1/8/18

Adolfo Bioy Casares: "Memorias" (fragmentos relacionados con Borges)






Me gustaban el Derecho Romano y las clases de economía política de Carlos Güiraldes. 

Un día me persuadí de que estos esfuerzos me apartaban demasiado de mi vocación y abandoné los estudios de Derecho. Pasé a la facultad de Filosofía y Letras, donde me quedé un año. Me sentí más lejos de la literatura que en la facultad de Derecho. Lo único bueno que encontré allá fue mi amiga Norah Elsa Unía Klein. Decidí abandonar los estudios universitarios. Silvina Ocampo y Borges me respaldaron. Silvina estaba convencida de que la profesión de escritor era la mejor de todas y Borges me dijo que si quería ser escritor no fuera abogado, ni periodista, ni director de revistas literarias, ni editor.

En aquella época, influido probablemente por lo que dice Stuart Mili sobre el tiempo que se pierde en la vida social, yo soñaba con retirarme a un lugar solitario para leer y escribir. Pensé en remotas islas del Pacífico que, años después, tendrían progenie en La invención de Morel y Plan de evasión. Una isla, menos espectacular, más a mano, fue el campo del Rincón Viejo, en el partido de Las Flores, que mis padres habían dado en arrendamiento. Pensé que el trabajo en ese campo no estorbaría mi trabajo literario y que de paso yo daría a mis padres, a quienes quería mucho, una prueba de que no había dejado la universidad para entregarme a la haraganería y la vida disoluta. 

Como tenía que ocurrir, la experiencia vivida en esos años en el campo dio origen a un proyecto literario. Quería describir el campo de la provincia de Buenos Aires como un lugar aparentemente benévolo, desprovisto de fieras que permitieran aventuras extraordinarias, pero que poco a poco destruía a sus pobladores. Proyecté pues un artículo en el que describiría al campo como erizado de peligros, nada espectaculares, pero sí eficaces para destruir la vida del hombre. 

Recuerdo que en una ocasión referí ese proyecto a Guillermo de Torre. Fue aquella la única vez en que un proyecto literario mío le interesó; se entusiasmó sinceramente y trató de estimularme para que lo escribiera cuanto antes. Muy pronto comprendí el motivo de su entusiasmo: la región que yo iba a describir, la pampa, correspondía a la primera idea que a la gente de otros países sugiere la palabra Argentina. Guillermo tenía no pocas quejas de este país en que le tocó vivir. 

Aunque el entusiasmo de Guillermo de Torre me puso en guardia, fue por otros motivos que postergué indefinidamente el proyecto. No sabía cómo llevarlo adelante, si en un ensayo o en un cuento. Desde luego, si lo hubiera escrito, no faltarían lectores que pensaran que yo no quería a esa región o que no me gustaba. La quiero entrañablemente y me gusta. 

Yo tiendo a ver el lado cómico de la realidad. Esto ofende a mucha gente y suele crear malentendidos incómodos. No creo que cambie mi conducta literaria. Por lo demás a los pueblos les conviene reírse un poco de ellos mismos. En lo que más quiero, en lo que más me gusta y también en lo que más me duele, veo el lado cómico. Por lo general, en mis relatos hay personajes y lugares por los que siento simpatía. Mis protagonistas por lo general son gente modesta. Creo imaginarlas mejor que a otras gentes. Creo que la modestia es algo de que todos participamos, porque está en la índole del hombre. No me gusta la soberbia; ni siquiera el amor propio, porque un poco de ciega soberbia o de coraje que se desentienda de la realidad, se necesita para ejercerlo. Me río de las mujeres, porque son los seres que más frecuentemente ocupan mi atención y con los que tengo más conflictos. No será porque no las quiero, que mi vida ha transcurrido junto a ellas. Jane Austen ha dicho que los demás cometen estupideces para entretenernos y que nosotros las cometemos para entretenerlos. Esto me parece la más compasiva interpretación de la historia.

* * * 

En el Rincón Viejo leí mucho, escribí todos los días. Leí libros filosóficos de Russell (El análisis de la mente, La teoría del conocimiento), la filosofía de Leibniz, obras sobre la relatividad y la cuarta dimensión, libros de lógica y lógica simbólica, de Suzane Langer y de Suzane L. Stebbing. La fundamentación de la metafísica de las costumbres de Kant, que dejó huellas en mi conducta, y la Crítica de la razón pura, a cuyo lado me hubiera gustado fotografiarme. La Estética de Hegel, y muchos otros ensayos, cuentos y novelas. 

Silvina me acompañaba y me ayudaba a trabajar en la estancia. Las tardes de invierno, junto a la chimenea del comedor, leíamos y escribíamos. Fueron años muy felices pero que también tuvieron sus desgracias. Yo había sido un muchacho fuerte, un deportista, sin más percances de salud que resfríos de vez en cuando. En el Rincón Viejo, el paraíso perdido por tantos años y por fin recuperado, empecé a tener dolores de cabeza, fuertes y persistentes. Alguien me explicó que en algunos lugares el entrecruzamiento de capas de tierra de diversa calidad provocan en quienes viven encima enfermedades y aun accidentes. "Por eso" me dijo "en el campo de aviación de El Palomar hay tantas catástrofes". Me quedé preocupado por la posibilidad de tener debajo de mi queridísima casa de Pardo un maligno entrecruzamiento de tierras. 

* * * 

En 1937 mi tío Miguel Casares me encargó que escribiera para la Martona (la lechería de los Casares) un folleto científico, o aparentemente científico, sobre la leche cuajada y el yogurt. Me pagarían 16 pesos por página, lo que entonces era un muy buen pago. Le propuse a Borges que lo hiciéramos en colaboración. Escribimos el folleto en el comedor de la estancia, en cuya chimenea crepitaban ramas de eucaliptos, bebiendo cacao, hecho con agua y muy cargado. 

Aquel folleto significó para mí un valioso aprendizaje; después de su redacción yo era otro escritor, más experimentado y avezado. Toda colaboración con Borges equivalía a años de trabajo. 

Intentamos también un soneto enumerativo, en cuyos tercetos no recuerdo cómo justificamos el verso

los molinos, los ángeles, las eles

y proyectamos un cuento policial —las ideas eran de Borges— que trataba de un doctor Praetorius, un alemán vasto y suave, director de un colegio, donde por medios hedónicos (juegos obligatorios, música a toda hora), torturaba y mataba a niños. Este argumento es el punto de partida de toda la obra de Bustos Domecq y Suárez Lynch. 

Entre tantas conversaciones olvidadas, recuerdo una de esa remota semana en el campo. Yo estaba seguro de que para la creación artística y literaria era indispensable la libertad total, la libertad idiota, que reclamaba uno de mis autores, y andaba como arrebatado por un manifiesto, leído no sé dónde, que únicamente consistía en la repetición de dos palabras: Lo nuevo; de modo que me puse a ponderar la contribución, a las artes y a las letras, del sueño, de la reflexión, de la locura. Me esperaba una sorpresa. Borges abogaba por el arte deliberado, tomaba partido con Horacio y con los profesores contra mis héroes, los deslumbrantes poetas y pintores de vanguardia. Vivimos ensimismados, poco o nada sabemos de nuestro prójimo y en definitiva nos parecemos a ese librero, amigo de Borges, que durante más de treinta años puntualmente le ofrecía toda nueva biografía de principitos de la casa real inglesa o el tratado más completo sobre la pesca de la trucha. En aquella discusión, Borges me dejó la última palabra y yo atribuí la circunstancia al valor de mis razones, pero al día siguiente, a lo mejor esa noche, me mudé de bando y empecé a descubrir que muchos autores eran menos admirables en sus obras que en las páginas de críticos y de cronistas, y me esforcé por inventar y componer juiciosamente mis relatos. 

Por dispares que fuéramos como escritores, la amistad cabía, porque teníamos una compartida pasión por los libros. Tardes y noches hemos conversado de Johnson, de De Quincey, de Stevenson, de literatura fantástica, de argumentos policiales, de L'Illusion Comique, de teorías literarias, de las contrerimes de Toulet, de problemas de traducción, de Cervantes, de Lugones, de Góngora y de Quevedo, del soneto, del verso libre, de literatura china, de Macedonio Fernández, de Donne, del tiempo, de la relatividad, del idealismo, de la Fantasía metafísica de Shopenhauer, del neocriol de Xul Xolar, de la Crítica del lenguaje de Mauthner. 

¿Cómo evocar lo que sentí en nuestros diálogos de entonces? Comentados por Borges, los versos, las observaciones críticas, los episodios novelescos de los libros que yo había leído aparecían con una verdad nueva y todo lo que no había leído, como un mundo de aventuras, como el sueño deslumbrante que por momentos la vida misma llega a ser. 

En 1936 fundamos la revista Destiempo. El título indicaba nuestro anhelo de sustraernos a supersticiones de la época. Objetábamos particularmente la tendencia de algunos críticos a pasar por alto el valor intrínseco de las obras y a demorarse en aspectos folklóricos, telúricos o vinculados a la historia literaria o a las disciplinas y estadísticas sociológicas. Creíamos que los preciosos antecedentes de una escuela eran a veces tan dignos de olvido como las probables, o inevitables, trilogías sobre el gaucho, la modista de clase media, etc. 

La mañana de septiembre en que salimos de la imprenta de Colombo, en la calle Hortiguera, con el primer número de la revista, Borges propuso, un poco en broma, un poco en serio, que nos fotografiáramos para la historia. Así lo hicimos en una modesta galería de barrio. Tan rápidamente se extravió esa fotografía, que ni siquiera la recuerdo. Destiempo reunió en sus páginas a escritores ilustres y llegó al número 3.

* * * 

 En el Rincón Viejo, Silvina se alejó paulatinamente del dibujo y de la pintura y se puso a escribir. Su primera publicación fue Viaje olvidado, un libro de cuentos. Un día, en Buenos Aires, cuando íbamos en mi coche por Figueroa Alcorta en dirección a Palermo, me dijo versos que serían después una estrofa de Enumeración de la patria, que me revelaron su capacidad poética. 

En esos años, o poco después, compilamos con Borges la Antología de la literatura fantástica. Fue una ocupación gratísima, emprendida sin duda por el afán de hacer que los lectores compartieran nuestro deslumbramiento por ciertos textos. Ese fue el impulso que nos llevó a componer el libro, pero mientras lo componíamos alguna vez comentamos que serviría para convencer a los escritores argentinos del encanto y los méritos de las historias que cuentan historias. 

Tradujimos para ese libro El cuento más hermoso del mundo de Kipling, Enoch Soames de Max Beerbohm, Sredni Vashtar de Saki, Donde su fuego nunca se apaga de May Sinclair, El caso del difunto Mr. Elvesham de Wells (en mi opinión debimos elegir cualquiera de los cuentos de Wells mejores que ése; a Borges increíblemente le atraía la truculencia de este cuento; a mí me repugnaba y me repugna) y las piezas dramáticas Una noche en la taberna de Lord Dunsany, Donde está marcada la cruz de O'Neill, La pata de mono de W. W. Jacobs. Estas traducciones sirvieron prodigiosamente para mi aprendizaje. Toda traducción es una sucesión de problemas literarios; resolverlos junto a Borges fue una de las grandes suertes que tuve. 

La Antología de la literatura fantástica tuvo un éxito de estima, que nos animó a emprender otras. La segunda y la última de aquella serie fue la Antología poética, llamada así por los editores, que prefirieron la eufonía a la corrección. El libro no tuvo buena fortuna. 

Años después propusimos al mismo editor, López Llausás, una segunda Antología de la literatura fantástica. Nos dijo que la primera comercialmente había resultado un fracaso y no aceptó nuestra propuesta. Años después me invitó a verlo, para convencerme de que Silvina comprara acciones de la editorial. Me dijo entonces que lodos los libros, incluso nuestra Antología de la literatura fantástica, se vendían muy bien. No creo que esto revelara deshonestidad. Simplemente, cuando le propuse el nuevo volumen de literatura fantástica, él tuvo prudencia de comprador y cuando ofreció las acciones tenía optimismo de vendedor. Yo aconsejé a Silvina que rechazara la oferta, no por prudencia de comprador, sino porque pensé siempre que un escritor no debe vivir de las rentas de libros de otros escritores. Malos administradores como somos Silvina y yo, solamente podríamos ser rentistas en una editorial, y no administradores. Otro era el caso de Broening, que ponía al servicio de sus artistas amigos su habilIdad para administrar empresas. El rechazo de la oferta, lejos de enemistamos con López Llausás, nos dejó más amigos. Después le propusimos el libro al director de la editorial Claridad, que nos recibió, con un clavel en el ojal, debajo de un gran óleo que lo reproducía con un clavel en el ojal. El proyecto no prosperó. 

* * * 

A mí las buenas noticias me alegran y las malas me desagradan. Creo que soy normal. Sé que una psicoanalista, amiga mía, que durante unos diez años me vio de cerca, dice a quien le quiere oír que soy el hombre más normal que ha conocido. Otra amiga, psicoanalizada, que me hizo algunos reportajes, me dijo que yo parecía un psicoanalizado de los que les había hecho bien el análisis. Publicar un libro es ofrecerse a juicio público. La publicación de mis primeros seis libros me puso en un dilema. Sobrevivir a la crítica adversa o no escribir más. O tal vez algo peor para alguien como yo que tenía entonces la vida por delante: perder la fe en mi inteligencia. Por suerte comprendí que no siempre un libro equivocado prueba que el autor sea inepto. Muchas veces hay tan buenas y tan atendibles razones para errar como para acertar. Creo que Ramón y Cajal dijo que toda decisión equivale a un salto en el vacío. 

Yo sé que tengo una deuda con el público por¡haberle propuesto seis libros pésimos. La experiencia (no hay justicia en esta vida) en algún modo me resultó benéfica. Me volvió razonablemente insensible a los ataques de los críticos. Además creo que si un crítico señala errores en algún libro mío, el disgusto no me ofuscará y no me impedirá asimilar las correcciones. 

Mi madre, que estaba muy orgullosa de sus hermanos Casares, me decía que mis tíos Bioy administraban el campo sentados en las sillas de paja del corredor del casco. Hacia 1937, cuando yo administraba el campo del Rincón Viejo, sentado en las sillas de paja, en el corredor de la casa del casco, entreví la idea de La invención de Morel. Yo creo que esa idea provino del deslumbramiento que me producía la visión del cuarto de vestir de mi madre, infinitamente repetido en las hondísimas perspectivas de las tres fases de su espejo veneciano. Borges en Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, me hace decir que aborrezco los espejos y la cópula... Le agradeceré siempre el hecho de ponerme en un cuento tan prodigioso, pero la verdad es que nunca tuve nada contra los espejos y la cópula. Casi diría que siempre vi los espejos como ventanas que se abren sobre aventuras fantásticas, felices por lo nítidas. La posibilidad de una máquina que lograra la reproducción artificial de un hombre, para los cinco o más sentidos que tenemos, con la nitidez con que el espejo reproduce las imágenes visuales, fue pues el tema esencial del libro. Primero creí que podría escribir un falso ensayo, a la manera de Borges, y comentar la invención de esa máquina. Después, las posibilidades novelísticas de mi idea trajeron un cambio de planes. Las circunstancias de que el héroe y relator de la historia fuera un perseguido de la justicia, que la máquina funcionara en una isla remota, que las mareas fueran su fuente de energía, sirvieron al argumento. 

Néstor Ibarra observó que nada era arbitrario en La invención de Morel. Eso había sido, exactamente, lo que yo me había propuesto. Comprendí que la crítica de Ibarra era justificada. Porque lograr una historia en que de vez en cuando hubiera elementos arbitrarios, sin que parecieran ociosos, sino que por el contrario dejaran entrar la vida en la obra, era una meta más ardua que la entrevista por mí. 

Yo buscaba menos el acierto que la eliminación de errores en la composición y en la escritura de La invención de Morel. En cierto modo era como si me considerara infeccioso y tomara todas las precauciones para no contagiar la obra. La escribí en frases cortas, porque una frase larga ofrece más posibilidades de error. Creo que esas frases molestaron a muchos lectores y que, en el prólogo a la novela, cuando Borges dice que "la trama es perfecta", hay una clara reserva en cuanto al estilo. 

* * * 

Aunque el afecto y aun la admiración que en mi casa sentían por las Ocampo me preparó para mirar con simpatía al grupo Sur y recibir como un hecho muy importante la aparición de la revista, nunca me sentí cómodo con ellas. Lo que más nos apartaba eran, como diría Reyes, nuestras simpatías y diferencias literarias: algo en lo que yo no podía transigir. Allá se admiraba a Gide, a Valéry, a Virginia Woolf, a Huxley (que me gustó por sus ensayos y no por su ficción), a Sakville West, a Ezra Pound, a Eliot, a Waldo Frank (que siempre me pareció ilegible), a Tagore, a Keyserling, a Ortega y Gasset, a Drieu de la Rochelle. Entre todos ellos, el único que me gustó fue Huxley. En cuanto a Valéry, yo lo admiraba más por encarnar la idea del escritor deliberado, que por sus escritos. Con Virginia Woolf, admirada por mi madre y por Silvina, que se guiaban por sus gustos y no por las modas del momento, nunca tuve la suerte de leer un libro suyo que me interesara; ni siquiera me gusto Orlando, del que Borges, a pesar de haberlo traducido (tiene que ser muy bueno un texto para merecer la aprobación de su traductor) hablaba con elogio. Desde luego, sospecho a veces que lo tradujo vicariamente, como dicen los ingleses. Esto es, por interpósita persona, su madre. 

Para mí las disidencias con Victoria y el grupo Sur resultaban casi insalvables. Yo era entonces un escritor muy joven, inmaduro, desconocido, que escribía mal y que por timidez no hablaba de manera cortés, matizada y persuasiva. Callaba, juntaba rabia. Reputaba una aberración el exaltar a los escritores que mencioné y olvidar, mejor dicho ignorar, a Wells, a Shaw, a Kipling, a Chesterton, a George Moore. Con relación a nuestra literatura y a la española también divergíamos. Para la gente de Sur, Borges era un enfant terrible, Wilcock un majadero, y el pobre Erro era un pensador sólido. 

Yo pensaba que en Sur se guiaban por los nombres prestigiosos, aceptados entre los high brow, la gente bien de la literatura, bien no por nacimiento o por dinero, sino por la aceptación entre los intelectuales. Pensaba que allá preferían ese criterio al personal, y al que hubieran tenido si realmente les gustara la literatura. 

Cuando prepararon un número especial en homenaje a la literatura inglesa, Borges y yo elegimos textos que en su mayor parte fueron silenciosamente descartados y sustituidos por otros cuyo mérito nos pareció misterioso. Nos aceptaron Euforión en Texas, de George Moore, El hombre que admiraba a Dickens, de Evelyn Waugh, Bunyan, de Bernard Shaw, El triunfo de la tribu, de Chesterton, el poema Mis sueños de un campo lejano, de Housman, que tradujo Silvina. Porque nos concedieron la inclusión de esos textos, nos encargaron a Borges y a mí, para el número en homenaje a la literatura norteamericana, la traducción de algunos que no nos gustaban. Entre ellos, no de los peores, había uno de Karl Shapiro, donde se hablaba de cartas "v". Ni Borges ni yo sabíamos que se llamaban así las cartas en microfilm que los soldados americanos mandaban a sus familias y creíamos que "v" significaba victoria. No creo que nos hiciéramos mala sangre por aportar siquiera ese disparate a los poemas traducidos. 

En los últimos años de la década del treinta me enteré de la existencia de Kafka. Con Borges disentimos en cuanto a La metamorfosis, que él consideró el peor relato de Kafka y yo creo que es el mejor. En cuanto a Henry James, que desde mis primeras lecturas admiré, disiento con Rebeca West, que considera Otra vuelta de tuerca su peor relato: para mí es uno de los mejores, si no el mejor. Admirablemente traducido por José Bianco. A Bianco, un excelente escritor y uno de mis amigos más queridos, hay que atribuirle mucho de los mejor que ocurrió en Sur. Además de su trabajo diario, para organizar los números de la revista, se le deben las correcciones de los textos de muchos autores prestigiosos. Gracias a Bianco, pudieron leerse sin sobresaltos. Los autores preferían no enterarse, simplemente no se enteraban de que sus páginas habían sido corregidas.


En Adolfo Bioy Casares, Memorias (1994)
Edición de Marcelo Pichon Riviere y Cristina Castro Cranwell
Editorial Tusquets, 1999

Imagen: Adolfo Bioy Casares frente al mural de Siqueiros 
en el hotel Camino Real, en la ciudad de México 
Foto Archivo La jornada - Vía EGyB



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