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27/7/17

Jorge Luis Borges reseña tres novelas de William Faulkner








Absalom, Absalom!

Sé de dos tipos de escritor: el hombre cuya central ansiedad son los procedimientos verbales; el hombre cuya central ansiedad son las pasiones y trabajos del hombre. Al primero lo suelen denigrar con el mote de "bizantino" y exaltar con el nombre de "artista puro". El otro, más feliz, conoce los epítetos laudatorios "profundo", "humano", "profundamente humano" y el halagüeño vituperio de "bárbaro". El primero es Swinburne o Mallarmé; el segundo, Céline o Theodore Dreiser. Otros, excepcionales, ejercen las virtudes y los goces de ambas categorías. Víctor Hugo anota que Shakespeare contiene a Góngora: podemos observar que también contiene a Dostoievski... Entre los grandes novelistas, Joseph Conrad fue acaso el último a quien le interesaron por igual los procedimientos de la novela, y el destino y el carácter de las personas. El último, hasta la aparición tremenda de Faulkner.

Faulkner gusta de exponer la novela a través de los personajes. El método no es absolutamente original —El anillo y el libro de Robert Browning (1868) detalla el mismo crimen diez veces, a través de diez bocas y de diez almas—, pero Faulkner le infunde una intensidad que es casi intolerable. Una infinita descomposición, una infinita y negra carnalidad hay en este libro de Faulkner. El teatro es el estado de Mississippi: los héroes, hombres desintegrados por la envidia, por el alcohol, por la soledad, por las erosiones del odio. 

¡Absalón, Absalón! es equiparable a El sonido y la furia. No sé de un elogio mayor.

Enero 1927


The Unvanquished

Es norma general que los novelistas no presenten una realidad, sino su recuerdo. Escriben hechos verdaderos o verosímiles, pero ya revisados y ordenados por la memoria. (Ese proceso, claro está, nada tiene que ver con los tiempos de verbo que se utilicen.) Faulkner, en cambio, quiere a veces recrear el presente puro, no simplificado aún por el tiempo ni siquiera desbastado por la atención. El "presente puro" no pasa de ser un ideal psicológico; de ahí que ciertas descomposiciones de Faulkner resulten más confusas —y ricas— que los hechos originarios.

Faulkner, en obras anteriores, ha jugado poderosamente con el tiempo, deliberadamente ha barajado el orden cronológico, deliberadamente multiplicó los laberintos y los equívocos. Tanto lo hizo que no faltó quien asegurara que derivaba toda su virtud de esas involuciones. Esta novela —directa, irresistible, straightforward— viene a desbaratar esa sospecha. Faulkner no trata de explicar a sus personajes. Nos muestra lo que sienten, lo que obran. Los hechos son extraordinarios, pero su narración es tan vívida que no podemos concebirlos de otra manera. Le vrai peut quelquefois n'étre pas vraisemblable, ha dicho Boileau. (Lo verdadero puede no parecer verosímil.) Faulkner prodiga las inverosimilitudes para parecer verdadero, y lo consigue. Mejor dicho: el mundo que imagina es tan real, que también abarca lo inverosímil.

William Faulkner ha sido comparado con Dostoievski. La aproximación no es injusta, pero el mundo de Faulkner es tan físico, tan carnal, que junto al coronel Bayard Sartoris o a Temple Drake el homicida explicativo Raskolnikov es tenue como un príncipe de Racine... Ríos de agua morena, quintas desordenadas, negros esclavos, guerras ecuestres, haraganas y crueles: el mundo peculiar de The Unvanquished es consanguíneo de esta América y de su historia, es criollo también.

Hay libros que nos tocan físicamente, como la cercanía del mar o de la mañana. Éste —para mí— es uno de ellos.

Junio 1938


The Wild Palms

Que yo sepa, nadie ha ensayado todavía una historia de las formas de la novela, una morfología de la novela. Esa historia hipotética y justiciera destacaría el nombre de Wilkie Collins, que inauguró el curioso procedimiento de encomendar la narración de la obra a los personajes; de Robert Browning, cuyo vasto poema narrativo La sortija y el libro (1888) detalla el mismo crimen diez veces, a través de diez bocas y de diez almas; de Joseph Conrad, que alguna vez mostró dos interlocutores que iban adivinando y reconstruyendo la historia de un tercero. También —con evidente justicia— de William Faulkner. Éste, con Jules Romains, es de los pocos novelistas a quienes interesan por igual los procedimientos de la novela y el destino y carácter de las personas.

En las obras capitales de Faulkner —en Luz de agosto, en El sonido y la furia, en Santuario— las novedades técnicas parecen necesarias, inevitables. En The Wild Palms son menos atractivas que incómodas, menos justificables que exasperantes. El libro consta de dos libros, de dos historias paralelas (y antagónicas) que se alternan. La primera —Wild Palms— es la de un hombre aniquilado por la carnalidad; la segunda —Old Man—, la de un muchacho de ojos descoloridos que trata de asaltar un tren, y a quien, después de muchos y borrosos años de cárcel, el Mississippi desbordado confiere una libertad inútil y atroz. Esta segunda historia, admirable a veces, corta y vuelve a cortar el penoso curso de la primera, en largas interpolaciones.

Es verosímil la afirmación de que William Faulkner es el primer novelista de nuestro tiempo. Para trabar conocimiento con él, la menos apta de sus obras me parece The Wild Palms, pero incluye (como todos los libros de Faulkner) páginas de una intensidad que notoriamente excede las posibilidades de cualquier otro autor.

Mayo 1939



Jorge Luis Borges: Textos cautivos (1986)
Edición de Enrique Sacerio-Garí y Emir Rodríguez Monegal 
© María Kodama, 1995
© Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2016

Foto: William Faulkner, New York, 1954, por Robert Capa




30/5/17

Jorge Luis Borges: Presencia de Miguel de Unamuno






29 de enero de 1937

Sospecho que la obra capital de cuantas escribió Unamuno es El sentimiento trágico de la vida. Su tema es la inmortalidad personal: mejor dicho, las vanas inmortalidades que ha imaginado el hombre, y los horrores y esperanzas que nos impone esa especulación. A muy pocos elude ese tema; los españoles y los sudamericanos afirman, o brevemente niegan, la inmortalidad, pero no tratan de discutirla o de figurársela. (De lo mismo cabe derivar que no creen en ella.) Otros consideran que la obra máxima es su Vida de Don Quijote y Sancho. Decididamente no puedo compartir ese parecido. Prefiero la ironía, las reservas y la uniformidad de Cervantes a las incontinencias patéticas de Unamuno. Nada gana el Quijote con que lo refieran de nuevo, en estilo efusivo; nada gana el Quijote, y algo pierde, con esas azarosas exornaciones tan comparables, en su tipo sentimental, a las que suministra Gustavo Doré. Las obras y la pasión de Unamuno no pueden no atraerme, pero su intromisión en el Quijote me parece un error, un anacronismo.

Quedan los discutidores Ensayos —quizá la obra más viva y duradera de cuanto escribió—, quedan su novela y su teatro. Quedan los tomos de poesías, también. Uno de ellos —el Rosario de sonetos líricos, publicado el año 1911 en Madrid—, lo muestra, en mi opinión, totalmente. Se dice que a un autor debemos buscarlo en sus obras mejores; podría replicarse (paradoja que no hubiera desaprobado Unamuno) que si queremos conocerlo de veras, conviene interrogar las menos felices, pues en ellas —en lo injustificable, en lo imperdonable— está más el autor que en aquellas otras que nadie vacilaría en firmar. En el Rosario de sonetos líricos no faltan las virtudes, pero lo cierto es que las «lacras» son más notorias —y son características de Unamuno.

La impresión inicial es del todo ingrata. Verificamos con horror que un soneto se llama «Salud no, ignorancia», otro «La manifestación antiliberal», otro «A Mercurio cristiano», otro «Hipocresía de la hormiga», otro «A mi buitre». Damos quizá con este verso: 

los en brote y los secos son los mismos ramos

o con esta cuarteta:

No de Apenino en la riente falda,
de Archanda nuestra la que alegra el boche,
recogí este verano a troche y moche
frescas rosas en campo de esmeralda,

y sentimos la vasta incomodidad del hombre que sorprende, sin querer, un secreto ridículo en una persona que aprecia. Sin mayor esperanza, iniciamos una lectura metódica. Gradualmente, los rasgos sueltos se organizan, se atenúan y se confirman, «para dar al mundo (lo estoy diciendo con palabras de Shakespeare) la certidumbre de un hombre». La certidumbre, casi la presencia carnal, del hombre Miguel de Unamuno. 

Todos los temas de Unamuno están en este breve libro. El tiempo:

Nocturno el río de las horas fluye
desde su manantial que es el mañana eterno...

La creencia general ha determinado que el río de las horas —el tiempo— fluye hacia el porvenir. Imaginar el rumbo contrario no es menos razonable, y es más poético.

Unamuno propone esa inversión en los dos versos anteriores; ignoro si llegó alguna vez, en el curso de su numerosa producción, a defender su tesis...

La fe como sustancia del porvenir, según la definición de San Pablo. El deber moral de conquistar la fama y la inmortalidad aparecen reflejados en los siguientes endecasílabos:

Yo te espero, sustancia de la vida:
no he de pasar cual sombra desvaída
en el rondón de la macabra danza,
pues para algo nací; con mi flaqueza
cimientos echaré a tu fortaleza
y viviré esperándote, ¡Esperanza!

El apetito generoso de eternidad, el temor de que se pierda el pasado:

Es revivir lo que viví mi anhelo
y no vivir de nuevo nueva vida,
hacia un eterno ayer haz que mi vuelo
emprenda sin llegar a la partida,
porque, Señor, no tienes otro cielo
que de mi dicha llene la medida.

La valerosa fe del incrédulo:

... Sufro yo a tu costa
Dios no existente, pues si Tú existieras
existiría yo también de veras.

El parejo amor de sus dos regiones de España:

Es Vizcaya en Castilla mi consuelo,
y añoro en mi Vizcaya mi Castilla.

No es imposible (y sin duda es inofensivo) asimilar todos los géneros literarios a la novela. El cuento es un capítulo virtual, cuando no es un resumen, la historia es una antigua variedad de la novela histórica, la fábula, una forma rudimental de la novela de tesis; el poema lírico, la novela de un solo personaje, que es el poeta. El centenar de piezas que componen el Rosario de sonetos líricos nos da la plenitud de su personaje: Miguel de Unamuno. Macaulay, en alguno de sus estudios, se maravilla de que las imaginaciones de un hombre lleguen a ser los íntimos recuerdos de miles de otros. Esa omnipresencia de un yo, esa continua difusión de un alma en las almas, es una de las operaciones del arte, acaso la esencial y la más difícil.

Yo entiendo que Unamuno es el primer escritor de nuestro idioma. Su muerte corporal no es su muerte; su presencia —discutidora, gárrula, atormentada, a veces intolerable—, está con nosotros.





Jorge Luis Borges: Textos cautivos (1986)
Edición de Enrique Sacerio-Garí y Emir Rodríguez Monegal 
© María Kodama, 1995
© Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2016

Foto: Miguel de Unamuno y Jugo at the University of Salamanca, January 1900
Archive Getty Images


10/2/17

Jorge Luis Borges: Biografía sintética y poemas de Carl Sandburg








16 de octubre de 1936

Carl Sandburg —acaso el primer poeta de Norteamérica y sin duda el más norteamericano— nació en Galesburg, estado de Illinois, el 6 de enero de 1878. Su padre era un herrero sueco, August Jonsson, empleado en los talleres del Ferrocarril de Chicago. Como los Jonsson, Johnson, Jensen, Johnston, Johnstone, Jason, Janssen y Jansen abundaban en el taller, su padre se mudó a otro apellido más inequívoco y optó por el de Sandburg.

Sin recurrir a la transmigración, Carl Sandburg —como Walt Whitman, como Mark Twain, como su compañero Sherwood Anderson— ha cursado muchos destinos, algunos de lo más laboriosos. De los trece a los diecinueve años fue sucesivamente portero en una barbería, carrero, tramoyista, peón en un horno de ladrillos, carpintero, lavaplatos en hoteles de Kansas City, Omaha y Denver, peón de chacra, atorrante, pintor de estufas y pintor de paredes. En el 98 se alistó como voluntario en el seis de infantería de Illinois, y sirvió casi un año en Puerto Rico, contra los españoles. Un compañero de armas lo instó a educarse. A su vuelta ingresó en el Colegio de Galesburg. De esa fecha (1899-1902) datan sus primeros escritos: algunos ejercicios en prosa y verso que no se parecen a él. En aquel tiempo, Sandburg creía que le interesaba más el basketball que las letras. Su primer libro —que es de 1904— ya contiene algunos renglones que un discípulo suyo no rehusaría. El Sandburg esencial tarda diez años más en aparecer, en el poema «Chicago». Casi inmediatamente, América lo reconoce, lo aplaude, lo aprende de memoria, y también lo insulta. Como su poesía no tiene rimas, los opositores resuelven que no es poesía. Los partidarios contraatacan, invocando los nombres y los ejemplos de Enrique Heine, del rey David y de Walt Whitman. Inútil repetir la discusión, todavía corriente en Buenos Aires, aunque ya del todo arrumbada en los otros países del mundo...

En 1908, Sandburg (entonces periodista en Milwaukee) se casó. En 1917 entró en el Daily News; en 1918 hizo un piadoso viaje a Suecia y Noruega, tierras de sus mayores. Un par de años después publicó Smoke and Steel (Humo y Acero). La dedicatoria es así: «Al coronel Eduardo J. Steichen, pintor de nocturnos y rostros, grabador de vislumbres y de momentos, oyente de vientos azules de la tarde y frescas rosas amarillas, soñador y hallador, jinete de grandes mañanas en jardines, valles, batallas».

Sandburg ha recorrido los diversos estados de la Unión, dando conferencias, leyendo con lenta intensidad sus poemas, recogiendo y cantando viejos cantares. Hay discos de fonógrafo que registran la seria voz y la guitarra de Sandburg. Las poesías de Sandburg están compuestas en un inglés que se parece a su voz y a su modo de hablar: un inglés oral, conversado, con palabras que no están en los diccionarios y que están en las calles americanas, un inglés criollo en suma. En sus poemas hay un juego incesante de falsas torpezas, de habilidades que quieren pasar por descuidos.

Hay en Carl Sandburg una fatigada tristeza, una tristeza de atardecer en la llanura, de ríos barrosos, de recuerdos inútiles y precisos, de hombre que siente día y noche el desgaste del tiempo. Whitman, en un Nueva York de tres o cuatro pisos, celebró las ciudades verticales que se tiran al cielo; Sandburg, en la vertiginosa Chicago, suele prever el tiempo remoto en que la soledad, las ratas y la llanura se repartirán los escombros de su ciudad.

Sandburg ha publicado seis libros de poemas. Uno de los últimos se titula Buenos días, América. Es autor, asimismo, de tres libros de cuentos para niños y de una minuciosa biografía de los años mozos de Lincoln, otro hombre de Illinois. En septiembre de este año ha publicado un largo poema épico: El pueblo, sí.

Un poema de Sandburg: Calles demasiado viejas

Caminé por las calles de una vieja ciudad, y eran flacas las calles como gargantas de pescados duros del mar, salados y guardados en barriles por muchos años.

¡Qué viejas, qué viejas, qué viejas somos! —seguían diciendo las paredes, arrimadas unas a otras como mujeres viejas del pueblo, como viejas comadres que están cansadas y que hacen lo indispensable.

Lo más grande que la ciudad podía ofrecerme a mí, un forastero, eran estatuas de los reyes, en cada esquina bronces de reyes, viejos reyes barbudos que escribían libros y hablaban del amor de Dios para todos los pueblos, y reyes jóvenes que atravesaron con ejércitos las fronteras, rompiendo la cabeza de los contrarios y agrandando sus reinos.

Lo más extraño de todo para mí, un extraño en esta vieja ciudad, era el ruido del viento que serpeaba en las axilas y en los dedos de los reyes de bronce: ¿No hay evasión? ¿Esto durará para siempre?

Temprano, en una racha de nieve, uno de los reyes gritó: «Échenme abajo, donde no me puedan mirar las comadres cansadas; tiren el bronce mío a un fuego feroz, y fúndanme en collares para niños que bailan».

16 de octubre de 1936

Poemas del norteamericano Carl Sandburg*

Sombreros

¿A quiénes pertenecen, sombreros?
¿Quién está debajo de ustedes?
Desde el borde de la frente de un rascacielos
Miré y vi: sombreros: cincuenta mil,
hormigueando con un rumor de abejas y de rebaños, de hacienda y de cascadas,
parándose con un silencio de musgo marino, un silencio de trigo en la llanura.
Sombreros: contadme vuestras grandes esperanzas.



Plegaria después de la guerra mundial

Errante soñadora de ultramar,
que buscas y estás ronca, ¡oh, hija y madre!,
¡Oh, hija de cenizas y madre de sangre!
Niña del pelo suelto y las lágrimas,
Niña de la cruz en el Sur
y de la estrella en el Norte,
Guardiana del Egipto y de Rusia y de Francia,
Guardiana de Inglaterra y de Polonia y de España,
te pedimos un canto para mañana,
un nuevo sueño para nosotros que olvidamos,
que de la tormenta salga una estrella.
Luchen, ¡oh, yunques!, y ayúdenla.
Tejan con su lana ¡oh, vientos y cielos!
Que tu hierro y tu cobre colaboren,
¡oh, cieno de la vieja tierra obscura!
Errante soñadora de ultramar,
que cantas cenizas y sangre,
niña de las cicatrices de fuego,
los que olvidamos te pedimos un sueño,
que de la tormenta salga una estrella.

6 de enero de 1939


En Textos cautivos (1986)
© 1995 María Kodama

© 2016 Penguin House Mondadori
* En esta sección no se incluyen los poemas Sombrero
y Plegaria después de la guerra mundial

También en Borges en El Hogar (2000)
Publicación original en revista El Hogar 
16 de octubre de 1936 y 6 de febrero de 1939

Imagen: Carl Sandburg y Marilyn Monroe 
fotografiados por Arnold Newman en 1962 Vía



4/2/17

Jorge Luis Borges: Eduardo Gutiérrez, escritor realista








Descartada la guerra con España, cabe afirmar que las dos tareas capitales de Buenos Aires fueron la guerra sin cuartel con el gaucho y la apoteosis literaria del gaucho. Setenta despiadados años duró esa guerra. La encendieron, en los campos quebrados del Uruguay, los hombres de Artigas. All the sad variety of Hell, toda la triste variedad del infierno, cabe en su evolución. Laprida es ultimado en el Pilar y su muerte es oscura; Mariano Acha es decapitado en Angaco; la cabeza de Rauch pende del arzón de un caballo en las pampas del sur; Estomba, enloquecido por el desierto, teje y desteje con sus tropas hambrientas un insensato laberinto de marchas; Lavalle, hastiado, muere en el patio de una casa en Jujuy. Buenos Aires les concede un bronce, una calle, y los olvida. Buenos Aires prefiere pensar en un mito cuyo nombre es el gaucho. La vigilia y los sueños de Buenos Aires producen lentamente el doble mito de la pampa y el gaucho. 
¿Qué aporte peculiar el de Gutiérrez en la formación de ese culto? El primer tomo de la Literatura argentina de Rojas casi no le reconoce otro mérito que el de ser "la personalidad que eslabona el ciclo épico de Hernández, o sea la tradición de los gauchescos en verso, con el nuevo ciclo de los gauchos en la novela y el teatro". 
Luego denuncia "la superficialidad del modelado, la pobreza del color, la vulgaridad del movimiento y, sobre todo, la trivialidad del lenguaje" y deplora, en el mismo dialecto pictórico y pintoresco, "que la cercanía del modelo, y un exceso de realismo en la perspectiva, unido a la ligereza de la forma, le impidiesen dejarnos en sus vigorosas crónicas rurales verdaderas novelas, dignas de ese nombre por el argumento y por la forma". Además, pondera la simpatía de Gutiérrez "por el noble hijo del desierto", saluda de paso a su hermano Carlos, "un bello espíritu, nutrido y gentil" y anota que "la influencia del Martín Fierro sobre sus argumentos gauchescos es evidente en el paralelismo de ambas creaciones".
El último rasgo es, tal vez, injusto. El favor alcanzado por Martín Fierro había indicado la oportunidad de otros gauchos no menos acosados y cuchilleros. Gutiérrez se encargó de suministrarlos. Sus novelas, ahora, pueden parecer un infinito juego de variaciones sobre los dos temas de Hernández "pelea de Martín Fierro con la partida" y "pelea de Martín Fierro y de un negro". Cuando se publicaron, sin embargo, nadie imaginó que esos temas fueran privativos de Hernández; todos conocían la pública realidad que los abastecía a los dos. Además, ciertas peleas de Gutiérrez son admirables. Recuerdo una, creo que la de Juan Moreira y Leguizamón. Las palabras de Gutiérrez se me han borrado; queda la escena. A puñaladas pelean dos paisanos en una esquina de una calle en Navarro. Ante los hachazos del otro, uno de los dos retrocede. Paso a paso, callados, aborreciéndose, pelean toda la cuadra. En la otra esquina, el primero hace espalda en la pared rosada del almacén. Ahí el otro, lo mata. Un sargento de la policía provincial ha visto ese duelo. El paisano, desde el caballo, le ruega que le alcance el facón que se le ha olvidado. El sargento, humilde, tiene que forcejear para arrancarlo del vientre muerto... Descontada la bravata final, que es como una rúbrica inútil, ¿no es memorable esa invención de una pelea caminada y callada? ¿No parece imaginada para el cinematógrafo? 
Moreira, sin embargo, no es la novela de Gutiérrez que yo suelo recomendar o prestar. Prefiero una que es casi desconocida y que debió de desconcertar vagamente a su honesta clientela de compadritos, tan veneradores del gaucho. Hablo de la sincera biografía de Guillermo Hoyo, cuchillero que fue de San Nicolás, alias Hormiga Negra. Quienes no se dejen desalentar por la incivilidad del estilo (que harto merece todas las reprobaciones de Rojas) percibirán en esa novela el satisfactorio, el no usado, el casi escandaloso sabor de la veracidad. Es verosímil que le dé valor el contraste con la pompa sentimental de todas las ulteriores novelas gauchas, sin excluir a las otras de Gutiérrez y al Don Segundo Sombra. 
Lo cierto es que de todos los gauchos malos en que nuestras letras abundan, ninguno me parece tan real como el hosco muchacho atravesado Guillermo Hoyo, que vistea por broma con su padre y acaba por marcarle una puñalada, que es el orgullo de éste. Moreira, en las páginas de Gutiérrez, es un lujoso personaje de Byron que dispensa con pareja solemnidad la muerte y la lágrima; Hormiga Negra es el muchachuelo perverso que empieza por golpear a una vieja y que la amenaza de muerte "la primera vez que usté se limpie las manos o el arreador en el cuerpo de su hija, que es cosa mía". Luego se va enviciando en el crimen, en el gratuito goce físico de matar. En su enconada historia hay capítulos que no olvidaré: por ejemplo, su pelea con el guapo santafecino Filemón Albornoz, pelea que los dos casi rehúyen y a la que los empuja su fama. 
Sarmiento, en el Facundo, compone una acusación; Hernández, en el Martín Fierro, un alegato: Güiraldes, en el Don Segundo Sombra, un acto de fe... 
A Gutiérrez le basta mostrar un hombre, le basta "darnos la certidumbre de un hombre", para decirlo con las palabras duraderas de Hamlet. No sé si el "verdadero" Guillermo Hoyo fue el hombre de viaraza y de puñalada que describe Gutiérrez; sé que el Guillermo Hoyo de Gutiérrez es verdadero. He interrogado: ¿Qué aporte peculiar el de Gutiérrez en el mito del gaucho? Acaso puedo contestar: Refutarlo. Eduardo Gutiérrez (cuya mano escribió treinta y un libros) ha muerto, quizá definitivamente. Ya las obras "del renombrado autor argentino" ralean en los quioscos de la calle Brasil o de Leandro Alem. Ya no le quedan otros simulacros de vida que alguna tesis de doctorado o que un artículo como este que escribo: también, modos de muerte. 
Inútil pretender que perdura en el corazón de su pueblo. Acaso su epitafio más firme sea esta nota marginal de Lugones, que es del año 1911: "...aquel ingenioso Eduardo Gutiérrez, especie de Ponson du Terrail de nuestro folletín, mordiente como una chaira para sacar filo de epigrama a lo ridículo, a crédito ilimitado con la jovialidad, musa, entonces, de las gacetas porteñas; y, en medio de todo, el único novelista nato que haya producido el país, si bien malgastado por nuestra eterna dilapidación de talento". 
Eduardo Gutiérrez, autor de folletines lacrimosos y ensangrentados, dedicó buena parte de sus años a novelar el gaucho según las exigencias románticas de los compadritos porteños. Un día, fatigado de esas ficciones, compuso un libro real, el Hormiga Negra. Es, desde luego, una obra ingrata. Su prosa es de una incomparable trivialidad. La salva un solo hecho, un hecho que la inmortalidad suele preferir: se parece a la vida.


En Textos Cautivos (1986)
En Miscelánea (1995, 2011)
Primera publicación en El Hogar
9 de abril de 1937, Año 33, Número 1434
Borges en el Ateneo Esteban Echeverría de San Fernando, 24 de octubre de 1975
Foto Cortesía de Esteban Gilardoni



13/1/17

Jorge Luis Borges: Biografía sintética de James Langston Hughes








19 de febrero de 1937

Salvo en ciertos poemas de Countée Cullen, la literatura negra, hoy por hoy, adolece de una contradicción que es inevitable. El propósito de esa literatura es demostrar la insensatez de todos los prejuicios raciales, y sin embargo no hace otra cosa que repetir que es negra: es decir, que acentuar la diferencia que está negando.

El poeta negro James Langston Hughes nació el 1° de febrero del año 1902 en Joplin, Missouri. Sus abuelos maternos eran negros libres y propietarios. Su padre era abogado. Hasta los catorce años, James Langston Hughes vivió en el estado de Kansas. Se hizo jinete ahí: ahí aprendió a estribar derecho y a tirar el lazo certero. Hacia 1908 pasó un verano en Méjico, cerca de la ciudad de Toluca. Tembló la tierra, temblaron las montañas, y James Langston Hughes no se olvidará de miles de hombres silenciosos y arrodillados mientras temblaba lentamente la tierra y el cielo estaba azul. 

En 1919 aparecieron los primeros poemas torpemente compuestos bajo el influjo de Claude McKay y de Carl Sandburg. En 1920 regresó a Méjico. En 1922, después de un año de indecisos estudios en la Universidad de Columbia, se embarcó para el África. "En Dakar vi el desierto", refiere, "robé un mono en el Congo, probé vino de palma en la Costa de Oro, y me sacaron, casi ahogado, del Níger." Ese viaje fue el primero de muchos. "En los mejores restaurantes de París he conocido el hambre", dice en otro lugar. "He sido portero de un cabaret de la rue Fontaine, sin otro sueldo que las propinas. Como los parroquianos eran franceses, el sueldo —noche a noche— ascendía a cero. He sido segundo cocinero en el Grand Duc. He pasado días felicísimos en Génova, sin un centavo en el bolsillo, alimentándome de higos y de pan negro. He lavado los puentes del vapor que me trajo a New York." 

En 1925 ganó un premio de ciento cincuenta dólares por su poema "Una casa en Taos". En 1926 salió su primer libro: Los blues cansados. Luego, otro libro de poemas: Ropa fina para el judío (1927), y una novela: No sin risa (1930).



El negro habla de ríos 

He conocido ríos...
He conocido ríos antiguos como el mundo y más antiguos que la fluencia de sangre humana 
          por las venas humanas.
Mi espíritu se ha ahondado como los ríos.
Me he bañado en el Eufrates cuando las albas eran jóvenes.
He armado mi cabaña cerca del Congo y me ha arrullado el sueño,
he tendido la vista sobre el Nilo y he levantado las pirámides en lo alto.
He escuchado el cantar del Mississippi cuando Abe Lincoln bajó a New Orleans,
y he visto su barroso pecho dorarse todo con la puesta del sol.

He conocido ríos:
ríos inmemoriales, oscuros.
Mi espíritu se ha ahondado como los ríos.

Langston Hughes


En Textos cautivos (1986)
© 1995 María Kodama
© 2016 Penguin House Mondadori
También en Borges en El Hogar (2000)
Publicación original en revista El Hogar
19 de febrero de 1937
Imagen: Langston Hughes en Harlem por Robert W. Kelley (junio de 1958) Vía


15/12/16

Jorge Luis Borges: Definición del germanófilo







13 de diciembre de 1940


Los implacables detractores de la etimología razonan que el origen de las palabras no enseña lo que éstas significan ahora; los defensores pueden replicar que enseña, siempre, lo que éstas ahora no significan. Enseña, verbigracia, que los pontífices no son constructores de puentes; que las miniaturas no están pintadas al minio; que la materia del cristal no es el hielo; que el leopardo no es un mestizo de pantera y de león; que un candidato puede no haber sido blanqueado; que los sarcófagos no son lo contrario de los vegetarianos; que los aligatores no son lagartos; que las rúbricas no son rojas como el rubor; que el descubridor de América no es Américo Vespucci y que los germanófilos no son devotos de Alemania.

Lo anterior no es una falsedad, ni siquiera una exageración. He tenido el candor de conversar con muchos germanófilos argentinos; he intentado hablar de Alemania y de lo indestructible alemán; he mencionado a Hölderlin, a Lutero, a Schopenhauer o a Leibnitz; he comprobado que el interlocutor "germanófilo" apenas identificaba esos nombres y prefería hablar de un archipiélago más o menos antártico que descubrieron en 1592 los ingleses y cuyas relaciones con Alemania no he percibido aún. 

La ignorancia plenaria de lo germánico no agota, sin embargo, la definición de nuestros germanófilos. Hay otros rasgos privativos, quizá tan necesarios como el primero. Uno de ellos: al germanófilo le entristece muchísimo que las compañías de ferrocarriles de cierta república sudamericana tengan accionistas ingleses. También le apesadumbran los rigores de la guerra sudafricana de 1902. Es, asimismo, antisemita; quiere expulsar de nuestro país a una comunidad eslavogermánica en la que predominan apellidos de origen alemán (Rosenblatt, Gruenberg, Nierenstein, Lilienthal) y que habla un dialecto alemán: el yiddish o juedisch.

De lo anterior cabría tal vez inferir que el germanófilo es realmente un anglófobo. Ignora con perfección a Alemania, pero se resigna al entusiasmo por un país que combate a Inglaterra. Ya veremos que tal es la verdad, pero no toda la verdad, ni siquiera su parte significativa. Para demostrarlo reconstruiré, reduciéndola a lo esencial, una conversación que he tenido con muchos germanófilos, y en la que juro no volver a incurrir, porque el tiempo otorgado a los mortales no es infinito y el fruto de esas conferencias es vano.

Invariablemente mi interlocutor ha empezado por condenar el Pacto de Versalles, impuesto por la mera fuerza a Alemania en 1919. Invariablemente yo he ilustrado ese fallo condenatorio con un texto de Wells o de Bernard Shaw, que denunciaron en la hora de la victoria ese documento implacable. El germanófilo no ha rehusado nunca ese texto. Ha proclamado que un país victorioso debe prescindir de la opresión y de la venganza. Ha proclamado que era natural que Alemania quisiera anular ese ultraje. Yo he compartido su opinión. Después, inmediatamente después, ha ocurrido lo inexplicable. Mi prodigioso interlocutor ha razonado que la antigua injusticia padecida por Alemania la autoriza en 1940 a destruir no sólo a Inglaterra y a Francia (¿por qué no a Italia?), sino también a Dinamarca, a Holanda, a Noruega: libres de toda culpa en esa injusticia. En 1919 Alemania fue maltratada por enemigos: esa todopoderosa razón le permite incendiar, arrasar, conquistar todas las naciones de Europa y quizá del orbe... El razonamiento es monstruoso, como se ve.

Tímidamente yo señalo ese monstruo a mi interlocutor. Este se burla de mis anticuados escrúpulos y alega razones jesuíticas o nietzscheanas: el fin justifica los medios, la necesidad carece de ley, no hay otra ley que la voluntad del más fuerte, el Reich es fuerte, la aviación del Reich ha destruido a Coventry, etcétera. Yo murmuro que me resigno a pasar de la moral de Jesús a la de Zarathustra o de Hormiga Negra, pero que nuestra rápida conversión nos prohíbe apiadarnos de la injusticia que en 1919 sufre Alemania. En esa fecha que él no quiere olvidar, Inglaterra y Francia eran fuertes; no hay otra ley que la voluntad de los fuertes; por consiguiente, esas naciones calumniadas procedieron muy bien al querer hundir a Alemania, y no cabe aplicarles otra censura que la de haber estado indecisas (y hasta culpablemente piadosas) en la ejecución de ese plan. Desdeñando esas áridas abstracciones, mi interlocutor inicia o esboza el panegírico de Hitler: varón providencial cuyos infatigables discursos predican la extinción de todos los charlatanes y demagogos, y cuyas bombas incendiarias, no mitigadas por palabreras declaraciones de guerra, anuncian desde el firmamento la ruina de los imperialismos rapaces. Después, inmediatamente después, ocurre el segundo prodigio. Es de naturaleza moral y es casi increíble.

Descubro, siempre, que mi interlocutor idolatra a Hitler, no a pesar de las bombas cenitales y de las invasiones fulmíneas, de las ametralladoras, de las delaciones y de los perjurios, sino a causa de esas costumbres y de esos instrumentos. Le alegra lo malvado, lo atroz. La victoria germánica no le importa; quiere la humillación de Inglaterra, el satisfactorio incendio de Londres. Admira a Hitler como ayer admiraba a sus precursores en el submundo criminal de Chicago. La discusión resulta imposible porque las fechorías que imputo a Hitler son encantos y méritos para él. Los apologistas de Artigas, de Ramírez, de Quiroga, de Rosas o de Urquiza disculpan o mitigan sus crímenes; el defensor de Hitler deriva de ellos un deleite especial. El hitlerista, siempre, es un rencoroso, un adorador secreto, y a veces público, de la "viveza" forajida y de la crueldad. Es, por penuria imaginativa, un hombre que postula que el porvenir no puede diferir del presente, y que Alemania, victoriosa hasta ahora, no puede empezar a perder. Es el hombre ladino que anhela estar de parte de los que vencen.

No es imposible que Adolf Hitler tenga alguna justificación; sé que los germanófilos no la tienen.



En Textos cautivos (1986)
Foto: Borges en su casa en 1981
por Eduardo Di Baia/AP



22/7/16

Jorge Luis Borges: Biografía sintética de Edgar Lee Masters






Hace muchas generaciones que Edgar Lee Masters está en América; uno de sus antepasados, Israel Putnum, se batió hace dos siglos con los ingleses de Sir William Howe y con los pieles rojas, y lo conmemora una estatua.

El 23 de agosto de 1869 Edgar Lee Masters nació en el estado de Kansas. Los años de su infancia transcurrieron en Illinois, a una legua de Sangamon River: una infancia de agua y de árboles y de paseos a caballo o en coche. También de libros, porque en la quinta de los Masters había un Shakespeare dolorosamente ilustrado, un ejemplar de las aventuras de Tom Sawyer y otro de los cuentos de Grimm. (En esa biblioteca brevísima, de formación casual, figuraba asimismo un ejemplar de Las mil y una noches; pero ésas nunca le agradaron). De chico, Edgar Lee Masters aprendió alemán. "El hecho tiene alguna importancia", escribió hace poco, "pues el conocimiento del alemán acabó por acercarme a la obra de Goethe. Shelley, Byron, Keats, Swinburne, el propio Wordsworth, hace ya muchos años que me dejaron, pero Goethe siempre está cerca."

A principios de 1891 Lee Masters se graduó en derecho. En el estudio de su padre trabajó más de un año, para trasladarse luego a Chicago, donde abrió estudio propio, que no dejó hasta 1920. Entonces en Chicago, como en Buenos Aires ahora, a un abogado no le convenía confesarse culpable de "versitos". De ahí que sus primeros libros aparecieran bajo seudónimo. A nadie interesaron y tampoco le gustaban a él. En el verano de 1908 visitó la tumba de Emerson, y pensó que el destino lo había derrotado y que eso no importaba.

Hacia 1914 un amigo le prestó un ejemplar de la Antología griega. De la displicente lectura del libro séptimo de esa famosa recopilación de epigramas, editada a principios del siglo X, nació en Edgar Lee Masters el plan de la Antología de Spoon River —que es una de las obras más auténticas de la literatura de América. Se trata de una serie de doscientos epitafios imaginarios, escritos en primera persona, que registran la íntima confesión de las mujeres y los hombres de un pueblo del Middle West. A veces la mera yuxtaposición de dos epitafios —por ejemplo, de un hombre y de su mujer— deja entrever una tragedia o importa una ironía. El éxito alcanzado fue enorme, y también el escándalo. Edgar Lee Masters, desde entonces, ha publicado muchos libros de versos, con la esperanza de repetirlos. Ha imitado a Whitman, a Browning, a Byron, a Lowell, a Edgar Lee Masters. Del todo en vano: es, por antonomasia, el autor de la Antología de Spoon River.

En 1931 publicó en prosa Lincoln, el hombre, que ensaya una demolición del héroe, a quien acusa de hipocresía, de rencor, de crueldad, de torpeza mental y de indiferencia.

Otros libros de Masters: Cantos y sátiras (1916), El gran valle (1917), Peñasco hambriento (1919), El mar abierto (1921), La nueva antología de Spoon River (1924), La suerte del jurado (1929). El último, Poemas de personas, ha sido publicado en agosto de 1936.


Ana Rutdedge
Epitafio

Oscura, indigna, pero salen de mí
las vibraciones de una música eterna:
"Sin rencor para nadie, con amor para todos".
En mí el perdón de millones de hombres para millones
y la faz bienhechora de una nación
resplandeciente de justicia y verdad.
Soy Ana Rutledge que reposa bajo esta hierba,
adorada en vida por Abrahán Lincoln,
desposada con él, no por la unión,
sino por la separación.
Florece para siempre, oh república,
del polvo de mi pecho.

Edgard Lee Masters







En Textos cautivos (1986)
También en Borges en El Hogar (2000)
Publicación original en revista El Hogar 
11 de diciembre de 1936

Imagen: Estampilla de 1970 
con retrato de Edgar Lee Masters. Vía 
Al pie: Lápida de Anne Rutledge en Petersburg, Illinois, con los versos de Edgar Lee Masters Vía


27/5/16

Jorge Luis Borges: Kipling y su autobiografía








Ramón Fernández, en algún número reciente de la N.R.F., anota que a las biografías noveladas han seguido las autobiografías en el favor del público. Las autobiografías noveladas, dirá el incrédulo; pero el hecho es que el autobiógrafo es harto menos efusivo que el biógrafo, y que Ludwig es más conocedor de la intimidad de Jesús o de nuestro general San Martín que Julien Benda de la propia... Se han publicado últimamente las autobiografías de Wells, de Chesterton, de Alain y de Benda; a ésas acaba de agregarse la inconclusa de Kipling. Se titula Something of Myself  —«Algo de mí mismo»— y el texto cumple con la reticencia del título. Yo, por mi parte, deploro no poder deplorar esa reticencia. Entiendo que el interés de cualquier autobiografía es de orden psicológico, y que el hecho de omitir ciertos rasgos no es menos típico de un hombre que el de abundar en ellos. Entiendo que los hechos valen como ilustración del carácter y que el narrador puede silenciar los que quiere. Regreso, siempre, a la conclusión de Mark Twain, que tantas noches dedicó a este problema de la autobiografía: «No es posible que un hombre cuente la verdad sobre él mismo, o deje de comunicar al lector la verdad sobre él mismo».

Indiscutiblemente, los más gratos capítulos del volumen son los que corresponden a los años de infancia y juventud. (Los otros, los adultos, están contaminados de odios inverosímiles y anacrónicos: odio a los Estados Unidos, a los irlandeses, a los boers, a los alemanes, a los judíos, al espectro de Mr. Oscar Wilde).

Alguna parte del encanto especial de las páginas preliminares deriva de un procedimiento de Kipling. Éste (a diferencia del ya supracitado Julien Benda, que en su Jeunesse d'un elere ha deformado sutilmente su infancia en términos de su aversión por Maurice Barres) no ha permitido que intervenga el presente en la narración del pasado. Los ilustres amigos de su casa —Burne-Jones o Williams Morris— son menos importantes en su relato, en los años pueriles de su relato, que una cabeza de leopardo embalsamada o un piano negro. Rudyard Kipling, igual que Marcel Proust, recupera el tiempo perdido, pero no quiere elaborarlo, entenderlo. Se complace en el antiguo sabor:

«Del otro lado de los verdes espacios que rodeaban la casa había un lugar maravilloso, lleno de olores a pintura y aceite, y de pedazos de masilla con los que yo podía jugar. Una vez que iba solo a ese lugar, orillé un vasto abismo que tendría un pie de profundidad, donde me acometió un monstruo alado tan grande como yo. Desde entonces no me alegran las gallinas.

»Luego pasaron esos días de fuerte luz y oscuridad, y hubo un tiempo en un buque con un enorme semicírculo que tapaba la vista de cada lado. Hubo un tren cruzando un desierto (no habían abierto aún el canal de Suez) y un alto, y una niñita arrebujada en un chal en el asiento frente a mí, cuyo rostro no me ha dejado. Hubo después una tierra oscura y un cuarto más oscuro lleno de frío, en una de cuyas paredes una mujer blanca hizo un fuego desnudo y yo grité de miedo, porque nunca había visto una chimenea.»

Para la gloria, pero también para las injurias, Kipling ha sido equiparado al Imperio Británico. Los imperialistas ingleses han voceado su nombre y las moralidades de «If» y aquellas estentóreas páginas de su obra, que publican la innumerable variedad de las cinco naciones —el Reino Unido, el Indostán, Canadá, Sudáfrica, Australia— y el sacrificio alegre del individuo al destino imperial. Los enemigos del imperio (o partidarios de otros imperios, verbigracia: del presente Imperio Soviético) lo niegan o lo ignoran.

Los pacifistas contraponen a su obra múltiple la novela, o las dos novelas, de Erich María Remarque, y olvidan que las más alarmantes novedades de Sin novedad en el frente —infamia e incomodidad de la guerra, signos particulares del miedo físico entre los héroes, uso y abuso del «argot» militar—, están en las Baladas cuarteleras del reprobado Rudyard, cuya primera serie data de 1892. Naturalmente, ese «crudo realismo» fue condenado por la crítica victoriana; ahora sus continuadores realistas le echan en cara algún rasgo sentimental. Los futuristas italianos olvidan que fue, sin duda, el primer poeta de Europa que tomó de musa a la maquina... Todos, en fin —detractores o exaltadores—, lo reducen a mero cantor del imperio y propenden a creer que un par de simplísimas ideas de orden político pueden agotar el análisis de veintisiete variadísimos tomos de orden estético. La creencia es burda; basta enunciarla para convencerla de error.

He aquí lo indiscutible: la obra —poética y prosaica— de Kipling es infinitamente más compleja que las tesis que ilustra. (Lo contrario, dicho sea entre paréntesis, sucede con el arte marxista: la tesis es compleja, como que deriva de Hegel, y el arte que la ilustra es rudimental.) Al igual de todos los hombres, Rudyard Kipling fue muchos hombres —el caballero inglés, el imperialista, el bibliófilo, el interlocutor de soldados y de montañas—; pero ninguno con más convicción que el artífice. El craftsman, para decirlo con la misma palabra a la que volvió siempre su pluma. En su vida no hubo pasión como la pasión de la técnica. «Misericordiosamente —escribe—, el mero acto de escribir ha sido siempre para mí un placer físico. De ahí que me resultara fácil tirar lo que no me había salido bien y hacer, como quien dice, escalas.» Y en otra página:

«En las ciudades de Lahore y de Allahabad hice mis primeros experimentos con los colores, pesos, perfumes y atributos de las palabras en relación con otras palabras, ya repetidas en voz alta para retener el oído, ya desgranadas en la página impresa para atraer la vista.»

No sólo trata Kipling de las inmateriales palabras, sino de otros acólitos más humildes, y por cierto más serviciales, del escritor:

«En el 89 conseguí tintero de barro, en el que fui grabando, a punta de alfiler o de cortaplumas, los nombres de los cuentos y de los libros que extraje de su fondo. Pero las mucamas de la vida conyugal han borrado esos nombres, y mi tintero, ahora, es más indescifrable que un palimpsesto. Exigí, siempre, la más lóbrega de las tintas. Mi genio familiar abominó de las que son negro-azuladas, y no di jamás con un bermellón digno de rubricar iniciales mientras uno espera la brisa. Mis blocs siguieron un modelo especial de hojas amplias, azules, tirando a blancas, de las que fui muy gastador. Pude prescindir, sin embargo, de todas esas solteronerías (oldmaideries) cuando lo requirieron los viajes. Sólo podía anonadarme un lápiz de plomo —quizá porque en mis tiempos de repórter usé un lápiz de plomo. Cada uno tiene su método. Yo dibujaba rudamente lo que quería recordar... A izquierda y a derecha de mi mesa había dos grandes esferas, en una de las cuales un aviador había indicado con pintura blanca las vías aéreas al Oriente y a Australia, que ya estaban en uso antes de mi muerte».

He dicho que en la vida de Kipling no hubo pasión como la pasión de la técnica. Buena ilustración de ello son los últimos cuentos que publicó —los de Limits and Renewals—, tan experimentales, tan esotéricos, tan injustificables e incomprensibles para el lector que no es del oficio, como los juegos más secretos de Joyce o de don Luis de Góngora.



En Textos cautivos (1986)
También en Borges en El Hogar (2000)
Publicación original en revista El Hogar 
26 de marzo de 1937
Imagen: Borges niño leyendo a Kipling, de Claudio Isaac. Vía


6/5/16

Jorge Luis Borges: Biografía sintética de Virginia Woolf







Virginia Woolf ha sido considerada "el primer novelista de Inglaterra". La jerarquía exacta no importa, ya que la literatura no es un certamen, pero lo indiscutible es que se trata de una de las inteligencias e imaginaciones más delicadas que ahora ensayan felices experimentos con la novela inglesa. 

Adelina Virginia Stephen nació en Londres en 1882. (El primer nombre se desvaneció sin dejar un rastro.) Es hija de Mr. Leslie Stephen, compilador de biografías de Swift, de Johnson y de Hobbes, libros cuyo valor está en la buena claridad de la prosa y en la precisión de los datos, y que ensayan poco el análisis y nunca la invención. 

Adelina Virginia es la tercera de cuatro hermanos. El dibujante Rothenstein la recuerda "absorta y silenciosa, toda de negro, con el cuello y los puños de encaje blanco". La acostumbraron desde su infancia a no hablar si no tenía algo que decir. No la mandaron nunca a la escuela, pero una de sus disciplinas domésticas fue el estudio del griego. Los domingos de su casa eran concurridos: Meredith, Ruskin, Stevenson, John Morley, Gosse y Hardy los frecuentaban. 

Pasaba los veranos en Cornwall, a la orilla del mar, en una casa chica perdida en una quinta enorme y desarreglada, con terrazas, una huerta y un invernáculo. Esa quinta resurge en una novela de 1927... 

En 1912 Virginia Stephen se casa en Londres con Mr. Leonard Woolf, y adquieren una imprenta. Los atrae la tipografía, esa cómplice a veces traicionera de la literatura, y componen y editan sus propios libros. Piensan, sin duda, en el glorioso precedente de William Morris, impresor y poeta. 

Tres años después publica Virginia Woolf su primera novela: The Voyage Out. En 1919 aparece Night and Day; en 1922, Jacob's Room. Ya ese libro es del todo característico. No hay argumento, en el sentido narrativo de esa palabra; el tema es el carácter de un hombre, estudiado no en él, sino indirectamente en los objetos y personas que lo rodean. 

Mrs. Dalloway (1925) relata el día entero de una mujer; es un reflejo nada abrumador del Ulises de Joyce. To the Lighthouse (1927) ejerce el mismo procedimiento: muestra unas horas de la vida de unas personas, para que en esas horas veamos su pasado y su porvenir. En Orlando (1928) también hay la preocupación del tiempo. El héroe de esa novela originalísima —sin duda la más intensa de Virginia Woolf y una de las más singulares y desesperantes de nuestra época— vive trescientos años y es, a ratos, un símbolo de Inglaterra y de su poesía en particular. La magia, la amargura y la felicidad colaboran en ese libro. Es, además, un libro musical, no solamente por las virtudes eufónicas de su prosa, sino por la estructura misma de su composición, hecha de un número limitado de temas que regresan y se combinan. También es una música la que oímos en A Room of One's Own (1930), donde alternan el ensueño y la realidad y encuentran su equilibrio. 

En 1931 Virginia Woolf ha publicado otra novela: The Waves. Las olas que dan su nombre a este libro reciben a lo largo del tiempo y de las muchas vicisitudes del tiempo, el soliloquio interior de los personajes. Cada época de su vida corresponde a una hora distinta, desde la mañana a la noche. No hay argumento, no hay conversación, no hay acción. El libro, sin embargo, es conmovedor. Está cargado, como los demás de Virginia Woolf, de delicados hechos físicos.

30 de octubre de 1936

En Textos cautivos (1986)
También en Borges en El Hogar (2000)
Publicación original en revista El Hogar 
30 de octubre de 1936
Imagen: Virginia Woolf (1935) por Man Ray. Vía 


22/3/16

Borges en El Hogar: 10 de marzo 1939







Lytton Strachey q [B S]
  
Giles Lytton Strachey nació en Londres en 1880 y murió en el condado de Berkshire el 21 de enero de 1932. Esas fechas y esos lugares parecen agotar su biografía. Era uno de esos caballeros ingleses que desdeñosamente carecen de biografía, acaso porque “no les interesa su propia vida” (como a nuestro Almafuerte) o porque les interesan más las vidas ajenas que pueblan la literatura o la historia. Era alto, demacrado, casi abstracto, con el fino rostro emboscado detrás de los atentos anteojos y de la rojiza barba rabínica. Para mayor recato, era afónico.

Hijo de una escritora, lady Jane Strachey, y del general Sir Richard Strachey, se educó en un ambiente intelectual. Hizo sus estudios en Cambridge y publicó en 1912 su primer libro: Landmarks in French Literature. En 1918 publicó Eminent Victorians, cuatro asombradas biografías de Manning, de Florence Nightingale, del doctor Arnold y del general Gordon. Ese libro (y los sucesivos) marcan la perfección de un género que muy pronto fue remedado y abaratado por Emil Ludwig. Hablar de la ironía de Strachey es un lugar común; más notable que esa ironía es su convivencia feliz con una impasible urbanidad y con un incoercible impulso romántico… “Escribo sin intenciones ulteriores”, declaró una vez Lytton Strachey: confesión que no le perdonarán quienes juzgan las obras literarias por sus intenciones políticas.

Tres años laboriosos dedicó Strachey a la preparación y redacción de Queen Victoria, que apareció en 1921. Es, quizá, su obra capital. Publicó también Books and Characters (1922), Pope (1926) y Portraits in Miniature (1931). No hay que olvidar el gran experimento romántico Elizabeth and Essex, que no ha regocijado con exceso a los historiadores, pero sí al que escribe esta nota.


DELPHOS, OR THE FUTURE OF INTERNATIONAL LANGUAGE
de E. S. Pankhurst q [R]

Este divertido volumen finge ser una vindicación general de los idiomas artificiales y una vindicación particular de la “interlingua” o latín simplificado de Peano. Parece redactado con entusiasmo, pero la extraña circunstancia de que la autora se haya documentado exclusivamente en los artículos con que el doctor Henry Sweet contribuyó a la Enciclopedia Británica, nos deja barruntar que su entusiasmo es más bien moderado o ficticio.
La autora (y el doctor Henry Sweet) dividen los idiomas artificiales en idiomas a priori y a posteriori, es decir, en originales y derivados. Los primeros son ambiciosos e impracticables. Su meta sobrehumana es clasificar, de un modo perdurable, todas las ideas humanas. No juzgan imposible una clasificación definitiva de la realidad; urden vertiginosos inventarios del universo. El más ilustre de esos catálogos razonados es, sin duda, el de Wilkins, que data de 1668. Wilkins distribuyó el universo en cuarenta categorías, indicadas por nombres monosilábicos de dos letras. Esas categorías estaban subdivididas en géneros (indicados por una consonante), y esos géneros en especies, indicadas por una vocal. Así “de” quiere decir elemento; “deb”, fuego; “deba”, la llama.
Doscientos años después, Letellier siguió un método análogo: “a”, en el idioma internacional que propuso, vale por animal; “ab”, por mamífero; “abo”, por carnívoro”; “aboj”, por felino; “aboje”, por gato; “abod”, por canino; “abode”, por perro; “abi”, por herbívoro; “abiv”, por equino; “abive” por caballo; “abivu”, por asno.
Los idiomas construidos a posteriori son menos interesantes. De todos ellos el más complejo es el volapük. A principios de 1879 lo ideó un sacerdote alemán, Johann Martin Schleyer, para promover la paz entre las naciones. En 1880 le dio los últimos toques y lo dedicó a Dios. Su vocabulario es absurdo, pero su facultad de comprimir en una palabra muchos matices no debe merecer nuestro desdén. Interminablemente abundan las inflexiones; en volapük el verbo puede tomar 505.440 formas distintas. (Peglidalöd, por ejemplo, quiere decir: “Usted debe ser saludado”.)
El volapük fue aniquilado por el esperanto, el esperanto por el idioma neutral, el idioma neutral por la interlingua. Esos últimos —“equitativos, simples y económicos”, según dijo Lugones— son inmediatamente comprensibles por todo aquel que posee una lengua románica.
He aquí una sentencia redactada en el idioma neutral:

Idiom Neutral es usabl no sole pra skribasion, ma et pro perlasion; sikause in kongres sekuant internasional de medisinisti mi av intension usar ist idiom pro mie raport di maladirit “lupus”, e mi esper esar komprended per omni medisinisti present.


MI VIDA ESQUIMAL de Paul-Emile Victor r [R]

El onceno libro de la Odisea habla de la nación y de la ciudad de los hombres cimerios, que viven en el borde del mundo y a quienes no mira el dios con sus rayos, ni cuando trepa por el cielo estrellado, ni cuando regresa a la tierra, y sobre cuyas desdichadas cabezas es interminable la noche. En el borde del mundo y entre los sucesores de los cimerios ha pasado un invierno casi dichoso el etnólogo francés Paul-Emile Victor. Su diario (que ha aparecido en Londres y París) prescinde felizmente de aventuras y de pintorescas anécdotas y narra el cotidiano vivir de un villorrio esquimal, al norte de los últimos glaciares de Melville Bay. En esas tierras hiperbóreas el autor ha construido chozas abovedadas de nieve y chozas de hueso, ha manejado alguna vez el arpón, ha sido comensal en toscos banquetes de sangre coagulada, ha adoctrinado en las maniobras del ajedrez a un viejo pescador de ballenas (que acabó por vencerlo), ha asistido a la muerte de una mujer, ha añorado una librería que está en París, ha jugado con perros y con niños —Iosepi, Azak, Tipú— y, sobre todo, ha sido lo que no suelen ser los viajeros: un hombre entre los hombres.

Para mayor contraste, Victor intercaló después en su diario —un poco a la manera de John Dos Passos en U.S.A.— fragmentos de noticias contemporáneas: “Miss España es nombrada Miss Europa”, “Quinientos mil nazis acuden al Congreso de Nurenberg”, “Furiosa batalla en Irún”… El propósito de esas interrupciones nada tiene de problemático: se trata de insinuar que la civilización es harto más absurda que la barbarie. El siglo XVIII creyó haber descubierto en los pieles rojas al virtuoso homme de la nature, incontaminado; Paul-Emile Victor, en este amenísimo libro, nos propone otro candidato: el hombre esquimal.

Muchas y excelentes fotografías ilustran la obra.


DE LA VIDA LITERARIA r

Es muy sabido que Miguel de Cervantes escribió El Quijote en la cárcel, “donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación”. Es menos sabido que muchos otros han aprovechado esa impuesta tranquilidad para redactar páginas perdurables. Los señores A. G. Stock y Reginald Reynolds han publicado en Londres la primera antología carcelaria. Se titula Prison Anthology, y entre sus colaboradores figuran Sacco y Vanzetti, Jeremías, O. Henry, san Pablo, Marco Polo, John Bunyan, María Estuardo, Verlaine, Dostoievski, Voltaire y Mahatma Gandhi.

El doctor Albert Schweitzer —músico, teólogo y misionero— ha ejercido durante muchos años la medicina en África. Ha publicado un libro de recuerdos, Aus meinem afrikanischen Tagebuch, que abunda en amenísimos rasgos. Quizá la más agradable de sus historias es la del negro viejo que recobró la vista después de una operación de cataratas y que bailó, solemne y jubiloso, alrededor del hospital.



Nota


En mayo de 1935, la revista El Hogar presentó una sección en la que los hombres de letras más sobresalientes seleccionaban su cuento preferido. El 26 de julio, Jorge Luis Borges eligió “Donde su fuego nunca se apaga”, de May Sinclair. Según ha comentado Borges, León Bouché, director de la revista, lo invitó entonces a colaborar. Su cometido era dirigir la página titulada “Libros y autores extranjeros”, que llevaba ya cinco números en marcha y se dividía en cuatro secciones: Ensayos [E], Biografías Sintéticas [B S], Reseñas [R], y otros comentarios publicados bajo  el título “De la Vida Literaria”.
Desde el 16 de octubre de 1936, la página aparece cada quince días con firma de Borges, hasta el 7 de julio de 1939. Con el correr del tiempo, hay varios cambios. A partir del 14 de octubre de 1938 desaparece la sección Biografía Sintética, que puntualmente se verá los días 10 y 24 de febrero de 1939; el 10 de marzo se publica por última vez dedicada a Lytton Strachey. Finalmente, el 5 de mayo de 1939, la página se reduce a la mitad.
En 1986 la editorial Tusquets publicó en el volumen Textos cautivos una selección de las colaboraciones de Jorge Luis Borges en la revista entre 1936 y 1939. En 2000, Emecé Editores reunió en el volumen Borges en El Hogar (1935-1958) los textos que habían quedado sin recoger. Hemos refundido aquí ambos libros siguiendo una pauta cronológica y marcando la procedencia de cada texto bien con una llamada cuadrada [q] (Textos cautivos), bien con una redonda [r] (Borges en El Hogar). Junto al título de cada entrada, hemos agregado también, entre corchetes y al margen, las siglas que indican la sección original a la que pertenece —[E], [B S] o [R]—, y dejado los comentarios del cuarto apartado bajo el epígrafe original “De la Vida Literaria”. Los textos que en Borges en El Hogar se señalaron con las siglas [L N] (o Libros Nuevos) están aquí agrupados, por coherencia, bajo el epígrafe [R]. Además de la página de “Libros y autores extranjeros”, Borges publicó otros artículos en la revista, como el “Prólogo a la edición alemana de ‘La carreta’” o “Después de las ‘Iniciales del misal’”, que fueron recopilados en Borges en El Hogar y también reproducimos. Lo mismo ocurre con las diversas traducciones que dicho volumen incluye y que marcamos en nuestra edición con la sigla [T]. Por último, Borges en El Hogar se cierra con colaboraciones en su mayoría posteriores a 1939 (notas, encuestas, opiniones, una conferencia y un cuestionario), que agrupamos en la breve miscelánea final.











Jorge Luis Borges. Textos cautivos (1986)
Edición de Enrique Sacerio-Garí y Emir Rodríguez Monegal 
Barcelona, Tusquets Editores, 1986, col. Marginales, núm. 92
Borges en El Hogar (1935-1958) 
Buenos Aires, Emecé, 2000

Fotos cabezal: Cover, portada y contratapa Textos cautivos (Tusquets, 1986)
Foto al pie: Cover El Hogar 1935-1958 (Emecé, 2000)





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