Empezaré con unas consideraciones
que corren el albur de parecer digresivas, pero que, sin embargo, nos llevarán
al tema esencial: la personalidad y la obra de nuestro gran contemporáneo,
Agnon.
Es verdad que poco he alcanzado de
esa obra, ya que mi ignorancia del hebreo —ignorancia que deploro, pero es un
poco tarde para corregirla— me ha obligado a juzgarlo a través de una versión
inglesa de aquel libro suyo que recuerdo "Los fastos de Ovidio",
ese libro sobre el año litúrgico de los judíos, y una versión francesa de los "Cuentos
de Jerusalén". Tendré, pues que limitarme a lo que he entrevisto y
a lo que me ha asombrado y deleitado en esos libros, sobre todo, en el segundo.
Y ahora vuelvo a esas
consideraciones que pueden parecer un poco extrañas al tema y que, sin embargo,
creo necesarias.
Empecemos por una pregunta,
aparentemente sencilla y esencialmente compleja, como lo son todas las
preguntas. ¿Qué es una nación? La primera tentación que nos acecha es dar una
respuesta de orden geográfico. Evidentemente, ésta sería insuficiente.
Entonces, tendríamos que pensar, para la definición que nos preocupa, en la
suma de memorias que anidan en el seno de un pueblo.
Recuerdo aquí a Bernard Shaw,
cuando le hablaron del sufrimiento humano, de la suma de sufrimientos que iban
acumulándose, y él contestó que lo que un individuo puede gozar y sufrir, marca
el límite de lo que puede gozar y sufrir la humanidad. Ésta, evidentemente, es
abstracta, a diferencia de los individuos que son, desgraciadamente a veces,
reales. ¿Y entonces cómo podríamos definir "una nación"? Creo
que no hay un ejemplo más claro de "nación" que el de Israel, cuyos
orígenes casi se confunden con los del mundo y que llega, a través de la
desdicha, del exilio, de la diáspora, a nuestros días.
¿Qué es, entonces esa nación? Es la
memoria de las sucesivas generaciones. Esa memoria puede estudiarse de dos
modos; como lo estudian los historiadores, reducidos a una árida serie de
fechas y de nombres geográficos, o como una suerte de museo de curiosidades,
como una colección.
Pero hay otra tradición, que no se
limita a las fechas del historiador, ni a las curiosidades del folklore. Es
algo más profundo, que no se repite, sino que florece de un modo vivo y eso es,
precisamente, lo que encontramos en la obra de Agnon. Y así "Los
cuentos de Jerusalén" —a que ya aludí— pueden ser leídos como
ciertas obras medioevales o de Dante. Pueden ser leídos en varios planos; como
relatos contemporáneos, trágicos o humorísticos; y también, como sucede con
toda obra de arte, como íntimos símbolos nuestros. En la obra de Agnon
apreciamos como una serie de espejos cambiantes, esa tradición a lo largo de
los siglos, y advertimos la acentuada influencia que en ella ha ejercido el
jasidismo. Es indudable que los cuentos jasídicos recopilados en sus tempranos
años por Agnon y Martín Buber dejaron imborrable huella en el magno escritor
israelí.
Todo esto vive y florece en Agnon.
He aquí aquel hermoso cuento "Ido y Einam", surcado de
misterios y simbolismos. Es la extraña historia de un erudito a quien le son
reveladas noventa y nueve palabras de un idioma desconocido. Creo que son
noventa y nueve también los nombres de Dios, fuera del centésimo, YHWV,
que es infalible. En ese cuento, aunque de un modo indirecto, está insinuada la
leyenda del Golem, del hombre creado mediante palabras sagradas por un cabalista
de la judería de Praga.
Me referiré al cuento "El
Pan Entero" que nos recuerda a varios de Kafka. Ese cuento está hecho
de una serie de percances. Reconoce la importancia del azar en nuestra vida.
Relata las infinitas y minúsculas postergaciones del hombre hambriento, que no
llega a la jornada de paz, advirtiéndose, pues, la influencia de Kafka, quien
también ahora es parte de la memoria judía. Pero, en Kafka, no hay mayor
esperanza, creo. Sus cuentos, sus novelas nos conducen a una esperanza tan lejana,
que son terribles en la desesperación. En cambio, Agnon espera, Agnon cree. Por
eso me parece que uno de los muchos aciertos de la Academia de Suecia ha sido
el premiar, no a un escritor de la desesperación y la tristeza, sino a un
escritor que, como otro laureado con el premio Nobel, Bernard Shaw, siente lo
trágico del destino humano, pero cree asimismo que el "happy ending",
el final feliz, es decir, el paraíso no está más allá de nuestras esperanzas.
Viene a mi memoria el cuento
titulado "El Toldo", en el que se habla de un país que puede
ser cualquiera. Ese país está castigado por la sequía, con un cielo
inexorablemente azul. Además, está atacado por enemigos, la tierra no produce
nada y los ríos están secos. Sus habitantes están divididos en dos partidos: el
de los "cabezas cubiertas" y el de los "cabezas
desnudas". Paradójicamente, los defensores de los "cabezas
desnudas" creen que pueden guarecerse, siempre que el techo no los
toque, y enarbolan así sombrillas y paraguas. Los otros, los que creen en la
cabeza cubierta, se dividen en partidarios del gran sombrero, de la gorra, del
sombrero cónico, del sombrero piramidal.
Se destruyen entre ellos. Pero hay
un hombre, uno solo (esto es importante), que no pertenece a ninguno de los
partidos. Este hombre sale, furtivamente, de la ciudad y ruega a Dios para que
mande una lluvia bienhechora. Cuando esto se sabe, el hombre es execrado por
ambos partidos, pues habia emprendido una acción, sin la autorización de los
altos jefes. Todos se ponen de acuerdo y deciden construir un gran toldo para
detener la lluvia pedida por el impío.
Se constituye una comisión para que
decida qué nombre debe darse al toldo que debe cubrir toda la extensión del
país. Se nombran comisiones para estudiar la correcta ortografía y etimología
de la palabra.
Mientras el país se pierde en
trivialidades, Dios, que ha oído la plegaria del hombre solitario, envía la
lluvia. El desierto florece como ha florecido Israel.
Y aquí podemos oír un eco lejano de
aquella tradición judía que dice que, en cada momento, en el Universo,
ignorándose unos a otros, hay desparramados treinta y seis hombres rectos. Esta
leyenda ha sido estudiada por Max Brod, el amigo de Kafka. Estos hombres justos
recorren el mundo y son inmediatamente reemplazados cuando mueren. Ese
cambiante dinastía está salvándonos en este momento.
La memoria de Israel está en Agnon.
No es una memoria erudita; es una memoria viva.
Lo conocemos bajo un seudónimo y
creo que este hecho no es fortuito. No escribió, vanidosamente, para él. Sabía
que era, de algún modo, la memoria viviente de ese pueblo admirable al cual
todos pertenecemos más allá de las vicisitudes de la sangre. He hablado de Israel .
Es todo.
Conferencia dictada en el Centro de Estudios Judaicos de Buenos Aires en 1967
En: Conferencias, Buenos Aires, Instituto de Intercambio Cultural y Científico Argentino–Israelí, 1967
Separata preparada por Marcelo Cohen del libro Conferencias, Instituto de Intercambio Cultural y Científico Argentino-Israelí, 1967
En imagen: Portadas del libro y de la Separata
En imagen: Portadas del libro y de la Separata