23/11/14

Jorge Luis Borges: El duelo






A Juan Osvaldo Viviano Henry James —cuya labor me fue revelada por una de mis dos protagonistas, la señora de Figueroa— quizá no hubiera desdeñado la historia. Le hubiera consagrado más de cien páginas de ironía y ternura, exornadas de diálogos complejos y escrupulosamente ambiguos. No es improbable su adición de algún rasgo melodramático. Lo esencial no habría sido modificado por el escenario distinto: Londres o Boston. Los hechos ocurrieron en Buenos Aires y ahí los dejaré. Me limitaré a un resumen del caso, ya que su lenta evolución y su ámbito mundano son ajenos a mis hábitos literarios. Dictar este relato es para mí una modesta y lateral aventura. Debo prevenir al lector que los episodios importan menos que la situación que los causa y los caracteres.
Clara Glencairn de Figueroa era altiva y alta y de fogoso pelo rojo. Menos intelectual que comprensiva, no era ingeniosa, pero sí capaz de apreciar el ingenio de los otros y aun de las otras. En su alma había hospitalidad. Agradecía las diferencias; quizá por eso viajó tanto. Sabía que el ambiente que le había tocado en suerte era un conjunto a veces arbitrario de ritos y de ceremonias, pero esos ritos le hacían gracia y los ejercía con dignidad. Sus padres la casaron, muy joven, con el doctor Isidro Figueroa, que fue nuestro embajador en el Canadá y que acabó por renunciar a ese cargo, alegando que en una época de telégrafos y teléfonos, las embajadas eran anacronismos y constituían un gravamen inútil. Esta decisión le valió el rencor de todos sus colegas; a Clara le gustaba el clima de Ottawa —al fin y al cabo era de linaje escocés— y no le disgustaban los deberes de la mujer de un embajador, pero no soñó en protestar. Figueroa murió poco después; Clara, tras unos años de indecisión y de íntima busca, se entregó al ejercicio de la pintura, incitada acaso por el ejemplo de Marta Pizarro, su amiga.
Es típico de Marta Pizarro que, al referirse a ella, todos la definieran como hermana de la brillante Nélida Sara, casada y separada.
Antes de elegir el pincel, Marta Pizarro había considerado la alternativa de las letras.
Podía ser ocurrente en francés, el idioma habitual de sus lecturas; el español, para ella, no pasaba de ser un mero utensilio casero, como el guaraní para las señoras de la provincia de Corrientes. Los diarios habían puesto a su alcance páginas de Lugones y del madrileño Ortega y Gasset; el estilo de esos maestros confirmó su sospecha de que la lengua a la que estaba predestinada es menos apta para la expresión del pensamiento o de las pasiones que para la vanidad palabrera. Sólo sabía de la música lo que debe saber toda persona que asiste correctamente a conciertos. Era puntana; inició su carrera con escrupulosos retratos de Juan Crisóstomo Lafinur y del coronel Pascual Pringles, que fueron previsiblemente adquiridos por el Museo Provincial. Del retrato de próceres locales pasó a las casas viejas de Buenos Aires, cuyos modestos patios delineó con modestos colores, no con la charra escenografía que otros les donan. Alguien —que ciertamente no fue la señora de Figueroa— dijo que todo su arte se alimentaba de los maestros de obras genoveses del siglo diecinueve. Entre Clara Glencairn y Nélida Sara (que, según dicen, había gustado alguna vez del doctor Figueroa) hubo siempre cierta rivalidad; quizá el duelo fue entre las dos y Marta un instrumento.
Todo, según se sabe, ocurre inicialmente en otros países y a la larga en el nuestro. La secta de pintores, hoy tan injustamente olvidada, que se llamó concreta o abstracta, como para indicar su desdén de la lógica y del lenguaje, es uno de tantos ejemplos.
Argumentaba, creo, que de igual modo que a la música le está permitido crear un orbe propio de sonidos, la pintura, su hermana, podría ensayar colores y formas que no reprodujeran los de las cosas que nuestros ojos ven. Lee Kaplan escribió que sus telas, que indignaban a los burgueses, acataban la bíblica prohibición, compartida por el Islam, de labrar con manos humanas ídolos de seres vivientes. Los iconoclastas, argüía, estaban restaurando la genuina tradición del arte pictórico, falseada por herejes como Durero o como Rembrandt. Sus detractores lo acusaron de haber invocado el ejemplo que nos dan las alfombras, los calidoscopios y las corbatas. Las revoluciones estéticas proponen a la gente la tentación de lo irresponsable y lo fácil; Clara Glencairn optó por ser una pintora abstracta. Siempre había profesado el culto de Turner; se dispuso a enriquecer el arte concreto con sus esplendores indefinidos. Trabajó sin apremio, rehizo o destruyó varias composiciones y en el invierno de 1954 exhibió una serie de témperas en una sala de la calle Suipacha, cuya especialidad eran las obras que una metáfora militar, entonces en boga, llamaba de vanguardia. Ocurrió un hecho paradójico: la crítica general fue benigna, pero el órgano oficial de la secta reprobó esas formas anómalas que, si bien no eran figurativas, sugerían el tumulto de un ocaso, de una selva o del mar y no se resignaban a ser austeros redondeles y rayas. Acaso la primera en sonreír fuera Clara Glencairn. Había querido ser moderna y los modernos la rechazaban.
La ejecución de su obra le importaba más que su éxito y no dejó de trabajar. Ajena a este episodio, la pintura seguía su camino.
Ya había empezado el duelo secreto. Marta no sólo era una artista; le interesaba con ahínco lo que no es injusto llamar lo administrativo del arte y era prosecretaria de la sociedad que se llama el Círculo de Giotto. Al promediar el año 55 logró que Clara, admitida ya como socia, figurara como vocal en la lista de las nuevas autoridades. El hecho, en apariencia baladí, merece un análisis. Marta había apoyado a su amiga, pero es indiscutible, aunque misterioso, que la persona que confiere un favor supera de algún modo a quien lo recibe.
Hacia el año sesenta, "dos pinceles a nivel internacional" —séanos perdonada esta jerga— se disputaban un primer premio. Uno de los candidatos, el mayor, había consagrado solemnes óleos a la figuración de gauchos tremebundos, de una altitud escandinava; su rival, harto joven, había logrado aplausos y escándalo mediante la aplicada incoherencia. Los jurados, que habían rebasado el medio siglo, temían que la gente les imputara un criterio anticuado y propendían a votar por el último, que íntimamente no les gustaba. Al cabo de tenaces debates, hechos al principio de cortesía y al fin de tedio, no se ponían de acuerdo. En el decurso de la tercera discusión, alguno opinó: —B me parece malo; realmente me parece inferior a la misma señora de Figueroa.
—¿Usted la votaría? —dijo otro, con un dejo de sorna.
—Sí —replicó el primero, que ya estaba irritado.
Esa misma tarde, el premio fue otorgado por unanimidad a Clara Glencairn. Era distinguida, querible, de una moral sin tacha y solía dar fiestas, que las revistas más costosas fotografiaban, en su quinta del Pilar. La consabida cena de homenaje fue organizada y ofrecida por Marta. Clara la agradeció con pocas y atinadas palabras; observó que no existe una oposición entre lo tradicional y lo nuevo, entre el orden y la aventura, y que la tradición está hecha de una trama secular de aventuras. A la demostración asistieron numerosas personas de sociedad, casi todos los miembros del jurado y uno que otro pintor.
Todos pensamos que el azar nos ha deparado un ámbito mezquino y que los otros son mejores. El culto de los gauchos y el Beatus ille son nostalgias urbanas; Clara Glencairn y Marta, hartas de las rutinas del ocio, codiciaban el mundo de los artistas, gente que había dedicado su vida a la creación de cosas bellas. Presumo que en el cielo los Bienaventurados opinan que las ventajas de ese establecimiento han sido exageradas por los teólogos que nunca estuvieron ahí. Acaso en el infierno los réprobos no son siempre felices.
Un par de años después ocurrió en la ciudad de Cartagena el Primer Congreso Internacional de Plásticos Latinoamericanos. Cada república mandó su representante. El temario —séanos perdonada la jerga— era de palpitante interés: ¿puede el artista prescindir de lo autóctono, puede omitir o escamotear la fauna y la flora, puede ser insensible a la problemática de carácter social, puede no unir su voz a la de quienes están combatiendo el imperialismo sajón, etcétera, etcétera? Antes de ser embajador en el Canadá, el doctor Figueroa había cumplido en Cartagena un cargo diplomático; a Clara, un tanto envanecida por el premio, le hubiera gustado volver, ahora como artista.
Esa esperanza fracasó; Marta Pizarro fue designada por el gobierno. Su actuación (aunque no siempre persuasiva) fue no pocas veces brillante, según el testimonio imparcial de los corresponsales de Buenos Aires.
La vida exige una pasión. Ambas mujeres la encontraron en la pintura o, mejor dicho, en la relación que aquélla les impuso. Clara Glencairn pintaba contra Marta y de algún modo para Marta; cada una era el juez de su rival y el solitario público. En esas telas, que ya nadie miraba, creo advertir, como era inevitable, un influjo recíproco. Es importante no olvidar que las dos se querían y que en el curso de aquel íntimo duelo obraron con perfecta lealtad.
Fue por aquellos años que Marta, que ya no era tan joven, rechazó una oferta de matrimonio; sólo le interesaba su batalla.
El día 2 de febrero de 1964, Clara Glencairn murió de un aneurisma. Las columnas de los diarios le consagraron largas necrologías, de las que todavía son de rigor en nuestro país, donde la mujer es un ejemplar de la especie, no un individuo. Fuera de alguna apresurada mención de sus aficiones pictóricas y de su refinado buen gusto, se ponderó su fe, su bondad, su casi anónima y constante filantropía, su linaje patricio —el general Glencairn había militado en la campaña del Brasil— y su destacado lugar en los más altos círculos. Marta comprendió que su vida ya carecía de razón. Nunca se había sentido tan inútil. Recordó sus primeras tentativas, ahora lejanas, y expuso en el Salón Nacional un sobrio retrato de Clara, a la manera de aquellos maestros ingleses que habían admirado las dos. Alguno la juzgó su mejor obra. No volvería a pintar más.
En aquel duelo delicado que sólo adivinamos algunos íntimos no hubo derrotas ni victorias, ni siquiera un encuentro ni otras visibles circunstancias que las que he procurado registrar con respetuosa pluma. Sólo Dios (cuyas preferencias estéticas ignoramos) puede otorgar la palma final. La historia que se movió en la sombra acaba en la sombra.



En El informe de Brodie (1970)
Foto: Borges por Eduardo Comesaña


22/11/14

Jorge Luis Borges: Utopía de un hombre que está cansado





Llamóla Utopía, voz griega cuyo significado es no hay tal lugar.
Quevedo
No hay dos cerros iguales, pero en cualquier lugar de la tierra la llanura es una y la misma. Yo iba por un camino de la llanura. Me pregunté sin mucha curiosidad si estaba en Oklahoma o en Texas o en la región que los literatos llaman la pampa. Ni a derecha ni a izquierda vi un alambrado. Como otras veces repetí despacio estas líneas, de Emilio Oribe:
En medio de la pánica llanura interminable
Y cerca del Brasil,

que van creciendo y agrandándose.
El camino era desparejo. Empezó a caer la lluvia. A unos doscientos o trescientos metros vi la luz de una casa. Era baja y rectangular y cercada de árboles. Me abrió la puerta un hombre tan alto que casi me dio miedo. Estaba vestido de gris. Sentí que esperaba a alguien. No había cerradura en la puerta.
Entramos en una larga habitación con las paredes de madera. Pendía del cielo raso una lámpara de luz amarillenta. La mesa, por alguna razón, me extrañó. En la mesa había una clepsidra, la primera que he visto, fuera de algún grabado en acero. El hombre me indicó una de las sillas.
Ensayé diversos idiomas y no nos entendimos. Cuando él habló lo hizo en latín. junté mis ya lejanas memorias de bachiller y me preparé para el diálogo.
—Por la ropa —me dijo—, veo que llegas de otro siglo. La diversidad de las lenguas favorecía la diversidad de los pueblos y aun de las guerras; la tierra ha regresado al latín. Hay quienes temen que vuelva a degenerar en francés, en lemosín o en papiamento, pero el riesgo no es inmediato. Por lo demás, ni lo que ha sido ni lo que será me interesan.
No dije nada y agregó:
—Si no te desagrada ver comer a otro, ¿quieres acompañarme?
Comprendí que advertía mi zozobra y dije que sí.
Atravesamos un corredor con puertas laterales, que daba a una pequeña cocina en la que todo era de metal. Volvimos con la cena en una bandeja: boles con copos de maíz, un racimo de uvas, una fruta desconocida cuyo sabor me recordó el del higo, y una gran jarra de agua. Creo que no había pan. Los rasgos de mi huésped eran agudos y tenía algo singular en los ojos. No olvidaré ese rostro severo y pálido que no volveré a ver.
No gesticulaba al hablar.
Me trababa la obligación del latín, pero finalmente le dije:
—¿No te asombra mi súbita aparición?
—No —me replicó—, tales visitas nos ocurren de siglo en siglo. No duran mucho; a más tardar estarás mañana en tu casa.
La certidumbre de su voz me bastó. Juzgué prudente presentarme:
—Soy Eudoro Acevedo. Nací en 1897, en la ciudad de Buenos Aires. He cumplido ya setenta años. Soy profesor de letras inglesas y americanas y escritor de cuentos fantásticos.
—Recuerdo haber leído sin desagrado —me contestó— dos cuentos fantásticos. Los Viajes del Capitán Lemuel Gulliver, que muchos consideran verídicos, y la Suma Teológica. Pero no hablemos de hechos. Ya a nadie le importan los hechos. Son meros puntos de partida para la invención y el razonamiento. En las escuelas nos enseñan la duda y el arte del olvido. Ante todo el olvido de lo personal y local. Vivimos en el tiempo, que es sucesivo, pero tratamos de vivir sub specie aeternitatis. Del pasado nos quedan algunos nombres, que el lenguaje tiende a olvidar. Eludimos las inútiles precisiones. No hay cronología ni historia. No hay tampoco estadísticas. Me has dicho que te llamas Eudoro; yo no puedo decirte cómo me llamo, porque me dicen alguien.
—¿Y cómo se llamaba tu padre?
—No se llamaba.
En una de las paredes vi un anaquel. Abrí un volumen al azar; las letras eran claras e indescifrables y trazadas a mano. Sus líneas angulares me recordaron el alfabeto rúnico, que, sin embargo, sólo se empleó para la escritura epigráfica. Pensé que los hombres del porvenir no sólo eran más altos, sino más diestros. Instintivamente miré los largos y finos dedos del hombre.
Éste me dijo:
—Ahora vas a ver algo que nunca has visto.
Me tendió con cuidado un ejemplar de la Utopía de More, impreso en Basilea en el año 1518 y en el que faltaban hojas y láminas.
No sin fatuidad repliqué:
—Es un libro impreso. En casa habrá más de dos mil, aunque no tan antiguos ni tan preciosos.
Leí en voz alta el título.
El otro se rió.
—Nadie puede leer dos mil libros. En los cuatro siglos que vivo no habré pasado de una media docena. Además no importa leer, sino releer. La imprenta, ahora abolida, ha sido uno de los peores males del hombre, ya que tendió a multiplicar hasta el vértigo textos innecesarios.
—En mi curioso ayer —contesté—, prevalecía la superstición de que entre cada tarde y cada mañana ocurren hechos que es una vergüenza ignorar. El planeta estaba poblado de espectros colectivos, el Canadá, el Brasil, el Congo Suizo y el Mercado Común. Casi nadie sabía la historia previa de esos entes platónicos, pero sí los más ínfimos pormenores del último congreso de pedagogos, la inminente ruptura de relaciones y los mensajes que los presidentes mandaban, elaborados por el secretario del secretario con la prudente imprecisión que era propia del género.
»Todo esto se leía para el olvido, porque a las pocas horas lo borrarían otras trivialidades. De todas las funciones, la del político era sin duda la más pública. Un embajador o un ministro era una suerte de lisiado que era preciso trasladar en largos y ruidosos vehículos, cercado de ciclistas y granaderos y aguardado por ansiosos fotógrafos. Parece que les hubieran cortado los pies, solía decir mi madre. Las imágenes y la letra impresa eran más reales que las cosas. Sólo lo publicado era verdadero. Esse est percipi(ser es ser retratado) era el principio, el medio y el fin de nuestro singular concepto del mundo. En el ayer que me tocó, la gente era ingenua; creía que una mercadería era buena porque así lo afirmaba y lo repetía su propio fabricante. También eran frecuentes los robos, aunque nadie ignoraba que la posesión de dinero no da mayor felicidad ni mayor quietud.
—¿Dinero? —repitió—. Ya no hay quien adolezca de pobreza, que habrá sido insufrible, ni de riqueza, que habrá sido la forma más incómoda de la vulgaridad. Cada cual ejerce un oficio.
—Como los rabinos —le dije.
Pareció no entender y prosiguió.
—Tampoco hay ciudades. A juzgar por las ruinas de Bahía Blanca, que tuve la curiosidad de explorar, no se ha perdido mucho. Ya que no hay posesiones, no hay herencias. Cuando el hombre madura a los cien años, está listo a enfrentarse consigo mismo y con su soledad. Ya ha engendrado un hijo.
—¿Un hijo? —pregunté.
—Sí. Uno solo. No conviene fomentar el género humano. Hay quienes piensan que es un órgano de la divinidad para tener conciencia del universo, pero nadie sabe con certidumbre si hay tal divinidad. Creo que ahora se discuten las ventajas y desventajas de un suicidio gradual o simultáneo de todos los hombres del mundo. Pero volvamos a lo nuestro.
Asentí.
—Cumplidos los cien años, el individuo puede prescindir del amor y de la amistad. Los males y la muerte involuntaria no lo amenazan. Ejerce alguna de las artes, la filosofía, las matemáticas o juega a un ajedrez solitario. Cuando quiere se mata. Dueño el hombre de su vida, lo es también de su muerte.
—¿Se trata de una cita? —le pregunté.
—Seguramente. Ya no nos quedan más que citas. La lengua es un sistema de citas.
—¿Y la grande aventura de mi tiempo, los viajes espaciales? —le dije.
—Hace ya siglos que hemos renunciado a esas traslaciones, que fueron ciertamente admirables. Nunca pudimos evadirnos de un aquí y de un ahora.
Con una sonrisa agregó:
—Además, todo viaje es espacial. Ir de un planeta a otro es como ir a la granja de enfrente. Cuando usted entró en este cuarto estaba ejecutando un viaje espacial.
—Así es —repliqué—. También se hablaba de sustancias químicas y de animales zoológicos.
El hombre ahora me daba la espalda y miraba por los cristales. Afuera, la llanura estaba blanca de silenciosa nieve y de luna.
Me atreví a preguntar:
—¿Todavía hay museos y bibliotecas?
—No. Queremos olvidar el ayer, salvo para la composición de elegías. No hay conmemoraciones ni centenarios ni efigies de hombres muertos. Cada cual debe producir por su cuenta las ciencias y las artes que necesita.
—En tal caso, cada cual debe ser su propio Bernard Shaw, su propio Jesucristo y su propio Arquímedes.
Asintió sin una palabra. Inquirí:
—¿Qué sucedió con los gobiernos?
—Según la tradición fueron cayendo gradualmente en desuso. Llamaban a elecciones, declaraban guerras, imponían tarifas, confiscaban fortunas, ordenaban arrestos y pretendían imponer la censura y nadie en el planeta los acataba. La prensa dejó de publicar sus colaboraciones y sus efigies. Los políticos tuvieron que buscar oficios honestos; algunos fueron buenos cómicos o buenos curanderos. La realidad sin duda habrá sido más compleja que este resumen.
Cambió de tono y dijo:
—He construido esta casa, que es igual a todas las otras. He labrado estos muebles y estos enseres. He trabajado el campo, que otros, cuya cara no he visto, trabajarán mejor que yo. Puedo mostrarte algunas cosas.
Lo seguí a una pieza contigua. Encendió una lámpara, que también pendía del cielo raso. En un rincón vi un arpa de pocas cuerdas. En las paredes había telas rectangulares en las que predominaban los tonos del color amarillo. No parecían proceder de la misma mano.
—Ésta es mi obra —declaró.
Examiné las telas y me detuve ante la más pequeña, que figuraba o sugería una puesta de sol y que encerraba algo infinito.
—Si te gusta puedes llevártela, como recuerdo de un amigo futuro —dijo con palabra tranquila.
Le agradecí, pero otras telas me inquietaron. No diré que estaban en blanco, pero sí casi en blanco.
—Están pintadas con colores que tus antiguos ojos no pueden ver.
Las delicadas manos tañeron las cuerdas del arpa y apenas percibí uno que otro sonido. Fue entonces cuando se oyeron los golpes.
Una alta mujer y tres o cuatro hombres entraron en la casa. Diríase que eran hermanos o que los había igualado el tiempo. Mi huésped habló primero con la mujer.
—Sabía que esta noche no faltarías. ¿Lo has visto a Nils?
—De tarde en tarde. Sigue siempre entregado a la pintura.
—Esperemos que con mejor fortuna que su padre.
Manuscritos, cuadros, muebles, enseres; no dejamos nada en la casa.
La mujer trabajó a la par de los hombres. Me avergoncé de mi flaqueza que casi no me permitía ayudarlos. Nadie cerró la puerta y salimos, cargados con las cosas. Noté que el techo era de dos aguas.
A los quince minutos de caminar, doblamos por la izquierda. En el fondo divisé una suerte de torre, coronada por una cúpula.
—Es el crematorio —dijo alguien—. Adentro está la cámara letal. Dicen que la inventó un filántropo cuyo nombre, creo, era Adolfo Hitler.
El cuidador, cuya estatura no me asombró, nos abrió la verja.
Mi huésped susurró unas palabras. Antes de entrar en el recinto se despidió con un ademán.
—La nieve seguirá —anunció la mujer.
En mi escritorio de la calle México guardo la tela que alguien pintará, dentro de miles de años, con materiales hoy dispersos en el planeta.


En El libro de arena (1975)
Foto original color sin data: CEDOC-Perfil

21/11/14

Jorge Luis Borges: A Leonor Acevedo





A Leonor Acevedo de Borges

Quiero dejar escrita una confesión, que a un tiempo será íntima y general, ya que las cosas que le ocurren a un hombre les ocurren a todos. Estoy hablando de algo ya remoto y perdido, los días de mi santo, los más antiguos. Yo recibía regalos y yo pensaba que no era más que un chico y que no había hecho nada, absolutamente nada, para merecerlos. Por supuesto, nunca lo dije; la niñez es tímida.

Desde entonces me has dado tantas cosas y son tantos los años y los recuerdos. Padre, Norah, los abuelos, tu memoria y en ella la memoria de los mayores —los patios, los esclavos, el aguatero, la carga de los húsares del Perú y el oprobio de Rosas—, tu prisión valerosa, cuando tantos hombres callábamos, las mañanas del Paso del Molino, de Ginebra y de Austin, las compartidas claridades y sombras, tu fresca ancianidad, tu amor a Dickens y a Eça de Queiroz, Madre, vos misma.

Aquí estamos hablando de los dos, et tout le reste est littérature, como escribió, con excelente literatura, Verlaine.


Dedicatoria de Jorge Luis Borges en sus Obras Completas
Buenos Aires, Emecé, 1974
Foto (s-d): Leonor Acevedo y Borges (periódico argentino ca. 1982) Vía


20/11/14

Jorge Luis Borges: Quince Monedas





A Alicia Jurado


Un poeta oriental
Durante cien otoños he mirado
tu tenue disco.
Durante cien otoños he mirado
tu arco sobre las islas.
Durante cien otoños mis labios
no han sido menos silenciosos.

El desierto

El espacio sin tiempo.
La luna es del color de la arena.
Ahora, precisamente ahora,
mueren los hombres del Metauro y de Trafalgar.

Llueve

¿En qué ayer, en qué patios de Cartago,
cae también esta lluvia?

Asterión

El año me tributa mi pasto de hombres
y en la cisterna hay agua.
En mí se anudan los caminos de piedra.
¿De qué puedo quejarme?
En los atardeceres
me pesa un poco la cabeza de toro.

Un poeta menor

La meta es el olvido.
Yo he llegado antes.

Génesis, IV, 8

Fue en el primer desierto.
Dos brazos arrojaron una gran piedra.
No hubo un grito. Hubo sangre.
Hubo por vez primera la muerte.
Ya no recuerdo si fui Abel o Caín.

Nortumbria, 900 A.D.

Que antes del alba lo despojen los lobos;
la espada es el camino más corto.

Miguel de Cervantes

Crueles estrellas y propicias estrellas
presidieron la noche de mi génesis;
debo a las últimas la cárcel
en que soñé el Quijote.

El Oeste

El callejón final con su poniente.
inauguración de la pampa.
Inauguración de la muerte.

Estancia El Retiro

El tiempo juega un ajedrez sin piezas
en el patio. El crujido de una rama
rasga la noche. Fuera la llanura
leguas de polvo y sueño desparrama.
Sombras los dos, copiamos lo que dictan
otras sombras: Heráclito y Gautama.

El prisionero

Una lima.
La primera de las pesadas puertas de hierro.
Algún día seré libre.

Macbeth

Nuestros actos prosiguen su camino,
que no conoce término.
Maté a mi rey para que Shakespeare
urdiera su tragedia.

Eternidades

La serpiente que ciñe el mar y es el mar,
el repetido remo de Jasón, la joven espada de Sigurd.
Sólo perduran en el tiempo las cosas
que no fueron del tiempo.

E.A.P.

Los sueños que he soñado. El pozo y el péndulo.
El hombre de las multitudes. Ligeia...
Pero también este otro.

El espía

En la pública luz de las batallas
otros dan su vida a la patria
y los recuerda el mármol.
Yo he errado oscuro por ciudades que odio.
Le di otras cosas.
Abjuré de mi honor,
traicioné a quienes me creyeron su amigo,
compré conciencias,
abominé del nombre de la patria,
me resigné a la infamia.




En La rosa profunda (1975)
Como Trece monedas se publicó en El oro de los tigres (1972)
sin los últimos dos textos ("E.A.P." y "El espía")
Foto original color s-d vía Oye Borges


19/11/14

Jorge Luis Borges: Himno





Esta mañana
hay en el aire la increíble fragancia
de las rosas del Paraíso.
En la margen del Eufrates
Adán descubre la frescura del agua.
Una lluvia de oro cae del cielo;
es el amor de Zeus.
Salta del mar un pez
y un hombre de Agrigento recordará
haber sido ese pez.
En la caverna cuyo nombre será Altamira
una mano sin cara traza la curva
de un lomo de bisonte.
La lenta mano de Virgilio acaricia
la seda que trajeron
del reino del Emperador Amarillo
las caravanas y las naves.
El primer ruiseñor canta en Hungría.
Jesús ve en la moneda el perfil de César.
Pitágoras revela a sus griegos
que la forma del tiempo es la del círculo.
En una isla del Océano
los lebreles de plata persiguen a los ciervos de oro.
En un yunque forjan la espada
que será fiel a Sigurd.
Whitman canta en Manhattan.
Homero nace en siete ciudades.
Una doncella acaba de apresar
al unicornio blanco.
Todo el pasado vuelve como una ola
y esas antiguas cosas recurren
porque una mujer te ha besado.



En La cifra (1981)

18/11/14

Carta con la signatura de Borges al director del FCE en México, Arnaldo Orfila, asegurando su colaboración






Transcripción

Buenos Aires Noviembre 6 / 958

Querido amigo: Me siento muy honrado y complacido con que haya pensado en mí para prologar el libro que me anuncia; siendo hecho con tan noble material comprendo su importancia. Ud. sabe la gran amistad que me unió a Henriquez y el respeto que me inspiró siempre su inteligencia y su saber. Cuente pues con mi colaboración que no será extensa por los motivos que usted conoce pero sí llena de emocionado afecto. Con saludo a los amigos mexicanos en particular a Reyes, lo abraza suyo siempre
(Firma de JLB) 
s/c Maipú 994 Le ruego dos líneas para saber que estas líneas le llegaron.



Léase "el prometido prólogo (a la Obra crítica de Pedro Henríquez Ureña) en Prólogo con un prólogo de prólogos."


Dice allí Borges: "Otro diálogo quiero rememorar, de una noche cualquiera, en una esquina de la calle Santa Fe o de la calle Córdoba. Yo había citado una página de De Quincey en la que se escribe que el temor de una muerte súbita fue una invención o innovación de la fe cristiana, temerosa de que el alma del hombre tuviera que comparecer bruscamente ante el Divino Tribunal, cargada de culpas. Pedro repitió con lentitud el terceto de la Epístola moral: ¿Sin la templanza viste tú perfecta alguna cosa? ¡Oh muerte, ven callada como sueles venir en la saeta! Sospechó que esta invocación, de sentimiento puramente pagano, fuera traducción o adaptación de un pasaje latino. Después yo recordé al volver a mi casa, que morir sin agonía es una de las felicidades que la sombra de Tiresias promete a Ulises, en el undécimo libro de la Odisea, pero no se lo pude decir a Pedro, porque a los pocos días murió bruscamente en un tren, como si alguien —el Otro— hubiera estado aquella noche escuchándonos."


Agradecemos el documento y nota a Andrés Miguel Blumenbach 
y la transcripción de la carta a  Biti Robson



Jorge Luis Borges: 1929





Antes, la luz entraba más temprano
en la pieza que da al último patio;
ahora la vecina casa de altos
le quita el sol, pero en la vaga sombra
su modesto inquilino está despierto
desde el amanecer. Sin hacer ruido,
para no incomodar a los de al lado,
el hombre está mateando y esperando.
Otro día vacío, como todos.
Y siempre los ardores de la úlcera.
Ya no hay mujeres en mi vida, piensa.
Los amigos lo aburren. Adivina
que él también los aburre. Hablan de cosas
que no alcanza, de arqueros y de cuadros.
No ha mirado la hora. Sin apuro
se levanta y se afeita con inútil
prolijidad. Hay que llenar el tiempo.
El rostro que el espejo le devuelve
guarda el aplomo que antes era suyo.
Envejecemos más que nuestra cara,
piensa, pero ahí están las comisuras,
el bigote ya gris, la hundida boca.
Busca el sombrero y sale. En el vestíbulo
ve un diario abierto. Lee las grandes letras,
crisis ministeriales en países
que son apenas nombres. Luego advierte
la fecha de la víspera. Un alivio;
ya no tiene por qué seguir leyendo.
Afuera, la mañana le depara
su ilusión habitual de que algo empieza
y los pregones de los vendedores.
En vano el hombre inútil dobla esquinas
y pasajes y trata de perderse.
Ve con aprobación las casas nuevas,
algo, tal vez el viento sur, lo anima.
Cruza Rivera, que hoy le dicen Córdoba,
y no recuerda que hace muchos años
que sus pasos la eluden. Dos, tres cuadras.
Reconoce una larga balaustrada,
los redondeles de un balcón de fierro,
una tapia erizada de pedazos
de vidrio. Nada más. Todo ha cambiado.
Tropieza en una acera. Oye la burla
de unos muchachos. No los toma en cuenta.
Ahora está caminando más despacio.
De golpe se detiene. Algo ha ocurrido.
Ahí dónde ahora hay una heladería,
estaba el Almacén de la Figura.
(La historia cuenta casi medio siglo.)
Ahí un desconocido de aire avieso
le ganó un largo truco, quince y quince,
Y él malició que el juego no era limpio.
No quiso discutir, pero le dijo:
Ahí le entrego hasta el último centavo,
pero después salgamos a la calle.
El otro contestó que con el fierro
no le iría mejor que con el naipe.
No había ni una estrella. Benavides
le prestó su cuchillo. La pelea
fue dura. En la memoria es un instante,
un solo inmóvil resplandor, un vértigo.
Se tendió en una larga puñalada,
que bastó. Luego en otra, por si acaso.
Oyó el caer del cuerpo y del acero.
Fue entonces que sintió por vez primera
la herida en la muñeca y vio la sangre.
Fue entonces que brotó de su garganta
una mala palabra, que juntaba
la exultación, la ira y el asombro.
Tantos años y al fin ha rescatado
la dicha de ser hombre y ser valiente
o, por lo menos, la de haberlo sido
alguna vez, en un ayer del tiempo.


En El oro de lo tigres (1972)
Foto: Antonio Carrizo, Borges y Jorge Cutini en Zoológico de Luján
Fuente sin data de autor ni fecha: CEDOC Perfil.com


17/11/14

Jorge Luis Borges: Las inscripciones de los carros






Importa que mi lector se imagine un carro. No cuesta imaginárselo grande, las ruedas traseras más altas que las delanteras como con reserva de fuerza, el carrero criollo fornido como la obra de madera y fierro en que está, los labios distraídos en un silbido o con avisos paradójicamente suaves a los tironeadores caballos: a los tronqueros seguidores y al cadenero en punta (proa insistente para los que precisan comparación). Cargado o sin cargar es lo mismo, salvo que volviendo vacío, resulta menos atado a empleo su paso y más entronizado el pescante, como si la connotación militar que fue de los carros en el imperio montonero de Atila, permaneciera en él. La calle pisada puede ser Montes de Oca o Chile o Patricios o Rivera o Valentín Gómez, pero es mejor Las Heras, por lo heterogéneo de su tráfico. El tardío carro es allí distanciado perpetuamente, pero esa misma postergación se le hace victoria, como si la ajena celeridad fuera despavorida urgencia de esclavo, y la propia demora, posesión entera de tiempo, casi de eternidad. (Esa posesión temporal es el infinito capital criollo, el único. A la demora la podemos exaltar a inmovilidad: posesión del espacio.) Persiste el carro, y una inscripción está en su costado. El clasicismo del suburbio así lo decreta y aunque esa desinteresada yapa expresiva, sobrepuesta a las visibles expresiones de resistencia, forma, destino, altura, realidad, confirme la acusación de habladores que los conferenciantes europeos nos reparten, yo no puedo esconderla, porque es el argumento de esta noticia. Hace tiempo que soy cazador de esas escrituras: epigrafía de corralón que supone caminatas y desocupaciones más poéticas que las efectivas piezas coleccionadas, que en estos italianados días ralean.

No pienso volcar ese colecticio capital de chirolas sobre la mesa, sino mostrar algunas. El proyecto es de retórica, como se ve. Es consabido que los que metodizaron esa disciplina, comprendían en ella todos los servicios de la palabra, hasta los irrisorios o humildes del acertijo, del calembour, del acróstico, del anagrama, del laberinto, del laberinto cúbico, de la empresa. Si esta última, que es figura simbólica y no palabra, ha sido admitida, entiendo que la inclusión de la sentencia carrera es irreprochable. Es una variante indiana del lema, género que nació en los escudos. Además, conviene asimilar a las otras letras la sentencia de carro, para que se desengañe el lector y no espere portentos de mi requisa. ¿Cómo pretenderlos aquí, cuando no los hay o nunca los hay en las premeditadas antologías de Menéndez y Pelayo o de Palgrave?

Una equivocación es muy llana: la de recibir por genuino lema de carro, el nombre de la casa a que pertenece. El modelo de la Quinta Bollini, rubro perfecto de la guarangada sin inspiración, puede ser de los que advertí; La madre del Norte, carro de Saavedra, lo es. Lindo nombre es este último y le podemos probar dos explicaciones. Una, la no creíble, es la de ignorar la metáfora y suponer al Norte parido por ese carro, fluyendo en casas y almacenes y pinturerías, de su paso inventor. Otra es la que previeron ustedes, la de atender. Pero nombres como éste, corresponden a otro género literario menos casero, el de las empresas comerciales: género que abunda en apretadas obras maestras como la sastrería El coloso de Rodas por Villa Urquiza y la fábrica de camas La dormitológica por Belgrano, pero que no es de mi jurisdicción.

La genuina letra de carro no es muy diversa. Es tradicionalmente asertiva —La flor de la plaza Vértiz, El vencedor— y suele estar como aburrida de guapa. Así El anzuelo, La balija, El garrote. Me está gustando el último, pero se me borra al acordarme de este otro lema, de Saavedra también y que declara viajes dilatados como navegaciones, práctica de los callejones pampeanos y polvaredas altas: El barco.

Una especie definida del género es la inscripción en los carritos repartidores. El regateo y la charla cotidiana de la mujer los ha distraído de la preocupación del coraje, y sus vistosas letras prefieren el alarde servicial o la galantería. El liberal, Viva quien me protege, El vasquito del Sur, El picaflor, El lecherito del porvenir, El buen mozo, Hasta mañana, El record de Talcahuano, Para todos sale el sol, pueden ser alegres ejemplos. Qué me habrán hecho tus ojos y Donde cenizas quedan fuego hubo, son de más individuada pasión. Quien envidia me tiene desesperado muere, ha de ser una intromisión española. No tengo apuro es criollo clavado. La displicencia o severidad de la frase breve suele corregirse también, no sólo por lo risueño del decir, sino por la profusión de las frases. Yo he visto carrito frutero que, además de su presumible nombre El preferido del barrio, afirmaba en dístico satisfecho

Yo lo digo y lo sostengo
Que a nadie envidia le tengo.

y comentaba la figura de una pareja de bailarines tangueros sin mucha luz, con la resuelta indicación Derecho viejo. Esa charlatanería de la brevedad, ese frenesí sentencioso, me recuerda la dicción del célebre estadista danés Polonio, de Hamlet, o la del Polonio natural, Baltazar Gracián.

Vuelvo a las inscripciones clásicas. La media luna de Morón es lema de un carro altísimo con barandas ya marineras de fierro, que me fue dado contemplar una húmeda noche en el centro puntual de nuestro Mercado de Abasto, reinando a doce patas y cuatro ruedas sobre la fermentación lujosa de olores. La soledad es mote de una carreta que he visto por el sur de la provincia de Buenos Aires y que manda distancia. Es el propósito de El barco otra vez, pero menos oscuro. Qué le importa a la vieja que la hija me quiera es de omisión imposible, menos por su ausente agudeza que por su genuino tono de corralón. Es lo que puede observarse también de Tus besos fueron míos, afirmación derivada de un vals, pero que por estar escrita en un carro se adorna de insolencia. Qué mira, envidioso tiene algo de mujerengo y de presumido. Siento orgullo es muy superior, en dignidad de sol y de alto pescante, a las más efusivas acriminaciones de Boedo. Aquí viene Araña es un hermoso anuncio. Pa la rubia, cuándo lo es más, no sólo por su apócope criollo y por su anticipada preferencia por la morena, sino por el irónico empleo del adverbio cuándo, que vale aquí por nunca. (A ese renunciado cuándo lo conocí primero en una intransferible milonga, que deploro no poder estampar en voz baja o mitigar pudorosamente en latín. Destaco en su lugar esta parecida, criolla de Méjico, registrada en el libro de Rubén Campos El folklore y la música mexicana: Dicen que me han de quitar —las veredas por donde ando; —las veredas quitarán, —pero la querencia, cuándo. Cuándo, mi vida era también una salida habitual de los que canchaban, al atajarse el palo tiznado o el cuchillo del otro.) La rama está florida es una noticia de alta serenidad y de magia. Casi nada, Me lo hubieras dicho y Quién lo diría, son incorregibles de buenos. Implican drama, están en la circulación de la realidad. Corresponden a frecuencias de la emoción: son como del destino, siempre. Son ademanes perdurados por la escritura, son una afirmación incesante. Su alusividad es la del conversador orillero que no puede ser directo narrador o razonador y que se complace en discontinuidades, en generalidades, en fintas: sinuosas como el corte. Pero el honor, pero la tenebrosa flor de este censo, es la opaca inscripción No llora el perdido, que nos mantuvo escandalosamente intrigados a Xul Solar y a mí, hechos, sin embargo, a entender los misterios delicados de Robert Browning, los baladíes de Mallarmé y los meramente cargosos de Góngora. No llora el perdido; le paso ese clavel retinto al lector.

No hay ateísmo literario fundamental. Yo creía descreer de la literatura, y me he dejado aconsejar por la tentación de reunir estas partículas de ella. Me absuelven dos razones. Una es la democrática superstición que postula méritos reservados en cualquier obra anónima, como si supiéramos entre todos lo que no sabe nadie, como si fuera nerviosa la inteligencia y cumpliera mejor en las ocasiones en que no la vigilan. Otra es la facilidad de juzgar lo breve. Nos duele admitir que nuestra opinión de una línea pueda no ser final. Confiamos nuestra fe a los renglones, ya que no a los capítulos. Es inevitable en este lugar la mención de Erasmo: incrédulo y curioseador de proverbios.

Esta página empezará a ponerse erudita después de muchos días. Ninguna referencia bibliográfica puedo suministrar, salvo este párrafo casual de un predecesor mío en estos afectos. Pertenece a los borradores desanimados de verso clásico que se llaman versos libres ahora.

Lo recuerdo así:

Los carros de costado sentencioso
franqueaban tu mañana
y eran en las esquinas tiernos los almacenes
como esperando un ángel.

Me gustan más las inscripciones de carro, flores corraloneras.


Cover primera edición

En Evaristo Carriego (1930)
Foto: Borges en La Asociación Amigos de la Casa de Evaristo Carriego 
nombrado su Presidente Honorario el 20 Dic 1975
Con él, José María Mieravilla, Francisco Gil y Luis Alposta 20 de diciembre de 1975



16/11/14

Jorge Luis Borges: Europa (Autobiografía, II)





En 1914 nos trasladamos a Europa. Mi padre había empezado a perder la vista, y recuerdo haberle oído decir: “¿Cómo voy a seguir firmando documentos legales si no puedo leerlos?”. Forzado a un retiro temprano, planeó nuestro viaje exactamente en diez días. En esos tiempos el mundo no era desconfiado; no había pasaportes ni trámites burocráticos de ningún tipo. Primero pasamos unas semanas en París, ciudad que no me fascinó ni en ese entonces ni después, al contrario de lo que le sucede a la mayoría de los argentinos. Quizá sin saberlo, siempre fui un poco británico -de hecho, siempre pienso en Waterloo como en una victoria-.

El objetivo del viaje, con respecto a mi hermana y a mí, era que concurriéramos a la escuela en Ginebra. Viviríamos con mi abuela materna, que viajaría con nosotros (y finalmente murió allí, mientras mis padres recorrían Europa). Al mismo tiempo, mi padre se haría tratar por un famoso oculista de Ginebra. En esa época Europa era más barata que Buenos Aires, y la plata argentina significaba algo. Pero éramos tan ignorantes de la historia, que no teníamos la menor idea de que en agosto estallaría la primera Guerra Mundial. En ese momento mi padre y mi madre estaban en Alemania, pero lograron regresar a Ginebra y reunirse con nosotros. Un año más tarde, a pesar de la guerra, pudimos atravesar los Alpes hasta el norte de Italia. Conservo recuerdos vívidos de Verona y de Venecia. En el vasto y vacío anfiteatro de Verona, me atreví a recitar en voz alta algunos versos gauchescos de Ascasubi.


Aquel otoño de 1914 empecé a estudiar en el Colegio de Ginebra, fundado por Calvino. Se trataba de un colegio sin internado. En mi clase éramos unos cuarenta alumnos, más de la mitad extranjeros. La materia principal era el latín, y pronto descubrí que si uno era bueno en latín podía descuidar un poco los demás estudios. Sin embargo, las otras materias -álgebra, química, física, mineralogía, botánica, zoología- se estudiaban en francés; y ese año aprobé todos los exámenes excepto, precisamente, el de francés. Sin decirme nada, mis compañeros firmaron una petición al director. Señalaban que yo había tenido que estudiar todas las materias en francés, un idioma que también había tenido que aprender. Le pedían que lo tuviera en cuenta; y él amablemente aceptó. Al principio ni siquiera entendía cuando un profesor me llamaba por mi apellido, porque lo pronunciaban a la manera francesa, con una sola sílaba. Cada vez que tenía que contestar, mis compañeros me daban un codazo.
Vivíamos en un departamento situado en el sur, el centro antiguo de la ciudad. Conozco Ginebra todavía mejor que Buenos Aires; y eso se explica porque en Ginebra no hay dos esquinas iguales y uno aprende muy pronto las diferencias. Todos los días caminaba por la orilla de ese río verde y helado, el Ródano, que atraviesa el centro de la ciudad pasando por debajo de siete puentes de aspecto muy diferente. Los suizos son bastante orgullosos y distantes. Mis dos amigos íntimos, Simón Jichlinski y Maurice Abramowicz, eran de origen judío-polaco. Uno llegó a ser abogado y el otro médico. Les enseñé a jugar al truco y aprendieron tan rápido y bien que al final de la primera partida me dejaron sin un centavo. Me convertí en un buen latinista, aunque la mayoría de mis lecturas personales las hacía en inglés. En casa hablábamos español, pero el francés de mi hermana fue de pronto tan bueno que hasta soñaba en ese idioma. Recuerdo que una vez, al regresar a casa, mi madre encontró a Norah escondida detrás de una cortina de felpa roja, gritando asustada: “Une mouche, une mouche!”. Parece que había adoptado la idea francesa de que las moscas son peligrosas. “Salí de ahí”, le dijo mi madre sin demasiado fervor patriótico. “¡Naciste y te criaste entre moscas!”
A causa de la guerra, exceptuando el viaje a Italia y excursiones dentro de Suiza, no viajamos. Al poco tiempo, desafiando los submarinos alemanes y en compañía de apenas otros cuatro o cinco pasajeros, mi abuela inglesa vino a vivir con nosotros.


Por mi cuenta, fuera del colegio empecé a estudiar alemán. Me empujó a esa aventura Sartor Resartus (El remendón remendado) de Carlyle, que me deslumbraba y me desconcertaba al mismo tiempo. El protagonista, Diógenes Devil’sdung (Diógenes Bosta del Diablo), es un profesor de idealismo alemán. Buscaba en la literatura alemana algo similar a Tácito, pero eso sólo lo encontraría más tarde, en el inglés y el escandinavo antiguos. La literatura alemana resultó ser romántica y empalagosa. Al principio intenté leer Crítica de la razón pura de Kant, pero me derrotó como a la mayoría, incluida la mayoría de los alemanes. Entonces pensé que la poesía, por su brevedad, sería más fácil. Conseguí un ejemplar de los primeros poemas de Heine,Lyrisches Intermezzo, y un diccionario alemán-inglés. Poco a poco, gracias al sencillo vocabulario de Heine, descubrí que podía leer sin el diccionario. Me había internado pronto en la belleza del idioma. También logré leer la novela El Golem de Meyrink. (En 1969, cuando estuve en Israel, hablé de la leyenda bohemia del Golem con Gershom Scholem, un destacado estudioso del misticismo judío, cuyo nombre yo había usado dos veces como única rima posible en un poema que escribí sobre el Golem.) Por influencias de Carlyle y De Quincey -alrededor de 1917- traté de interesarme en Jean-Paul Richter, pero pronto descubrí que su lectura me aburría. Richter, a pesar de sus dos defensores ingleses, me pareció un escritor muy farragoso y poco apasionado. Sin embargo me interesé mucho en el expresionismo alemán, que todavía considero muy superior a otras escuelas contemporáneas como el imaginismo, el cubismo, el futurismo, el surrealismo, etcétera. Años después, en Madrid, intentaría algunas de las primeras y tal vez únicas traducciones al español de algunos poetas expresionistas.

Mientras vivíamos en Suiza empecé a leer a Schopenhauer. Hoy, si tuviera que elegir a un filósofo, lo elegiría a él. Si el enigma del universo puede formularse en palabras creo que esas palabras están en su obra. Lo he leído muchas veces en alemán, y también traducido, en compañía de mi padre y su íntimo amigo Macedonio Fernández. Todavía pienso que el alemán es un idioma muy hermoso; quizá más hermoso que la literatura que ha producido. Paradójicamente, el francés tiene una buena literatura a pesar de su afición a las escuelas y los movimientos, pero el idioma en sí es, me parece, bastante feo. Las cosas resultan triviales cuando se las dice en francés. En realidad, considero que de los dos idiomas el español es el mejor, a pesar de que sus palabras sean demasiado largas y pesadas. Como escritor argentino tengo que sobrellevar el español, y soy demasiado consciente de sus deficiencias. Recuerdo que Goethe escribió que tenía que tratar con el peor idioma del mundo: el alemán. Supongo que la mayoría de los escritores piensan de la misma manera acerca del idioma con el que tienen que luchar. En cuanto al italiano, he leído y releído la Divina Comedia en más de una docena de ediciones diferentes. También he leído a Ariosto, a Tasso, a Croce y a Gentile, pero soy incapaz de hablar el italiano o de seguir una película o una obra de teatro en ese idioma.
Fue también en Ginebra donde descubrí a Walt Whitman, gracias a una traducción alemana de Johannes Schlaf (“Als ich in Alabama meinen Morgengang machte” - “As I have walk’d in Alabama my morning walk”). Tenía conciencia, por supuesto, de lo absurdo que era leer a un poeta norteamericano en alemán, de modo que encargué a Londres un ejemplar de Leaves of Grass. Todavía lo recuerdo, con aquella tapa verde. Durante un tiempo pensé que Whitman no sólo era un gran poeta sino el único poeta. En realidad, creía que lo que habían hecho todos los poetas del mundo hasta 1855 había sido conducirnos a Whitman, y que no imitarlo era una prueba de ignorancia. Había tenido la misma sensación leyendo la prosa de Carlyle, que ahora me resulta insoportable, y con la poesía de Swinburne. Son fases por las que pasé. Más tarde tendría otras experiencias similares en las que me sentí abrumado por algún autor en particular.


Permanecimos en Suiza hasta 1919. Después de tres o cuatro años en Ginebra, pasamos un año en Lugano. Ya tenía el título de bachiller, y estaba sobreentendido que debía dedicarme a escribir. Quería mostrarle mis manuscritos a mi padre, pero él me dijo que no creía en los consejos y que debía aprender solo, mediante la prueba y el error. Yo había estado escribiendo sonetos en inglés y en francés. Los sonetos en inglés eran malas imitaciones de Wordsworth, y los sonetos en francés copiaban, de manera acuosa, la poesía simbolista. Todavía recuerdo una línea de mis experimentos franceses: “Petite boite noire pour le violon cassé”. El texto completo se titulaba “Poeme pour etre recité avec un accent russe”. Sabiendo que escribía un francés de extranjero, pensé que era mejor un acento ruso que uno argentino. En mis experimentos con el inglés adoptaba algunas peculiaridades del siglo dieciocho, como “o’er” en vez de “over” y, para mayor facilidad métrica, “doth sing” en vez de “sings”. Pero no ignoraba que el español era mi destino ineludible.


Decidimos regresar a la Argentina, pero pasar primero un año en España. En aquellos tiempos los argentinos estaban descubriendo España poco a poco. Hasta ese momento, incluso escritores ilustres como Leopoldo Lugones y Ricardo Güiraldes habían dejado a España deliberadamente fuera de sus viajes. No se trataba de un capricho. En Buenos Aires, los españoles desempeñaban trabajos de ínfima categoría -sirvientas, mozos y peones- o bien eran pequeños comerciantes, y nosotros los argentinos nunca nos sentimos españoles. En realidad, dejamos de serlo en 1816, al declarar nuestra Independencia. Cuando leí de chico el libro de Prescott La conquista del Perú, descubrí con asombro que describía a los conquistadores de una manera romántica. A mí, descendiente de algunos de esos funcionarios, no me resultaban para nada interesantes. Pero a través de los ojos franceses los latinoamericanos veían pintorescos a los españoles, a quienes asociaban con los temas de García Lorca: gitanos, corridas de toros y arquitectura morisca. Sin embargo, aunque nuestro idioma era el español y proveníamos de sangre española y portuguesa, mi familia nunca consideró nuestro viaje como una vuelta a España tras una ausencia de tres siglos.


Fuimos a Mallorca porque era barata y hermosa y porque casi no había turistas con excepción de nosotros. Vivimos allí casi un año, en Palma y en Valldemosa, una aldea en lo alto de las montañas. Yo seguí estudiando latín, esta vez bajo la tutela de un sacerdote que una vez me dijo que considerando que lo innato satisfacía plenamente sus necesidades, jamás había leído una novela. Repasamos Virgilio, a quien sigo admirando.
A la gente del lugar le asombraba mi habilidad como nadador, que había adquirido en ríos de corriente rápida como el Uruguay y el Ródano, mientras los mallorquines estaban acostumbrados a un mar tranquilo, sin mareas. Mi padre escribía su novela, que evocaba los viejos tiempos de la guerra civil de la década de 1870 en su Entre Ríos natal. Creo haberle proporcionado algunas malas metáforas tomadas de los expresionistas alemanes, que él aceptó con resignación. Mi padre hizo imprimir 500 ejemplares de su novela, que trajimos con nosotros a Buenos Aires para regalar a los amigos. Cada vez que la palabra Paraná -su ciudad natal- aparecía en el manuscrito, el impresor la había cambiado por “Panamá”, pensando que corregía un error. Por no molestar, y creyendo también que así resultaba más divertido, mi padre no dijo nada. Ahora me arrepiento de mis intromisiones juveniles en su libro. Diecisiete años más tarde, antes de morir, me dijo que le gustaría mucho que yo reescribiera la novela de una manera sencilla, sacando todos los pasajes grandilocuentes y floridos.


Durante esa época, en Mallorca, escribí un cuento acerca de un hombre lobo y lo mandé a una revista popular de Madrid, “La Esfera”, cuyos editores, muy sabiamente, lo rechazaron. El invierno de 1919-20 lo pasamos en Sevilla, donde vi publicado mi primer poema. Se llamaba “Himno del mar” y apareció en la revista “Grecia”, en el número del 31 de diciembre de 1919. En el poema hacía todo lo posible por ser Walt Whitman:

Oh mar! oh mito! oh sol! oh largo lecho!
Y sé por qué te amo. Sé que somos muy viejos.
Que ambos nos conocemos desde siglos...
Oh proteico, yo he salido de ti.
¡Ambos encadenados y nómadas;
Ambos con una sed intensa de estrellas;
Ambos con esperanza y desengaños...!

Hoy me cuesta pensar en el mar, o en mí mismo, con una sed intensa de estrellas.

Años más tarde, cuando encontré la frase de Arnold Bennett “grandilocuente de tercera”, entendí de inmediato a qué se refería. Pero al llegar a Madrid unos meses después, como ése era mi único poema publicado, la gente me consideraba un cantor del mar.

En Sevilla me uní al grupo literario nucleado alrededor de “Grecia”. Los integrantes de ese grupo se daban el nombre de ultraístas y se habían propuesto renovar la literatura, rama del arte de la que no entendían absolutamente nada. Uno de ellos me confesó una vez que todo lo que había leído era la Biblia, Cervantes, Darío y uno o dos libros del Maestro, Rafael Cansinos Assens. Enterarme de que no sabían francés, ni tenían la más remota idea de la existencia de algo llamado “literatura inglesa”, confundió mi mente de argentino. Hasta llegaron a presentarme a un importante personaje local conocido como “el Humanista”, cuyo latín (no tardé mucho en descubrirlo) era aún más pobre que el mío. En cuanto a “Grecia”, su director Isaac del Vando Villar se hacía escribir todo el corpus de su poesía por sus ayudantes. Recuerdo que un día uno de ellos me dijo: “Estoy muy ocupado: Isaac está escribiendo un poema”.


Nos trasladamos a Madrid, y allí el gran acontecimiento fue mi amistad con Rafael Cansinos Assens. Todavía me gusta considerarme su discípulo. Había venido de Sevilla, donde estudió para sacerdote hasta que al descubrir que su apellido figuraba en los archivos de la Inquisición decidió que era judío. Eso lo llevó a estudiar hebreo, e incluso se hizo circuncidar. Lo conocí a través de unos amigos andaluces.
Tímidamente, lo felicité por un poema que él había escrito sobre el mar. “Sí -dijo-, y cómo me gustaría volver a verlo antes de morir.”
Era un hombre alto que tenía un desprecio andaluz por todo lo castellano. Lo más notable era que vivía exclusivamente para la literatura, sin pensar en el dinero o la fama. Excelente poeta, escribió un libro de salmos eróticos titulado El candelabro de los siete brazos, publicado en 1915. También escribió novelas, cuentos y ensayos, y cuando lo conocí presidía un grupo literario.
Todos los sábados iba al Café Colonial, donde nos reuníamos a medianoche, y la conversación duraba hasta el alba. A veces éramos veinte o treinta. Los integrantes del grupo despreciaban el color local: el cante jondo, las corridas de toros. Admiraban el jazz norteamericano y les interesaba más ser europeos que españoles. Cansinos proponía un tema: La Metáfora, El Verso Libre, Las Formas Tradicionales de la Poesía, La Poesía Narrativa, El Adjetivo, El Verbo.
A su manera, con esa tranquilidad tan suya, era un dictador que no permitía alusiones hostiles a escritores contemporáneos y trataba de mantener la conversación en un plano elevado.
Cansinos era un lector voraz. Había traducido El comedor de opio de De Quincey, Las Meditaciones de Marco Aurelio del griego, novelas de Barbusse y Vidas imaginarias de Schwob. Más tarde emprendería la traducción de las obras completas de Goethe y Dostoievski. También hizo la primera versión española de Las Mil y Una Noches, que es muy libre comparada con la de Burton o la de Lane pero cuya lectura es, en mi opinión, más agradable. Un día fui a verlo y me llevó a su biblioteca. Más bien debería decir que toda su casa era una biblioteca. Uno tenía la sensación de atravesar un bosque. Era demasiado pobre para tener estantes y los libros estaban amontonados desde el suelo hasta el techo, y había que abrirse paso entre las pilas. Sentía que Cansinos era como todo el pasado de aquella Europa que yo estaba dejando atrás: algo así como el símbolo de toda la cultura, occidental y oriental. Pero tenía una perversión que le impedía llevarse bien con sus contemporáneos más destacados. Consistía en escribir libros que elogiaban con generosidad a escritores de segunda o de tercera. En aquellos tiempos Ortega y Gasset estaba en la cumbre de la fama, pero Cansinos lo consideraba mal filósofo y mal escritor. Lo que a mí me dio, por sobre todo, fue el placer de la conversación literaria, y también me estimuló a ampliar mis lecturas. En cuanto a la escritura, empecé a imitarlo. Él escribía frases largas y fluidas con un sabor nada español y muy hebreo.
Curiosamente, fue Cansinos quien inventó en 1919 el término “ultraísmo”. Consideraba que la literatura española siempre se había quedado atrás. Con el seudónimo “Juan Las” escribió algunos breves y lacónicos textos ultraístas. Todo aquello -lo advierto ahora- se hacía con espíritu de burla. Pero los jóvenes lo tomábamos muy en serio. Otro de sus discípulos fervientes era Guillermo de Torre, a quien conocí en Madrid aquella primavera y que nueve años más tarde se casó con mi hermana Norah.
En aquella época había en Madrid otro grupo, nucleado alrededor de Gómez de la Serna. Fui una vez a una reunión y no me gustó cómo se comportaban. Tenían un payaso con una pulsera a la que habían sujetado un cascabel. Hacían que estrechara la mano a la gente, y el cascabel cascabeleaba y Gómez de la Serna invariablemente decía: “¿Dónde está la culebra?” Se suponía que era gracioso. Una vez me miró con orgullo y comentó: “¿Verdad que nunca viste nada parecido en Buenos Aires?” Reconocí que no, gracias a Dios.
En España escribí dos libros. Uno se llamaba -ahora me pregunto por qué- Los naipes del tahúr. Eran ensayos políticos y literarios (yo era todavía anarquista, librepensador y pacifista) escritos bajo la influencia de Pío Baroja. Pretendían ser duros e implacables, pero la verdad es que eran bastante mansos. Usaba palabras como “idiotas”, “rameras”, “embusteros”. Como no encontré editor, destruí el manuscrito al regresar a Buenos Aires. El otro libro se titulaba Los salmos rojos o Los ritmos rojos. Era una colección de poemas en verso libre -unos veinte en total- que elogiaban la Revolución rusa, la hermandad del hombre y el pacifismo. Tres o cuatro llegaron a aparecer en revistas: “Épica bolchevique”, “Trinchera”, “Rusia”. Destruí ese libro en España, la víspera de nuestra partida. Ya estaba preparado para regresar al país.







Autobiografía (1899-1970) , Cap. II
Título Original: Autobiographical Essay, 1970
©1970, Borges, Jorge Luis
©1970, The New Yorker
Traductor: Marcial Souto y Norman Thomas di Giovanni
Buenos Aires, El Ateneo, 1999
Foto cabecera ca. 1914-18: Borges con su hermana Norah
en Suiza, en su época de bachiller
Foto al pie: Borges y Norman Thomas di Giovanni en Nueva York, 8 de abril, 1968
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