Cuando el remoto compilador del Zohar tuvo que arriesgar alguna noticia de su indistinto Dios —divinidad tan pura que ni siquiera el atributo de ser puede sin blasfemia aplicársele— discurrió un modo prodigioso de hacerlo. Escribió que su cara era trescientas setenta veces más ancha que diez mil mundos; entendió que lo gigantesco puede ser una forma de lo invisible y aun de lo abstracto. Así el caso de Whitman. Su fuerza es tan avasalladora y tan evidente que sólo percibimos que es fuerte.
La culpa no es sustancialmente de nadie. Los hombres de las diversas Américas permanecemos tan incomunicados que apenas nos conocemos por referencia, contados por Europa. En tales casos, Europa suele ser sinécdoque de París. A París le interesa menos el arte que la política del arte: mírese la tradición pandillera de su literatura y de su pintura, siempre dirigidas por comités y con sus dialectos políticos: uno parlamentario, que habla de izquierdas y derechas; otro militar, que habla de vanguardias y retaguardias. Dicho con mejor precisión: les interesa la economía del arte, no sus resultados. La economía de los versos de Whitman les fue tan inaudita que no lo conocieron a Whitman. Prefirieron clasificarlo: encomiaron su licence majestueuse, lo hicieron precursor de los muchos inventores caseros del verso libre. Además, remedaron la parte más desarmable de su dicción: las complacientes enumeraciones geográficas, históricas y circunstanciales que enfiló Whitman para cumplir con cierta profecía de Emerson, sobre el poeta digno de América. Esos remedos o recuerdos fueron el futurismo, el unanimismo. Fueron y son toda la poesía francesa de nuestro tiempo, salvo la que deriva de Poe. (De la buena teoría de Poe, quiero decir, no de su deficiente práctica.) Muchos ni siquiera advirtieron que la enumeración es uno de los procedimientos poéticos más antiguos —recuérdense los salmos de la Escritura y el primer coro de Los persas y el catálogo homérico de las naves— y que su mérito esencial no es la longitud, sino el delicado ajuste verbal, las "simpatías y diferencias" de las palabras. No lo ignoró Walt Whitman:
And of the threads that connect the stars and of wombs and of the father-stuff.
O:
From what the divine husband knows, from the work of fatherhood.
O:
I am as one disembodied, triumphant, dead.
El asombro, con todo, labró una falseada imagen de Whitman: la de un varón meramente saludador y mundial, un insistente Hugo inferido desconsideradamente a los hombres por reiterada vez. Que Whitman en grave número de sus páginas fue esa desdicha, es cosa que no niego; básteme demostrar que en otras mejores fue poeta de un laconismo trémulo y suficiente, hombre de destino comunicado, no proclamado. Ninguna demostración como traducir alguna de sus poesías:
Once I passed through a populous City
Pasé una vez por una populosa ciudad, estampando para futuro empleo en la mente sus espectáculos, su arquitectura, sus costumbres, sus tradiciones.
Pero ahora de toda esa ciudad me acuerdo sólo de una mujer que encontré casualmente, que me demoró por amor.
Día tras día y noche tras noche estuvimos juntos —todo lo demás hace tiempo que lo he olvidado.
Recuerdo, afirmo, sólo esa mujer que apasionadamente se apegó a mí.
Vagamos otra vez, nos queremos, nos separamos otra vez.
Otra vez me tiene de la mano, yo no debo irme.
Yo la veo cerca a mi lado con silenciosos labios, dolida y trémula.
When I read the book
Cuando leí el libro, la biografía famosa,
Y esto es entonces (dije yo) lo que el escritor llama la vida de un hombre,
¿Y así piensa escribir alguno de mí cuando yo esté muerto?
(Como si alguien pudiera saber algo sobre mi vida;
Yo mismo suelo pensar que sé poco o nada sobre mi vida real.
Sólo unas cuantas señas, unas cuantas borrosas claves e indicaciones,
Intento, para mi propia información, resolver aquí.)
When I heard the learned astronomer
Cuando oí al docto astrónomo,
Cuando me presentaron en columnas las pruebas, los guarismos,
Cuando me señalaron los mapas y los diagramas, para medir, para dividir y sumar,
Cuando desde mi asiento oí al docto astrónomo que disertaba con mucho aplauso en la cátedra,
Qué pronto me sentí inexplicablemente aturdido y hastiado,
Hasta que escurriéndome afuera me alejé solo
En el húmedo místico aire de la noche, y de tiempo en tiempo,
Miré en silencio perfecto las estrellas.
Así Walt Whitman. No sé si estará de más indicar —yo recién me fijo— que esas tres confesiones importan un idéntico tema: la peculiar poesía de la arbitrariedad y la privación. Simplificación final del recuerdo, inconocibilidad y pudor de nuestro vivir, negación de los esquemas intelectuales y aprecio de las noticias primarias de los sentidos, son las respectivas moralidades de esos poemas. Es como si dijera Whitman: Inesperado y elusivo es el mundo, pero su misma contingencia es una riqueza, ya que ni siquiera podemos determinar lo pobres que somos, ya que todo es regalo. ¿Una lección de la mística de la parquedad, y ésa de Norte América?
Una sugestión última. Estoy pensando que Whitman —hombre de infinitos inventos, simplificado por la ajena visión en mero gigante— es un abreviado símbolo de su patria. La historia mágica de los árboles que tapan el bosque puede servir, invertida mágicamente, para declarar mi intención. Porque una vez hubo una selva tan infinita que nadie recordó que era de árboles; porque entre dos mares hay una nación de hombres tan fuerte que nadie suele recordar que es de hombres. De hombres de humana condición.
1929
En Discusión (1932)
Foto: Walt Whitman en 1864 por Alexander Gardner, (1821-1882)
Fuente EGyB - Vía Library of Congress