Mostrando las entradas con la etiqueta Revista Sur. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta Revista Sur. Mostrar todas las entradas

6/10/17

Jorge Luis Borges: ¿Por qué los escritores argentinos no viven de su pluma?







12 de julio de 1946


¿Por qué los escritores argentinos no viven de su pluma?


  En mi opinión, el problema enunciado por su corresponsal no es mayormente misterioso. La verdad, la humilde y evidente verdad, es que la literatura, a diferencia de la música, de la política, de las enfermedades, de los aspectos delictuosos de la “viveza”, de los destinos personales (este último término encierra acaso a todos los anteriores), interesa muy poco a los argentinos. Se me dirá, tal vez, que a muchos les agrada escribir; no a todos les agrada leer, y cuando lo hacen, prefieren, por razones que estoy lejos de censurar, leer a escritores extranjeros. A nadie puede sorprender esta comprobación.

  La indiferencia general infunde al destino de los escritores de esta república cierto carácter trágico. Ello se advierte de manera inequívoca en los suicidios de algunos, en la amargura y en el nihilismo de muchos. Creo, sin embargo, que una cosa es el destino del escritor y otra el de su obra. La indiferencia que he indicado suele librarnos de muchas tentaciones. El escritor argentino sabe que ningún libro suyo lo hará medrar de modo considerable; esa previsión melancólica lo inducirá a escribirlo según su íntimo pensar, no para lisonjear convicciones o supersticiones ajenas.

 Existen estímulos artificiales; los premios de fuente oficial. Alguien, alguna vez, estudiará detenidamente su influjo en la evolución de nuestra literatura; sospecho que no establecerá que ha sido benéfico. No quiero decir que los premios se concedan inevitablemente a obras malas; quiero decir que la expectativa de premios puede impedir que se escriban otras mejores. Por ejemplo, nadie discute que el Martín Fierro sea uno de los libros máximos de nuestro país. Imaginemos que en 1872 ya hubiera existido un mecanismo de recompensas como el actual y que José Hernández hubiera, muy humanamente, considerado la posibilidad de que le tocara una de ellas. ¿Se habría animado a exhibir al gaucho como desertor, como borracho, como asesino y como matrero? En otras palabras: ¿habría escrito el Martín Fierro?


En Miscelánea (Ed. Mondadori)
© 1995, 2011, María Kodama
Publicación original en revista Sur, Buenos Aires, julio de 1946
Jorge Luis Borges en Virginia, USA, 1984


6/8/17

Jorge Luis Borges: Nuestras imposibilidades







Esta fraccionaria noticia de los caracteres más inmediatamente afligentes del argentino, requiere una previa limitación. Su objeto es el argentino de las ciudades, el misterioso espécimen cotidiano que venera el alto esplendor de las profesiones de saladerista o de martillero, que viaja en ómnibus y lo considera un instrumento letal, que menosprecia a los Estados Unidos y festeja que Buenos Aires casi se pueda hombrear con Chicago homicidamente, que rechaza la sola posibilidad de un ruso incircunciso y lampiño, que intuye una secreta relación entre la perversa o nula virilidad y el tabaco rubio, que ejerce con amor la pantomima digital del seriola, que deglute en especiales noches de júbilo, porciones de aparato digestivo o evacuativo o genésico, en establecimientos tradicionales de aparición reciente que se denominan parrillas, que se vanagloria a la vez de nuestro idealismo latino y de nuestra viveza porteña, que ingenuamente sólo cree en la viveza. No me limitaré pues al criollo: tipo deliberado ahora de conversador matero y de anecdotista, sin obligaciones previas raciales. El criollo actual —el de nuestra provincia, a lo menos— es una variedad lingüística, una conducta que se ejerce para incomodar unas veces, otras para agradar. Sirva de ejemplo de lo último el gaucho entrado en años, cuyas ironías y orgullos representan una delicada forma de servilismo, puesto que satisfacen a opinión corriente sobre él... El criollo, pienso, deberá ser investigado en esas regiones donde una concurrencia forastera no lo ha estilizado y falseado —verbigracia, en los departamentos del norte de la República Oriental. Vuelvo, pues, a nuestro cotidiano argentino. No inquiero su completa definición, sino la de sus rasgos más fáciles.

El primero es la penuria imaginativa. Para el argentino ejemplar, todo lo infrecuente es monstruoso —y como tal, ridículo. El disidente que se deje la barba en tiempo de los rasurados o que en los barrios del chambergo prefiere culminar en galera, es un milagro y una inverosimilitud y un escándalo para quienes lo ven. En el sainete nacional, los tipos del Gallego y del Gringo son un mero reverso paródico de los criollos. No son malvados —lo cual importaría una dignidad—; son irrisorios, momentáneos y nadie. Se agitan vanamente: la seriedad fundamental de morir les está negada. Esa fantasmidad corresponde a las seguridades erróneas de nuestro pueblo, con tosca precisión. Eso, para el pueblo, es el extranjero: un sujeto imperdonable equivocado y bastante irreal. La inepcia de nuestros actores, ayuda. Ahora, desde que los once compadritos buenos de Buenos Aires fueron maltratados por los once compadritos malos de Montevideo, el extranjero an sich es el uruguayo. Si se miente y exige una diferencia con extranjeros irreconocibles, nominales ¿qué no será con los auténticos? Imposible admitirlos como una parte responsable del mundo. El fracaso del intenso film Hallelujah ante los espectadores de este país —mejor, el fracaso de los espectadores extensos de este país ante el film Hallelujah— se debió a una invencible coalición de esa incapacidad, exasperada por tratarse de negros, con otra no menos deplorable y sintomática: la de tolerar sin burla un fervor. Esa mortal y cómoda negligencia de lo inargentino del mundo, comporta una fastuosa valoración del lugar ocupado entre las naciones por nuestra patria. Hará unos meses, a raíz del lógico resultado de unas elecciones provinciales de gobernador, se habló del oro ruso; como si la política interna de una subdivisión de esta descolorida república, fuera perceptible desde Moscú, y los apasionara. Una buena voluntad megalomaníaca permite esas leyendas. La completa nuestra incuriosidad efusivamente delatada por todas las revistas gráficas de Buenos Aires, tan desconocedoras de los cinco continentes y de los siete mares como solícitas de los veraneantes costosos a Mar del Plata, que integran su rastrero fervor, su veneración, su vigilia. No solamente la visión general es paupérrima aquí, sino la domiciliaria, doméstica. El Buenos Aires esquemático del porteño, es harto conocido: el Centro, el Barrio Norte (con aséptica omisión de sus conventillos), la Boca del Riachuelo y Belgrano. Lo demás es una inconveniente Cimeria, un vano paradero conjetural de los revueltos ómnibus La Suburbana y de los resignados Lacroze.

El otro rasgo que procuraré demostrar, es la fruición incontenible de los fracasos. En los cinematógrafos de esta ciudad, toda frustración de una expectativa es aclamada por las venturosas plateas como si fuera cómica. Igual sucede cuando hay lucha: jamás interesa la felicidad del ganador, sino la buena humillación del vencido. Cuando, en uno de los films heroicos de Sternberg, hacia un final ruinoso de fiesta, el alto pistolero Bull Weed se adelanta sobre las serpentinas muertas del alba para matar a su crapuloso rival, y éste lo ve avanzar contra él, irresistible y torpe, y huye de la muerte visible —una brusca apoteosis de carcajadas festeja ese temor y nos recuerda el hemisferio en que estamos. En los cinematógrafos pobres, basta la menor señal de agresión para que se entusiasme el público. Ese disponible rencor tuvo su articulación felicísima en el imperativo ¡sufra!, que ya se ha retirado de las bocas, no de las voluntades. Es significativa también la interjección ¡toma!, usada por la mujer argentina para coronar cualquier enumeración de esplendores —verbigracia, las etapas opulentas de un veraneo—; como si valieran las dichas por la envidiosa irritación que producen. (Anotemos —de paso— que el más sincero elogio español es el participio envidiado.) Otra suficiente ilustración de la facilidad porteña del odio la ofrecen los cuantiosos anónimos, entre los que debemos incluir el nuevo anónimo auditivo, sin rastros: la afrentosa llamada telefónica, la emisión invulnerable de injurias. Ese impersonal y modesto género literario, ignoro si es de invención argentina, pero sí de aplicación perpetua y feliz. Hay virtuosos en esta capital que sazonan lo procaz de sus vocativos con la estudiosa intempestividad de la hora. Tampoco nuestros conciudadanos olvidan que la suma velocidad puede ser una forma de la reserva y que las injurias vociferadas a los de a pie desde un instantáneo automóvil quedan generalmente impunes. Es verdad que tampoco el destinatario suele ser identificado y que el breve espectáculo de su ira se achica hasta perderse, pero siempre es un alivio afrentar. Añadiré otro ejemplo curioso: el de la sodomía. En todos los países de la tierra, una indivisible reprobación recae sobre los dos ejecutores del inimaginable contacto. Abominación hicieron los dos; su sangre sobre ellos, dice el Levítico. No así entre el malevaje de Buenos Aires, que reclama una especie de veneración para el agente activo —porque lo embromó al compañero—. Entrego esa dialéctica fecal a los apologistas de la viveza, del alacraneo y de la cachada, que tanto infierno encubren.

Penuria imaginativa y rencor definen nuestra parte de muerte. Abona lo primero un muy generalizable artículo de Unamuno sobre La imaginación en Cochabamba; lo segundo, el incomparable espectáculo de un gobierno conservador, que está forzando a toda la república a ingresar en el socialismo, sólo por fastidiar y entristecer a un partido medio.

Hace muchas generaciones que soy argentino; formulo sin alegría estas quejas.



Sur, Buenos Aires, Año I, N° 4, primavera de 1931 [clasificado como "Notas"]

Y también en:
Jorge Luis Borges, Discusión, Buenos Aires, Manuel Gleizer editor, 1932
Jorge Luis Borges, Ficcionario, México, Fondo de Cultura Económica, 1985

Antologado luego en Borges en Sur (1931-1980)
© 1999, María Kodama
Buenos Aires, Penguin House Grupo Editorial, 2016


18/5/17

Jorge Luis Borges: Destino escandinavo





Que el destino de las naciones puede no ser menos interesante y patético que el de los individuos, es algo que Homero ignoró, que Virgilio supo y que sintieron con intensidad los hebreos. Otro problema (el problema platónico) es inquirir si las naciones existen de un modo verbal o de un modo real, si son palabras colectivas o entes eternos, el hecho es que podemos imaginarlas y que la desventura de Troya puede tocarnos más que la desventura de Príamo. Versos como éste del Purgatorio:

Vieni a veder la tua Roma che piagne

prueban el patetismo de lo genérico, y Manuel Machado ha podido lamentar, en un poema sin duda hermoso, el melancólico destino de las estirpes árabes "que todo lo tuvieron y todo lo perdieron". Acaso es lícito recordar brevemente los rasgos diferenciales de ese destino: la revelación de la Divina Unidad, que hará catorce siglos aunó a los pastores de un desierto y los arrojó a una batalla que no ha cesado y cuyos límites fueron la Aquitania y el Ganges; el culto de Aristóteles que los árabes enseñaron a Europa, tal vez sin comprenderlo del todo, como si repitieran o transcribieran un mensaje cifrado... Por lo demás, tener y perder es la común vicisitud de los pueblos. Estar a punto de tener todo y perderlo todo es el trágico destino alemán. Más raro y más afín a los sueños es el destino escandinavo, que procuraré definir.

Jordanes, a mediados del siglo VI, dijo de Escandinavia que esta isla (por isla la tuvieron los cartógrafos y los historiadores latinos) era como el taller o vaina de las naciones; las bruscas tropelías escandinavas en los más heterogéneos puntos del orbe confirmarían este parecer, que legó a De Quincey la frase officina gentium. En el siglo IX los vikings irrumpieron en Londres, exigieron de París un tributo de siete mil libras de plata y saquearon los puertos de Lisboa, de Burdeos y de Sevilla. Hasting, merced a una estratagema, se apoderó de Luna, en Etruria, y pasó a cuchillo a sus defensores y la incendió, porque pensó que se había apoderado de Roma. Thorgils, jefe de los Forasteros Blancos (Finn Gaill), rigió el Norte de Irlanda; los clérigos, destruidas las bibliotecas, huyeron y uno de los exilados fue Escoto Erígena. Un sueco, Rurik, fundó el reino de Rusia; la capital, antes de llamarse Novgórod, se llamó Holmgard. Hacia el año 1000 los escandinavos, bajo Leif Eiriksson, arribaron a la costa de América. Nadie los inquietó, pero una mañana (según consta en la Saga de Erico el Rojo) muchos hombres en canoas de cuero desembarcaron y los miraron con algún estupor. "Eran oscuros y muy mal parecidos y el pelo de las cabezas era feo; tenían ojos grandes y anchas mejillas". Los escandinavos les dieron el nombre de skraelingar, gente inferior. Ni escandinavos ni esquimales supieron que el momento era histórico; América y Europa se miraron con inocencia. Un siglo después, las enfermedades y la gente inferior habían acabado con los colonos. Los anales de Islandia dicen: "En 1121, Erico, obispo de Groenlandia, partió en busca de Vinland". Nada sabemos de su suerte; el obispo y Vinland (América) se perdieron.

Desparramados por la faz de la tierra quedan epitafios de vikings, en piedras rúnicas. Uno es así:
"Tola erigió esta piedra a la memoria de su hijo Harald, hermano de Ingvar. Partieron en busca de oro, fueron muy lejos y saciaron al águila en el Oriente. Murieron en el Sur, en Arabia".

Otro dice:
"Que Dios se apiade de las almas de Orm y de Gunnlaug, pero sus cuerpos yacen en Londres". En una isla del Mar Negro se halló el siguiente: "Grani erigió este túmulo en memoria de Karl, su compañero".

Éste fue grabado en un león de mármol que estaba en el Pireo y que fue trasladado a Venecia:
"Guerreros labraron las letras rúnicas... Hombres de Suecia lo pusieron en el león".

Inversamente, suelen descubrirse en Noruega monedas griegas y árabes y cadenas de oro y viejas alhajas traídas del Oriente.

Snorri Sturlson, a principios del siglo XIII, redactó una serie de biografías de los reyes del Norte; la nomenclatura geográfica de esa obra, que comprende cuatro siglos de historia, es otro testimonio de la grandeza del orbe escandinavo; en sus páginas se habla de Jorvik (York), de Bjarmaland, que es Arkangel, o los Urales, de Nörvesund (Gibraltar), de Serkland (Tierra de Sarracenos), que abarca los reinos islámicos, de Blaaland (Tierra Azul, Tierra de Negros), que es África, de Saxland o Sajonia, que es Alemania, de Helluland (Tierra de Piedras Lisas), que es Labrador, de Markland (Tierra Boscosa), que es Terranova, y de Miklagard (Gran Población), que es Constantinopla, donde aventureros suecos y anglosajones integraron, hasta que el Oriente cayó, la guardia del emperador bizantino. Pese a la vastedad que surge de esta enumeración, la obra no configura la epopeya de un imperio escandinavo. Hernán Cortés y Francisco Pizarro conquistaron tierras para su rey; las dilatadas empresas de los vikings fueron individuales. "Carecieron de ambiciones políticas" explica Douglas Jerrold. Al cabo de un siglo, los normandos (hombres del Norte) que, bajo Rolf, se fijaron en la provincia de Normandía y le dieron su nombre, habían olvidado su lengua y hablaban en francés...

El arte medieval es connaturalmente alegórico; así, en la Vita Nuova, que es un relato de orden autobiográfico, la cronología de los hechos está supeditada al número 9, y Dante conjetura que la misma Beatriz era un nueve, "es decir un milagro, cuya raíz es la Trinidad". Ello ocurrió hacia 1292; cien años antes, los islandeses redactaban las primeras sagas*, que son la perfección del realismo. Pruébelo este sobrio pasaje de la Saga de Grettir:

"Días antes de la noche de San Juan, Thorbjörn fue a caballo a Bjarg. Tenía un yelmo en la cabeza, una espada al cinto y una lanza en la mano, de hoja muy ancha. A la madrugada llovió. De los peones de Atli, algunos trabajaban en la siega del heno; otros se habían ido a pescar al Norte, a Hornstrandir. Atli estaba en su casa, con poca gente. Thorbjörn llegó hacia el mediodía. Solo, cabalgó hasta la puerta. Estaba cerrada y nadie había afuera. Thorbjörn llamó y se ocultó detrás de la casa, para que no lo vieran desde la puerta. La servidumbre oyó que llamaban y una mujer fue a abrir. Thorbjörn la vio, pero no dejó que lo vieran, porque tenía otro propósito. La mujer volvió al aposento. Atli preguntó quién estaba fuera. Ella dijo que no había visto a nadie y mientras hablaban así, Thorbjörn golpeó con fuerza.

"Entonces dijo Atli: 'Alguien me busca y trae un mensaje que ha de ser muy urgente'. Abrió la puerta y miró: no había nadie. Ahora llovía con violencia y por eso Atli no salió; con una mano en el marco de la puerta, miró en torno. En ese instante saltó Thorbjörn y le empujó con las dos manos la lanza en la mitad del cuerpo.

"Atli dijo, al recibir el golpe: 'Ahora se usan estas hojas tan anchas'. Luego cayó de boca sobre el umbral. Las mujeres salieron y lo hallaron muerto. Thorbjörn, desde su caballo, gritó que el matador era él y se volvió a su casa".
Con esta prosa de rigores clásicos convivió (el hecho es singular) una poesía barroca; los poetas no decían cuervo sino cisne rojo o cisne sangriento y no decían cadáver sino carne o maíz del cisne sangriento. Agua de la espada y rocío del muerto dijeron por la sangre; luna de los piratas, por el escudo...

El realismo español de la picaresca adolece de un tono sermoneador y de cierta gazmoñería ante lo sexual, ya que no ante lo inmundo; el realismo francés oscila entre el estímulo erótico y lo que Paul Groussac apodó "la fotografía basurera"; el realismo norteamericano va de lo sensiblero a lo cruel; el de las sagas corresponde a una observación imparcial. Con justa exaltación pudo escribir William Patón Ker: "La mayor proeza del antiguo mundo germánico en sus últimos días la constituyeron las sagas, que encerraban fuerza bastante para cambiar el mundo entero, pero no fueron conocidas ni comprendidas" (English Literature, Medieval, 1912), y en otra página de otro libro rememoró: "la gran escuela islandesa; la escuela que murió sin sucesión hasta que todos sus métodos fueron reinventados, independientemente, por los grandes novelistas, al cabo de siglos de tanteo y de incertidumbre" (Epic and Romance, 1896).

Bastan los hechos anteriores, entiendo, para definir el extraño y vano destino de las gentes escandinavas. Para la historia universal, las guerras y los libros escandinavos son como si no hubieran sido; todo queda aislado y sin rastro, como si pasara en un sueño o en esas bolas de cristal que miran los videntes. En el siglo XII, los islandeses descubren la novela, el arte del normando Flaubert, y ese descubrimiento es tan secreto y tan estéril, para la economía del mundo, como su descubrimiento de América.




* En el Diccionario de la Real Academia Española (1947) se lee: "Saga (del al. sage, leyenda) f. Cada una de las leyendas poéticas contenidas en su mayor parte en las dos colecciones de primitivas tradiciones heroicas y mitológicas de la antigua Escandinavia, llamadas los Eddas". Los errores que amalgama este artículo son casi inextricables. Saga se deriva del verbo islandés segja (decir), no de Sage, voz que en alemán medieval no tuvo la acepción de leyenda; las sagas son narraciones en prosa, no leyendas poéticas; no las contienen los dos Eddas (cuyo género es femenino). Los cantos más antiguos de la Edda datan del siglo IX; las sagas más antiguas, del XII.


Sur, Buenos Aires, Nº 219-220, enero-febrero de 1953



Y también en Páginas de Jorge Luis Borges seleccionadas por el autor
Buenos Aires, Editorial Celtia, 1982

Incluido luego en Borges en Sur (1931-1980)
© 1999, María Kodama
Buenos Aires, Penguin House Grupo Editorial, 2016

Foto: Captura Borges, el eterno retorno
Dirección: Patricia Enis y Fernando Flores


6/5/17

Jorge Luis Borges: Un film abrumador






Citizen Kane (cuyo nombre en la República Argentina es El Ciudadano) tiene por lo menos dos argumentos. El primero, de una imbecilidad casi banal, quiere sobornar el aplauso de los muy distraídos. Es formulable así: Un vano millonario acumula estatuas, huertos, palacios, piletas de natación, diamantes, vehículos, bibliotecas, hombres y mujeres; a semejanza de un coleccionista anterior (cuyas observaciones es tradicional atribuir al Espíritu Santo) descubre que esas misceláneas y plétoras son vanidad de vanidades y todo vanidad; en el instante de la muerte, anhela un solo objeto del universo ¡un trineo debidamente pobre con el que su niñez ha jugado! El segundo es muy superior. Une al recuerdo de Koheleth el de otro nihilista: Franz Kafka. El tema (a la vez metafísico y policial, a la vez psicológico y alegórico) es la investigación del alma secreta de un hombre, a través de las obras que ha construido, de las palabras que ha pronunciado, de los muchos destinos que ha roto. El procedimiento es el de Joseph Conrad en Chance (1914) y el del hermoso film The power and the glory: la rapsodia de escenas heterogéneas, sin orden cronológico. Abrumadoramente, infinitamente, Orson Welles exhibe fragmentos de la vida del hombre Charles Foster Kane y nos invita a combinarlos y a reconstruirlo. Las formas de la multiplicidad, de la inconexión, abundan en el film: las primeras escenas registran los tesoros acumulados por Foster Kane; en una de las últimas, una pobre mujer lujosa y doliente juega en el suelo de un palacio que es también un museo, con un rompecabezas enorme. Al final comprendemos que los fragmentos no están regidos por una secreta unidad: el aborrecido Charles Foster Kane es un simulacro, un caos de apariencias. (Corolario posible, ya previsto por David Hume, por Ernst Mach y por nuestro Macedonio Fernández: ningún hombre sabe quién es, ningún hombre es alguien). En uno de los cuentos de Chesterton —The head of Caesar, creo— el héroe observa que nada es tan aterrador como un laberinto sin centro. Este film es exactamente ese laberinto.

Todos sabemos que una fiesta, un palacio, una gran empresa, un almuerzo de escritores o periodistas, un ambiente cordial de franca y espontánea camaradería, son esencialmente horrorosos; Citizen Kane es el primer film que los muestra con alguna conciencia de esa verdad.

La ejecución es digna, en general, del vasto argumento. Hay fotografías de admirable profundidad, fotografías cuyos últimos planos (como en las telas de los prerrafaelistas) no son menos precisos y puntuales que los primeros.

Me atrevo a sospechar, sin embargo, que Citizen Kane perdurará como "perduran" ciertos films de Griffith o de Pudovkin, cuyo valor histórico nadie niega, pero que nadie se resigna a rever. Adolece de gigantismo, de pedantería, de tedio. No es inteligente, es genial: en el sentido más nocturno y más alemán de esta mala palabra.










Sur, Buenos Aires, Año X, N° 83, agosto de 1941
Y además en Edgardo Cozarinsky, Borges y el cine, Buenos Aires, Ediorial Sur, 1974

En Borges en Sur (1931-1980) [1999]

Buenos Aires, Penguin House Mondadori, 2016

Ficha técnica del film: IMDb


Imágenes: 
Orson Welles removing his Charles Foster Kane makeup, c1941 -by Muky Munkácsi 
Orson Welles in Citizen Kane [1941] - IMDb
Orson Welles in Citizen Kane [1941] - IMDb

28/4/17

Jorge Luis Borges: El coronel Ascasubi






Ascasubi, en vida, fue el Béranger del Río de la Plata; en muerte, un precursor humoso de Hernández. Ambas definiciones, como se ve, lo traducen en mero borrador -erróneo ya en el tiempo, ya en el espacio- de otro destino humano. La primera, la contemporánea, no le hizo mal: quienes la apadrinaban, no carecían de una directa noción de quién era Ascasubi, y de una suficiente noticia de quién era el francés; ahora, los dos conocimientos ralean. La honesta gloria de Béranger ha declinado, aunque dispone todavía de tres columnas en la Encyclopaedia britannica, firmadas por nadie menos que Stevenson; y la de Ascasubi... La segunda, la de premonición o aviso del Martín Fierro, es una insensatez: es accidental el parecido entre las dos obras y es nulo entre las intenciones que las gobiernan. El motivo de esa atribución errónea es curioso. Agotada la edición príncipe de Ascasubi de 1872 y rarísima en librería la de 1900, la empresa La cultura argentina determinó facilitar al público alguna de sus obras. Razones de largura y de seriedad eligieron el Santos Vega, impenetrable sucesión de trece mil versos, de siempre acometida y siempre postergada lectura. La gente, fastidiada, ahuyentada, tuvo que recurrir a ese respetuoso sinónimo de la incapacidad meritoria: el concepto de precursor. Pensarlo precursor de su declarado discípulo, Estanislao del Campo, era demasiado evidente; resolvieron emparentarlo con José Hernández. El proyecto adolecía de esta molestia, que razonaremos después: la superioridad del precursor sobre el precorrido, en esas pocas páginas ocasionales -las descripciones del amanecer, del malón- cuyo tema es igual. Nadie se demoró en esa paradoja, nadie pasó de esta comprobación evidente: la general inferioridad de Ascasubi (Escribo con justicia y con penitencia: uno de los distraídos fui yo, en cierta consideración inútil sobre Ascasubi, que está en Inquisiciones). Una liviana meditación, sin embargo, habría demostrado que, postulados bien los propósitos de los dos escritores, una frecuente superioridad parcial de Aniceto era de prever. ¿Qué fin se proponía Hernández? Uno limitadísimo: la relación del destino de Martín Fierro, en su propia boca. La fornida pelea con el negro, pongo por caso, no corresponde ni a la sensación de pelear ni a las inquietas lucideces y fallas que rinde la memoria de un hecho, sino a la narración estoica del peleador. No intuimos la pelea, sino al paisano Martín Fierro contándola. Igual afirmo de lo demás de la historia, siempre en función del héroe. De ahí que una deliberada subordinación del color local sea típica de Hernández. No especifica día y noche el pelo de los caballos: afectación que en nuestra literatura de ganaderos tiene correlación con la británica de especificar los aparejos, los derroteros y las maniobras, en su literatura del mar -pampa de los ingleses. No silencia la realidad, pero sólo se refiere a ella en función del carácter del héroe (Lo mismo, con el ambiente marinero, hace Joseph Conrad). Así, los muchos bailes que necesariamente aparecen en su relato (La ida, canto tercero, canto séptimo, canto onceno) no son nunca descritos. Ascasubi, en cambio, se propone la intuición directa del baile, del juego discontinuo de los cuerpos que se están entendiendo (Paulino Lucero, página 204):

Sacó luego a su aparcera
la Juana Rosa a bailar
y entraron a menudiar
media caña y caña entera.
¡Ah china! si la cadera
del cuerpo se le cortaba,
pues tanto lo mezquinaba
en cada dengue que hacía,
que medio se le perdía
cuando Lucero le entraba.


Y esta otra décima vistosa, como tapia rosada (Aniceto el Gallo, página 176):

Velay Pilar, la Porteña
linda de nuestra campaña,
bailando la media caña:
vean si se desempeña
y el garbo con que desdeña
los entros de ese gauchito,
que sin soltar el ponchito
con la mano en la cintura
le dice en esa postura:
¡mi alma! yo soy compadrito.


Es iluminativo también cotejar la noticia de los malones que hay en el Martín Fierro, con la inmediata presentación de Ascasubi. Hernández (La vuelta, canto cuarto) quiere destacar el horror juicioso de Fierro ante la desatinada depredación; Ascasubi (Santos Vega, XIII), las leguas de indios que se vienen encima:

Pero al invadir la Indiada
se siente, porque a la fija
del campo la sabandija
juye adelante asustada
y envueltos en la manguiada
vienen perros cimarrones,
zorros, avestruces, liones,
gamas, liebres y venaos
y cruzan atribulaos
por entre las poblaciones.

Entonces los ovejeros
coliando bravos torean
y también revolotean
gritando los teruteros;
pero, eso sí, los primeros
que anuncian la novedá
con toda seguridá
cuando los indios avanzan
son los chajases que lanzan
volando: ¡chajá! ¡chajá!

Y atrás de esas madrigueras
que los salvajes espantan,
campo ajuera se levantan
como nubes, polvaderas
preñadas todas enteras
de pampas desmelenaos
que al trote largo apuraos,
sobre los potros tendidos,
cargan pegando alaridos
y en media luna formaos.

Lo escénico otra vez, otra vez la fruición de contemplar. En esa inclinación está para mí la singularidad de Ascasubi, no en las virtudes de su ira unitaria, enfatizada por Oyuela y por Rojas. Éste (Obras, tomo noveno, página 671) imagina la desazón que sus payadas bárbaras debieron producir en don Juan Manuel y recuerda el asesinato, dentro de la plaza sitiada de Montevideo, de Florencio Varela. El caso es incomparable: Varela, fundador y redactor de El comercio del Plata, era persona internacionalmente visible; Ascasubi, payador incesante, se reducía a improvisar los versos caseros del lento y vivo truco del sitio. No hay que olvidar que las dificultades del sitiador no eran de orden táctico solamente, y que el más resuelto y secreto defensor de Montevideo fue el mismo Rosas, muy suspicaz de un crecimiento peligroso de Oribe, muy demorador de sus actos.

Ascasubi, en la bélica Montevideo, cantó un odio feliz. El facit indignatio versum de Juvenal no nos dice la razón de su estilo: tajeador a más no poder, pero tan desaforado y cómodo en las injurias que parece una diversión o una fiesta, un gusto de vistear. Eso deja entrever una suficiente décima de 1849 (Paulino Lucero, página 336):

Señor patrón, allá va
esa carta ¡de mi flor!
con la que al Restaurador
le retruco desde acá.
Si usté la lé, encontrará
a lo último del papel
cosas de que nuestro aquél
allá también se reirá:
porque a decir la verdá
es gaucho don Juan Manuel.

Pero contra ese mismo Rosas, tan gaucho, moviliza bailes que parecen evolucionar como ejércitos. Vuelva a serpear y a resonar esta primera vuelta de su media caña del campo para los libres (Paulino Lucero , página 117):

Al potro que en diez años
naides lo ensilló,
don Frutos en Cagancha
se le acomodó,
y en el repaso
le ha pegado un rigor
superiorazo.
Querelos mi vida -a los Orientales
que son domadores- sin dificultades.
¡Que viva Rivera! ¡Que viva Lavalle!
Tenémelo a Rosas... que no se desmaye.
Media caña,
a campaña.
Caña entera,
como quiera.
Vamos a Entre Ríos, que allá está Badana,
a ver si bailamos esta Media Caña,
que allá está Lavalle tocando el violín
y don Frutos quiere seguirla hasta el fin.
Los de Cagancha
se la afirman al diablo
en cualquier cancha.
Copio, también, esta peleadora felicidad (Paulino Lucero, página 58):

Vaya un cielito rabioso,
cosa linda en ciertos casos
en que anda el hombre ganoso
de divertirse a balazos.

(La edición de mil novecientos prefiere un hombre, y temo que la primera también; pero mi voz, pero mi sangre, pero mi apellido, juran que es una errata y que la lección genuina es el hombre. No quiero terciar en la discusión, pero es notorio que el coronel Ascasubi era persona de lo más servicial, y que se hubiera comedido de entrada a realizar el cambio.)

Valor florido, gusto de los colores límpidos y de los objetos precisos, pueden definir a Ascasubi. Así, en el principio del Santos Vega:

El cual iba pelo a pelo
en un potrillo bragao,
flete lindo como un dao
que apenas pisaba el suelo
de livianito y delgao.

Y esta mención de una figura (Aniceto el Gallo, página 147):

Velay la estampa del Gallo
que sostiene la bandera
de la Patria verdadera
del Veinticinco de Mayo.

Ascasubi, en La refalosa, presenta el pánico normal de los hombres en trance de degüello; pero razones evidentes de fecha no le dejaron cometer el anacronismo de practicar la única invención literaria de la guerra de mil novecientos catorce: el respetuoso tratamiento del miedo. Esa invención -preludiada paradójicamente por Rudyard Kipling (The seven seas, páginas 214, 179), tratada luego con delicadeza por Sheriff y con buena insistencia periodística por el concurrido Remarque- les quedaba todavía muy a trasmano a los unitarios de mil ochocientos cincuenta, para quienes el miedo no era patético, sino un percance con probabilidades de absurdo. No hay cosa indigna que no haya sido traducida en risible: ejemplos, el dolor, el hambre, la estafa, la humillación, los vómitos, en la novela picaresca -error casi tan lúgubre como el de desplegar esas miserias para patetizar. Ascasubi peleó en Ituzaingó, defendió las trincheras de Montevideo, peleó en Cepeda, y dejó en versos resplandecientes sus días. No hay el arrastre de destino en sus líneas que hay en el Martín Fierro; hay esa despreocupada, dura inocencia de los hombres de acción, de los huéspedes continuos de la aventura y nunca del asombro. Hay alegría en ellos y burla, pero jamás nostalgia; de ahí su desacuerdo feliz con las efusiones germánicas (pasadas por museo de Luján) de su continuador sedicente, Héctor Pedro Blomberg. Hay su buena zafaduría, porque su destino era la guitarra insolente del compadrito y los fogones de la tropa. Hay asimismo (virtud correlativa de ese vicio y también popular) la felicidad prosódica: el verso baladí que por la sola entonación ya está bien.

Yo sé que el mozo cordobés Hilario Ascasubi pasó mil días de navegación sobre el mar, en un barco velero con nombre de colores, La rosa argentina, y sé también que fue encarcelado por Rosas y que se dejó caer -quince metros- desde la altura del murallón a la zanja del cuartel del Retiro, y que ese claro sacudón cenital y esos años de agua lo hicieron firme y como traspasado de luz. Basta nombrarlo para estar en mitología de esta esquina de América.





Sur, Año I, verano 1931
En Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes 

Foto arriba: Hilario Ascasubi (autografiada - dominio público) Vía
Al pie Portada vía

6/4/17

Jorge Luis Borges traduce a Francis Ponge [bilingüe]






Del agua

Más abajo que yo, siempre más abajo que yo está el agua. Siempre la miro con los ojos bajos. Como el suelo, como una parte del suelo, como una modificación del suelo.

Es blanca y brillante, informe y fresca, pasiva y obstinada en su único vicio: el peso; y dispone de medios excepcionales para satisfacer ese vicio: contornea, atraviesa, corroe, se infiltra.

En su propio interior funciona también el vicio: se desfonda sin cesar, renuncia a cada instante a toda forma, sólo tiende a humillarse, se acuesta boca abajo en el suelo, casi cadáver, como los monjes de ciertas órdenes. Cada vez más abajo: tal parece ser su divisa: lo contrario de excelsior.

***

Casi se podría decir que el agua está loca, por esa histérica necesidad de no obedecer más que a su peso, que la posee como una idea fija.

Es verdad que todas las cosas del mundo conocen esa necesidad, que siempre y en todas partes debe satisfacerse. Este armario, por ejemplo, se muestra muy testarudo en su deseo de adherirse al suelo, y si algún día llega a encontrarse en equilibrio inestable preferirá deshacerse antes que oponérsele. Pero, en fin, hasta cierto punto juega con el peso, lo desafía: no se está desfondando en todas sus partes; la cornisa, las molduras no se prestan a ello. Hay en el armario una resistencia en beneficio de su personalidad y de su forma.

Líquido es, por definición, lo que prefiere obedecer al Peso para mantener su forma, lo que rechaza toda forma para obedecer a su peso. Y lo que pierde todo su aplomo por obra de esa idea fija, de ese escrúpulo enfermizo. De ese vicio, que lo convierte en una cosa rápida, precipitada o estancada, amorfa o feroz, amorfa y feroz, feroz taladro, por ejemplo, astuto, filtrador, contorneador, a tal punto que se puede hacer de él lo que se quiera, y llevar el agua en caños para después hacerla brotar verticalmente y gozar por último de su modo de deshacerse en lluvia: una verdadera esclava.

... Sin embargo el sol y la luna le envidian esta influencia exclusiva, y tratan de mortificarla cuando, por ocupar grandes extensiones, les presenta un fácil blanco, o cuando se encuentra en estado de menor resistencia, dispersa en delgados aguazales. El sol le arranca entonces mayor tributo. La obliga a un perpetuo ciclismo, la trata como a una ardilla en su rueda.

***

El agua se me escapa... se me escurre entre los dedos. ¡Y no sólo eso! Ni siquiera resulta tan limpia (como un lagarto o una rana): me deja huellas en las manos, manchas que tardan relativamente mucho en desaparecer o que tengo que secar. Se me escapa, y sin embargo me marca; y poca cosa puedo hacer en contra.

Ideológicamente es lo mismo: se me escapa, escapa de toda definición, pero deja en mi espíritu, y en este papel, huellas, huellas informes.

***

Inquietud del agua: sensible al menor cambio de declive. Que salta las escaleras con los dos pies al mismo tiempo. Que, pueril de obediencia, abandona en seguida sus juegos cuando la llaman cambiándole la dirección de la pendiente.


Revista Sur, Buenos Aires, Año, XVI, N° 147-148-149, enero, febrero, marzo de 1947


Orillas del mar

El mar hasta la cercanía de sus límites es una cosa sencilla que se repite ola por ola. Pero para llegar a las cosas más sencillas en la naturaleza es necesario emplear muchas formas, muchos modales; para las cosas más profundas sutilizarlas de alguna manera. Por eso, y también por rencor contra su inmensidad que lo abruma, el hombre se precipita a las orillas o a la intersección de las cosas grandes para definirlas. Pues la razón en el seno de lo uniforme rebota peligrosamente y se enrarece: un espíritu necesitado de nociones debe ante todo hacer provisión de apariencias.

Mientras que el aire hasta cuando está atormentado por las variaciones de su temperatura o por una trágica necesidad de influencia y de informaciones directas sobre cada cosa sólo superficialmente hojea y dobla las puntas del voluminoso tomo marino, el otro elemento más estable que nos sostiene hunde en él oblicuamente hasta la empuñadura rocosa anchos cuchillos de tierra que se quedan inmóviles en su espesor. A veces encontrándose con un músculo enérgico una hoja vuelve a salir poco a poco: es lo que se llama una playa.

Desorientada al aire libre, pero rechazada por las profundidades aunque hasta cierto punto tenga familiaridad con ellas, esta parte de la extensión se estira entre lo uno y lo otro más o menos leonada y estéril, y por lo común no sostiene más que un tesoro de desechos incansablemente alisados y recogidos por el destructor.

Un concierto elemental, por lo discreto más delicioso y digno de reflexión, se ha ajustado allí desde la eternidad para nadie: desde que se formó por operación sobre una chatura sin límites del espíritu de insistencia que suele soplar de los cielos, la ola llegada de lejos sin choques y sin reproche al fin por primera vez encuentra a quién hablar. Pero una sola y breve palabra se confía a los cantos rodados y a las conchillas, que se muestran muy conmovidas, y la ola expira prefiriéndola; y todas las que la siguen expirarán también haciendo otro tanto, a veces quizá con fuerza algo mayor. Cada una por encima de la otra cuando llega a la orquesta se levanta un poco el cuello, se descubre, y da su nombre al destinatario. Mil señores homónimos son así admitidos el mismo día a la presentación por el mar prolijo y prolífico en ofrecimientos labiales a cada orilla.

Así también en vuestro foro, oh cantos rodados, no es, para una grosera arenga, algún villano del Danubio el que viene a hacerse oír: sino el Danubio mismo, mezclado con todos los otros ríos del mundo después que han perdido su sentido y su pretensión y están profundamente reservados en una desilusión amarga sólo al gusto de quien se cuidara mucho de apreciar por absorción su cualidad más secreta, el sabor. Porque es, en efecto, después de la anarquía de los ríos, a su abandono en el profundo y copiosamente habitado lugar común de la materia líquida a lo que se ha dado el nombre de mar. De ahí que éste parecerá aun a sus propias orillas siempre ausente: aprovechando el alejamiento recíproco que les impide comunicarse entre sí como no sea a través de él o por grandes rodeos, hace creer sin duda a cada una que se dirige especialmente hacia ella. En realidad, cortés con todo el mundo, y más que cortés: capaz para cada cual de todos los arrebatos, de todas las convicciones sucesivas, conserva en el fondo de su permanente tazón su posesión infinita de corrientes. Sale apenas de sus bordes, por sí mismo pone freno al furor de sus olas y, como la medusa que él abandona a los pescadores como imagen reducida o muestra de sí propio, se limita a hacer una reverencia extática por todas sus orillas.

Eso es lo que ocurre con la antigua vestidura de Neptuno, amontonamiento pseudo-orgánico de velos unidamente extendidos sobre las tres cuartas partes del mundo. Ni el ciego puñal de las rocas, ni la más perforadora de las tormentas que hacen girar atados de hojas al mismo tiempo, ni el ojo atentó del hombre usado con dificultad y por lo demás sin control en un medio inaccesible a los orificios destapados de los otros sentidos y trastornado más todavía por un brazo que se hunde para agarrar, han leído ese libro.

Revista Sur, Buenos Aires, Año XVI, N° 147-148-149, enero, febrero, marzo e 1947




De L'Eau

Plus bas que moi, toujours plus bas que moi se trouve l’eau. C’est toujours les yeux baissés que je la regarde. Comme le sol, comme une partie du sol, comme une modification du sol.

Elle est blanche et brillante, informe et fraîche, passive et obstinée dans son seul vice : la pesanteur; disposant de moyens exceptionnels pour satisfaire ce vice : contournant, transperçant, érodant, filtrant.

À l’intérieur d’elle-même ce vice aussi joue : elle s’effondre sans cesse, renonce à chaque instant à toute forme, ne tend qu’à s'humilier, se couche à plat ventre sur le sol, quasi cadavre, comme les moines de certains ordres. Toujours plus bas : telle semble être sa devise : le contraire d’excelsior.

***

On pourrait presque dire que l'eau est folle, à cause de cet hystérique besoin de n'obéir qu'à sa pesanteur, qui la possède comme une idée fixe.

Certes, tout au monde connaît ce besoin, qui toujours et en tous lieux doit être satisfait. Cette armoire, par exemple, se montre fort têtue dans son désir d’adhérer au sol, et si elle se trouve un jour en équilibre instable, elle préférera s’abîmer plutôt que d’y contrevenir. Mais enfin, dans une certaine mesure, elle joue avec la pesanteur, elle la défie : elle ne s’effondre pas dans toutes ses parties, sa corniche, ses moulures ne s’y conforment pas. Il existe en elle une résistance au profit de sa personnalité et de sa forme.

Liquide est par définition ce qui préfère obéir à la pesanteur, plutôt que maintenir sa forme, ce qui refuse toute forme pour obéir à sa pesanteur. Et qui perd toute tenue à cause de cette idée fixe, de ce scrupule maladif. De ce vice, qui le rend rapide, précipité ou stagnant; amorphe ou féroce, amorphe et féroce, féroce térébrant, par exemple; rusé, filtrant, contournant; si bien que l’on peut faire de lui ce que l’on veut, et conduire l’eau dans des tuyaux pour la faire ensuite jaillir verticalement afin de jouir enfin de sa façon de s’abîmer en pluie : une véritable esclave.

... Cependant le soleil et la lune sont jaloux de cette influence exclusive, et ils essayent de s’exercer sur elle lorsqu’elle se trouve offrir la prise de grandes étendues, surtout si elle y est en état de moindre résistance, dispersée en flaques minces. Le soleil alors prélève un plus grand tribut. Il la force à un cyclisme perpétuel, il la traite comme un écureuil dans sa roue.

***

L’eau m’échappe... me file entre les doigts. Et encore ! Ce n’est même pas si net (qu’un lézard ou une grenouille) : il m’en reste aux mains des traces, des taches, relativement longues à sécher ou qu’il faut essuyer. Elle m’échappe et cependant me manque, sans que j’y puisse grand chose.

Idéologiquement c’est la même chose : elle m’échappe, échappe à toute définition, mais laisse dans mon esprit et sur ce papier des traces, des taches informes.

***

Inquiétude de l’eau : sensible au moindre changement de la déclivité. Sautant les escaliers les deux pieds à la fois. Joueuse, puérile d’obéissance, revenant tout de suite lorsqu’on la rappelle en changeant la pente de ce côté-ci.


Bords de Mer

La mer jusqu'à l'approche de ses limites est une chose sim­ple qui se répète flot par flot. Mais les choses les plus sim­ples dans la nature ne s'abordent pas sans y mettre beaucoup de formes, faire beaucoup de façons, les choses les plus profondes sans subir quelque amenuisement. C'est pourquoi l'homme, et par rancune aussi contre leur immensité qui l'assomme, se précipite aux bords ou à l'intersection des grandes choses pour les définir. Car la raison au sein de l'uniforme dangereusement ballotte et se raréfie: un esprit en mal de notions doit d'abord s'approvisionner d'apparences.

Tandis que l'air même tracassé soit par les variations de sa température ou par un tragique besoin d'influence et d'informations par lui-même sur chaque chose ne feuillette pourtant et corne que superficiellement le volumineux tome marin, l'autre élément plus stable qui nous supporte y plonge obliquement jusqu'à leur garde rocheuse de larges couteaux terreux qui séjournent dans l'épaisseur. Parfois à la rencontre d'un muscle énergique une lame ressort peu à peu: c'est ce qu'on appelle une plage.

Dépaysée à l'air, mais repoussée par les profondeurs quoique jusqu'à un certain point familiarisée avec elles, cette portion de l'étendue s'allonge entre les deux plus ou moins fauve et stérile, et ne supporte ordinairement qu'un trésor de débris inlassablement polis et ramassés par le destructeur.

Un concert élémentaire, par sa discrétion plus délicieux et sujet à réflexion, est accordé là depuis l'éternité pour personne: depuis sa formation par l'opération sur une platitude sans bornes de l'esprit d'insistance qui souffle parfois des deux, le flot venu de loin sans heurts et sans reproche enfin pour la première fois trouve a qui parler. Mais une seule et brève parole est confiée aux cailloux et aux coquillages, qui s'en montrent assez remués, et il expire en la proférant; et tous ceux qui le suivent expireront aussi en proférant la pareille, parfois par temps à peine un peu plus fort clamée. Chacun par-dessus l'autre parvenu à l'orchestre se hausse un peu le col, se découvre, et se nomme à qui il fut adressé. Mille homonymes seigneurs ainsi sont admis le même jour à la présentation par la mer prolixe et prolifique en offres labiales a chacun de ses bords.

Aussi bien sur votre forum, ô galets, n'est-ce pas, pour une harangue grossière, quelque paysan du Danube qui vient se faire entendre: mais le Danube lui-même, mêlé à tous les autres fleuves du monde après avoir perdu leur sens et leur prétention, et profondément réservés dans une désillusion amère seulement au goût de qui aurait à conscience d'en apprécier par absorption la qualité la plus secrète, la saveur.

C'est en effet après l'anarchie des fleuves à leur relâ­chement dans le profond et copieusement habité lieu com­mun de la matière liquide, que l'on a donné le nom de mer. Voilà pourquoi à ses propres bords celle-ci semblera toujours absente: profitant de l'éloignement réciproque qui leur interdit de communiquer entre eux sinon à travers elle ou par des grands détours, elle laisse sans doute croire à chacun d'eux qu'elle se dirige spécialement vers lui. En réalité, polie avec tout le monde, et plus que polie: capable pour chacun d'eux de tous les emportements, de toutes les convictions successives, elle garde au fond de sa cuvette à demeure son infinie possession de courants. Elle ne sort jamais de ses bornes qu'un peu, met elle-même un frein à la fureur de ses flots, et comme la méduse qu'elle abandonne aux pêcheurs pour image réduite ou échantillon d'elle-même, fait seulement une révérence extatique par tous ses bords.

Ainsi en est-il de l'antique robe de Neptune, cet amon­cellement pseudo-organique de voiles sur les trois quarts du monde uniment répandus. Ni par l'aveugle poignard des roches, ni par la plus creusante tempête tournant des paquets de feuilles à la fois, ni par l'œil attentif de l'homme employé avec peine et d'ailleurs sans contrôle dans un milieu interdit aux orifices débouchés des autres sens et qu'un bras plongé pour saisir trouble plus encore, ce livre au fond n'a été lu.




Ambos textos en Francis Ponge, Le parti pris des choses, 1942
Luego, antologados en Borges en Sur (1931-1980)
Buenos Aires, Sudamericana, 2016
© 1999, María Kodama
Foto Francis Ponge 1986 © Henri Cartier-Bresson/Magnum Photos 
Vía Zoopat



25/3/17

Jorge Luis Borges: Parábola de Cervantes y de Quijote







    Harto de su tierra de España, un viejo soldado del rey buscó solaz en las vastas geografías de Ariosto, en aquel valle de la luna donde está el tiempo que malgastan los sueños y en el ídolo de oro de Mahoma que robó Montalbán.
En mansa burla de sí mismo, ideó un hombre crédulo que, perturbado por la lectura de maravillas, dio en buscar proezas y encantamientos en lugares prosaicos que se llamaban El Toboso o Montiel.
Vencido por la realidad, por España, don Quijote murió en su aldea natal hacia 1614. Poco tiempo lo sobrevivió Miguel de Cervantes.
Para los dos, para el soñador y el soñado, toda esa trama fue la oposición de dos mundos: el mundo irreal de los libros de caballerías, el mundo cotidiano y común del siglo XVII.
No sospecharon que los años acabarían por limar la discordia, no sospecharon que la Mancha y Montiel y la magra figura del caballero serían, para el porvenir, no menos poéticas que las etapas de Simbad o que las vastas geografías de Ariosto.
Porque en el principio de la literatura está el mito, y asimismo en el fin.
Clínica Devoto, enero de 1955





En Revista Sur N° 233 Mar-Abr 1955
Luego en El hacedor (1960)

Foto: Eduardo Comesaña


25/2/17

Jorge Luis Borges: Página sobre Shakespeare






Dos procedimientos, que tal vez de un modo secreto no son diversos, tienen los hombres para ejecutar libros inmortales. El primero, que suele comenzar por una invocación a los númenes o al Espíritu Santo —tales divinidades son, en este caso, sinónimos— es el de proponérselo. Así obró Homero o los rapsodas que llamamos Homero cuando rogó a la musa que cantara el encono de Aquiles o los trabajos y las navegaciones de Ulises; así obró Milton, cuando se supo destinado a la redacción de un volumen que las generaciones ulteriores no se resignarían a olvidar; así obraron Tasso y Camoens. Este primer procedimiento corre el albur de la solemnidad, de la vanidad, de la pompa y, en ciertas páginas del tedio. El segundo, no exento de peligros tampoco, es el de proponerse un fin circunstancial y acaso baladí: la parodia de los libros de caballerías, o el relato nostálgico y humorístico de los percances de un esclavo que, guiado por un niño, remonta en una balsa las grandes aguas de uno de los ríos de América, o adaptar para las momentáneas necesidades de un conjunto de cómicos una comedia ajena a un sangriento episodio sugerido por un infolio de Plutarco o de Holinshed. Shakespeare, empresario y actor, escribió para su hoy, que es el ayer y que será el mañana. Poco le interesaban los argumentos, que remataba casi de cualquier modo, con sus parejas de amantes afortunados o con su retahíla de muertos; mucho los caracteres, las diversas maneras de ser hombre de que la humanidad es capaz, y las casi infinitas posibilidades del misterioso idioma inglés, con su ambiguo y doble registro de palabras germánicas y latinas. Ahí están Hamlet y Macbeth, para siempre, y las brujas, que son asimismo las parcas, las hermanas fatales, y el bufón muerto Yorick, a quien unas líneas le bastan para entrar en la eternidad; ahí están los versos intraducibles

Revisit'st thus the glimpses of the moon

y

Tis still a dream; or else such stuff as madmen Tongue and brain not

La cristiandad tuvo su libro sagrado, la Biblia, que todavía lo es de todas las naciones protestantes y en particular de las que usan la lengua inglesa. Después, cada nación eligió su libro y su hombre. Italia se refleja en Dante, Noruega en Ibsen; el catálogo es fácil e innecesario, si omitimos a Francia, cuya literatura es tan rica que la elección vacila entre la Chanson de Roland y las epopeyas de Hugo, entre la prosa de Voltaire y el breve grito lírico de Verlaine. Shakespeare es cifra de Inglaterra; así lo ha querido el consenso del tiempo y del espacio. Es, sin embargo menos inglés que aquel anónimo sajón que nos ha dejado el Seafarer o que los traductores de la Escritura o que Samuel Johnson o Wordsworth. La compleja metáfora y la hipérbole, no el understatement, son sus figuras preferidas. La pasión del mar no está en él.

Como sucede con todos los genuinos poetas, la operación estética en Shakespeare es anterior a la interpretación y no la requiere; poco importa para el inmediato efecto mágico de

The mortal moon bath her eclipse endure

que el verso se refiera a una dolencia de la Reina Virgen, Elizabeth, o a la luna del cielo o (según es más probable) a las dos.

Su destino de hombre no es menos raro que el de los seres que soñó. Con desdeñosa negligencia escribió lo que los groundlings de la turba aguardaban o lo que le dictaba el Espíritu; logrado el bienestar económico, dejó caer la pluma que había registrado, casi al azar, tantas inagotables páginas, y se retiró a su pueblo natal, donde esperó los días de la muerte y no de la gloria.



Sur, Buenos Aires, N° 289-290, julio-agosto-septiembre-octubre de 1964 
(Número dedicado a Shakespeare).

También en Páginas de Borges seleccionadas por el autor
Buenos Aires, Editorial Celtia, 1982

Luego en Borges en Sur
© 1999 María Kodama
© 2016 Buenos Aires, Pengüin Random House Mondadori

23/2/17

Jorge Luis Borges: La inocencia de Layamon*






Legouis ha visto la paradoja de Layamon, pero no sé si lo patético. El exordio del Brut, redactado a principios del siglo XIII, en tercera persona, guarda los hechos de su vida. Escribe Layamon: "Hubo en el reino un sacerdote llamado Layamon; era hijo de Leovenath, a quien tenga Dios en su gloria, y vivía en Ernley, en una noble iglesia a orillas del Severn, donde era bueno estar. Dio en el pensamiento de referir las hazañas de los ingleses; cómo se llamaban y de dónde vinieron y quiénes arribaron a tierra inglesa después del diluvio. Layamon viajó por el reino y consiguió los nobles libros que fueron su modelo. Tomó el libro inglés que hizo Beda; otro tomó en lengua latina que hicieron San Albino y San Agustín, que nos trajo el bautismo; un tercero tomó y lo puso en el medio, obra de un clérigo francés llamado Wace, que bien sabía escribir y que se lo dio a la noble Leonor, reina del alto Enrique. Layamon abrió esos tres libros y volvió las hojas; con amor los miró, —¡sea Dios misericordioso con él!— y tomó la pluma entre los dedos y escribió en pergamino y ordenó las justas palabras y de los tres libros hizo uno. Ahora ruega Layamon, por amor de Dios Todopoderoso, que quienes lean este libro y aprendan las verdades que enseña, recen por el alma de su padre, que lo engendró, y por el alma de su madre, que lo dio a luz, y por su alma, para que sea más buena. Amén". Treinta mil versos irregulares, después, historian las batallas de los britanos, y singularmente de Arturo, contra los pictos, los noruegos y los sajones.

La primera impresión, y tal vez la última, que deja el exordio de Layamon es de infinita, de casi increíble ingenuidad. Colabora en esa impresión el rasgo pueril de que el poeta diga Layamon y no yo, pero detrás de las candorosas palabras la emoción es compleja. No sólo la materia cantada sino la circunstancia algo mágica de verse a sí mismo cantándola, conmueve a Layamon; ese desdoblamiento corresponde al Illo Virgilium me tempore, de las Geórgicas o al hermoso Ego ille qui quondam que alguien antepuso a la Eneida.

Una leyenda que Dionisio de Halicarnaso recoge y que Virgilio insignemente adoptó dice que Roma fue fundada por hombres de la estirpe de Eneas, troyano que en las páginas de la Ilíada pelea con Aquiles; parejamente una Historia Regum Britanniae que data de principios del siglo XII atribuyó la fundación de Londres ("Citie that some tyme cleped was New Troy") a un bisnieto de Eneas llamado Bruto, cuyo nombre estaría perpetuado en el de Britania. Bruto es el primer rey de la crónica secular de Layamon; lo siguen otros, que en la literatura ulterior han conocido muy diversa fortuna: Hudibras, Lear, Gorboduc, Ferrex y Porrex, Lud, Cimbelino, Vortigern, Uther Pendragon (Uther Cabeza de Dragón) y Arturo de la Tabla Redonda, "rey que ha sido y será", según su misterioso epitafio. Arturo recibe una herida mortal en su última batalla, pero Merlín, que en el Brut no es hijo del Diablo sino de un silenc ioso fantasma de oro que su madre amó en sueños, profetiza que volverá (como Barbarroja) cuando lo necesite su pueblo. Vanamente guerrean contra él, en revueltas hordas, los "perros paganos" de Hengest, los sajones que desde el siglo V se difundieron por la faz de Inglaterra.

Se ha dicho que Layamon fue el primero de los poetas ingleses; más justo y más conmovedor es pensarlo el último de los poetas sajones. Éstos, convertidos a la fe de Jesús, aplicaron a esa nueva mitología el duro acento y las imágenes militares de las epopeyas germánicas (los doce apóstoles, en uno de los poemas de Cynewulf, resisten al embate de las espadas y son diestros en el juego de los escudos; en el Éxodo, los israelitas que atraviesan el Mar Rojo son vikings); Layamon sujetó a ese mismo rigor las ficciones cortesanas y mágicas de la Matière de Bretagne. Por el tema, por buena parte del tema, es uno de los muchos poetas del ciclo bretón, un lejano colega de aquel anónimo que reveló a Francesca da Rimini y a Paolo el amor que sentían y que ignoraban; por el espíritu, es un descendiente lineal de aquellos rapsodas sajones que reservaban sus palabras felices para la descripción de batallas y que no produjeron en cuatro siglos una sola estrofa amatoria. Layamon ha olvidado las metáforas de los antepasados; en el Brut, ni el mar es el camino de la ballena, ni las flechas son víboras de la guerra, pero la visión del mundo es la misma. Como Stevenson, como Flaubert, como tantos hombres de letras, el sedentario clérigo se complace en violencias verbales; ahí donde Wace escribió: "En aquel día los britanos dieron muerte a Passent y al rey irlandés", Layamon amplifica: "Y dijo estas palabras Uther el Bueno: ¡Passent, aquí te quedarás; aquí viene Uther a caballo! Lo golpeó en la cabeza y lo derribó y le puso la espada en la boca (ese alimento para él era nuevo) y la punta de la espada se hundió en la tierra. Entonces dijo Uther: Ahora te va bien, irlandés; toda Inglaterra es tuya. En tus manos la entrego para que te quedes a vivir con nosotros. Mira, aquí está; ahora la tendrás para siempre". En todo verso anglosajón hay ciertas palabras, dos en la primera mitad y una en la segunda, que empiezan con la misma consonante o con una vocal; Layamon trata de observar esa vieja ley métrica, pero los octosílabos pareados de la Geste des Bretons de Wace —uno de lo s tres "nobles libros"— continuamente lo distraen con la nueva tentación de la rima y así después de brother tenemos other, y night después de light... La conquista normanda ocurrió al promediar el siglo once; el Brut data de principios del XIII, pero el vocabulario del poema es casi puramente germánico; no hay cincuenta palabras de origen francés en treinta mil versos. He aquí un pasaje, que apenas prefigura el idioma inglés y tiene afinidades notorias con el alemán:

And seothe icb cumen wulle
to mine kineriche
and wumien mid Brutten
mid muchelere wunne.

Son las últimas palabras de Arturo; el sentido es: "Y luego iré a mi reino y entre britanos moraré con mucho deleite".

Layamon cantó con fervor las antiguas batallas de los britanos contra los invasores sajones, como si él no fuera sajón y como si britanos y sajones no hubieran sido, desde el día de Hastings, conquistados por los normandos. El hecho es singular y permite diversas conjeturas. Layamon, hijo de Leovenath (Leofnoth), habitó no lejos de Gales, baluarte de los celtas y manantial (según Gastón Paris) del complejo mito de Arturo; su madre bien pudo ser britana. Esta conjetura es verosímil, inverificable y pobrísima; también cabría suponer que el poeta fue hijo y nieto de sajones, pero que en lo más hondo el jus soli pudo más que el jus sanguinis. No de otra suerte un argentino sin sangre querandí suele identificarse con los indios que defendían su tierra, no con los españoles de Cabrera o de Juan de Garay. Otra posibilidad es que Layamon, a sabiendas o no, hubiera dado a los britanos del Brut el valor de sajones y a éstos el de normandos. Los enigmas, el Bestiario y las curiosas runas de Cynewulf prueban que tales ejercicios criptográficos o alegóricos no eran ajenos a esa vieja literatura; algo, sin embargo, me dice que esta especulación es fantástica . Si Layamon hubiera pensado que los conquistadores de ayer eran los conquistado s de hoy y los conquistadores de hoy podían ser los conquistados de mañana, habría recurrido, creo, al símil de la rueda de la Fortuna, que está en el De Consolatione, o a los libros proféticos de la Biblia, no a la intrincada gesta de Arturo.

El tema de la épica anterior lo constituían los trabajos de un héroe o la lealtad que los guerreros deben a su capitán; el verdadero tema del Brut es Inglaterra. Layamon no podía prever que a los dos siglos de su muerte sus aliteraciones serían ridículas ("I can not geste —rum, ram, ruf— by lettre", dice un personaje de Chaucer) y su lengua, una rústica jerigonza. No podía sospechar que sus injurias contra los sajones de Hengest eran las últimas palabras del idioma sajón, destinado a morir para renacer en el idioma inglés. Según el germanista Ker, apenas conoció la literatura cuya tradición heredó; nada supo de las andanzas de Widsith entre persas y hebreos ni del combate de Beowulf en el fondo de la ciénaga roja. No conoció los grandes versos de los que procederían los suyos; quizá no los hubiera entendido. Su curioso aislamiento , su soledad, lo hacen (ahora) patético. Nadie sabe quién es, afirmó Léon Bloy; de esa ignorancia íntima no hay símbolo mejor que este hombre olvidado, que abominó con ímpetu sajón de su estirpe sajona y fue el postrer poeta sajón y no lo supo nunca.




Sur, Buenos Aires, N° 197, marzo de 1951
También en Otras inquisiciones, Buenos Aires, Editorial Sur, 1952

Luego en Borges en Sur
© 1999 María Kodama
© 2016 Buenos Aires, Pengüin Random House Mondadori

[*] Un fragmento de este texto fue incluido en el libo de J. L. Borges, Antiguas literaturas germánicas, México, FCE, 1951, con el título de "Layamon, el último poeta sajón". Con este mismo título está publicado en JLB, Literaturas germánicas medievales, Buenos Aires, Emecé Editores, 1978 y 1996

Imagen: The Round Table—Arthur in Wace and Layamon

17/2/17

Jorge Luis Borges: Una pedagogía del odio






Las exhibiciones del odio pueden ser más obscenas y denigrantes que las del apetito carnal. Yo desafío a todos los amateurs de estampas eróticas a que me muestren una sola más vil que alguna de las veintidós que componen el libro para niños Trau keinem Fuchs aut grüner Heid und keinem Jud bei seinem Eid, cuya cuarta edición está pululando en Baviera. La primera es de 1936: poco más de un año ha bastado para agotar cincuenta y un mil ejemplares del alarmante opúsculo. Su objeto es inculcar en los niños del tercer Reich la desconfianza y la abominación del judío. Se trata, pues, de un curso de ejercicios de odio. En ese curso colaboran el verso (ya conocemos las virtudes mnemónicas de la rima) y el grabado en colores (ya conocemos la eficacia de las imágenes).

Interrogo una página cualquiera: la número cinco. Doy ahí, no sin justificada perplejidad, con este poema didáctico: "El alemán es un hombre altivo que sabe trabajar y pelear. Por lo mismo que es tan hermoso y tan emprendedor, lo aborrece el judío". Después ocurre una cuarteta, no menos informativa y explícita: "He aquí el judío —¿quién no lo reconoce?—, el sinvergüenza más grande de todo el reino. Él se figura que es lindísimo, y es horrible". Los grabados son más astutos. El alemán es un atleta escandinavo de dieciocho años, rápidamente caracterizado de obrero. El judío es un turco amulatado, obeso y cincuentón. Otro rasgo sofístico: el alemán acaba de rasurarse, el judío combina la calvicie con la suma pilosidad. (Es muy sabido que los judíos alemanes son Ashkenazim, hombres de sangre eslava, rojizos. En este libro los presentan morenos hasta la mulatez, para que sean el reverso total de las bestias rubias. Les atribuyen además el uso permanente del fez, de los cigarros de hoja y de los rubíes).

Otro grabado nos exhibe un enano lujoso, que intenta seducir con un collar a una señorita germánica. Otro, la acriminación del padre a la hija que acepta los regalos y las promesas de Sali Rosenfeld, que de seguro no la hará su mujer. Otro, la hediondez y la negligencia de los carniceros judíos. (¿Cómo, y las muchas precauciones para que la carne sea Kosher?) Otro, la desventaja de dejarse estafar por un abogado, que solicita de sus clientes un tributo incesante de huevos frescos, de carne de ternera y de harina. Al cabo de un año, los clientes han perdido el proceso, pero el abogado judío "pesa doscientas cuarenta libras". Otro, el alivio de los niños ante la oportuna expulsión de los profesores judíos. "Queremos un maestro alemán", gritan los escolares entusiasmados, "un alegre maestro que sepa jugar con nosotros y que mantenga la disciplina y el orden. Queremos un maestro alemán que nos enseñe la sensatez". Es difícil no compartir ese último anhelo.

¿Qué opinar de un libro como éste? A mí personalmente me indigna, menos por Israel que por Alemania, menos por la injuriosa comunidad que por la injuriosa nación. No sé si el mundo puede prescindir de la civilización alemana. Es bochornoso que la estén corrompiendo con enseñanzas de odio.










Sur, Buenos Aires, Año VII, Nº 32, mayo de 1937
En Borges en Sur (1999) 
Y también en Páginas de Jorge Luis Borges seleccionadas por el autor
Buenos Aires, Editorial Celtia, 1982

Foto arriba: Captura Borges, el eterno retorno

Al pie: portada de Trau keinem Fuchs aut grüner Heid und keinem Jud bei seinem Eid (1936)
de Elvira Bauer y los grabados descritos por Borges


Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...