13/12/18

Jorge Luis Borges - María Esther Vázquez: Época anglosajona





De las literaturas vernáculas que, al margen de la literatura en lengua latina, se produjeron en Europa durante la Edad Media, la de Inglaterra es la más antigua. Mejor dicho, no quedan de otros textos que puedan atribuirse a fines del siglo VII de nuestra era o a principios del VIII.

Las Islas Británicas eran una colonia de Roma, la más desamparada y septentrional de su vasto imperio. La población era de origen celta; a mediados del siglo V, los británicos profesaban la fe de Cristo y, en las ciudades, hablaban en latín. Ocurrió entonces la desintegración del poderío romano. El año 449, según la cronología fijada por Beda el Venerable, las legiones abandonaron la isla. Al norte de la muralla de Adriano, que corresponde aproximadamente a los límites de Inglaterra y de Escocia, los pictos, celtas que no había sojuzgado el imperio, invadían y asolaban el país. En las costas del oeste y del sur, la isla estaba expuesta a las depredaciones y saqueos de piratas germánicos, cuyas barcas zarpaban de Dinamarca, de los Países Bajos y de la desembocadura del Rhin. Vortigern, rey o jefe británico, pensó que los germanos podían defenderlo de los celtas y, según la costumbre de la época, buscó el auxilio de mercenarios. Los primeros fueron Hengist y Horsa, que venían de Jutlandia; los siguieron otros germanos, los sajones, los frisios y los anglos, que darían su nombre a Inglaterra (Engla-land, England, Tierra de Anglos).

Los mercenarios derrotaron a los pictos, pero se aliaron a los piratas y, antes de un siglo, habían conquistado el país, donde fundaron pequeños reinos independientes. Los britanos que no habían sido pasados a cuchillo o reducidos a esclavitud buscaron amparo en las serranías de Gales, donde aún perduran sus descendientes, o en aquella región de Francia que, desde entonces, lleva el nombre de Bretaña. Las iglesias fueron saqueadas e incendiadas; es curioso observar que los germanos no se establecieron en las ciudades, demasiado complejas para su mente o cuyos fantasmas temían.

Decir que los invasores eran germanos es decir que pertenecían a aquella estirpe que Tácito describió en el primer siglo de nuestra era y que, sin alcanzar o desear unidad política, compartía costumbres, mitologías, tradiciones y lenguajes afines. Hombres del Mar del Norte o del Báltico, los anglosajones hablaban un idioma intermedio entre las lenguas germánicas occidentales —el alto alemán antiguo, digamos— y los diversos dialectos escandinavos. Como el alemán o el noruego, el anglosajón o inglés antiguo (ambas palabras son sinónimas), poseía tres géneros gramaticales y los sustantivos y adjetivos se declinaban. Abundaban las palabras compuestas, hecho que influyó en su poesía.

En todas las literaturas, la poesía es anterior a la prosa. El verso anglosajón desconocía la rima y no constaba de un número determinado de sílabas; en cada línea el acento caía sobre tres palabras que empezaban con el mismo sonido, artificio conocido con el nombre de aliteración. Damos un ejemplo:

wael spere windan on tha wikingas*

Ya que los temas de la épica eran siempre los mismos y ya que las palabras necesarias no siempre aliteraban, los poetas debieron recurrir a palabras compuestas. Con el tiempo se descubrió que tales perífrasis podían ser metáforas, y así se dijo camino de la ballena o camino del cisne por «el mar» y encuentro de lanzas o encuentro de ira por «la batalla».

Los historiadores de la literatura suelen dividir la poesía de los anglosajones en pagana y cristiana. Esta división no es del todo falsa. Algún poema anglosajón alude a las Valquirias; otros cantan la hazaña de Judith o los Hechos de los Apóstoles. Las piezas de tema cristiano admiten rasgos épicos, es decir, propios del paganismo, así, en el justamente famoso Sueño o Visión de la Cruz, Jesucristo es «el joven guerrero, que es Dios Todopoderoso»; en otro lugar, los israelitas que atraviesan el Mar Rojo reciben el inesperado nombre de vikings. Más clara nos parece otra división. Un primer grupo correspondería a aquellos poemas que, si bien compuestos en Inglaterra, pertenecen a la común estirpe germánica. No hay que olvidar, por lo demás, que los misioneros borraron en todas partes, salvo en las regiones escandinavas, las huellas de la antigua mitología. Un segundo grupo, que podríamos denominar insular, es el de las llamadas elegías; ahí están la nostalgia, la soledad y la pasión del mar, que son típicas de Inglaterra.

El primer grupo, naturalmente, es el más antiguo. Lo representan el fragmento de Finnsburh y la larga Gesta de Beowulf, que consta de unos tres mil doscientos versos. El fragmento de Finnsburh narra la historia de sesenta guerreros daneses, recibidos y luego traicioneramente atacados por un rey de los frisios. Dice el anónimo poeta: «Nunca oí que se comportaran mejor en la batalla de hombres, sesenta varones de la victoria.» Según las conjeturas más recientes, la Gesta de Beowulf correspondería a un plan más ambicioso. Uno o dos versos de Virgilio intercalados en el vasto poema han sugerido que su autor, un clérigo de Nortumbria, concibió el extraño proyecto de una Eneida germánica. Esta hipótesis explicaría los excesos retóricos y la intrincada sintaxis de Beowulf, tan ajenos al lenguaje común. El argumento, sin duda tradicional, es muy simple: Beowulf, príncipe de la tribu de los geatas, viene de Suecia a Dinamarca, donde da muerte a un ogro, Grendel, y luego a la madre del ogro, que viven en el fondo de una ciénaga. Cincuenta años después, el héroe, ya rey de su país, mata a un dragón que cuida un tesoro y muere en el combate. Lo entierran; doce guerreros cabalgan alrededor de su túmulo, deploran su muerte, repiten su elegía y celebran su nombre. Ambos poemas, quizá los más antiguos de la literatura germánica, fueron compuestos a principios del siglo VIII. Los personajes, como se ve, son escandinavos. 

El tono directo, a veces casi oral, del fragmento de Finnsburh reaparece a fines del siglo X en la épica balada de Maldon, que conmemora una derrota de milicianos sajones por las fuerzas de Olaf, rey de Noruega. Un emisario de éste exige tributo; el jefe sajón le responde que lo pagarán, no con oro, sino con sus espadas. La balada abunda en detalles circunstanciales; de un muchacho que había salido de cacería se dice que al ver enfrentarse los adversarios, dejó que su querido halcón volara hacia el bosque y entró en esa batalla. Sorprende y conmueve el epíteto «querido» en esa poesía, en general tan dura y tan reservada.

El segundo grupo, cuya fecha probable es el siglo IX, es el que integran las llamadas elegías anglosajonas. No lamentan la muerte de un individuo; cantan tristezas personales o el esplendor de tiempos que fueron. Una, que ha sido titulada La ruina, deplora las caídas murallas de la ciudad de Bath; el primer verso dice: «Prodigiosa es la piedra de este muro, destrozado por el destino». Otra, El vagabundo, narra las andanzas de un hombre cuyo señor ha muerto: «Debe remover con sus manos (remar) el mar frío de escarcha, recorrer los caminos del desierto. El destino ha sido cumplido». Una tercera, El navegante, empieza declarando: «Puedo decir una canción verdadera sobre mí mismo, contar mis viajes». Describe las asperezas y tempestades del Mar del Norte: «Nevó, la escarcha ató la tierra, el granizo cayó sobre las costas, la más fría de las simientes». Ha dicho que el mar es terrible; luego nos habla de su hechizo. Quien lo ama, dice, «no tiene ánimo para el arpa, ni para los regalos de anillos, ni para el goce de la mujer; sólo desea las altas corrientes saladas». Es exactamente el tema que Kipling trataría, unos once siglos después, en su Harp Song of the Dand Women. Otra, El lamento de Deor, enumera una serie de desventuras; cada estrofa termina con este melancólico verso: «Estas cosas pasaron; también esto habrá de concluir».


Nota
* Arrojar la lanza de la destrucción contra los vikings


En Introducción a la literatura inglesa (1965)
en colaboración con María Esther Vázquez
©1965, Borges, Jorge Luis
©1999, Alianza Editorial





Luego en J. L. Borges: Obras completas en colaboración
© María Kodama 1995
© Emecé Editores 1979, 1991 y 1997

Retrato de Borges en portada por Alberto Chiupak

Imagen: Borges y María Esther Vázquez con el editor José Rubén Falbo. Buenos Aires, 1965 Vía


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