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19/4/15

Jorge Luis Borges: Las mil y una noches







Señoras, Señores:
Un acontecimiento capital de la historia de las naciones occidentales es el descubrimiento del Oriente. Sería más exacto hablar de una conciencia del Oriente, continua, comparable a la presencia de Persia en la historia griega. Además de esa conciencia del Oriente —algo vasto, inmóvil, magnifico, incomprensible— hay altos momentos y voy a enumerar algunos. Lo que me parece conveniente, si queremos entrar en este tema que yo quiero tanto, que he querido desde la infancia, el tema del Libro de Las mil y una noches, o, como se llamó en la versión inglesa —la primera que leí— The Arabian Nights: Noches árabes. No sin misterio también, aunque el título es menos bello que el de Libro de Las mil y una noches.
Voy a enumerar algunos hechos: los nueve libros de Herodoto y en ellos la revelación de Egipto, el lejano Egipto. Digo «el lejano» porque el espacio se mide por el tiempo y las navegaciones eran azarosas. Para los griegos, el mundo egipcio era mayor, y lo sentían misterioso.
Examinaremos después las palabras Oriente y Occidente) que no podemos definir y que son verdaderas. Pasa con ellas lo que decía San Agustín que pasa con el tiempo: «¿Qué es el tiempo? Si no me lo preguntan, lo sé; si me lo preguntan, lo ignoro». ¿Qué son el Oriente y el Occidente? Si me lo preguntan, lo ignoro. Busquemos una aproximación.
Veamos los encuentros, las guerras y las campañas de Alejandro. Alejandro, que conquista la Persia, que conquista la India y que muere finalmente en Babilonia, según se sabe. Fue éste el primer vasto encuentro con el Oriente, un encuentro que afectó tanto a Alejandro, que dejó de ser griego y se hizo parcialmente persa. Los persas, ahora lo han incorporado a su historia. A Alejandro, que dormía con la Ilíada y con la espada debajo de la almohada. Volveremos a él más adelante, pero ya que mencionamos el nombre de Alejandro, quiero referirles una leyenda que, bien lo sé, será de interés para ustedes.
Alejandro no muere en Babilonia a los treinta y tres años. Se aparta de un ejército y vaga por desiertos y selvas y luego ve una claridad. Esa claridad es la de una fogata.
La rodean guerreros de tez amarilla y ojos oblicuos. No lo conocen, lo acogen. Como esencialmente es un soldado, participa de batallas en una geografía del todo ignorada por él. Es un soldado: no le importan las causas y está listo a morir. Pasan los años, él se ha olvidado de tantas cosas y llega un día en que se paga a la tropa y entre las monedas hay una que lo inquieta. La tiene en la palma de la mano y dice: «Eres un hombre viejo; esta es la medalla que hice acuñar para la victoria de Arbela cuando yo era Alejandro de Macedonia». Recobra en ese momento su pasado y vuelve a ser un mercenario tártaro o chino o lo que fuere.
Esta memorable invención pertenece al poeta inglés Robert Graves. A Alejandro le había sido predicho el dominio del Oriente y el Occidente. En los países del Islam se lo celebra aún bajo el nombre de Alejandro Bicorne, porque dispone de los dos cuernos del Oriente y del Occidente.
Veamos otro ejemplo de ese largo diálogo entre el Oriente y el Occidente, ese diálogo no pocas veces trágico. Pensamos en el joven Virgilio que está palpando una seda estampada, de un país remoto. El país de los chinos, del cual él sólo sabe que es lejano y pacífico, muy numeroso, que abarca los últimos confines del Oriente. Virgilio recordará esa seda en las Geórgicas, esa seda inconsútil, con imágenes de templos, emperadores, ríos, puentes, lagos distintos de los que conocía.
Otra revelación del Oriente es la de aquel libro admirable, la Historia natural de Plinio. Ahí se habla de los chinos y se menciona a Bactriana, Persia, se habla de la India, del rey Poro. Hay un verso de Juvenal, que yo habré leído hará más de cuarenta años y que, de pronto, me viene a la memoria. Para hablar de un lugar lejano, Juvenal dice: «Ultra Aurora et Ganges», «más allá de la aurora y del Ganges». En esas cuatro palabras está el Oriente para nosotros. Quién sabe si Juvenal lo sintió como lo sentimos nosotros. Creo que sí. Siempre el Oriente habrá ejercido fascinación sobre los hombres del Occidente.
Prosigamos con la historia y llegaremos a un curioso regalo. Posiblemente no ocurrió nunca. Se trata también de una leyenda. Harun al-Raschid, Aarón el Ortodoxo, envía a su colega Carlomagno un elefante. Acaso era imposible enviar un elefante desde Bagdad hasta Francia, pero eso no importa. Nada nos cuesta creer en ese elefante. Ese elefante es un monstruo. Recordemos que la palabra monstruo no significa algo horrible. Lope de Vega fue llamado «Monstruo de la Naturaleza» por Cervantes. Ese elefante tiene que haber sido algo muy extraño para los francos y para el rey germánico Carlomagno. (Es triste pensar que Carlomagno no pudo haber leído la Chanson de Roland, ya que hablaría algún dialecto germánico).
Le envían un elefante y esa palabra, «elefante», nos recuerda que Roland hace sonar el «olifán», la trompeta de marfil que se llamó así, precisamente, porque procede del colmillo del elefante. Y ya que estamos hablando de etimologías, recordemos que la palabra española «alfil» significa «el elefante» en árabe y tiene el mismo origen que «marfil». En piezas de ajedrez orientales yo he visto un elefante con un castillo y un hombrecito. Esa pieza no era la torre, como podría pensarse por el castillo, sino el alfil, el elefante.
En las Cruzadas los guerreros vuelven y traen memorias: traen memorias de leones, por ejemplo. Tenemos el famoso cruzado Richard of the Lion-Heart, Ricardo Corazón de León. El león que ingresa en la heráldica es un animal del Oriente. Esta lista no puede ser infinita, pero recordemos a Marco Polo, cuyo libro es una revelación del Oriente (durante mucho tiempo fue la mayor revelación), aquel libro que dictó a un compañero de cárcel, después de una batalla en que los venecianos fueron vencidos por los genoveses. Ahí está la historia del Oriente y ahí precisamente se habla de Kublai Khan, que reaparecerá en cierto poema de Coleridge.
En el siglo quince se recogen en Alejandría, la ciudad de Alejandro Bicorne, una serie de fábulas. Esas fábulas tienen una historia extraña, según se supone. Fueron habladas al principio en la India, luego en Persia, luego en el Asia Menor y, finalmente, ya escritas en árabe, se compilan en El Cairo. Es el Libro de Las mil y una noches.
Quiero detenerme en el título. Es uno de los más hermosos del mundo, tan hermoso, creo, como aquel otro que cité la otra vez, y tan distinto: Un experimento con el tiempo.
En éste hay otra belleza. Creo que reside en el hecho de que para nosotros la palabra «mil» sea casi sinónima de «infinito». Decir mil noches es decir infinitas noches, las muchas noches, las innumerables noches. Decir «mil y una noches» es agregar una al infinito. Recordemos una curiosa expresión inglesa. A veces, en vez de decir «para siempre»,  for ever, se dice for ever and a day, «para siempre y un día». Se agrega un día a la palabra «siempre». Lo cual recuerda el epigrama de Heine a una mujer: «Te amaré eternamente y aún después».
La idea de infinito es consustancial con Las mil y una noches.
En 1704 se publica la primera versión europea, el primero de los seis volúmenes del orientalista francés Antoine Galland. Con el movimiento romántico, el Oriente entra plenamente en la conciencia de Europa. Básteme mencionar dos nombres, dos altos nombres. El de Byron, más alto por su imagen que por su obra, y el de Hugo, alto de todos modos. Vienen otras versiones y ocurre luego otra revelación del Oriente: es la operada hacia mil ochocientos noventa y tantos por Kipling: «Si has oído el llamado del Oriente, ya no oirás otra cosa».
Volvamos al momento en que se traducen por primera vez Las mil y una noches. Es un acontecimiento capital para todas las literaturas de Europa. Estamos en 1704, en Francia. Esa Francia es la del Gran Siglo, es la Francia en que la literatura está legislada por Boileau, quien muere en 1711 y no sospecha que toda su retórica ya está siendo amenazada por esa espléndida invasión oriental.
Pensemos en la retórica de Boileau, hecha de precauciones, de prohibiciones, pensemos en el culto de la razón, pensemos en aquella hermosa frase de Fenelon: «De las operaciones del espíritu, la menos frecuente es la razón». Pues bien, Boileau quiere fundar la poesía en la razón.
Estamos conversando en un ilustre dialecto del latín que se llama lengua castellana y ello es también un episodio de esa nostalgia, de ese comercio amoroso y a veces belicoso del Oriente y del Occidente, ya que América fue descubierta por el deseo de llegar a las Indias. Llamamos indios a la gente de Moctezuma, de Atahualpa, de Catriel, precisamente por ese error, porque los españoles creyeron haber llegado a las Indias. Esta mínima conferencia mía también es parte de ese diálogo del Oriente y del Occidente.
En cuanto a la palabra Occidente, sabemos el origen que tiene, pero ello no importa. Cabría decir que la cultura occidental es impura en el sentido de que sólo es a medias occidental. Hay dos naciones esenciales para nuestra cultura. Esas dos naciones son Grecia (ya que Roma es una extensión helenística) e Israel, un país oriental. Ambas se juntan en la que llamamos cultura occidental. Al hablar de las revelaciones del Oriente, debía haber recordado esa revelación continua que es la Sagrada Escritura. El hecho es recíproco, ya que el Occidente influye en el Oriente. Hay un libro de un escritor francés que se titula El descubrimiento de Europa por los chinos y es un hecho real, que tiene que haber ocurrido también.
El Oriente es el lugar en que sale el sol. Hay una hermosa palabra alemana que quiero recordar: Morgenland —para el Oriente—, «tierra de la mañana». Para el Occidente, Abenland, «tierra de la tarde». Ustedes recordarán Der untergang des Abendlandes de Spengler, es decir, «la ida hacia abajo de la tierra de la tarde», o, como se traduce de un modo más prosaico, La decadencia de Occidente. Creo que no debemos renunciar a la palabra Oriente, una palabra tan hermosa, ya que en ella está, por una feliz casualidad, el oro. En la palabra Oriente sentimos la palabra oro, ya que cuando amanece se ve el cielo de oro. Vuelvo a recordar el verso ilustre de Dante, «Dolce color d’oriëntal zaffiro». Es que la palabra oriental tiene los dos sentidos: el zafiro oriental, el que procede del Oriente, y es también el oro de la mañana, el oro de aquella primera mañana en el Purgatorio.
¿Qué es el Oriente? Si lo definimos de un modo geográfico nos encontramos con algo bastante curioso, y es que parte del Oriente sería el Occidente o lo que para los griegos y romanos fue el Occidente, ya que se entiende que el Norte de África es el Oriente. Desde luego, Egipto es el Oriente también, y las tierras de Israel, el Asia Menor y Bactriana, Persia, la India, todos esos países que se extienden más allá y que tienen poco en común entre ellos. Así, por ejemplo, Tartaria, la China, el Japón, todo eso es el Oriente para nosotros. Al decir Oriente creo que todos pensamos, en principio, en el Oriente islámico, y por extensión en el Oriente del norte de la India.
Tal es el primer sentido que tiene para nosotros y ello es obra de Las mil y una noches. Hay algo que sentimos como el Oriente, que yo no he sentido en Israel y que he sentido en Granada y en Córdoba. He sentido la presencia del Oriente, y eso no sé si puede definirse; pero no sé si vale la pena definir algo que todos sentimos íntimamente. Las connotaciones de esa palabra se las debemos al Libro de Las mil y una noches. Es lo que primero pensamos; sólo después podemos pensar en Marco Polo o en las leyendas del Preste Juan, en aquellos ríos de arena con peces de oro. En primer término pensamos en el Islam.
Veamos la historia de ese libro; luego, las traducciones. El origen del libro está oculto. Podríamos pensar en las catedrales malamente llamadas góticas, que son obras de generaciones de hombres. Pero hay una diferencia esencial, y es que los artesanos, los artífices de las catedrales, sabían bien lo que hacían. En cambio, Las mil y una noches surgen de modo misterioso. Son obra de miles de autores y ninguno pensó que estaba edificando un libro ilustre, uno de los libros más ilustres de todas las literaturas, más apreciados en el Occidente que en el Oriente, según me dicen.
Ahora, una noticia curiosa que transcribe el barón de Hammer Purgstall, un orientalista citado con admiración por Lañe y por Burton, los dos traductores ingleses más famosos de Las mil y una noches. Habla de ciertos hombres que él llama confabulatores nocturni: hombres de la noche que refieren cuentos, hombres cuya profesión es contar cuentos durante la noche. Cita un antiguo texto persa que informa que el primero que oyó recitar cuentos, que reunió hombres de la noche para contar cuentos que distrajeran su insomnio fue Alejandro de Macedonia. Esos cuentos tienen que haber sido fábulas. Sospecho que el encanto de las fábulas no está en la moraleja. Lo que encantó a Esopo o a los fabulistas hindúes fue imaginar animales que fueran como hombrecitos, con sus Comedias y sus tragedias. La idea del propósito moral fue agregada al fin: lo importante era el hecho de que el lobo hablara con el cordero y el buey con el asno o el león con un ruiseñor.
Tenemos a Alejandro de Macedonia oyendo cuentos contados por esos anónimos hombres de la noche cuya profesión es referir cuentos, y esto perduró durante mucho tiempo. Lañe, en su libro Account of the Manners and Costumes of the modern Egyptians [Modales y costumbres de los actuales egipcios] cuenta que hacia 1850 eran muy comunes los narradores de cuentos en El Cairo. Que había unos cincuenta y que con frecuencia narraban las historias de Las mil y una noches.
Tenemos una serie de cuentos; la serie de la India, donde se forma el núcleo central, según Burton y según Cansinos-Asséns, autor de una admirable versión española, pasa a Persia; en Persia los modifican, los enriquecen y los arabizan; llegan finalmente a Egipto. Esto ocurre a fines del siglo quince. A fines del siglo quince se hace la primera compilación y esa compilación procedía de otra, persa según parece: Hazar afsana, Los mil cuentos.
¿Por qué primero mil y después mil y una? Creo que hay dos razones. Una, supersticiosa (la superstición es importante en este caso), según la cual las cifras pares son de mal agüero. Entonces se buscó una cifra impar y felizmente se agregó «y una». Si hubieran puesto novecientas noventa y nueve noches, sentiríamos que falta una noche; en cambio, así, sentimos que nos dan algo infinito y que nos agregan todavía una yapa, una noche. El texto es leído por el orientalista francés Galland, quien lo traduce. Veamos en qué consiste y de qué modo está el Oriente en ese texto. Está, ante todo, porque al leerlo nos sentimos en un país lejano.
Es sabido que la cronología, que la historia existen; pero son ante todo averiguaciones occidentales. No hay historias de la literatura persa o historias de la filosofía indostánica; tampoco hay historias chinas de la literatura china, porque a la gente no le interesa la sucesión de los hechos. Se piensa que la literatura y la poesía son procesos eternos. Creo que, en lo esencial, tienen razón. Creo, por ejemplo, que el título Libro de Las mil y una noches (o, como quiere Burton, Book of the Thousand Nigths and a Night, Libro de las mil noches y una noche), sería un hermoso título si lo hubieran inventado esta mañana. Si lo hiciéramos ahora pensaríamos qué lindo título; y es lindo pues no sólo es hermoso (como hermoso es Los crepúsculos del jardín, de Lugones) sino porque da ganas de leer el libro.
Uno tiene ganas de perderse en Las mil y una noches; uno sabe que entrando en ese libro puede olvidarse de su pobre destino humano; uno puede entrar en un mundo, y ese mundo está hecho de unas cuantas figuras arquetípicas y también de individuos.
En el título de Las mil y una noches hay algo muy importante: la sugestión de un libro infinito. Virtualmente, lo es. Los árabes dicen que nadie puede leer Las mil y una noches hasta el fin. No por razones de tedio: se siente que el libro es infinito.
Tengo en casa los diecisiete volúmenes de la versión de Burton. Sé que nunca los habré leído todos pero sé que ahí están las noches esperándome; que mi vida puede ser desdichada pero ahí estarán los diecisiete volúmenes; ahí estará esa especie de eternidad de Las mil y una noches del Oriente.
¿Y cómo definir al Oriente, no el Oriente real, que no existe? Yo diría que las nociones de Oriente y Occidente son generalizaciones pero que ningún individuo se siente oriental. Supongo que un hombre se siente persa, se siente hindú, se siente malayo, pero no oriental. Del mismo modo, nadie se siente latinoamericano: nos sentimos argentinos, chilenos, orientales (uruguayos). No importa, el concepto no existe. ¿Cuál es su base? Es ante todo la de un mundo de extremos en el cual las personas son o muy desdichadas o muy felices, muy ricas o muy pobres. Un mundo de reyes, de reyes que no tienen por qué explicar lo que hacen. De reyes que son, digamos, irresponsables como dioses.
Hay, además, la noción de tesoros escondidos. Cualquier hombre puede descubrirlos. Y la noción de la magia, muy importante. ¿Qué es la magia? La magia es una causalidad distinta. Es suponer que, además de las relaciones causales que conocemos, hay otra relación causal. Esa relación puede deberse a accidentes, a un anillo, a una lámpara. Frotamos un anillo, una lámpara, y aparece el genio. Ese genio es un esclavo que también es omnipotente, que juntará nuestra voluntad. Puede ocurrir en cualquier momento.
Recordemos la historia del pescador y del genio. El pescador tiene cuatro hijos, es pobre. Todas las mañanas echa su red al borde de un mar. Ya la expresión un mar es una expresión mágica, que nos sitúa en un mundo de geografía indefinida. El pescador no se acerca al mar, se acerca a un mar y arroja su red. Una mañana la arroja y la saca tres veces: saca un asno muerto, saca cacharros rotos, saca, en fin, cosas inútiles. La arroja por cuarta vez (cada vez recita un poema) y la red está muy pesada. Espera que esté llena de peces y lo que saca es una jarra de cobre amarillo, sellado con el sello de Solimán (Salomón). Abre la jarra y sale un humo espeso. Piensa que podrá vender la jarra a los quincalleros, pero el humo llega hasta el cielo, se condensa y toma la figura de un genio.
¿Qué son esos genios? Pertenecen a una creación pre-adamita, anterior a Adán, inferior a los hombres, pero pueden ser gigantescos. Según los musulmanes, habitan todo el espacio y son invisibles e impalpables.
El genio dice: «Alabado sea Dios y Salomón su Apóstol». El pescador le pregunta por qué habla de Salomón, que murió hace tanto tiempo: ahora su apóstol es Mahoma. Le pregunta, también, por qué estaba encerrado en la jarra. El otro le dice que fue uno de los genios que se rebelaron contra Solimán y que Solimán lo encerró en la jarra, la selló y la tiró al fondo del mar. Pasaron cuatrocientos años y el genio juró que a quien lo liberase le daría todo el oro del mundo, pero nada ocurrió. Juró que a quien lo liberase le enseñaría el canto de los pájaros. Pasan los siglos y las promesas se multiplican. Al fin llega un momento en el que jura que dará muerte a quien lo libere. «Ahora tengo que cumplir mi juramento. Prepárate a morir, ¡oh mi salvador!». Ese rasgo de ira hace extrañamente humano al genio y quizá querible.
El pescador está aterrado; finge descreer de la historia y dice: «Lo que me has contado no es cierto. ¿Cómo tú, cuya cabeza toca el cielo y cuyos pies tocan la tierra, puedes haber cabido en este pequeño recipiente?». El genio contesta: «Hombre de poca fe, vas a ver». Se reduce, entra en la jarra y el pescador la cierra y lo amenaza.
La historia sigue y llega un momento en que el protagonista no es un pescador sino un rey, luego el rey de las Islas Negras y al fin todo se junta. El hecho es típico de Las mil y una noches. Podemos pensar en aquellas esferas chinas donde hay otras esferas o en las muñecas rusas. Algo parecido encontramos en el Quijote, pero no llevado al extremo de Las mil y una noches. Además todo esto está dentro de un vasto relato central que ustedes conocen: el del sultán que ha sido engañado por su mujer y que para evitar que el engaño se repita resuelve desposarse cada noche y hacer matar a la mujer a la mañana siguiente. Hasta que Shahrazada resuelve salvar a las otras y lo va reteniendo con cuentos que quedan inconclusos. Sobre los dos pasan mil y una noches y ella le muestra un hijo.
Con cuentos que están dentro de cuentos se produce un efecto curioso, casi infinito, con una suerte de vértigo. Esto ha sido imitado por escritores muy posteriores. Así, los libros de Alicia de Lewis Carroll, o la novela Sylvia and Bruno, donde hay sueños adentro de sueños que se ramifican y multiplican.
El tema de los sueños es uno de los preferidos de Las mil y una noches. Admirable es la historia de los dos que soñaron. Un habitante de El Cairo sueña que una voz le ordena en sueños que vaya a la ciudad de Isfaján, en Persia, donde lo aguarda un tesoro. Afronta el largo y peligroso viaje y en Isfaján, agotado, se tiende en el patio de una mezquita a descansar. Sin saberlo, está entre ladrones. Los arrestan a todos y el cadí le pregunta por qué ha llegado hasta la ciudad. El egipcio se lo cuenta. El cadí se ríe hasta mostrar las muelas y le dice: «Hombre desatinado y crédulo, tres veces he soñado con una casa en El Cairo en cuyo fondo hay un jardín y en el jardín un reloj de sol y luego una fuente y una higuera y bajo la fuente está un tesoro. Jamás he dado el menor crédito a esa mentira. Que no te vuelva a ver por Isfaján. Toma esta moneda y vete». El otro se vuelve a El Cairo: ha reconocido en el sueño del cadí su propia casa. Cava bajo la fuente y encuentra el tesoro.
En Las mil y una noches hay ecos del Occidente. Nos encontramos con las aventuras de Ulises, salvo que Ulises se llama Simbad el Marino. Las aventuras son a veces las mismas (ahí está Polifemo). Para erigir el palacio de Las mil y una noches se han necesitado generaciones de hombres y esos hombres son nuestros bienhechores, ya que nos han legado ese libro inagotable, ese libro capaz de tantas metamorfosis. Digo tantas metamorfosis porque el primer texto, el de Galland, es bastante sencillo y es quizá el de mayor encanto de todos, el que no exige ningún esfuerzo del lector; sin ese primer texto, como muy bien dice el capitán Burton, no se hubieran cumplido las versiones ulteriores.
Galland, pues, publica el primer volumen en 1704. Se produce una suerte de escándalo, pero al mismo tiempo de encanto para la razonable Francia de Luis XIV. Cuando se habla del movimiento romántico se piensa en fechas muy posteriores. Podríamos decir que el movimiento romántico empieza en aquel instante en que alguien, en Normandía o en París, lee Las mil y una noches. Está saliendo del mundo legislado por Boileau, está entrando en el mundo de la libertad romántica.
Vendrán luego otros hechos. El descubrimiento francés de la novela picaresca por Lessage; las baladas escocesas e inglesas publicadas por Percy hacia 1750. Y, hacia 1798, el movimiento romántico empieza en Inglaterra con Coleridge, que sueña con Kublai Khan, el protector de Marco Polo. Vemos así lo admirable que es el mundo y lo entreveradas que están las cosas.
Vienen las otras traducciones. La de Lañe está acompañada por una enciclopedia de las costumbres de los musulmanes. La traducción antropológica y obscena de Burton está redactada en un curioso inglés parcialmente del siglo catorce, un inglés lleno de arcaísmos y neologismos, un inglés no desposeído de belleza pero que a veces es de difícil lectura. Luego la versión licenciosa, en ambos sentidos de la palabra, del doctor Mardrus, y una versión alemana literal pero sin ningún encanto literario, de Littmann. Ahora, felizmente, tenemos la versión castellana de quien fue mi maestro Rafael Cansinos-Asséns. El libro ha sido publicado en México; es, quizá, la mejor de todas las versiones; también está acompañada de notas.
Hay un cuento que es el más famoso de Las mil y una noches y que no se lo halla en las versiones originales. Es la historia de Aladino y la lámpara maravillosa. Aparece en la versión de Galland y Burton buscó en vano el texto árabe o persa. Hubo quien sospechó que Galland había falsificado la narración. Creo que la palabra «falsificar» es injusta y maligna. Galland tenía tanto derecho a inventar un cuento como lo tenían aquellos confabulatores nocturni. ¿Por qué no suponer que después de haber traducido tantos cuentos, quiso inventar uno y lo hizo?
La historia no queda detenida en el cuento de Galland. En su autobiografía De Quincey dice que para él había en Las mil y una noches un cuento superior a los demás y que ese cuento, incomparablemente superior, era la historia de Aladino. Habla del mago del Magreb que llega a la China porque sabe que ahí está la única persona capaz de exhumar la lámpara maravillosa. Galland nos dice que el mago era un astrólogo y que los astros le revelaron que tenía que ir a China en busca del muchacho. De Quincey, que tiene una admirable memoria inventiva, recordaba un hecho del todo distinto. Según él, el mago había aplicado el oído a la tierra y había oído las innumerables pisadas de los hombres. Y había distinguido, entre esas pisadas, las del chico predestinado a exhumar la lámpara. Esto, dice De Quincey que lo llevó a la idea de que el mundo está hecho de correspondencias, está lleno de espejos mágicos y que en las cosas pequeñas está la cifra de las mayores. El hecho de que el mago mogrebí aplicara el oído a la tierra y descifrara los pasos de Aladino no se halla en ninguno de los textos. Es una invención que los sueños o la memoria dieron a De Quincey. Las mil y una noches no han muerto. El infinito tiempo de Las mil y una noches prosigue su camino. A principios del siglo dieciocho se traduce el libro; a principios del diecinueve o fines del dieciocho De Quincey lo recuerda de otro modo. Las noches tendrán otros traductores y cada traductor dará una versión distinta del libro. Casi podríamos hablar de muchos libros titulados Las mil y una noches. Dos en francés, redactados por Galland y Mardrus; tres en inglés, redactados por Burton, Lañe y Paine; tres en alemán, redactados por Henning, Littmann y Weil; uno en castellano, de Cansinos-Asséns. Cada uno de esos libros es distinto, porque Las mil y una noches siguen creciendo, o recreándose. En el admirable Stevenson y en sus admirablesNuevas mil y una noches (New Arabian Nights) se retoma el tema del príncipe disfrazado que recorre la ciudad, acompañado de su visir, y a quien le ocurren curiosas aventuras. Pero Stevenson inventó un príncipe, Floricel de Bohemia, su edecán, el coronel Geraldine, y los hizo recorrer Londres. Pero no el Londres real sino un Londres parecido a Bagdad; no al Bagdad de la realidad, sino al Bagdad de Las mil y una noches.
Hay otro autor cuya obra debemos agradecer todos: Chesterton, heredero de Stevenson. El Londres fantástico en el que ocurren las aventuras del padre Brown y del Hombre que fue Jueves no existiría si él no hubiese leído a Stevenson. Y Stevenson no hubiera escrito sus Nuevas mil y una noches si no hubiese leídoLas mil y una noches. Las mil y una noches no son algo que ha muerto. Es un libro tan vasto que no es necesario haberlo leído, ya que es parte previa de nuestra memoria y es parte de esta noche también.




En Siete noches (1980)
Conferencia dictada en el Teatro Coliseo de Buenos Aires en 1977
Caricatura al óleo firma ilegible Vía


26/12/14

Jorge Luis Borges: La poesía





Señoras, Señores:

El panteísta irlandés Escoto Erígena dijo que la Sagrada Escritura encierra un número infinito de sentidos y la comparó con el plumaje tornasolado del pavo real. Siglos después un cabalista español dijo que Dios hizo la Escritura para cada uno de los hombres de Israel y por consiguiente hay tantas Biblias como lectores de la Biblia. Lo cual puede admitirse si pensamos que es autor de la Biblia y del destino de cada uno de sus lectores. Cabe pensar que estas dos sentencias, la del plumaje tornasolado del pavo real de Escoto Erígena, y la de tantas Escrituras como lectores del cabalista español, son dos pruebas, de la imaginación celta la primera y de la imaginación oriental la segunda. Pero me atrevo a decir que son exactas, no sólo en lo referente a la Escritura sino en lo referente a cualquier libro digno de ser releído.
Emerson dijo que una biblioteca es un gabinete mágico en el que hay muchos espíritus hechizados. Despiertan cuando los llamamos; mientras no abrimos un libro, ese libro, literalmente, geométricamente, es un volumen, una cosa entre las cosas. Cuando lo abrimos, cuando el libro da con su lector, ocurre el hecho estético. Y aun para el mismo lector el mismo libro cambia, cabe agregar, ya que cambiamos, ya que somos (para volver a mi cita predilecta) el río de Heráclito, quien dijo que el hombre de ayer no es el hombre de hoy y el de hoy no será el de mañana. Cambiamos incesantemente y es dable afirmar que cada lectura de un libro, que cada relectura, cada recuerdo de esa relectura, renuevan el texto. También el texto es el cambiante río de Heráclito.
Esto puede llevarnos a la doctrina de Croce, que no sé si es la más profunda pero sí la menos perjudicial: la idea de que la literatura es expresión. Lo que nos lleva a la otra doctrina de Croce, que suele olvidarse: si la literatura es expresión, la literatura está hecha de palabras, el lenguaje es también un fenómeno estético. Esto es algo que nos cuesta admitir: el concepto de que el lenguaje es un hecho estético. Casi nadie profesa la doctrina de Croce y todos la aplican continuamente.
Decimos que el español es un idioma sonoro, que el inglés es un idioma de sonidos variados, que el latín tiene una dignidad singular a la que aspiran todos los idiomas que vinieron después: aplicamos a los idiomas categorías estéticas. Erróneamente, se supone que el lenguaje corresponde a la realidad, a esa cosa tan misteriosa que llamamos realidad. La verdad es que el lenguaje es otra cosa.
Pensemos en una cosa amarilla, resplandeciente, cambiante; esa cosa es a veces en el cielo, circular; otras veces tiene la forma de un arco, otras veces crece y decrece. Alguien —pero no sabremos nunca el nombre de ese alguien—, nuestro antepasado, nuestro común antepasado, le dio a esa cosa el nombre de luna, distinto en distintos idiomas y diversamente feliz. Yo diría que la voz griega Selene es demasiado compleja para la luna, que la voz inglesa moon tiene algo pausado, algo que obliga a la voz a la lentitud que conviene a la luna, que se parece a la luna, porque es casi circular, casi empieza con la misma letra con que termina. En cuanto a la palabra luna, esa hermosa palabra que hemos heredado del latín, esa hermosa palabra que es común al italiano, consta de dos sílabas, de dos piezas, lo cual, acaso, es demasiado. Tenemos lúa, en portugués, que parece menos feliz; y lune, en francés, que tiene algo de misterioso.
Ya que estamos hablando en castellano, elijamos la palabra luna. Pensemos que alguien, alguna vez, inventó la palabra luna. Sin duda, la primera invención sería muy distinta. ¿Por qué no detenernos en el primer hombre que dijo la palabra luna con ese sonido o con otro?
Hay una metáfora que he tenido ocasión de citar más de una vez (perdónenme la monotonía, pero mi memoria es una vieja memoria de setenta y tantos años), aquella metáfora persa que dice que la luna es el espejo del tiempo. En la sentencia «espejo del tiempo» está la fragilidad de la luna y la eternidad también. Está esa contradicción de la luna, tan casi traslúcida, tan casi nada, pero cuya medida es la eternidad.
En alemán, la voz luna es masculina. Así Nietzsche pudo decir que la luna es un monje que mira envidiosamente a la tierra, o un gato, Kater, que pisa tapices de estrellas. También los géneros gramaticales influyen en la poesía. Decir luna o decir «espejo del tiempo» son dos hechos estéticos, salvo que la segunda es una obra de segundo grado, porque «espejo del tiempo» está hecha de dos unidades y «luna» nos da quizá aun más eficazmente la palabra, el concepto de la luna. Cada palabra es una obra poética.
Se supone que la prosa está más cerca de la realidad que la poesía. Entiendo que es un error. Hay un concepto que se atribuye al cuentista Horacio Quiroga, en el que dice que si un viento frío sopla del lado del río, hay que escribir simplemente: un viento frío sopla del lado del río. Quiroga, si es que dijo esto, parece haber olvidado que esa construcción es algo tan lejano de la realidad como el viento frío que sopla del lado del río. ¿Qué percepción tenemos? Sentimos el aire que se mueve, lo llamamos viento; sentimos que ese viento viene de cierto rumbo, del lado del río. Y con todo esto formamos algo tan complejo como un poema de Góngora o como una sentencia de Joyce. Volvamos a la frase «el viento que sopla del lado del río». Creamos un sujeto: viento; un verbo: que sopla; en una circunstancia real: del lado del río. Todo esto está lejos de la realidad; la realidad es algo más simple. Esa frase aparentemente prosaica, deliberadamente prosaica y común elegida por Quiroga es una frase complicada, es una estructura.
Tomemos el famoso verso de Carducci «el silencio verde de los campos». Podemos pensar que se trata de un error, que Carducci ha cambiado el sitio del epíteto; debió haber escrito «el silencio de los verdes campos». Astuta o retóricamente lo mudó y habló del verde silencio de los campos. Vayamos a la percepción de la realidad. ¿Qué es nuestra percepción? Sentimos varias cosas a un tiempo. (La palabra cosa es demasiado sustantiva, quizá). Sentimos el campo, la vasta presencia del campo, sentimos el verdor y el silencio. Ya el hecho de que haya una palabra parasilencio es una creación estética. Porque silencio se aplicó a personas, una persona está silenciosa o una campaña está silenciosa. Aplicar «silencio» a la circunstancia de que no haya ruido en el campo, ya es una operación estética, que sin duda fue audaz en su tiempo. Cuando Carducci dice «el silencio verde de los campos» está diciendo algo que está tan cerca y tan lejos de la realidad inmediata como si dijera «el silencio de los verdes campos».
Tenemos otro ejemplo famoso de hipálage, aquel insuperado verso de Virgilio «Ibant oscuri sola sub nocte per umbra», «iban oscuros bajo la solitaria noche por la sombra». Dejemos el per umbra que redondea el verso y tomemos «iban oscuros [Eneas y la Sibila] bajo la solitaria noche» («solitaria» tiene más fuerza en latín porque viene antes de sub). Podríamos pensar que se ha cambiado el lugar de las palabras, porque lo natural hubiera sido decir «iban solitarios bajo la oscura noche». Sin embargo, tratemos de recrear esa imagen, pensemos en Eneas y en la Sibila y veremos que está tan cerca de nuestra imagen decir «iban oscuros bajo la solitaria noche» como decir «iban solitarios bajo la oscura noche».
El lenguaje es una creación estética. Creo que no hay ninguna duda de ello, y una prueba es que cuando estudiamos un idioma, cuando estamos obligados a ver las palabras de cerca, las sentimos hermosas o no. Al estudiar un idioma, uno ve las palabras con lupa, piensa esta palabra es fea, ésta es linda, ésta es pesada. Ello no ocurre con la lengua materna, donde las palabras no nos parecen aisladas del discurso.
La poesía, dice Croce, es expresión si un verso es expresión, si cada una de las partes de que el verso está hecho, cada una de las palabras, es expresiva en sí misma. Ustedes dirán que es algo muy trillado, algo que todos saben. Pero no sé si lo sabemos; creo que lo sentimos por sabido porque es cierto. El hecho es que la poesía no son los libros en la biblioteca, no son los libros del gabinete mágico de Emerson.
La poesía es el encuentro del lector con el libro, el descubrimiento del libro. Hay otra experiencia estética que es el momento, muy extraño también, en el cual el poeta concibe la obra, en el cual va descubriendo o inventando la obra. Según se sabe, en latín las palabras «inventar» y «descubrir» son sinónimas. Todo esto está de acuerdo con la doctrina platónica, cuando dice que inventar, que descubrir, es recordar. Francis Bacon agrega que si aprender es recordar, ignorar es saber olvidar; ya todo está, sólo nos falta verlo.
Cuando yo escribo algo, tengo la sensación de que ese algo preexiste. Parto de un concepto general; sé más o menos el principio y el fin, y luego voy descubriendo las parte intermedias; pero no tengo la sensación de inventarlas, no tengo la sensación de que dependan de mi arbitrio; las cosas son así. Son así, pero están escondidas y mi deber de poeta es encontrarlas.
Bradley dijo que uno de los efectos de la poesía debe ser darnos la impresión, no de descubrir algo nuevo, sino de recordar algo olvidado. Cuando leemos un buen poema pensamos que también nosotros hubiéramos podido escribirlo; que ese poema preexistía en nosotros. Esto nos lleva a la definición platónica de la poesía: esa cosa liviana, alada y sagrada. Como definición es falible, ya que esa cosa liviana, alada y sagrada podría ser la música (salvo que la poesía es una forma de música). Platón ha hecho algo muy superior a definir la poesía: nos da un ejemplo de poesía. Podemos llegar al concepto de que la poesía es la experiencia estética: algo así como una revolución en la enseñanza de la poesía.
He sido profesor de literatura inglesa en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires y he tratado de prescindir en lo posible de la historia de la literatura. Cuando mis estudiantes me pedían bibliografía yo les decía: «no importa la bibliografía; al fin de todo, Shakespeare no supo nada de bibliografía shakespiriana». Johnson no pudo prever los libros que se escribirían sobre él. «¿Por qué no estudian directamente los textos? Si estos textos les agradan, bien; y si no les agradan, déjenlos, ya que la idea de la lectura obligatoria es una idea absurda: tanto valdría hablar de felicidad obligatoria. Creo que la poesía es algo que se siente, y si ustedes no sienten la poesía, si no tienen sentimiento de belleza, si un relato no los lleva al deseo de saber qué ocurrió después, el autor no ha escrito para ustedes. Déjenlo de lado, que la literatura es bastante rica para ofrecerles algún autor digno de su atención, o indigno hoy de su atención y que leerán mañana».
Así he enseñado, ateniéndome al hecho estético, que no requiere ser definido. El hecho estético es algo tan evidente, tan inmediato, tan indefinible como el amor, el sabor de la fruta, el agua. Sentimos la poesía como sentimos la cercanía de una mujer, o como sentimos una montaña o una bahía. Si la sentimos inmediatamente, ¿a qué diluirla en otras palabras, que sin duda serán más débiles que nuestros sentimientos?
Hay personas que sienten escasamente la poesía; generalmente se dedican a enseñarla. Yo creo sentir la poesía y creo no haberla enseñado; no he enseñado el amor de tal texto, de tal otro: he enseñado a mis estudiantes a que quieran la literatura, a que vean en la literatura una forma de felicidad. Soy casi incapaz de pensamiento abstracto, ustedes habrán notado que estoy continuamente apoyándome en citas y recuerdos. Mejor que hablar abstractamente de poesía, que es una forma del tedio o de la haraganería, podríamos tomar dos textos en castellano y examinarlos.
Elijo dos textos muy conocidos porque ya he dicho que mi memoria es falible y prefiero un texto que ya está, que ya preexiste en la memoria de ustedes. Vamos a considerar aquel famoso soneto de Quevedo, escrito a la memoria de don Pedro Téllez Girón, duque de Osuna. Lo repetiré lentamente y luego volveremos a él, verso por verso:
Faltar pudo su patria al grande Osuna,
pero no a su defensa sus hazañas;
diéronle muerte y cárcel las Españas,
de quien él hizo esclava la Fortuna.
Lloraron sus invidias una a una
con las proprias naciones las extrañas;
su tumba son de Flandres las campañas,
y su epitafio la sangrienta Luna.
En sus exequias encendió al Vesubio
Parténope y Trinacria al Mongibelo;
el llanto militar creció en diluvio.
Dióle el mejor lugar Marte en su cielo;
la Mosa, el Rhin, el Tajo y el Danubio
murmuran con dolor su desconsuelo.
Lo primero que observo es que se trata de un alegato jurídico. El poeta quiere defender la memoria del duque de Osuna, que según él dice en otro poema «murió en prisión y muerto estuvo preso».
El poeta dice que España debe grandes servicios militares al duque y que le ha pagado con la cárcel. Estas razones carecen de todo valor, ya que no hay razón alguna para que un héroe no sea culpable o para que un héroe no sea castigado. Sin embargo,
Faltar pudo su patria al grande Osuna,
pero no a su defensa sus hazañas;
diéronle muerte y cárcel las Españas,
de quien él hizo esclava la Fortuna,
es un momento demagógico. Conste que no estoy hablando a favor ni en contra del soneto, estoy tratando de analizarlo.
Lloraron sus invidias una a una
con las proprias naciones las extrañas.
Estos dos versos no tienen mayor resonancia poética; fueron puestos por la necesidad de elaborar un soneto: están, además, las necesidades de la rima. Quevedo seguía la difícil forma del soneto italiano que exige cuatro rimas. Shakespeare siguió la más fácil del soneto isabelino, que exige dos. Agrega Quevedo:
su tumba son de Flandres las campañas,
y su epitafio la sangrienta luna
Aquí está lo esencial. Estos versos deben su riqueza a su ambigüedad. Recuerdo muchas discusiones sobre la interpretación de estos versos. ¿Qué significa «su tumba son de Flandres las campañas»? Podemos pensar en los campos de Flandres, en las campañas militares que libró el duque. «Y su epitafio la sangrienta Luna» es uno de los versos más memorables de la lengua española. ¿Qué significa? Pensamos en la luna sangrienta que figura en el Apocalipsis, pensamos en la luna debidamente roja sobre el campo de batalla, pero hay otro soneto de Quevedo, dedicado también al duque de Osuna, en el cual dice: «a las lunas de Tracia con sangriento / eclipse ya rubrica tu jornada». Quevedo habrá pensado, en principio, el pabellón otomano; la sangrienta luna habrá sido la medialuna roja. Creo que todos estaremos de acuerdo en no descartar ninguno de los sentidos; no vamos a decir que Quevedo se refirió a las jornadas militares, a la foja de servicios del duque o a la campaña de Flandres, o a la luna sangrienta sobre el campo de batalla, o a la bandera turca. Quevedo no dejó de percibir los diversos sentidos. Los versos son felices porque son ambiguos.
Luego:
En sus exequias encendió al Vesubio
Parténope y Trinacria al Mongibelo.
O sea que al Vesubio lo encendió Nápoles y Sicilia al Etna. Qué raro que haya puesto estos nombres antiguos que parecen alejar todo de los nombres tan ilustres de entonces. Y
el llanto militar creció en diluvio.
Aquí tenemos otra prueba de que una cosa es la poesía y otra el sentir racional; la imagen de los soldados que lloran hasta producir un diluvio es notoriamente absurda. No lo es el verso, que tiene sus leyes. El «llanto militar», sobre todo militar, es sorprendente. Militar es un adjetivo asombroso aplicado al llanto.
Luego:
Dióle el mejor lugar Marte en su cielo.
Tampoco, lógicamente, podemos justificarlo; no tiene sentido alguno pensar que Marte alojó al duque de Osuna junto a César. La frase existe por virtud del hipérbaton. Es la piedra de toque de la poesía: el verso existe más allá del sentido.
la Mosa, el Rhin, el Tajo y el Danubio
murmuran con dolor su desconsuelo.
Yo diría que estos versos que me han impresionado durante años son, sin embargo, esencialmente falsos. Quevedo se dejó arrastrar por la idea de un héroe llorado por la geografía de sus campañas y por ríos ilustres. Sentimos que sigue falsa; hubiera sido más verdadero decir la verdad, decir lo que dijo Wordsworth, por ejemplo, al cabo de aquel soneto en que ataca a Douglas por haber hecho talar una selva. Y dice, sí, que fue terrible lo que hizo Douglas con la selva, que había derribado una noble horda, «una fraternidad de árboles venerables», pero sin embargo, agrega, nosotros nos dolemos de males que a la naturaleza misma no le importan, ya que el río Tweed y las verdes praderas y las colinas y las montañas continúan. Sintió que podía lograrse un mejor efecto con la verdad. Diciendo la verdad, nos duele que hayan talado esos hermosos árboles, pero a la naturaleza nada le importa. La naturaleza sabe (si es que existe un ente que se llame naturaleza) que puede renovarlos y el río sigue corriendo.
Es verdad que para Quevedo se trataba de las divinidades de los ríos. Quizá hubiera sido más poética la idea de que a los ríos de las guerras del duque no les importara la muerte del de Osuna. Pero Quevedo quería hacer una elegía, un poema sobre la muerte de un hombre. ¿Qué es la muerte de un hombre? Con él muere una cara que no se repetirá, según observó Plinio. Cada hombre tiene su cara única y con él mueren miles de circunstancias, miles de recuerdos. Recuerdos de infancia y rasgos humanos, demasiado humanos. Quevedo no parece sentir nada de esto. Había muerto en la cárcel su amigo, el duque de Osuna, y Quevedo escribe este soneto con frialdad; sentimos su esencial indiferencia. Lo escribe como un alegato contra el estado que condenó a prisión al duque. Parecería que no lo quiere a Osuna; en todo caso, no hace que lo queramos nosotros. Sin embargo, es uno de los grandes sonetos de nuestra lengua.
Pasemos a otro, de Enrique Banchs, Sería absurdo decir que Banchs es mejor poeta que Quevedo. Además, ¿qué significan esas comparaciones?
Consideremos este soneto de Banchs y en qué reside su agrado:
Hospitalario y fiel en su reflejo
donde a ser apariencia se acostumbra
el material vivir, está el espejo
como un claro de luna en la penumbra.
Pompa le da en las noches la flotante
claridad de la lámpara, y tristeza
la rosa que en el vaso agonizante
también en él inclina la cabeza.
Si hace doble al dolor, también repite
las cosas que me son jardín del alma.
Y acaso espera que algún día habite
en la ilusión de su azulada calma
el Huésped que le deje reflejadas
frentes juntas y manos enlazadas.
Este soneto es muy curioso, porque el espejo no es el protagonista: hay un protagonista secreto que nos es revelado al fin. Ante todo tenemos el tema, tan poético: el espejo que duplica la apariencia de las cosas:
donde a ser apariencia se acostumbra
el material vivir…
Podemos recordar a Plotino. Quisieron hacerle un retrato y se negó: «Yo mismo soy una sombra, una sombra del arquetipo que está en el cielo. A qué hacer una sombra de esa sombra». Qué es el arte, pensaba Plotino, sino una apariencia de segundo grado. Si el hombre es deleznable, cómo puede ser adorable una imagen del hombre. Eso lo sintió Banchs; sintió la fantasmidad del espejo.
Realmente es terrible que haya espejos: siempre he sentido el terror de los espejos. Creo que Poe lo sintió también. Hay un trabajo suyo, uno de los menos conocidos, sobre el decorado de las habitaciones. Una de las condiciones que pone es que los espejos estén situados de modo que una persona sentada no se refleje. Esto nos informa de su temor de verse en el espejo. Lo vemos en su cuento William Wilson sobre el doble y en el cuento de Arthur Gordon Pym. Hay una tribu antártica, un hombre de esa tribu que ve por primera vez un espejo y cae horrorizado. Nos hemos acostumbrado a los espejos, pero hay algo de temible en esa duplicación visual de la realidad. Volvamos al soneto de Banchs. «Hospitalario» ya le da un rasgo humano que es un lugar común. Sin embargo, nunca hemos pensado que los espejos son hospitalarios. Los espejos están recibiendo todo en silencio, con amable resignación:
Hospitalario y fiel en su reflejo
donde a ser apariencia se acostumbra
el material vivir, está el espejo
como un claro de luna en la penumbra.
Vemos el espejo, también luminoso, y además lo compara con algo intangible como la luna. Sigue sintiendo lo mágico y lo extraño del espejo: «como un claro de luna en la penumbra».
Luego:
Pompa le da en las noches la flotante
claridad de la lámpara…
La «flotante claridad» quiere que las cosas no sean definidas; todo tiene que ser impreciso como el espejo, el espejo de la penumbra. Tiene que ocurrir en la tarde o en la noche. Y así:
… la flotante
claridad de la lámpara, y tristeza
la rosa que en el vaso agonizante
también en él inclina la cabeza.
Para que todo no sea vago, tenemos ahora una rosa, una precisa rosa.
Si hace doble al dolor, también repite
las cosas que me son jardín del alma
y acaso espera que algún día habite
en la ilusión de su azulada calma,
el Huésped que le deje reflejadas
frentes juntas y manos enlazadas…
Aquí llegamos al tema del soneto, que no es el espejo sino el amor, el pudoroso amor. El espejo no espera ver reflejadas frentes juntas y manos enlazadas, es el poeta quien espera verlas. Pero una suerte de pudor lo lleva a decir todo eso de manera indirecta y esto está admirablemente preparado, ya que desde el principio tenemos «hospitalario y fiel», ya desde el principio el espejo no es el espejo de cristal o de metal. El espejo es un ser humano, es hospitalario y fiel y luego nos acostumbra a que veamos el mundo apariencial, un mundo apariencial que al final se identifica con el poeta. El poeta es el que quiere ver al Huésped, el amor.
Hay una diferencia esencial con el soneto de Quevedo, y es que sentimos de inmediato la vivida presencia de la poesía en aquellos dos versos
su tumba son de Flandres las campañas
y su epitafio la sangrienta Luna.
He hablado de los idiomas y de lo injusto que es comparar un idioma con otro; creo que hay un argumento que es suficiente y es que si pensamos en un verso, una estrofa española por ejemplo, si pensamos
quién hubiera tal ventura
sobre las aguas del mar
como hubo el conde Arnaldos
la mañana de San Juan,
no importa que esa ventura fuera un barco, no importa el conde Arnaldos, sentimos que esos versos sólo pudieron haberse dicho en español. El sonido del francés no me agrada, creo que le falta la sonoridad de otros idiomas latinos, pero ¿cómo podría pensar mal de un idioma que ha permitido versos admirables como el de Hugo?
L’hydre-Universe tordant son corpe écaillé d’astres,
¿cómo censurar a un idioma sin el cual serían imposibles esos versos?
En cuanto al inglés, creo que tiene el defecto de haber perdido las vocales abiertas del inglés antiguo. Sin embargo, ello posibilitó a Shakespeare versos como
And shake the yoke of inauspicious stars
From this worlduere flesh,
que malamente se traduce por «y sacudir de nuestra carne harta del mundo el yugo de las infaustas estrellas». En español no es nada; es todo, en inglés. Si tuviera que elegir un idioma (pero no hay ninguna razón para que no elija a todos), para mí ese idioma sería el alemán, que tiene la posibilidad de formar palabras compuestas (como el inglés y aún más) y que tiene vocales abiertas y una música tan admirable. En cuanto al italiano, basta laComedia.
Nada tiene de extraño tanta belleza desparramada por diversos idiomas. Mi maestro, el gran poeta judeo-español Rafael Cansinos-Asséns, legó una plegaria al Señor en la que dice «Oh, Señor, que no haya tanta belleza»; y Browning: «Cuando nos sentimos más seguros ocurre algo, una puesta de sol, el final de un coro de Eurípides, y otra vez estamos perdidos».
La belleza está acechándonos. Si tuviéramos sensibilidad, la sentiríamos así en la poesía de todos los idiomas.
Yo debí estudiar más las literaturas orientales; sólo me asomé a ellas a través de traducciones. Pero he sentido el golpe, el impacto de la belleza. Por ejemplo, esa línea del persa Jafez: «vuelo, mi polvo será lo que soy». Está en ella toda la doctrina de la trasmigración: «mi polvo será lo que soy», renaceré otra vez, otra vez, en otro siglo, seré Jafez, el poeta. Todo esto dado en unas pocas palabras que he leído en inglés, pero no pueden ser muy distintas del persa.
Mi polvo será lo que soy es demasiado sencillo para haber sido cambiado.
Creo que es un error estudiar la literatura históricamente, aunque quizá para nosotros, sin excluirme, no pueda ser de otro modo. Hay un libro de un hombre que para mí fue un excelente poeta y un mal crítico, Marcelino Menéndez y Pelayo, que se titula Las cien mejores poesías castellanas. Encontramos ahí: «Ande yo caliente, y ríase la gente». Si ésa es una de las mejores poesías castellanas, nos preguntamos cómo serán las no mejores. Pero en el mismo libro encontramos los versos de Quevedo que he citado y la «Epístola» del Anónimo Sevillano y tantas otras poesías admirables. Desgraciadamente no hay ninguna de Menéndez y Pelayo, que se excluyó de su antología.
La belleza está en todas partes, quizá en cada momento de nuestra vida. Mi amigo Roy Bartholomew, que vivió algunos años en Persia y tradujo directamente del farsí a Omar Jaiam, me dijo lo que yo ya sospechaba: que en el Oriente, en general, no se estudian históricamente la literatura ni la filosofía. De ahí el asombro de Deussen y Max Müller, que no pudieron fijar la cronología de los autores. Se estudia la historia de la filosofía como diciendo Aristóteles discute con Bergson, Platón con Hume, todo simultáneamente.
Concluiré citando tres plegarias de marineros fenicios. Cuando la nave estaba a punto de hundirse —estamos en el primer siglo de nuestra era—, rezaban alguna de esas tres. Dice una de ellas:
Madre de Cartago, devuelvo el remo,
Madre de Cartago es la ciudad de Tiro, de donde procedía Dido. Y luego, «devuelvo el remo». Hay aquí algo extraordinario: el fenicio que sólo concibe la vida como remero. Ha cumplido su vida y devuelve el remo para que otros sigan remando.
Otra de las plegarias, más patética aún:
Duermo, luego vuelvo a remar.
El hombre no concibe otro destino; y asoma la idea del tiempo cíclico.
Por último, ésta que es harto conmovedora y que es distinta de las otras porque no implica la aceptación del destino; es el hecho desesperado de un hombre que va a morir, que va a ser juzgado por terribles divinidades y dice:
Dioses, no me juzguéis como un dios
sino como un hombre
a quien ha destrozado el mar.
En estas tres plegarias sentimos inmediatamente, o yo siento inmediatamente, la presencia de la poesía. En ellas está el hecho estético, no en bibliotecas ni en bibliografías ni en estudios sobre familias de manuscritos ni en volúmenes cerrados.
He leído esas tres plegarias de marineros fenicios en el cuento de Kipling «The Manner of Men», un cuento sobre San Pablo. ¿Son auténticas, como malamente se diría, o las escribió Kipling, el gran poeta? Después de formularme la pregunta sentí vergüenza, porque ¿qué importancia puede tener elegir? Veamos las dos posibilidades, los dos cuernos del dilema.
En el primer caso, se trata de plegarias de marineros fenicios, gente de mar, que sólo concebían la vida en el mar. Del fenicio, digamos, pasaron al griego; del griego al latín, del latín al inglés. Kipling las reescribió.
En el segundo, un gran poeta, Rudyard Kipling, se imagina a los marineros fenicios; de algún modo, está cerca de ellos; de algún modo, es ellos. Concibe la vida como la vida del mar y lleva puesta en su boca esas plegarias. Todo ocurrió en el pasado: los anónimos marineros fenicios han muerto, Kipling ha muerto. ¿Qué importa cuál de esos fantasmas escribió o pensó los versos?
Una curiosa metáfora de un poeta hindú, que no sé si puedo apreciar del todo, dice: «El Himalaya, esas altas montañas del Himalaya [cuyas cumbres son, según Kipling, las rodillas de otras montañas], el Himalaya es la risa de Shiva». Las altas montañas son la risa de un dios, de un dios terrible. La metáfora es, en todo caso, asombrosa.
Tengo para mí que la belleza es una sensación física, algo que sentimos con todo el cuerpo. No es el resultado de un juicio, no llegamos a ella por medio de reglas; sentimos la belleza o no la sentimos.
Voy a concluir con un alto verso del poeta que en el siglo diecisiete tomó el nombre extrañamente poético, real, de Ángelus Silesius. Viene a ser el resumen de todo cuanto he dicho esta noche, salvo que yo lo he dicho por medio de razonamientos o de simulados razonamientos: lo diré primero en español y después en alemán, para que lo oigan ustedes:
La rosa sin porqué florece porque florece.
Die Rose ist ohne warum; sie blühet weil sie blühet.



En Siete noches, V
Foto: Borges y Hector Bianciotti en Paris 1977 
© Guy Le Querrec-Magnum Photos


25/8/14

Jorge Luis Borges: La Cábala





Señoras, Señores:
Las diversas y a veces contradictorias doctrinas que llevan el nombre de la cábala proceden de un concepto del todo ajeno a nuestra mente occidental, el de un libro sagrado. Se dirá que tenemos un concepto análogo: el de un libro clásico. Creo que me será fácil demostrar, con ayuda de Oswald Spengler y su libro Der Untergang des Abenlandes, La decadencia de Occidente, que ambos conceptos son distintos.
Tomemos la palabra clásico. ¿Qué significa etimológicamente? Clásico tiene su etimología en classis: «fragata», «escuadra». Un libro clásico es un libro ordenado, como todo tiene que estarlo a bordo; shipshape, como se dice en inglés. Además de ese sentido relativamente modesto, un libro clásico es un libro eminente en su género. Así decimos que el Quijote, que la Comedia, que Fausto son libros clásicos.
Aunque el culto de esos libros ha sido llevado a un extremo acaso excesivo, el concepto es distinto. Los griegos consideraban obras clásicas a la Ilíada y a la Odisea; Alejandro, según informa Plutarco, tenía siempre, debajo de su almohada, la Ilíada y su espada, los dos símbolos de su destino de guerrero. Sin embargo, a ningún griego se le ocurrió que la Ilíada fuese perfecta palabra por palabra. En Alejandría, los bibliotecarios se congregaron para estudiar la Ilíada y en el curso de ese estudio inventaron los tan necesarios (y a veces, ahora, desgraciadamente olvidados) signos de puntuación. La Ilíada era un libro eminente; se lo consideraba el ápice de la poesía, pero no se creía que cada palabra, que cada hexámetro fueran inevitablemente admirables. Ello corresponde a otro concepto.
Dijo Horacio: «A veces, el buen Homero se queda dormido». Nadie diría que, a veces, el buen Espíritu Santo se queda dormido.
A pesar de la musa (el concepto de la musa es bastante vago) algún traductor inglés ha creído que cuando Homero dice: «Un hombre iracundo, tal es mi tema», «An angry man, this is my subject», no se veía al libro como admirable letra por letra: se lo veía como cambiable y se lo estudiaba históricamente; se estudiaban y se estudian esas obras de un modo histórico; se las sitúa dentro de un contexto. El concepto de un libro sagrado es del todo distinto.
Ahora pensamos que un libro es un instrumento para justificar, defender, combatir, exponer o historiar una doctrina. En la Antigüedad se pensaba que un libro es un sucedáneo de la palabra oral: sólo se lo veía así. Recordemos el pasaje de Platón donde dice que los libros son como las estatuas; parecen seres vivos pero cuando se les pregunta algo, no saben contestar. Para obviar esa dificultad inventó el diálogo platónico, que explora todas las posibilidades de un tema.
Tenemos también la carta, muy linda y muy curiosa, que Alejandro de Macedonia le envía, según Plutarco, a Aristóteles. Éste acaba de publicar su Metafísica, es decir, de mandar hacer varias copias. Alejandro lo censura, diciéndole que ahora todos podrían saber lo que antes sabían los elegidos. Aristóteles le responde defendiéndose, sin duda con sinceridad: «Mi tratado ha sido publicado y no publicado». No se pensaba que un libro expusiera totalmente un tema, se lo tenía como una suerte de guía para acompañar a una enseñanza oral.
Heráclito y Platón censuraron, por distintas razones, la obra de Homero. Esos libros eran venerados pero no se los consideraba sagrados. El concepto es específicamente oriental.
Pitágoras no dejó una línea escrita. Se conjetura que no quería atarse a un texto. Quería que su pensamiento siguiera viviendo y ramificándose, en la mente de sus discípulos, después de su muerte. De ahí proviene el magister dixit, que siempre se emplea mal. Magister dixit no quiere decir «el maestro lo ha dicho», y queda cerrada la discusión. Un pitagórico proclamaba una doctrina que quizá no estaba en la tradición de Pitágoras, por ejemplo la doctrina del tiempo cíclico. Si lo atajaban «eso no está en la tradición», respondía magister dixit, lo que le permitía innovar. Pitágoras había pensado que los libros atan, o, para decirlo en palabras de la Escritura, que la letra mata y el espíritu vivifica.
Señala Spengler en el capítulo de Der Untergang des Abenlandes consagrado a la cultura mágica que el prototipo de libro mágico es el Corán. Para los ulemas, para los doctores de la ley musulmanes, el Corán no es un libro como los demás. Es un libro (esto es increíble pero es así) anterior a la lengua árabe; no se lo puede estudiar ni histórica ni filológicamente pues es anterior a los árabes, anterior a la lengua en que está y anterior al universo. Ni siquiera se admite que el Corán sea obra de Dios; es algo más íntimo y misterioso. Para los musulmanes ortodoxos el Corán es un atributo de Dios, como Su ira, Su misericordia o Su justicia. En el mismo Corán se habla de un libro misterioso, la madre del libro, que es el arquetipo celestial del Corán, que está en el cielo y que veneran los ángeles.
Tal la noción de un libro sagrado, del todo distinta de la noción de un libro clásico. En un libro sagrado son sagradas no sólo sus palabras sino las letras con que fueron escritas. Ese concepto lo aplicaron los cabalistas al estudio de la Escritura. Sospecho que el modus operandi de los cabalistas fue debido al deseo de incorporar pensamientos gnósticos a la mística judía, para justificarse con la Escritura, para ser ortodoxos. En todo caso, podemos ver muy ligeramente (yo casi no tengo derecho a hablar de esto) cuál es o cuál fue el modus operandi de los cabalistas, que empezaron aplicando su extraña ciencia en el sur de Francia, en el norte de España —en Cataluña—, y luego en Italia, en Alemania y un poco en todas partes. También llegaron a Israel, aunque no procedieron de allí; procedían, más bien, de pensadores gnósticos y cátaros.
La idea es ésta: el Pentateuco, la Torah, es un libro sagrado. Una inteligencia infinita ha condescendido a la tarea humana de redactar un libro. El Espíritu Santo ha condescendido a la literatura, lo cual es tan increíble como suponer que Dios condescendió a ser hombre. Pero aquí condescendió de modo más íntimo: el Espíritu Santo condescendió a la literatura y escribió un libro. En ese libro, nada puede ser casual. En toda escritura humana hay algo casual.
Es conocida la veneración supersticiosa con que se rodea alQuijote, a Macbeth o a la Chanson de Roland, como a tantos otros libros, generalmente uno en cada país, salvo en Francia, cuya literatura es tan rica que admite, por lo menos, dos tradiciones clásicas; pero no entraré en ello.
Pues bien; si a un cervantista se le ocurriera decir: el Quijote empieza con dos palabras monosilábicas terminadas en n(en yun), y sigue con una de cinco letras (lugar), con dos de dos letras (de la), con una de cinco o de seis (Mancha), y luego se le ocurriera derivar conclusiones de eso, inmediatamente se pensaría que está loco. La Biblia ha sido estudiada de ese modo.
Se dice, por ejemplo, que empieza con la letra bet, inicial de Breshit. ¿Por qué dice «en el principio, creó dioses los cielos y la tierra», el verbo en singular y el sujeto en plural? ¿Por qué empieza con la bet? Porque esa letra inicial, en hebreo, debe decir lo mismo que b —la inicial de bendición— en español, y el texto no podía empezar con una letra que correspondiera a una maldición; tenía que empezar con una bendición. Bet: inicial hebrea de brajá, que significa bendición.
Hay otra circunstancia, muy curiosa, que tiene que haber influido en la cábala: Dios, cuyas palabras fueron el instrumento de su obra (según dice el gran escritor Saavedra Fajardo), crea el mundo mediante palabras; Dios dice que la luz sea y la luz fue. De ahí se llegó a la conclusión de que el mundo fue creado por la palabra luz o por la entonación con que Dios dijo la palabraluz. Si hubiera dicho otra palabra y con otra entonación, el resultado no habría sido la luz, habría sido otro.
Llegamos a algo tan increíble como lo dicho hasta ahora. A algo que tiene que chocar a nuestra mente occidental (que choca a la mía), pero que es mi deber referir. Cuando pensamos en las palabras, pensamos históricamente que las palabras fueron en un principio sonido y que luego llegaron a ser letras. En cambio, en la cábala (que quiere decir recepción, tradición) se supone que las letras son anteriores; que las letras fueron los instrumentos de Dios, no las palabras significadas por las letras. Es como si se pensara que la escritura, contra toda experiencia, fue anterior a la dicción de las palabras. En tal caso, nada es casual en la Escritura: todo tiene que ser determinado. Por ejemplo, el número de las letras de cada versículo.
Luego se inventan equivalencias entre las letras. Se trata a la Escritura como si fuera una escritura cifrada, criptográfica, y se inventan diversas leyes para leerla. Se puede tomar cada letra de la Escritura y ver que esa letra es inicial de otra palabra y leer esa otra palabra significada. Así, para cada una de las letras del texto.
También pueden formarse dos alfabetos: uno, digamos, de la a a la l y otro de la m a la z, o lo que fueran en letras hebreas; se considera que las letras de arriba equivalen a las de abajo. Luego se puede leer el texto (para usar la palabra griega) boustróphedon: es decir, de derecha a izquierda, luego de izquierda a derecha, luego de derecha a izquierda. También cabe atribuir a las letras un valor numérico. Todo esto forma una criptografía, puede ser descifrado y los resultados son atendibles, ya que tienen que haber sido previstos por la inteligencia de Dios, que es infinita. Se llega así, mediante esa criptografía, mediante ese trabajo que recuerda el del Escarabajo de oro de Poe, a la Doctrina.
Sospecho que la doctrina fue anterior al modus operandi. Sospecho que ocurre con la cábala lo que ocurre con la filosofía de Spinoza: el orden geométrico fue posterior. Sospecho que los cabalistas fueron influidos por los gnósticos y que, para que todo entroncara con la tradición hebrea, buscaron ese extraño modo de descifrar letras.
El curioso modus operandi de los cabalistas está basado en una premisa lógica: la idea de que la Escritura es un texto absoluto, y en un texto absoluto nada puede ser obra del azar.
No hay textos absolutos; en todo caso los textos humanos no lo son. En la prosa se atiende más al sentido de las palabras; en el verso, al sonido. En un texto redactado por una inteligencia infinita, en un texto redactado por el Espíritu Santo, ¿cómo suponer un desfallecimiento, una grieta? Todo tiene que ser fatal. De esa fatalidad los cabalistas dedujeron su sistema.
Si la Sagrada Escritura no es una escritura infinita, ¿en qué se diferencia de tantas escrituras humanas, en qué difiere el Libro de los Reyes de un libro de historia, en qué el Cantar de los Cantares de un poema? Hay que suponer que todos tienen infinitos sentidos. Escoto Erígena dijo que la Biblia tiene infinitos sentidos, como el plumaje tornasolado de un pavo real.
Otra idea es que hay cuatro sentidos en la Escritura. El sistema podría enunciarse así: en el principio hay un Ser análogo al Dios de Spinoza, salvo que el Dios de Spinoza es infinitamente rico; en cambio, el En soph vendría a ser para nosotros infinitamente pobre. Se trata de un Ser primordial y de ese Ser no podemos decir que existe, pues si decimos que existe entonces también existen las estrellas, los hombres existen, las hormigas. ¿Cómo pueden participar de esa misma categoría? No, ese Ser primordial no existe. Tampoco podemos decir que piensa, porque pensar es un proceso lógico, se pasa de una premisa a una conclusión. Tampoco podemos decir que quiere, porque querer una cosa es sentir que nos falta. Tampoco, que obra. El En soph no obra, porque obrar es proponerse un fin y ejecutarlo. Además, si el En soph es infinito (diversos cabalistas lo comparan con el mar, que es un símbolo del infinito), ¿cómo puede querer otra cosa? Y ¿qué otra cosa podría crear sino otro Ser infinito que se confundiría con él? Ya que desdichadamente es necesaria la creación del mundo, tenemos diez emanaciones, las Sephiroth que surgen de Él, pero que no son posteriores a Él.
La idea del Ser eterno que siempre ha tenido esas diez emanaciones es de difícil comprensión. Esas diez emanaciones emanan una de otra. El texto nos dice que corresponden a los dedos de la mano. La primera emanación se llama la Corona y es comparable a un rayo de luz que surge del En soph, un rayo de luz que no lo disminuye, un ser ilimitado al que no se puede disminuir. De la Corona surge otra emanación, de ésa, otra, de ésa, otra, y así hasta completar diez. Cada emanación es tripartita. Una de las tres partes es aquella por la cual se comunica con el Ser Superior; otra, la central, es la esencial; otra, la que le sirve para comunicarse con la emanación inferior.
Las diez emanaciones forman un hombre que se llama el Adam Kadmon, el Hombre Arquetipo. Ese hombre está en el cielo y nosotros somos su reflejo. Ese hombre, de esas diez emanaciones, emana un mundo, emana otro, hasta cuatro. El tercero es nuestro mundo material y el cuarto es el mundo infernal. Todos están incluidos en el Adam Kadmon, que comprende al hombre y su microcosmo: todas las cosas.
No se trata de una pieza de museo de la historia de la filosofía; creo que este sistema tiene una aplicación: puede servirnos para pensar, para tratar de comprender el universo. Los gnósticos fueron anteriores a los cabalistas en muchos siglos; tienen un sistema parecido, que postula un Dios indeterminado. De ese Dios que se llama Pieroma (la Plenitud), emana otro Dios (estoy siguiendo la versión perversa de Ireneo), y de ese Dios emana otra emanación, y de esa emanación otra, y de ésa, otra, y cada una de ellas constituye un cielo (hay una torre de emanaciones). Llegamos al número trescientos sesenta y cinco, porque la astrología anda entreverada. Cuando llegamos a la última emanación, aquella en que la parte de Divinidad tiende a cero, nos encontramos con el Dios que se llama Jehová y que crea este mundo.
¿Por qué crea este mundo tan lleno de errores, tan lleno de horror, tan lleno de pecados, tan lleno de dolor físico, tan lleno de sentimiento de culpa, tan lleno de crímenes? Porque la Divinidad ha ido disminuyéndose y al llegar a Jehová crea este mundo falible.
Tenemos el mismo mecanismo en las diez Sephiroth y en los cuatro mundos que va creando. Esas diez emanaciones, a medida que se alejan del En soph, de lo ilimitado, de lo oculto, de los ocultos —como lo llaman en su lenguaje figurado los cabalistas—, van perdiendo fuerza, hasta llegar a la que crea este mundo, este mundo en el que estamos nosotros, tan llenos de errores, tan expuestos a la desdicha, tan momentáneos en la dicha. No es una idea absurda; estamos enfrentados con un problema eterno que es el problema del mal, tratado espléndidamente en el Libro de Job que, según Froude, es la obra mayor de todas las literaturas.
Ustedes recordarán la historia de Job. El hombre justo perseguido, el hombre que quiere justificarse ante Dios, el hombre condenado por sus amigos, el hombre que cree haberse justificado y al final Dios le habla desde el torbellino. Le dice que Él está más allá de las medidas humanas. Toma dos curiosos ejemplos, el elefante y la ballena, y dice que Él los ha creado. Debemos sentir, observa Max Brod, que el elefante, Behemot («los animales») es tan grande que tiene nombre en plural, y luego Leviatán puede ser dos monstruos, la ballena o el cocodrilo. Dice que Él es tan incomprensible como esos monstruos y no puede ser medido por los hombres.
A lo mismo llega Spinoza, cuando dice que dar atributos humanos a Dios es como si un triángulo dijera que Dios es eminentemente triangular. Decir que Dios es justo, misericordioso, es tan antropomórfico como afirmar que Dios tiene cara, ojos o manos.
Tenemos, pues, una Divinidad superior y tenemos otras emanaciones inferiores. Emanaciones parece la palabra más inofensiva para que Dios no tenga la culpa; para que la culpa sea, como dijo Schopenhauer, no del rey sino de sus ministros, y para que esas emanaciones produzcan este mundo.
Se han intentado algunas defensas del mal. Para empezar, la defensa clásica, de los teólogos, que declara que el mal es negativo y que decir «el mal» es decir simplemente ausencia del bien; lo cual, para todo hombre sensible, es evidentemente falso. Un dolor físico cualquiera es tan vivido o más vivido que cualquier placer. La desdicha no es la ausencia de dicha, es algo positivo; cuando somos desdichados lo sentimos como una desdicha.
Hay un argumento, muy elegante pero muy falso, de Leibniz, para defender la existencia del mal. Imaginemos dos bibliotecas. La primera está hecha de mil ejemplares de la Eneida, que se supone un libro perfecto y que acaso lo es. La otra contiene mil libros de valor heterogéneo y uno de ellos es la Eneida. ¿Cuál de las dos es superior? Evidentemente, la segunda. Leibniz llega a la conclusión de que el mal es necesario para la variedad del mundo.
Otro ejemplo que suele tomarse es el de un cuadro, un cuadro hermoso, digamos de Rembrandt. En la tela hay lugares oscuros que pueden corresponder al mal. Leibniz parece olvidar, cuando toma el ejemplo de las telas o el de los libros, que una cosa es que haya malos libros en una biblioteca y otra es ser esos libros. Si nosotros somos alguno de esos libros estamos condenados al infierno.
No todos tienen el éxtasis —y no sé si siempre lo tuvo— de Kierkegaard, quien dijo que si había una sola alma en el infierno, necesaria para la variedad del mundo, y esa alma fuera la suya, cantaría desde el fondo del infierno la alabanza del Todopoderoso.
No sé si es fácil sentirse así; no sé si después de algunos minutos de infierno Kierkegaard hubiera seguido pensando igual. Pero la idea, como ustedes ven, se refiere a un problema esencial, el de la existencia del mal, que los gnósticos y los cabalistas resuelven del mismo modo.
Lo resuelven diciendo que el universo es obra de una Divinidad deficiente, cuya fracción de divinidad tiende a cero. Es decir, de un Dios que no es el Dios. De un Dios que desciende lejanamente de Dios. No sé si nuestra mente puede trabajar con palabras tan vastas y vagas como Dios, como Divinidad, o con la doctrina de Basílides de las trescientas sesenta y cinco emanaciones de los gnósticos. Sin embargo, podemos aceptar la idea de una divinidad deficiente, de una divinidad que tiene que amasar este mundo con material adverso. Llegaríamos así a Bernard Shaw, quien dijo «God is in the making», «Dios está haciéndose». Dios es algo que no pertenece al pasado, que quizá no pertenezca al presente: es la Eternidad. Dios es algo que puede ser futuro: si nosotros somos magnánimos, incluso si somos inteligentes, si somos lúcidos, estaremos ayudando a construir a Dios.
En El fuego imperecedero de Wells el argumento sigue el del Libro de Job y su héroe se le parece. El personaje, cuando está bajo la anestesia, sueña que entra en un laboratorio. La instalación es pobre y allí trabaja un hombre viejo. El hombre viejo es Dios; se muestra bastante irritado. «Estoy haciendo lo que puedo, le dice, pero realmente tengo que luchar con un material muy difícil». El mal sería el material intratable por Dios y el bien sería la bondad. Pero el bien, a la larga, estaría destinado a triunfar y está triunfando. No sé si creemos en el progreso; yo creo que sí, al menos en la forma de la espiral de Goethe: vamos y volvemos, pero en suma estamos mejorando. ¿Cómo podemos hablar así en esta época de tantas crueldades? Sin embargo, ahora se toman prisioneros y se los envía a la cárcel, posiblemente a campos de concentración; pero se toman enemigos. En tiempos de Alejandro de Macedonia lo natural parecía que un ejército victorioso matara a todos los vencidos y que una ciudad vencida fuese arrasada. Quizá intelectualmente estemos mejorando también. Una prueba de ello sería este hecho tan humilde de que nos interese lo que pensaron los cabalistas. Tenemos una inteligencia abierta y estamos listos a estudiar no sólo la inteligencia de otros sino la estupidez de otros, las supersticiones de otros. La cábala no sólo no es una pieza de museo, sino una suerte de metáfora del pensamiento.
Querría hablar ahora de uno de los mitos, de una de las leyendas más curiosas de la cábala. La del golem, que inspiró la famosa novela de Meyrink que me inspiró un poema. Dios toma un terrón de tierra (Adán quiere decir tierra roja), le insufla vida y crea a Adán, que para los cabalistas sería el primer golem. Ha sido creado por la palabra divina, por un soplo de vida; y como en la cábala se dice que el nombre de Dios es todo el Pentateuco, salvo que están barajadas las letras, así, si alguien poseyere el nombre de Dios o si alguien llegara al Tetragrámaton —el nombre de cuatro letras de Dios— y supiera pronunciarlo correctamente, podría crear un mundo y podría crear un golem también, un hombre.
Las leyendas del golem han sido hermosamente aprovechadas por Gershom Scholem en su libro El simbolismo de la cábala, que acabo de leer. Creo que es el libro más claro sobre el tema, porque he comprobado que es casi inútil buscar las fuentes originales. He leído la hermosa y creo que justa traducción (yo no sé hebreo, desde luego) del Sefer Ietzira o Libro de la Creación, que ha hecho León Dujovne. He leído una versión del Zohar o Libro del esplendor. Pero esos libros no fueron escritos para enseñar la cábala, sino para insinuarla; para que un estudiante de la cábala pueda leerlos y sentirse fortalecido por ellos. No dicen toda la verdad: como los tratados publicados y no publicados de Aristóteles.
Volvamos al golem. Se supone que si un rabino aprende o llega a descubrir el secreto nombre de Dios y lo pronuncia sobre una figura humana hecha de arcilla, ésta se anima y se llama golem. En una de las versiones de la leyenda, se inscribe en la frente del golem la palabra EMET, que significa verdad. El golem crece. Hay un momento en que es tan alto que su dueño no puede alcanzarlo. Le pide que le ate los zapatos. El golem se inclina y el rabino sopla y logra borrarle el aleph o primera letra de EMET. Queda MET, muerte. El golem se transforma en polvo.
En otra leyenda un rabino o unos rabinos, unos magos, crean un golem y se lo mandan a otro maestro, que es capaz de hacerlo pero que está más allá de esas vanidades. El rabino le habla y el golem no le contesta porque le están negadas las facultades de hablar y concebir. El rabino sentencia: «Eres un artificio de los magos; vuelve a tu polvo». El golem cae deshecho.
Por último, otra leyenda narrada por Scholem. Muchos discípulos (un solo hombre no puede estudiar y comprender el Libro de la Creación) logran crear un golem. Nace con un puñal en las manos y les pide a sus creadores que lo maten «porque si yo vivo puedo ser adorado como un ídolo». Para Israel, como para el protestantismo, la idolatría es uno de los máximos pecados. Matan al golem.
He referido algunas leyendas pero quiero volver a lo primero, a esa doctrina que me parece atendible. En cada uno de nosotros hay una partícula de divinidad. Este mundo, evidentemente, no puede ser la obra de un Dios todopoderoso y justo, pero depende de nosotros. Tal es la enseñanza que nos deja la cábala, más allá de ser una curiosidad que estudian historiadores o gramáticos. Como el gran poema de Hugo «Ce que dit la bouche d’ombre», la cábala enseñó la doctrina que los griegos llamaron apokatástasis, según la cual todas las criaturas, incluso Caín y el Demonio volverán, al cabo de largas transmigraciones, a confundirse con la divinidad de la que alguna vez emergieron.


En Siete noches (1980)
Foto: Borges en Sicilia, Palermo, 1984 © Ferdinando Scianna/Magnum Photos


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