Su asunto era la literatura. Y ningún escritor, en este ruidoso siglo, fue tan importante como él para cambiar nuestro vínculo con la literatura. Puede que otros escritores fuesen más arriesgados, más profundos en su exploración de nuestras geografías secretas. Hubo sin duda quienes documentaron con más fuerza que él nuestras miserias sociales y nuestros ritos, así como hubo quienes se aventuraron con mayor éxito en las regiones selváticas de nuestra mente. Borges nunca se preocupó de todo esto. En cambio, a lo largo de su extensa vida, nos trazó los mapas de otras exploraciones, sobre todo por los dominios de su género favorito, el fantástico, que para él se dividía, entre otras ramas, en religión, filosofía y altas matemáticas. Borges era un apasionado lector de teología. «Soy lo opuesto al católico argentino —decía—. Ellos son creyentes pero no están interesados; yo me intereso pero no creo.» Admiraba el uso metafórico que hizo San Agustín de los símbolos cristianos. «La cruz de Cristo nos salvó del laberinto circular de los estoicos.» Y Borges añadía: «Así y todo, yo prefiero aquel laberinto circular».
Incluso cuando leía libros de filosofía o religión, lo que le interesaba era la voz literaria que, a su juicio, debía ser siempre individual, nunca nacional, nunca parte de un grupo o de una escuela teórica. En esto solía invocar a Valéry, quien abogaba por una literatura sin fechas, nombres ni nacionalidades, en la cual todas las obras fueran vistas como el fruto de un solo y mismo espíritu, el Espíritu Santo. «En la universidad no se estudia literatura —se lamentaba Borges—. Se estudia la historia de la literatura.»
Casi sin proponérselo, Borges cambió para siempre la noción de literatura y también la de la historia de la literatura. En un célebre texto cuya primera versión fue publicada en 1932, escribió que «cada escritor crea sus propios precursores». Con esta afirmación, Borges hizo suyo un largo linaje de autores que ahora nos resultan borgianos avant la lettre: Platón, Novalis, Kafka, Schopenhauer, Rémy de Gourmont, Chesterton... Incluso ciertos escritores clásicos, que parecen más allá de toda reivindicación individual, pertenecen hoy a las lecturas de Borges, como Cervantes después de Pierre Menard. Para un lector de Borges, hasta Shakespeare o Dante suenan a veces con un marcado eco borgiano: la frase de Provost en Medida por medida, donde dice ser «insensible a la mortalidad y desesperadamente mortal»; o aquella estrofa en el quinto canto del Purgatorio que describe a Buonconte «fuggendo a piede e’nsanguinando il piano», parecen haber sido acuñadas por Borges.
En «Pierre Menard, autor del Quijote», Borges aseguró que un libro cambia de acuerdo con los atributos de su lector. Publicado el texto por primera vez en Sur, en mayo de 1939, muchos lectores creyeron que Pierre Menard era real; un lector llegó incluso a decirle a Borges que no había nada novedoso en lo que él había observado acerca de Menard, que todo había sido ya dicho por críticos precedentes. Pierre Menard, por supuesto, es una invención, una hilarante y soberbia fabulación; no así la afirmación de que un texto se modifica según quien lo lea. Los lectores siempre han leído siguiendo sus propias creencias y deseos: desde falsificaciones como el Ossian de Macpherson, sobre cuyos versos Werther vertió lágrimas como si perteneciesen a un antiguo bardo celta, hasta la «verídica» aventura de Robinson Crusoe que indujo a los aficionados a la arqueología a explorar la Isla de Juan Fernández; desde el «Cantar de los cantares», estudiado como un texto sagrado, hasta los Viajes de Gulliver, desdeñosamente etiquetados como literatura infantil.
En «Pierre Menard» Borges se limita a llevar esta idea hasta su extrema conclusión, y con firmeza inscribe el incierto concepto de autoría en el campo del lector que rescata las palabras de una página. Después de Borges, después de la revelación de que en realidad es el lector quien da vida y crédito a las obras literarias, resulta imposible una noción de literatura como mera creación autoral. Esta «muerte del autor» no era un hecho trágico para Borges. Se divertía con semejantes subversiones. «Imaginemos —decía— que se pueda leer el Quijote como una novela policial. En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme... El autor nos dice que no desea recordar el nombre del pueblo. ¿Por qué razón? ¿Qué pista quiere encubrir? Como lectores de una novela policial deberíamos, se supone, sospechar algo, ¿no?» Y soltaba una risa.
Otra de las subversiones de Borges es la noción de que cada libro, cualquier libro, encierra la promesa de todos los otros. Borges creía en este texto infinito, a condición de que la idea pudiese ser llevada hasta sus últimas consecuencias. Cada texto es la combinación de las veinticuatro letras del alfabeto; por consiguiente, una infinita combinación de estas letras debería proporcionarnos una biblioteca total, que incluiría todo libro concebible en el pasado, el presente y el futuro: «La historia minuciosa del porvenir, las autobiografías de los arcángeles, el catálogo fiel de la Biblioteca, miles y miles de catálogos falsos, la demostración de la falacia de esos catálogos, la demostración de la falacia del catálogo verdadero, el evangelio gnóstico de Basílides, el comentario de ese evangelio, el comentario del comentario de ese evangelio, la relación verídica de tu muerte, la versión de cada libro a todas las lenguas, las interpolaciones de cada libro en todos los libros, el tratado que Beda pudo escribir (y no escribió) sobre la mitología de los sajones, los libros perdidos de Tácito». Esta versión del infinito se encuentra en «La biblioteca de Babel», cuya primera versión escribió en 1939.
Lo opuesto también es verdad. La biblioteca infinita puede resultar superflua (como una nota al pie del cuento lo sugiere, como lo manifiestan dos textos posteriores: «Undr» y «El libro de arena»), puesto que un simple libro, una sola palabra, pueden contener a todos los demás. Ésta es la idea detrás de «Examen de la obra de Herbert Quain», de 1941, donde un escritor imaginario inventa una serie infinita de novelas basadas en la noción de progresión geométrica. En cierta ocasión, después de indicar que hoy leemos a Dante de una forma que él no podría haber imaginado, lejos de los «cuatros niveles» de lectura pregonados en su carta a Can Grande della Scala, Borges recordó una observación del místico del siglo IX Escoto Erigena. Según el autor de Sobre las divisiones de la naturaleza, hay tantas lecturas posibles de un texto como lectores; y dicha multiplicidad de lecturas es comparada por Erigena con los matices en la cola de un pavo real. Texto tras texto, Borges exploró y sentó las leyes de esta multitudinaria gama de colores.
Semejantes innovaciones y subversiones incomodaron a ciertos críticos. Cuando sus primeras ficciones aparecieron en Francia, Etiemble remarcó irónicamente que Borges era «un hombre que debía ser eliminado» ya que su obra amenazaba el concepto de autoría. Otros, especialmente en América Latina, se sintieron ofendidos por su falta de interés documental, por su rechazo a entender la literatura como reportaje. Ya desde 1926, los críticos lo acusaron de muchas cosas: de no ser argentino («ser argentino —había bromeado Borges— es un acto de fe»); de sugerir, como Oscar Wilde, la inutilidad del arte; de no exigirle a la literatura propósitos morales o pedagógicos; de ser demasiado aficionado a la metafísica y a lo fantástico; de preferir una teoría interesante a la verdad; de ahondar en ideas filosóficas y religiosas nada más que por su valor estético; de no comprometerse políticamente (pese a su firme postura contra el peronismo y el fascismo), o de apoyar al bando indebido, como cuando estrechó las manos tanto de Videla como de Pinochet, gestos por los cuales más tarde pidió disculpas y firmó una petición en favor de los desaparecidos. Borges desestimaba estas críticas como ataques a sus opiniones («el aspecto menos importante de un escritor») y a su posición política («la más miserable de las actividades humanas»). También decía que nadie podría acusarlo jamás de haber estado a favor de Hitler o de Perón.
Habla sobre Perón pero trata de no pronunciar su nombre. Me cuenta que ha oído decir que en Israel, cuando alguien prueba una nueva lapicera, en lugar de firmar con su apellido escribe el nombre de los antiguos enemigos de los Hebreos, los Amalequitas, y acto seguido lo tacha, miles de años después del agravio. Borges dice que él continuará tachando el nombre de Perón toda vez que pueda hacerlo. Según Borges, luego de que Perón llegase al poder en 1946, todo el que deseaba un empleo oficial era obligado a afiliarse al partido peronista. Por rehusar, Borges fue transferido de su puesto de asistente en una pequeña biblioteca municipal a un mercado local como inspector de aves. (Según otros, el traslado fue menos injurioso pero igualmente absurdo: a la Escuela Municipal de Apicultura.) Desde la muerte del padre, en 1938, Borges y su madre dependían por completo de ese sueldo de bibliotecario; luego de su renuncia tuvo que encontrar otro modo de ganarse la vida. A pesar de su timidez, empezó a dar conferencias en público y desarrolló un estilo y una voz que usa todavía. Observo cómo se prepara para una charla que debe dar en el Instituto Italiano de Cultura. La ha memorizado frase por frase, y repetido párrafo por párrafo, hasta que cada vacilación, cada aparente busca de la palabra correcta se haya asentado sonoramente en su cerebro. «Mis discursos públicos son como la venganza de un tímido», dice riendo.
No obstante su profundo humanismo, hubo veces en que sus prejuicios lo volvieron sorprendentemente pueril. A veces, por ejemplo, expresaba un vulgar racismo que transformaba de pronto al lector agudo e inteligente en un momentáneo tonto. Así ocurría cuando, como prueba de la inferioridad del hombre negro, invocaba la ausencia de una cultura africana de relevancia universal. En tales casos era inútil discutir con él o siquiera intentar disculparlo.
Lo mismo ocurría en el terreno de la literatura, donde era más sencillo achacar sus opiniones a una cuestión de simpatía o de capricho. Uno podía construir una historia perfectamente aceptable de la literatura basándose tan sólo en los autores que él despreciaba: Austen, Goethe, Rabelais, Flaubert (salvo el primer capítulo de Bouvard y Pécuchet), Calderón, Stendhal, Zweig, Maupassant, Boccaccio, Proust, Zola, Balzac, Galdós, Lovecraft, Edith Wharton, Neruda, Alejo Carpentier, Thomas Mann, García Márquez, Jorge Amado, Tolstoi, Lope de Vega, Lorca, Pirandello... Superados los experimentos de su juventud, a Borges no le interesaba la novedad por la novedad. Afirmaba que un escritor no debía tener la descortesía de sorprender al lector. Para él, la literatura debía permitir conclusiones a un mismo tiempo asombrosas y obvias. Luego de recordar que Ulises, harto ya de prodigios, lloró ante la visión de su verde Ítaca, concluía que «el arte es esa Ítaca: de verde eternidad, no de prodigios».
Con Borges
Madrid, Alianza Editorial, 2004, Págs. 82-95
Título original: Chez Borges
Alberto Manguel, 2001
Las fotos incluidas en el libro son de Sara Facio
Presente foto arriba: pág. 83
Traducción: Traducido del inglés por Eduardo Berti
Al pie: cover de la edición papel