A.: Borges, me gustaría que habláramos de dos temas que parecen obsesionarle y que se repiten a lo largo de su obra. Me refiero a los laberintos y a la figura del tigre. Le propongo que empecemos por el primero. ¿Cómo aparecen los laberintos en su literatura, qué atracción ejercen sobre usted?
B.: Bueno, yo descubro los laberintos en un libro de la Casa Garnier de Francia, que estaba en la biblioteca de mi padre. Era un grabado muy curioso que ocupaba toda una página y representaba un edificio, semejante a un anfiteatro. Recuerdo que tenía grietas y que se lo veía alto, más alto que los cipreses y que los hombres que lo circundaban. Mi vista no era óptima, yo era muy miope, pero pensaba que si me ayudaba con una lupa podría ver un minotauro adentro. Era, además, un símbolo de perplejidad, un símbolo del estar perdido en la vida: creo que todos, alguna vez, nos hemos sentido perdidos, y el símbolo de eso yo lo veía en el laberinto. Desde entonces yo he conservado esa visión de laberinto.
A.: Sabe, Borges, a mí lo que siempre me ha intrigado de los laberintos es el hecho, no de que se pierda la gente en ellos, sino de que se haga un edificio construido especialmente para perderse en ellos. ¿No le parece rara esa idea?
B.: Sí, es una idea rarísima, la idea de pensar en un constructor de laberintos, la idea de un arquitecto de laberintos es una idea rara. Es la idea de Dédalo, el padre de Icaro, que fue el primer constructor de un laberinto: el laberinto de Creta. Luego está la idea de Joyce, si se quiere una figura más literaria. A mí siempre me produjo perplejidad el laberinto; me parece una idea muy curiosa, por eso yo nunca pude dejar de pensar en el laberinto.
A.: Bueno, en sus cuentos aparecen diversas formas de laberintos. Laberintos ubicados en el tiempo, como por ejemplo el de El jardín de lo senderos que se bifurcan, donde usted se refiere a un laberinto perdido…
B.: Ah, claro, yo allí hablo de un laberinto perdido. Ahora, un laberinto perdido a mí me parece que es algo mágico, por esta razón: un laberinto es un sitio en el cual uno se pierde en un sitio que, a su vez, se pierde en el tiempo; de modo que la idea de un laberinto que se pierde, de un laberinto perdido, es una idea doblemente mágica. Ese cuento es una narración que yo imaginé multiplicada, o bifurcada en distintas direcciones. Allí, los lectores asisten a todos los preliminares de la ejecución de un crimen cuyos propósitos se ignoran. Ese cuento mío está dedicado a Victoria Ocampo.
A.: ¿El hecho de perderse en un laberinto es una visión pesimista del futuro del hombre?
B.: No, yo creo que no: creo que en la idea de laberinto hay también una idea de esperanza, o de salvación, ya que si supiéramos con certeza que el mundo es un laberinto, nos sentiríamos seguros. Pero no, posiblemente no sea un laberinto. En el laberinto hay un centro; ese centro terrible es el minotauro. Sin embargo, no sabemos si el Universo tiene un centro; tal vez no lo tenga. Por consiguiente, es probable que el mundo no sea un laberinto sino simplemente un caos y en ese caso sí estamos perdidos.
A.: Sí, el mundo, por supuesto, no es un cosmos sino un caos. Pero ¿usted no piensa que puede haber un secreto centro del mundo?
B.: ¿Por qué no? ¿Por qué no pensar que puede haberlo; por qué no pensar que ese centro puede ser terrible; por qué no pensar que puede ser demoníaco o divino? Yo creo que si se piensa en esos términos, inconscientemente se piensa en el laberinto. Es decir, si pensamos que hay un centro, estamos, de alguna manera, salvados. Si ese centro existe, la vida tiene entonces una forma coherente. Hay hechos que, desde luego, nos inducen a pensar que el Universo tiene una forma coherente. Bueno, pensemos en la rotación de los astros, en las estaciones del año, en el atardecer, en la caída de las hojas en el otoño, en las edades del hombre… todo eso nos hace pensar que hay un laberinto, que hay un orden, que hay un secreto centro del mundo, como usted propuso, que hay un gran arquitecto que lo concibió. Pero también nos hace pensar que no hay una razón, que no se puede aplicar una lógica, que el Universo no es explicable —en todo caso no es explicable para nosotros, los hombres— y ésa es ya una idea terrible.
A.: ¿Esa sería entonces la explicación por la cual a usted lo ha atraído el laberinto?
B.: Sí, yo creo que por todo eso, pero me ha atraído también la palabra laberinto, que es una palabra hermosa. Esa palabra viene del griego y significaba al principio las galerías de las minas, los corredores y ahora significa ese raro edificio construido especialmente para que la gente se pierda en él. Ahora, la palabra maze no tiene encanto ni tanta fuerza como en nuestra lengua. De la palabra maze se ha inventado un baile, donde los bailarines tejen una suerte de laberinto en el espacio y en el tiempo. Luego tenemos amazement, to be amazed, to be unamazed, pero creo que la palabra esencial es laberinto, y así me atrae a mí.
A.: Le propongo que pasemos al otro tema: al del tigre. ¿Por qué cuando elige a un animal, aparece preferentemente la figura del tigre?
B.: Chesterton dijo que el tigre era un símbolo de terrible elegancia. ¡Qué linda frase, no! Terrible elegancia la del tigre… Bueno, cuando yo era chico y me llevaban al zoológico, yo me demoraba mirando al tigre y viéndolo ir y venir. Me gustaba su natural belleza, las rayas negras y las rayas de oro. Y ahora que estoy ciego, me ha quedado un solo color, que es, precisamente, el color del tigre, el color amarillo. Para mí, las cosas pueden ser rojas, pueden ser azules; los azules pueden ser verdes, etcétera, pero el amarillo es el único color que distingo. Por eso, por ser el color más nítido para mí, lo he usado muchas veces y lo he asociado al tigre.
A.: De allí, obviamente, proviene el nombre de su libro de poemas El oro de los tigres, ¿no es así?
B.: Sí, ésa es la razón. Y en el último poema, que lleva el nombre del libro, yo hablo del tigre y del color amarillo.
Hasta la hora del ocaso amarillo
cuántas veces habré mirado
al poderoso tigre de Bengala
ir y venir por el predestinado camino
detrás de los barrotes de hierro
sin sospechar que eran su cárcel.
Después vendrían otros tigres,
el tigre de fuego de Blake;
después vendrían otros oros,
el metal amoroso que era Zeus,
el anillo que cada nueve noches
engendra nueve anillos y estos, nueve,
y no hay un fin.
Con los años fueron dejándome
los otros hermosos colores
y ahora sólo me quedan
la vaga luz, la inextricable sombra
y el oro del principio.
Oh ponientes, oh tigres, oh fulgores
del mito y de la épica,
oh un oro más precioso, tu cabello
que ansían estas manos.
A.: ¡Qué magnífico poema, Borges! Yo creo que a través de él usted explica, de un modo liviano, alado y sagrado, perdón por usar las palabras de Platón, su preferencia por el tigre y por el color amarillo.
B.: Yo cito también ahí las puestas de sol, otro tema muy frecuente en mis textos, que son amarillas; en todo caso a mí me parecen amarillas. Por esa razón yo usé también durante muchos años corbatas amarillas que asombraban a mis amigos. Algunos las veían chillonas, pero para mí no eran tan chillonas, sino apenas visibles. Me acuerdo ahora de aquella broma de Oscar Wilde, que le dijo a un amigo suyo —valga la metáfora—: «Mirá, sólo un sordo puede usar impunemente una corbata tan chillona». Y lo que es más raro aún es que yo le conté esta anécdota a una señora, y ella me contestó: «Y claro, porque no oye lo que la gente dice de ese corbata», con lo cual se mostró mucho más extravagante que Wilde, ¿no?
En Roberto Alifano: Conversaciones con Borges [26]
Buenos Aires, Editorial Atlántida, 1984
Foto: Roberto Alifano y Jorge Luis Borges (sin atribución ni fecha -quizás en Mexico-) Vía
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