7/12/14

Pedro Luis Barcia: Borges y la traducción*





   Me pareció pertinente y oportuno, al cumplirse veinte años de la ausencia de Jorge Luis Borges, ocuparme de sus relaciones con la traducción, en esta ocasión.  Al tiempo  que abordamos un tema de real interés para el mundo de las traslaciones literarias, valga esta exposición,  en  el paso liminar de este Congreso de ProZ.com, -traduzcamos lo de Conference-  como un  homenaje a la obra  borgesiana.[1]
   Borges es, sin espacio para la duda, el autor argentino que, en toda la historia de nuestra literatura, ha alcanzado el mayor  grado de proyección e influencias en la literatura contemporánea,  en todas las lenguas. Y esto, cabe subrayarlo, merced a la acción de las buenas traducciones que de sus textos se han hecho en el vasto mundo.
     Una despistada apelación nacionalista podría señalar que nuestro Martín Fierro ha merecido versión a casi todas las lenguas modernas, e,  incluso, algunos cantos del poema de Hernández, han sido trasladados a una lengua muerta como el latín. Más aún ha sido traducido a lenguas artificiales, como el esperanto. Cuando yo era un muchacho de unos trece años, en mi provincia se difundió el interés por los cursos de esta lengua. Gané una beca y, durante dos años, recuerdo haberme ejercitado en ella. Uno de los textos que compulsábamos era el Martín Fierro. Aún recuerdo los versos del canto inicial:

                                      Mi començas kanti nun
                                      cun la ritmo da guitaro

La prédica difusiva del esperanto se hacía sobre el presupuesto que, con su implantación urbi et orbi, desaparecerían los traductores e intérpretes, prescindiríamos de estos intermediarios y seríamos, lingüísticamente hablando, cosmopolitas, esto es “habitantes del mundo”.
   Pero ni el esperanto se impuso ni el texto del mayor poema del mester de gauchería alcanzó a influir en ningún autor fuera de nuestras fronteras. Y se comprende. No se le puede pedir a esta índole de expresión literaria una difusión universal. En cambio, la obra de Borges, llevada en manos de los traductores a todas las lenguas modernas, sí se ha posicionado como el primer autor de nuestro país que alcanza tan presencia, como ciudadano de la literatura universal. 

   Antes de abordar el tema propuesto, quisiera hacer un anuncio de real interés para todos ustedes, de particular manera para los que trabajan en el campo de la traducción literaria. La Academia Argentina de Letras, que presido, ha digitalizado la totalidad de los tomos que componen el Anuario Bibliográfico de la República Argentina, redactado por Alberto y Enrique    Navarro Viola, en cuyos nueve tomos recogió todas la referencias a cuanta traducción se hizo en nuestro país entre 1880 y 1885. El destino de esta digitalización es doble:  el portal que  nuestra AAL tiene  en la Biblioteca Virtual “Miguel de Cervantes”, de la Universidad de Alicante, el mayor sitio virtual de su  género;  ya hemos digitalizado todos los tomos, y han sido “colgados” los dos primeros. Luego, haremos una edición en CD ROM de dicha colección. Los investigadores dispondrán, en breve, de esta fuente de primera mano.

   Hoy se inicia el Cuarto Congreso de ProZ.com sobre la traducción. Esa tarea que Rilke define, con acuidad y precisión como “una suma de obediencia, de consentimiento y de actividad paralela”.
   El enunciado “Borges y la traducción”, que he adoptado para esta exposición inaugural,  puede ser considerado desde dos perspectivas distintas, al menos:
1.     La consideración de las abundantes traducciones que de sus obras sen han hecho a diferentes idiomas.
2.     Estimar las formas de relación de Borges con la traducción. En este enfoque hallo dos formas de abordaje, de alguna manera concurrentes:
a)     Como traductor.
b)    Como crítico  y teórico de traducciones.

   Me apegaré a la segunda posibilidad de encuadre y atenderé a cada una de las dos relaciones dichas.

   Antes de abordar esta tríada de aspectos, quiero recordar lo que se simboliza, o algo de lo mucho que se simboliza, en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, del propio Borges. [2] Recuérdese que en esta ficción, se propone una vía  de   sustitución de una imagen del mundo por otra, en la sucesión de los paradigmas del mundo, merced a una Enciclopedia: un  texto escrito que procura sobreponerse al textum mundi. Primero, se ensaya con el tomo Onceno, de cuarenta diseñados para la Enciclopedia de Tlon. Pero la propuesta es demasiado contrastante con la imagen vigente del mundo para que se pueda deslizar gradualmente la sustitución. Se ensayará, entonces, con una Segunda Enciclopedia, esta vez de cien volúmenes, en la que los cambios de visión son menos evidentes o agresivos, y de esta manera se asegura el avance incesante y oleoso de progresión invasora del texto enciclopédico, de la imagen del libro sobre la imagen del textum mundi vigente en la cultura universal. El personaje Borges –o Borges ficcionalizado- dice frente a este avance incontenible:

    “El mundo será Tlon. Yo no hago caso, yo sigo revisando en los quietos días del hotel de Adrogué una indecisa traducción quevediana (que no pienso dar a la imprenta) del Urn Burial, de Browne” (ob.cit., p. 35).” [3]

   El final, engañoso y burlador de la ficción borgesiana,  tiene su miga: una traducción no es otra cosa que una suerte de “tlonización” de un texto, una variación por grados de un texto original hacia una realidad nueva, emparentada, filiada en la primera, pero de alguna manera, alienada. Borges dice que los nuevos paradigmas o visiones del mundo se valen de una enciclopedia para filtrarse e imponerse. El no hace otra cosa, en pequeño, con la tarea traductora, que lo que, en pantógrafo, realizan los ideólogos. Adviértase que califica de “una indecisa traducción quevediana” a su labor. ¿Nos dice que está aproximando el estilo de Browne al de Quevedo? ¿Está aplicando el criterio de traducir un autor de época en los modos y fraseos verbales a los modos y preferencias expresivas de un autor de  otra lengua del mismo período cultural: Browne—Quevedo? “Quevedizar” a Browne es “tlonizarlo”.  
    Pero cumplamos, al paso, con otra reverencia. En este año se cumple el centenario de la desaparición del mayor traductor argentino del siglo XIX: Bartolomé Mitre. Tradujo del inglés, del francés, del latín y del italiano. De esta última lengua, la totalidad de La divina comedia. Su “Teoría del traductor”, poco conocida por los propios argentinos, adelanta opiniones muy atendibles, respecto de la labor de ustedes, como truchimanes. Entre otras, la de la adecuación de la lengua de la traducción a la coetánea del autor traducido; le hago sitio en nota a una selección –como recuerdo, homenaje, y motivación- de frases de Mitre tomadas del texto citado, que precede a su versión de la obra mayor de Dante. [4]
   Para hacer una plazuela distendida, en esta pesada exposición, recuerdo una linda anécdota. Se encuentran Mitre y Lucio V. Mansilla (el autor de Una excursión a los indios ranqueles), y aquel le dice: “-¿Sabe,  Lucio, que estoy traduciendo La divina comedia?”. Y  el otro le contesta: “-Hace bien, don Bartolo, jódalos a esos gringos”.
   Abundando en la concepción apuntada por Mitre de “pintar canas” a la traducción para hermanarla con el original antiguo, recuerdo una versión del “Canto de las criaturas”, de san Francisco de Asís, realizada por el maestro Ángel J. Battistessa –uno de los mayores traductores argentinos del siglo XX-  en los fraseos de la lengua española de Berceo. Lamentablemente, esta versión solo circuló entre amigos y no llegó a publicarla.


A) Borges como traductor

   Los estudiosos de los orígenes literarios de Borges nos han revelado cuáles fueron sus primeros intentos de escritura, ensayados en sus cuadernos escolares “San Martín”.
   Lo primero, quizá, fue el borroneo de un relato, de cuatro o cinco páginas, titulado “La visera fatal”, redactado en castellano que mima la modalidad antigua de la lengua e inspirado, al parecer, en la lectura del Quijote. Posiblemente lo escribiera hacia 1906. Con los años, comentó en una entrevista:

    “En castellano, traté de imitar a los clásicos españoles; escribí un cuento al estilo de Cervantes, una suerte de romance llamado ‘La visera fatal’”.[5]

   Luego, se recuerda, un ensayo de mitología griega, redactado en inglés, y dividido en tres capítulos: Gods, Monsters and Heroes.[6]
   Y la tercera exploración en el campo de la escritura fue la traducción de “El Príncipe Feliz”, de Oscar Wilde.  Un amigo de su padre. Álvaro Melián Lafinur, hizo publicar esta versión en el diario El País, de Buenos Aires, donde apareció el 26 de junio de 1910, firmada por “Jorge Borges (hijo)”
El muchacho tenía once años. [7]
   Resulta verdaderamente prefigurativo de su vocación la triple iniciación borgesiana. Reparemos: un cuento sobre la pauta del libro que más admiró, y al que destinó mayor cantidad de ensayos, de la literatura española, el Quijote; un ensayo, en inglés, de literatura griega, uno de sus centones más vívidos para la plasmación de imágenes en sus ficciones; allí están el Minotauro, Tántalo, Polifemo, Narciso, etc. Y, por fin, una traducción que tiende puente entre ambas lenguas, el español y el inglés. La traducción, pues, se instala  en sus primeros pasos literarios. Principio quieren las cosas, y un largo camino comienza con un paso breve, dice el aforismo chino. Y en Borges se cumplió.
   Borges, desde pequeño  se ejercitó en el inglés. Él recuerda que tenía dos maneras diferentes de hablar con sus dos abuelas; Fanny Haslam, la paterna, y Leonor Suárez, la materna.  Con el tiempo, apunta, increíblemente, descubrió que las dos formas de dirigirse a ellas eran dos lenguas: el inglés y el español. Una suerte de Monsieur Jourdain que hacía prosa sin saberlo.
   Desde “El príncipe feliz”, en 1910, y a lo largo de casi toda su vida, lo unirán a las traducciones fuertes lazos de querencia. Así se iniciaron en él las relaciones con ese “utopismo realista” de la traducción, como la llama Ortega y Gasset. [8]

Borges, traductor de poesía

    Ya joven.  radicado en Europa, colaborará con una de las revistas de aproximación a las vanguardias históricas, con una “Antología expresionista”, que vertía  textos, sobriamente anotados, de Ernst Stadler, Johannes Becher, Kart Heynicke, Werner Hahn, Alfred Vagts, Wilhelm Klemmm, August Stramm, Lothar Schereyer y H. von Stummer. [9]
   Borges fue, de los jóvenes ultraístas, vanguardistas en  lengua española, el mejor conocedor de los poetas expresionistas alemanes.
   Y, a partir de estos intentos iniciales, a lo largo de su vida aportará versiones  de obras inglesas y alemanas, particularmente.
   Retornará, de cuando en cuando, a traducir poesía. Por ejemplo, en las páginas de “Vida literaria”, que publicaba en El Hogar, entre 1936 y 1939.[10] Esas versiones tienen por único objeto ilustrar sus reseñas bibliográficas. Con esta intención, le hace sitio a poemas breves o pasajes de Carl Sanburg, Edgar Lee Masters, Langston Hughes y T.S. Eliot. De este último quisiera recordar que vertió unos versos  del primero de los Coros  de The Rock, los que se han constituido en los  más citados del autor en esta articulación de las dos centurias, la XX y la XXI:

El infinito ciclo de las ideas y de los actos
infinita invención, experimento infinito,
trae conocimiento de la movilidad, pero no de la quietud;
conocimiento del habla, pero no del silencio;
conocimiento de las palabras, e ignorancia de la Palabra.
Todo nuestro conocimiento nos acerca a nuestra ignorancia,
toda nuestra ignorancia nos acerca a la muerte,
pero la cercanía de la muerte no nos acerca a Dios.
¿Dónde está la Vida que hemos perdido en vivir?
¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en conocimiento?
¿Dónde está el conocimiento que hemos perdido en información?
Los ciclos celestiales en veinte siglos
nos apartan de Dios y nos aproximan al polvo.
(O.C. IV, p.296)

El infinito ciclo de las ideas y de los actos infinita invención, experimento infinito, trae conocimiento de la movilidad, pero no de la quietud; conocimiento del habla, pero no del silencio; conocimiento de las palabras, e ignorancia de la Palabra. Todo nuestro conocimiento nos acerca a nuestra ignorancia, toda nuestra ignorancia nos acerca a la muerte, pero la cercanía de la muerte no nos acerca a Dios. ¿Dónde está la Vida que hemos perdido en vivir?¿ Dónde está la sabiduría que hemos perdido en conocimiento? ¿Dónde está el conocimiento que hemos perdido en información? Los ciclos celestiales en veinte siglos nos apartan de Dios y nos aproximan al polvo. O.C. IV, p.296).
   Cabe recordar que, poco después, dio a conocer una amplísima poesía de su dilecto Gilbert Keith Chesterton, que presentó en edición bilingüe, para mayor exposición frente al lector acucioso. Se trata del poema “Lepanto”, que publicó en la revista Sol y Luna. [11]
   Andadas varias décadas,  en 1969, publicará su selección de Hojas de hierbas, de Walt Whitman. En el prólogo dice: [12]

   “En cuanto a mi traducción. Paul Valéry ha dejado escrito que nadie como el ejecutor de una obra conoce a fondo sus deficiencias; pese a la superstición comercial de que el traductor más reciente siempre ha dejado muy atrás a sus ineptos predecesores, no me atreveré a declarar que mi traducción aventaja a las otras: No las he descuidado, por lo demás: he consultado con provecho la de Francisco Alexander (Quito, 1956), que sigue pareciéndome la mejor, aunque suele incurrir en excesos de literariedad, que podemos atribuir a la reverencia o tal vez a un abuso del diccionario inglés-español.
    “El idioma de Whitman es un idioma contemporáneo; centenares de años pasarán antes que sea una lengua muerta. Entonces podremos traducirlo y recrearlo con plena libertad, como Jáuregui lo hizo con la Farsalia, o Chapman, Pope y Lawrence con la Odisea. Mientras tanto, no entreveo otra posibilidad que la de una versión como la mía, que oscila entre la interpretación personal y el rigor resignado” (ob. cit. p. 160)

   Cito el texto preliminar con generosidad porque son las únicas declaraciones de Borges sobre sus traducciones poéticas en que asienta algunas autoapreciaciones y señala criterios de versión.

Borges,  traductor de narrativa

   En 1925, se constituirá en el primer traductor argentino de  James Joyce, al verter “La última  hoja del Ulises”. [13] Cuenta Borges que Ricardo Güiraldes había leído  el Ulises, en la traducción de Valéry Larbaud. [14] Y un día, Güiraldes, que había recibido un ejemplar de la primera edición inglesa, se la alcanzó  a Borges y le pidió que tradujera la página final de la novela para la revista Proa,  que codirigía con Rojas Paz y Brandán Caraffa. Así se motivó la primera versión de un par de páginas al español, del Ulises, de Joyce, por mano de un argentino. 
   Andados los años, una editorial lo quiso contratar para  que tradujera la totalidad de la novela. Borges rechazó la oferta: “Me di cuenta de que era intraducible”, le comentaba a un periodista, en una entrevista a la revista Referente,  en el año 1981.  [15] En 1946 vuelve a desembarcar en las playas del Ulises, del cual fuera el primero Odiseo explorador en el año 1925, con “Una nota sobre el Ulises”. [16]

   En otro género, el narrativo, Borges fue generoso traductor. Inicialmente, aportó unos cuarenta textos de escritores  ingleses, pocos alemanes y alguno  francés. Ordenados por orden cronológico, cabe retraer los nombres de: Chesterton, Claude Danny, Dickens, Frazer, Harris, Lafcadio Hearn, O. Henry, Holloway Horn, Rudyard Kipling, T.E. Lawrence, Jack London, Henrich Mann, Gustav Meyrink, Novalis, Carl Saldburg, Jhonathan Swift, H.H. Wells y Oscar Wilde, en la sección de versiones de la revista Crítica, entre diciembre de 1933 y mayo de 1934. Algunos de estos nombres los rescatará, selectivamente, en su  Biblioteca personal:  Chesterton, Wells, Wilde, Meyrink,  Kipling, Swift y Kafka.
    De  último,  tradujo, pocos años después,  La metamorfosis y un haz de piezas breves.[17] Alguien, parece haber insinuado, sin mucho fundamento, h cierta reticencia sobre si Borges es o no  el autor de la difundida versión del texto de Kafka, o solo lo revisó. Se recuerda que, en un par de ocasiones, Bioy Casares manifestó que él y Borges entendían que el nombre de “metamorfosis” para la obrita era inoportuno, pues connotativamente se lo asociaba al prestigio griego y a la obra de igual nombre de Ovidio, que había impuesto lo nominal en Occidente. Preferían, dice Bioy, traducir el vocablo alemán Die Verwandlung por “La Transformación”.

    De la década del Cuarenta, es la versión de Las palmeras salvajes, de William Faulkner. [18] Pero la edición no está precedida de nota alguna del traductor. También de la misma década, es una de  sus  versiones más difundidas y exitosas, me refiero a  la de Bartleby, de Melville.[19] Pero en el  prólogo a su traducción, Borges no apunta ninguna reflexión sobre su tarea. En otras presentaciones suyas de obras narrativas consagradas, nada dice sobre las versiones que preludia: Crónicas marcianas, de Ray Bradbury; Sartor Resartus, de Thomas Carlyle; Bocetos californianos, de Bret Harte; La piedra lunar, de Wilkie Collins; La humillación de los Northmore, de Henry James y Hacedor de estrellas, de Olaf Stapledon.
   Una de las obras que figuran como traducidas por Borges es el Orlando, de Virginia Wolf. En efecto, la edición reza: Virginia Wolf. Orlando. Traducción de Jorge Luis Borges, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1968. La edición trae, en la contratapa, dos opiniones sobre la obra, una de Victoria Ocampo y otras de Borges. Hay quienes estiman que la versión la hizo su madre, doña Leonor  Acevedo. Apunto una curiosidad. Hay una reflexión de Ernesto Sábato, a propósito de esta traducción, en Heterodoxia: “Orlando traducido por Borges”. [20] Y cita, de la versión:

    “‘El padre de Orlando, o quizá su abuelo, la había cercenado (se refiere a una cabeza) de los hombros de un vasto infiel’ Y más adelante: ‘Se volvió a Orlando y acto continuo le infirió el borrador de cierto memorable verso’. Este 'ìnfirió’ me suena a Borges. Busco el trozo correspondiente en inglés y leo, en efecto: ‘He turned to Orlando and presented her instanly with the rough draught of a certain line”. Sí: vasto infiel, infirió el borrador, memorable verso, todo eso es borgiano. Pero ¿habría sido deseable evitar el ingrediente borgiano en la traducción? Si para eludirlo se hubiese recurrido a un mediocre escritor, solo se habrían reemplazado los acentos personales de valor por  mediocres acentos de valor. Y no se comprende por qué habría de preferirse un sello individual a otro por el solo mérito de ser chato e insignificante”.

   Los subrayados de Sábato  plantean un problema general, respecto de escritores como traductores; y, en este caso, un escritor dueño de un estilo que tiene personalísima  impronta. Ahora bien, sería gracioso que la traducción no fuera de Borges, como sostiene algún crítico, sino de su madre. Estaríamos, entonces, frente a un caso singular: doña Leonor estaba tan identificada con el estilo de su hijo que, al traducir por él, borgesizaba el texto.

Traductor de ensayos

    Los textos ensayísticos más importantes traducidos por Borges, son los dos libros editados en un solo tomo, por su vecindad genérica: De los héroes, de Thomas Carlyle y Hombres representativos, de Ralph Waldo Emerson. [21]

B) Borges, crítico y teórico de traducciones.
    
    Las primeras opiniones borgesianas que registro sobre una traducción están en un artículo juvenil, de 1925: “Omar Jaiyám y Fitzgerald”. [22] Se trata de la presentación, pero en sitio de posdata, de una versión desconocida de los Rubaiyat, a partir de la traducción inglesa de Fiztgerald: la de su padre Jorge Borges:

 “E. Fitzgerald, su encarnador en la visión de Inglaterra (…) ha dejado una versiones libres de Calderón y de Sófocles, y el inglesamiento de Omar, que puede ya vanagloriarse de eterno” (…) “La veracidad de esa traducción ha sido puesta en tela de juicio, no su hermosura” (el subrayado es mío).

   Aquí se asienta un principio sostenido en las estimaciones de Borges: las traducciones pueden ser más bellas que el original. Pruebas al canto, la de Fitzgerald. A la vez, denuncia otra superstición: la de la rima interna en la prosa y en el verso. El caso que recuerda para sostener su tesis es el Urn Burial, “libro quizá igualado pero no superado en lengua alguna por la nobleza de su música, donde más de cinco palabras terminadas en ión no bastan a infringir la serenidad de una cláusula” (p. 137).
   Borges comenta algunas de las diferencias entre el original y la versión –por supuesto, sobre erudición ajena, pues ignoraba el persa- y comenta que el traductor se tomó licencia e interpoló elementos ajenos, por su cuenta. Pero que, como producto, convirtió un conjunto de estrofas yuxtapuestas, sin vinculación entre sí, en un poema.
    Borges estima que su padre se entusiasmó con el texto poético oriental por la belleza rotunda de las imágenes y por “la coincidencia de su incredulidad antigua con la serena inesperanza que late en  cuantas páginas ha ejecutado su diestra” (se refiere a la novela El caudillo). El hijo suscribiría esas dos razones con su propia obra.
   La versión de su padre, don Jorge, está compuesta en cuartetas endecasílabas asonantadas agudas, en los versos pares. La ortografía es, parcialmente,  la de Andrés Bello (mal llamada “de Sarmiento), pues usa  “i” como conjunción, en lugar de “y”; y “j” para el sonido fuerte, por ejemplo: “ánjel”. Además exhibe el exceso sajón en el uso  mayúsculas para los sustantivos: [23]

                            Bebe conmigo el Fruto de la Viña
                            mientras arda la Rosa en el Rosal,
                            i cuando el Ánjel de la Muerte tienda
                            a ti su Copa, riente beberás.

                            El Mundo es un tablero cuyos Cuadros
                            son Noches i son Días i el azar
                            a un antojo nos mueve como a Piezas.
                            Luego, las Piezas a la Caja van.

Esta es la estrofa de Kayyam, que traducida al inglés por Fiztgerald, y al español, por su padre, generó el sabido poema borgesiano “Ajedrez II”: [24]

        Tenue rey, sesgo alfil,  encarnizada
        reina, torre directa y peón ladino
                             sobre lo negro y blanco del camino
        buscan y libran su batalla armada.

         No saben que la mano señalada
        del jugador gobierna su destino,
        no saben que un rigor adamantino
        sujeta su albedrío y su jornada.
        
                             También el jugador es prisionero
                             (la sentencia es de Omar) de otro tablero
                             de negras noches y de blancos días.

                             Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.
                            ¿Qué dios, detrás de Dios, la trama empieza
                            de polvo y tiempo y sueño y agonías?

   Adviértase  el criollísimo uso del adjetivo “ladino”, aplicado al peón de ajedrez, alusivo a que sus movimientos son engañosos y desconfiables, pues avanza hacia delante, pero “come” para el costado, en diagonal. Sugiere las acepciones de “taimado” y “astuto”. No debe olvidarse que una de las acepciones de “ladino” (latinus, moro o judío “latinado”, que sabía latín o romances provenientes de esa lengua),[25] como adjetivo sustantivado,  es la de “traductor”, porque sabía, al menos, dos lenguas. Y. por el hecho  de que quien  maneja dos lenguas y hace de intermediario entre las partes que ignoran una la  del otro, y con ello, quedar expuestos o en manos del traductor,  se lo hace sospechable de posible engaño o alteración.  En América Central, se denomina “ladino” al mestizo de indígena y blanco que habla las dos lenguas de sus padres. En México, tiene otro matiz semántico: es el aborigen que se aleja de las costumbres de su comunidad y se aprovecha de los que en ella no hablan español, para negociar o tratar acuerdos. En nuestro país, hasta el siglo XIX, se designó “ladino” al indio que hablaba español.
    Como se ve, el vocablo “ladino” está asociado a la tarea del traductor, pero con la carga de sospechable por taimado. A diferencia de la torre y el alfil, que tienen una sola carrera, un solo discurso,  el movimiento engañoso del peón, que avanza recto pero come en diagonal, sesgado, lo hace  una pieza con dos discursos Es decir,  puede ser vista como  imagen peyorativa del traductor.

   Por solo dar una muestra de variantes en la traducción de un texto breve, en este caso, la estrofa en cuestión de los Rubáiyat, por obra de diferentes traductores argentinos, recojo aquí material que he agavillado para otro objetivo.
   La cuarteta, en versión de Fitzgerald, la estrofa LXIX, dice: [26]

               But helpless Pieces of the Game He plays
              Upon this Chequer-board of Nights and Days;
              Hither and thither moves, and cheks, and slays,
              And one by one back in the Closet lays.

La estrofa compara la vida con un juego de ajedrez: con su tablero de escaques blancos y negros, como días y noches; y en un espacio en que los hombres son trebejos movidos por la mano de un Jugador que, cuando se cansa de su entretenimiento, echa las piezas en la caja,  la muerte. Veamos cómo han modelado cada uno de los nuestros la estrofa y su imagen.
   Carlos Muzzio Peña, [27] la vierte en prosa francamente parafrástica y charlatana:

   “Porque, si bien se mira, la vida no es nada más que un inmenso tablero de ajedrez, cuyos cuadros blancos son los días, y los negros, las noches, y en el cual el Destino juega con los hombres como con piezas: los mueve de aquí para allá, y uno por uno van a parar al estuche de la nada”
  (estrofa XCIII, ob.cit., p. 94).
  
   Muzzio tradujo de una manera particular. Realizó la primera versión del manuscrito omariano de la Biblioteca Bodleiana de Oxford, mediante un intérprete: Pershad Bala Mathud, natural de Calcuta, a quien lo había conocido en Boston. Sobre una copia de aquel manuscrito, Mathud vertía literalmente en prosa inglesa, las estrofas de Kayam, y, desde esa versión prosada, Muzzio vertía al español.
   Joaquín González titula su trabajo: Paráfrasis inglesa de Edgard Fitz-Gerald. Versión yuxtalineal de Joaquín V. González, 1919 [28] en la estrofa 74 (ob.cit., p. 406), propone una versión en alejandrinos con rima consonante en 1, 3 y 4, acercándose al esquema original que el inglés imita:

       Nosotros –piezas mudas del juego que Él despliega-
       sobre el tablero abierto de noches y de días,
       aquí y allá las mueve, las une, las despega,
       y una a una en la Caja, al final las relega.

Por su parte, Leopoldo Lugones, rehace en su estrofa 36, también en alejandrinos, pero con rima consonante- ¡cuándo no!- en impares y pares.
El texto poético aparece así:

      He aquí la verdad única: somos cual los peones
      del ajedrez con que hace Dios su eterna jugada.
      El los mueve y detiene, cambia las posiciones
      y luego vuelve a echarnos al cofre de la nada. [29]

   Lugones no se apoyó en ninguno de los traductores argentinos de Kayam. Manejó Fitzgerald, pero, al parecer, su fuente de apoyo fue, de preferencia la versión francesa de Toussaint.  [30]  Su riffatura resulta menos lograda que la de sus predecesores. Primero, porque reduce la semejanza hombres-piezas, u hombres trebejos, a solo la de hombres-.peones, perdiendo así la variedad insinuante y sugeridora de diversas funciones que en el ajedrez cumplen la diferentes piezas, y, por tanto, en el mundo, los hombres. Un segundo elemento reductivo es hablar de “la eterna jugada”, que le quiota cierto matiz d dinamismo  combinatorio que las otras versiones sugieren. Adviértase, además,  cómo el protagonista, el hacedor del juego, el Gran Jugador es denominado de distintas y significativas maneras, según quizá las concepciones del mundo de los distintos intérpretes: para Muzzio es “el Destino”, para González es “Él”, para Borges es “el Azar” y, en Lugones, definidamente, “Dios”.  Jorge Luis, a diferencia de su padre, aludirá a “dios” y “Dios”, en la cadena retrospectiva infinita. [31]
   Lugones pierde, además,  en su reelaboración, el efectivo contraste de días y de noches, como entre cuadros blancos y negros en el tablero, que, en cambio,  preservan las otras versiones argentinas.
   Repitamos ahora la estrofa de Jorge Borges y se apreciará la astringencia expresiva y la labor de ceñimiento verbal a que sometió el texto inglés, en versos más amplios:

       El Mundo es un tablero cuyos Cuadros
       son Noches y son Días, i el Azar
       a su antojo nos mueve como a Piezas.
       Luego: las Piezas a la Caja van. (estrofa 49)

   Jorge Borges fue quien enseñó, inicialmente, inglés a su hijo. La lectura del rubá-i  en cuestión, la estrofa  74, en la traducción inglesa de  Fitzgerald, y la versión ceñida de su padre, generaron el soneto “Ajedrez  II” al que aludimos y citamos. De alguna manera, el soneto es una “traducción y apropiación enriquecida de la estrofa 74”. La fuente del soneto está enquistada en el paréntesis del verso décimo: “(la sentencia es de Omar)”, sin más alusión al poeta oriental que esta, pero todo el poema brota de esta mención sumida en una aclaración amortecida entre los signos que la contienen.  Borges rescata el sentido general de la cuarteta de Omar y aprovecha todos los elementos que ella contiene: juego, tablero-vida, cuadros blancos-días y  negros-noches, piezas-hombres, Jugador  arbitrario y antojadizo-destino o azar o deidad,  caja-muerte. Pero Borges hijo hace un primer aporte, al discriminar, con eficacia, funciones diferentes de las piezas en el juego; por ejemplo –y con calibradísima adjetivación: “encarnizada reina”, “sesgo alfil”, “torre directa, “peón ladino”- los movimientos de cada pieza en el tablero. En esto, se diferencia de todas las versiones, porque distingue un trebejo de otro, en tanto unos traductores hablan vagamente de “piezas” y Lugones, estrechamente, de “peones”. Pero el soneto baja, por decirlo así, la semejanza propuesta por Kayyam al plano humano, con una adecuación que no aparece tampoco en el persa: vemos la jugada desde la perspectiva ingenua y engañada del hombre, del jugador, que cree que él dispone el destino de las piezas, sin saber que está inserto en un juego de planos inclusos, donde él no es sino una pieza movida por un Jugador superior. Esto es una novedad personalísima respecto del texto original y sus imágenes. Es una vuelta de tuerca borgesiana a la alegoría del persa, porque, en rigor, es tal: “una serie de metáforas concatenadas”, como definía la figura alegórica Quintiliano. Lo que el persa propone es una imago mundi, como tantas otras en la tradición literaria: el mundo como un sueño, como una casa, como un teatro, como un río, como un juego de ajedrez, y así parecidamente. En Omar todo se cierra en el Jugador y concluye con él, pero en Borges todo se hace un infinito retrospectivo, se “borgesiza”. A esto llamo “apropiamiento”: toma lo ajeno y le pone su marca personal. [32] En el persa los hombres somos piezas en manos de Él –digámoslo neutramente- y cuando Él decide vamos a parar al estuche o caja o cofre. En Borges, los jugadores somos piezas de un ajedrez mayor, en la que se articulan: piezas, hombres, Dios y otros dioses

    Veamos un segundo caso de opiniones de Borges sobre traducciones ajenas.   En 1934, a siete años de la muerte de Ricardo Güiraldes, Waldo Frank dio a conocer la versión al inglés del libro clásico argentino. Con oportunidad de esta edición, Borges publicó en Crítica, Revista Multicolor de los sábados, una breve nota: “Don Segundo Sombra en inglés”. [33]
   La versión, stricto sensu,  es de Federico de Onís y fue revisada por Frank. Borges celebra el sostenido acierto de Onís para dar con el equivalente inglés de casi todos los criollismos. No llegan a media docena las posibles objeciones, en una vastedad de 300 páginas.
   Borges considera la versión inglesa muy superior a la previa francesa. Y asienta muy peculiares observaciones que vale rescatar:  

    “Ello se debe a que el idioma inglés es idioma imperial, vale decir, idioma que corresponde a casi todos los destinos humanos, a las maneras más diversas de ser un. Hay una zona del inglés hombre. Hay una zona del inglés que puede superponerse con precisión al cansado español de los troperos de nuestro Ricardo Güiraldes. Hablo del inglés ecuestre de Montana, de Arizona o de Texas: madre de incomparables riders of horses, como dijo Whitman, del gaucho. El patois de la versión francesa tiene algo de irreparablemente agrícola o chacarero: connota bueyes laboriosos y blusas, no altos jinetes y ríos colorados de toros. El traductor americano. Inversamente, ha podido recurrir a un inglés que es bien de caballo” (p. 100-101).

   Otra observación borgesiana se adelanta como beneficio para la versión: se han suprimido las “vanidades del estilo ultraísta”, presentes sobre todo al comienzo de la novela.
   Y una observación final, que no alude al nivel textual sino al crenológico: se advierten la lectura de la versión inglesa el sototexto que le dio, de alguna manera, modelo a Güiraldes: el Huckleberry Finn, de Mark Twain.

    “También  es un libro de una andanza y de una amistad; pero de una amistad en que la baquía está a cargo del chico y la torpeza a cargo del hombre, y de una andanza por el agua incesante del mayor río de la tierra. (Lo primero fue imitado por Rudyard Kiping en su novela Kim: otro gran libro consanguíneo de nuestro Don Segundo Sombra”
   “Básteme ahora felicitar a los americanos que conocerá nuestro libro, a lo argentinos que tenemos tal libro que dar a conocer”. (p. 101)

   Una tercera obra a cuyas versiones destina  consideraciones críticas son los poemas homéricos: “Las versiones homéricas” (1932), estudio recogido en Discusión (1928). [34] El ensayo de estimación comparativa de Borges se basa solo en versiones inglesas de  Odisea. La explicación que da para su elección es simpática pero arbitraria: “Abundo en la mención de nombres ingleses porque las letras de Inglaterra siempre intimaron con esa epopeya del mar” (p.240). Y transcribe, amanera de ejemplo, un breve pasaje del canto XI, para mostrar  “algunos destinos de un solo texto literario”: esos seis destinos son los compuestos por Buckley, Butchner y Lang, Cowper, Pope, Chapman y Butler, de entre los cuales, dice con su prudente expresión: “No es imposible que la versión calmosa de Butler sea la más fiel” (p.243).
   Esta escueta comparación de muestras está precedida por algunas reflexiones que se orientan hacia el señalamiento de  algunas ideas teóricas sobre la traducción. Es posible que el lector no advierta que, como tantas veces lo  hizo en su vasta creación, aquí Borges se autoplagia, o, por aportar toques de canibalismo  a esta exposición, apela a un acto de autofagocitación. En efecto,  los dos primeros parágrafos de este ensayo de 1932, están transcriptos de otro de 1926: “Las dos maneras de traducir”, aparecido en el diario porteño La Prensa,  el 1º de agosto de 1926. [35]   Este breve ensayo volverá a ofrecer materia al prólogo borgesiano de la versión de Néstor Ibarra de El cementerio marino, de Paul Valéry, que casi no es  otra cosa  que la trascripción entera, en 1932,  de parágrafos del ensayo de seis años antes, y algunas observaciones y ejemplos del texto que traduce su amigo Ibarra. [36]
    “Las dos formas de traducir” contiene lo esencial de las concepciones del autor sobre la traducción. Y es señalable este hecho: la permanencia de las opiniones del autor a través del tiempo, refrendando siempre sus estimaciones y criterios  juveniles enunciados en 1926. Lo que aquí aparece in nuce, habrá de hallar, con los años,  explicitación y ejemplificaciones al caso. Aquí, en el ensayo de 1926, está larvada su teoría de la traducción, si la designación no parece demasiado abusiva por enfática. Hago una trascripción generosa de pasajes del primer ensayo en que expone sus puntos de vista por primera vez, con cierta organización explicativa.

   “Suele presuponerse que cualquier texto original es incorregible de puro bueno, y que los traductores son unos chapuceros irreparables, padres del frangollo y de la mentira. Se le infiere la sentencia italiana de traduttore, traditore y ese chiste basta para condenarlos. Y sospecho que la observación directa no es asesora en ese juicio condenatorio y que los opinadotes menudean esa sentencia por otras causas. Primero, por su fácil memorabilidad; segundo, porque los pensamientos o seudopensamientos dichos en forma de retruécanos parecen prefigurados y como recomendados por el idioma; tercero, por la confortativa costumbre de alacranear; cuarto, por la tentación de ponerse un poco de ingenio. En cuanto a mí, creo en las buenas traducciones de obras literarias (de las didácticas y especulativa, ni hablemos) y opino que hasta los versos son traducibles. El venezolano Pérez Bonalde, con su traducción ejemplar de ‘El cuervo’, de Poe nos ministra una prueba de ello. Alguien objetará que la versión de Pérez Bonalde, por fidedigna y grata que sea, nunca  será para nosotros, l que su original inglés es para los norteamericanos. La objeción es fácil de levantar”. (ob.cit., p. 256)

   “En prosa, la significación corriente es la valedera y el encuentro de su equivalencia suele ser fácil. En verso,  mayormente durante las épocas llamadas de decadencia o sea de haraganería literaria y de mera recordación, el caso es distinto. Allí el sentido de una palabra no es lo que vale, sino su ambiente, su connotación, su ademán. Las palabras se hacen incautaciones y la poesía quiere ser magia. Trae sus redondeles mágicos y sus conjuros, ni siempre de curso legal fuera del país. La palabra “luna” que para nosotros ya es una invitación de poesía, es desagradable entre los bosquimanos que la consideran poderosa y de mala entraña y no se atreven a mirarla cuando campean. De la palabra ‘gaucho’, tan privilegiadas en estas república por nuestro criollismo
   “Los epítetos ‘gentil’, ‘azulino’, ‘regio’, ‘lilial’ eran de eficacia poética hace veinte años, y ahora ya no funcionan y solo sobreviven algunos en poetas de San José de Flores o Bánfield. Es cosa averiguada que cada generación literaria tiene sus palabras dilectas: palabras con gualicho, palabras que encajonan inmensidad y cuyo empleo, al escribir, es un grandioso alivio para las imaginaciones chambonas” (p.257)

   “Hay obras llanísimas de leer que, para traducir, son difíciles. Aquí v una estrofa del Martín Fierro, quizá la que más me gusta de todas, por hablar de felicidad:

                            El gaucho más infeliz
                            tenia tropilla de un pelo,
                            no le faltaba u consuelo
                            y andaba la gente lista:
                            tendiendo al campo la vista,
                            solo vía hacienda y cielo.

La dificultad estriba en la palabra ‘consuelo’. El diccionario de argentinismos no la considera, ni falta que hace. He oído decir que ese consuelo es algunos pesos. A mí no me convence: ha de ser alguna muchacha, más bien…”
   “Universalmente, supongo que hay dos clases de traducciones: una practica la literalidad, la otra la perífrasis. La primera corresponde a las mentalidades románticas, la segunda a las clásicas. A las mentalidades clásicas les interesa siempre la obra de arte y nunca el artista. Creerán en la perfección absoluta y la buscarán. Desdeñarán los localismos, las rarezas, las contingencias. (…) Inversamente, los románticos no solicitan jamás la obra de arte, solicitan el hombre. Y el hombre (ya se sabe) no es intemporal ni arquetípico: es Diego Fulano, no Juan Mengano…”
   Esa reverencia del yo, de la irremplazable diferenciación humana que es cualquier yo, justifica la literalidad en las traducciones.” (p.258)
    “El anunciado propósito de veracidad hace del traductor un falsario, pues éste, para mantener la extrañez de lo que traduce se ve obligado a espesar el color local, a recrudecerlas crudezas, a empalagar con las dulzuras y a enfatizarlo todo hasta la mentira.” (p. 258)

   Y plantea una cuestión interesante: el juego de la traducción puede hacerse dentro de una misma literatura:

   “¿A qué pasar de un idioma a otro? Es sabido que el Martín Fierro empieza con estas rituales palabras: ‘Aquí me pongo a cantar / al compás de la vigüela’. Traduzcamos con prolija literariedad: ‘En el mismo lugar donde me encuentro, estoy empezando a cantar con guitarra’, y con altisonante perífrasis: ‘Aquí, en la fraternidad de m i guitarra, empiezo a cantar’, y armemos luego una documentada polémica para averiguar cuál de la dos versiones es peor. La primera, ¡tan ridícula y cachacienta!, es casi literal” (p. 259).

   Esta manera de la “traducción” dentro de la misma lengua, la ejercería con sostenido entusiasmo, y con voluntad de servicio, Dámaso Alonso, al año siguiente de lo escrito por Borges en su ensayo, en 1927 -con motivo de un nuevo centenario de Luis de Góngora y Argote-,  al publicar sus  versiones prosadas de los arduos poemas gongorinos: las Soledades y la Fábula de Polifemo y Galatea. Unos años después, y aplicado esta vez  el procedimiento a un texto hispanoamericano, pudimos leer la traslación en prosa del  Primero sueño, de sor Juana Inés de la Cruz, que ensayara Karl Vossler y retocara Pedro Henríquez Ureña. Sería un atractivo estudio el que analizara este tipo de esfuerzos de traducción “intralingüística”, por llamarla de alguna manera. El ejercicio nos serviría para ir haciendo la mano y habilitarnos para  entender abscónditos cursos universitarios de semiótica y hasta el cripticismo de las exiguas declaraciones de Hipólito Irigoyen. No sería poco.

   Hasta aquí las consideraciones que motiva el ensayo primicial de 1926; retomo ahora el destinado a “Las versiones homéricas”, que se alimenta de aquel. Retraigo los pasajes que son novedosos respecto de la materia anterior:   

  “La traducción parece destinada a ilustrar la discusión estética. El modelo propuesto a su imitación es un texto visible, no un laberinto inestimable de proyectos pretéritos o la acabada. (…) Qué son las muchas traducciones de la Ilíada de Chapman a Magnien, sino diversas perspectivas de un hecho móvil, sino un largo sorteo experimental de omisiones y de énfasis” (p. 239).
    Y retoma acá una idea que ya expuso en “Las dos maneras de traducir” con algún ejemplo hernadiano, para  probar ese juego de traducciones de un texto en la misma lengua, en la misma literatura.
   Una de las afirmaciones más voceadas por Borges es la de “la superstición de la inferioridad de las traducciones, amonedada en el consabido adagio italiano” (se refiere, claro al manido Traduttore, traditore”, p. 239). En varios sitios recuerda los mismos ejemplos: la traducción alemana que hizo d Shopenhauer del Oráculo manual, de Baltasar Gracián, es superior al original; y la versión que De Quincey laboró  del Laoconte, de Lessing, supera sin lugar a dudas al texto base.
   Una segunda estimación es un dilema destacable que enfrenta el traductor, y lo enuncia así: “La dificultad categórica de saber lo que pertenece al poeta y lo que pertenece al lenguaje. A esta dificultad feliz le debemos la posibilidad de tantas versiones, todas sinceras, genuinas y divergentes”. (p. 240)
   La propuesta de la consideración de los epítetos homéricos, ilustra la aporía. “Yo he preferido sospechar que esos fieles epítetos (menciona el vinoso mar, los caballos solípedos, la negra nave, las queridas rodillas, etc.) eran lo que todavía son las preposiciones: obligatorios y modestos sonidos que el uso añade a ciertas palabras y sobre las que no se puede ejercer originalidad” (p. 240)
   Equivaldrá, por ejemplo, en el verso de Moreto: “¿Qué hacen todo el santo día?” , a estimar que la santidad es una ocurrencia del idioma y no del poeta. Y, a propósito de poeta, es frente al lírico que se le plantea al traductor este inseguro terreno de arenas movedizas  entre lengua y lengua poética propia, que  propone al traductor perplejidades sostenidas para poder establecer límites y distinciones netas. No es así, por cierto,  el caso de los poetas épicos y sus reiterados epítetos, ya esclarecido respecto de Homero. 

   En Historia de la eternidad (1936), [37] incorpora un largo estudio, aparecido en 1935, sobre “Los traductores de Las 1001 noches”. Los señalamientos  que Borges hace a propósito de las principales versiones contienen apuntes agudos. Uno se refiere a que hay traductores que realizan su labor “contra” determinada traducción que lo ha precedido: “Lane tradujo contra Galland. Burton, contra Lane; para entender a Burton hay que entender esa dinastía enemiga” (p. 397). Es cierto que, por declaraciones explícitas o por notas insinuantes, se suele advertir esta concatenación de “contraductores”.
   Un segundo provecho de las observaciones de Borges es que, de alguna manera, adelanta una suerte de tipología de traductores. Veamos.
   Jean Antoine Galland opera selectivamente, qué y qué no va incluir en su trabajo. Esta noche sí y esta, no. A esta actitud antológica le suma otra: la inclusión de historias que no están en el texto original, pero que se las narra un maronita, Hanna, que le regaló nada menos que las historias de Aladino, de los Cuarenta Ladrones, del dormido despierto, de Harún al Rashid, y otras. Como se advierte, tal vez las más difundidas entran en el texto por la oralidad, y no por fidelidad a la letra del libro de partida. De modo que Galland inventa un corpus, y aun más, lo impone en Occidente.
   Reparemos en una frase borgesiana que tiene mucha miga para el comentario y la advertencia en los estudios de versiones: “Palabra por palabra, la versión de Galland es la peor escrita de todas, la más embustera y la más débil, pero fue la mejor leída” (p. 398). Atención a la proyección en el lectorado y a las formas de recepción.
   El segundo de los traductores considerados, Edward Lane, tipifica al mutilador de textos por pruritos morales. Ejerce la tarea de desinfectador textual. Frases recurrentes como las que siguen, dan idea de su actitud básica: “Paso por alto este episodio de lo más reprensible”, “Suprimo una explicación repugnante”, “Aquí va una línea demasiad grosera para la traducción”, “Aquí la historia del esclavo Bujait, del todo inapta para ser traducida”, y semejantes arbitrariedades. 
   Burton, en cambio, encarna el defecto contrario: se regodeo en el albañal y en la inmundita. A la vez, ejerce otro de los vicios: la interpolación desvirtuadora.
   El célebre doctor Mardrus hace delta de cada cauce, con amplificaciones latas. Este fue quien fijó el título,  sugerido por otro, en Las mil noches y una noche, que prefiere Borges sobre el corriente Las mil y una noches.
   Andados los años, hacia 1960, con motivo de la publicarse la versión de su maestro Rafael Cansinos Assens,[38] retomó la consideración de las traducciones, para calificar la de su venerado Patronio como  de “delicada y rigurosa versión del libro famoso” (p. 55). Recuerda que si Burton soñaba en 17 lenguas, Cansinos Assens podía saludar las   estrellas en 19 idiomas. Esta, ciertamente, no es gente como uno.

   Borges tomo notas y consignó apostillas marginales en los textos de La divina comedia. Hacia el año del cuarto centenario, 1965, revisó aquellas notas en la orla de su libro, y dictó alguna conferencias; más tarde, se aplicó a ampliar y explicitar sus señalamientos seminales. Así nacieron los Nueve ensayos dantescos. [39] Pero Borges no traduce una sola línea del italiano. [40]
   En un par de entrevistas de sus últimos años, Borges vertió opiniones sobre el arte de la traducción. Recojo aquí dos pasajes de estos diálogos, por ser  los últimos testimonios acerca de la tarea de estos pontoneros culturales sobre cuya labor se ha basado gran parte de la tradición de Occidente. El buen traductor debe alcanzar, como apuntaba Valéry, a motivarnos una nostalgia del original.
    Borges dialoga con Jorge Cruz, cuando este era ponderado  director del suplemento cultural de La Nación. Borges dice:

   “La traducción es una variación que es lícito ensayar.¿Por qué no supone que cada traducción es un borrador nuevo de la obra anterior? No sé por qué siempre se piensa  mal de los traductores y sin embargo todos estaos de acuerdo en que la literatura rusa es admirable. Yo la conozco poco, pero estoy de acuerdo. Y sin embargo, la conocemos a través de traducciones, muy pocos de nosotros conoce ruso. Estoy convencido de que una novela como El sueño del aposento rojo, una vasta novela china, no menos modificada que la de los rusos, es admirable y la conozco a través de dos traducciones. La traducción alemana y la traducción inglesa, y en cuanto a la poesía, nadie duda de que en el Antiguo Testamento y en los Evangelios hay admirable poesía y no todos nosotros conocemos el hebreo o el griego, es decir, creemos en las traducciones. La traducción es un género lícito, desde luego. Es un absurdo negarlo”. [41]

Estimulante ponencia borgesiana

   En diciembre de 1933, Crìtica. Revista Multicolor de los Sábados, dirigida entonces por Borges y Ulises Petit de Murat, decide incorporar en cada entrega la traducción de un cuento de relevante valor literario. Esto es un gesto de docencia popular literaria, y un aval para la tarea de los traductores, en tanto se la subraya con la versión a cargo de Borges.
   Borges tradujo, como ya lo apuntara, entre diciembre de 1933 y mayo de 1934,  unas cuarenta piezas de autores ingleses, la mayoría, y algunos alemanes. [42]  La obra compilatoria  de estas    recoge un testimonio de Roberto M. Tálice, titulado “Elogio del Traductor”. En dos ceñidas páginas el memorioso autor recuerda que, antes de lanzar la serie de traducciones, Borges dio una especie de pequeña conferencia sobre la traducción al personal de Crítica. En ella expuso la necesidad de las versiones y el papel que las bellas infieles han cumplido en la cultura. Y de que manera es positiv0 que cada época elabore sus propias traducciones. Al concluir su improvisada exposición, Ulises Petit de Murat reflexionó frente al público reducido: “Al parecer, Borges concede más importancia a las traducciones que a sus creaciones literarias. No deja de ser expresión de sentida modestia”.
    Pero lo que quiero  rescatar -por su particular importancia para este Congreso y en esta ocasión-,  de aquella distante   disertación borgesiana son las propuestas finales. Borges dijo entonces que si alguna vez tuviera un cargo en el Ministerio de Educación, propondría la creación de un Cátedra de Traductorado. Y que, si su puesto de gobierno allí fuera más alto, Ministro de Educación –lo que en Borges sería un oxímoron: Borges como funcionario público- decidiría la creación de una Academia de Traductores. [43]
   Hace  setenta y tres años Borges, con su balbuciente fraseo engañoso preanunciaba aquella tarde aquellas dos ponencias valederas. Una Cátedra y una Academia de Traductores. Don Jorge Luis hubiera visto con simpatía la concreción, en su propio país, de un Congreso de Traductores como éste. Y, sin lugar a dudas, habría aceptado complacido una invitación de ProZ.com  a formar parte de él. Y lo hubiera prestigiado.






*Conferencia inaugural de 4th ProZ.com Conference, Buenos Aires, 2006. Agosto 25, 26 y 27.Golden Tulip-Savoy Hotel.
 El expositor es Presidente de la Academia Argentina de Letras.

[1] Prefiero el adjetivo “borgesiano”, antes que “borgeano” y, menos,  “borgiano”. Nuestro DiHA (Diccionario del habla de los argentinos) registra estos dos últimos, con prevalencia del primero. No obstante, “borgesiano” se ha ido imponiendo en el uso crítico internacional.   La última vez que Borges se refirió a su obra, prefirió, con elección personal,  “borgesiano”: “Actualmente existe Borges , y aun borgesiano, creo...”, dice en una entrevista con Jean-Pierre Bernés: “La universidad del mundo”, en La Nación, Buenos Aires, 14 de junio de 1987, p. 1. En francés se usa borgien y borgesien . Véase, Barcia, Pedro Luis. . “Borges en La Pleiade”, en La Nación,  Buenos Aires, dom. 29 de agosto de 1993, pp. 1 y 2. Además, Barcia, P.L. “Los temas y los procedimientos de la literatura fantástica según un texto desconocido de Borges”, en Ricci, Graciela (ed). Los laberintos del signo. Homenaje a J.L.Borges, Milano, Giufré Editore,  1999, pp.3-28.
[2] En El jardín de senderos que se bifurcan, Buenos Aires, Sur, 1942, 9-35.V. Barcia, Pedro Luis. “”Tlon y el Textum mundi”, en Graciela N. Ricci, ed. Borges,, la lengua, el mund: las fronteras de la complejidad, Milano, Giuffré, editor, 2000, pp. 67-88.
[3]  La cuestión de la traducción del capítulo “Hydroteerapia”, del libro de Browne, por parte de Biorges –animal bicéfalo de Borges y Bioy- dio lugar a un cuestionamiento y posterior esclarecimiento por parte de Javier Marías CITAR
[4]  “Teoría del traductor”: “Cuando la traducción es mala , equivale a trocar en asador una espada de Toledo, según la expresión del fabulista, aunque se le ponga empuñadura de oro”.  “Las mejores traducciones de los textos consagrados, - decía Chateaubriand, a propósito de la suya en prosa de El Paraíso perdido, de Milton, son las interlineales”. “El traductor no es sino el ejecutante, que interpreta en su instrumento limitado las creaciones armónicas de los grandes maestros.” (Concuerda , en parte, con la excelente exposición de Alex Grijelmo).”Son condiciones esenciales de toda traducción fiel en verso, tomar por base de la estructura el corte de la estrofa en que la obra está tallada; ceñirse a la misma cantidad de versos, y encerrar dentro de sus líneas precisas las imágenes con todo su relieve, con claridad las ideas, y con toda su gracia prístina los conceptos; adoptar un metro idéntico o análogo por el número y acentuación, como cuando el instrumento acompaña a la voz humana en su medida, y no omitir la inclusión de todas las palabras esenciales que imprimen su sello al texto, y que son, en los idiomas, lo que los equivalentes en química y geometría”. “Aplicando estas reglas a la práctica, he procurado ajustarme al original, estrofa por estrofa, y verso por verso, como la vela se ciñe al viento, en cuanto da;  y reproduciendo sus formas y sus giros sin omitir las palabras que dominan el conjunto de cada parte (…) A fin de acercar en cierto modo, la copia interpretativa del modelo, le he dado, parcialmente, un ligero tinte arcaico, de manera que, sin retrotraer su lengua a los tiempos anteclásicos, no resulte de una afectación pedantesca y bastarda, ni por demás pulimentado su fraseo según el clasicismo actual, que lo desfiguraría. La introducción de algunos términos y modismos anticuados, que se armonizan con el tono de la composición original, tiene simplemente  por objeto darle cierto aspecto nativo, producir al menos la ilusión en perspectiva. Tal es la teoría que me ha guiado en esta traducción”. La edición de su traducción considerada como definitiva por el autor, es de 1894.
[5] Alifano, Roberto. Borges.  Biografía  verbal, Barcelona, Plaza y Janés, 1988, p. 27.
[6] Mastronardi, Carlos. Enciclopedia de la literatura argentina, Buenos Aires, Sudamericana, 1970.
[7] Podemos ver reproducciones de estos trabajos en De Torre Borges, Miguel. Borges. Fotografías y manuscritos,  Buenos Aires, Ediciones Renglón, 1987, pp.29. La concertación de esta información en la obra muy documentada:  Vaccaro, Alejandro. Georgie. 1899-1930. Una vida de Jorge Luis Borges, Buenos Aires, Editorial Proa-Alberto casares, 1995, esp. pp. 58-59.
[8] Ortega y Gasset, José- “Miseria y esplendor de la traducción”, en El libro de las misiones, Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1940; Colec. Austral, 101, pp. 131-172.
[9] En Cervantes. Revista Hispanoamericana, Madrid, octubre de 1920; recogido en  Textos recobrados.1919-1929, Buenos Aires, Emecé Ediciones, 1997, pp.61-69.
[10] Borges, Jorge Luis. Textos cautivos. Ensayos y reseñas en El Hogar (1936-1939). Edición de Enrique Sacerio-Garí y Emir Rodríguez Monegal, Buenos Aires, Tusquets Editores, 1986. Fueron recogidas en  OC, t. IV, ob. cit. pp.
[11] Sol y Luna, Buenos Aires, nº 1, 1938; recogido en Textos recobrados, primer tomo, pp. pp. 170-179.
[12] Buenos Aires, Editorial Juárez, 1969: recogido en Prólogos, OC, IV, 1996, pp. 157-160.
[13] En Proa, 2ª ep.a.2, nº 6, enero de 1925. Traducción  de Jorge Luis Borges.
[14] Esta  edición recuerdo haberla visto en  la biblioteca personal, de  el departamento de la calle Rivadavia, de Leopoldo Marechal. El ejemplar que tuve en mis manos tenía  marcas hechas con lápiz azul, que atestiguaban que había sido bien cursado. Como se sabe, la novela de Joyce,  se proyectó, invertida, en Adán Buenosayres. Marechal conoció al inglés en la versión francesa.
[15] En Referente, Buenos Aires, a. I, nº 1, invierno de 1981; en Textos recobrados, primer tomo, p. 366;  allí se dan las referencias  a Güiraldes y el regalo del ejemplar, en 1925.
[16] En Los Anales de Buenos Aires, Buenos Aires, a. I, nº 1, ener de 1946: recogido en Textos recobrados. 1931-1955, pp. 233-235.  V. además, “Borges y Joyce, 50 años después”, en Textos recobrados. 1956-1986. Buenos Aires,  Emecé Editores, pp. 363-367. Completan los trabajos de Borges destinados al irlandés: “Joyce y los neologismos” (1939) y “Fragmento sobre Joyce” (1941), ambos recogidos en Borges en” Sur”, Buenos Aires, Emecé Editores, 1999, pp. 164 y 167.
[17] Kafka, Franz. La Metamofosis. Traducción y prólogo de J. L. Borges,  Buenos Aires, Editorial Losada,  1938;   Colección “La Pajarita de Papel”.
[18] Faulkner, William. Las palmeras salvajes. Traducción de Jorge Luis Borges, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1940.
[19] Melville, Herman. Bartleby. Traducción y prólogo de J.L.Borges, Buenos Aires, Emecé Editores, 1944: Colección Cuadernos de la Quimera.
[20] Sábato, Ernesto. Obras. Ensayos, Buenos Aires, Editorial Losada, 1070, pp. 334-335.
[21]  Traducción y estudio preliminar de J.L.Borges, Buenos Aires, W-. M. Jackson Inc., 1949; Colección Jackson.
[22] En Proa, Buenos Aires, a. II, nº 6, enero de 1925, pp. 69-70. Recogido en Inquisiciones   (1925). Véase hoy la edición de Buenos Aires,  Seix Barral, 1993, p. 136-137.
[23] en Proa, Buenos Aires, a.I, nº 5, diciembre de 1924 , pp. 55-57 y a. II,  nº 6,  enero de 1925, pp. 61-68. 
[24] En   El Hacedor, 1960; recogido en  OC., Buenos Aires, Emecé Ediciones, 1974, p. 813.
[25] Por supuesto que, además,  “ladino” fue la designación del judeoespañol, judezno, sefardí.
[26] La traducción clásica inglesa  de Fitz Gerald es de Londres, 1859, y contenía unas pocas estrofas; la segunda edición ,de 1868, fue la completa. En esta se apoyan los traductores argentinos, con exclusividad. No así Lugones. Las estrofas en unos y otros no coinciden en su numeración con el inglés. Cito por Omar Khayyám, Rubáiyat. Rendered into English verse by E. Fitzgerald, London, Macmillan, 1894.
[27] Muzzio Sáenz-Peña, Carlos. Rubáiyat, de Omar-al-Khayyam. Prefacio de Álvaro Melián Lafinur. Ilustraciones de G. López Naguil, Madrid, Francisco Beltrán, Librería Española y Argentina, s.a. Este traductor dominó varias lenguas modernas, la literatura oriental la traducía del inglés. Fue profesor de la Instituto Nacional del Profesorado en Lenguas Vivas de Buenos Aires
[28]  En Obras completas, La Plata, Universidad Nacional de La Plata, 1926; t. XX, pp. 357-457.
[29] La versión de Lugones es inmediatamente posterior a la del padre de Borges, 1926. Es curioso un hecho: Jorge Borges y Lugones, ambos, nacieron y murieron en 1874-1938Ver Obras poéticas completas, Buenos Aires, Aguilar, 19  ,
[30] Robaiat, de Omar Khayyam. Traduts du persan , por Franz Toussaint. Paris, Editeur d’Art de Piaza, 1924. Lugones poseía en su biblioteca  un ejemplar cursado y marcado de esta edición.
[31]  Esto me  recuerda el caso del verso inicial del célebre  soneto “Correspóndanles”, de Baudelaire: “La Nature est un temple…”. Battistessa traduce: “La Creación es un templo…”. Si bien es concorde con la visión católica del mundo del gran lírico francés, pues  la mayúscula de Creación supone un Dios creador, etc., la versión no es literal. . Sí  es literal, aunque muy inferior poéticamente, la de Nydia Lamarque: “Naturaleza es templo….” Así traduce también Luis Guarner.   Esta pequeña muestra devela cómo la cosmovisión del traductor puede filtrarse, ayudando o no, en la tarea ardua de trasponer.
[32] Es ejercicio grato a Borges. A veces, lo cambia de dirección, por ejemplo, en “El fin”, donde lo que se propone es un infinito, pero proyectivo, no hacia atrás, como en  “Ajedrez”, sino hacia lo adveniente: Martín Fierro mata al Negro, un hermano del Negro mataría a Fierro, el Hijo Mayor mata al Segundo Negro, un Tercer Negro matará al Hijo Mayor, el Hijo Menor matará al Tercer Negro, un Cuarto Negro, matará al Hijo Menor, Picardía matará al Cuarto Negro…
    Puede verse Barcia, Pedro Luis.  “Proyecciones de Martín Fierro en ficciones de Borges”. COMPLETAR
[33] Crítica. Revista Multicolor de los Sábados, Buenos Aires,  a.2, nº 53, 11 de agosto de 1934; recogido en Textos recobrados. 1931-1955, Buenos Aires, Emecé ediciones, 2001, pp. 100-101)
[34] Buenos Aires, Manuel Gleizer, editor, 1928; cito por OC, t. IV,  ob. cit.,  pp. 239-243.
[35] Recogido en Textos recobrados 1919.1930, Buenos Aires, Emecé ediciones, 1997, pp. 256-259
[36] Valéry, Paul. El cementerio marino. Traducción de Néstor Ibarra. Prólogo de J.L.B., Buenos Aires, Les Éditions  Schillinger, 1932: el prólogo fue recogido en Prólogos, Buenos Aires, Torres Agüero Editor, 1975, pp. 163-166; luego, en OC, t. IV, ob. cit. , pp. 151-154.
[37]  Buenos Aires, Editorial Viau y Zona, 1936; OC, t. II, pp. 397-413.
[38] Borges, Jorge Luis. “Cansinos Assens y Las mil y una noches”, en La Nación, Buenos Aires, domingo 10 de julio de 1960: recogido en Textos recobrados. 1956-1986, Buenos Aires, Emecé ediciones, 2003, pp. 53-55.
[39] Ver OC. 1975-1985, Buenos Aires, Emecé Editores, 1989, pp. 341-374.
[40] Hay una página  confidencial de Borges en la que nos cuenta que  cuando  viajaba en el tranvía  37, leía y compulsaba una edición bilingüe italiano-inglesa de la Comedia. Un ironista, creo que Nalé Roxlo,  agregó que los traqueteos del tranvía lo habían llevado a confundir las líneas versales, y eso explicaba las curiosas y abscónditas  interpretaciones suyas del texto mayor de Dante.
[41] “Mis libros”. Diálogo con Jorge Cruz, en La Nación,  Buenos Aires, domingo 28-4-85, p.1. En otra entrevista, de 1983, comenta: “Francisco Soto y calvo tenía una teoría sobre la traducción. ¿Hay que traducir un poema? Entonces tiene que ser el mismo número de palabras, el mismo número de sílabas, el acento en el mismo lugar y las palabras en el mismo oren. No sé si esto es posible pasando de un idioma a otro. Creo que no. Entonces, se lo dije, y para demostrarme que tenía razón me leyó un horroroso ejemplo de traducción que para mí no tenía nada que ver con nada. Se lo insinué tímidamente. Me miró y me dijo: “Borges, yo esperaba algo mejor de usted. El águila vuela muy alto””.
   Entrevista de Ricardo Kunis: “Por la razón de que n dejará de soñar”, en Clarín, Buenos Aires,  16-6-86; realizada en septiembre del 1983.
    El “caso” de Francisco de Soto y Calvo como traductor es digno de un estudio especial.
[42] Borges en Revista Multicolor. Obras, reseñas y traducciones inéditas de Jorge Luis Borges. Investigación y compilación de Irma Zangara, Buenos Aires, Editorial Atlántida, 1995. Las traducciones figuran en la sección III del libro.
[43]  Borges en Revista Multicolor, ob. cit., p. 230.


Fuente foto sin data



6/12/14

Jorge Luis Borges por Federico Fellini






Borges me comunica siempre una singular exaltación pacificadora a causa de su prodigiosa vocación de aprisionar, aunque sea por un instante, entidades tan ambiguas y enrarecidas como el tiempo, el destino, la muerte, los sueños, en operaciones mentales portentosas y refinadas, en mecanismos conceptuales poderosamente simplificados, libres de los oropeles de la lógica, de los juegos de equilibrio de la dialéctica. Sobre todo para un hombre de cine, Borges es un autor particularmente estimulante en cuanto a que lo excepcional de su literatura consiste en ser muy parecida al sueño, como una extraordinaria visión onírica al evocar del subconsciente imágenes innatas donde la cosa y su significado coexisten simultáneamente, exactamente como en una película. Y justamente como en los sueños, también lo incongruente de Borges, lo absurdo, lo contradictorio, lo arcaico, lo repetitivo, aún conservando toda su virulenta carga fantástica, son igualmente iluminados como los rigurosos detalles de un dibujo más amplio e ignorado, son los elementos impecables de un mosaico atrozmente perfecto e indiferente. También, Borges, me hace pensar en un flujo onírico discontinuo, y la heterogeneidad de esta misma producción —relatos, ensayos, poesías— prefiero imaginármelas, no como el fruto de los múltiples resortes de un talento impaciente, sino más bien como el signo sin descifrar de una metamorfosis infatigable. 


Fuente Vía 
Foto: Enrique Fernández d´Jesús

Jorge Luis Borges: Jacques Bainville. Dictadores




Acaba de aparecer el libro Dictadores de Jacques Bainville. Su autor finge estudiar la historia personal y política de todos ellos, desde Gelón de Siracusa a Hitler de Berlín. En realidad, se trata de una apresurada rapsodia hecha con retazos de enciclopedia. Nuestro país está representado, no indignamente, por Julio A. Roca y por Juan Manuel de Rosas, «a quien los gauchos de las pampas llamaban el Washington del Sur». Realmente, el señor Bainville exagera la erudición de nuestros gauchos y su afición a los paralelos históricos.

Publicado en El Hogar, 16 de abril de 1937
Incluido en Obra crítica II
Buenos Aires, 2000





Dice Eduardo Montes Bradley

El dibujo refleja la idea que Borges tenía del animal político ya en 1946. El monstruo tiene siete cabezas en lugar de nueve, como deberían tener las hidras de manual; es decir, las hidras como deben ser cuando son hidras, aunque quizá se trate de un animal incompleto y allí (al igual que en el nombre en alemán) resida una de las llaves de lectura del dibujo. Sin embargo, Borges sí tuvo en cuenta la tradición cuando pensó en Eva Duarte como cabeza central. Y tratándose de hidras, central e inmortal vienen a ser exactamente lo mismo. Las otras cabezas, las de Rosas, Marx, Perón y Hitler, son las que se implican mortales. Según el mito, las cabezas que no ocupan el lugar central deberán ser enterradas sin mayor peligro, mientras que la central deberá ser sepultada debajo de una roca para evitar incómodas resurrecciones. Es notable cómo Borges percibe el entorno cuando la figura política de Evita no había aún alcanzado el cénit de su poder, anticipándose al mito e incluso al destino de su cadáver.


En Cortázar sin barba, Editorial Debate 2014 [+] [+]

Official site EMB: Heritage Film Project


5/12/14

Mario Vargas Llosa: Preguntas a Borges





En 1963, en París, Mario Vargas Llosa, en aquel entonces toda una promesa de las letras peruanas, tuvo la ocasión de entrevistar a uno de sus ídolos: el escritor argentino Jorge Luis Borges.
Este es el texto que hemos desempolvado de sus archivos personales para inaugurar nuestra sección de inéditos y rarezas en su página oficial.

-Discúlpeme usted, Jorge Luis Borges, pero lo único que se me ocurre para comenzar esta entrevista es una pregunta convencional: ¿cuál es la razón de su visita a Francia?

-Fui invitado a dos congresos por el Congreso por la Libertad de la Cultura, en Berlín. Fui invitado también por la Deutsche Regierum, por el gobierno alemán, y luego mi gira continuó y estuve en Holanda, en la ciudad de Amsterdam, que tenía muchas ganas de conocer. Luego mi secretaria María Esther Vázquez y yo seguimos por Inglaterra, Escocia, Suecia, Dinamarca y ahora estoy en París. El sábado iremos a Madrid , donde permaneceremos una semana. Luego, volveremos a la patria. Todo esto habrá durado poco más de dos meses.

-Tengo entendido que asistió al Coloquio que se ha celebrado recientemente en Berlín entre escritores alemanes y latinoamericanos. ¿Quiere darme su impresión de este encuentro?

-Bueno, este encuentro fue agradable en el sentido de que pude conversar con muchos colegas míos. Pero en cuanto a los resultados de esos congresos, creo que son puramente negativos. Y, además, parece que nuestra época nos obliga a ello, yo tuve que expresar mi sorpresa -no exenta de melancolía -, de que en una reunión de escritores se hablara tan poco de literatura y tanto de política, un tema que es más bien, bueno, digamos tedioso. Pero, desde luego, agradezco haber sido invitado a ese congreso, ya que para un hombre sin mayores posibilidades económicas como yo, esto me ha permitido conocer países que no conocía, llevar en mi memoria muchas imágenes inolvidables de ciudades de distintos países. Pero, en general, creo que los congresos literarios vienen a ser como una forma de turismo, ¿no?, lo cual, desde luego, no es del todo desagradable.

-En los últimos años, su obra ha alcanzado una audiencia excepcional aquí, en Francia. La "Historia universal de la infamia" y la "Historia de la eternidad" se han publicado en libros de bolsillo, y se han vendido millares de ejemplares en pocas semanas. Además de "L'Herne", otras dos revistas literarias preparan números especiales dedicados a su obra. Y ya vio usted que en el Instituto de Altos Estudios de América Latina tuvieron que colocar parlantes hasta en la calle, para las personas que no pudieron entrar el auditorio a escuchar su conferencia. ¿Qué impresión le ha causado todo esto?

-Una impresión de sorpresa. Una gran sorpresa. Imagínese, yo soy un hombre de 65 años, y he publicado muchos libros, pero al principio esos libros fueron escritos para mí, y para un pequeño grupo de amigos. Recuerdo mi sorpresa y mi alegría cuando supe, hace muchos años, que de mi libro "Historia de la eternidad" se habían vendido en un año hasta 37 ejemplares. Yo hubiera querido agradecer personalmente a cada uno de los compradores, o presentarle mis excusas. También es verdad que 37 compradores son imaginables, es decir son 37 personas que tienen rasgos personales, y biografía, domicilio, estado civil, etc. En cambio, sí uno llega a vender mil o dos mil ejemplares, ya eso es tan abstracto que es como si uno no hubiera vendido ninguno. Ahora, el hecho es que en Francia han sido extraordinariamente generosos, generosos hasta la injusticia conmigo. Una publicación como "L'Herne", por ejemplo, es algo que me ha colmado de gratitud y al mismo tiempo me ha abrumado un poco. Me he sentido indigno de una atención tan inteligente, tan perspicaz, tan minuciosa y, le repito, tan generosa conmigo. Veo que en Francia hay mucha gente que conoce mi "obra" (uso esta palabra entre comillas) mucho mejor que yo. A veces, y en estos días, me han hecho preguntas sobre tal o cual personaje: ¿por qué John Vincent Moon vaciló antes de contestar? Y luego, al cabo de un rato, he recapacitado y me he dado cuenta que John Vincent Moon es protagonista de un cuento mío y he tenido que inventar una respuesta cualquiera para no confesar que me he olvidado totalmente del cuento y que no sé exactamente las razones de tal o cual circunstancia. Todo eso me alegra y, al mismo tiempo, me produce como un ligero y agradable vértigo. 

-¿Qué ha significado en su formación la cultura francesa?; ¿algún escritor francés ha ejercido una influencia decisiva en usted?

-Bueno, desde luego. Yo hice todo mi bachillerato en Ginebra, durante la primera guerra mundial. Es decir que durante muchos años, el francés fue, no diré el idioma en el que yo soñaba o en el que sacaba cuentas, porque nunca llegué a tanto, pero sí un idioma cotidiano para mí. Y, desde luego la cultura francesa ha influido en mí, como ha influido en la cultura de todos los americanos del Sur, quizá más que en la cultura de los españoles. Pero hay algunos autores que yo quisiera destacar especialmente y esos autores son Montaigne, Flaubert -quizá Flaubert más que ningún otro -, y luego un autor personalmente desagradable a través de lo que uno puede juzgar por sus libros, pero la verdad es que trataba de ser desagradable y lo consiguió: Leon Bloy. Sobre todo me interesa en Leon Bloy esa idea suya, esa idea que ya los cabalistas y el místico sueco Swedenborg tuvieron pero que sin duda él sacó de sí mismo, la idea del universo como una suerte de escritura, como una criptografía de la divinidad. Y en cuanto a la poesía, creo que usted me encontrará bastante "pompier", bastante "vieux jouer", rococó, porque mis preferencias en lo que se refiere a poesía francesa siguen siendo la Chanson de Roland, la obra de Hugo, la obra de Verlaine, y -pero ya en un plano menor- la obra de poetas como Paul-Jean Toulet, el de las "Contrerimes". Pero hay sin duda muchos autores que no nombro que han influido en mí. Es posible que en algún poema mío haya algún eco de la voz de ciertos poemas épicos de Apollinaire, eso no me sorprendería. Pero si tuviera que elegir un autor (aunque no hay absolutamente ninguna razón para elegir un autor y descartar los otros), ese autor francés sería siempre Flaubert.

-Se suele distinguir dos Flaubert: el realista de "Madame Bovary" y "La educación sentimental", y el de las grandes construcciones históricas, "Salambó" y "La tentación de San Antonio". ¿Cuál de los dos prefiere?

-Bueno, creo que tendría que referirme a un tercer Flaubert, que es un poco los dos que usted ha citado. Creo que uno de los libros que yo he leído y releído más en mi vida es el inconcluso "Bouvard y Pecuchet". Pero estoy muy orgulloso, porque en mi biblioteca, en Buenos Aires, tengo una 'editio princeps' de Salambó y otra de la Tentación. He conseguido eso en Buenos Aires y aquí me dicen que se trata de libros inhallables, ¿no? Y en Buenos Aires no sé qué feliz azar me ha puesto esos libros entre las manos. Y me conmueve pensar que yo estoy viendo exactamente lo que Flaubert vio alguna vez, esa primera edición que siempre emociona tanto a un autor.

-Usted ha escrito poemas, cuentos y ensayo. ¿Tiene predilección por alguno de esos géneros?

-Ahora, al término de al carrera literaria, tengo la impresión que he cultivado un solo género: la poesía. Salvo que mi poesía se ha expresado muchas veces en prosa y no en verso. Pero como hace unos diez años que he perdido la vista, y a mí me gusta mucho vigilar, revisar lo que escribo, ahora me he vuelto a las formas regulares del verso. Ya que un soneto, por ejemplo, puede componerse en la calle, en el subterráneo, paseando por los corredores de la Biblioteca Nacional, y la rima tiene una virtud mnemónica que usted conoce. Es decir, uno puede trabajar y pulir un soneto mentalmente y luego, cuando el soneto está más o menos maduro, entonces lo dicto, dejo pasar unos diez o doce días y luego lo retomo, lo modifico lo corrijo hasta que llega un momento en que ese soneto ya puede publicarse sin mayor deshonra para el autor.

-Para terminar, le voy a hacer otra pregunta convencional: si tuviera que pasar el resto de sus días en una isla desierta con cinco libros, ¿cuáles elegiría? 

-Es una pregunta difícil, porque cinco es poco o es demasiado. Además, no sé si se trata de cinco libros o de cinco volúmenes.

-Digamos, cinco volúmenes.

-¿Cinco volúmenes? Bueno, yo creo que llevaría la "Historia de la Declinación y Caída del lmperio Romano" de Gibbons. No creo que llevaría ninguna novela, sino más bien un libro de historia. Bueno, vamos a suponer que eso sea en una edición de dos volúmenes. Luego, me gustaría llevar algún libro que yo no comprendiera del todo, para poder leerlo y releerlo, digamos la "Introducción a la Filosofía de las Matemáticas" de Russell, o algún libro de Henri Poincaré. Me gustaría llevar eso también. Ya tenemos tres volúmenes. Luego, podría llevar un volumen cualquiera, elegido el azar, de una enciclopedia. Ahí ya podría haber muchas lecturas. Sobre todo, no de una enciclopedia actual, porque las enciclopedias actuales son libros de consulta, sino de una enciclopedia publicada hacia 1910 o 1911, algún volumen de Brockhaus, o de Mayer, o de la Enciclopedia Británica, es decir cuando las enciclopedias eran todavía libros de lectura. Tenemos cuatro. Y luego, para el último, voy a hacer una trampa, voy a llevar un libro que es una biblioteca, es decir llevaría la Biblia. Y en cuanto a la poesía, que está ausente de este catálogo, eso me obligaría a encargarme yo, y entonces no leería versos. Además, mí memoria está tan poblada de versos que creo que no necesito libros. Yo mismo soy una especie de antología de muchas literaturas. Yo, que recuerdo mal las circunstancias de mi propia vida, puedo decirle indefinidamente y tediosamente versos en latín, en español, en inglés, en inglés antiguo, en francés, en italiano, en portugués. No sé si he contestado bien a su pregunta.

-Sí, muy bien, Jorge Luis Borges. Muchas gracias.



Fuente: ClubCultura.com
Foto: Borges, Vargas Llosa y Alicia Jurado (1985)

Jorge Luis Borges: Otro poema de los dones






Gracias quiero dar al divino
laberinto de los efectos y de las causas
por la diversidad de las criaturas
que forman este singular universo,
por la razón, que no cesará de soñar
con un plano del laberinto,
por el rostro de Elena y la perseverancia de Ulises,
por el amor, que nos deja ver a los otros
como los ve la divinidad,
por el firme diamante y el agua suelta,
por el álgebra, palacio de precisos cristales,
por las místicas monedas de Ángel Silesio,
por Schopenhauer,
que acaso descifró el universo,
por el fulgor del fuego
que ningún ser humano puede mirar sin un asombro antiguo,
por la caoba, el cedro y el sándalo,
por el pan y la sal,
por el misterio de la rosa
que prodiga color y que no lo ve,
por ciertas vísperas y días de 1955,
por los duros troperos que en la llanura
arrean los animales y el alba,
por la mañana en Montevideo,
por el arte de la amistad,
por el último día de Sócrates,
por las palabras que en un crepúsculo se dijeron
de una cruz a otra cruz,
por aquel sueño del Islam que abarcó
mil noches y una noche,
por aquel otro sueño del infierno,
de la torre del fuego que purifica
y de las esferas gloriosas,
por Swedenborg,
que conversaba con los ángeles en las calles de Londres,
por los ríos secretos e inmemoriales
que convergen en mí,
por el idioma que, hace siglos, hablé en Nortumbria,
por la espada y el arpa de los sajones,
por el mar, que es un desierto resplandeciente
y una cifra de cosas que no sabemos
y un epitafio de los vikings,
por la música verbal de Inglaterra,
por la música verbal de Alemania,
por el oro, que relumbra en los versos,
por el épico invierno,
por el nombre de un libro que no he leído: Gesta Dei per Francos,
por Verlaine, inocente como los pájaros,
por el prisma de cristal y la pesa de bronce,
por las rayas del tigre,
por las altas torres de San Francisco y de la isla de Manhattan,
por la mañana en Texas,
por aquel sevillano que redactó la Epístola Moral
y cuyo nombre, como él hubiera preferido, ignoramos,
por Séneca y Lucano, de Córdoba,
que antes del español escribieron
toda la literatura española,
por el geométrico y bizarro ajedrez,
por la tortuga de Zenón y el mapa de Royce,
por el olor medicinal de los eucaliptos,
por el lenguaje, que puede simular la sabiduría,
por el olvido, que anula o modifica el pasado,
por la costumbre,
que nos repite y nos confirma como un espejo,
por la mañana, que nos depara la ilusión de un principio,
por la noche, su tiniebla y su astronomía.
por el valor y la felicidad de los otros,
por la patria, sentida en los jazmines
o en una vieja espada,
por Whitman y Francisco de Asís, que ya escribieron el poema,
por el hecho de que el poema es inagotable
y se confunde con la suma de las criaturas
y no llegará jamás al último verso
y varía según los hombres,
por Frances Haslam, que pidió perdón a sus hijos
por morir tan despacio,
por los minutos que preceden al sueño,
por el sueño y la muerte,
esos dos tesoros ocultos,
por los íntimos dones que no enumero,
por la música, misteriosa forma del tiempo.


En El otro, el mismo (1965)
Foto PD: JLB bronce busto sin data de autor


3/12/14

Jorge Luis Borges: Al espejo






¿Por qué persistes, incesante espejo?
¿Por qué duplicas, misterioso hermano,
el menor movimiento de mi mano?
¿Por qué en la sombra el súbito reflejo?

Eres el otro yo de que habla el griego
y acechas desde siempre. En la tersura
del agua incierta o del cristal que dura
me buscas y es inútil estar ciego.

El hecho de no verte y de saberte
te agrega horror, cosa de magia que osas
multiplicar la cifra de las cosas

que somos y que abarcan nuestra suerte.
Cuando esté muerto, copiarás a otro
y luego a otro, a otro, a otro, a otro…



En El oro de los tigres (1972)
Luego en La rosa profunda (1975)
Foto sin data archivo El Universal


Jorge Luis Borges: Tigres azules






Una famosa página de Blake hace del tigre un fuego que resplandece y un arquetipo eterno del mal; prefiero aquella sentencia de Chesterton, que lo define como símbolo de terrible elegancia. No hay palabras, por lo demás, que puedan ser cifra del tigre, forma que desde hace siglos habita la imaginación de los hombres. Siempre me atrajo el tigre. Sé que me demoraba, de niño, ante cierta jaula del zoológico; nada me importaban las otras. Juzgaba a las enciclopedias y a los libros de historia natural por los grabados de los tigres. Cuando me fueron revelados los Jungle Books, me desagradó que Shere Khan, el tigre, fuera el enemigo del héroe. A lo largo del tiempo, ese curioso amor no me abandonó. Sobrevivió a mi paradójica voluntad de ser cazador y a las comunes vicisitudes humanas. Hasta hace poco —la fecha me parece lejana, pero en realidad no lo es— convivió de un modo tranquilo con mis habituales tareas en la Universidad de Lahore. Soy profesor de lógica occidental y consagro mis domingos a un seminario sobre la obra de Spinoza. Debo agregar que soy escocés; acaso el amor de los tigres fue el que me atrajo de Aberdeen al Punjab. El curso de mi vida ha sido común, en mis sueños siempre vi tigres (ahora los pueblan de otras formas).
Más de una vez he referido estas cosas y ahora me parecen ajenas. Las dejo, sin embargo, ya que las exige mi confesión.
A fines de 1904, leí que en la región del delta del Ganges habían descubierto una variedad azul de la especie. La noticia fue confirmada por telegramas ulteriores, con las contradicciones y disparidades que son del caso. Mi viejo amor se reanimó. Sospeché un error, dada la impresión habitual de los nombres de los colores. Recordé haber leído que en islandés el nombre de Etiopía era «Bláland», Tierra Azul o Tierra de Negros. El tigre azul bien podía ser una pantera negra. Nada se dijo de las rayas y la estampa de un tigre azul con rayas de plata que divulgó la prensa de Londres; era evidentemente apócrifo. El azul de la ilustración me pareció más propio de la heráldica que de la realidad. En un sueño vi tigres de un azul que no había visto nunca y para el cual no hallo la palabra justa. Sé que era casi negro, pero esa circunstancia no basta para imaginar el matiz.
Meses después un colega me dijo que en cierta aldea muy distante del Ganges había oído hablar de tigres azules. El dato no dejó de sorprenderme, porque sé que en esta región son raros los tigres. Nuevamente soñé con el tigre azul, que al andar proyectaba su larga sombra sobre el suelo arenoso. Aproveché las vacaciones para emprender el viaje a esa aldea, de cuyo nombre —por razones que luego aclararé— no quiero acordarme.
Arribé ya terminada la estación de las lluvias. La aldea estaba agazapada al pie de un cerro, que me pareció más ancho que alto, y la cercaba y amenazaba una jungla, que era de un color pardo. En alguna página de Kipling tiene que estar el villorrio de mi aventura ya que en ellas está toda la India, y de algún modo todo el orbe. Básteme referir que una zanja con oscilantes puentes de cañas apenas defendía las chozas. Hacia el sur había ciénagas y arrozales y una hondonada con un río limoso cuyo nombre no supe nunca, y después, de nuevo, la jungla.
La población era de hindúes. El hecho, que yo había previsto, no me agradó. Siempre me he llevado mejor con los musulmanes, aunque el Islam, lo sé, es la más pobre de las creencias que proceden del judaísmo.
Sentimos que en la India el hombre pulula; en la aldea sentí que lo que pulula es la selva, que casi penetraba en las chozas. El día era opresivo y la noche no tenía frescura.
Los ancianos me dieron la bienvenida, y mantuve con ellos un primer diálogo, hecho de vanas cortesías. Ya dije la pobreza del lugar, pero sé que todo hombre da por sentado que su patria encierra algo único. Ponderé las dudosas habitaciones y los no menos dudosos manjares y dije que la fama de ese lugar había llegado hasta Lahore. Los rostros de los hombres cambiaron; intuí inmediatamente que había cometido una torpeza y que debía arrepentirme. Los sentí poseedores de un secreto que no compartirían con un extraño. Acaso veneraban al Tigre Azul y le profesaban un culto que mis temerarias palabras habrían profanado.
Esperé a la mañana del otro día. Consumido el arroz y bebido el te, abordé mi tema. Pese a la víspera, no entendí, no pude entender, lo que sucedió. Todos me miraron con estupor y casi con espanto, pero cuando les dije que mi propósito era apresar a la fiera de la curiosa piel, me oyeron con alivio. Alguno me dijo que lo había divisado en el lindero de la jungla.
En mitad de la noche me despertaron. Un muchacho me dijo que una cabra se había escapado del redil y que, yendo a buscarla, había divisado al tigre azul en la otra margen del río. Pensé que la luz de la luna nueva no permitiría divisar el color, pero todos confirmaron el relato y alguno, que antes había guardado silencio, dijo que lo había visto. Salimos con los rifles y vi, o creí ver, una sombra felina que se perdía en la tiniebla de la jungla. No dieron con la cabra, pero la fiera que la había llevado, bien podía no ser mi tigre azul. Me indicaron con énfasis unos rastros que, desde luego, nada probaban.
Al cabo de las noches comprendí que esas falsas alarmas constituían una rutina. Como Daniel Defoe, los hombres del lugar eran diestros en la invención de rastros circunstanciales. El tigre podía ser avistado a cualquier hora, hacia los arrozales del Sur o hacia la maraña del Norte, pero no tardé en advertir que los observadores se turnaban con regularidad sospechosa. Mi llegada coincidía invariablemente con el momento exacto en que el tigre acababa de huir. Siempre me indicaban la huella y algún destrozo, pero el puño de un hombre puede falsificar los rastros de un tigre. Una que otra vez fui testigo de un perro muerto. Una noche de luna, pusimos una cabra de señuelo y esperamos en vano hasta la aurora. Pensé al principio que esas fábulas cotidianas obedecían al propósito de que yo demorara mi estadía, que beneficiaba a la aldea, ya que la gente me vendía alimentos y cumplía mis quehaceres domésticos. Para verificar esa conjetura, les dije que pensaba buscar el tigre en otra región, que estaba aguas abajo. Me sorprendió que todos aprobaran mi decisión. Seguí advirtiendo, sin embargo, que había un secreto y que todos recelaban de mí.
Ya dije que el cerro boscoso a cuyo pie se amontonaba la aldea no era muy alto; una meseta lo truncaba. Del otro lado, hacia el Oeste y el Norte, seguía la jungla. Ya que la pendiente no era áspera, les propuse una tarde escalar el cerro. Mis sencillas palabras los consternaron. Uno exclamó que la ladera era muy escarpada. El más anciano dijo con gravedad que mi propósito era de ejecución imposible. La cumbre era sagrada y estaba vedada a los hombres por obstáculos mágicos. Quienes la hollaban con pies mortales corrían el albur de ver la divinidad y de quedarse locos o ciegos.
No insistí, pero esa noche, cuando todos dormían, me escurrí de la choza sin hacer ruido y subí la fácil pendiente. No había camino y la maleza me demoró.
La luna estaba en el horizonte. Me fijé con singular atención en todas las cosas, como si presintiera que aquel día iba a ser importante, quizá el más importante de mis días. Recuerdo aún los tonos obscuros, a veces casi negros, de la hojarasca. Clareaba y en el ámbito de las selvas no cantó un solo pájaro.
Veinte o treinta minutos de subir y pise la meseta. Nada me costó imaginar que era más fresca que la aldea, sofocada a su pie. Comprobé que no era la cumbre, que era una suerte de terraza, no demasiado dilatada, y que la jungla se encaramaba hacia arriba, en el flanco de la montaña. Me sentí libre, como si mi permanencia en la aldea hubiera sido una prisión. No me importaba que sus habitantes hubieran querido engañarme; sentí que de algún modo eran niños.
En cuanto al tigre… Las muchas frustraciones habían gastado mi curiosidad y mi fe, pero de manera casi mecánica busqué rastros.
El suelo era agrietado y arenoso. En una de las grietas, que por cierto no eran profundas y que se ramificaban en otras, reconocí un color. Era, increíblemente, el azul del tigre de mi sueño. Ojalá no lo hubiera visto nunca. Me fijé bien. La grieta estaba llena de piedrecitas, todas iguales, circulares, muy lisas y de pocos centímetros de diámetro. Su regularidad le prestaba algo artificial, como si fueran fichas.
Me incliné, puse la mano en la grieta y saqué unas cuantas. Sentí un levísimo temblor. Guardé el puñado en el bolsillo derecho, en el que había una tijerita y una carta de Allabahad. Estos dos objetos casuales tienen su lugar en mi historia.
Ya en la choza, me quité la chaqueta. Me tendí en la cama y volví a soñar con el tigre. En el sueño observé el color; era el del tigre ya soñado y el de las piedritas de la meseta. Me despertó el sol en la cara. Me levanté. La tijera y la carta me estorbaban para sacar los discos. Saqué un primer puñado y sentí que aún quedaban dos o tres. Una suerte de cosquilleo, una muy leve agitación, dio calor a mi mano. Al abrirla vi que los discos eran treinta o cuarenta. Yo hubiera jurado que no pasaban de diez. Las dejé sobre la mesa y busqué los otros. No precisé contarlos para verificar que se habían multiplicado. Los junté en un solo montón y traté de contarlos uno por uno.
La sencilla operación resultó imposible. Miraba con fijeza cualquiera de ellos, lo sacaba con el pulgar y el índice y cuando estaba solo, eran muchos. Comprobé que no tenía fiebre e hice la prueba muchas veces. El obsceno milagro se repetía. Sentí frío en los pies y en el bajo vientre y me temblaban las rodillas. No se cuanto tiempo pasó.
Sin mirarlos, junté los discos en un solo montón y los tiré por la ventana. Con extraño alivio sentí que había disminuido su número. Cerré la puerta con firmeza y me tendí en la cama. Busqué la exacta posición anterior y quise persuadirme de que todo había sido un sueño. Para no pensar en los discos, para poblar de algún modo el tiempo, repetí con lenta precisión, en voz alta, las ocho definiciones y los siete axiomas de la Ética. No sé si me auxiliaron. Temí instintivamente que me hubieran oído hablar solo, y abrí la puerta.
Era el más anciano, Bhagwan Dass. Por un instante su presencia pareció restituirme a lo cotidiano. Salimos. Yo tenía la esperanza de que hubieran desaparecido los discos, pero ahí estaban, en la tierra. Ya no se cuantos eran.
El anciano los miró y me miró.
—Estas piedras no son de aquí. Son las de arriba —dijo con una voz que no era la suya.
—Así es —le respondí. Agregué, no sin desafío, que las había hallado en la meseta, en inmediatamente me avergoncé de darle explicaciones. Bhagwan Dass, sin hacerme caso, se quedó mirándolas fascinado. Le ordené que las recogiera. No se movió.
Me duele confesar que saqué el revólver y le repetí la orden en voz más alta.
Bhagwan Dass balbuceó:
—Más vale una bala en el pecho que una piedra azul en la mano.
—Eres un cobarde —le dije.
Yo estaba, creo, no menos aterrado, pero cerré los ojos y recogí un puñado de piedras con la mano izquierda. Guardé el revólver y las dejé caer en la palma abierta de la otra. Su número era mucho mayor.
Sin saberlo, ya había ido acostumbrándome a esas transformaciones. Me sorprendieron menos que los gritos de Bhagwan Dass.
—¡Son las piedras que engendran! —exclamó—. Ahora son muchas, pero pueden cambiar. Tienen la forma de la luna cuando está llena y ese color azul que sólo es permitido ver en los sueños. Los padres de mis padres no mentían cuando hablaban de su poder.
La aldea entera nos rodeaba.
Me sentí el mágico poseedor de esas maravillas. Ante el asombro unánime, recogía los discos, los elevaba, los dejaba caer, los desparramaba, los veía crecer o multiplicarse o disminuir extrañamente.
La gente se agolpaba, presa de estupor y de horror. Los hombres obligaban a sus mujeres a mirar el prodigio. Alguna se tapaba la cara con el antebrazo, alguna apretaba los párpados. Ninguno se animó a tocar los discos, salvo un niño feliz que jugó con ellos. En un momento sentí que ese desorden estaba profanando el milagro. Junté todos los discos que pude y volví a la choza.
Quizá he tratado de olvidar el resto de aquel día, que fue el primero de una serie desventurada que no ha cesado aún. Lo cierto es que no lo recuerdo. Hacia el atardecer pensé con nostalgia en la víspera, que no había sido particularmente feliz, ya que estuvo poblada, como otras, por la obsesión del tigre. Quise ampararme en esa imagen, antes armada de poder y ahora baladí. El tigre azul me pareció no menos inocuo que el cisne negro del romano, que se descubrió después en Australia.
Releo mis notas anteriores y compruebo que he cometido un error capital. Desviado por el hábito de esa buena o mala literatura que malamente se llama psicológica, he querido recuperar, no sé por qué, la sucesiva crónica de mi hallazgo. Más me hubiera valido insistir en la monstruosa índole de los discos.
Si me dijeran que hay unicornios en la luna, yo aprobaría o rechazaría ese informe o suspendería mi juicio, pero podría imaginarlos. En cambio, si me dijeran que en la luna seis o siete unicornios pueden ser tres, yo afirmaría de antemano que el hecho era imposible. Quien ha entendido que tres y uno son cuatro, no hace la prueba con monedas, con dados, con piezas de ajedrez o con lápices. Lo entiende y basta. No puede concebir otra cifra. Hay matemáticos que afirman que tres y uno es una tautología de cuatro, una manera diferente de decir cuatro… A mí, Alexandre Craigie, me había tocado en suerte descubrir, entre todos los hombres de la tierra, los únicos objetos que contradicen esa ley esencial de la mente humana.
Al principio yo había sufrido el temor de estar loco; con el tiempo creo que hubiera preferido estar loco, ya que mi alucinación personal importaría menos que la prueba de que en el universo cabe el desorden. Si tres y uno pueden ser dos o pueden ser catorce, entonces la razón es una locura.
En aquel tiempo contraje el hábito de soñar con las piedras. La circunstancia de que el sueño no volviera todas las noches me concedía un resquicio de esperanza, que no tardaba en convertirse en terror. El sueño era más o menos el mismo. El principio anunciaba el temido fin. Una baranda y unos escalones de hierro que bajaban en espiral y un sótano o un sistema de sótanos que se ahondaban en otras escaleras cortadas casi a pico, en herrerías, en cerrajerías, en calabozos y en pantanos. En el fondo, en su esperada grieta, las piedras que eran también Behemoth o Leviathan, los animales que significaban en la escritura que el Señor es irracional. Yo me despertaba temblando y ahí estaban las piedras en el cajón, listas a transformarse.
La gente era distinta conmigo. Algo de la divinidad de los discos, que ellos apodaban tigres azules, me había tocado, pero asimismo me sabían culpable de haber profanado la cumbre. En cualquier instante de la noche, en cualquier instante del día, podían castigarme los dioses. No se atrevieron a atacarme o a condenar mi acto, pero noté que ahora eran todos peligrosamente serviles. No volví a ver al niño que había jugado con los discos. Temí el veneno o un puñal en la espalda. Una mañana, antes del alba, me evadí de la aldea. Sentí que la población entera me espiaba y que mi fuga fue un alivio. Nadie, desde aquella primera mañana, había querido ver las piedras.
Volví a Lahore. En mi bolsillo estaba el puñado de discos. El ámbito familiar de mis discos no me trajo el alivio que yo buscaba. Sentí que en el planeta persistían la aborrecida aldea y la jungla y el declive espinoso con la meseta y en la meseta las pequeñas grietas y en las gritas las piedras. Mis sueños confundían y multiplicaban esas cosas dispares. La aldea era las piedras, la jungla era la ciénaga y la ciénaga la jungla.
Rehuí la presencia de mis amigos. Temí ceder a la tentación de mostrarles ese milagro atroz que socavaba la ciencia de los hombres.
Ensayé diversos experimentos. Hice una incisión en forma de cruz en uno de los discos. Lo barajé entre los demás y lo perdí al cabo de una o dos conversiones, aunque la cifra de los discos había aumentado. Hice una prueba análoga con un disco al que había cercenado con una lima, una arco de círculo. Éste asimismo se perdió. Con un punzón abrí un orificio en el centro de un disco y repetí la prueba. Lo perdí para siempre. Al otro día regresó de su estadía en la nada el disco de la cruz. ¿Qué misterioso espacio era ése, que absorbía las piedras y devolvía con el tiempo una que otra, obedeciendo a leyes inescrutables o a un arbitrio inhumano?
El mismo anhelo de orden que en el principio creó las matemáticas hizo que yo buscara un orden en esa aberración de las matemáticas que son las insensatas piedras que engendran. En sus imprevisibles variaciones quise hallar una ley. Consagré los días y las noches a fijar una estadística de los cambios. Mi procedimiento era éste. Contaba con los ojos las piezas y anotaba la cifra. Luego las dividía en dos puñados que arrojaba sobre la mesa. Contaba las dos cifras, las anotaba y repetía la operación. Inútil fue la búsqueda de un orden, de un dibujo secreto en las rotaciones. El máximo de piezas que conté fue 419; el mínimo, tres. Hubo un momento que esperé, o temí, que desaparecieran. A poco de ensayar comprobé que un disco aislado de los otros no podía multiplicarse o desaparecer.
Naturalmente, las cuatro operaciones de sumar, restar, multiplicar o dividir, eran imposibles. Las piedras se negaban a la aritmética y al cálculo de probabilidades. Cuarenta discos, podían, divididos, dar nueve; los nueve, divididos a su vez, podían ser trescientos. No sé cuánto pesaban. No recurrí a una balanza, pero estoy seguro que su peso era constante y leve. El color era siempre aquel azul.
Estas operaciones me ayudaron a salvarme de la locura. Al manejar las piedras que destruyen la ciencia matemática, pensé más de una vez en aquellas piedras del griego que fueron los primeros guarismos y que han legado a tantos idiomas la palabra «cálculo». Las matemáticas, dije, tienen su comienzo y ahora su fin en las piedras. Si Pitágoras hubiera operado con éstas…
Al término de un mes comprendí que el caos era inextricable. Ahí estaban indómitos los discos y la perpetua tentación de tocarlos, de volver a sentir el cosquilleo, de arrojarlos, de verlos aumentar y decrecer, y de fijarme en pares o impares. Llegué a temer que contaminaran las cosas y particularmente los dedos que insistían en manejarlos.
Durante unos días me impuse el íntimo deber de pensar en las piedras, porque sabía que el olvido sólo podía ser momentáneo y que redescubrir mi tormento sería intolerable.
No dormí la noche del 10 de febrero. Al cabo de una caminata que me llevó hasta el alba, traspuse los portales de la mezquita Wazil Khan. Era la hora en que la luz no ha revelado los colores. No había un alma en el patio. Sin saber por qué, hundí las manos en el agua de la cisterna. Ya en el recinto, pensé que Dios y Alá son dos nombres de un ser inconcebible, y le pedí en voz alta que me librara de mi carga. Inmóvil, aguardé una contestación.
No oí los pasos, pero una voz cercana me dijo:
—He venido.
A mi lado estaba el mendigo. Descifré en el crepúsculo el turbante, los ojos apagados, la piel cetrina y la barba gris. No era muy alto.
Me tendió la mano y me dijo, siempre en voz baja:
—Una limosna, Protector de los Pobres.
Busqué, y le respondí:
—No tengo una sola moneda.
—Tienes muchas —fue la contestación.
En mi bolsillo derecho estaban las piedras. Saqué una y la dejé caer en la mano hueca. No se oyó el menor ruido.
—Tienes que darme todas —me dijo—. El que no ha dado todo no ha dado nada.
Comprendí y le dije:
—Quiero que sepas que mi limosna puede ser espantosa.
Me contestó:
—Acaso esa limosna es la única que puedo recibir. He pecado.
Dejé caer todas las piedras en la cóncava mano. Cayeron como en el fondo del mar, sin el ruido más leve.
Después me dijo:
—No sé aún cuál es tu limosna, pero la mía es espantosa. Te quedas con los días y las noches, con la cordura, con los hábitos, con el mundo.
No oí los pasos del mendigo ciego ni lo vi perderse en el alba.



En La Memoria de Shakespeare (1983)
Foto detalle: con y de Sara Facio s/f


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