2/12/14

Jorge Luis Borges: Epílogo a las Obras Completas en Colaboración





Hacia 1884, el doctor Henry Jekyll, mediante un modus operandi que se abstuvo de revelar, se transformó en el señor Hyde. Era uno y fue dos. El arte de la colaboración literaria es el de ejecutar el milagro inverso: lograr que dos sean uno. Si el experimento no marra, ese aristotélico tercer hombre suele diferir de sus componentes, que lo tienen en poco. Tal es el triste caso del narrador santafecino Bustos Domecq, tan calumniado por Bioy Casares y por Borges, que le reprochan su barroca vulgaridad.

Bromas aparte, este segundo tomo me complace más que el primero. En ambos estoy yo, pero en el anterior está el trabajo solitario y en éste la alegría de la amistad y los hallazgos compartidos. Tampoco están ausentes mis aficiones. El culto del Norte, que me movió a emprender, como William Morris, una peregrinación a Islandia. La doctrina del Buddha, a la que me encaminó Schopenhauer. El hábito de la poesía gauchesca, que hace de mi vieja memoria un archivo de Hernández y de Ascasubi, que ciertamente no eran gauchos pero que jugaron a serlo. Lugones, que no puedo olvidar, como no puedo olvidar a Quevedo. El amor de la literatura fantástica, harto más verdadera y más antigua que los remedos del realismo.

Quizá no huelgue recordar que los libros más personales -la Anatomía de la Melancolía de Burton y los ensayos de Montaigne- son, de hecho, centones. Somos todo el pasado, somos nuestra sangre, somos la gente que hemos visto morir, somos los libros que nos han mejorado, somos gratamente los otros.






Buenos Aires, Emecé, 1979
Obras de Jorge Luis Borges con la colaboración de Adolfo Bioy Casares, 
Betina Edelberg, Margarita Guerrero, Alicia Jurado, 
María Kodama y María Esther Vázquez

Foto 1: Borges y Bioy 27 nov 1985 Libreria Casares. La despedida

Photo Alberto Casares-Javier Moreno-dpa Corbis

Foto 2: Adolfo Bioy Casares con Jorge Luis Borges (c. 1940) 

Fuente: Adolfo Bioy Casares. Una poética de la pasión narrativa
Anthropos, n.º 127, diciembre de 1991, p. 44 Vía





Jorge Luis Borges: El Sur






El hombre que desembarcó en Buenos Aires en 1871 se llamaba Johannes Dahlmann y era pastor de la Iglesia evangélica; en 1939, uno de sus nietos, Juan Dahlmann, era secretario de una biblioteca municipal en la calle Córdoba y se sentía hondamente argentino. Su abuelo materno había sido aquel Francisco Flores, del 2 de infantería de línea, que murió en la frontera de Buenos Aires, lanceado por indios de Catriel; en la discordia de sus dos linajes, Juan Dahlmann (tal vez a impulsos de la sangre germánica) eligió el de ese antepasado romántico o de muerte romántica. Un estuche con el daguerrotipo de un hombre inexpresivo y barbado, una vieja espada, la dicha y el coraje de ciertas músicas, el hábito de estrofas del Martín Fierro, los años, el desgano y la soledad, fomentaron ese criollismo algo voluntario, pero nunca ostentoso. A costa de algunas privaciones, Dahlmann había logrado salvar el casco de una estancia en el Sur, que fue de los Flores; una de las costumbres de su memoria era la imagen de los eucaliptos balsámicos y de la larga casa rosada que alguna vez fue carmesí. Las tareas y acaso la indolencia lo retenían en la ciudad. Verano tras verano se contentaba con la idea abstracta de posesión y con la certidumbre de que su casa estaba esperándolo, en un sitio preciso de la llanura. En los últimos días de febrero de 1939, algo le aconteció.
Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas distracciones.
Dahlmann había conseguido, esa tarde, un ejemplar descabalado de Las mil y una noches, de Weil; ávido de examinar ese hallazgo, no esperó que bajara el ascensor y subió con apuro las escaleras; algo en la oscuridad le rozó la frente: ¿un murciélago, un pájaro? En la cara de la mujer que le abrió la puerta vio grabado el horror, y la mano que se pasó por la frente salió roja de sangre. La arista de un batiente recién pintado que alguien se olvidó de cerrar le había hecho esa herida. Dahlmann logró dormir, pero a la madrugada estaba despierto y desde aquella hora el sabor de todas las cosas fue atroz.
La fiebre lo gastó y las ilustraciones de Las mil y una noches sirvieron para decorar pesadillas. Amigos y parientes lo visitaban y con exagerada sonrisa le repetían que lo hallaban muy bien. Dahlmann los oía con una especie de débil estupor y le maravillaba que no supieran que estaba en el infierno. Ocho días pasaron, como ocho siglos. Una tarde, el médico habitual se presentó con un médico nuevo y lo condujeron a un sanatorio de la calle Ecuador, porque era indispensable sacarle una radiografía. Dahlmann, en el coche de plaza que los llevó, pensó que en una habitación que no fuera la suya podría, al fin, dormir. Se sintió feliz y conversador; en cuanto llegó, lo desvistieron, le raparon la cabeza, lo sujetaron con metales a una camilla, lo iluminaron hasta la ceguera y el vértigo, lo auscultaron y un hombre enmascarado le clavó una aguja en el brazo. Se despertó con náuseas, vendado, en una celda que tenía algo de pozo y, en los días y noches que siguieron a la operación, pudo entender que apenas había estado, hasta entonces, en un arrabal del infierno. El hielo no dejaba en su boca el menor rastro de frescura. En esos días, Dahlmann minuciosamente se odió; odió su identidad, sus necesidades corporales, su humillación, la barba que le erizaba la cara. Sufrió con estoicismo las curaciones, que eran muy dolorosas, pero cuando el cirujano le dijo que había estado a punto de morir de una septicemia, Dahlmann se echó a llorar, condolido de su destino. Las miserias físicas y la incesante previsión de las malas noches no le habían dejado pensar en algo tan abstracto como la muerte. Otro día, el cirujano le dijo que estaba reponiéndose y que, muy pronto, podría ir a convalecer a la estancia.
Increíblemente, el día prometido llegó.
A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos; Dahlmann había llegado al sanatorio en un coche de plaza y ahora un coche de plaza lo llevaba a Constitución. La primera frescura del otoño, después de la opresión del verano, era como un símbolo natural de su destino rescatado de la muerte y la fiebre. La ciudad, a las siete de la mañana, no había perdido ese aire de casa vieja que le infunde la noche; las calles eran como largos zaguanes, las plazas como patios. Dahlmann la reconocía con felicidad y con un principio de vértigo; unos segundos antes de que las registraran sus ojos, recordaba las esquinas, las carteleras, las modestas diferencias de Buenos Aires. En la luz amarilla del nuevo día, todas las cosas regresaban a él.
Nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann solía repetir que ello no es una convención y que quien atraviesa esa calle entra en un mundo más antiguo y más firme. Desde el coche buscaba entre la nueva edificación, la ventana de rejas, el llamador, el arco de la puerta, el zaguán, el íntimo patio.
En el hall de la estación advirtió que faltaban treinta minutos. Recordó bruscamente que en un café de la calle Brasil (a pocos metros de la casa de Yrigoyen) había un enorme gato que se dejaba acariciar por la gente, como una divinidad desdeñosa. Entró. Ahí estaba el gato, dormido. Pidió una taza de café, la endulzó lentamente; la probó (ese placer le había sido vedado en la clínica) y pensó, mientras alisaba el negro pelaje, que aquel contacto era ilusorio y que estaban como separados por un cristal, porque el hombre vive en el tiempo, en la sucesión, y el mágico animal, en la actualidad, en la eternidad del instante.
A lo largo del penúltimo andén el tren esperaba. Dahlmann recorrió los vagones y dio con uno casi vacío. Acomodó en la red la valija; cuando los coches arrancaron, la abrió y sacó, tras alguna vacilación, el primer tomo de Las mil y una noches.
Viajar con este libro, tan vinculado a la historia de su desdicha, era una afirmación de que esa desdicha había sido anulada y un desafío alegre y secreto a las frustradas fuerzas del mal.
A los lados del tren, la ciudad se desgarraba en suburbios; esta visión y luego la de jardines y quintas demoraron el principio de la lectura. La verdad es que Dahlmann leyó poco; la montaña de piedra imán y el genio que ha jurado matar a su bienhechor eran, quién lo niega, maravillosos, pero no mucho más que la mañana y que el hecho de ser. La felicidad lo distraía de Shahrazad y de sus milagros superfluos; Dahlmann cerraba el libro y se dejaba simplemente vivir.
El almuerzo (con el caldo servido en boles de metal reluciente, como en los ya remotos veraneos de la niñez) fue otro goce tranquilo y agradecido.
«Mañana me despertaré en la estancia», pensaba, y era como si a un tiempo fuera dos hombres: el que avanzaba por el día otoñal y por la geografía de la patria, y el otro, encarcelado en un sanatorio y sujeto a metódicas servidumbres. Vio casas de ladrillo sin revocar, esquinadas y largas, infinitamente mirando pasar los trenes; vio jinetes en los terrosos caminos; vio zanjas y lagunas y hacienda; vio largas nubes luminosas que parecían de mármol, y todas estas cosas eran casuales, como sueños de la llanura.
También creyó reconocer árboles y sembrados que no hubiera podido nombrar, porque su directo conocimiento de la campaña era harto inferior a su conocimiento nostálgico y literario.
Alguna vez durmió y en sus sueños estaba el ímpetu del tren. Ya el blanco sol intolerable de las doce del día era el sol amarillo que precede al anochecer y no tardaría en ser rojo. También el coche era distinto; no era el que fue en Constitución, al dejar el andén; la llanura y las horas lo habían atravesado y transfigurado. Afuera la móvil sombra del vagón se alargaba hacia el horizonte. No turbaban la tierra elemental ni poblaciones ni otros signos humanos. Todo era vasto, pero al mismo tiempo era íntimo y, de alguna manera, secreto. En el campo desaforado, a veces no había otra cosa que un toro. La soledad era perfecta y tal vez hostil, y Dahlmann pudo sospechar que viajaba al pasado y no sólo al Sur. De esa conjetura fantástica lo distrajo el inspector, que al ver su boleto, le advirtió que el tren no lo dejaría en la estación de siempre sino en otra, un poco anterior y apenas conocida por Dahlmann. (El hombre añadió una explicación que Dahlmann no trató de entender ni siquiera de oír, porque el mecanismo de los hechos no le importaba.) El tren laboriosamente se detuvo, casi en medio del campo. Del otro lado de las vías quedaba la estación, que era poco más que un andén con un cobertizo. Ningún vehículo tenían, pero el jefe opinó que tal vez pudiera conseguir uno en un comercio que le indicó a unas diez, doce, cuadras.
Dahlmann aceptó la caminata como una pequeña aventura. Ya se había hundido el sol, pero un esplendor final exaltaba la viva y silenciosa llanura, antes de que la borrara la noche. Menos para no fatigarse que para hacer durar esas cosas, Dahlmann caminaba despacio, aspirando con grave felicidad el olor del trébol.
El almacén, alguna vez, había sido punzó, pero los años habían mitigado para su bien ese color violento. Algo en su pobre arquitectura le recordó un grabado en acero, acaso de una vieja edición de Pablo y Virginia.
Atados al palenque había unos caballos. Dahlmann, adentro, creyó reconocer al patrón; luego comprendió que lo había engañado su parecido con uno de los empleados del sanatorio. El hombre, oído el caso, dijo que le haría atar la jardinera; para agregar otro hecho a aquel día y para llenar ese tiempo, Dahlmann resolvió comer en el almacén.
En una mesa comían y bebían ruidosamente unos muchachones, en los que Dahlmann, al principio, no se fijó. En el suelo, apoyado en el mostrador, se acurrucaba, inmóvil como una cosa, un hombre muy viejo. Los muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia. Era oscuro, chico y reseco, y estaba como fuera del tiempo, en una eternidad. Dahlmann registró con satisfacción la vincha, el poncho de bayeta, el largo chiripá y la bota de potro y se dijo, rememorando inútiles discusiones con gente de los partidos del Norte o con entrerrianos, que gauchos de ésos ya no quedan más que en el Sur.
Dahlmann se acomodó junto a la ventana. La oscuridad fue quedándose con el campo, pero su olor y sus rumores aún le llegaban entre los barrotes de hierro. El patrón le trajo sardinas y después carne asada; Dahlmann las empujó con unos vasos de vino tinto.
Ocioso, paladeaba el áspero sabor y dejaba errar la mirada por el local, ya un poco soñolienta. La lámpara de kerosén pendía de uno de los tirantes; los parroquianos de la otra mesa eran tres: dos parecían peones de chacra; otro, de rasgos achinados y torpes, bebía con el chambergo puesto. Dahlmann, de pronto, sintió un leve roce en la cara.
Junto al vaso ordinario de vidrio turbio, sobre una de las rayas del mantel, había una bolita de miga. Eso era todo, pero alguien se la había tirado.
Los de la otra mesa parecían ajenos a él. Dahlmann, perplejo, decidió que nada había ocurrido y abrió el volumen de Las mil y una noches, como para tapar la realidad. Otra bolita lo alcanzó a los pocos minutos, y esta vez los peones se rieron. Dahlmann se dijo que no estaba asustado, pero que sería un disparate que él, un convaleciente, se dejara arrastrar por desconocidos a una pelea confusa. Resolvió salir; ya estaba de pie cuando el patrón se le acercó y lo exhortó con voz alarmada:
—Señor Dahlmann, no les haga caso a esos mozos, que están medio alegres.
Dahlmann no se extrañó de que el otro, ahora, lo conociera, pero sintió que estas palabras conciliadoras agravaban, de hecho, la situación. Antes, la provocación de los peones era a una cara accidental, casi a nadie; ahora iba contra él y contra su nombre y lo sabrían los vecinos. Dahlmann hizo a un lado al patrón, se enfrentó con los peones y les preguntó qué andaban buscando.
El compadrito de la cara achinada se paró, tambaleándose. A un paso de Juan Dahlmann, lo injurió a gritos, como si estuviera muy lejos. Jugaba a exagerar su borrachera y esa exageración era una ferocidad y una burla. Entre malas palabras y obscenidades, tiró al aire un largo cuchillo, lo siguió con los ojos, lo barajó, e invitó a Dahlmann a pelear. El patrón objetó con trémula voz que Dahlmann estaba desarmado.
En ese punto, algo imprevisible ocurrió.
Desde un rincón, el viejo gaucho extático, en el que Dahlmann vio una cifra del Sur (del Sur que era suyo), le tiró una daga desnuda que vino a caer a sus pies. Era como si el Sur hubiera resuelto que Dahlmann aceptara el duelo. Dahlmann se inclinó a recoger la daga y sintió dos cosas. La primera, que ese acto casi instintivo lo comprometía a pelear. La segunda, que el arma, en su mano torpe, no serviría para defenderlo, sino para justificar que lo mataran. Alguna vez había jugado con un puñal, como todos los hombres, pero su esgrima no pasaba de una noción de que los golpes deben ir hacia arriba y con el filo para adentro. «No hubieran permitido en el sanatorio que me pasaran estas cosas», pensó.
—Vamos saliendo —dijo el otro.
Salieron, y si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor. Sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado.
Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura.



En Ficciones (1941)
Foto: El Sur ¿Borges en un mundo feliz? Video monográfico RTVE 1982


1/12/14

Jorge Luis Borges: La busca







Al término de tres generaciones
vuelvo a los campos de los Acevedo,
que fueron mis mayores. Vagamente
los he buscado en esta vieja casa
blanca y rectangular, en la frescura
de sus dos galerías, en la sombra
creciente que proyectan los pilares,
en el intemporal grito del pájaro,
en la lluvia que abruma la azotea,
en el crepúsculo de los espejos,
en un reflejo, un eco, que fue suyo
y que ahora es mío, sin que yo lo sepa.
He mirado los hierros de la reja
que detuvo las lanzas del desierto,
la palmera partida por el rayo,
los negros toros de Aberdeen, la tarde,
las casuarinas que ellos nunca vieron.
Aquí fueron la espada y el peligro,
las duras proscripciones, las patriadas;
firmes en el caballo, aquí rigieron
la sin principio y la sin fin llanura
los estancieros de las largas leguas.
Pedro Pascual, Miguel, Judas Tadeo…
Quién me dirá si misteriosamente,
bajo este techo de una sola noche,
más allá de los años y del polvo,
más allá del cristal de la memoria,
no nos hemos unido y confundido,
yo en el sueño, pero ellos en la muerte.


En El oro de los tigres (1972)

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: Evaristo Carriego, milonga y tango ("En diálogo", I, 43)





Osvaldo Ferrari: Hay un hecho muy curioso, Borges; usted dice que nuestros escritores, o nuestros hombres de cultura, o nuestros intelectuales de principios de siglo, solían considerarse, de alguna manera, franceses honorarios.

Jorge Luis Borges: Sí, es verdad. Claro, porque todo el mundo conocía el francés —no diría para conversarlo, pero, lo que es más importante, todo el mundo podía gozar de la literatura francesa directamente—, aunque quizás hubieran fracasado en el diálogo, pero no en la lectura, que es una actividad más esencial, me parece.

—En particular, usted refiere esto a un caso significativo entre nosotros: a Evaristo Carriego.

—Bueno, Evaristo Carriego... la última vez que lo vimos había iniciado el estudio del francés, claro, de un modo bastante rudimentario, porque, al despedirse, él besó la mano a mi madre y le dijo: "Au revoir, Madame", y se entendió que eso era una proeza lingüística (ríe). Él había sentido siempre el amor de Francia, había leído las novelas de Dumas en traducciones, y quería, como todo el mundo, acercarse a Francia. Ahora, es una lástima que el francés haya sido reemplazado, o que el estudio del francés haya sido reemplazado por el estudio del inglés. Yo quiero mucho al inglés, —quizá le deba más a Inglaterra que a Francia— pero creo que el hecho es deplorable, porque el francés se estudiaba en función de la cultura y de la literatura francesa. En cambio, el inglés que se estudia ahora, no se estudia en función de Emerson o de De Quincey, sino en función de negocios; se estudia de un modo comercial. De manera que no sé hasta dónde se ha pasado de un idioma a otro. Pero hay quienes me aseguran que no, que se ha pasado del francés al inglés, y ahora, del inglés a la ignorancia, lo cual ya sería el nadir, ¿no? (ríe.)

—El nadir budista, por ejemplo, que tiende al vacío o a la nada como objetivo (ríen ambos). Pero, Evaristo Carriego tiene otra característica, que me parece muy importante: además de acercarse a Francia, o a lo europeo, también se acercó o fue, como dijo usted, nuestro primer espectador de los suburbios, de los arrabales.

—Sí, pero quizá yo sea injusto al decir eso, porque creo que los sainetes fueron anteriores, y en el sainete, bueno, serán buenos o malos, pero ya existe esa aproximación, ¿no? Habría que consultar —ésa es una labor para una tesis— las fechas de Vacarezza de Villa Crespo y de Evaristo Carriego de Palermo, para saber cuántas cuadras tenemos que "corrernos" para el descubrimiento literario de las orillas.
Pero Carriego lo hizo deliberadamente, porque —me dijo Marcelo del Mazo— que él se debía a su barrio, bueno, y eso se ve en algunas composiciones suyas. Además, él fue discípulo de Almafuerte... qué raro: Almafuerte, un hombre de genio, quizás el más criollo de nuestros escritores, cuando trató, deliberadamente, de ser criollo, no le salió bien, porque, por ejemplo, El Misionero, Confiteor Deo, Paralelas, son páginas espléndidas. En cambio, cuando él ensayó deliberadamente la milonga, le salió mal. Si recordamos aquella deplorable copla:
"Aquí me pongo a cantar con cualquiera que se ponga/la mejor, la gran milonga/la que se ha de perpetuar"; vemos que no es demasiado memorable, ¿no? Ahora, tiene algunos versos —no sé si son bellos, pero son ciertos— por ejemplo:
"No hay oficio menos pulcro/ que el oficio de vivir".

—Ése es mejor.

—Ése es mejor, pero, desgraciadamente, hay dos versos anteriores que dicen:
"Mucho barro hay que batir" (lo cual es decididamente feo), "En la vía del sepulcro" pero, claro, ésos son ripios para colocar después: "No hay oficio menos pulcro/que el oficio de vivir". Lo cual es cierto, es decir, que todos más o menos nos hemos manchado. Bueno, Carriego se propuso cantar el barrio, pero, nosotros nos mudamos a Palermo hacia 1902, y yo creo que el Palermo que Carriego cantó fue el del siglo pasado. Cuando él escribió "El alma del suburbio", que está incluido en Misas herejes, el primer libro de él, Palermo ya no era ese barrio; él escribió con recuerdos de su infancia en Palermo. Es decir, ya el Palermo de Carriego estaba un poco teñido de nostalgia, de melancolía; ya no era exactamente lo que había sido. En cambio, en el otro libro suyo sí, él muestra el Palermo de clase media que yo he alcanzado, y no el Palermo meramente pobre, aunque la pobreza existía, sin duda. Yo recuerdo que mi padre le dijo a Carriego que por qué él hablaba tanto de los conventillos, cuando los conventillos eran más propios del centro que de las orillas. Es natural, porque la tierra vale más en el centro, y, además, el centro estaba lleno de conventillos. Hasta hace quince años había uno frente a casa: Maipú y Charcas, que estaba pintado de amarillo. Y Barletta, por ejemplo, nació en un conventillo de las Cinco Esquinas; y él decía: "Soy un compadrito de las Cinco Esquinas" —era Libertad y Juncal, donde nace la avenida Quintana—, y recuerdo otro, que estaba —ciertamente no en las orillas—frente a la casa en que nació Bioy Casares, avenida Quintana 174, y luego había conventillos en todas partes de la ciudad. Ahora, en La Boca, parece que han sido mucho más "vivos", porque, en lugar de escamotear la pobreza, la han explotado; y ahora es un barrio próspero gracias a esa publicitada pobreza, quizá, ¿no?

—Pero como contrapartida a todo eso, hubo en Carriego algo que usted asimila o compara con lo que ocurrió con el tango.

—Sí, es cierto, sí.

—Un acercarse a la poesía de la desdicha cotidiana, a las enfermedades, al desengaño.

—Bueno, eso quiere decir que él fue siguiendo la evolución de la ciudad, o del país, porque la milonga era más bien alegre y valerosa, los primeros tangos que llaman "de la guardia vieja" también. Luego, ya viene Gardel, y viene la tendencia melancólica. y curiosamente, en Francia se piensa que el tango viene a ser el baile propio de la clase media, no se lo ve como popular. Y aquí tampoco se lo veía así; se lo veía como propio de los prostíbulos, y luego, como sentimental. Y una prueba es que en los conventillos nunca se bailó tango, porque la gente sabía el origen del tango. Y Lugones, en El payador, que es del año... creo que 1915, habla del tango, y lo llama: "Ese reptil de lupanar"; una linda frase, y ahí están dadas las dos cosas: el origen del tango y lo sinuoso del baile. Ahora, yo he estudiado algo de eso: creo que hay tres ciudades que se disputan el origen del tango; Buenos Aires vendría a ser lo que se llamó el barrio tenebroso, es decir, Junín y Lavalle, que ahora creo que es un barrio judío, ¿no? Bueno, ése era el centro de los prostíbulos de Buenos Aires. Pero, en Rosario, donde había una prostitución en todo caso mucho más visible que en Buenos Aires, se supone que el tango surge en el barrio que se llamaba Sunchales, y que se llama ahora Rosario Norte. Y, en Montevideo, según Vicente Rossi, el tango surge hacia 1880 en las academias (se llamaba así a los salones de baile) de la calle Yerbal; lo que vendría a ser el sur de la ciudad vieja, pero muy cerca del centro, claro; ése era el barrio de los prostíbulos. Pero, en fin, qué importancia puede tener; todos están de acuerdo en la fecha —1880— y en los instrumentos —piano, flauta y violín—, lo cual demuestra que no fue popular. Cuando yo era chico, uno veía a alguien templando una guitarra en cada esquina; y bueno, usted ve que Carriego habla siempre de la guitarra, y no se refiere a otros instrumentos.

—¿Ni siquiera al bandoneón?

—No, el bandoneón vino mucho después, y vino a un barrio un poco extranjero; yo no sé, algunos me han dicho Almagro, pero sería mucho más verosímil que fuera La Boca, porque Almagro no tenía ningún rasgo diferencial. El instrumento es alemán, y en alemán se llama Schiffklavier: piano de a bordo, que no es exactamente el acordeón.

—No, es mucho menos melancólico que el acordeón.

—Sí, yo sé poco de esas cosas, pero sé que el instrumento popular era la guitarra; y ya que he mencionado la guitarra, voy a darle un dato, que es el origen de la palabra guitarra: el origen de la humilde y cotidiana palabra guitarra es cítara. Usted ve que son asonantes, cítara, guitarra; suenan casi igual, ¿no? Bueno, los instrumentos de cuerda creo que surgen en el centro del Asia, y luego se ramifican por el mundo, y dan algo tan diverso como el arpa, como la guitarra, como el violín, como la lira.

—Pero, a usted le parece importante diferenciar dos épocas en el tango: la época de la milonga y la otra.

—Sí, la milonga vendría a ser lo que llamamos ahora tangos de la guardia vieja, frase que no se usaba entonces, naturalmente. Bueno, como el barrio que ahora se llama Palermo Viejo; cuando yo era chico era Palermo nuevo. Queda cerca de Plaza Italia, esa región intermedia entre lo que sigue llamándose Palermo y Villa Crespo. Creo que se llamaba Villa Malcolm antes, no sé por qué; habría habido algún señor escocés... porque no creo que se tratara del personaje de Shakespeare, ¿no? Sí, Villa Malcolm, pero eso no se usa ya, y hay otros barrios que han desaparecido; por ejemplo había un barrio bravo entre Saavedra y Villa Urquiza que se llamaba "La Siberia". Y yo hace poco hablé con un chofer que me dijo: "Sí, yo nací en La Siberia, pero nunca lo digo", claro, porque no era un barrio bien visto. Pero está bien el nombre "La Siberia" para un lugar así, un poco desolado; desde luego, entre Urquiza y Saavedra tiene que haber habido muchos baldíos, quizá una zona un tanto equívoca.

—Ahora, aun dentro de esa segunda época, en la cual el tango se vuelve triste o melancólico, notamos que en la ciudad había una forma de energía que se correspondía con el tango, y que ahora ya no se percibe. Como un ritmo propio de la ciudad.

—No sé, lo que sé es que cuando oigo un tango puede gustarme o no, pero mi cuerpo lo sigue. Y a mí me llevaron una noche, en Córdoba, a oír un concierto de este señor... Piazzolla. Y allí yo le dije a mi acompañante, bueno, yo quería oír tangos, y como no han tocado ninguno, me vuelvo al hotel. "¿Cómo? —me dijo— toda la noche han estado tocando tangos"... Pero mi cuerpo no los reconoció, es decir, que no eran tangos. Y creo que él mismo dice que no, que lo que él hace es música de Buenos Aires —no sé muy bien qué quiere decir eso—, pero que no son tangos, desde luego. Los títulos tampoco parecen de tango; por ejemplo, se llaman "Lunfardo", bueno, los tangos no se llamaban "Lunfardo", se llamaban "La garúa", "El comisario"; nombres de ese tipo, pero "Lunfardo" no.

—Es más bien el título propio de un estudioso del tango.

—La palabra "lunfardo" se refería antes, sobre todo, a los delincuentes, a los ladrones; y luego se aplicó a esa jerga, que se supuso que era de ellos.

—Vamos a tener que volver, Borges, a Carriego y al tango en otra oportunidad, ineludiblemente.

—Pero cómo no.





En diálogo, I, 43
Buenos Aires, 1985/1998
Foto: Pedro Luis Raota. JLB en la casa de Evaristo Carriego


30/11/14

Jorge Luis Borges: Sobre el doblaje en el cine





Las posibilidades del arte de combinar no son infinitas, pero suelen ser espantosas. Los griegos engendraron la quimera, monstruo con cabeza de león, con cabeza de dragón, con cabeza de cabra; los teólogos del siglo II, la Trinidad, en la que inextricablemente se articulan el Padre, el Hijo y el Espíritu; los zoólogos chinos, el ti-yiang, pájaro sobrenatural y bermejo, provisto de seis patas y cuatro alas, pero sin cara ni ojos; los geómetras del siglo XIX, el hipercubo, figura de cuatro dimensiones, que encierra un número infinito de cubos y que esta limitada por ocho cubos y por veinticuatro cuadrados. Hollywood acaba de enriquecer ese vano museo teratológico; por obra de un maligno artificio que se llama doblaje, propone monstruos que combinan las ilustres facciones de Greta Garbo con la voz de Aldonza Lorenzo. ¿Cómo no publicar nuestra admiración ante ese prodigio penoso, ante esas industriosas anomalías fonéticovisuales?

Quienes defienden el doblaje, razonarán (tal vez) que las objeciones que pueden oponérsele pueden oponerse, también, a cualquier otro ejemplo de traducción. Ese argumento desconoce, o elude, el defecto central: el arbitrario injerto de otra voz y de otro lenguaje. La voz de Hepburn o de Garbo no es contingente; es, para el mundo, uno de los atributos que las definen. Cabe asimismo recordar que la mímica del inglés no es la del español.*

Oigo decir que en las provincias el doblaje ha gustado. Trátase de un simple argumento de autoridad; mientras no se publiquen los silogismos de los connaiseurs de Chilecito o de Chivilcoy, yo, por lo menos, no me dejaré intimidar. También oigo decir que el doblaje es deleitable, o tolerable, para los que no saben inglés. Mi conocimiento del inglés es menos perfecto que mi desconocimiento del ruso; con todo, yo no me resignaría a rever Alexander Nevsky en otro idioma que el primitivo y lo vería con fervor, por novena o décima vez, si dieran la versión original, o una que yo creyera la original. Esto último es importante; peor que el doblaje, peor que la sustitución que importa el doblaje, es la conciencia general de una sustitución, de un engaño. No hay partidario del doblaje que no acabe por invocar la predestinación y el determinismo. Juran que ese expediente es el fruto de una evolución implacable y que pronto podremos elegir entre ver films doblados y no ver films. Dada la decadencia mundial del cinematógrafo (apenas corregida por alguna solitaria excepción como La máscara de Demetrio), la segunda de esas alternativas no es dolorosa. Recientes mamarrachos —pienso en El diario de un nazi, de Moscú, en La historia del doctor Wassell, de Hollywood— nos instan a juzgarla una suerte de paraíso negativo. Sightseeing is the art of disappointment, dejó anotado Stevenson; esa definición conviene al cinematógrafo y, con triste frecuencia, al continuo ejercicio impostergable que se llama vivir. 



*  Más de un espectador se pregunta: Ya que hay usurpación de voces ¿por qué no también de figuras? ¿Cuándo será perfecto el sistema? ¿Cuándo veremos directamente a Juana González, en el papel de Greta Garbo, en el papel de la Reina Cristina de Suecia?


Sobre el doblaje
En Discusión (1923)
Revista Sur, núm. 128, Buenos Aires, junio de 1945
Recopilado en Obras Completas de Jorge Luis Borges (Tomo I, páginas 283-4)
Buenos Aires, Emecé, 1972

Jorge Luis Borges: Historia de los dos que soñaron






El historiador arábigo El Ixaquí refiere este suceso:

«Cuentan los hombres dignos de fe (pero sólo Alá es omnisciente y poderoso y misericordioso y no duerme), que hubo en El Cairo un hombre poseedor de riquezas, pero tan magnánimo y liberal que todas las perdió menos la casa de su padre, y que se vio forzado a trabajar para ganarse el pan. Trabajó tanto que el sueño lo rindió una noche debajo de una higuera de su jardín y vio en el sueño un hombre empapado que se sacó de la boca una moneda de oro y le dijo: “Tu fortuna está en Persia, en Isfaján; vete a buscarla”. A la madrugada siguiente se despertó y emprendió el largo viaje y afrontó los peligros de los desiertos, de las naves, de los piratas, de los idólatras, de los ríos, de las fieras y de los hombres. Llegó al fin a Isfaján, pero en el recinto de esa ciudad lo sorprendió la noche y se tendió a dormir en el patio de una mezquita. Había, junto a la mezquita, una casa y por el decreto de Dios Todopoderoso, una pandilla de ladrones atravesó la mezquita y se metió en la casa, y las personas que dormían se despertaron con el estruendo de los ladrones y pidieron socorro. Los vecinos también gritaron, hasta que el capitán de los serenos de aquel distrito acudió con sus hombres y los bandoleros huyeron por la azotea. El capitán hizo registrar la mezquita y en ella dieron con el hombre de El Cairo, y le menudearon tales azotes con varas de bambú que estuvo cerca de la muerte. A los dos días recobró el sentido en la cárcel. El capitán lo mandó buscar y le dijo: “¿Quién eres y cuál es tu patria?” El otro declaró: “Soy de la ciudad famosa de El Cairo y mi nombre es Mohamed El Magrebí”. El capitán le preguntó: “¿Qué te trajo a Persia?” El otro optó por la verdad y le dijo: “Un hombre me ordenó en un sueño que viniera a Isfaján, porque ahí estaba mi fortuna. Ya estoy en Isfaján y veo que esa fortuna que prometió deben ser los azotes que tan generosamente me diste.”
»Ante semejantes palabras, el capitán se rió hasta descubrir las muelas del juicio y acabó por decirle: “Hombre desatinado y crédulo, tres veces he soñado con una casa en la ciudad de El Cairo en cuyo fondo hay un jardín, y en el jardín un reloj de sol y después del reloj de sol una higuera y luego de la higuera una fuente, y bajo la fuente un tesoro. No he dado el menor crédito a esa mentira. Tú, sin embargo, engendro de una mula con un demonio, has ido errando de ciudad en ciudad, bajo la sola fe de tu sueño. Que no te vuelva a ver en Isfaján. Toma estas monedas y vete.”
»El hombre las tomó y regresó a la patria. Debajo de la fuente de su jardín (que era la del sueño del capitán) desenterró el tesoro. Así Dios le dio bendición y lo recompensó y exaltó. Dios es el Generoso, el Oculto.»

(Del Libro de las 1001 Noches, noche 351)



Historia universal de la infamia (1935) 
Foto: JLB after receiving his Doctorate of Letters from Oxford University, 1970
Photo by Keystone/Getty Images 


29/11/14

Jorge Luis Borges: Texas (bilingüe, por Mark Strand)



Eduardo Comesaña


Aquí también. Aquí, como en el otro
confín del continente, el infinito
campo en que muere solitario el grito;
aquí también el indio, el lazo, el potro.

Aquí también el pájaro secreto
que sobre los fragores de la historia
canta para una tarde y su memoria;
aquí también el místico alfabeto

de los astros, que hoy dictan a mi cálamo
nombres que el incesante laberinto
de los días no arrastra: San Jacinto

y esas otras Termópilas, el Álamo.
Aquí también esa desconocida
y ansiosa y breve cosa que es la vida.

En El otro, él mismo (1964)
Foto: Eduardo Comesaña



Versión de Mark Strand (1934-2014)


Mark Strand by Inge Morath Foundation/Magnum
Here too. Here as at the other
Edge of the hemisphere, an endless plain
Where a man’s cry dies a lonely death.
Here too the Indian, the lasso, the wild horse.
Here too the bird that never shows itself,
That sings for the memory of one evening
Over the rumblings of history
Here too the mystic alphabet of stars
Leading my pen over the page to names
Not swept aside in the continual
Labyrinth of Days: San Jacinto
And that other Thermopylae, the Alamo.
Here too, the never understood
Anxious, and brief affair that is life.

Fuente y audio en voz de Borges



Jorge Luis Borges y David Ben Gurion en Buenos Aires






Congreso Spinoza
En 1969 David Ben Gurión visitó Buenos Aires por única vez para dictar un seminario sobre el filósofo Baruj Spinoza junto con Jorge Luis Borges

Fuente: kosherlat.com Vía TW @kosherlat


Jorge Luis Borges: Al primer poeta de Hungría





En esta fecha para ti futura
que no alcanza el augur que la prohibida
forma del porvenir ve en los planetas
ardientes o en las vísceras del toro,
nada me costaría, hermano y sombra,
buscar tu nombre en las enciclopedias
y descubrir qué ríos reflejaron
tu rostro, que hoy es perdición y polvo,
y qué reyes, qué ídolos, qué espadas,
qué resplandor de tu infinita Hungría,
elevaron tu voz al primer canto.
Las noches y los mares nos apartan,
las modificaciones seculares,
los climas, los imperios y las sangres
pero nos une indescifrablemente,
el misterioso amor de las palabras,
este hábito de sones y de símbolos.
Análogo al arquero del eleata,
un hombre solo en una tarde hueca
deja correr sin fin esta imposible
nostalgia, cuya meta es una sombra.
No nos veremos nunca cara a cara,
oh antepasado que mi voz no alcanza.
Para ti ni siquiera soy un eco;
para mí soy un ansia y un arcano,
una isla de magia y de temores,
como lo son tal vez todos los hombres,
como lo fuiste tú, bajo otros astros.


En El Oro de los Tigres (1972)
Foto detalle: JLB con Rodríguez Monegal  Vía



Jorge Luis Borges entrevistado por Joaquín Soler Serrano en 1976








Primera de las dos entrevistas que concedió Jorge Luis Borges a Joaquín Soler Serrano, para el programa de televisión española A Fondo

Segunda entrevista (abril 1980)



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