Si algo distingue a Borges es su generosidad. El irónico, el reticente, era ante todo
un entusiasta; el aristócrata de espíritu, un demócrata laboral: no había tarea menor. Desde el legendario folleto sobre los bacilos búlgaros, escrito en compañía de Bioy
para promover los productos lácteos de La Martona, hasta sus últimos prólogos —siempre
hay un último prólogo de inminente aparición— todos los géneros y subgéneros fueron
cultivados con inigualable rigor. Biografías y reseñas de libros en revistas para señoras,
como El Hogar, solapas de novelas policíacas y de las otras, en colecciones como «El
séptimo círculo» y «La torre de marfil», colaboraciones regulares en el suplemento literario
de La Nación —Hietzsche, Poe, Sarmiento—, una enciclopedia china, o en la revista
Sur; prólogos a libros de pintura como el dedicado a Figari, presentaciones de
carpetas de serigrafías como las que Carlos Páez Vilaró dedicó, con el título de Mediomundo
(1971), a los patios del conventillo de negros en el Montevideo que también
forma parte de la mitología de Borges.
Su espectro de intereses, como el mundo mismo, es muy amplio. A ello debemos
añadir sus caballerosos y gentiles prólogos a, de seguro, hermosas mujeres que incurrían
en libros de versos y páginas, sueltas y errantes, que andan por allí, semiperdidas,
cuando, por ejemplo, como director de la Biblioteca Nacional, reanudó la revista de
la misma o presentó el catálogo de una exposición de libros españoles.
No hace mucho, en noviembre de 1991, en Santiago de Chile y con motivo de la
inauguración de la Fundación «Vicente Huidobro», volví a compartir, con María Kodama,
el culto a Borges; la próxima edición de La Pléiade donde irán muchas de sus
páginas perdidas; la Fundación Borges, tan amplia como El Congreso mismo, ese relato
que también abarca el universo y el hecho de que muchas gentes, en lugares tan
inverosímiles como Bogotá o Alcalá de Henares, fatiguen bibliotecas y librerías de viejo,
en pos de otra página, una más, del maestro por antonomasia. María Kodama, quien
secunda estas empresas con su generosa sabiduría oriental, me animó a continuar en
la pesquisa, y ahora Cuadernos Hispanoamericanos la acoge dentro de un justo homenaje.
La secuencia, para quien ama el riguroso y a la vez elástico orden mental propio
de Borges, resulta apasionante. Comienza por un elogio de la biblioteca y la revista,
prosigue interesándose por los avatares histórico-poéticos de su patria, Argentina, y
luego se desplaza a otra de sus patrias, Japón, para retornar, al final, a los caballos
de las pampas presentando el nuevo modelo de la Fiat, año 1971.
Con lo más irrelevante y, quizá, más deleznable, surgen páginas que albergan intactas
la emoción y el fervor. Rescatar párrafos de Borges es seguir manteniendo vivo
el río de la lengua.
Intenciones (1957)
Al presentar el primer número de la segunda época de la revista de la Biblioteca
Nacional de Buenos Aires, sita en la calle México, Borges contrapone la pasividad infinita
de la misma —todo el pasado sin la selección del olvido— al activismo histórico
de la revista, esa revista donde convivían un cuento de Manuel Peyrou con otro de
Mario Benedetti, todo ello ilustrado por Norah Borges.
La ironía del destino que le dio, a la vez, los libros y la noche, como a su antecesor
Groussac y más atrás a José Mármol, tres bibliotecarios ciegos en un laberinto infinito,
recalcan por contraste el papel de Borges como hacedor cultural.
No sólo en la prensa diaria, como en el caso de Crónica, sino en Los Anales de
Buenos Aires donde, también ilustrado por Norah Borges, publicaría Casa tomada de
Julio Cortázar, otra revista borgiana.
Borges traductor, Borges compilador de antologías, del cuento fantástico al matrero,
Borges director de coleccciones literarias, Borges bibliotecario en Almagro o en el centro
de Buenos Aires, Borges conferencista en la Cultural Inglesa o en la Dante Alighieri;
nadie más activo. Compaginar una revista, no sólo con sus amigos —caso de Bioy Casares
o Carlos Mastronardi, caso de Mujica Láinez, de quien publica traducciones de
los sonetos de Shakespeare— sino con jóvenes desconocidos que le acercan, confiados,
sus primeras páginas, he aquí otro mérito del sonriente maestro. La Biblioteca, cómo
no, sigue siendo infinita, pero la revista que la representa aún se deja leer con agrado.
Sus «Intenciones» siguen siendo válidas para cualquiera que intente tales empresas.
En tu aire Argentina (1957)
Vinculado hace muchos años al diario La Nación, Cócaro ha escrito novelas y cuentos,
además de ensayos y trabajos periodísticos. Promovió la edición de minoritarias
revistas de poesía, en compañía de un juvenil Julio Cortázar, profesor en Chivilcoy.
Y su contacto con la gente de la pampa y de los pueblos de la provincia de Buenos
Aires se refleja en este libro de versos, prologado por Borges, donde la altisonancia
de la épica se hace más discreta e íntima, tal como le complacía ejercerla a Borges,
consciente de cómo el encuentro con su «destino sudamericano» es más bien coloquial,
y no por dulce menos terrible, que parnasiano.
Pasión e individualismo: en Borges los héroes adquieren rostro humano. No es raro,
entonces, que simpatizara con la actitud de este primer Cócaro.
Akutagawa (1959)
En el mismo número de La Biblioteca, cuya introducción rescatamos, se encuentra
un breve pero esclarecedor trabajo de Kazuya Sakai sobre pintura japonesa. Destacado
artista plástico él mismo, y diseñador de la revista Plural de México en la época que
era dirigida por Octavio Paz, Sakai es también el traductor al español de los dos relatos
de Akutagawa que Borges prologa. [Véase también Jorge L. Borges: Epílogo de "Vida de un loco" de R. Akutagawa]
Las relaciones de Borges con el Japón de seguro ya habrán merecido la tesis universitaria
correspondiente, que bien puede ir desde cuentos como «El incivil maestro deceremonias Kotsuké no Suké» (1933) hasta sus hermosos tankas o su poema sobre el
skintoísmo, fruto de sus últimos años y sus últimos viajes. [Sumamos acá Jorge Luis Borges: Diecisiete Haiku].
Pero este prólogo, certero e informativo, reconstruye el ir y venir de las culturas
como un proceso de doble faz, en que es tanto lo que dan como lo que reciben, aun
si el censo de aportes no se halla totalmente establecido. En todo caso, la infinidad
de traducciones de Borges al japonés (conozco, por lo menos, una docena de títulos)
y el libro publicado por Eudeba en Buenos Aires sobre Borges en Japón [+], son elocuentes
en su caso. El Japón también era otra de las patrias de su elección.
Pero quizá más que las entrevistas y los ensayos críticos recogidos en este último
volumen, son las fotos de María Kodama en Atlas las que mejor resumen, con una
imagen, el ininterrumpido diálogo de Borges con la cultura japonesa, acrecentado en
los últimos años por su amor a la propia María, hija de japonés.
Las fotos, entre templos y monasterios, lo convierten en otro monje más, tan sabio
e irónico como los que formulaban koans para desbaratar la lógica y el lugar común.
Con su kimono blanco, Borges, maestro-zen.
En todo caso, Akutagawa, a quien siempre incluyó en sus antologías del cuento fantástico,
con sus versiones poliédricas de un mismo suceso, queda aquí presentado en
español, por quien tenía una mente tan delicada y apocalíptica como la suya. Tan certera
en la percepción del desastre humano como de su jubiloso rescate a través del
juego, el humor y el arte. Como en el caso de Swift, las situaciones límites del animal humano
le permiten a Borges, vía Akutagawa, enfrentarse al horror y superarlo.
Prólogo a la exposición del libro español (1962)
Más que los espejos, tigres y espadas, más que los laberintos mismos, el libro resume
a Borges. Es su cifra y símbolo. Lo supo en la Biblia de su abuela, en las clandestinas
Mil y una noches árabes y en la ilimitada biblioteca de libros ingleses de su padre.
Cuando lo visité en su apartamento de la calle Maipú en Buenos Aires, los que parecían
regir su mundo eran diccionarios y enciclopedias: útiles instrumentos para continuar
pensando y fabulando.
Su rigor termina por volverlas literatura fantástica. Quizá de allí provenga, también,
el agrado de la página con que presenta una muestra de libros españoles siendo director
de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires.
La lista de libros reunidos es un panorama amplio de la industria editorial española
en ese momento. Lo que sí resulta conmovedor es el hombre paulatinamente ciego
que soñaba aun el Paraíso bajo la forma de biblioteca: una biblioteca «hecha a medida
del hombre». Donde se encontrara el goce de la relectura y esa eterna polaridad de
su espíritu, siempre dúctilmente conjugada, entre el fantasma ultraísta y el lector de
Virgilio. «El sereno y fiel placer de lo clásico, y las agradables alarmas del hallazgoy de lo imprevisto».
El poeta que combina la fluida mesura de sus endecasílabos y la sorpresa de sus
imágenes, no por eternas menos nuevas —agua, río, rosa— escribió también ese «grave
porvenir» en el cual vivimos y que resulta incomprensible sin su escritura. Un hombre
escribe. El libro que redacta termina por darle sentido a esa lectura que ha sido su
vida, aun cuando quien escribe crea que no había vivido ni fue feliz, pero sus frases,
cierto gozoso disfrute que en ellas brilla, residuo alquímico de la muda existencia,
nos confirman cómo transformó sus días en rumor y música. Decía en La moneda
de hierro (1976) ["El remordimiento"]:
He cometido el peor de los pecados
que un hombre puede cometer. No he sido
feliz.
Mi mente
se aplicó a las simétricas porfías
del arte, que entreteje naderías.
Quien recitaba a Hugo y Verlaine terminaba por asentir ante Mallarmé: todo confluye
en un libro. O, más modestamente, en un simple catálogo de libros.
El enigma de Shakespeare (1964)
Glosar las Sagradas Escrituras borgianas puede ser, como la otra, una tarea tan deleitosa
como infinita. En El enigma de Shakespeare, transcripción de una cinta magnetofónica
con motivo del cuarto centenario del dramaturgo, el atribuir las obras de Shakespeare
a Bacon o a Marlowe le da pie para un grato recorrido donde conjura insensateces
criptográficas y delirios interpretativos y recurre, con sosegado humor, a mostrar
las imposibilidades psicológicas o verbales que impide la primera atribución.
En el caso de Marlowe su análisis se hace más fino, del placer estético a las conjeturas
de la novela policial, para concluir con una bella metáfora de dos caras.
Shakespeare, que encierra y resume a todos los hombres, fue para sus contemporáneos
invisible, como en cierta forma también lo fue Cervantes para los suyos. Pero el poder
creador de Shakespeare, surgido directamente del contacto con los autores y el escenario,
podía apagarse, en silencio y sin remordimientos, luego de esa magia instantánea.
Además, a Shakespeare, dueño y señor de todas las palabras, no le pareció pertinente
buscar aquellas que describieran su silencio apacible de propietario campestre. La conferencia
se convierte así en el borrador ampliado de otro texto borgiano: «Everythingand Nothing». Una creación que brota de la erudición. Un erudito que brinda las fuentes
de su creación.
Gustavo García Saraví, poeta argentino que ha cultivado con gran acierto el soneto,
y muy vinculado a España, ve prologada su obra por Borges. Una obra donde lo personal
y lo histórico se entrelazan, ahondando el pasado a partir de la referencia personal
Borges propone entonces un rescate de la historia argentina y de las fechas que son
hoy placas de mármol.
Por ello, repasar la obra poética de Borges es encontrar también su versión de la
historia argentina, desde la primera junta de gobierno, durante el congreso de Tucumán,
hasta su oposición al régimen de Perón. Pero el hombre que nos ha dado su
personal versión del pasado histórico es también el prologuista que ha señalado a nuestra
atención innumerables textos que vale la pena revisar. Su propia historia literaria
argentina. Allí están Mariana Grondona y un libro de viajes por Europa, allí están
Waüy Zenner y dos libros de poemas, allí está Susana Bombal y su novela y Emma
Risso Platero y su libro de narraciones fantásticas. Hay que releer entonces con ojos
de Borges y ver qué queda de todo ello. Prólogos con un prólogo de prólogos (1975)
ofrecía ya muchas opciones para reconstruir la peculiar historiografía literaria borgiana.
A ello deben añadirse, además de los mencionados, estos de Cócaro y García Saraví.
Gracias a Borges la literatura argentina se dilata en sus silencios y en sus márgenes.
Los morenos (1970)
Ya en 1935, cuando publicó Historia Universal de la Infamia, Borges, a través de
«El espantoso redentor Lazarus Morell» había prestado atención a lo que el aporte
negro significó en la cultura de América, desde el irónico arranque del cuento:
En 1517 el P. Bartolomé de las Casas tuvo mucha lástima de los indios que se extenuaban
en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas, y propuso al emperador
Carlos V la importación de negros que se extenuaran en los laboriosos infiernos de
las minas de oro antillanas.
El cuento, que según Mary Lusky Friedman (Una morfología de los cuentos de Borges,
1990) pinta «un retrato estereotipado de las plantaciones de EE.UU antes de la
guerra civil», propone ya muchas de las consecuencias que Borges atribuye a ese gesto
del P. de las Casas, y que treinta y cinco años después volverá a repetir en su prólogo
a la carpeta de dibujos del artista uruguayo Carlos Páez Vilaró, creador también de
un singular conjunto arquitectónico en la costa uruguaya: «CasaPueblo».
Esas consecuencias eran, en el cuento, y refiriéndose a Sudamérica: «el éxito logrado
en París por el pintor doctor oriental D. Pedro Figari, la buena prosa cimarrona del
también oriental D. Vicente Rossi» y «la fornida carga a la bayoneta llevada por Soler
al frente de sus Pardos y Morenos en el Cerrito», todos ellos mencionados de nuevo
al hablar de Páez Vilaró y sus ágiles dibujos, de trazo rápido, donde los patios y la
bullente vida de los balcones entretejen su ágil red.
De todos modos, Borges no parece ir más allá de estas reiteradas referencias, en
su balance de la cultura negra en el Río de la Plata, y de una resignada aceptación
de la esclavitud, redimida por algún gesto heroico o de una asimilación, despojada
de memoria histórica. La anécdota final acentúa la desamparada soledad de unas gentes
en una tierra a la que habían sido arrastrada por la fuerza y vendidas al mejor
postor. Sin embargo, el brillo exótico de la Historia Universal de la Infamia había
terminado por convertirse en un dolor inmediato y fraterno, vivido en la intimidad
de su propia casa.
Fiat Concord (1971)
Borges, para subsistir primero y luego dentro de su amabilidad sempiterna, condescendió
a muchos encargos: un folleto sobre Argentina para Varig, una conferencia sobre
literatura fantástica editada por Olivetti, y un hermoso testimonio sobre los amigos,
que comienza con su padre y con Macedonio Fernández, para un laboratorio farmacéutico.
Dentro de este género se sitúa la carpeta con acuarelas de Castagnino —vigorosos
rostros de caballos, en entrecruzado tropel de piernas y cascos— para promover un
nuevo modelo de la Fiat.
El texto, como siempre, le sirve para ir más allá de su función publicitaria. Reflexiona
sobre la historia argentina —«Caballos y hacienda se multiplicaron bíblicamente
y contribuyeron a convertir el virreinato más modesto y más indigente en una de las
primera repúblicas latinoamericanas»— y para amonedar una imagen arquetípica de
su patria: «el hombre firme en el caballo».
Sin estar obnubilados por la admiración asoma la sospecha, inconcebible pero cierta,
de que Borges era incapaz de una página menor. Ésta, con el involuntario humorismo
de sus finales «caballos de fuerza» termina por traer un eco de remotos orígenes y
hazañas legendarias. De una épica menor, pero épica al fin, del primer caballo al Fiat
Concord. Borges, publicista, sabía persuadir.
Ramón Columba: El Congreso que yo he visto (1918)
Para los «Esquemas» de la Editorial Columba de Buenos Aires, Borges preparó tres
delgados y útiles volúmenes: literatura inglesa, norteamericana y uno sobre el budismo,
en colaboración con Alicia Jurado. También prologó un cuarto, colectivo y más voluminoso,
sobre la Argentina.
Estos trabajos, algunos de los cuales le ayudaron a subsistir cuando el peronismo
lo dejó cesante como bibliotecario y lo nombró inspector de aves en un mercado de
Buenos Aires, están detrás de este prólogo hecho a la recopilación de anécdotas y caricaturas
que Ramón Columba, el editor, dedicó al Congreso argentino y a sus representantes,
entre 1906 y 1943.
Señala Borges el carácter a la vez preciso y espectral de todo retrato, ya que subsiste
más allá del muerto y en alguna forma lo encarna para siempre, y reflexiona luego
sobre la caricatura que tiene «como todas las artes, la misteriosa obligación de ser
grata». El valor del prólogo se enriquece, como en el caso de Páez Vilaró, con un recuerdo
personal de Borges, mostrando su estrategia en tal campo: erudición histórica
que desemboca en referencia autobiográfica. Así, Borges dibuja, con un generoso rasgo,
al editor de los serviciales «Esquemas», mostrando, una vez mas, cómo la palabra termina
por recrear, mejor incluso que las líneas del lápiz, la silueta de un hombre.
María Luisa Bombal (1988)
La autora de La última niebla y La amortajada, publicadas por Sur, debería fascinar
a Borges. Esa joven chilena pelirroja había logrado crear un mundo narrativo propio.
María Luisa Bombal, con su firme pulso para borrar los límites entre vida y muerte,
y su actitud inteligente y emancipada en la vida diaria, causó una impresión imborrable
entre sus amigos argentinos de los años 40, tal como lo confirma una página de
José Bianco, el mítico secretario de redacción de Sur, ahora incluida en su libro Ficción
y reflexión (Fondo de Cultura Económica). Por ello, muchos años más tarde, Borges
deja consignada, en inglés, su admiración por una escritora sutil, que había aprendido
a hablar desde la muerte, como en el caso de La amortajada, y era, sin lugar
a dudas, una de las mejores, como lo atestiguan las reediciones (Seix-Barral) y las biografías
que se han escrito sobre su atrayente y desgarrada figura. La edición en inglés
de sus textos confirma su irradiación creciente y la importancia, cada día mayor, de
su aporte a nuestras letras. Borges lo supo antes que nadie.
N° 505-507 Julio Septiembre 1992
Dirigieron esta publicación: Pedro Laín Entralgo, Luis Rosales, José Antonio Maravall
Director: Félix Grande
Madrid, Instituto de Cooperación Iberoamericana
Imagen arriba: Borges en Palermo, Sicilia, 1984
© Ferdinando Scianna/Magnum Photos
Abajo: Facsímiles de la edición aludida