A principios de 1896, Bernard Shaw percibió que en Friedrich Nietzsche había un académico inepto, cohibido por el culto supersticioso del Renacimiento y los clásicos (Our Theatres in the Nineties, tomo segundo, página 94). Lo innegable es que Nietzsche, para comunicar al siglo de Darwin su conjetura evolucionista del Superhombre, lo hizo en un libro carcomido, que es una desairada parodia de todos los Sacred Books of the East. No arriesgó una sola palabra sobre la anatomía o psicología de la futura especie biológica; se limitó a su moralidad, que identificó (temeroso del presente y del porvenir) con la de César Borgia y los vikings.[25]
Heard corrige, a su modo, las negligencias y omisiones de Zarathustra. Linealmente, el estilo de que dispone es harto inferior; para una lectura seguida, es más tolerable. Descree de una superhumanidad, pero anuncia una vasta evolución de las facultades humanas. Esa evolución mental no requiere siglos: hay en los hombres un infatigable depósito de energía nerviosa, que les permite ser incesantemente sexuales, a diferencia de las otras especies, cuya sexualidad es periódica. “La historia”, escribe Heard, “es parte de la historia natural. La historia humana es biología, acelerada psicológicamente.”
La posibilidad de una evolución ulterior de nuestra conciencia del tiempo es quizá el tema básico de este libro. Heard opina que los animales carecen totalmente de esa conciencia y que su vida discontinua y orgánica es una pura actualidad. Esa conjetura es antigua; ya Séneca la había razonado en la última de las epístolas a Lucilio: Animalibus tantum, quod brevissimum est in transcursu, datum, prœsens... También abunda en la literatura teosófica. Rudolf Steiner compara la estadía inerte de los minerales a la de los cadáveres; la vida silenciosa de las plantas a la de los hombres que duermen; las atenciones momentáneas del animal a las del negligente soñador que sueña incoherencias. En el tercer volumen de su admirable Woerterbuch der Philosophie, observa Fritz Mauthner: “Parece que los animales no tienen sino oscuros presentimientos de la sucesión temporal y de la duración. En cambio, el hombre, cuando es además un psicólogo de la nueva escuela, puede diferenciar en el tiempo dos impresiones que sólo estén separadas por 1/500 de segundo.” En un libro póstumo de Guyau —La Genèse de l’ldée de Temps, 1890— hay dos o tres pasajes análogos. Uspenski (Tertium Organum, capítulo IX) encara no sin elocuencia el problema; afirma que el mundo de los animales es bidimensional y que son incapaces de concebir una esfera o un cubo. Todo ángulo es para ellos una moción, un suceso en el tiempo... Como Edward Carpenter, como Leadbeater, como Dunne, Uspenski profetiza que nuestras mentes prescindirán del tiempo lineal, sucesivo, y que intuirán el universo de un modo angélico: sub specie æternitatis.
A la misma conclusión llega Heard, en un lenguaje a veces contaminado de patois psiquiátrico y sociológico. Llega, o creo que llega. En el primer capítulo de su libro afirma la existencia de un tiempo inmóvil que nosotros los hombres atravesamos. Ignoro si ese memorable dictamen es una mera negación metafórica del tiempo cósmico, uniforme, de Newton o si literalmente afirma la coexistencia del pasado, del presente y del porvenir. En el último caso (diría Dunne) el tiempo inmóvil degenera en espacio y nuestro movimiento de traslación exige otro tiempo...
Que de algún modo evolucione la percepción del tiempo, no me parece inverosímil y es, quizá, inevitable. Que esa evolución pueda ser muy brusca me parece una gratuidad del autor, un estímulo artificial.
[25] Alguna vez (Historia de la eternidad) he procurado enumerar o recopilar todos los testimonios de la doctrina del Eterno Regreso que fueron anteriores a Nietzsche. Ese vano propósito excede la brevedad de mi erudición y de la vida humana. A los testimonios ya registrados, básteme agregar por ahora el del Padre Feijoo (Teatro Crítico Universal, Tomo cuarto, discurso doce). Éste, como Sir Thomas Browne, atribuye la doctrina a Platón. La formula así: “Uno de los delirios de Platón fue, que absuelto todo el círculo del año magno (así llamaba a aquel espacio de tiempo en que todos los astros, después de innumerables giros, se han de restituir a la misma postura y orden que antes tuvieron entre sí), se han de renovar todas las cosas; esto es, han de volver a aparecer sobre el teatro del mundo los mismos actores a representar los mismos sucesos, cobrando nueva existencia hombres, brutos, plantas, piedras: en fin, cuanto hubo animado e inanimado en los anteriores siglos, para repetirse en ellos los mismos ejercicios, los mismos acontecimientos, los mismos juegos de la fortuna que tuvieron en su primera existencia.” Son palabras de 1730; las repite el Tomo LVI de la Biblioteca de Autores Españoles. Declaran bien la justificación astrológica del Regreso.
En el Timeo, Platón afirma que los siete planetas, equilibradas sus diversas velocidades, regresarán al punto inicial de partida, pero no infiere de ese vasto circuito una repetición puntual de la historia. Sin embargo, Lucilio Vanini declara: “De nuevo Aquiles irá a Troya; renacerán las ceremonias y religiones; la historia humana se repite; nada hay ahora que no fue; lo que ha sido, será; pero todo ello en general, no (como determina Platón) en particular.” Lo escribió en 1616; lo cita Burton en la cuarta sección de la tercera parte del libro The Anatomy of Melancholy. Francis Bacon (Essay, LVIII, 1625) admite que» cumplido el año platónico, los astros causarán los mismos efectos genéricos, pero niega su virtud para repetir los mismos individuos.
Texto incluido en las notas finales de Discusión (1932)
conforme la redacción de esta obra en las Obras completas de Borges
publicado por Ultramar S.A. en 1974, con ISBN 84-7386-100-0
Imágenes:
Arriba: Captura de Borges. El eterno retorno
Abajo: Cover (edición 1936) de Gerald Heard Pain, Sex and Time