18/6/18

Jorge Luis Borges: Montaigne, Walt Whitman





La más tranquila de las revoluciones francesas tal vez ocurrió así:
Michel Eyquem, señor de Montaigne, leía (releía) en su biblioteca las obras menores de Plutarco, vertidas al francés por Amyot. Sabemos que la biblioteca era circular y que abarcaba el segundo piso de una torre; nada nos costaría añadir que el fuego crepitaba en la chimenea, un fuego alegre de ser fuego y de dar calor a los hombres, y que el aullido inútil de un perro subía desde el patio. (Desde el patio, para Montaigne; desde el siglo XVI, para nosotros.) Pensándolo bien, no lo haremos; la buena literatura ha abusado de los rasgos circunstanciales, que ahora contaminan de irrealidad las cosas que tocan. No fingiremos haber recuperado increíblemente la hora de la noche, del día o del indistinto crepúsculo; bástenos conjeturar que en aquel momento releía el tratado en que se declara que a los tigres los exacerba el son del tambor y a los toros el color rojo. Al volver la hoja, su memoria le adelantó la continuación; la había leído muchas veces, y nada tal vez le importaba menos que el influjo de un color o un sonido sobre los animales. A esta comprobación trivial se agregaría otra, que le causó una leve sorpresa; le gustaba leer y seguir leyendo esas cosas no interesantes. Estas cosas me agradan, reflexionó, porque las escribe Plutarco, porque las pronuncia la voz llamada Plutarco. Montaigne había comprendido que el griego no era sólo un maestro y una doctrina, sino una entonación individual a la que se había acostumbrado, un hombre y su diálogo.
Desde aquel instante en que percibió que entre alguien y un libro puede existir una relación de amistad, Montaigne ya era el autor de la obra entrañable. Lo demás está en las enciclopedias. En 1580 aparecieron los Essais, el primer libro que deliberadamente busca lo que Plutarco halló en otro país, mediante otra lengua, al cabo de siglos de muerte: el afecto de un hombre desconocido. Los ensayos que abren el volumen son impersonales; también es lícito conjeturar que Montaigne se había propuesto compilar una miscelánea, una silva de varia lección, al gusto de la época, y que, releyendo sus borradores, reconoció en ellos su voz, el sonido de su alma, y decidió incorporarlos en una obra que fuera su verídica imagen.
Seguir la descendencia de la obra, la multiplicación de su linaje por toda Europa, sería reescribir la historia de la literatura.
Acuden a la memoria nombres ilustres; anotemos, al pasar, el de Boswell, que en lugar de mostrarse directamente, optó por incluirse en un grupo, como comparsa lateral y un poco ridícula, porque sabía que la ridiculez puede ser querible.
Para no ser indigno de la amistad de generaciones futuras, Montaigne, quizá sin proponérselo, hubo de acentuar algún rasgo; sus émulos, a lo largo del tiempo, exageraron ese procedimiento dramático y hay personajes —básteme recordar a Bloy o a Carlyle— de quienes no sabemos con certidumbre si son formas de la naturaleza o del arte. ¿Quién, entre los autobiógrafos, es un rostro y quién una máscara? El caso más complejo es el de Walt Whitman.
Montaigne había prevenido al lector para que éste no se llamara a engaño: Je suis moy-mesme la matière de mon livre; Whitman dirá lo mismo, pero con un temblor en la voz:
Camerado, this is no book,
Who touches this, touches a man.
Lo guiaban dos propósitos. Uno, ejecutar un song of himself, una gesta o saga de Whitman; otro, hacer de ese Whitman un americano ejemplar, una magnificación o arquetipo de todos los hombres de América. En el siglo XIX, la democracia era una utopía que los jóvenes estados americanos estaban realizando en la tierra; Whitman quería que ese nuevo orden se proyectara en su libro, como el orden medieval se había proyectado en el libro de Dante. Para el demócrata, un individuo no vale menos que otro; quienes leen el poema no pueden valer menos que quien lo escribe. La obra está en primera persona, pero a veces habla el autor y a veces el lector:
Oh take my hand, Walt Whitman!
o
What do you hear, Walt Whitman?
En realidad, autor y lector son partes de Whitman, que, como el famoso gigante del frontispicio de Leviathan, es una figura plural, integrada por una muchedumbre de seres.
Whitman, redactor del poema, nació en Long Island; Whitman, protagonista del poema, nació también en uno de los estados del Sur. El Whitman de los versos recuerda sus trabajos en California, que el mero Whitman de las más fidedignas biografías no pisó nunca. Extensiones mágicas o divinas del principio de identidad nos aguardan en cada página; Whitman ha escrito que sus versos declaran lo que piensan todos los hombres, en todas las épocas y países, y quiere ser ubicuo como la atmósfera que circunda el planeta o como la hierba que crece en cualquier lugar donde hay tierra y hay agua. Si estos pensamientos (advierte) no son tan tuyos como míos, son nada o casi nada; si no son el enigma y la solución del enigma, son nada o casi nada.
Leaves of Grass es el diálogo de dos interlocutores sensibles, que el decurso del tiempo acerca y aleja, pero que no separa. Uno es el texto; cada generación humana es el otro.
Montaigne había perdido a su amigo, Étienne de la Boétie, y su libro sale a buscar amistades remotas en el espacio y tal vez en el tiempo; Whitman, al cabo de tres siglos, ensaya la misma aventura, pero la dobla de un propósito místico. Por virtud de artificios que parecen exceder la retórica, proyecta esa figura infinita pero singularmente precisa, que es un viejo poeta norteamericano de la época de Lincoln, y también la nostalgia que sentimos al revivir la voz que nos habla de esa nostalgia, y también cada uno de nosotros, en su esencia más noble, y también hombres y mujeres del porvenir.
En 1939, Joyce ha publicado Finnegans Wake, cuyo protagonista, como el de ciertas moralidades del siglo XV, quiere abarcar la humanidad, pero los dioses no dejaron que repitiera la proeza de Whitman.
Buenos Aires, 24 de noviembre de 1957



* En revista Crisis, Buenos Aires, Año 3, Nº 27, julio de 1975

Originalmente en la plaqueta: Jorge Luis Borges, Montaigne, Walt Whitman
Buenos Aires, Imprenta Francisco A. Colombo, 1957, 24 págs.

Luego, en Textos recobrados 1956-1986 (1987)
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© 2003 María Kodama
© 2003 Editorial Emecé

Imagen: Borges en entrevista (s/f) en "Cromos"

Archivo Cromos - El espectador (Colombia)


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