctrina». Agregó, creo que con más ingenio que verdad, que creer en la existencia histórica del Buddha o interesarse en ella sería algo así como confundir el estudio de las matemáticas con la biografía de Pitágoras o Newton. Uno de los temas de meditación que tienen los monjes en los monasterios de la China y el Japón, es dudar de la existencia del Buddha. Es una de las dudas que deben imponerse para llegar a la verdad.
Las otras religiones exigen mucho de nuestra credulidad. Si somos cristianos, debemos creer que una de las tres personas de la Divinidad condescendió a ser hombre y fue crucificado en Judea. Si somos musulmanes tenemos que creer que no hay otro dios que Dios y que Muhammad es su apóstol. Podemos ser buenos budistas y negar que el Buddha existió. O, mejor dicho, podemos pensar, debemos pensar que no es importante nuestra creencia en lo histórico: lo importante es creer en la Doctrina. Sin embargo, la leyenda del Buddha es tan hermosa que no podemos dejar de referirla.
Los franceses se han dedicado con especial atención al estudio de la leyenda del Buddha. Su argumento es éste: la biografía del Buddha es lo que le ocurrió a un solo hombre en un breve período del tiempo. Puede haber sido de este modo o de tal otro. En cambio, la leyenda del Buddha ha iluminado y sigue iluminando a millones de hombres. La leyenda es la que ha inspirado tantas hermosas pinturas, esculturas y poemas. El budismo, además de ser una religión, es una mitología, una cosmología, un sistema metafísico, o, mejor dicho, una serie de sistemas metafísicos, que no se entienden y que discuten entre sí.
La leyenda del Buddha es iluminativa y su creencia no se impone. En el Japón se insiste en la no historicidad del Buddha. Pero sí en la Doctrina. La leyenda empieza en el cielo. En el cielo hay alguien que durante siglos y siglos, podemos decir literalmente, durante un número infinito de siglos, ha ido perfeccionándose hasta comprender que en la próxima encarnación será el Buddha.
Elige el continente en que ha de nacer. Según la cosmogonía budista el mundo está dividido en cuatro continentes triangulares y en el centro hay una montaña de oro: el monte Meru. Nacerá en el que corresponde a la India. Elige el siglo en que nacerá; elige la casta, elige la madre. Ahora, la parte terrenal de la leyenda. Hay una reina, Maya. Maya significa ilusión. La reina tiene un sueño que corre el albur de parecemos extravagante pero no lo es para los hindúes.
Casada con el rey Suddhodana, soñó que un elefante blanco de seis colmillos, que erraba en las montañas del oro, entró en su costado izquierdo sin causarle dolor. Se despierta; el rey convoca a sus astrólogos y éstos le explican que la reina dará a luz un hijo que podrá ser el emperador del mundo o que podrá ser el Buddha, el Despierto, el Lúcido, el ser destinado a salvar a todos los hombres. Previsiblemente, el rey elige el primer destino: quiere que su hijo sea el emperador del mundo.
Volvamos al detalle del elefante blanco de seis colmillos. Oldemberg hace notar que el elefante de la India es animal doméstico y cotidiano. El color blanco es siempre símbolo de inocencia. ¿Por qué seis colmillos? Tenemos que recordar (habrá que recurrir a la historia alguna vez) que el número seis, que para nosotros es arbitrario y de algún modo incómodo (ya que preferimos el tres o el siete), no lo es en la India, donde se cree que hay seis dimensiones en el espacio: arriba, abajo, atrás, adelante, derecha, izquierda. Un elefante blanco de seis colmillos no es extravagante para los hindúes.
El rey convoca a los magos y la reina da a luz sin dolor. Una higuera inclina sus ramas para ayudarla. El hijo nace de pie y al nacer da cuatro pasos: al Norte, al Sur, al Este y al Oeste, y dice con voz de león: «Soy el incomparable; éste será mi último nacimiento». Los hindúes creen en un número infinito de nacimientos anteriores. El príncipe crece, es el mejor arquero, es el mejor jinete, el mejor nadador, el mejor atleta, el mejor calígrafo, confuta a todos los doctores (aquí podemos pensar en Cristo y los doctores). A los dieciséis años se casa.
El padre sabe —los astrólogos se lo han dicho— que su hijo corre el peligro de ser el Buddha, el hombre que salva a todos los demás si conoce cuatro hechos que son: la vejez, la enfermedad, la muerte y el ascetismo. Recluye a su hijo en un palacio, le suministra un harén, no diré la cifra de mujeres porque corresponde a una exageración hindú evidente. Pero, por qué no decirlo: eran ochenta y cuatro mil.
El príncipe vive una vida feliz; ignora que hay sufrimiento en el mundo, ya que le ocultan la vejez, la enfermedad y la muerte. El día predestinado sale en su carroza por una de las cuatro puertas del palacio rectangular. Digamos, por la puerta del Norte. Recorre un trecho y ve un ser distinto de todos los que ha visto. Está encorvado, arrugado, no tiene pelo. Apenas puede caminar, apoyándose en un bastón. Pregunta quién es ese hombre, si es que es un hombre. El cochero le contesta que es un anciano y que todos seremos ese hombre si seguimos viviendo.
El príncipe vuelve al palacio, perturbado. Al cabo de seis días vuelve a salir por la puerta del Sur. Ve en una zanja a un hombre aún más extraño, con la blancura de la lepra y el rostro demacrado. Pregunta quién es ese hombre, si es que es un hombre. Es un enfermo, le contesta el cochero; todos seremos ese hombre si seguimos viviendo.
El príncipe, ya muy inquieto, vuelve al palacio. Seis días más tarde sale nuevamente y ve a un hombre que parece dormido, pero cuyo color no es el de esta vida. A ese hombre lo llevan otros. Pregunta quién es. El cochero le dice que es un muerto y que todos seremos ese muerto si vivimos lo suficiente.
El príncipe está desolado. Tres horribles verdades le han sido reveladas: la verdad de la vejez, la verdad de la enfermedad, la verdad de la muerte. Sale una cuarta vez. Ve a un hombre casi desnudo, cuyo rostro está lleno de serenidad. Pregunta quién es. Le dicen que es un asceta, un hombre que ha renunciado a todo y que ha logrado la beatitud.
El príncipe resuelve abandonar todo; él, que ha llevado una vida tan rica. El budismo cree que el ascetismo puede convenir, pero después de haber probado la vida. No se cree que nadie deba empezar negándose nada. Hay que apurar la vida hasta las heces y luego desengañarse de ella; pero no sin conocimiento de ella.
El príncipe resuelve ser el Buddha. En ese momento le traen una noticia: su mujer, Jasodhara, ha dado a luz un hijo. Exclama: «Un vínculo ha sido forjado». Es el hijo que lo ata a la vida. Por eso le dan el nombre de Vínculo. Siddharta está en su harén, mira a esas mujeres que son jóvenes y bellas y las ve ancianas horribles, leprosas. Va al aposento de su mujer. Está durmiendo. Tiene al niño en los brazos. Está por besarla, pero comprende que si la besa no podrá desprenderse de ella, y se va.
Busca maestros. Aquí tenemos una parte de la biografía que puede no ser legendaria. ¿Por qué mostrarlo discípulo de maestros que después abandonará? Los maestros le enseñan el ascetismo, que él ejerce durante mucho tiempo. Al final está tirado en medio del campo, su cuerpo está inmóvil y los dioses que lo ven desde los treinta y tres cielos, piensan que ha muerto. Uno de ellos, el más sabio, dice: «No, no ha muerto; será el Buddha». El príncipe se despierta, corre a un arroyo que está cerca, toma un poco de alimento y se sienta bajo la higuera sagrada: el árbol de la ley, podríamos decir.
Sigue un entreacto mágico, que tiene su correspondencia con los Evangelios: es la lucha con el demonio. El demonio se llama Mará. Ya hemos visto esa palabra nightmare, demonio de la noche. El demonio siente que domina el mundo pero que ahora corre peligro y sale de su palacio. Se han roto las cuerdas de sus instrumentos de música, el agua se ha secado en las cisternas. Apresta sus ejércitos, monta en el elefante que tiene no sé cuántas millas de altura, multiplica sus brazos, multiplica sus armas y ataca al príncipe. El príncipe está sentado al atardecer bajo el árbol del conocimiento, ese árbol que ha nacido al mismo tiempo que él.
El demonio y sus huestes de tigres, leones, camellos, elefantes y guerreros monstruosos le arrojan flechas. Cuando llegan a él, son flores. Le arrojan montañas de fuego, que forman un dosel sobre su cabeza. El príncipe medita inmóvil, con los brazos cruzados. Quizá no sepa que lo están atacando. Piensa en la vida; está llegando al nirvana, a la salvación. Antes de la caída del sol, el demonio ha sido derrotado. Sigue una larga noche de meditación; al cabo de esa noche, Siddharta ya no es Siddharta. Es el Buddha: ha llegado al nirvana.
Resuelve predicar la ley. Se levanta, ya se ha salvado, quiere salvar a los demás. Predica su primer sermón en el Parque de las Gacelas de Benares. Luego otro sermón, el del fuego, en el que dice que todo está ardiendo: almas, cuerpos, cosas están en fuego. Más o menos por aquella fecha, Heráclito de Éfeso decía que todo es fuego.
Su ley no es la del ascetismo, ya que para el Buddha el ascetismo es un error. El hombre no debe abandonarse a la vida carnal porque la vida carnal es baja, innoble, bochornosa y dolorosa; tampoco al ascetismo, que también es innoble y doloroso. Predica una vía media —para seguir la terminología teológica—, ya ha alcanzado el nirvana y vive cuarenta y tantos años, que dedica a la prédica. Podría haber sido inmortal pero elige el momento de su muerte, cuando ya tiene muchos discípulos.
Muere en casa de un herrero. Sus discípulos lo rodean. Están desesperados. ¿Qué van a hacer sin él? Les dice que él no existe, que es un hombre como ellos, tan irreal y tan mortal como ellos, pero que les deja su Ley. Aquí tenemos una gran diferencia con Cristo. Creo que Jesús les dice a sus discípulos que si dos están reunidos, él será el tercero. En cambio, el Buddha les dice: les dejo mi Ley. Es decir, ha puesto en movimiento la rueda de la ley en el primer sermón. Luego vendrá la historia del budismo. Son muchos los hechos: el lamaísmo, el budismo mágico, el Mahayana o gran vehículo, que sigue al Hinayana o pequeño vehículo, el budismo zen del Japón.
Yo tengo para mí que si hay dos budismos que se parecen, que son casi idénticos, son el que predicó el Buddha y lo que se enseña ahora en la China y el Japón, el budismo zen. Lo demás son incrustaciones mitológicas, fábulas. Algunas de esas fábulas son interesantes. Se sabe que el Buddha podía ejercer milagros, pero al igual que a Jesucristo, le desagradaban los milagros, le desagradaba ejercerlos. Le parecía una ostentación vulgar. Hay una historia que contaré: la del bol de sándalo.
Un mercader, en una ciudad de la India, hace tallar un pedazo de sándalo en forma de bol. Lo pone en lo alto de una serie de cañas de bambú, una especie de altísimo palo enjabonado. Dice que dará el bol de sándalo a quien pueda alcanzarlo. Hay maestros heréticos que lo intentan en vano. Quieren sobornar al mercader para que diga que lo han alcanzado. El mercader se niega y llega un discípulo menor del Buddha. Su nombre no se menciona, fuera de ese episodio. El discípulo se eleva por el aire, vuela seis veces alrededor del bol, lo recoge y se lo entrega al mercader. Cuando el Buddha oye la historia lo hace expulsar de la orden, por haber realizado algo tan baladí.
Pero también el Buddha hizo milagros. Por ejemplo éste, un milagro de cortesía. El Buddha tiene que atravesar un desierto a la hora del mediodía. Los dioses, desde sus treinta y tres cielos, le arrojan una sombrilla cada uno. El Buddha, que no quiere desairar a ninguno de los dioses, se multiplica en treinta y tres Buddhas, de modo que cada uno de los dioses ve, desde arriba, un Buddha protegido por la sombrilla que le ha arrojado.
Entre los hechos del Buddha hay uno iluminativo: la parábola de la flecha. Un hombre ha sido herido en batalla y no quiere que le saquen la flecha. Antes quiere saber el nombre del arquero, a qué casta pertenecía, el material de la flecha, en qué lugar estaba el arquero, qué longitud tiene la flecha. Mientras están discutiendo estas cuestiones, se muere. «En cambio —dice el Buddha—, yo enseño a arrancar la flecha». ¿Qué es la flecha? Es el universo. La flecha es la idea del yo, de todo lo que llevamos clavado. El Buddha dice que no debemos perder tiempo en cuestiones inútiles. Por ejemplo: ¿es finito o infinito el universo? ¿El Buddha vivirá después del nirvana o no? Todo eso es inútil, lo importante es que nos arranquemos la flecha. Se trata de un exorcismo, de una ley de salvación.
Dice el Buddha: «Así como el vasto océano tiene un solo sabor, el sabor de la sal, el sabor de la ley es el sabor de la salvación». La ley que él enseña es vasta como el mar pero tiene un solo sabor: el sabor de la salvación. Desde luego, los continuadores se han perdido (o han encontrado tal vez mucho) en disquisiciones metafísicas. El fin del budismo no es ése. Un budista puede profesar cualquier religión, siempre que siga esa ley. Lo que importa es la salvación y las cuatro nobles verdades: el sufrimiento, el origen del sufrimiento, la curación del sufrimiento y el medio para llegar a la curación. Al final está el nirvana. El orden de las verdades no importa. Se ha dicho que corresponden a una antigua tradición médica en que se trata del mal, del diagnóstico, del tratamiento y de la cura. La cura, en este caso, es el nirvana.
Ahora llegamos a lo difícil. A lo que nuestras mentes occidentales tienden a rechazar. La transmigración, que para nosotros es un concepto ante todo poético. Lo que transmigra no es el alma, porque el budismo niega la existencia del alma, sino el karma, que es una suerte de organismo mental, que transmigra infinitas veces. En el Occidente esa idea está vinculada a varios pensadores, sobre todo a Pitágoras. Pitágoras reconoció el escudo con el que se había batido en la guerra de Troya, cuando él tenía otro nombre. En el décimo libro de La República de Platón está el sueño de Er. Ese soldado ve las almas que antes de beber en el río del Olvido, eligen su destino. Agamenón elige ser un águila, Orfeo un cisne y Ulises —que alguna vez se llamó Nadie— elige ser el más modesto y el más desconocido de los hombres.
Hay un pasaje de Empédocles de Agrigento que recuerda sus vidas anteriores: «Yo fui doncella, yo fui una rama, yo fui un ciervo y fui un mudo pez que surge del mar». César atribuye esa doctrina a los druidas. El poeta celta Taliesi dice que no hay una forma en el universo que no haya sido la suya: «He sido un jefe en la batalla, he sido una espada en la mano, he sido un puente que atraviesa sesenta ríos, estuve hechizado en la espuma del agua, he sido una estrella, he sido una luz, he sido un árbol, he sido una palabra en un libro, he sido un libro en el principio». Hay un poema de Darío, tal vez el más hermoso de los suyos, que empieza así: «Yo fui un soldado que durmió en el lecho / de Cleopatra la reina…».
La transmigración ha sido un gran tema de la literatura. La encontramos, también, entre los místicos. Plotino dice que pasar de una vida a otra es como dormir en distintos lechos y en distintas habitaciones. Creo que todos hemos tenido alguna vez la sensación de haber vivido un momento parecido en vidas anteriores. En un hermoso poema de Dante Gabriel Rosetti, «Sudden light», se lee «I have been here befare», «Yo estuve aquí». Se dirige a una mujer que ha poseído o que va a poseer y le dice: «Tú ya has sido mía y has sido mía un número infinito de veces y seguirás siendo mía infinitamente». Esto nos lleva a la doctrina de los ciclos, que está tan cerca del budismo, y que San Agustín refutó en La Ciudad de Dios.
Porque a los estoicos y a los pitagóricos les había llegado la noticia de la doctrina hindú: que el universo consta de un número infinito de ciclos que se miden por calpas. La calpa trasciende la imaginación de los hombres. Imaginemos una pared de hierro. Tiene dieciséis millas de alto y cada seiscientos años un ángel la roza. La roza con una tela finísima de Benares. Cuando la tela haya gastado la muralla que tiene dieciséis millas de alto, habrá pasado el primer día de una de las calpas y los dioses también duran lo que duran las calpas y después mueren.
La historia del universo está dividida en ciclos y en esos ciclos hay largos eclipses en los que no hay nada o en los que sólo quedan las palabras del Veda. Esas palabras son arquetipos que sirven para crear las cosas. La divinidad Brahma muere también y renace. Hay un momento bastante patético en el que Brahma se encuentra en su palacio. Ha renacido después de una de esas calpas, después de uno de esos eclipses. Recorre las habitaciones, que están vacías. Piensa en otros dioses. Los otros dioses surgen a su mandato; y creen que el Brahma los ha creado porque estaban ahí antes.
Detengámonos en esta visión de la historia del universo. En el budismo no hay un Dios; o puede haber un Dios pero no es lo esencial. Lo esencial es que creamos que nuestro destino ha sido prefijado por nuestro karma o karman. Si me ha tocado nacer en Buenos Aires en 1899, si me ha tocado ser ciego, si me ha tocado estar pronunciando esta noche esta conferencia ante ustedes, todo esto es obra de mi vida anterior. No hay un solo hecho de mi vida que no haya sido prefijado por mi vida anterior. Eso es lo que se llama el karma. El karma, ya lo he dicho, viene a ser una estructura mental, una finísima estructura mental.
Estamos tejiendo y entretejiendo en cada momento de nuestra vida. Es que tejen, no sólo nuestras voliciones, nuestros actos, nuestros semisueños, nuestro dormir, nuestra semivigilia: perpetuamente estamos tejiendo esa cosa. Cuando morimos, nace otro ser que hereda nuestro karma.
Deussen, discípulo de Schopenhauer, que quiso tanto al budismo, cuenta que se encontró en la India con un mendigo ciego y se compadeció de él. El mendigo le dijo: «Si yo he nacido ciego, ello se debe a las culpas cometidas en mi vida anterior; es justo que yo sea ciego». La gente acepta el dolor. Gandhi se opone a la fundación de hospitales diciendo que los hospitales y las obras de beneficencia simplemente atrasan el pago de una deuda, que no hay que ayudar a los demás: si los demás sufren deben sufrir puesto que es una culpa que tienen que pagar y si yo los ayudo estoy demorando que paguen esa deuda.
El karma es una ley cruel, pero tiene una curiosa consecuencia matemática: si mi vida actual está determinada por mi vida anterior, esa vida anterior estuvo determinada por otra; y ésa, por otra, y así sin fin. Es decir: la letra z estuvo determinada por la y, la y por la x, la x por la y, la v por la w, salvo que ese alfabeto tiene fin pero no tiene principio. Los budistas y los hindúes, en general, creen en un infinito actual; creen que para llegar a este momento ha pasado ya un tiempo infinito, y al decir infinito no quiero decir indefinido, innumerable, quiero decir estrictamente infinito.
De los seis destinos que están permitidos a los hombres (alguien puede ser un demonio, puede ser una planta, puede ser un animal), el más difícil es el de ser hombre, y debemos aprovecharlo para salvarnos.
El Buddha imagina en el fondo del mar una tortuga y una ajorca que flota. Cada seiscientos años, la tortuga saca la cabeza y sería muy raro que la cabeza calzara en la ajorca. Pues bien, dice el Buddha, «tan raro como el hecho de que suceda eso con la tortuga y la ajorca es el hecho de que seamos hombres. Debemos aprovechar el ser hombres para llegar al nirvana».
¿Cuál es la causa del sufrimiento, la causa de la vida, ya que negamos el concepto de un Dios, ya que no hay un dios personal que cree el universo? Ese concepto es lo que Buddha llama la zen. La palabra zen puede parecernos extraña, pero vamos a compararla con otras palabras que conocemos.
Pensemos por ejemplo en la Voluntad de Schopenhauer. Schopenhauer concibe Die Welt als Wille und Vorstellung, El mundo como voluntad y representación. Hay una voluntad que se encarna en cada uno de nosotros y produce esa representación que es el mundo. Eso lo encontramos en otros filósofos con un nombre distinto. Bergson habla del élan vital, del ímpetu vital; Bernard Shaw, de the life force, la fuerza vital, que es lo mismo. Pero hay una diferencia: para Bergson y para Shaw el élan vital son fuerzas que deben imponerse, debemos seguir soñando el mundo, creando el mundo. Para Schopenhauer, para el sombrío Schopenhauer, y para el Buddha, el mundo es un sueño, debemos dejar de soñarlo y podemos llegar a ello mediante largos ejercicios. Tenemos al principio el sufrimiento, que viene a ser la zen. Y la zen produce la vida y la vida es, forzosamente, desdicha; ya que ¿qué es vivir? Vivir es nacer, envejecer, enfermarse, morir, además de otros males, entre ellos uno muy patético, que para el Buddha es uno de los más patéticos: no estar con quienes queremos.
Tenemos que renunciar a la pasión. El suicidio no sirve porque es acto apasionado. El hombre que se suicida está siempre en el mundo de los sueños. Debemos llegar a comprender que el mundo es una aparición, un sueño, que la vida es sueño. Pero eso debemos sentirlo profundamente, llegar a ello a través de los ejercicios de meditación. En los monasterios budistas uno de los ejercicios es éste: el neófito tiene que vivir cada momento de su vida viviéndolo plenamente. Debe pensar: «ahora es el mediodía, ahora estoy atravesando el patio, ahora me encontraré con el superior», y al mismo tiempo debe pensar que el mediodía, el patio y el superior son irreales, son tan irreales como él y como sus pensamientos. Porque el budismo niega el yo.
Una de las desilusiones capitales es la del yo. El budismo concuerda así con Hume, con Schopenhauer y con nuestro Macedonio Fernández. No hay un sujeto, lo que hay es una serie de estados mentales. Si digo «yo pienso», estoy incurriendo en un error, porque supongo un sujeto constante y luego una obra de ese sujeto, que es el pensamiento. No es así. Habría que decir, apunta Hume, no «yo pienso», sino «se piensa», como se dice «llueve». Al decir llueve, no pensamos que la lluvia ejerce una acción; no, está sucediendo algo. De igual modo, como se dice hace calor, hace frío, llueve, debemos decir: se piensa, se sufre, y evitar el sujeto.
En los monasterios budistas los neófitos son sometidos a una disciplina muy dura. Pueden abandonar el monasterio en el momento que quieran. Ni siquiera —me dice María Kodama— se anotan los nombres. El neófito entra en el monasterio y lo someten a trabajos muy duros. Duerme y al cabo de un cuarto de hora lo despiertan; tiene que lavar, tiene que barrer; si se duerme lo castigan físicamente. Así, tiene que pensar todo el tiempo, no en sus culpas, sino en la irrealidad de todo. Tiene que hacer un continuo ejercicio de irrealidad.
Llegamos ahora al budismo zen y a Bodhidharma. Bodhidharma fue el primer misionero, en el siglo sexto. Bodhidharma se traslada de la India a la China y se encuentra con un emperador que había fomentado el budismo y le enumera monasterios y santuarios y le informa del número de neófitos budistas. Bodhidharma le dice: «Todo eso pertenece al mundo de la ilusión; los monasterios y los monjes son tan irreales como tú y como yo». Después se va a meditar y se sienta contra una pared.
La doctrina llega al Japón y se ramifica en diversas sectas. La más famosa es la zen. En la zen se ha descubierto un procedimiento para llegar a la iluminación. Sólo sirve después de años de meditación. Se llega bruscamente; no se trata de una serie de silogismos. Uno debe intuir de pronto la verdad. El procedimiento se llama satori y consiste en un hecho brusco, que está más allá de la lógica.
Nosotros pensamos siempre en términos de sujeto, objeto, causa, efecto, lógico, ilógico, algo y su contrario; tenemos que rebasar esas categorías. Según los doctores de la zen, llegar a la verdad por una intuición brusca, mediante una respuesta ilógica. El neófito pregunta al maestro qué es el Buddha. El maestro le responde: «El ciprés es el huerto». Una contestación del todo ilógica que puede despertar la verdad. El neófito pregunta por qué Bodhidharma vino del Oeste. El maestro puede responder: «Tres libras de lino». Estas palabras no encierran un sentido alegórico; son una respuesta disparatada para despertar, de pronto, la intuición. Puede ser un golpe, también. El discípulo puede preguntar algo y el maestro puede contestar con un golpe. Hay una historia —desde luego tiene que ser legendaria— sobre Bodhidharma.
A Bodhidharma lo acompañaba un discípulo que le hacía preguntas y Bodhidharma nunca contestaba. El discípulo trataba de meditar y al cabo de un tiempo se cortó el brazo izquierdo y se presentó ante el maestro como una prueba de que quería ser su discípulo. Como una prueba de su intención se mutiló deliberadamente. El maestro, sin fijarse en el hecho, que al fin de todo era un hecho físico, un hecho ilusorio, le dijo: «¿Qué quieres?». El discípulo le respondió: «He estado buscando mi mente durante mucho tiempo y no la he encontrado». El maestro resumió: «No la has encontrado porque no existe». En ese momento el discípulo comprendió la verdad, comprendió que no existe el yo, comprendió que todo es irreal. Aquí tenemos, más o menos, lo esencial del budismo zen.
Es muy difícil exponer una religión, sobre todo una religión que uno no profesa. Creo que lo importante no es que vivamos el budismo como un juego de leyendas, sino como una disciplina; una disciplina que está a nuestro alcance y que no exige de nosotros el ascetismo. Tampoco nos permite abandonarnos a las licencias de la vida carnal. Lo que nos pide es la meditación, una meditación que no tiene que ser sobre nuestras culpas, sobre nuestra vida pasada.
Uno de los temas de meditación del budismo zen es pensar que nuestra vida pasada fue ilusoria. Si yo fuera un monje budista pensaría en este momento que he empezado a vivir ahora, que toda la vida anterior de Borges fue un sueño, que toda la historia universal fue un sueño. Mediante ejercicios de orden intelectual nos iremos liberando de la zen. Una vez que comprendamos que el yo no existe, no pensaremos que el yo puede ser feliz o que nuestro deber es hacerlo feliz. Llegaremos a un estado de calma. Eso no quiere decir que el nirvana equivalga a la sensación del pensamiento y una prueba de ello estaría en la leyenda del Buddha. El Buddha, bajo la higuera sagrada, llega al nirvana, y, sin embargo, sigue viviendo y predicando la ley durante muchos años.
¿Qué significa llegar al nirvana? Simplemente, que nuestros actos ya no arrojan sombras. Mientras estamos en este mundo estamos sujetos al karma. Cada uno de nuestros actos entreteje esa estructura mental que se llama karma. Cuando hemos llegado al nirvana nuestros actos ya no proyectan sombra, estamos libres. San Agustín dijo que cuando estamos salvados no tenemos por qué pensar en el mal o en el bien. Seguiremos obrando el bien, sin pensar en ello.
¿Qué es el nirvana? Buena parte de la atención que ha suscitado el budismo en el Occidente se debe a esta hermosa palabra. Parece imposible que la palabra nirvana no encierre algo precioso. ¿Qué es el nirvana, literalmente? Es extinción, apagamiento. Se ha conjeturado que cuando alguien alcanza el nirvana, se apaga. Pero cuando muere, hay gran nirvana, y entonces, la extinción. Contrariamente, un orientalista austríaco hace notar que el Buddha usaba la física de su época, y la idea de la extinción no era entonces la misma que ahora: porque se pensaba que una llama, al apagarse, no desaparecía. Se pensaba que la llama seguía viviendo, que perduraba en otro estado, y decir nirvana no significaba forzosamente la extinción. Puede significar que seguimos de otro modo. De un modo inconcebible para nosotros. En general, las metáforas de los místicos son metáforas nunciales, pero las de los budistas son distintas. Cuando se habla del nirvana no se habla del vino del nirvana o de la rosa del nirvana o del abrazo del nirvana. Se lo compara, más bien, con una isla. Con una isla firme en medio de las tormentas. Se lo compara con una alta torre; puede comparárselo con un jardín, también. Es algo que existe por su cuenta, más allá de nosotros.
Lo que he dicho hoy es fragmentario. Hubiera sido absurdo que yo expusiera una doctrina a la cual he dedicado tantos años —y de la que he entendido poco, realmente— con ánimo de mostrar una pieza de museo. Para mí el budismo no es una pieza de museo: es un camino de salvación. No para mí, pero para millones de hombres. Es la religión más difundida del mundo y creo haberla tratado con todo respeto, al exponerla esta noche.


En Siete noches (1980)
Foto: Borges USA 1968 por Charles Phillips
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12/8/15

Jorge Luis Borges: El modernismo








La historia de Leopoldo Lugones es inseparable de la historia del modernismo, aunque su obra, en conjunto, excede los límites de esta escuela. A fines del siglo XIX y a principios del XX, el modernismo renovó las literaturas de lengua española. Esta renovación era necesaria; después del siglo de oro y del barroco, la literatura hispánica decae y los siglos XVIII y XIX son igualmente pobres. 

España nunca fue clásica; la impetuosa irregularidad de su drama y la evocación, acaso arbitraria, de su color local, inspiran la reacción romántica; Alemania descubre a Calderón, lo traduce Shelley y su obra sirve de argumento contra el rigor de las tres unidades clásicas. 

Es curioso observar que el romanticismo, esencialmente afín a la índole de España, no produce en este país un solo poeta de la significación de Keats o de Hugo. 

La circunstancia de que algunos críticos españoles ignoraran esta indigencia contribuía a hacerla más irreparable; así Menéndez y Pelayo, en la antología que se titula Las cien mejores poesías líricas de la lengua castellana, admite inexplicablemente una desmesurada proporción de poetas de su época. 

Con esta decadencia contrastan la complejidad y el vigor de las otras literaturas de Europa; en la poesía de Francia, cuyo influjo en el modernismo será decisivo, el Parnaso sucede al romanticismo y el simbolismo al Parnaso. De estas escuelas, excluyentes en Francia, las dos últimas son recibidas con igual devoción por las jóvenes generaciones americanas y se difunden con facilidad. En lo que se refiere al romanticismo, se observa una reacción contra su elocuencia y su pompa, pero aún se admira a Víctor Hugo. 

Por aquellos años, en Buenos Aires o en Méjico no se concibe una persona culta que no sepa francés y es prestigioso ir a París para perfeccionar los estudios. Todavía cercana la guerra de la Independencia, el odio a lo español no se había extinguido; las injuriosas expresiones godo y gallego eran habituales. La admiración por lo francés llega al exceso; Eduardo Wilde se burla de ella en su artículo Vida moderna

La imitación del clasicismo español persistía en ciertos poetas, pero su obra constituyó, para los jóvenes, un testimonio más de la esterilidad de esa tradición. Recordemos la obra de Oyuela. 

Agotado el placer que podían suministrar el vocabulario y los metros clásicos, se sentía la urgencia de renovarlos. Oscuramente se anhelaba y se vislumbraba otra cosa; adelantándose a ello, algunos poetas anteriores parecían señalar nuevas direcciones. 

Así el revolucionario cubano José Martí decía en el prólogo de sus Versos libres (1882): "Estos son mis versos. Son como son. A nadie los pedí prestados... Recortar versos también sé, pero no quiero. Así como cada hombre trae su fisonomía, cada inspiración trae su lenguaje. Amo las sonoridades difíciles..." En 1891, agregaba: "Amo la sencillez y creo en la necesidad de poner el sentimiento en formas llanas y sinceras." El mérito de Martí, como poeta, se limita a haber preferido la sencillez; en sus mejores versos hay algo de copla popular. Se considera que Ismaelillo, escrito en 1882 para su hijo, marca el principio de esta nueva tendencia en las letras americanas, que culminará en Azul, de Rubén Darío.



En Leopoldo Lugones
En col. con Betina Edelberg (1955)
Foto: Jorge Luis Borges y Betina Edelberg con José Edmundo Clemente 
Casa del Escritor, Buenos Aires, 1955

11/8/15

Jorge Luis Borges: Cambridge







Nueva Inglaterra y la mañana.
Doblo por Craigie.
Pienso (yo lo he pensado)
que el nombre Craigie es escocés
y que la palabra crag es de origen celta.
Pienso (ya lo he pensado)
que en este invierno están los antiguos inviernos
de quienes dejaron escrito
que el camino está prefijado
y que ya somos del Amor o del Fuego.
La nieve y la mañana y los muros rojos
pueden ser formas de la dicha,
pero yo vengo de otros ciudades
donde los colores son pálidos
y en las que una mujer, al caer la tarde,
regará las plantas del patio.
Alzo los ojos y los pierdo en el ubicuo azul.
Más allá están los árboles de Longfellow
y el dormido río incesante.
Nadie en las calles, pero no es un domingo.
No es un lunes,
el día que nos depara la ilusión de empezar.
No es un martes,
el día que preside el planeta rojo.
No es un miércoles,
el día de aquel dios de los laberintos
que en el Norte fue Odín.
No es jueves,
el día que ya se resigna al domingo.
No es un viernes,
el día regido por la divinidad que en las selvas
entreteje los cuerpos de los amantes.
No es un sábado.
No está en el tiempo sucesivo
sino en los reinos espectrales de la memoria.
Como en los sueños
detrás de las altas puertas no hay nada,
ni siquiera el vacío.
Como en los sueños,
detrás del rostro que nos mira no hay nadie.
Anverso sin reverso,
moneda de una sola cara, las cosas.
Esas miserias son los bienes
que el precipitado tiempo nos deja.
Somos nuestra memoria,
somos ese quimérico museo de formas inconstantes,
ese montón de espejos rotos.



En Elogio de la sombra (1969)
Foto original color: Graziano Arici (1983) [detalle]



10/8/15

ABC Madrid: El jueves llega a Madrid Jorge Luis Borges







      

Buenos Aires 26. (Crónica de nuestro corresponsal, recibida por “telex”.) Jorge Luis Borges, el gran escritor argentino, llegará a Madrid en avión el jueves por la mañana. Hasta este momento anduvo indeciso entre emprender viaje o no. La ola de frío intensísimo que viene asolando a Europa, desde hace tiempo, lo tenía amedrentado. Piénsese que por su escasa visión ha de viajar con su madre, doña Leonor Acevedo de Borges, de avanzada edad, y no quería exponerla a los rigores de un invierno implacable. Por fin hoy se resolvió a aceptar la invitación que le ha hecho llegar, por intermedio del escritor Fernando Quiñones, nuestro Instituto de Cultura Hispánica. 

Desde Madrid, Borges seguirá a Francia, luego a Suiza, Inglaterra, Escocia, para estar de retorno en Buenos Aires a mediados de marzo. Esta visita a España del autor de La muerte y la brújula movió mi interés periodístico, y esta mañana hemos conversado con él más de una hora en un café de la calle Florida, solitario y fresco, donde su palabra era como un susurro interminable. Dejemos que él nos cuente qué se propone hacer en Madrid y qué recuerdos guarda de nuestra ciudad, de su anterior estancia en ella, allá por el año 19.

—Voy a Madrid –comienza diciéndonos– con una ilusión vivísima, por lo que quiero expresar mi gratitud, en primer término, a esa noble entidad que hace posible mi viaje. Estaré en Madrid cuatro días, y en este tiempo pronunciaré cuantas conferencias pueda: En el Ateneo, en el Instituto de Cultura Hispánica, en Amigos de la Unesco y no sé si en algún otro lugar. Los temas de mis disertaciones serán seguramente “Literatura celta”, “Lunario sentimental”, “Leopoldo Lugones”, “Literatura fantástica”, “Literatura gauchesca” y algún otro punto que pueda surgir sobre el terreno.

Me preguntaba usted antes qué recuerdos conservo de aquel Madrid de mis veinte años. Inolvidables y gratísimos. Había entonces en Madrid tertulias literarias a diestro y siniestro: Pombo, El Colonial, Levante, La Granja, La Elipa, Lion D'Or... Yo conocí algunas de ellas, pero pronto hice mi elección: El Colonial, en la que era principal figura ese hombre cordialísimo y egregio escritor que se llama Rafael Cansinos-Assens. Me gustaría que dijera usted que uno de mis deseos más vehementes, tan pronto llegue a Madrid, ha de ser dar un abrazo a este gran amigo mío, que tuvo la paciencia, de aguantar todos mis ensueños de muchacho y pasarlos por su cultura prodigiosa, lo que hizo que recibiera de él enseñanzas y orientaciones estéticas de un valor inapreciable para mí en aquellos días.

Yo no sé si el Madrid literario seguirá como en aquel tiempo. Me imagino que sí. La facundia y la riqueza imaginativa del español son inagotables, gracias a Dios. Entonces nos pasábamos noches enteras discutiendo sobre la metáfora, sobre la rima, sobre el ultraísmo (recién nacido), sobre el creacionismo, sobre literaturas orientales, sobre todo lo que tuviese como único fin expresar la belleza, aun con las formas verbales más peregrinas y esotéricas.

—Borges, quisiera preguntarle una cosa. Su obra literaria sigue cuatro rumbos: la poesía, el cuento, el ensayo y la crítica. ¿Por qué no la novela ni el teatro?

—Fundamentalmente, por haraganería. Eso de tener que llenar cientos y cientos de páginas antes de ver concluida una novela, que de verdad merezca el nombre de tal, es algo que me abruma y que mi voluntad no resiste. Además, y esto se lo digo con entera franqueza, estoy persuadido de que yo no podría dar cima a un relato de larga extensión. En el cuento me hallo más a mi gusto. Lo veo de golpe, en su principio y fin, y eso alienta mi pereza. Con respecto al teatro, le diría algo por el estilo. Son muchas cosas interesantes las que tienen que suceder en una buena comedia para que uno intente urdirla con cierta comodidad y descanso.


—Dígame, Borges, ¿qué dos poetas clásicos españoles son sus preferidos?

—Fray Luis y Lope.

—¿Y modernos?

—Antonio y Manuel Machado.

—Muchos se han preguntado cómo un hombre de su condición espiritual quiso y logró entrarse tan a fondo en la vida del arrabal porteño, hasta el punto de que el tango tiene en usted a su apologista más fervoroso. ¿A qué obedece este fenómeno?

—Obedece a que en el pueblo de mi ciudad yo encontré siempre una gracia, una hermosa realidad viva, que no tiene nada que ver con la que se ofrece en los sainetes de “malevos, gallegos y gringos”, de un Vacarezza, por ejemplo. Vacarezza escribió siempre en broma, con mucha chispa, pero en broma, sin tocar en esa veta prodigiosa que es el alma del pueblo.

—Nada más, querido Borges. A Madrid ahora, y que los aires sutiles del Guadarrama le sean leves. Buen viaje.   


Pedro Massa



En ABC Madrid, 27 de enero de 1963, página 69
Archivo Hemeroteca



9/8/15

Jorge Luis Borges: Página sobre la lírica de hoy (1927)







Quiero dejar escritas aquí mis cuatro verdades íntimas y últimas, sobre la poesía que con petición de principio se llama poesía de hoy. Muchísimo he conversado con ese asunto y aun sobre él. Para arrepentirme de las ya excesivas zonceras que sobre nueva sensibilidad y no tradición he debido leer, pensar, escuchar y hasta en equivocada hora escribir, pienso regularme esta sola página. Seré notado y releído por breve y diré mi chica verdad. Eso es lo que me importa.

De nueva sensibilidad, hablan los que promulgan esa poesía. El que festeja de antemano todo lo de hoy, se ampara en esa fórmula; igual, el que de antemano lo desentiende. Sirve para condenar y justificar, no para comprender. La imprudencia de uno se sirve de esa formulación para hospedar cuantas alegorías enclenques le ponen por delante; el desgano del otro, para descreer de Olivari, de Molinari, ¡de nuestro ya indudable Güiraldes, hace unos días! sin concederles un bien intencionado cuarto de hora de su atención. Es fórmula que los escritores no usan, pero sí los escolares que aun no entienden y los orondos señores cuarentones y cincuentones que no entendieron nunca. Es conjetura no utilizable que nos está obligando a esa otra conjetura, inútil también, de los precursores. En efecto, se empieza por la observación casi gramatical de que son muchas las metáforas en los escritos de hoy, y de ahí, con lógica resbalosa, se infiere que la metáfora es cosa privativa de nuestro tiempo. Bien, ¿pero qué hacer con San Juan Evangelista, con Esquilo, con Shakespeare, con Quevedo, con Mallarmé, con Swinburne, con Torres Villarroel, con Lugones y hasta con D. Rafael Obligado? Se les decreta precursores, y listo.

Eso es como decir que Dios, a pesar de sus relativas condiciones de animador, no se atrevió de golpe a la repentizada fabricación de un Pedro V. Blake, y antes -digamos que para hacerse la mano- tuvo que frangollar un Quevedo. Eso es como decir que Shakespeare es uno de los trámites de Dios en busca de Alberto Hidalgo y que el día martes no es más que un sábado fracasado y que a nuestro Don Juan Manuel acaban de ascenderlo a Primo de Rivera los españoles. Yo no creo en la nueva sensibilidad: creo en la insensibilidad poética de los más y en la (esporádica) sensibilidad poética de los menos.

No creo tampoco en la tradición. Esa palabra está con reverencia en muchos discursos y es atacada en otros. Sin embargo, yo creo que es tan indigna de sumisiones como de ultrajes. Es una serie de prudencias para escribir, es un montón de no verificadas observaciones cuya validez, en el mejor de los casos, no pasaría nunca de empírica. Por ejemplo:

Es emocionante oír hablar de los dioses griegos.

No es tan emocionante oír hablar de revólveres como de espadas.

Conviene cada tanto tiempo hablar de la luna.

En la lectura particular que se llama verso, es lindo enfatizar cada pausa con una sílaba parecida.

En la otra lectura particular que se llama prosa, no es lindo enfatizar cada pausa con una sílaba parecida.

Catorce renglones de catorce sílabas cada uno valen mucho más -socialmente- que diez de a ocho.

Todo se puede comparar con un galgo y nada con un cuzco.

Etcétera.

Eso y solamente eso es la tradición. Su fin es precauciona!: el poeta puede oír o desoír sus bien intencionados consejos, sin resultar por eso peor ni mejor. Debo declarar, sin embargo, que el verso libre me parece menos extravagante, menos inexplicable, más virtualmente clásico, que los estrafalarios rigores numéricos del soneto.

No creo en la general poesía de hoy; creo sí en las realidades poéticas que están en libros o en páginas o en renglones de Paco Luis Bernárdez, de Ricardo E. Molinari, de Norah Lange, de Carlos Mastronardi, de Panchito López Merino, de Olivari otra vez.


Postdata

Demasiado se conversó de Boedo y Florida, escuelas inexistentes. Creo, sin embargo, en la correlación de la parroquia, de la sección electoral, del barrio, con la literatura. Añado, sin ningún etcétera de confianza, el siguiente borrador de clasificación:

a) Escuela de la indefinida apetencia o de los antiguos barrios del Sur
María Alicia Domínguez, Susana Calandrelli, González Carbalho

b) Escuela del malhumor obrerista y del bellaquear o de los barrios nuevos del Sur 
Alvaro Yunque, Aristóbulo Echegaray, Juan Guijarro

c) Escuela de lafina cursilería o de Flores
Atilio García y Mellid, Bartolomé Galíndez.

d) Escuela de la rima a más no poder o de las tertulias del Centro 
Luis Cané, Conrado Nalé Roxlo, Ernesto Palacio

e) Escuela de las palabras abstractas y definitivas o de Belgrano
Carlos Mastronardi, Ulises Petit de Murat, Pondal Ríos

f) Escuela de lo aventurero, del agua o del Paseo de Julio y la Boca
Raúl González Tuñón, Héctor Pedro Blomberg, Pedro Herreros

g) Escuela de las bien practicadas puestas de sol o de las caminatas por el Noroeste
Norah Lange, Ricardo E. Molinari, Paco Luis Bernárdez, J.L.B.

Esta localización, como se ve, no conduce a nada. 



Nosotros, Buenos Aires, Año 21, Vol. 57, N° 219-20, agosto-septiembre de 1927
Textos recobrados 1919-1929
© María Kodama 1997/2007
Foto: Borges by Guy Le Querrec, Paris 1977 (detail) Magnum Photos


8/8/15

Jorge Luis Borges-Santiago Palacios: Borges entre bastones, teléfonos y fantasmas









Un piso en una antigua casa de la calle Maipú. En la puerta de entrada, simplemente una plaqueta de bronce que dice “Borges”. Adentro: malhumorada ama de llaves entrada en años y en carnes y enorme gato blanco que huye por entre las sillas. La sala, muy amplia y tapizada de anaqueles con libros. Al fondo de la escena, sentadito sobre un sofá, acicalado con su impecable traje gris, recién perfumado y expectante como quien juega a las visitas, el señor Jorge Luis Borges con su bastón busca bultos entre las tinieblas. Se incorpora ante nuestra llega- da pero no nos saluda: está muy preocupado por la pérdida de un botón que se e ha escabullido al incorporarse —“mal agüero”, ha vaticinado cuando lo escuchó rodar—. La corpulenta criada interviene, corre el sillón y el varias veces nominado para el premio Nobel se tambalea y cae sentado sobre el diván. Pero toda esta situación entre grotesca y cruel no parece conmoverlo: nos saluda y comienza la charla. 

La conversación intenta orientarse hacia la zona de sus gustos personales. Confiesa Borges que no es muy musical, que suelen conmoverlo los "blues", los “spirituals”, las milongas —él ha escrito muchas— y que, cuando trabajaba en colaboración con Adolfo Bioy Casares, la mujer de éste —la escritora Silvina Ocampo— ponía discos en el fonógrafo, comprobaron entonces que Debussy los deprimía y Brahms los estimulaba. Pero se escurre del tema de los gustos y se refiere a la pérdida de su visión: sucedió en 1955, cuando fue nombrado director de la Biblioteca Nacional y allí,rodeado de esos novecientos mil volúmenes, comentó en un poema: "Nadie rebaje a lágrima o reproche esta declaración de la maestría de Dios, que con magnífica ironía me dio a la vez los libros y la noche”. 

Se lamenta de no haber aprendido el sistema Braille, porque, como pasa la mayor parte de su tiempo solo, podría quedarse en su casa leyendo y escribiendo. Para no aburrirse, entonces, continuamente está planeando algo —en la actualidad, tiene en preparación cinco libros y salta de uno a otro. 

Por momentos, su voz se desvanece y los sonidos se le enredan hasta hacerse silencio. Pero la lucidez aflora y sorprende tanto como deslumbra su prodigiosa memoria. Hay delectación al evocar a sus antepasados. "España significa muchísimo para mí. Tengo mayoría de sangre española.” 



Siempre, Cansinos 



Recuerda luego su época ultraísta en Madrid, junto al escritor judeoandaluz Rafael Cansinos-Assens —un poeta olvidado, según Borges—. Cansinos-Assens se había dedicado de lleno al estudio de las lenguas (cierta vez le dijo: "yo puedo saludar a las estrellas en catorce idiomas clásicos y modernos”) y tenía un cenáculo en Madrid —un café con divanes rojos y espejos—, donde los sábados por la noche hacía reuniones que duraban hasta el alba. Cansinos —que había tácitamente prohibido que se hablara mal de otros escritores— llevaba un tema cada vez: ¿y si habláramos de la metáfora?, ¿y si habláramos dela rima?, ¿y si habláramos del verso blanco? 


Borges calla y parece perderse en los recuerdos. Pero, tras un sordo ronquido que poco a poco se aclara en palabras, retorna el hilo de su relato y se refiere a sus recientes viajes a España: “Hace un tiempo me dieron ese premio Cervantes. Había mucha gente y un rasgo muy español fue que no dividieron el premio, lo multiplicaron, es decir, parte del jurado había votado con toda razón por Gerardo Diego y otros votaron por mí. Entonces, en lugar de dividirlo, nos dieron a cada uno de nosotros la suma del premio..., un gesto muy lindo, ¿no? Estaba el Rey..., qué raro, siempre que se homenajea a un literato, las frases literarias corresponden a otro, en este caso fue lo mismo. Yo estaba muy emocionado. Apenas pude balbucear unas palabras y el Rey, al despedirse, me dijo: ‘Un joven Rey lo admira’. Qué lindo, ‘un joven rey’, ¿no?, y se le ocurrió a él. A mí no se me ocurrió absolutamente nada”. 

Con un nada creíble y pueril asombro, que tiene poco de ingenuidad y todo de picardía, agrega: “Gerardo Diego habló sobre los sonidos de las palabras durante media hora y eligió los menos gratos, yo creo, porque dijo (Borges alza la cabeza e imita el acento español y grave del otro): y ahora llegamos a esas interesantes palabras terminadas en ‘ajo’ en ‘ujo’. Todo el mundo se estremeció, quedó horrorizado, porque yo no creo que sean tan gratas, son horribles, mejor olvidarse de esas interesantes palabras. Y abundó en ello, no sé por qué. Qué gusto tan perverso”. 


Y Borges ríe, con una risita cómplice como de quien ha dicho algo inconveniente. 




Vida cotidiana 



Todo se interrumpe momentáneamente porque la criada anuncia, a viva voz, que sale a hacer unas compras y deja el teléfono a mano, esto es: da un tremendo empellón al aparato, que se desplaza como sobre patines por el piso y frena junto al sofá. Borges, que no parece sorprendido por este trato tan peculiar, corre el teléfono con el pie y, como si nada hubiese pasado —ni siquiera el tiempo—desde su última frase, comienza a hablar sobre los escritores españoles: "Yo diría que el máximo poeta es Jorge Guillén, para mí no hay ninguna duda. Juan Ramón Jiménez, aunque creo que ahora está un poco olvidado, era a veces un gran poeta. Y Unamuno, desde luego, pero no en ningún libro en particular, sino en su conjunto, que es lo que pasa con muchos escritores: hay una imagen que no está en ninguna obra en particular sino en la memoria de todas ellas”. 

Ha regresado el ama de llaves. Con su particular estilo; ha retirado el teléfono, no sin antes enganchar con el cable el bastón, que termina por caerse entre las piernas de Borges. 


El poeta se ha puesto sombrío, casi solemne, ya no sonríe y el tono de su voz se ha ido apagando hasta alcanzar un matiz débil y melancólico. Ha llegado el momento de hablar de Argentina y Borges no rehúye el tema. El considera que su país atraviesa el momento más triste de su historia y que casi se añora el tiempo de Rosas o el tiempo de Perón. “Bueno —reflexiona—, el tiempo de Perón va a volver ahora, en los comicios seguramente con el bombo, los platillos, las interjecciones. Estadísticamente, este país es peronista, desgraciadamente y lo digo con mucha tristeza.” 


Borges se interrumpe, calla y hace una mueca críptica: “Qué podemos esperar de esa gente...?, ¿qué se puede esperar de una persona que fomentaba que le dijeran (Borges entona algo dela Marcha Peronista y lo hace bastante bien): ‘Perón, Perón, ¡qué grande sos! ¡Sos, el primer trabajador!’. No sé, no sé, trato de pensar en eso, pero estoy pensando continuamente...”. 




España y Argentina 

Como las veces anteriores, Borges resurge como de entre los fantasmas de la melancolía y vuelve a referirse a España: "Tienen que andar mejor las cosas..., ¿no?, en España, desde luego. Por lo pronto, el destape español puede no ser muy agradable, pero..., en fin, está bien que haya un destape. Señores vestidos de Mae West, con grandes sombreros con plumas y nadie se da vuelta para mirarlos, lo cual está bien, ¿no? En España espero que las cosas anden mejor que acá”. 

Tras un breve respiro, retorna el tema de la Argentina: "Se dice que hemos tocado fondo: eso es absurdo. El espacio es infinito, el abismo es infinito. Yo me siento muy descorazonado, quiero tanto a mi patria, pero no le veo esperanza. Oí hablar a Alfonsín, que decía: ‘seguiré la política de Hipólito Yrigoyen' ¿Qué puede significar la política de Yrigoyen, depuesto en 1930 ahora? Es insensato: como seguir la política del Negro Falucho o del Día de los Tres Gobernadores. Sin embargo, la esperanza que tenemos es que gane Alfonsín. Y quizá gane, porque cómo se va a votar no por Alfonsín, sino contra el peronismo”. 


Santiago Palacios



En La Vanguardia
Madrid, 29 de noviembre de 1983, pág. 42
Entrevista realizada en Buenos Aires
Vísperas de las elecciones de octubre de 1983





7/8/15

Jorge Luis Borges: El Evangelio según Marcos






El hecho sucedió en la estancia Los Álamos, en el partido de Junín, hacia el sur, en los últimos días del mes de marzo de 1928. Su protagonista fue un estudiante de medicina, Baltasar Espinosa. Podemos definirlo por ahora como uno de tantos muchachos porteños, sin otros rasgos dignos de nota que esa facultad oratoria que le había hecho merecer más de un premio en el colegio inglés de Ramos Mejía y que una casi ilimitada bondad. No le gustaba discutir; prefería que el interlocutor tuviera razón y no él. Aunque los azares del juego le interesaban, era un mal jugador, porque le desagradaba ganar. Su abierta inteligencia era perezosa; a los treinta y tres años le faltaba rendir una materia para graduarse, la que más lo atraía. Su padre, que era librepensador, como todos los señores de su época, lo había instruido en la doctrina de Herbert Spencer, pero su madre, antes de un viaje a Montevideo, le pidió que todas las noches rezara el Padrenuestro e hiciera la señal de la cruz. A lo largo de los años no había quebrado nunca esa promesa. No carecía de coraje; una mañana había cambiado, con más indiferencia que ira, dos o tres puñetazos con un grupo de compañeros que querían forzarlo a participar en una huelga universitaria. Abundaba, por espíritu de aquiescencia, en opiniones o hábitos discutibles: el país le importaba menos que el riesgo de que en otras partes creyeran que usamos plumas; veneraba a Francia pero menospreciaba a los franceses; tenía en poco a los americanos, pero aprobaba el hecho de que hubiera rascacielos en Buenos Aires; creía que los gauchos de la llanura son mejores jinetes que los de las cuchillas o los cerros. Cuando Daniel, su primo, le propuso veranear en Los Álamos, dijo inmediatamente que sí, no porque le gustara el campo sino por natural complacencia y porque no buscó razones válidas para decir que no.
El casco de la estancia era grande y un poco abandonado; las dependencias del capataz, que se llamaba Gutre, estaban muy cerca. Los Gutres eran tres: el padre, el hijo, que era singularmente tosco, y una muchacha de incierta paternidad. Eran altos, fuertes, huesudos, de pelo que tiraba a rojizo y de caras aindiadas. Casi no hablaban. La mujer del capataz había muerto hace años.
Espinosa, en el campo, fue aprendiendo cosas que no sabía y que no sospechaba. Por ejemplo, que no hay que galopar cuando uno se está acercando a las casas y que nadie sale a andar a caballo sino para cumplir con una tarea. Con el tiempo llegaría a distinguir los pájaros por el grito.
A los pocos días, Daniel tuvo que ausentarse a la capital para cerrar una operación de animales. A lo sumo, el negocio le tomaría una semana. Espinosa, que ya estaba un poco harto de las bonnes fortunes de su primo y de su infatigable interés por las variaciones de la sastrería, prefirió quedarse en la estancia, con sus libros de texto. El calor apretaba y ni siquiera la noche traía un alivio. En el alba, los truenos lo despertaron. El viento zamarreaba las casuarinas. Espinosa oyó las primeras gotas y dio gracias a Dios. El aire frío vino de golpe. Esa tarde, el Salado se desbordó.
Al otro día, Baltasar Espinosa, mirando desde la galería los campos anegados, pensó que la metáfora que equipara la pampa con el mar no era, por lo menos esa mañana, del todo falsa, aunque Hudson había dejado escrito que el mar nos parece más grande, porque lo vemos desde la cubierta del barco y no desde el caballo o desde nuestra altura. La lluvia no cejaba; los Gutres, ayudados o incomodados por el pueblero, salvaron buena parte de la hacienda, aunque hubo muchos animales ahogados. Los caminos para llegar a la estancia eran cuatro: a todos los cubrieron las aguas. Al tercer día, una gotera amenazó la casa del capataz; Espinosa les dio una habitación que quedaba en el fondo, al lado del galpón de las herramientas. La mudanza los fue acercando; comían juntos en el gran comedor. El diálogo resultaba difícil; los Gutres, que sabían tantas cosas en materia de campo, no sabían explicarlas. Una noche, Espinosa les preguntó si la gente guardaba algún recuerdo de los malones, cuando la comandancia estaba en Junín. Le dijeron que sí, pero lo mismo hubieran contestado a una pregunta sobre la ejecución de Carlos Primero. Espinosa recordó que su padre solía decir que casi todos los casos de longevidad que se dan en el campo son casos de mala memoria o de un concepto vago de las fechas. Los gauchos suelen ignorar por igual el año en que nacieron y el nombre de quien los engendró.
En toda la casa no había otros libros que una serie de la revista La Chacra, un manual de veterinaria, un ejemplar de lujo del Tabaré, una Historia del Shorthorn en la Argentina, unos cuantos relatos eróticos o policiales y una novela reciente: Don Segundo Sombra. Espinosa, para distraer de algún modo la sobremesa inevitable, leyó un par de capítulos a los Gutres, que eran analfabetos. Desgraciadamente, el capataz había sido tropero y no le podían importar las andanzas de otro. Dijo que ese trabajo era liviano, que llevaban siempre un carguero con todo lo que se precisa y que, de no haber sido tropero, no habría llegado nunca hasta la Laguna de Gómez, hasta el Bragado y hasta los campos de los Núñez, en Chacabuco. En la cocina había una guitarra; los peones, antes de los hechos que narro, se sentaban en rueda; alguien la templaba y no llegaba nunca a tocar. Esto se llamaba una guitarreada.
Espinosa, que se había dejado crecer la barba, solía demorarse ante el espejo para mirar su cara cambiada y sonreía al pensar que en Buenos Aires aburriría a los muchachos con el relato de la inundación del Salado. Curiosamente, extrañaba lugares a los que no iba nunca y no iría: una esquina de la calle Cabrera en la que hay un buzón, unos leones de mampostería en un portón de la calle Jujuy, a unas cuadras del Once, un almacén con piso de baldosa que no sabía muy bien dónde estaba. En cuanto a sus hermanos y a su padre, ya sabrían por Daniel que estaba aislado —la palabra, etimológicamente, era justa— por la creciente.
Explorando la casa, siempre cercada por las aguas, dio con una Biblia en inglés. En las páginas finales los Guthrie —tal era su nombre genuino— habían dejado escrita su historia. Eran oriundos de Inverness, habían arribado a este continente, sin duda como peones, a principios del siglo diecinueve, y se habían cruzado con indios. La crónica cesaba hacia mil ochocientos setenta y tantos; ya no sabían escribir. Al cabo de unas pocas generaciones habían olvidado el inglés; el castellano, cuando Espinosa los conoció, les daba trabajo. Carecían de fe, pero en su sangre perduraban, como rastros oscuros, el duro fanatismo del calvinista y las supersticiones del pampa. Espinosa les habló de su hallazgo y casi no escucharon.
Hojeó el volumen y sus dedos lo abrieron en el comienzo del Evangelio según Marcos. Para ejercitarse en la traducción y acaso para ver si entendían algo, decidió leerles ese texto después de la comida. Le sorprendió que lo escucharan con atención y luego con callado interés. Acaso la presencia de las letras de oro en la tapa le diera más autoridad. Lo llevan en la sangre, pensó. También se le ocurrió que los hombres, a lo largo del tiempo, han repetido siempre dos historias: la de un bajel perdido que busca por los mares mediterráneos una isla querida, y la de un dios que se hace crucificar en el Gólgota. Recordó las clases de elocución en Ramos Mejía y se ponía de pie para predicar las parábolas.
Los Gutres despachaban la carne asada y las sardinas para no demorar el Evangelio.
Una corderita que la muchacha mimaba y adornaba con una cintita celeste se lastimó con un alambrado de púa. Para parar la sangre, querían ponerle una telaraña; Espinosa la curó con unas pastillas. La gratitud que esa curación despertó no dejó de asombrarlo. Al principio, había desconfiado de los Gutres y había escondido en uno de sus libros los doscientos cuarenta pesos que llevaba consigo; ahora, ausente el patrón, él había tomado su lugar y daba órdenes tímidas, que eran inmediatamente acatadas. Los Gutres lo seguían por las piezas y por el corredor, como si anduvieran perdidos. Mientras leía, notó que le retiraban las migas que él había dejado sobre la mesa. Una tarde los sorprendió hablando de él con respeto y pocas palabras. Concluido el Evangelio según Marcos, quiso leer otro de los tres que faltaban; el padre le pidió que repitiera el que ya había leído, para entenderlo bien. Espinosa sintió que eran como niños, a quienes la repetición les agrada más que la variación o la novedad. Una noche soñó con el Diluvio, lo cual no es de extrañar; los martillazos de la fabricación del arca lo despertaron y pensó que acaso eran truenos. En efecto, la lluvia, que había amainado, volvió a recrudecer. El frío era intenso. Le dijeron que el temporal había roto el techo del galpón de las herramientas y que iban a mostrárselo cuando estuvieran arregladas las vigas. Ya no era un forastero y todos lo trataban con atención y casi lo mimaban. A ninguno le gustaba el café, pero había siempre un tacita para él, que colmaban de azúcar.
El temporal ocurrió un martes. El jueves a la noche lo recordó un golpecito suave en la puerta que, por las dudas, él siempre cerraba con llave. Se levantó y abrió: era la muchacha. En la oscuridad no la vio, pero por los pasos notó que estaba descalza y después, en el lecho, que había venido desde el fondo, desnuda. No lo abrazó, no dijo una sola palabra; se tendió junto a él y estaba temblando. Era la primera vez que conocía a un hombre. Cuando se fue, no le dio un beso; Espinosa pensó que ni siquiera sabía cómo se llamaba. Urgido por una íntima razón que no trató de averiguar, juró que en Buenos Aires no le contaría a nadie esa historia.
El día siguiente comenzó como los anteriores, salvo que el padre habló con Espinosa y le preguntó si Cristo se dejó matar para salvar a todos los hombres. Espinosa, que era librepensador pero que se vio obligado a justificar lo que les había leído, le contestó:
—Sí. Para salvar a todos del infierno.
Gutre le dijo entonces:
—¿Qué es el infierno?
—Un lugar bajo tierra donde las ánimas arderán y arderán.
—¿Y también se salvaron los que le clavaron los clavos?
—Sí —replicó Espinosa, cuya teología era incierta.
Había temido que el capataz le exigiera cuentas de lo ocurrido anoche con su hija. Después del almuerzo, le pidieron que releyera los últimos capítulos.
Espinosa durmió una siesta larga, un leve sueño interrumpido por persistentes martillos y por vagas premoniciones. Hacia el atardecer se levantó y salió al corredor. Dijo como si pensara en voz alta:
—Las aguas están bajas. Ya falta poco.
—Ya falta poco —repitió Gutrel, como un eco.
Los tres lo habían seguido. Hincados en el piso de piedra le pidieron la bendición. Después lo maldijeron, lo escupieron y lo empujaron hasta el fondo. La muchacha lloraba. Espinosa entendió lo que le esperaba del otro lado de la puerta. Cuando la abrieron, vio el firmamento. Un pájaro gritó; pensó: es un jilguero. El galpón estaba sin techo; habían arrancado las vigas para construir la Cruz.



En El informe de Brodie (1970)
Foto RLG (Associated Press) vía 
Borges in Morgantown, West Virginia, 1976


6/8/15

Jorge Luis Borges: Dreamtigers







En la infancia yo ejercí con fervor la adoración del tigre: no el tigre overo de los camalotes del Paraná y de la confusión amazónica, sino el tigre rayado, asiático, real, que sólo pueden afrontar los hombres de guerra, sobre un castillo encima de un elefante. Yo solía demorarme sin fin ante una de las jaulas en el Zoológico; yo apreciaba las vastas enciclopedias y los libros de historia natural, por el esplendor de sus tigres. (Todavía me acuerdo de esas figuras: yo que no puedo recordar sin error la frente o la sonrisa de una mujer.) Pasó la infancia, caducaron los tigres y su pasión, pero todavía están en mis sueños. En esa napa sumergida o caótica siguen prevaleciendo y así: Dormido, me distrae un sueño cualquiera y de pronto sé que es un sueño. Suelo pensar entonces: Éste es un sueño, una pura diversión de mi voluntad, y ya que tengo un ilimitado poder, voy a causar un tigre.

¡Oh, incompetencia! Nunca mis sueños saben engendrar la apetecida fiera. Aparece el tigre, eso sí, pero disecado o endeble, o con impuras variaciones de forma, o de un tamaño inadmisible, o harto fugaz, o tirando a perro o a pájaro.



En El Hacedor (1960)

Luego incluido en Libro de sueños
© María Kodama 1995
Buenos Aires, 2017


Foto: Borges en su casa, 24 de agosto de 1975
Entrevistado por Jorge Lafforge
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