2/11/17

Jorge Luis Borges: Palermo de Buenos Aires






La vindicación de la antigüedad de Palermo se debe a Paul Groussac. La registran los Anales de la Biblioteca, en una nota de la página 360 del tomo cuarto; las pruebas o instrumentos fueron publicadas mucho después en el número 242 de Nosotros. Nos retraen un siciliano Domínguez (Domenico) de Palermo de Italia, que añadió el nombre de su patria a su nombre, quizá para mantener algún apelativo no hispanizable, «y entró a los veinte años y está casado con hija de un conquistador». Este, pues, Domínguez Palermo, proveedor de carne de la ciudad entre los años de 1605 y 14, poseía un corral cerca del Maldonado, destinado al encierro o a la matanza de hacienda cimarrona. Degollada y borrada ha sido esa hacienda, pero nos queda la precisa mención de "una mula tordilla que anda en la chácara de Palermo, término de esta ciudad". La veo absurdamente clara y chiquita, en el fondo del tiempo, y no quiero sumarle detalles. Bástenos verla sola: el entreverado estilo incesante de la realidad, con su puntuación de ironías, de sorpresas, de previsiones extrañas como las sorpresas, sólo es recuperable por la novela, intempestiva aquí. Afortunadamente, el copioso estilo de la realidad no es el único: hay el del recuerdo también, cuya esencia no es la ramificación de los hechos, sino la perduración de rasgos aislados. Esa poesía es la natural de nuestra ignorancia y no buscaré otra.
En los tanteos de Palermo están la chacra decente y el matadero soez; tampoco faltaba en sus noches alguna lancha contrabandista holandesa que atracaba en el bajo, ante las cortaderas cimbradas. Recuperar esa casi inmóvil prehistoria sería tejer insensatamente una crónica de infinitesimales procesos: las etapas de la distraída marcha secular de Buenos Aires sobre Palermo, entonces unos vagos terrenos anegadizos a espaldas de la patria. Lo más directo, según el proceder cinematográfico, sería proponer una continuidad de figuras que cesan: un arreo de mulas viñateras, las chúcaras con la cabeza vendada; un agua quieta y larga, en la que están sobrenadando unas hojas de sauce; una vertiginosa alma en pena enhorquetada en zancos, vadeando los torrenciales terceros; el campo abierto sin ninguna cosa que hacer; las huellas del pisoteo porfiado de una hacienda, rumbo a los corrales del Norte; un paisano (contra la madrugada) que se apea del caballo rendido y le degüella el ancho pescuezo; un humo que se desentiende en el aire. Así hasta la fundación de Don Juan Manuel: padre ya mitológico de Palermo, no meramente histórico, como ese Domínguez-Domenico de Groussac. La fundación fue a brazo partido. Una quinta dulce de tiempo en el camino a Barracas era lo acostumbrado entonces. Pero Rosas quería edificar, quería la casa hija de él, no saturada de forasteros destinos no probada por ellos. Miles de carradas de tierra negra fueron traídas de los alfalfares de Rosas (después Belgrano) para nivelar y abonar el suelo arcilloso, hasta que el barro cimarrón de Palermo y la tierra ingrata se conformaron a su voluntad.
Hacia el cuarenta, Palermo ascendió a cabeza mandona de la República, corte del dictador y palabra de maldición para los unitarios. No relato su historia para no deslucir lo demás. Básteme enumerar esa casa grande blanqueada llamada su Palacio (Hudson, Far Away and Long Ago, página 108) y los naranjales y la pileta de paredes de ladrillo y baranda de fierro, donde se animaba el bote del Restaurador a esa navegación tan frugal que comentó Schiaffino:
El paseo acuático a bajo nivel debía ser poco placentero, y en tan corto circuito equivalía a la navegación en petiso. Pero Rosas estaba tranquilo; alzando la mirada veía la silueta, recortada en el cielo, de los centinelas que hacían la guardia junto a la baranda, escrutando el horizonte con el ojo avizor del tero.
Esa corte ya se desgarraba en orillas: el agachado campamento de adobe crudo de la División Hernández y el rancherío de pelea y pasión de las cuarteleras morenas, los Cuartos de Palermo. El barrio, lo están viendo, fue siempre naipe de dos palos, moneda de dos caras.
Duró doce años ese ardido Palermo, en la zozobra de la exigente presencia de un hombre obeso y rubio que recorría los caminos limpitos, de pantalón azul militar con vivo colorado y chaleco punzó y sombrero de ala muy ancha, y que solía manejar y cimbrar una caña larga, cetro como de aire, liviano. De Palermo salió en un atardecer ese hombre temeroso a comandar la mera espantada o batalla de antemano perdida que se libró en Caseros; en Palermo entró el otro Rosas, Justo José, con su empaque de toro chúcaro y el cintillo mazorquero punzó alrededor del adefesio de la galera y el uniforme rumboso de general. Entró, y si los panfletos de Ascasubi no nos equivocan:
en la entrada de Palermo
ordenó poner colgados
a dos hombres infelices,
que después de afusilados
los suspendió en los ombuses,
hasta que de allí a pedazos
se cayeron de podridos…
Ascasubi, luego, se fija en la arrumbada tropa entrerriana del Ejército Grande:
Entretanto en los barriales
de Palermo amontonaos
cuasi todos sin camisa,
estaban sus Entre-rianos
(como él dice) miserables,
comiendo terneros flacos
y vendiendo las cacharpas…
Miles de días que no sabe el recuerdo, zonas empañadas del tiempo, crecieron y se gastaron después, hasta arribar, a través de fundaciones individuales —la Penitenciaría el año 77, el hospital Norte el 82, el hospital Rivadavia el 87— al Palermo de vísperas del noventa, en que los Carriego compraron casa. De ese Palermo de 1889 quiero escribir. Diré sin restricción lo que sé, sin omisión ninguna, porque la vida es pudorosa como un delito, y no sabemos cuáles son los énfasis para Dios. Además, siempre lo circunstancial es patético[1]. Escribo todo, a riesgo de escribir verdades notorias, pero que traspapelará mañana el descuido, que es el modo más pobre del misterio y su primera cara[2].
Más allá del ramal del ferrocarril del Oeste, que iba por Centroamérica, haraganeaba entre banderas de rematadores el barrio, no sólo sobre el campo elemental, sino sobre el despedazado cuerpo de quintas, loteadas brutalmente para ser luego pisoteadas por almacenes, carbonerías, traspatios, conventillos, barberías y corralones. Hay jardín ahogado de barrio, de esos con palmeras enloquecidas entre material y entre fierros, que es la reliquia degenerada y mutilada de una gran quinta.
Palermo era una despreocupada pobreza. La higuera oscurecía sobre el tapial; los balconcitos de modesto destino daban a días iguales; la perdida corneta del manisero exploraba el anochecer. Sobre la humildad de las casas no era raro algún jarrón de mampostería, coronado áridamente de tunas: planta siniestra que en el dormir universal de las otras parece corresponder a una zona de pesadilla, pero que es tan sufrida realmente y vive en los terrenos más ingratos y en el aire desierto, y la consideran distraídamente un adorno. Había felicidades también: el arriate del patio, el andar entonado del compadre, la balaustrada con espacios de cielo.
El chorreado caballo verdinoso y su Garibaldi no deprimían los Portones antiguos. (La dolencia es general: no queda plaza que no esté padeciendo su guarango de bronce.) El Botánico, astillero silencioso de árboles, patria de todos los paseos de la capital, hacía esquina con la desmantelada plaza de tierra; no así el Jardín Zoológico, que se llamaba entonces las fieras y estaba más al norte. Ahora (olor a caramelo y a tigre) ocupa el lugar donde alborotaron hace cien años los Cuartos de Palermo. Sólo unas calles —Serrano, Canning, Coronel— estaban ariscamente empedradas, con intervención de trotadoras lisas para las chatas imponentes como un desfile y para las rumbosas victorias. La calle Godoy Cruz la repechaba a los barquinazos el 64, vehículo servicial que se reparte, con la poderosa sombra anterior de Don Juan Manuel, la fundación de Palermo. La visera ladeada y la corneta milonguera del mayoral inducían la admiración o las emulaciones del barrio, pero el inspector —dudador profesional de la rectitud— era una institución combatida, y no faltó compadre que se enjaretó el boleto en la bragueta, repitiendo con indignación que si lo quería no tenían más que sacarlo.
Busco realidades más nobles. Hacia el confín con Balvanera, hacia el este, abundaban los caserones con recta sucesión de patios, los caserones amarillos o pardos con puerta en forma de arco —arco repetido especularmente en el otro zaguán— y con delicada puerta cancel de hierro. Cuando las noches impacientes de octubre sacaban sillas y personas a la vereda y las casas ahondadas se dejaban ver hasta el fondo y había amarilla luz en los patios, la calle era confidencial y liviana y las casas huecas eran como linternas en fila. Esa impresión de irrealidad y de serenidad es mejor recordada por mí en una historia o símbolo, que parece haber estado siempre conmigo. Es un instante desgarrado de un cuento que oí en un almacén y que era a la vez trivial y enredado. Sin mayor seguridad lo recobro. El héroe de esa perdularia Odisea era el eterno criollo acosado por la justicia, delatado esa vez por un sujeto contrahecho y odioso, pero con la guitarra como no hay dos. El cuento, el salvado rato del cuento, refiere cómo el héroe se pudo evadir de la cárcel, cómo tenía que cumplir, su venganza en una sola noche, cómo buscó en vano al traidor, cómo vagando por las calles con luna el viento rendido le trajo indicaciones de la guitarra, cómo siguió esa huella entre los laberintos y las inconstancias del viento, cómo redobló esquinas de Buenos Aires, cómo arribó al umbral apartado en que guitarreaba el traidor, cómo abriéndose paso entre los oyentes lo alzó sobre el cuchillo, cómo salió aturdido y se fue, dejando muertos y callados atrás al delator y su guitarra cuentera.
Hacia el poniente quedaba la miseria gringa del barrio, su desnudez. El término las orillas cuadra con sobrenatural precisión a esas puntas ralas, en que la tierra asume lo indeterminado del mar y parece digna de comentar la insinuación de Shakespeare: «La tierra tiene burbujas, como las tiene el agua». Hacia el poniente había callejones de polvo que iban empobreciéndose tarde afuera; había lugares en que un galpón del ferrocarril o un hueco de pitas o una brisa casi confidencial inauguraba malamente la pampa. O si no, una de esas casas petizas sin revocar, de ventana baja, de reja —a veces con una amarilla estera atrás, con figuras— que la soledad de Buenos Aires parece criar, sin participación humana visible. Después: el Maldonado, reseco y amarillo zanjón, estirándose sin destino desde la Chacarita y que por un milagro espantoso pasaba de la muerte de sed a las disparatadas extensiones de agua violenta, que arreaban con el rancherío moribundo de las orillas. Hará unos cincuenta años, después de ese irregular zanjón o muerte, empezaba el cielo: un cielo de relinchos y crines y pasto dulce, un cielo caballar, los happy hunting-grounds haraganes de las caballadas eméritas de la policía. Hacia el Maldonado raleaba el malevaje nativo y lo sustituía el calabrés, gente con quien nadie quería meterse, por la peligrosa buena memoria de su rencor, por sus puñaladas traicioneras a largo plazo. Ahí se entristecía Palermo, pues las vías de hierro del Pacífico bordeaban el arroyo, descargando esa peculiar tristeza de las cosas esclavizadas y grandes, de las barreras altas como pértigo de carreta en descanso, de los derechos terraplenes y andenes. Una frontera de humo trabajador, una frontera de vagones brutos en movimientos, cerraba ese costado; atrás, crecía o se emperraba el arroyo. Lo están encarcelando ahora: ese casi infinito flanco de soledad que se acavernaba hace poco, a la vuelta de la truquera confitería de La Paloma, será reemplazado por una calle tilinga, de tejas anglizantes. Del Maldonado no quedará sino nuestro recuerdo, alto y solo, y el mejor sainete argentino y los dos tangos que se llaman así —uno primitivo, actualidad que no se preocupa, mero plano del baile, ocasión de jugarse entero en los cortes; otro, un dolorido tango-canción, al estilo boquense— y algún clisé apocado que no facilitará lo esencial, la impresión de espacio, y una equivocada otra vida en la imaginación de quienes no lo vivieron. Pensándolo, no creo que el Maldonado fuera distinto a las otras localidades muy pobres, pero la idea de su chusma, desaforándose en rotos burdeles, a la sombra de la inundación y del fin, mandaba en la imaginación popular. Así, en el hábil sainete que mencioné, el arroyo no es un socorrido telón de fondo: es una presencia, mucho más importante que el pardo Nava y que la china Dominga y que el Títere. (El puente Alsina, con su todavía no cicatrizado ayer cuchillero y su memoria de la patriada grande del ochenta, lo ha desbancado en la mitología de Buenos Aires. En lo que se refiere a la realidad, es de fácil observación que los barrios más pobres suelen ser los más apocados y que florece en ellos una despavorida decencia.) Del lado del arroyo zarpaban las tormentas altas de tierra que toldaban el día, y el malón de aire del pampero que golpeaba todas las puertas que miraban al sur y dejaban en el zaguán una flor de cardo, y la arrasadora nube de langostas que trataba de espantar a gritos la gente [3], y la soledad y la lluvia. A polvo tenía gusto esa orilla.
Hacia el agua zaina del río, hacia el bosque, se hacía duro el barrio. La primera edificación de esa punta fueron los mataderos del Norte, que abarcaron unas dieciocho manzanas entre las venideras calles Anchorena, Las Heras, Austria y Beruti, y ahora sin más reliquia verbal que el nombre la Tablada, que le escuché decir a un carrero, insipiente de su antigua justificación. He inducido al lector a la imaginación de ese dilatado recinto de muchas cuadras, y aunque los corrales desaparecieron en el setenta, la figura es típica del lugar, atravesado siempre de fincas —el cementerio, el hospital Rivadavia, la cárcel, el mercado, el corralón municipal, el presente lavadero de lanas, la cervecería, la quinta de Hale— con pobrerío de golpeados destinos alrededor. Esa quinta era por dos razones mentada: por los perales que la chiquilinada del barrio saqueaba en clandestinos malones y por el aparecido que visitaba el costado de la calle Agüero, reclinada en el brazo de un farol la cabeza imposible. Porque a los verdaderos peligros de un compadraje cuchillero y soberbio, había que sumar los fantásticos de una mitología forajida; la viuda y el estrafalario chancho de lata, sórdidos como el bajo, fueron las más temidas criaturas de esa religión de barrial. Antes había sido una quema ese norte: es natural que gravitaran en su aire basuras de almas. Quedan esquinas pobres que si no se vienen abajo es porque están apuntalándolas todavía los compadritos muertos.
Bajando por la calle de Chavango (después Las Heras) el último boliche del camino era La Primera Luz, nombre que, a pesar de aludir a sus madrugadores hábitos, deja una impresión —justa— de ciegas calles atascadas sin nadie, y al fin, a las cansadas vueltas, una humana luz de almacén. Entre los fondos del cementerio colorado del Norte y los de la Penitenciaría, se iba incorporando del polvo un suburbio chato y despedazado, sin revocar, su notoria denominación, la Tierra del Fuego. Escombros del principio, esquinas de agresión o de soledad, hombres furtivos que se llaman silbando y que se dispersan de golpe en la noche lateral de los callejones, nombraban su carácter. El barrio era una esquina final. Un malevaje de a caballo, un malevaje de chambergo mitrero sobre los ojos y de apaisanada bombacha, sostenía por inercia o por impulsión una guerra de duelos individuales con la policía. La hoja del peleador orillero, sin ser tan larga —era lujo de valientes usarla corta— era de mejor temple que el machete adquirido por el Estado, vale decir con predilección del costo más alto y el material más ruin. La dirigía un brazo más ganoso de atropellar, mejor conocedor de los rumbos instantáneos del entrevero. Por la sola virtud de la rima, ha sobrevivido a un desgaste de cuarenta años un rato de ese empuje:
Hágase a un lao, se lo ruego,
que soy de la Tierra’el Fuego[4].
No sólo de peleas; esa frontera era de guitarras también.

* * *
Escribo estos recuperados hechos, y me solicita con arbitrariedad aparente el agradecido verso de «Home-Thoughts»: Here and here did England help me, que Browning escribió pensando en una abnegación sobre el mar y en el alto navío torneado como un alfil en que Nelson cayó, y que repetido por mí —traducido también el nombre de patria, pues para Browning no era menos inmediato el de su Inglaterra— me sirve como símbolo de noches solas, de caminatas extasiadas y eternas por la infinitud de los barrios. Porque Buenos Aires es hondo, y nunca, en la desilusión o el penar, me abandoné a sus calles sin recibir inesperado consuelo, ya de sentir irrealidad, ya de guitarras desde el fondo de un patio, ya de roce de vidas. Here and here did England help me, aquí y aquí me vino a ayudar Buenos Aires. Esa razón es una de las razones por las que resolví componer este primer capítulo.



Notas
[1] «Lo patético, casi siempre, está en el detalle de las circunstancias menudas», observa Gibbon en una de las notas finales del capítulo quincuagésimo de su Decline and Fall. 

[2] Yo afirmo —sin remilgado temor ni novelero amor de la paradoja— que solamente los países nuevos tienen pasado; es decir, recuerdo autobiográfico de él; es decir, tienen historia viva. Si el tiempo es sucesión, debemos reconocer que donde densidad mayor hay de hechos, más tiempo corre y que el más caudaloso es el de este inconsecuente lado del mundo. La conquista y colonización de estos reinos —cuatro fortines temerosos de barro prendidos en la costa y vigilados por el pendiente horizonte, arco disparador de malones— fueron de tan efímera operación que un abuelo mío, en 1872, pudo comandar la última batalla de importancia contra los indios, realizando, después de la mitad del siglo diecinueve, obra conquistadora del dieciséis. Sin embargo, ¿a qué traer destinos ya muertos? Yo no he sentido el liviano tiempo en Granada, a la sombra de torres cientos de veces más antiguas que las higueras, y sí en Pampa y Triunvirato: insípido lugar de tejas anglizantes ahora, de hornos humosos de ladrillos hace tres años, de potreros caóticos hace cinco. El tiempo —emoción europea de hombres numerosos de días, y como su vindicación y corona— es de más imprudente circulación en estas repúblicas. Los jóvenes, a su pesar lo sienten. Aquí somos del mismo tiempo que el tiempo, somos hermanos de él. 

[3] Destruirlas era cosa de herejes, porque llevaban la señal de la cruz: marca de su emisión y repartición especiales de parte del Señor. 

[4] A. Taullard, Nuestro antiguo Buenos Aires, p. 233.
En Evaristo Carriego (1930) 

Foto: Palermo, por Horacio Coppola, amigo de Borges con quien caminaba por Buenos Aires ca.1928
Fuente: Nicolás Helft: Postales de una biografía, Cap. 3, pág. 60
Buenos Aires, Grupo editorial Planeta, bajo el sello Emecé, 2013 








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