18/12/14

Jorge Luis Borges: Buenos Aires (Autobiografía, III)




Carta de Macedonio Fernández a Borges


Regresamos a Buenos Aires en el Reina Victoria Eugenia hacia fines de marzo de 1921. Fue para mí una sorpresa, después de vivir en tantas ciudades europeas -después de tantos recuerdos de Ginebra, Zurich, Nimes, Córdoba y Lisboa-, descubrir que el lugar donde nací se había transformado en una ciudad muy grande y muy extensa, casi infinita, poblada de edificios bajos con azotea, que se extendía por el oeste hacia lo que los geógrafos y los literatos llaman la pampa. Más que un regreso fue un redescubrimiento. Podía ver Buenos Aires con entusiasmo y con una mirada diferente porque me había alejado de ella un largo tiempo. Si nunca hubiera vivido en el extranjero, dudo que hubiese podido verla con esa rara mezcla de sorpresa y afecto. La ciudad -no toda la ciudad, claro, sino algunos lugares que adquirieron para mí una importancia emocional- me inspiró los poemas de Fervor de Buenos Aires, mi primer libro publicado.
Escribí esos poemas en 1921 y 1922, y el volumen salió a principios de 1923. El libro fue impreso en cinco días; hubo que hacerlo con urgencia porque teníamos que volver a Europa, donde mi padre quería volver a consultar a su oculista de Ginebra. Yo había pactado por una edición de sesenta y cuatro páginas, pero el manuscrito resultó demasiado largo y a último momento, por suerte, hubo que dejar afuera cinco poemas. No recuerdo absolutamente nada de ellos. El libro fue producido con espíritu un tanto juvenil. No hubo corrección de pruebas, no se incluyó un índice y las páginas no estaban numeradas. Mi hermana hizo un grabado para la tapa y se imprimieron trescientos ejemplares. En aquellos tiempos publicar un libro era una especie de aventura privada. Nunca pensé en mandar ejemplares a los libreros ni a los críticos. La mayoría los regalé. Recuerdo uno de mis métodos de distribución. Como había notado que muchas de las personas que iban a las oficinas de Nosotros -una de las revistas literarias más antiguas y prestigiosas de la época- colgaban los sobretodos en el guardarropa, le llevé unos cincuenta ejemplares a Alfredo Bianchi, uno de los directores. Bianchi me miró asombrado y dijo: “¿Esperás que te venda todos esos libros?” “No -le respondí-. Aunque escribí este libro, no estoy loco. Pensé que podía pedirle que los metiera en los bolsillos de esos sobretodos que están allí colgados.” Generosamente, Bianchi lo hizo. Cuando regresé después de un año de ausencia, descubrí que algunos de los habitantes de los sobretodos habían leído mis poemas e incluso escrito acerca de ellos. De esa manera me gané una modesta reputación de poeta.
El libro era esencialmente romántico, aunque estaba escrito en un estilo escueto que abundaba en metáforas lacónicas. Celebraba los crepúsculos, los lugares solitarios y las esquinas desconocidas; se aventuraba en la metafísica de Berkeley y en la historia familiar; dejaba constancia de primeros amores. Al mismo tiempo imitaba el siglo XVII español y citaba Religio Medici de sir Thomas Browne en el prólogo. Me temo que el libro era un “plum pudding”: contenía demasiadas cosas. Sin embargo, creo que nunca me he apartado de él. Tengo la sensación de que todo lo que escribí después no ha hecho más que desarrollar los temas presentados en sus páginas; siento que durante toda mi vida he estado reescribiendo ese único libro.


Los poemas de Fervor de Buenos Aires ¿eran acaso poemas ultraístas? Cuando volví de Europa en 1921, llegué con la bandera del ultraísmo. Los historiadores de la literatura todavía me conocen como “el padre del ultraísmo argentino”. Cuando en esa época hablé del tema con otros poetas, como Eduardo González Lanuza, Norah Lange, Francisco Piñero, mi primo Guillermo Juan (Borges) y Roberto Ortelli, llegamos a la conclusión de que el ultraísmo español, a la manera del futurismo, estaba sobrecargado de modernidad y de artilugios. No nos impresionaban los trenes ni las hélices ni los aviones ni los ventiladores eléctricos. Aunque en nuestros manifiestos seguíamos defendiendo la primacía de la metáfora y la eliminación de las transiciones y los adjetivos decorativos, lo que queríamos escribir era una poesía esencial: poemas más allá del aquí y ahora, libres del color local y de las circunstancias contemporáneas. Creo que el poema “Llaneza” ilustra de manera suficiente lo que yo buscaba:

Se abre la verja del jardín
con la docilidad de la página
que una frecuente devoción interroga
y adentro las miradas
no precisan fijarse en los objetos
que ya están cabalmente en la memoria.
Conozco las costumbres y las almas
y ese dialecto de alusiones
que toda agrupación humana va
/urdiendo.
No necesito hablar
ni mentir privilegios;
bien me conocen quienes aquí me
/rodean,
bien saben mis congoja y mi flaqueza.
Eso es alcanzar lo más alto,
lo que tal vez nos dará el Cielo:
no admiraciones ni victorias
sino sencillamente ser admitidos
como parte de una Realidad innegable,
como las piedras y los árboles.

Creo que esto difiere mucho de las tímidas extravagancias de mis primeros ejercicios ultraístas españoles, cuando veía un tranvía como un hombre llevando un rifle o el amanecer como un grito o el sol poniente como una crucifixión en occidente. Un amigo sensato al que le recité esos absurdos, comentó: “Ah, veo que sostenías que la principal función de la poesía es enfatizar”. En cuanto a si los poemas de Fervor... son o no ultraístas, quien dio la respuesta -para mí- fue mi amigo y traductor al francés Néstor Ibarra cuando dijo: “Borges dejó de ser poeta ultraísta con el primer poema ultraísta que escribió”. Ahora sólo me resta lamentar mis primeros excesos ultraístas. Después de casi medio siglo todavía me sigo esforzando por olvidar ese torpe período de mi vida.


Quizá el mayor acontecimiento de mi regreso fue Macedonio Fernández. De todas las personas que he conocido en mi vida -y he conocido a algunos hombres verdaderamente excepcionales- nadie me ha dejado una impresión tan profunda y duradera como Macedonio. Cuando desembarcamos en la Dársena Norte estaba esperándonos con su figura diminuta y su bombín negro, y terminé heredando de mi padre su amistad. Los dos habían nacido en 1874. Macedonio, paradójicamente, era a la vez un extraordinario conversador y un hombre de largos silencios y pocas palabras. Nos reuníamos los sábados a la noche en el bar La Perla, en la Plaza del Once. Allí conversábamos hasta el amanecer, en una mesa presidida por Macedonio. Así como en Madrid Cansinos había representado todo el conocimiento, Macedonio pasó a representar el pensamiento puro. En esa época yo era un gran lector y salía muy poco (casi todas las noches después de cenar me acostaba y leía), pero durante la semana me sostenía la idea de que el sábado vería y oiría a Macedonio. Vivía cerca de casa y yo hubiera podido ir a visitarlo en cualquier momento, pero pensaba que no tenía derecho a ese privilegio, y que para dar al sábado de Macedonio todo su valor tenía que abstenerme de verlo durante la semana. En esas reuniones, Macedonio hablaba quizá tres o cuatro veces, arriesgando sólo unos pocos comentarios que en apariencia iban dirigidos exclusivamente a la persona que tenía al lado. Esos comentarios nunca eran afirmativos. Macedonio era muy cortés y hablaba con voz muy suave, diciendo por ejemplo: “Bueno, supongo que habrás notado...” Y entonces soltaba alguna idea muy sorprendente y original. Pero invariablemente atribuía esa idea a quien lo escuchaba.
Era un hombre frágil y gris, de pelo y bigote cenicientos que le daban aspecto de Mark Twain. Ese parecido le agradaba, pero cuando le recordaban que también se parecía a Paul Valéry le molestaba, ya que los franceses le interesaban muy poco. Siempre usaba aquel bombín negro, y que yo sepa ni siquiera se lo sacaba para dormir. Nunca se desvestía para ir a la cama, y de noche, para protegerse de las corrientes de aire que según él podían darle dolor de muelas, se envolvía la cabeza con una toalla. Eso le daba aspecto de árabe. Entre sus otras excentricidades figuraban el nacionalismo (admiraba a los sucesivos presidentes argentinos por la sencilla razón de que a su criterio el electorado no podía equivocarse), el miedo a todo lo relacionado con la odontología (que lo llevaba a aflojarse las muelas en público, tapándose la boca con una mano, como para evitar las pinzas del dentista) y la costumbre de enamorarse de manera sentimental de las prostitutas callejeras.
Como escritor, Macedonio publicó varios libros bastante raros, y casi veinte años después de su muerte se siguen reuniendo sus papeles. Su primer libro, publicado en 1928, se llamaba No toda es vigilia la de los ojos abiertos. Era un extenso ensayo sobre el idealismo, escrito en un estilo deliberadamente intrincado e inextricable, supongo que para reflejar la naturaleza igualmente intrincada de la realidad. Al año siguiente apareció una selección de sus escritos -Papeles de Recienvenido-, en la que colaboré recopilando y ordenando los capítulos. Era una especie de miscelánea de chistes dentro de chistes. Macedonio también escribió novelas y poemas, todos sorprendentes pero bastante ilegibles. Una novela de veinte capítulos está precedida de cincuenta y seis prólogos diferentes. A pesar de su brillo, creo que nada de Macedonio está en la obra escrita. El verdadero Macedonio estaba en la conversación.
Macedonio vivía modestamente en pensiones de las que se mudaba con frecuencia. Eso se debía a que, por lo general, no pagaba el alquiler. Cada vez que se mudaba, dejaba pilas y pilas de manuscritos. En una ocasión los amigos lo reprendieron diciéndole que era una pena que toda esa obra se perdiera. Macedonio nos dijo: “¿De veras creen que soy tan rico como para perder algo?”.
Los lectores de Hume y Schopenhauer encontrarán muy pocas cosas nuevas en Macedonio, pero lo sorprendente es que llegó solo a sus conclusiones. Tiempo después leyó a Hume, a Schopenhauer, a Berkeley y a William James, pero sospecho que no tuvo muchas otras lecturas ya que siempre citaba a los mismos autores. Consideraba a sir Walter Scott el mejor novelista, quizá por lealtad a un entusiasmo juvenil. En una época se carteó con William James en una mezcla de inglés, alemán y francés, y explicaba que lo había hecho así porque “sabía tan poco de cualquiera de esos idiomas que tenía que pasar continuamente de uno a otro”. Creo que Macedonio leía apenas una página y eso ya le estimulaba el pensamiento. No sólo sostenía que somos la materia de la que están hechos los sueños sino que estaba convencido de que vivíamos en un mundo de sueños. Macedonio dudaba de que la verdad fuera comunicable. Pensaba que algunos filósofos la habían descubierto pero no habían logrado comunicarla del todo. Sin embargo, también creía que descubrir la verdad era muy fácil. Una vez me dijo que si pudiera acostarse en la pampa y olvidar el mundo, olvidarse a sí mismo y olvidar lo que buscaba, de pronto la verdad podría revelársele. Agregó que, por supuesto, resultaría imposible poner en palabras esa sabiduría repentina.
A Macedonio le gustaba compilar pequeños catálogos orales de personas de genio, y en uno de ellos me asombró encontrar el nombre de una mujer encantadora que ambos conocíamos, Quica González Acha de Tomkinson Alvear. Yo lo miré boquiabierto. No tenía la impresión de que Quica estuviera en el mismo nivel que Hume y Schopenhauer. Pero Macedonio dijo: “Los filósofos se han visto obligados a explicar el universo, mientras que Quica sencillamente lo siente y lo experimenta y lo comprende”. Volvía la cabeza y preguntaba: “Quica, ¿qué es el Ser?”. Y Quica contestaba: “No sé qué quieres decir, Macedonio”. “¿Ves? -me decía él entonces- Quica entiende de manera tan perfecta que ni siquiera puede percibir nuestra perplejidad”. Con eso creía probar que Quica era una mujer de genio. Más tarde, cuando le dije que podríamos decir lo mismo de un niño o de un gato, Macedonio se enojó.
Antes de Macedonio yo siempre había sido un lector crédulo. El mayor regalo que me hizo fue enseñarme a leer con escepticismo. Al comienzo lo plagiaba con devoción, y usaba ciertas peculiaridades estilísticas suyas de las que luego me arrepentí. Sin embargo, ahora lo veo como un Adán perplejo en el Paraíso Terrenal. Su genio sobrevive sólo en unas pocas páginas; su influencia fue de naturaleza socrática. Como dijo Ben Johnson de Shakespeare: I truly loved the man, on this síde idolatry, as much as any.


Ese período de 1921 a 1930 fue de gran actividad, aunque buena parte de esa actividad fue quizá imprudente y hasta inútil. Escribí y publiqué nada menos que siete libros: cuatro de ensayos y tres de poemas. También fundé tres revistas y escribí con regularidad para una docena de publicaciones periódicas, entre ellas “La Prensa”, “Nosotros”, “Inicial”, “Criterio” y “Síntesis”. Esta productividad hoy me asombra tanto como el hecho de que sólo siento una remota afinidad con la obra de aquellos años. Nunca autoricé la reedición de tres de esos cuatro libros de ensayos, cuyos nombres prefiero olvidar. Cuando en 1953 Emecé, mi editor actual, propuso publicar mis “obras completas”, acepté por la única razón de que eso me permitiría suprimir aquellos libros absurdos. Esto me recuerda la sugerencia de Mark Twain, según la cual se podría iniciar una magnífica biblioteca tan solo con suprimir los libros de Jane Austen, y aunque en esa biblioteca no quedaran más libros, seguiría siendo una magnífica biblioteca porque no estarían los libros de Jane Austen.
En la primera de esas imprudentes recopilaciones había un ensayo bastante malo sobre sir Thomas Browne, tal vez el primero que se escribió sobre él en idioma español. Otro clasificaba las metáforas como si se pudiera prescindir sin problema de otros elementos poéticos, por ejemplo el ritmo y la música. Y había también un ensayo demasiado extenso sobre la inexistencia del yo, copiado de Bradley o del Buda o de Macedonio Fernández. Al escribir esos artículos intentaba imitar prolijamente a dos escritores españoles barrocos del siglo XVII, Quevedo y Saavedra Fajardo, que en su español árido y severo creaban el mismo tipo de prosa que sir Thomas Browne en Urne-Buriall. Yo hacía todo lo posible por escribir latín en español, y el libro se desmoronaba bajo el peso de sus complejidades y sus juicios sentenciosos. El siguiente de aquellos fracasos fue una especie de reacción. Me fui al otro extremo: traté de ser lo más argentino posible. Busqué el diccionario de argentinismos de Segovia e introduje tantos localismos que muchos de mis compatriotas casi no lo entendieron. Dado que perdí el diccionario no estoy seguro de poder entenderlo yo mismo, de modo que lo abandoné por estar más allá de cualquier esperanza. El tercero de esos innombrables constituye una redención parcial. Me estaba librando del estilo del libro anterior y volviendo poco a poco a la cordura, a escribir con cierta lógica tratando de facilitarle las cosas al lector en vez de intentar deslumbrarlo con pasajes grandilocuentes. Uno de esos experimentos, de dudoso valor, fue “Hombres pelearon”, mi primera incursión en la mitología del viejo Barrio Norte de Buenos Aires. Allí intentaba contar una historia puramente argentina de manera argentina, historia que desde entonces he estado repitiendo con pequeñas variaciones. Se trata del relato de un duelo desinteresado o inmotivado: del coraje por el coraje mismo. Al escribirlo puse el acento en que el sentido del lenguaje de los argentinos difiere del de los españoles. Ahora, en cambio, creo que debemos subrayar nuestras afinidades lingüísticas. Aunque en menor intensidad, seguía escribiendo para que los españoles no me entendieran: escribiendo, podríamos decir, para ser incomprendido. Los gnósticos afirmaban que la única manera de evitar un pecado era cometerlo, y así librarse de él. En mis libros de aquella época creo haber cometido la mayoría de los pecados literarios, algunos bajo la influencia de un gran escritor, Leopoldo Lugones, a quien admiro mucho. Esos pecados eran la afectación, el color local, la búsqueda de lo inesperado y el estilo del siglo XVII. Hoy ya no me siento culpable de esos excesos; esos libros fueron escritos por otra persona. Hasta hace unos años, si el precio no era muy alto, compraba ejemplares y los quemaba.


De los poemas de esa época quizá tendría que haber suprimido también la segunda recopilación, Luna de enfrente. Ese libro fue publicado en 1925 y es un verdadero derroche de color local. Entre otras tonterías, mi primer nombre aparecía escrito, a la manera chilena del siglo diecinueve, como “Jorje” (un desganado intento de grafía fonética); usaba “i” en vez de “y” tratando de ser lo menos español posible (Sarmiento, nuestro mayor escritor, había hecho lo mismo); y omitía la “d” final en palabras como “autoridá” y “ciudá”. En ediciones posteriores eliminé los peores poemas, podé las excentricidades, y a lo largo de sucesivas reediciones fui moderando el tono de los versos.
El tercer libro de poemas de ese período, Cuaderno San Martín (título que no tiene nada que ver con el prócer sino con la marca del antiguo cuaderno escolar donde la escribí), incluye algunos poemas legítimos como “La noche que en el Sur lo velaron” y “Muertes de Buenos Aires”, en los que se habla de los dos principales cementerios de la ciudad. Un poema del libro (no precisamente mi favorito) se ha convertido en una especie de pequeño clásico argentino: “La fundación mítica de Buenos Aires”. Ese libro también ha sido mejorado y depurado a lo largo de los años, mediante cortes y revisiones.
En 1929 mi tercer libro de ensayos ganó el segundo Premio Municipal, tres mil pesos, que en aquellos tiempos era una suma considerable. Con una parte compré un juego de segunda mano de la undécima edición de la Enciclopedia Británica. El resto me aseguraba un año de tiempo libre, que decidí emplear en escribir un libro más extenso con un tema marcadamente argentino. Mi madre quería que escribiera sobre uno de los tres poetas que realmente valían la pena: Ascasubi, Almafuerte o Lugones. Ojalá lo hubiera hecho. Pero elegí escribir sobre un poeta popular casi invisible, Evaristo Carriego. Mi madre y mi padre me advirtieron que sus poemas no eran buenos. “Pero era amigo y vecino nuestro”, dije. “Bueno, si te parece que eso es mérito suficiente para convertirse en tema de un libro, adelante”, me contestaron. Carriego descubrió las posibilidades literarias de los tristes arrabales de la ciudad: el Palermo de mi juventud. Su carrera siguió la misma evolución que el tango: alegre, audaz y valiente al principio, luego se volvió sentimental. En 1912, a los veintinueve años, murió de tuberculosis y dejó una sola obra publicada. Recuerdo que un ejemplar, firmado para mi padre, fue uno de los libros argentinos que llevamos a Ginebra, donde lo leí y releí. Allá por 1909 Carriego le dedicó un poema a mi madre. En realidad se lo escribió en el álbum, y se refería a mí: “Y que vuestro hijo marche adelante, llevado por las esperanzadas alas de la inspiración, hacia la vendimia de una nueva anunciación, que de los altos racimos extraerá el vino del canto”. Pero cuando empecé a escribir el libro me pasó lo mismo que a Carlyle mientras escribía su Federico el Grande. Cuanto más escribía, menos me importaba mi héroe. Había empezado a hacer una simple biografía, pero a mitad de camino me empezó a interesar cada vez más el viejo Buenos Aires. Por supuesto, los lectores no tardaron en descubrir que el libro apenas hacía honor al título, Evaristo Carriego, de modo que fue un fracaso. Cuando veinticinco años más tarde, en 1955, apareció la segunda edición como cuarto volumen de mis “obras completas”, lo amplié con varios capítulos nuevos, entre ellos una “Historia del tango”. Creo que con esos agregados Evaristo Carriego es un libro mejor.


“Prisma”, fundada en 1921, duró apenas dos números y fue la primera revista que dirigí. Nuestro pequeño grupo ultraísta estaba ansioso por tener una revista propia, pero nos faltaban los medios para hacerla. Fijándome en los avisos de las carteleras se me ocurrió que podíamos imprimir una “revista mural” y pegarla en las paredes de los edificios de ciertos barrios de la ciudad. Cada número constaba de una única hoja de tamaño grande que incluía un manifiesto y de seis a ocho poemas breves y lacónicos, impresos con mucho blanco alrededor y con un grabado de mi hermana. Salíamos de noche -González Lanuza, Piñero, mi primo y yo-, armados con baldes de engrudo y brochas que nos proporcionaba mi madre, y caminábamos kilómetros y kilómetros pegando las hojas por Santa Fe, Callao, Entre Ríos y México. Lectores perplejos destrozaban nuestro trabajo casi a medida que lo hacíamos, pero afortunadamente Alfredo Bianchi, de “Nosotros”, vio una hoja y nos invitó a publicar una antología ultraísta en las páginas de su prestigiosa revista. Después de “Prisma” empezamos a hacer una revista de seis páginas, que en realidad era una sola hoja impresa de ambos lados y plegada dos veces. Esa fue la primera versión de “Proa”, de la cual se publicaron tres números. Dos años más tarde, en 1924, apareció la segunda. Una tarde, Brandán Caraffa, un joven poeta de Córdoba, vino a verme al Hotel Garden, donde nos habíamos instalado al regresar del viaje a Europa. Me dijo que Ricardo Güiraldes y Pablo Rojas Paz tenían la intención de fundar una revista que representara a la nueva generación literaria, y que como se trataba de una revista de jóvenes no se podía prescindir de mí. Desde luego, me sentí halagado. Esa noche fui al Hotel Phoenix, donde vivía Güiraldes, y él me recibió con estas palabras: “Brandán me contó que anteanoche se reunieron para fundar una revista de escritores jóvenes y todos dijeron que no se podía prescindir de mí”. En ese momento llegó Rojas Paz y nos dijo: “Me siento muy halagado”. De modo que intervine. “Anteanoche -dije- nos reunimos los tres y decidimos que una revista de jóvenes no puede prescindir de usted”. Gracias a esa inocente estratagema, nació “Proa”. Cada uno de nosotros puso cincuenta pesos, con lo cual se pagaba una edición de trescientos a quinientos ejemplares sin erratas y en buen papel. Pero al año y medio -después de publicar quince números-, por falta de suscriptores y de avisos tuvimos que darnos por vencidos.


Aquellos años fueron muy felices porque las amistades abundaban: las de Norah Lange, Macedonio, Piñero, mi padre... La sinceridad animaba nuestro trabajo y sentíamos que estábamos renovando la prosa y la poesía. Desde luego, como todos los jóvenes yo trataba de ser lo más desdichado posible, una suma de Hamlet y Raskolnikov. Lo que logramos resultó bastante malo, pero la camaradería perduró.
En 1924 me vinculé con dos grupos literarios diferentes. Uno, del que conservo un buen recuerdo, era el de Ricardo Güiraldes, quien todavía no había escrito Don Segundo Sombra. Güiraldes fue muy generoso conmigo. Si le entregaba un poema torpe, él adivinaba lo que estaba tratando de decir, o lo que mi inexperiencia literaria me había impedido decir. Después le comentaba el poema a otra gente, que se desconcertaba al no encontrar en el texto lo que él veía. El otro grupo, del que más bien me arrepiento, fue el de la revista “Martín Fierro”. No me gustaba lo que representaba “Martín Fierro”: la idea francesa de que la literatura se renueva continuamente, que Adán renace todas las mañanas, y de que si en París había cenáculos que promovían la publicidad y las disputas, nosotros teníamos que actualizarnos y hacer lo mismo. El resultado fue la invención de una falsa rivalidad entre Florida y Boedo. Florida representaba el centro y Boedo el proletariado. Yo hubiera preferido pertenecer al grupo de Boedo, considerando que escribía sobre el viejo Barrio Norte y los conventillos, sobre la tristeza y los ocasos. Pero uno de los dos conjurados (eran Ernesto Palacio por Florida y Roberto Mariani por Boedo) me informó que yo era un guerrero de Florida y ya no quedaba tiempo para cambiar de bando. Todo aquello estuvo amañado. Algunos escritores -por ejemplo Roberto Arlt y Nicolás Olivari- pertenecían a los dos grupos. Actualmente algunas “universidades crédulas” toman en serio esa farsa. Pero en parte fue un truco publicitario y en parte una broma juvenil.


Ligados a esa época están los nombres de Silvina y Victoria Ocampo, del poeta Carlos Mastronardi, de Eduardo Mallea, así como el de Alejandro Xul Solar. Podríamos decir que Xul, que era místico, poeta y pintor, es nuestro William Blake. Recuerdo que una tarde especialmente bochornosa le pregunté qué había hecho durante ese día tan opresivo. Su respuesta fue: “Nada, sólo fundé doce religiones después de almorzar”. Xul también era filólogo e inventor de dos lenguajes. Uno era un lenguaje filosófico a la manera de John Wilkins y el otro una variante del español con muchas palabras del inglés, el alemán y el griego. Descendía de familias bálticas e italianas. “Xul” era su versión de Schulz y “Solar” de Solari.
En esa época también conocí a Alfonso Reyes. Era el embajador de México en la Argentina y solía invitarme a cenar en la Embajada todos los domingos. Todavía considero que Reyes es el mejor prosista del idioma español en este siglo y de él he aprendido a escribir de manera sencilla y directa.
Para resumir este período de mi vida, me siento en total desacuerdo con el joven pedante y un tanto dogmático que fui. Pero los amigos están todavía muy presentes, y muy próximos. De hecho, son una parte indispensable de mi vida. Creo que la amistad es la pasión que salva a los argentinos.





Autobiografía (1899-1970), Cap. III
Título Original: Autobiographical Essay, 1970
©1970, Borges, Jorge Luis
©1970, The New Yorker
Traductor: Marcial Souto y Norman Thomas di Giovanni
Buenos Aires, El Ateneo, 1999

Imagen: Carta de Macedonio Fernández que Borges conservó hasta el final
Transcripción: Nadie cree en mí excepto vos. Trata de creerme tambien cuando te digo que tu estilo es el más ardiente que he conocido y que serás escritor universal en literatura. Desde que me sorprendiste con tu fé en mí, que nadie la ha tenido ni los que me conocen desde hace veinte años, acaricio una esperanza nueva y muy querida para mí, muy necesitada en mi situación general. Creo que me harás conocer y triunfar quizá. Cree lo que te digo: no seas así amargo y negador contigo mismo y con mi fé en vos. Rivadavia 2748. Altos

Foto al pie: Borges y Norman Thomas di Giovanni en la Biblioteca Nacional de Bs. As.