8/3/19

Jorge Luis Borges: Epílogo de «El hacedor» (1960)






Quiera Dios que la monotonía esencial de esta miscelánea (que el tiempo ha compilado, no yo, y que admite piezas pretéritas que no me he atrevido a enmendar, porque las escribí con otro concepto de la literatura) sea menos evidente que la diversidad geográfica o histórica de los temas. De cuantos libros he entregado a la imprenta, ninguno, creo, es tan personal como esta colecticia y desordenada silva de varia lección, precisamente porque abunda en reflejos y en interpolaciones. Pocas cosas me han ocurrido y muchas he leído. Mejor dicho: pocas cosas me han ocurrido más dignas de memoria que el pensamiento de Schopenhauer o la música verbal de Inglaterra.

Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara.


    J.L.B.
    Buenos Aires, 31 de octubre de 1960





El hacedor (1960)
Luego antologado en OOCC (sucesivas ediciones)

Foto original color: Borges en Sicily, Palermo, 1984
© Ferdinando Scianna/Magnum Photos

6/3/19

Juan Gustavo Cobo Borda: Borges. Algunos textos perdidos







Si algo distingue a Borges es su generosidad. El irónico, el reticente, era ante todo un entusiasta; el aristócrata de espíritu, un demócrata laboral: no había tarea menor. Desde el legendario folleto sobre los bacilos búlgaros, escrito en compañía de Bioy para promover los productos lácteos de La Martona, hasta sus últimos prólogos —siempre hay un último prólogo de inminente aparición— todos los géneros y subgéneros fueron cultivados con inigualable rigor. Biografías y reseñas de libros en revistas para señoras, como El Hogar, solapas de novelas policíacas y de las otras, en colecciones como «El séptimo círculo» y «La torre de marfil», colaboraciones regulares en el suplemento literario de La Nación —Hietzsche, Poe, Sarmiento—, una enciclopedia china, o en la revista Sur; prólogos a libros de pintura como el dedicado a Figari, presentaciones de carpetas de serigrafías como las que Carlos Páez Vilaró dedicó, con el título de Mediomundo (1971), a los patios del conventillo de negros en el Montevideo que también forma parte de la mitología de Borges. 

Su espectro de intereses, como el mundo mismo, es muy amplio. A ello debemos añadir sus caballerosos y gentiles prólogos a, de seguro, hermosas mujeres que incurrían en libros de versos y páginas, sueltas y errantes, que andan por allí, semiperdidas, cuando, por ejemplo, como director de la Biblioteca Nacional, reanudó la revista de la misma o presentó el catálogo de una exposición de libros españoles.  

No hace mucho, en noviembre de 1991, en Santiago de Chile y con motivo de la inauguración de la Fundación «Vicente Huidobro», volví a compartir, con María Kodama, el culto a Borges; la próxima edición de La Pléiade donde irán muchas de sus páginas perdidas; la Fundación Borges, tan amplia como El Congreso mismo, ese relato que también abarca el universo y el hecho de que muchas gentes, en lugares tan inverosímiles como Bogotá o Alcalá de Henares, fatiguen bibliotecas y librerías de viejo, en pos de otra página, una más, del maestro por antonomasia. María Kodama, quien secunda estas empresas con su generosa sabiduría oriental, me animó a continuar en la pesquisa, y ahora Cuadernos Hispanoamericanos la acoge dentro de un justo homenaje.

La secuencia, para quien ama el riguroso y a la vez elástico orden mental propio de Borges, resulta apasionante. Comienza por un elogio de la biblioteca y la revista, prosigue interesándose por los avatares histórico-poéticos de su patria, Argentina, y luego se desplaza a otra de sus patrias, Japón, para retornar, al final, a los caballos de las pampas presentando el nuevo modelo de la Fiat, año 1971.

Con lo más irrelevante y, quizá, más deleznable, surgen páginas que albergan intactas la emoción y el fervor. Rescatar párrafos de Borges es seguir manteniendo vivo el río de la lengua.


Intenciones (1957) 

Al presentar el primer número de la segunda época de la revista de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires, sita en la calle México, Borges contrapone la pasividad infinita de la misma —todo el pasado sin la selección del olvido— al activismo histórico de la revista, esa revista donde convivían un cuento de Manuel Peyrou con otro de Mario Benedetti, todo ello ilustrado por Norah Borges. 

La ironía del destino que le dio, a la vez, los libros y la noche, como a su antecesor Groussac y más atrás a José Mármol, tres bibliotecarios ciegos en un laberinto infinito, recalcan por contraste el papel de Borges como hacedor cultural. 

No sólo en la prensa diaria, como en el caso de Crónica, sino en Los Anales de Buenos Aires donde, también ilustrado por Norah Borges, publicaría Casa tomada de Julio Cortázar, otra revista borgiana.

Borges traductor, Borges compilador de antologías, del cuento fantástico al matrero, Borges director de coleccciones literarias, Borges bibliotecario en Almagro o en el centro de Buenos Aires, Borges conferencista en la Cultural Inglesa o en la Dante Alighieri; nadie más activo. Compaginar una revista, no sólo con sus amigos —caso de Bioy Casares o Carlos Mastronardi, caso de Mujica Láinez, de quien publica traducciones de los sonetos de Shakespeare— sino con jóvenes desconocidos que le acercan, confiados, sus primeras páginas, he aquí otro mérito del sonriente maestro. La Biblioteca, cómo no, sigue siendo infinita, pero la revista que la representa aún se deja leer con agrado. Sus «Intenciones» siguen siendo válidas para cualquiera que intente tales empresas.



Vinculado hace muchos años al diario La Nación, Cócaro ha escrito novelas y cuentos, además de ensayos y trabajos periodísticos. Promovió la edición de minoritarias revistas de poesía, en compañía de un juvenil Julio Cortázar, profesor en Chivilcoy. Y su contacto con la gente de la pampa y de los pueblos de la provincia de Buenos Aires se refleja en este libro de versos, prologado por Borges, donde la altisonancia de la épica se hace más discreta e íntima, tal como le complacía ejercerla a Borges, consciente de cómo el encuentro con su «destino sudamericano» es más bien coloquial, y no por dulce menos terrible, que parnasiano.

Pasión e individualismo: en Borges los héroes adquieren rostro humano. No es raro, entonces, que simpatizara con la actitud de este primer Cócaro.


Akutagawa (1959)

En el mismo número de La Biblioteca, cuya introducción rescatamos, se encuentra un breve pero esclarecedor trabajo de Kazuya Sakai sobre pintura japonesa. Destacado artista plástico él mismo, y diseñador de la revista Plural de México en la época que era dirigida por Octavio Paz, Sakai es también el traductor al español de los dos relatos de Akutagawa que Borges prologa. [Véase también Jorge L. Borges: Epílogo de "Vida de un loco" de R. Akutagawa]

Las relaciones de Borges con el Japón de seguro ya habrán merecido la tesis universitaria correspondiente, que bien puede ir desde cuentos como «El incivil maestro deceremonias Kotsuké no Suké» (1933) hasta sus hermosos tankas o su poema sobre el skintoísmo, fruto de sus últimos años y sus últimos viajes. [Sumamos acá Jorge Luis Borges: Diecisiete Haiku].

Pero este prólogo, certero e informativo, reconstruye el ir y venir de las culturas como un proceso de doble faz, en que es tanto lo que dan como lo que reciben, aun si el censo de aportes no se halla totalmente establecido. En todo caso, la infinidad de traducciones de Borges al japonés (conozco, por lo menos, una docena de títulos) y el libro publicado por Eudeba en Buenos Aires sobre Borges en Japón [+], son elocuentes en su caso. El Japón también era otra de las patrias de su elección.

Pero quizá más que las entrevistas y los ensayos críticos recogidos en este último volumen, son las fotos de María Kodama en Atlas las que mejor resumen, con una imagen, el ininterrumpido diálogo de Borges con la cultura japonesa, acrecentado en los últimos años por su amor a la propia María, hija de japonés.

Las fotos, entre templos y monasterios, lo convierten en otro monje más, tan sabio e irónico como los que formulaban koans para desbaratar la lógica y el lugar común. Con su kimono blanco, Borges, maestro-zen.

En todo caso, Akutagawa, a quien siempre incluyó en sus antologías del cuento fantástico, con sus versiones poliédricas de un mismo suceso, queda aquí presentado en español, por quien tenía una mente tan delicada y apocalíptica como la suya. Tan certera en la percepción del desastre humano como de su jubiloso rescate a través del juego, el humor y el arte. Como en el caso de Swift, las situaciones límites del animal humano le permiten a Borges, vía Akutagawa, enfrentarse al horror y superarlo.


Prólogo a la exposición del libro español (1962)

Más que los espejos, tigres y espadas, más que los laberintos mismos, el libro resume a Borges. Es su cifra y símbolo. Lo supo en la Biblia de su abuela, en las clandestinas Mil y una noches árabes y en la ilimitada biblioteca de libros ingleses de su padre. Cuando lo visité en su apartamento de la calle Maipú en Buenos Aires, los que parecían regir su mundo eran diccionarios y enciclopedias: útiles instrumentos para continuar pensando y fabulando.

Su rigor termina por volverlas literatura fantástica. Quizá de allí provenga, también, el agrado de la página con que presenta una muestra de libros españoles siendo director de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires.

La lista de libros reunidos es un panorama amplio de la industria editorial española en ese momento. Lo que sí resulta conmovedor es el hombre paulatinamente ciego que soñaba aun el Paraíso bajo la forma de biblioteca: una biblioteca «hecha a medida del hombre». Donde se encontrara el goce de la relectura y esa eterna polaridad de su espíritu, siempre dúctilmente conjugada, entre el fantasma ultraísta y el lector de Virgilio. «El sereno y fiel placer de lo clásico, y las agradables alarmas del hallazgoy de lo imprevisto».

El poeta que combina la fluida mesura de sus endecasílabos y la sorpresa de sus imágenes, no por eternas menos nuevas —agua, río, rosa— escribió también ese «grave porvenir» en el cual vivimos y que resulta incomprensible sin su escritura. Un hombre escribe. El libro que redacta termina por darle sentido a esa lectura que ha sido su vida, aun cuando quien escribe crea que no había vivido ni fue feliz, pero sus frases, cierto gozoso disfrute que en ellas brilla, residuo alquímico de la muda existencia, nos confirman cómo transformó sus días en rumor y música. Decía en La moneda de hierro (1976) ["El remordimiento"]:

He cometido el peor de los pecados
que un hombre puede cometer. No he sido 
feliz.
          Mi mente 
se aplicó a las simétricas porfías 
del arte, que entreteje naderías.

Quien recitaba a Hugo y Verlaine terminaba por asentir ante Mallarmé: todo confluye en un libro. O, más modestamente, en un simple catálogo de libros.



Glosar las Sagradas Escrituras borgianas puede ser, como la otra, una tarea tan deleitosa como infinita. En El enigma de Shakespeare, transcripción de una cinta magnetofónica con motivo del cuarto centenario del dramaturgo, el atribuir las obras de Shakespeare a Bacon o a Marlowe le da pie para un grato recorrido donde conjura insensateces criptográficas y delirios interpretativos y recurre, con sosegado humor, a mostrar las imposibilidades psicológicas o verbales que impide la primera atribución.

En el caso de Marlowe su análisis se hace más fino, del placer estético a las conjeturas de la novela policial, para concluir con una bella metáfora de dos caras.

Shakespeare, que encierra y resume a todos los hombres, fue para sus contemporáneos invisible, como en cierta forma también lo fue Cervantes para los suyos. Pero el poder creador de Shakespeare, surgido directamente del contacto con los autores y el escenario, podía apagarse, en silencio y sin remordimientos, luego de esa magia instantánea. Además, a Shakespeare, dueño y señor de todas las palabras, no le pareció pertinente buscar aquellas que describieran su silencio apacible de propietario campestre. La conferencia se convierte así en el borrador ampliado de otro texto borgiano: «Everythingand Nothing». Una creación que brota de la erudición. Un erudito que brinda las fuentes de su creación.


Del amor y los otros desconsuelos (1968)

Gustavo García Saraví, poeta argentino que ha cultivado con gran acierto el soneto, y muy vinculado a España, ve prologada su obra por Borges. Una obra donde lo personal y lo histórico se entrelazan, ahondando el pasado a partir de la referencia personal Borges propone entonces un rescate de la historia argentina y de las fechas que son hoy placas de mármol.

Por ello, repasar la obra poética de Borges es encontrar también su versión de la historia argentina, desde la primera junta de gobierno, durante el congreso de Tucumán, hasta su oposición al régimen de Perón. Pero el hombre que nos ha dado su personal versión del pasado histórico es también el prologuista que ha señalado a nuestra atención innumerables textos que vale la pena revisar. Su propia historia literaria argentina. Allí están Mariana Grondona y un libro de viajes por Europa, allí están Waüy Zenner y dos libros de poemas, allí está Susana Bombal y su novela y Emma Risso Platero y su libro de narraciones fantásticas. Hay que releer entonces con ojos de Borges y ver qué queda de todo ello. Prólogos con un prólogo de prólogos (1975) ofrecía ya muchas opciones para reconstruir la peculiar historiografía literaria borgiana. A ello deben añadirse, además de los mencionados, estos de Cócaro y García Saraví. Gracias a Borges la literatura argentina se dilata en sus silencios y en sus márgenes.


Los morenos (1970)

Ya en 1935, cuando publicó Historia Universal de la Infamia, Borges, a través de «El espantoso redentor Lazarus Morell» había prestado atención a lo que el aporte negro significó en la cultura de América, desde el irónico arranque del cuento:

En 1517 el P. Bartolomé de las Casas tuvo mucha lástima de los indios que se extenuaban en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas, y propuso al emperador Carlos V la importación de negros que se extenuaran en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas.

El cuento, que según Mary Lusky Friedman (Una morfología de los cuentos de Borges, 1990) pinta «un retrato estereotipado de las plantaciones de EE.UU antes de la guerra civil», propone ya muchas de las consecuencias que Borges atribuye a ese gesto del P. de las Casas, y que treinta y cinco años después volverá a repetir en su prólogo a la carpeta de dibujos del artista uruguayo Carlos Páez Vilaró, creador también de un singular conjunto arquitectónico en la costa uruguaya: «CasaPueblo».

Esas consecuencias eran, en el cuento, y refiriéndose a Sudamérica: «el éxito logrado en París por el pintor doctor oriental D. Pedro Figari, la buena prosa cimarrona del también oriental D. Vicente Rossi» y «la fornida carga a la bayoneta llevada por Soler al frente de sus Pardos y Morenos en el Cerrito», todos ellos mencionados de nuevo al hablar de Páez Vilaró y sus ágiles dibujos, de trazo rápido, donde los patios y la bullente vida de los balcones entretejen su ágil red.

De todos modos, Borges no parece ir más allá de estas reiteradas referencias, en su balance de la cultura negra en el Río de la Plata, y de una resignada aceptación de la esclavitud, redimida por algún gesto heroico o de una asimilación, despojada de memoria histórica. La anécdota final acentúa la desamparada soledad de unas gentes en una tierra a la que habían sido arrastrada por la fuerza y vendidas al mejor postor. Sin embargo, el brillo exótico de la Historia Universal de la Infamia había terminado por convertirse en un dolor inmediato y fraterno, vivido en la intimidad de su propia casa.


Fiat Concord (1971)

Borges, para subsistir primero y luego dentro de su amabilidad sempiterna, condescendió a muchos encargos: un folleto sobre Argentina para Varig, una conferencia sobre literatura fantástica editada por Olivetti, y un hermoso testimonio sobre los amigos, que comienza con su padre y con Macedonio Fernández, para un laboratorio farmacéutico.

Dentro de este género se sitúa la carpeta con acuarelas de Castagnino —vigorosos rostros de caballos, en entrecruzado tropel de piernas y cascos— para promover un nuevo modelo de la Fiat.

El texto, como siempre, le sirve para ir más allá de su función publicitaria. Reflexiona sobre la historia argentina —«Caballos y hacienda se multiplicaron bíblicamente y contribuyeron a convertir el virreinato más modesto y más indigente en una de las primera repúblicas latinoamericanas»— y para amonedar una imagen arquetípica de su patria: «el hombre firme en el caballo».

Sin estar obnubilados por la admiración asoma la sospecha, inconcebible pero cierta, de que Borges era incapaz de una página menor. Ésta, con el involuntario humorismo de sus finales «caballos de fuerza» termina por traer un eco de remotos orígenes y hazañas legendarias. De una épica menor, pero épica al fin, del primer caballo al Fiat Concord. Borges, publicista, sabía persuadir.


Ramón Columba: El Congreso que yo he visto (1918)

Para los «Esquemas» de la Editorial Columba de Buenos Aires, Borges preparó tres delgados y útiles volúmenes: literatura inglesa, norteamericana y uno sobre el budismo, en colaboración con Alicia Jurado. También prologó un cuarto, colectivo y más voluminoso, sobre la Argentina.

Estos trabajos, algunos de los cuales le ayudaron a subsistir cuando el peronismo lo dejó cesante como bibliotecario y lo nombró inspector de aves en un mercado de Buenos Aires, están detrás de este prólogo hecho a la recopilación de anécdotas y caricaturas que Ramón Columba, el editor, dedicó al Congreso argentino y a sus representantes, entre 1906 y 1943.

Señala Borges el carácter a la vez preciso y espectral de todo retrato, ya que subsiste más allá del muerto y en alguna forma lo encarna para siempre, y reflexiona luego sobre la caricatura que tiene «como todas las artes, la misteriosa obligación de ser grata». El valor del prólogo se enriquece, como en el caso de Páez Vilaró, con un recuerdo personal de Borges, mostrando su estrategia en tal campo: erudición histórica que desemboca en referencia autobiográfica. Así, Borges dibuja, con un generoso rasgo, al editor de los serviciales «Esquemas», mostrando, una vez mas, cómo la palabra termina por recrear, mejor incluso que las líneas del lápiz, la silueta de un hombre. 


María Luisa Bombal (1988)

La autora de La última niebla y La amortajada, publicadas por Sur, debería fascinar a Borges. Esa joven chilena pelirroja había logrado crear un mundo narrativo propio. María Luisa Bombal, con su firme pulso para borrar los límites entre vida y muerte, y su actitud inteligente y emancipada en la vida diaria, causó una impresión imborrable entre sus amigos argentinos de los años 40, tal como lo confirma una página de José Bianco, el mítico secretario de redacción de Sur, ahora incluida en su libro Ficción y reflexión (Fondo de Cultura Económica). Por ello, muchos años más tarde, Borges deja consignada, en inglés, su admiración por una escritora sutil, que había aprendido a hablar desde la muerte, como en el caso de La amortajada, y era, sin lugar a dudas, una de las mejores, como lo atestiguan las reediciones (Seix-Barral) y las biografías que se han escrito sobre su atrayente y desgarrada figura. La edición en inglés de sus textos confirma su irradiación creciente y la importancia, cada día mayor, de su aporte a nuestras letras. Borges lo supo antes que nadie.








En Cuadernos Hispanoamericanos "Homenaje a Jorge Luis Borges", 73
N° 505-507 Julio Septiembre 1992
Dirigieron esta publicación: Pedro Laín Entralgo, Luis Rosales, José Antonio Maravall
Director: Félix Grande
Madrid, Instituto de Cooperación Iberoamericana

Imagen arriba: Borges en Palermo, Sicilia, 1984
© Ferdinando Scianna/Magnum Photos

Abajo: Facsímiles de la edición aludida




4/3/19

Jorge Luis Borges: Alejamiento (1923)






Más allá de las casas del suburbio
sórdidas como puños llenos de flaca ira
por el campo espaciado
sobre el Tajo donde dos ríos
adunan sus pueblos de agua
cantando,
tu recuerdo ya doloroso
dio demasiadas veces su resplandor a mi sombra,
su resplandor de quemazón que me abrasa.

Negado por las cosas y negándolas,
caminé yo con tu recuerdo por esos campos
que sólo eran la certitud de tu ausencia.
Hoy me vino tu carta
embanderando con su claror mi jornada.
Tu carta me devuelve las campiñas
y la enhiesta arboleda que enriquece
con su soberbia de hojas el cielo atardecido:
¡Tierras que nunca viste!

Ginebra, 1923 


En Alfar, La Coruña, N° 36, enero de 1924
"Alfar, revista auspiciada por la Casa de América de Galicia, fue creada en el norte de España para fortalecer las relaciones entre América Latina y la Madre Patria. En la época Alfar era dirigida por un poeta uruguayo, Julio J. Casal, que era también cónsul de su país natal" (Rodríguez Monegal, 1987).

Luego en Textos recobrados 1919-1929 
© 1997 y 2007 María Kodama
Buenos Aires, Sudamericana, 2011

Imagen: Borges 
en Selinunte, Sicilia, 1984
© Ferdinando Scianna/Magnum Photos



2/3/19

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: El arte debería liberarse del tiempo ("En diálogo", I, 12)






Osvaldo Ferrari: En la audición de hoy conversamos con Borges sobre la belleza. Antes del inicio del diálogo sobre la belleza se transcribe la respuesta de Borges a la pregunta por el lugar que deberían ocupar el arte y la literatura en nuestra época, formulada en una conversación anterior.

Jorge Luis Borges: El arte y la literatura… tendrían que tratar de librarse del tiempo. Muchas veces a mí me han dicho que el arte depende de la política o de la historia. No, yo creo que eso es todo falso.

    —Claro.

    —Bueno, Whistler, el famoso pintor norteamericano, asistía a una reunión, y ahí se discutían las condiciones de la obra de arte. Por ejemplo: la influencia biológica, la influencia del ambiente, de la historia contemporánea… Entonces Whistler dijo: «Art happens», el arte sucede, el arte ocurre, es decir, el arte… es un pequeño milagro.

    —Verdaderamente.

    —Que escapa, de algún modo, a esa organizada causalidad de la historia. Sí, el arte sucede —o no sucede—; eso tampoco depende del artista.

    —Otra de las cosas de las que ya no se suele hablar, ni pensar, Borges, además del espíritu, es la belleza. Lo curioso es que ni siquiera los artistas, ni los escritores, últimamente, hablan de lo que supuestamente fue siempre su inspiración o su objetivo; es decir, de la belleza.

    —Bueno, quizá la palabra se haya gastado, pero el concepto no; porque, ¿qué finalidad tiene el arte si no la belleza? Ahora, quizá la palabra belleza no sea bella, pero el hecho lo es, desde luego.

    —Cierto. Pero, en su escritura, en sus poemas, en sus cuentos…

    —Yo trato de evitar lo que se llama «el feísmo», que me parece horrible, ¿no? Pero ha habido tantos movimientos literarios con nombres horribles. Por ejemplo, en México hubo un movimiento literario apodado de un modo terrorífico: el estridentismo. Pero finalmente se calló la boca, que era lo mejor que podía hacer. Aspirar a ser estridente, qué incómodo ¿no? Era un amigo mío: Manuel Maples Arce; él dirigió ese movimiento contra un gran poeta: Ramón López Velarde. Él dirigió ese movimiento estridentista, y yo recuerdo el primer libro de él, que, desde luego, sin ningún asomo de belleza, se llamaba Andamios interiores, lo cual es muy muy incómodo, ¿no? (ríe), tener andamios interiores. Yo recuerdo un solo verso, que no estoy seguro de que sea un verso, y era éste: «Y en todos los periódicos se ha suicidado un tísico», el único verso que recuerdo, y, quizá, ese olvido sea piadoso, ya que si ése era el mejor verso del libro, quizá no convenga esperar mucho de él. Y lo he visto muchos años después en el Japón —creo que fue embajador de México en el Japón— y eso lo hizo olvidar no la literatura, pero sí su literatura. Pero, ha quedado en las historias de la literatura —que recogen todo— como fundador del estridentismo (ríen ambos), una de las formas más incómodas de la literatura, querer ser estridente.

    —Sí, ahora, ya que hablamos de la belleza, quiero consultarlo sobre algo que me ha llamado siempre la atención: Platón dice que de todos los entes arquetípicos, sobrenaturales, el único visible en la Tierra, el único manifiesto, es la belleza.

    —Bueno, pero manifiesto a través de otras cosas.

    —Captable por los sentidos.

    —No sé si por los sentidos.

    —Así dice Platón.

    —Bueno, desde luego, supongo que la belleza de un verso tiene que pasar por el oído, y la belleza de una escultura tiene que pasar por el tacto y por la vista. Pero ésos son medios, nada más. No sé si vemos la belleza o si la belleza nos llega a través de formas, que pueden ser verbales o escultóricas, o auditivas en el caso de la música. Walter Pater dijo que todas las artes aspiran a la condición de la música. Ahora, yo creo que eso puede explicarse porque en la música el fondo y la forma se confunden. Es decir, usted puede contar el argumento, digamos, de un cuento —posiblemente traicionándolo— o el argumento de una novela, pero no puede contar el argumento de una melodía, por sencilla que sea. Stevenson dijo —pero yo creo que es un error— que un personaje literario no es otra cosa que una sarta de palabras. Bueno, eso es verdad, pero, al mismo tiempo, es necesario que lo sintamos como algo que no sea esa mera sarta de palabras, es necesario que creamos en él, me parece.

    —Es necesario que de alguna manera sea real.

    —Sí, porque creo que si sentimos a un personaje como una sarta de palabras, ese personaje no ha sido creado felizmente o acertadamente. Por ejemplo, tratándose de una novela, debemos creer que los personajes viven más allá de lo que el autor nos dice de ellos. Por ejemplo, si pensamos en un personaje cualquiera, un personaje de una novela o de un drama, tenemos que pensar que ese personaje —en los momentos en que no lo vemos— duerme, sueña, cumple con diversas funciones. Porque, si no, sería del todo irreal para nosotros.

    —Claro. Hay una frase de Dostoievsky que me llama tanto la atención como la de Platón. Él dice acerca de la belleza: «En la belleza, Dios y el diablo combaten, y el campo de batalla es el corazón del hombre».

    —Es una frase muy parecida a la de Ibsen: «Que la vida es un combate con el demonio en las grutas o en las cavernas del cerebro, y que la poesía es el hecho de celebrar el juicio final sobre uno mismo», y hay cierto parecido, ¿verdad?

    —Hay cierto parecido. Ahora, Platón atribuye a la belleza un destino, una misión. Y, entre nosotros, Murena ha dicho que él considera que la belleza puede transmitir una verdad extramundana.

    —Y, supongo que si no la transmite es inútil; si no la recibimos como una revelación más allá de lo que nos dan los sentidos. Pero, yo creo que es común ese sentimiento. Yo he notado que la gente es continuamente capaz de frases poéticas, que no aprecia. Por ejemplo, mi madre (yo he usado esa frase literariamente), mi madre comentaba la muerte de una prima nuestra, que era muy joven, con la cocinera, cordobesa. Y la cocinera le dijo, sin darse cuenta de que era una frase literaria. «Pero señora, para morir, sólo se precisa estar vivo». Sólo se precisa… y ella no se dio cuenta de que era una frase memorable. Yo la usé después en un cuento. «No se precisa más que estar vivo»*, no se precisa, como que no se requieren otras condiciones para la muerte, uno suministra ésa que es la única. Creo que la gente continuamente dice frases memorables y no se da cuenta. Y quizá la función del artista sea recoger esas frases y retenerlas. En todo caso, Bernard Shaw dice que casi todas las frases ingeniosas de él, son frases que él ha oído casualmente. Pero eso puede ser una frase ingeniosa más, o un rasgo de la modestia de Shaw.

    —El escritor sería, en ese caso, un gran coordinador del ingenio de los demás.

    —Sí, y, digamos, un amanuense de los otros, un amanuense, bueno, de tantos maestros, que quizá lo importante sería ser el amanuense y no el generador de la frase.

    —Una memoria individual de lo colectivo.

    —Es cierto, vendría a ser eso, exactamente.


* Hombre de la esquina rosada

Título original: En diálogo (edición definitiva 1998)
Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari, 1985
Prefacio: Jaime Labastida
Prólogos: Jorge Luis Borges (1985) & Osvaldo Ferrari (1998)

Imagen: Borges janvier 1983 à Paris


28/2/19

Jorge Luis Borges: Ultraísmo (1921)






Antes de comenzar la explicación de la novísima estética, conviene desentrañar la hechura del rubenianismo y anecdotismo vigentes, que los poetas ultraístas nos proponemos llevar de calles y abolir. Y no hablo del clasicismo, pues el concepto que de la lírica tuvieron la mayoría de los clásicos —esto es, la urdidura de narraciones versificadas y embanderadas de imágenes, o el sonoro desarrollo dialéctico de cualquier intención ascética o jactancioso rendimiento amatorio— no campea hoy en parte alguna. En lo que al rubenianismo atañe, puedo señalar desde ya un hecho significativo. Los iniciales compañeros de gesta de Rubén van despojando su labor de las habituales topificaciones que signan esa tendencia, y realizando aisladamente obras desemejantes. Juan Ramón Jiménez propende así a una suerte de psicologismo confesional y abreviado; Valle-Inclán gesticula su incredulidad jubilosa en versos pirueteros; Lugones se olvida de Laforgue y las metáforas formales para encaminarse a los paisajes sumisos; Pérez de Ayala ensancha en su prosa recia y palpable la tradición de Quevedo, y el cantor de La Tierra de Alvargonzález se ha encastillado en un severo silencio. Ante esa divergencia actual de los comenzadores, cabe empalmar una expresión de Torres Víllarroel y decir que considerado como cosa viviente, capaz de forjar belleza nueva o de espolear entusiasmos, el rubenianismo se halla a las once y tres cuartos de su vida, con las pruebas terminadas para esqueleto. Esto lo afirmo, pese a la numerosidad de monederos falsos del arte que nos imponen aún las oxidadas figuras mitológicas y los desdibujados y lejanos epítetos que prodigara Darío en muchos de sus poemas. La belleza rubeniana es ya una cosa madurada y colmada, semejante a la belleza de un lienzo antiguo, cumplida y eficaz en la limitación de sus métodos y en nuestra aquiescencia al dejarnos herir por sus previstos recursos; pero por eso mismo, es una cosa acabada, concluida, anonadada. Ya sabemos que manejando palabras crepusculares, apuntaciones de colores y evocaciones versallescas o helénicas, se logran determinados efectos, y es porfía desatinada e inútil seguir haciendo eternamente la prueba. 

Por cierto, muchos poetas jóvenes que aseméjanse inicialmente a los ultraístas en su tedio común ante la cerrazón rubeniana, han hecho bando aparte, intentando rejuvenecer la lírica mediante las anécdotas rimadas y el desaliño experto. Me refiero a los sencillistas que tienden a buscar poesía en lo común y corriente, y a tachar de su vocabulario toda palabra prestigiosa. Pero éstos se equivocan también. Desplazar el lenguaje cotidiano hacia la literatura, es un error. Sabido es que en la conversación hilvanamos de cualquier modo los vocablos y distribuimos los guarismos verbales con generosa vaguedad... El miedo a la retórica —miedo justificado y legítimo— empuja los sencillistas a otra clase de retórica vergonzante, tan postiza y deliberada como la jerigonza académica, o las palabrejas en lunfardo que se desparraman por cualquier obra nacional, para crear el ambiente. Además, hay otro error más grave en su estética. Ni la escritura apresurada y jadeante de algunas fragmentarias percepciones ni los gironcillos autobiográficos arrancados a la totalidad de los estados de conciencia y malamente copiados, merecen ser poesía. Con esa voluntad logrera de aprovechar el menor ápice vital, con esa comezón continua de encuadernar el universo y encajonarlo en una estantería, sólo se llega a un sempiterno espionaje del alma propia, que tal vez resquebraja e histrioniza al hombre que lo ejerce. 

¿Qué hacer entonces? El prestigio literario está en baja; los intelectuales temen que los socaliñen con palabras bonitas e inhiben su emotividad ante el menor alarde oratorio; las enumeraciones de Whitman y su compañerismo vehemente nos parecen lejanos, legendarios; los más acérrimos partidarios del susto vocean en balde derrumbamientos y apoteosis. ¿Hacia qué norte emproar la Lírica? 

El Ultraísmo es una de tantas respuestas a la interrogación anterior. 

El Ultraísmo lo apadrinó inicialmente el gran prosista sevillano Rafael Cansinos Assens y en sus albores no fue más que una voluntad ardentísima de realizar obras noveles e impares, una resolución de incesante sobrepujamiento. Así lo definió el mismo Cansinos: "El Ultraísmo es una voluntad caudalosa que rebasa todo límite escolástico. Es una orientación hacia continuas y reiteradas evoluciones, un propósito de perenne juventud literaria, una anticipada aceptación de todo módulo y de toda idea nuevos. Representa el compromiso de ir avanzando con el tiempo". 

Estas palabras fueron escritas en el otoño de 1918. Hoy, tras dos años de variadísimos experimentos líricos ejecutados por una treintena de poetas en las revistas españolas Cervantes y Grecia —capitaneada esta última por Isaac del Vando Villar— podemos precisar y limitar esa anchurosa y precavida declaración del maestro. Esquematizada, la presente actitud del Ultraísmo es resumible en los principios que siguen: 

1. Reducción de la lírica a su elemento primordial: la metáfora. 
2. Tachadura de las frases medianeras, los nexos, y los adjetivos inútiles. 
3. Abolición de los trebejos ornamentales, el confesionalismo, la circunstanciación, las prédicas y la nebulosidad rebuscada. 
4. Síntesis de dos o más imágenes en una, que ensancha de ese modo su facultad de sugerencia. 

Los poemas ultraicos constan pues de una serie de metáforas, cada una de las cuales tiene sugestividad propia y compendiza una visión inédita de algún fragmento de la vida. La desemejanza raigal que existe entre la poesía vigente y la nuestra es la que sigue: En la primera, el hallazgo lírico se magnifica, se agiganta, y se desarrolla; en la segunda, se anota brevemente. ¡Y no creáis que tal procedimiento menoscabe la fuerza emocional! "Más obran quintas esencias que fárragos" dijo el autor del Criticón, en sentencia que sería inmejorable abreviatura de la estética ultraísta. La unidad del poema la da el tema común —intencional u objetivo— sobre el cual versan las imágenes definidoras de sus aspectos parciales. 

Escuchad a Pedro Garfias

   Andar 
con polvo de horizontes en los ojos
tendida la inquietud a la montaña 
y desgranar los siglos 
rosarios de cien cuentas 
sobre nuestra esperanza.

Y estos otros:

Rosa mística (Gerardo Diego)

Era ella 
   Y nadie lo sabía 
Pero cuando pasaba 
Los árboles se arrodillaban 
Y en su cabellera 
          Se trenzaban las letanías. 
     Era ella, 
                               Era ella. 
Me desmayé en sus manos 
Como una hoja muerta. 
                              Sus manos ojivales 
             Que daban de comer a las estrellas 
Por el aire volaban 
Romanzas sin sonido 
             Y en su almohada de pasos 
            Yo me quedé dormido. 


Viaje (Guillermo Juan)

Los astros son espuelas 
que hieren los ijares de la noche 
En la sombra, el camino claro 
es la estela que dejó el Sol 
de velas desplegadas 
mi corazón como un albatros 
siguió el rumbo del sol. 


Primavera (Juan Las *)

   La última nieve sobre tus hombros
   ¡oh amada vestida de claro! 
        El último arco-iris 
   hecho abanico entre tus manos. 
Mira: 
   El hombre que mueve el manubrio 
   enseña a cantar a los pájaros nuevos 
       La primavera es el poema
       de nuestro hermano el jardinero.

* "Curiosamente fue Cansinos quien, en 1919, inventó el término 'Ultraísmo'. [...] 
Con el seudónimo de Juan Las había escrito algunas breves, 
lacónicas, piezas ultraístas". ("Las memorias de Borges", op. cit.)


Epitalamio (Heliodoro Puche)

Puesto que puedes hablar 
no me digas lo que piensas 
Tu corazón 
   envuelve 
      tu carne.

Sobre tu cuerpo desnudo 
mi voz cosecha palabras. 

Te traigo de Oriente el Sol 
para tu anillo de Bodas. 

En el hecho que espera 
una rosa se desangra. 


Casa vacía (Ernesto López-Parra)

Toda la casa está llena de ausencia 
La telaraña del recuerdo 
pende de todos los techos. 

En la urna de las vitrinas 
están presos los ruiseñores del silencio. 

Hay preludios dormidos 
que esperan la hora del regreso. 

El polvo de la sombra
se pega a los vestidos de los muros. 

En el reloj parado 
se suicidaron los minutos. 


La lectura de estos poemas demuestra que sólo hay una conformidad tangencial entre el Ultraísmo y las demás banderías estéticas de vanguardia. La exasperada retórica y el bodrio dinamista de los poetas de Milán se hallan tan lejos de nosotros como el zumbido verbal, las enrevesadas series silábicas y el terco automatismo de los sonámbulos del Sturm o la prolija baraúnda de los unanimistas franceses... 

Además de los nombres ya citados de poetas ultraístas, no hay que olvidar a J. Rivas Panedas, a Humberto Rivas, a Jacobo Sureda, a Juan Larrea, a César A. Comet, a Mauricio Bacarisse y a Eugenio Montes. Entre los escritores que, enviándonos su adhesión, han colaborado en las publicaciones ultraístas, básteme aludir a Ramón Gómez de la Serna, a Ortega y Gasset, a Valle-Inclán, a Juan Ramón Jiménez, a Nicolás Beauduin, a Gabriel Alomar, a Vicente Huidobro y a Maurice Claude. En el terreno de las revistas, la hoja decenal Ultra reemplaza actualmente a Grecia e irradia desde Madrid las normas ultraicas. En Buenos Aires acaba de lanzarse Prisma, revista mural, fundada por E. González Lanuza, Guillermo Juan y el firmante. De real interés es también el sagaz estudio antológico publicado en el N° 23 de Cosmópolis por Guillermo de Torre, brioso polemista, poeta, y forjador de neologismos. 

Un resumen final. La poesía lírica no ha hecho otra cosa hasta ahora que bambolearse entre la cacería de efectos auditivos o visuales, y el prurito de querer expresar la personalidad de su hacedor. El primero de ambos empeños atañe a la pintura o la música, y el segundo se asienta en un error psicológico, ya que la personalidad, el yo, es sólo una ancha denominación colectiva que abarca la pluralidad de todos los estados de conciencia. Cualquier estado nuevo que se agregue a los otros llega a formar parte esencial del yo, y a expresarle: lo mismo lo "individual" que lo "ajeno". Cualquier acontecimiento, cualquier percepción, cualquier idea, nos expresa con igual virtud; vale decir, puede añadirse a nosotros... Superando esa inútil terquedad en fijar verbalmente un yo vagabundo que se transforma en cada instante, el Ultraísmo tiende a la meta primicial de toda poesía, esto es, a la transmutación de la realidad palpable del mundo en realidad interior y emocional.  


Véase también Borges: Nota sobre el ultraísmo (1966)

En Revista Nosotros, Buenos Aires, Año 15, Vol. 39, N° 151, diciembre de 1921

Este artículo apareció casi simultáneamente con el primer número de Prisma. Es el primer texto que Borges publicó en la revista Nosotros. Dice Borges: "... Alfredo Bianchi, de la revista Nosotros, vio uno de nuestros murales y nos invitó a publicar una antología ultraísta en las páginas de su sólida revista". ("Autobiografía", 1970, en Monegal, 1987, pág. 153.) La antología "Poemas Ultraístas" apareció en el N° 160 de Nosotros, septiembre de 1922. En ella se incluyó "Sábado". (Véase pág. 159)













Luego en Textos recobrados 1919-1929 [donde hay otros textos titulados Ultraísmo]
© 1997 y 2007 María Kodama
Buenos Aires, Sudamericana, 2011

Imagen: Borges. Dibujo del original por Ramón Columna
incluido en J.L.B. en colaboración con Margarita Guerrero: El "Martín Fierro"
Buenos Aires, Editorial Columba, 1965


26/2/19

Jorge Luis Borges: Nota sobre el ultraísmo (1966)






Durante las primeras décadas de este siglo surgieron grupos de escritores que tomaron la singular decisión de ser contemporáneos, actuales, como si fueran habitables el pasado y el porvenir y no fuera fatal el presente. Ser moderno, tal es el único deber, ordenó Hermann Bahr. Estos grupos adoptaron diversos rótulos; fueron expresionistas, futuristas, cubistas, imagistas, vorticistas, creacionistas y dadaístas. De todos ellos los primeros, que ejecutaron su labor en Alemania y Austria, me parecen hoy los más importantes. Al cabo de los años perduran en mi memoria líneas y estrofas de Johannes Becher o de Wilhelm Klemm. Hay además un libro de aquel tiempo, que de algún modo justifica y condena lo que se dio en llamar “moderno”: el ilegible pero a veces espléndido Ulises de James Joyce. Lo demás es polvo y ceniza. ¿Qué esperar o qué no esperar de volúmenes titulados Horizon carré o, con cursilería no digna de Vargas Vila, Manual de espumas

Aquí, como en todas las regiones de lengua hispánica, las cosas ocurrieron un poco tarde. Fundamos o, mejor dicho importamos el ultraísmo, ya prohijado irónicamente en España por el gran escritor judeo-andaluz Rafael Cansinos Assens. La primacía de la metáfora fue su dogma. Ese dogma era falso; en buena lógica, basta un solo buen verso no metafórico para probar que la metáfora no es un elemento esencial. He aquí una estrofa: 

Yo deliré de hambre muchos días
y no dormí de frío muchas noches,
para salvar a Dios de los reproches
de su hambre humana y de sus noches frías.

Otra:

Al promediar la tarde de aquel día,
cuando iba mi habitual adiós a darte,
fue una vaga congoja de dejarte
lo que me hizo saber que te quería.

Nos ocurrió además un percance. Nuestra “revolución”, según lo he señalado muchas veces, ya había sido prefigurada y superada por el Lunario sentimental (1909) de Lugones y, en lo que a prosa se refiere, por El payador, que data del 16. 

En la biblioteca de Alejandría los primeros editores de Homero inventaron la puntuación; unos dos mil años después, los poetas jóvenes rechazamos esa innovación peligrosa. Igualmente severos nos mostramos con las letras mayúsculas.

En cuanto a la demasiado polémica Boedo-Florida*, que hoy se estudia en las aulas, fue un ardid periodístico tramado por Ernesto Palacio y Roberto Mariani. Yo hubiera preferido militar en el grupo de Boedo, ya que mis composiciones, entonces, trataban del suburbio, pero Evar Méndez me informó que ya estaba inscrito en el de Florida. 

En memorables noches discutimos largamente de estética; nuestra obra, mala o buena, vendría después.  

Abril de 1966


Véase también "Florida" y "Boedo" 
Asimismo, ver la entrada posterior del blog, Ultraísmo de 1920/21, 44 años después.


* En revista Testigo, Buenos Aires, Año 1, Nº 2, abril-mayo-junio de 1966

Luego, en Textos recobrados 1956-1986 (1987)
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© 2003 María Kodama
© 2003 Editorial Emecé

Imagen: Placa en Puerta del sol - Madrid
Foto (otra versión):  Miguel Ruibal [+] [TW] [FB] 1998

24/2/19

Jorge Luis Borges: Ejercicio de análisis (1926)







Ni vos ni yo ni Jorge Federico Guillermo Hegel sabemos definir la poesía. Nuestra insapiencia, sin embargo, es sólo verbal y podemos arrimarnos a lo que famosamente declaró San Agustín acerca del tiempo: ¿Qué es el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; si tengo que decírselo a alguien, lo ignoro. Yo tampoco sé lo que es la poesía, aunque soy diestro en descubrirla en cualquier lugar: en la conversación, en la letra de un tango, en libros de metafísica, en dichos y hasta en algunos versos. Creo en la entendibilidá final de todas las cosas y en la de la poesía, por consiguiente. No me basta con suponerla, con palpitarla; quiero inteligirla también. Si quieres ayudarme, tal vez adelantaremos algún trecho de ese camino.

El de hoy es cosa tesonera: se trata del análisis de dos versos hechos por autorizadísima pluma y tan inadmisibles o admisibles como los de cualquier verseador. La correntosa inmortalidad del Quijote los sobrelleva; están en su primera parte, en el capítulo treinta y cuatro y rezan así:

    En el silencio de la noche, cuando
    ocupa el dulce sueño a los mortales
  
Y en segunda viene una antítesis, cuyo segundo término es el desvelado amador que se pasa la santa noche entera pensando en su querer y en su insomnio, hasta que se le viene encima el mañana. Vaya el primer endecasílabo:

  En el silencio de la noche, cuando
  
Analicemos con prolija humildá y pormenorizando sin miedo.

En el. Éstas son dos casi palabras que en sí no valen nada y son como zaguanes de las demás. La primera es el in latino: sospecho que su primordial acepción fue la de ubicación en el espacio y que después, por resbaladiza metáfora, se pasó al tiempo y a tantas otras categorías. (Los romanos ejercieron otro en que ya se gastó: el in batallador de ludus in Claudium y que nuestro modismo En su cara se lo dije acaso conserva.) El es artículo determinado, es promesa, indicio y pregusto de un nombre sustantivo que ha de seguirlo y que algo nos dirá, después de estos neblinosos rodeos. Su acopladura frecuentísima hace casi una sola palabra de en el.

Silencio. La segunda definición que formula Rodríguez Navas (quietud o sosiego de los lugares donde no hay ruido) conviene aquí singularmente, pero no nos despeja la incógnita de la adecuación de esa voz. Ya es un milagro chico que la mera ausencia auditiva, que las vacaciones del ruido, tengan su palabra especial y el milagro crece y se agranda si meditamos que esa palabra es un nombre. Eso es mitología del idioma o inconciencia plenaria o metáfora pausadísima. Todos hablamos del silencio y apenas si concebimos lo que es y el rumor de la sangre en nuestros oídos lo desmiente en la soledá. Sin embargo, escasas palabras hay tan acreditadas. Virgilio habló de alto silencio y lo empinado de la adjetivación no debe asustarnos, pues hasta los periodistas lo llaman hondo y lo mismo da equipararlo con los sótanos que con las torres. Plinio el Antiguo se valió de la palabra silencio para designar la lisura de la madera. San Juan Evangelista, docto en toda gran diosa farolería y en toda canallada literaria, cuenta que tras de la luna sangrienta y del sol negro y de los cuatro ángeles en las cuatro esquinas del mundo, fue hecho silencio en el cielo casi por media hora. Esos alardes no están mal, pero hay que llegar al siglo pasado —gran baratillo de palabras y símbolos— para que al silencio lo exalten y le añadan mayúscula y nos atruenen vociferándolo. Muchos conversadores vitalicios como Carlyle y Maeterlinck y Hugo no le dieron descanso a la lengua, de puro hablar sobre él. Solamente Edgard Allan Poe desconfió de la palabreja y escribió aquel verso de Silence, wich is the merest word all contra la más palabrera de las palabras.

De la. Éstos son otros dos balbuceos y no me le atrevo al examen.

Noche. El diccionario la define de esta manera: Parte del día natural en que está el sol debajo del horizonte. Es una definición cronométrica, practicista. ¿Qué noche es ésa sin estrellas ni anchura ni tapiales que son claros junto a un farol ni sombras largas que parecen zanjones ni nada? ¿Esa noche sin noche, esa noche de almanaque o relojería, en qué verso está? Lo cierto es que ya nadie la siente así y que para cualquier ser humano en trance de poetizar, la noche es otra cosa. Es una videncia conjunta de la tierra y del cielo, es la bóveda celeste de los románticos, es una frescura larga y sahumada, es una imagen espacial, no un concepto, es un mostradero de imágenes.

¿Cuándo empezó a verse la noche? No podemos averiguarlo, pero es lícito suponer que no la levantamos de golpe. Ni vos ni yo dimos con el sentido reverencial que tenemos de ella: para eso han sido menester muchas vigilias de pastores y de astrólogos y de navegantes y una religión que lo ubicase a Dios allá arriba y una firme creencia astronómica que la estirara en miles de leguas. Quedan naciones que aún le conservan los andamios a ese edificio: me refiero a los hombres del mar del Sur que hablan de diez pisos de cielo y a los chinos que lo escalonan en treinta y tres. También los escritores han contribuido y quizá más que nadie. Sin yo quererlo, están en mi visión de la noche el virgiliano Ibant obscuri sola sub nocte per umbram y la noche amorosa, la noche amable más que la alborada de San Juan de la Cruz y la última noche linda que he visto escrita, la del Cencerro de Güiraldes. Ésas y muchas más y una noche romanticona del novecientos cinco que para mí está embalsamada en un aire que yo sé tararear pero no escribir y cuya letra declaraba que a la luz de la pálida luna / en un barco pirata nací…

En mis Inquisiciones he señalado la diferencia entre el concepto clásico de la noche y el que hoy nos rige. Los latinos, con lógica severísima, sólo le vieron dos colores al tiempo y para ellos la noche fue siempre negra, y el día, siempre blanco. En el Parnaso español de Quevedo se conserva alguno de esos días blancos, muy desmonetizado.

Cuando ocupa. Hay una pausa injustificadísima entre esas dos palabras. Esa pausa, según Lugones, es la solemne salvaguardia del verso: es la frontera que media entre lo poético y lo prosaico. Esa pausa evidencia la rima. Pero como aquí nos falta el último verso de la cuarteta y a lo mejor no rima con el primero, no sabremos nunca (según Lugones) si esto es verso o prosa. Occupare en latín es voz militar, sinónima de invadere y de corripere. Cervantes la usa aquí sueltamente, a falta de otro verbo mejor.

El dulce sueño. ¿Qué greguerizador antiquísimo, qué Alberto Hidalgo encontrador de metáforas dio con esta adjetivación, según la cual son comparables el sueño y el sabor de la miel, el paladeo y el dejar de vivir un rato? Lástima es opinar que no ha existido nunca ese hombre magnífico y que aquí no hay otro milagro que el de la gradual sinonimia de placentero y dulce. La imagen (si hay alguna) la hizo la inercia del idioma, su rutina, la casualidá.

A los mortales. Alguna vez estuvo implicado el morir en eso de mortales. En tiempo de Cervantes, ya no. Significaba los demás y era palabra fina, como lo es hoy.

***

Pienso que no hay creación alguna en los dos versos de Cervantes que he desarmado. Su poesía, si la tienen, no es obra de él; es obra del lenguaje. La sola virtud que hay en ellos está en el mentiroso prestigio de las palabritas que incluyen. Idola Fori, embustes de la plaza, engaños del vulgo, llamó Francis Bacon a los que del idioma se engendran y de ellos vive la poesía. Salvo algunos renglones de Quevedo, de Browning, de Whitman y de Unamuno, la poesía entera que conozco: toda la lírica. La de ayer, la de hoy, la que ha de existir. ¡Qué vergüenza grande, qué lástima!



En El tamaño de mi esperanza
Buenos Aires, Editorial Proa, 1926 (primera edición)

Luego, ©1995 1996 María Kodama
©2016 Buenos Aires, Penguin Random House




Imagen arriba: Dibujo de Borges por Dimitris Kritsotakis



22/2/19

Jorge Luis Borges reseña «An Encyclopadeia of Pacifism», de Aldous Huxley







En aquella segunda división de la Anatomía de la melancolía —año de 1621— que estudia los remedios contra ese mal, el autor enumera la contemplación de palacios, de ríos, de laberintos, de surtidores, de jardines zoológicos, de templos, de obeliscos, de mascaradas, de fuegos de artificio, de coronaciones y de batallas. Su candor nos divierte; en una lista de espectáculos saludables, nadie ahora incluiría el de una batalla. (Nadie, tampoco, dejó paradójicamente de embelesarse con la verosímil carga a la bayoneta del impetuoso film pacifista Sin novedad en el frente...)

En cada una de las ciento veintiocho páginas de esta apretada Enciclopedia del pacifismo, Huxley combate fríamente la guerra. Jamás incurre en la diatriba o en la mera elocuencia: las tentaciones sentimentales del argumento no existen para él. Como a Benda o a Shaw, el crimen de la guerra le indigna menos que la insensatez de la guerra, que la compleja imbecilidad de la guerra. Sus razonamientos son de tipo intelectual, no de tipo patético. Sin embargo, es demasiado inteligente para ocultar que el pacifismo predicado por él exige más valor que la mera obediencia de los soldados. Escribe: «Resistir sin violencia no quiere decir no hacer nada. Significa hacer el esfuerzo enorme que se requiere para vencer el mal con el bien. Ese esfuerzo no confía en músculos fuertes y en armamentos diabólicos: confía en el valor moral, en el dominio de sí mismo y en la conciencia inolvidable y tenaz de que no hay un hombre en la tierra (por brutal, por personalmente hostil que sea) sin un fondo nativo de bondad, sin el amor de la justicia, sin un respeto por lo verdadero y lo bueno, que pueden ser alcanzados por todo aquel que use los medios adecuados».

Huxley es admirablemente imparcial. Los «militaristas de izquierda», los partidarios de la lucha de clases, no le parecen menos peligrosos que los fascistas. «La eficacia militar —observa— requiere una concentración del poder, un grado sumo de centralización, la conscripción o la esclavitud al gobierno y el establecimiento de una idolatría local cuyo dios es la nación misma o un tirano semidivinizado. La defensa militar del socialismo contra el fascismo viene a ser, en la práctica, la transformación de la comunidad socialista en una comunidad fascista.» Y luego: «La revolución francesa recurrió a la violencia y terminó en una dictadura militar y en la imposición permanente de la conscripción o esclavitud militar. La revolución rusa recurrió a la violencia; Rusia, ahora, es una dictadura militar. Parece que una verdadera revolución —es decir, el pasaje de lo inhumano a lo humano— no se puede realizar por medios violentos.»




Jorge Luis Borges: Textos cautivos (1986)
Antología de trabajos publicados por JLB en la revista El Hogar entre 1936 y 1940
Edición de Enrique Sacerio-Garí y Emir Rodríguez Monegal
© María Kodama, 1995
© Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2016

Antologado también en J.L.B.: Miscelánea (Buenos Aires, 2011)

Foto: Aldous Huxley by Jeanloup Sieff (c. 1963)


20/2/19

Jorge Luis Borges: Las Nornas






En la mitología medieval de los escandinavos, las Nornas son las Parcas. Snorri Sturluson, que a principios del siglo XIII ordenó esa dispersa mitología, nos dice que las principales son tres y que sus nombres son Pasado, Presente y Porvenir. Es verosímil sospechar que la última circunstancia es un refinamiento, o adición, de naturaleza teológica; los antiguos germanos no eran propensos a tales abstracciones. Snorri nos enseña tres doncellas junto a una fuente, al pie del árbol Yggdrasill, que es el mundo. Urden inexorables nuestra suerte.

El tiempo (de que están hechas) las fue olvidando, pero hacia 1606 William Shakespeare escribió la tragedia de Macbeth, en cuya primera escena aparecen. Son las tres brujas que predicen a los guerreros el destino que los aguarda. Shakespeare las llama las weird sisters, las "hermanas fatales", las Parcas. Wyrd, entre los anglosajones, era la divinidad silenciosa que presidía sobre los inmortales y los mortales.




En El Libro de los Seres Imaginarios (1967)
Reedición ampliada del Manual de Zoología Fantástica (Buenos Aires, 1957)
Con la colaboración de Margarita Guerrero

Luego en Obras completas en colaboración (4ª ed.)
Barcelona, 1997
María Kodama, 1995
Emecé Editores, 1979, 1991 y 1997


Imagen: Las Nornas Urd, Verdandi y Skuld bajo el roble del mundo Yggdrasil (1882), de Ludwig Burger. El autor entendió el Yggdrasil como un roble, a pesar de que se trate de un fresno. Pueden verse aquí, además de a las Nornas, al águila sin nombre entre cuyos ojos se posa el halcón Vedrfölnir, a la ardilla Ratatösk y abajo el Pozo de Urd. Vía


18/2/19

Jorge Luis Borges - Adolfo Bioy Casares: Los inmortales







And see, no longer blinded by our eyes.
Rupert Brooke

Quién me dijera, en aquel ingenuo verano del 23, que el relato El elegido de Camilo N. Huergo, del que me hiciera obsequio el autor, con dedicatoria firmada, que por fineza opté por arrancar antes de proponer en venta a sucesivos libreros, encerrara bajo su barniz novelesco un anticipo genial. La fotografía de Huergo, enmarcada en óvalo, ornamenta la tapa. Cuando la miro, me hago la ilusión de que se va a poner a toser, víctima de la tisis que tronchó una carrera que prometía. En efecto, a poco murió sin acusar recibo de la carta que le escribí en uno de mis alardes magníficos de generosidad.

El epígrafe que antepongo a este sesudo trabajo lo copié de la obrita en cuestión, y le pedí al doctor Montenegro que me lo pusiera en castilla con resultante negativa. Para que el desprevenido lector se haga su composición de lugar, me abocaré a un resumen comprimido del relato de Huergo, que condensaré como sigue:

  El narrador visita en el Chubut a un estanciero inglés, don Guillermo Blake, que amén de la crianza de las ovejas aplica su cacumen a las abstrusidades de ese griego, Platón, y a los más recientes tanteos de la medicina quirúrgica. En base a esta lectura sui generis, don Guillermo reputa que los cinco sentidos del cuerpo humano obstruyen o deforman la captación de la realidad y que, si nos liberáramos de ellos, la veríamos como es, infinita. Piensa que en el fondo del alma están los modelos eternos que son la verdad de las cosas y que los órganos de que nos ha dotado el Creador resultan, grosso modo, obstaculizantes. Vienen a ser anteojos negros que obstruyen lo de afuera y nos distraen de lo que en nosotros llevamos.

  Blake le hace un hijito a una puestera para que éste contemple la realidad. Anestesiarlo para siempre, dejarlo ciego y sordomudo, emanciparlo del olfato y del gusto, fueron sus primeros cuidados. Tomó asimismo todos los recaudos posibles para que el elegido no tuviera conciencia de su cuerpo. Lo demás lo arregló con dispositivos que se encargaban de la respiración, circulación, asimilación y excreción. Lástima que el así liberado no pudiera comunicarse con nadie. El narrador se va, urgido por necesidades de índole práctica. A los diez años vuelve. Don Guillermo se ha muerto; el hijo sigue perdurando a su modo, en su altillo abarrotado de máquinas y con respiración regular. El narrador, al irse para siempre, deja caer un pucho encendido que prende fuego al establecimiento de campo y no acabará de saber si lo ha hecho adrede o por pura casualidad. Así termina el cuento de Huergo, que en su tiempo era raro, pero que hoy superan con creces los cohetes y astronautas de los científicos.

  Despachado así a vuelapluma este desinteresado compendio de la fantasía de un muerto, de quien ya nada puedo esperar, me reintegro al meollo. La memoria me devuelve un sábado de mañana, año 64, que yo tenía hora con el doctor gerontólogo Raúl Narbondo. La triste verdad es que los muchachos de antes venimos viejos: la melena ralea, una que otra oreja se tapia, las arrugas juntan pelusa, la muela es cóncava, la tos echa raíces, el espinazo es joroba, el pie se enrieda en los cascotes y, en suma, el pater familias pierde vigencia. Había llegado para mí, a no dudarlo, el momento aparente de recabar del doctor Narbondo un reajuste a nuevo, máxime considerando que aquél cambiaba los órganos gastados por otros en buen uso. Con dolor en el alma, porque esa tarde se jugaba el desquite de Excursionistas contra Deportivo Español y acaso yo no arribara entre los primeros a la cita de honor, encaminéme al consultorio de Avenida Corrientes y Pasteur. Éste, según quiere la fama, ocupa el piso quince del Edificio Amianto. Subí por ascensor marca Electra. Cabe la chapa de Narbondo, presioné el timbre y a la postre, tomando el coraje a dos manos, me colé por la puerta, a medio entreabrir y penetré en la propia sala de espera. Allí a solas con Vosotras y el Billiken, distraje el paso de las horas, hasta que las doce campanadas de un reloj de cuco me sobresaltaron en la butaca. Al punto me demandé: ¿Qué sucede? Ya en plan detectivesco, entré a inspeccionar y aventuré unos pasos hacia el ambiente próximo, bien resuelto, eso sí, a hacerme perdiz al menor ruidito. De la calle ascendían bocinazos, el pregón del diariero, la frenada que salva al transeúnte, pero, a mi alrededor, gran silencio. Atravesé una especie de laboratorio o de trastienda de farmacia, munida de instrumental y de frascos. Estimulado por la idea de llegar al servicio, empujé la puerta del fondo.

  Adentro vi lo que no entendieron mis ojos. El angosto recinto era redondo, blanqueado, de techo bajo, con luz de neón y sin una ventana que aliviara la claustrofobia. Lo habitaban cuatro personajes o muebles. Su color era el mismo de las paredes; el material, madera; la forma, cúbica. Sobre cada cubo, un cubito, con una rejilla y debajo, su hendija de buzón. Bien escrutada la rejilla, usted notaba con alarma que desde el interior lo seguían unos a modo de ojos. Las hendijas dejaban emitir, a intervalos irregulares, un coro de suspiros o vocecitas que ni Dios captaba palabra. La distribución era tal que cada cual estaba enfrente de otro y dos a los lados, componiendo un cenáculo. No sé cuántos minutos pasaron. En eso, entró el doctor y me dijo:

  —Disculpe, Bustos, que lo haya hecho esperar. Fui a retirar entrada para el encuentro de Excursionistas. —Prosiguió, señalándome los cubos—: Tengo el gusto de presentarle a Santiago Silberman, al escribano retirado Ludueña, a Aquiles Molinari y a la señorita Bugard.

De los muebles salieron sonidos débiles, más bien incomprensibles. Yo prestamente adelanté una mano y sin el placer de estrechar la de ellos, me retiré en buen orden, con la sonrisa congelada. Llegué al vestíbulo como pude. Alcancé a balbucear:

  —Coñac, coñac.

  Narbondo regresó del laboratorio, con un vaso graduado lleno de agua, en la que disolvió unas gotas efervescentes. Santo remedio: el sabor a vómito me despabiló. Luego, cerrada con dos vueltas la puerta que comunicaba al recinto, vino la explicación:

  —Constato satisfecho, caro Bustos, que mis Inmortales lo han impactado. Quién nos iba a decir que el homo sapiens, el antropoide apenas desbastado de Darwin, lograría tal perfección. Ésta, su casa, le prometo, es la única en Indo-América donde se aplica con rigor la metodología del doctor Eric Stapledon. Usted recordará a no dudar la consternación que la muerte del llorado maestro, acaecida en Nueva Zelandia, ocasionó en sectores científicos. Jáctome, por lo demás, de haber incrementado su labor precursora con algunos toques acordes a nuestra idiosincrasia porteña. En sí la tesis, ese otro huevo de Colón, es bien simple. La muerte corporal proviene siempre de la falla de un órgano, llámele usted riñón, pulmón, corazón o lo que más quiera. Reemplazados los componentes del organismo, corruptibles de suyo, por otras tantas piezas inoxidables, no hay razón alguna para que el alma, para que usted mismo, Bustos Domecq, no resulte Inmortal. Nada de argucias filosóficas; el cuerpo se recauchuta de vez en cuando, se calafatea y la conciencia que habita en él no caduca. La cirugía aporta la inmortalidad al género humano. Lo fundamental ha sido logrado; la mente persiste y persistirá sin el temor de un cese. Cada Inmortal está reconfortado por la certidumbre, que nuestra empresa le garante, de ser un testigo para in aeterno. El cerebro, irrigado noche y día por un sistema de corrientes magnéticas, es el último baluarte animal en el que todavía conviven rulemanes y células. Lo demás es fórmica, acero, material plástico. La respiración, la alimentación, la generación, la movilidad, ¡la excreción misma!, ya son etapas superadas. El Inmortal es inmobiliario. Falta una que otra pincelada, es verdad; la emisión de voces, el diálogo, es pasible aún de mejoras. En cuanto a los gastos que eroga, no se preocupe, usted. Por un trámite que obvia legalismos, el aspirante nos traspasa su patrimonio y la firma Narbondo (yo, mi hijo, su descendencia) se compromete a mantenerlo in statu quo, durante los siglos de los siglos.

  Fue entonces que me puso la mano en el hombro. Sentí que me dominaba su voluntad.

  —¡Ja! ¡Ja! ¿Engolosinado, tentado, mi pobre Bustos? Usted precisará unos dos meses para entregarme todo en acciones. En cuanto a la operación, le hago precio de amigo: en vez de los trescientos mil de práctica, doscientos ochenta y cinco, de a mil, se entiende. El resto de su fortuna es suyo. Queda insumido en alojamiento, atención y service. La intervención, en sí, es indolora. Mera amputación y reemplazo. No se problematice. En los últimos días manténgase tranquilo, despreocupado. Nada de comidas pesadas, de tabaco, de alcohol, fuera de un buen whisky a sus horas, envasado en origen. No se deje excitar por la impaciencia.

  —Dos meses, no —le contesté—. Uno me basta y sobra. Salgo de la anestesia y soy un cubo más. Usted ya tiene mi teléfono y mi domicilio: nos mantendremos en comunicación. El viernes, a más tardar, vuelvo por aquí.

  En la puerta de escape me regaló una tarjeta del doctor Nemirovski, que se pondría a mi disposición para todos los trámites de la testamentería.

  Con perfecta compostura caminé hasta la boca del subterráneo. Bajé las escaleras corriendo. Me puse inmediatamente en campaña; esa misma noche me mudé sin dejar un solo rastro al Nuevo Imparcial, en cuyo libro de pasajeros figuro bajo el nombre supuesto de Aquiles Silberman. En la piecita que da al patio del fondo escribo, con barba postiza, esta relación de los hechos.



En Crónicas de Bustos Domecq (1967)

Luego en Jorge Luis Borges. Obras completas en colaboración (con Adolfo Bioy Casares)
© María Kodama, 1995
© Emecé Editores 1979, 1991 y 1997
Barcelona, Emecé, 1997

Imagen: ¿Esculturas? de Borges y  Bioy Casares en La Biela
Obra de Fernando Pugliese
Foto PD, 2012


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