Indagar ¿qué es lo estético? es indagar ¿qué otra cosa es lo estético, que única otra cosa es lo estético? Lo expresivo, nos ha contestado Croce, ya para siempre, y tan satisfactoria me es esa fórmula que ni siquiera pienso sacar de la estantería el libro en que está y verificar en él las palabras textuales (las representaciones textuales) de su escritor, y su apurada repartición del conocimiento en intuitivo y lógico, es decir, en productor de imágenes o de conceptos. El arte es expresión y sólo expresión, postularé aquí. De eso puede inferirse inmediatamente que lo no expresivo, vale decir, lo no imaginable o no generador de imágenes, es inartístico.
Escribo imágenes y no dejo de saber lo traicionero de esa palabra. Intuiciones, prefiere definir Croce, y en su sentido estricto de percepciones instantáneas de una verdad, la palabra me satisface, pero está usurpada por significaciones connotativas —adivinación, ocurrencia, corazonada— que la echan a perder. Escribo imágenes, palabra de traiciones como la otra, pero de traiciones que cuentan y que la historia de la literatura (mejor: la sedicente historia de la sedicente literatura) no debe preterir, ya que la casi totalidad de su material se origina de ellas. El más recibido de esos errores es presuponer que las imágenes comunicadas por el escritor deban ser, preferentemente, visuales. La etimología ampara ese error: imago vale por simulacro, por aparecido, por efigie, por forma, a veces por vaina (que es la apariencia de la hoja de acero que está en acecho en ella) aunque también por eco —vocalis imago— y por la concepción de una cosa. Eso dice la biografía de esa palabra y esa biografía no es aconsejadora de aciertos.
La falacia de lo visual manda en literatura. Dos ejemplos amenísimos de ese poder hay en el desbocado elogio de Góngora que Dámaso Alonso ha prefijado en su edición, meritísima por lo demás, de las Soledades. Uno es para contradecir el aflictivo nihilismo poético de esa rapsodia. Dice así: En la poesía de Góngora flores, árboles, animales de la tierra, aves, pescados, variedad de manjares… pasan en suntuoso desfile ante los ojos del lector. ¿En qué estaban pensando los que dijeron que las Soledades estaban vacías? Tan nutridas están que apenas si en tan poco espacio pueden contener tal variedad de formas (página 31). El ingenuo paralogismo se echa de ver: Alonso niega la sensible vaciedad poética de las Soledades, en razón de su cargamento visual o mención continua de plumas, pelos, cintas, gallinas, gavilanes, vidrios y corchos. No es menos definitivo el segundo ejemplo. Se escribe así: No obscuridad: claridad radiante, claridad deslumbrante. Claridad de íntima, profunda iluminación. Mar luciente: cristal azul. Cielo color zafiro, sin mácula, constelado de diamantes, o rasgado por la corva carrera del sol (página 35). Aquí, bajo la aparente seguridad de lo sentencioso, duele una equivocación parecida: la de inferir que don Luis de Góngora es claro, léase perspicuo, por su mencionar cosas claras, léase relucientes. La naturaleza de ese enredo es de calembour.
Indiscreciones de lo visual son también las cometidas en Ejercicios, libro de resoluciones de literato, por Benjamín Jarnés. Este prosista simula investigar lo que es prosa. El pensamiento (escribe) es la maroma tensa, vibrátil —acaso de alambre robusto de acero— que mantiene enhiesta la arquitectura de la frase; pero de uno al otro extremo se entrelazan armoniosamente las cintas paralelas de la imagen (página 34). Es decir, Jarnés no ha querido intimar con el problema, Jarnés cree, todavía, en la fabulosa división de fondo y de forma; pero en lugar de razonar esa dualidad, nos muestra unas serpentinas y un alambrado, visión inútil. Después examina varias conductas de prosa, para depararnos al final esta solución: Lo mejor es hacer de la prosa una ágil góndola empujada por el aliento de la idea… Pocas veces surca la alta serenidad esa deliciosa góndola bergsoniana, trayendo a bordo, entre mástiles y festones encendidos, el arcón bien labrado del pensamiento (página 35). Otra figura y otra negación de pensar. Sólo que la distracción, el cuadrito, ha sido ingerido esta vez con menos limpieza.
Casi todas las que se dicen metáforas no pasan de incontinencias de lo visual. Menéndez y Pelayo, aludiendo a la festejada línea de Góngora,
El rojo passo de la blanca Aurora
y a otras emparentadas, escribió que la sola motivación de algún verso de él fue la de lisonjear la vista con la suave mezcla de lo blanco y de lo rojo. Hay, también, escritores a quienes les importa más lo vistoso del segundo término de una comparación que no su necesidad o su auxilio.
Yo siempre en él estuve atento
como martín pescador,
escribe, sólo para hacer ostentación de ese pájaro, uno que en muchos otros decires es gran poeta. Esas libertades con la metáfora son perdonables, siempre que no se especialice el escritor en tales diabluras.
El deber de toda imagen es precisión. Este aparente axioma o facilísima verdad ni siquiera lo es, ya que las precisiones de la aritmética o de la geografía suelen ser imprecisas a más no poder en el ejercicio del arte. Escribir del héroe de una novela Salió de un punto de partida y caminó cuatro mil doscientos veinticuatro metros hacia el noroeste, es guardar una reserva casi absoluta. Escribir Salió de General Urquiza y Barcala y caminó hasta Camargo y Humboldt, es arriesgarse a dejar en blanco esa línea para muchos lectores. Escribir Caminó sin parar hasta que ralearon las casas, o Caminó hasta que hubo más cielo, promete más posibilidad de expresión. Esa manera no es la histórica ni la periodística, ya lo sé. Y es que el noticioso, a diferencia de los poetas, no precisa hacer arte: es noticiador de hechos públicos, para los convencidos de antemano de su verdad. Anota, por ejemplo: El valiente robo de ayer se efectuó en la calle Tal, número tal, a las tales horas del día, receta no representable por nadie y que se limita a señalarnos el sitio Tal, en que nos darán más informes. Daniel Defoe parece haber sido, en literatura, el iniciador de esos pormenores de horario, de esas vanidades de cartógrafo o de sereno: equivocación copiadísima. Otra popularizada ilusión es la de fiarse mucho en las desinencias del aumentativo, del diminutivo, del despectivo. Somos poseedores de cuatro terminaciones aumentativas, de diez diminutivas, de once despreciativas, pero no del correspondiente poder de apreciar veinticinco graduaciones en cada nombre, según la sufijación que le sumen. Libraco, libracho, libróte, salen, para menospreciarlo, de libro. La gramática se alaba, creo que sin demasiada razón, de ese surtido de desaires tan cómodo, sin reparar en que las palabras son muchas, pero la representación es una y variable. El grado superlativo es otra ficción y de las traicioneras.
Pues vos fizo Dios pilares
de tan «riquísimos» techos,
estad firmes y derechos…
Dejemos la rareza gramatical de la anteposición del adverbio al superlativo —alianza emocional de dos énfasis— y comparemos la adjetivación riquísimos techos con la positiva de ricos. Las dos, en punto a representación, son iguales; tan indecidora es una como la otra. La sola diferencia es de entonación: la primera suena ponderativa, la común es un dato. Esa posible diferencia de acento es toda la que hay. La voz riquísimos no es de fácil operación: oímos decir rico primero, lo imaginamos, y ya la desinencia nos quiere reclamar una refacción o corrección o decantación del concepto, sin otra ayuda que la de su mismo insípido ruido, tan impersonal que también para decir pobrísimo lo conchaban. Se me responderá que como contratante verbal —investidura tan falsa como la del contratante social que inventó Rousseau— estoy sujeto a la obligación de imaginarme algo, siempre que suene un ísimo. Yo repito que no es del caso hablar de convenios: el asunto es de orden psicológico, no legal. Más práctico me parece el adverbio muy, que se adelanta a la representación concreta que intensifica, y va preparándola. El procedimiento reiterativo de las mujeres, de los niños, de los semitas (un cielo azul azul) es también más lógico.
Una observación última. Esas negligencias o rendijas o indecisiones o premeditadas estafas de lo verbal cuentan, siempre, con la complicidad del lector. La construyen la haraganería y la cortesía. Ésta, con visible superstición, cree en las naturalezas distintas de la conversación y de la escritura y acaba por consentir (y hasta por festejar) en la hoja, inexpresiones que rebatiría siempre en el diálogo; aquélla se suele satisfacer con medias imágenes y como no quiere realizar lo que lee, no descubre errores. La audibilidad de lo escrito —ya en el verso, juego de satisfacer una expectativa; ya en la prosa, juego de chasquearla infinitamente— opera también. No faltan asimismo lectores que se decreten una suficiente emoción, siempre que palabras del destino sean presentadas (adiós, renunciamiento, nunca, tal vez) o de lo astronómico: nadir, luna. Pero el caso general de equivocación, es deliberado. Todo escritor sabe que una genuina obtención estética suele interesar menos al historiador de la literatura y al periodista y a la discusión de los compañeros y al ya literatizado lector, que una exhibición de métodos novedosos, aunque desacertados. Sabe que la imagen fracasada goza de mejor nombre ahora, que es el de audaz. Sabe que los fracasos perseverantes de la expresión, siempre que blasonen misterio, siempre que finja un método su locura, pueden componer nombradía. Ejemplo: Góngora. Ejemplo: todo escritor de nuestro tiempo, en alguna página.
En El idioma de los argentinos (1928)
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