Mostrando las entradas con la etiqueta Qué es el budismo. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta Qué es el budismo. Mostrar todas las entradas

29/3/17

Jorge Luis Borges - Alicia Jurado: El Buddha legendario





Paul Deussen ha observado que la leyenda del Buddha es un testimonio, no de lo que el Buddha fue, sino de lo que llegó a ser en muy poco tiempo; otros investigadores agregan que en lo legendario, en lo mítico, la esencia del budismo ha encontrado su expresión más profunda. La leyenda nos revela lo que creyeron innumerables generaciones de hombres piadosos y sigue perdurando en la mente de gran parte de la humanidad.
La biografía empieza en el cielo. El Bodhisattva (el que llegará a ser el Buddha, título que significa «El Despierto») ha logrado, por méritos acumulados en infinitas encarnaciones anteriores, nacer en el cuarto cielo de los dioses. Mira, desde lo alto, la tierra y considera el siglo, el continente, el reino y la casta en que renacerá para ser el Buddha y salvar a los hombres. Elige a su madre, la reina Maya (este nombre significa la fuerza mágica que crea el ilusorio universo), mujer de Suddhodana, que es rey en la ciudad de Kapilavastu, al sur del Nepal. Maya sueña que en su costado entra un elefante de seis colmillos, con el cuerpo del color de la nieve y la cabeza del color del rubí. Al despertar, la reina no siente dolor ni siquiera peso, sino bienestar y agilidad. Los dioses crean un palacio en su cuerpo; en ese recinto el Bodhisattva espera su hora rezando. En el segundo mes de la primavera la reina atraviesa un jardín; un árbol cuyas hojas resplandecen como el plumaje del pavo real le tiende una rama; la reina la acepta con naturalidad; el Bodhisattva se levanta en aquel momento y nace por el flanco derecho sin lastimarla. El recién nacido da siete pasos, mira a derecha e izquierda, arriba, abajo, atrás y adelante; ve que en el universo no hay otro igual a él y anuncia con voz de león: «Soy el primero y el mejor; éste es mi último nacimiento; vengo a dar término al dolor, a la enfermedad y a la muerte». Dos nubes vierten agua fría y caliente para el baño de la madre y del hijo; los ciegos ven, los sordos oyen, los lisiados caminan, los instrumentos de música tocan solos; los dioses del cuarto cielo se regocijan, cantan y bailan; los réprobos en el infierno olvidan su pena. En aquel mismo instante nacen su futura mujer, Yasodhara; su cochero, su caballo, su elefante y el árbol a cuya sombra llegará a la liberación. El niño recibe el nombre de Siddharta; también es conocido por el de Gautama, que fue adoptado por su familia, los Sakyas.
La madre muere a los siete días de haber nacido el Bodhisattva y sube al cielo de los treinta y tres Devas. Un visionario, Asita, oye el júbilo de estas divinidades, baja de la montaña, toma al niño en brazos y dice: «Es el incomparable». Comprueba en él las marcas del elegido: una especie de alta corona orgánica en mitad del cráneo, pestañas de buey, cuarenta dientes muy unidos y blancos, quijada de león, altura igual a la extensión de los brazos abiertos, color dorado, membranas interdigitales y un centenar de formas dibujadas en la planta del pie, entre las que figuran el tigre, el elefante, la flor de loto, el monte piramidal Meru, la rueda y la esvástica. Luego Asita llora, porque se sabe demasiado viejo para recibir la doctrina que el Buddha predicará en el futuro.
Los intérpretes del sueño de Maya han profetizado que su hijo será dueño del mundo (un gran rey) o redentor del mundo. Su padre quiere lo primero; hace levantar tres palacios para Siddharta, de los que excluye toda cosa que pueda revelarle la caducidad, el dolor o la muerte. El príncipe se casa al cumplir los diecinueve años; antes debe ser vencedor en varios certámenes que incluyen la caligrafía, la botánica, la gramática, la lucha, la carrera, el salto y la natación. También debe triunfar en la prueba del arco; la flecha disparada por Siddharta cae más lejos que ninguna otra y, donde cae, brota una fuente[*]. Estos lauros son símbolos de su futura victoria sobre el Demonio.
Diez años de ilusoria felicidad transcurren para el príncipe, dedicados al goce de los sentidos en su palacio, cuyo harén encierra ochenta y cuatro mil mujeres, pero Siddharta sale una mañana en su coche y ve con estupor a un hombre encorvado «cuyo pelo no es como el de los otros, cuyo cuerpo no es como el de los otros», que se apoya en un bastón para caminar y cuya carne tiembla. Pregunta qué hombre es ése: el cochero explica que es un anciano y que todos los hombres de la tierra serán como él. En otra salida ve a un hombre que la lepra devora; el cochero explica que es un enfermo y que nadie está exento de este peligro. En otra ve a un hombre que llevan en un féretro; ese hombre inmóvil es un muerto, le explican, y morir es la ley de todo el que nace. En la última salida ve a un monje de las órdenes mendicantes que no desea ni morir ni vivir (en las últimas formas de la leyenda las cuatro figuras son fantasmas o ángeles). La paz está en su cara; Siddharta ha encontrado el camino.
La noche en que toma la decisión de renunciar al mundo, le anuncian que su mujer ha dado a luz un hijo. Regresa al palacio; a medianoche se despierta, recorre el harén y ve a las mujeres dormidas. A una le babea la boca; otra, con el pelo suelto y desordenado, parece pisoteada por elefantes; otra habla en sueños; otra muestra su cuerpo lleno de úlceras; todas parecen muertas. Siddharta dice: «Así son las mujeres, impuras y monstruosas en el mundo de los seres mortales; pero el hombre, engañado por sus adornos, las juzga codiciables». Entra en el aposento de Yasodhara; la ve dormida con la mano en la cabeza del hijo. Piensa: «Si retiro esa mano de su lugar, mi mujer se despertará; cuando sea Buddha volveré y tocaré a mi hijo».
Huye del palacio, rumbo al Oriente. Los cascos del caballo no tocan la tierra, las puertas de la ciudad se abren solas. Atraviesa un río, despide al servidor que lo acompaña, le entrega su caballo y sus vestiduras y se corta el pelo con la espada. Lo arroja al aire y los dioses lo recogen como reliquia. Un ángel que ha tomado forma de asceta le entrega las tres piezas del traje amarillo, el cinturón, la navaja, la escudilla para limosnas, la aguja y el cedazo para filtrar el agua. El caballo regresa y muere de pena.
Siddharta queda siete días en la soledad. Busca después a los ascetas que habitan en la selva; unos están vestidos de hierbas, otros de hojas. Todos se alimentan de frutos; unos comen una vez al día, otros cada dos días, otros cada tres. Rinden culto al agua, al fuego, al sol o a la luna. Hay quien está parado en un pie y hay quienes duermen en un lecho de espinas. Estos hombres le hablan de dos maestros que viven en el norte; las razones de estos maestros no lo satisfacen.
Siddharta se va a las montañas, donde pasa seis duros años entregado a la mortificación y al ayuno. No cambia de lugar cuando cae sobre él la lluvia o el sol; los dioses creen que ha muerto. Entiende, al fin, que los ejercicios de mortificación son inútiles; se levanta, se baña en las aguas del río y come un poco de arroz. Su cuerpo recobra inmediatamente el antiguo fulgor, los signos que Asita reconoció y la perdida aureola. Pájaros vuelan sobre su cabeza para rendirle honor y el Bodhisattva se sienta a la sombra del Árbol del Conocimiento y se pone a pensar. Resuelve no levantarse de ahí hasta haber logrado la iluminación.
Mara, dios del amor, del pecado y de la muerte, ataca entonces a Siddharta. Este mágico duelo o batalla dura una parte de la noche. Mara, antes de combatir, se sueña vencido, perdida su diadema, marchitas las flores y secos los estanques de sus palacios, rotas las cuerdas de sus instrumentos de música, cubierta de polvo la cabeza. Sueña que en la pelea no puede sacar la espada; congrega, sin embargo, un vasto ejército de demonios, tigres, leones, panteras, gigantes y serpientes —algunos eran grandes como palmeras y otros pequeños como niños—, cabalga un elefante de ciento cincuenta millas de alzada y asume un cuerpo con quinientas cabezas, quinientas lenguas de fuego y mil brazos, cada uno con un arma distinta. Los ejércitos de Mara arrojan montañas de fuego sobre Siddharta; éstas, por obra de su amor, se convierten en palacios de flores. Los proyectiles forman un alto baldaquín sobre su cabeza. Mara, vencido, ordena a sus hijas que lo tienten; estas lo asedian y le dicen que están hechas para el amor y para la música, pero Siddharta les recuerda que son ilusorias e irreales. Señalándolas con el dedo, las transforma en viejas decrépitas. Cubierto de confusión, el ejército de Mara se desbanda.
Solo e inmóvil bajo el árbol, Siddharta ve sus infinitas encarnaciones anteriores y las de todas las criaturas; abarca de un vistazo los innumerables mundos del universo; después, la concatenación de todas las causas y efectos. Intuye al alba las cuatro verdades sagradas. Ya no es el príncipe Siddharta, es el Buddha. Las jerarquías de los dioses y los buddhas venideros lo adoran, pero él exclama:
He recorrido el círculo de muchas encarnaciones
buscando al arquitecto. Es duro nacer tantas veces.
Arquitecto, al fin te encontré. Nunca volverás a construir la casa.
Aquí termina (dice Karl Friedriech Köppen) la más antigua forma de la leyenda, el evangelio del Nepal y del Tíbet.
Siete días más queda el Buddha bajo el árbol sagrado; los dioses lo alimentan, lo visten, queman incienso, le arrojan flores y lo adoran. Llueve y un rey de las serpientes, un Naga, se enrosca siete veces alrededor del cuerpo del Buddha y forma un techo con sus siete cabezas. Cuando el cielo se aclara, el Naga se transforma en un joven brahmán que se prosterna y dice: «No he querido asustarte; mi propósito fue protegerte del agua y del frío». Al cabo de una breve conversación, el Naga se convierte al budismo. Su ejemplo es imitado por un dios, que ingresa como adepto laico a la orden. Los cuatro reyes del espacio ofrecen al Buddha cuatro escudillas de piedra; éste, para no desairar a ninguno, las funde en una sola, que durante cuarenta años le servirá para recibir las limosnas. Brahma baja del firmamento con un gran séquito y suplica al Buddha que inicie la predicación que salvará a los hombres. El Buddha accede; el genio de la tierra comunica esta decisión a los genios del aire, que a su vez transmiten la buena nueva a las divinidades de todos los cielos.
El Buddha se encamina a Benarés. Entra por la puerta occidental de la ciudad, pide limosna y se dirige al Parque de los Ciervos. Busca a cinco monjes que fueron sus compañeros y que se apartaron de él cuando renunció a los rigores del ascetismo; hace girar para ellos, ahora, la Rueda de la Ley: les muestra la Vía Media, que equidista de la vida carnal y de la vida austera, y les enseña la aniquilación del dolor por la aniquilación del deseo. Los monjes se convierten. En aquel día, dice uno de los libros canónicos, hubo seis santos en la tierra. De esta manera, se constituyen las tres cosas sagradas: el Buddha, su doctrina y su orden.
Un día, el Buddha llega al Ganges y se ve obligado a cruzarlo volando por el aire porque no tiene las monedas que le exige el barquero; otro, convierte a un Naga, tras un coloquio en que los dos exhalan bocanadas de humo y de fuego. Finalmente, el Buddha encierra al Naga en su escudilla.
Llamado por su padre, el Buddha vuelve a Kapilavastu acompañado de veinte mil discípulos. Ahí, entre otros, convierte a su hijo Rahula y a su primo Ananda. Unos pescadores le traen un enorme pez que tiene cien cabezas distintas: de asno, de perro, de caballo, de mono… El Buddha explica que en una encarnación anterior el pez ha sido un monje que se burlaba de la inepcia de sus hermanos llamándolos «cabeza de mono» o «cabeza de asno».
Devadatta, primo y discípulo del Buddha, ensaya una reforma de la orden: propone que los monjes anden vestidos de harapos, duerman a la intemperie, se abstengan de comer pescado, no entren en las aldeas y no acepten invitaciones. Deseoso de usurpar el lugar del Buddha, sugiere al príncipe de Magadha el asesinato de aquel. Dieciséis arqueros mercenarios se apuestan en el camino para matarlo. Cuando aparece el Buddha, su virtud y su poder se imponen a los asesinos, que desisten de su propósito. Devadatta, entonces, suelta contra él un elefante salvaje; el animal detiene su carrera y cae de rodillas, subyugado por el amor. Otras versiones multiplican el número de elefantes, que además están ebrios; cinco leones rugientes salen de los cinco dedos del Buddha, y los elefantes, asustados y arrepentidos, se ponen a llorar. La tierra, al fin, traga a Devadatta, que cae en uno de los infiernos, donde le asignan un cuerpo en llamas de mil seiscientas millas de largo. El Buddha explica que esa enemistad es antigua. Hace muchos siglos una enorme tortuga salvó la vida y el equipaje de un mercader llamado Ingrato, que había naufragado; Ingrato aprovechó el sueño de su bienhechora para comérsela y el Buddha concluye su narración con estas palabras: «El que fue mercader es hoy Devadatta y yo fui esa tortuga».
En la ciudad de Vesali, acepta la invitación de la famosa cortesana Ambapali, que luego regala su parque a la orden. Recordemos que Jesús, en casa del fariseo, tampoco desdeña el bálsamo que una pecadora le ofrece (Lucas, VII, 36-50).
Al cabo de los años Mara busca de nuevo al Buddha y le aconseja que abandone esta vida, ahora que está fundada la orden y que ésta cuenta con un número suficiente de monjes. El Buddha le contesta que ha resuelto morir al cabo de tres meses. Escuchadas estas palabras, la tierra se estremece, el sol queda oscurecido, se desencadenan tormentas y todas las criaturas tienen miedo. La leyenda explica que el Buddha hubiera podido vivir millares de siglos y que su muerte es voluntaria. Poco después, el Buddha sube al Cielo de Indra y le encomienda la conservación de su ley; luego baja al Palacio de las Serpientes, que también prometen guardarla. Las divinidades, las serpientes, los demonios, los genios de la tierra y de las estrellas, los genios de los árboles y de los bosques piden al Buddha que dilate su muerte, pero éste declara que la fugacidad es la ley de todos los seres y también la suya. Cunda, el hijo de un herrero, le ofrece en Kusinara un trozo de carne salada de cerdo o, según otros, unas trufas; esta comida agrava el mal que el Buddha ya sentía y cuyos signos había reprimido por un ejercicio de su voluntad, para no entrar en el Nirvana sin despedirse de sus monjes. Se baña, bebe agua y se tiende bajo unos árboles para morir. Los árboles bruscamente florecen; saben tal vez que ese hombre viejo y tan enfermo es el Buddha. Éste, en la hora de su muerte, profetiza futuros cismas y discordias, recomienda la observación de la ley y dispone sus ritos funerarios. Muere acostado sobre el flanco derecho, la cabeza hacia el norte, la cara vuelta hacia el poniente. Entra en el éxtasis y muere en el éxtasis. Muere al anochecer, en esa hora en que parece fácil la muerte.
A las puertas de la ciudad queman el cadáver y celebran ritos solemnes, como si fuera el de un gran rey, el del rey que Siddharta no quiso ser. Antes de entregarlo a las llamas lo honran con danzas, elegías y juegos que duran seis días. El séptimo colocan el cadáver en la pira; cuatro, ocho y dieciséis personas tratan en vano de encenderla; finalmente sale una llama del corazón del Buddha y consume el cuerpo. Una urna recibe los huesos calcinados, sobre los que se vierte miel para que ninguna partícula se pierda. El conjunto se divide en tres partes: una para los dioses, que la guardan en túmulos celestiales; otra para los Nagas, que la guardan en túmulos subterráneos; otra para ocho reyes, que edifican en la tierra ocho monumentos, a los que acudirán generaciones de peregrinos.
Tal es, a grandes rasgos, la vida legendaria del Buddha. Antes de juzgarla, conviene recordar ciertas cosas.
Paul Deussen, en 1887, jugó con la conjetura de que los posibles habitantes de Marte mandaran a la tierra un proyectil con la historia y exposición de su filosofía y consideró el interés que despertarían esas doctrinas, sin duda tan diferentes de las nuestras. Observó después que la filosofía del Indostán, revelada en los siglos XVIII y XIX, era para nosotros no menos extraña y preciosa que la de otro planeta. Todo, efectivamente, es distinto, hasta las connotaciones de las palabras. Cuando leemos que el Buddha entró en el costado de su madre en forma de joven elefante blanco con seis colmillos, nuestra impresión es de mera monstruosidad. El seis, sin embargo, es número habitual para los hindúes, que adoran a seis divinidades llamadas las seis puertas de Brahma y que han dividido el espacio en seis rumbos: norte, sur, este, oeste, arriba, abajo. La escultura y la pintura indostánicas, por lo demás, han difundido imágenes múltiples para ilustrar la doctrina panteísta de que Dios es todos los seres. En cuanto al elefante, animal doméstico, es símbolo de mansedumbre.
Para este resumen de la leyenda del Buddha, se han consultado dos textos. El primero es el Lalitavistara, nombre que Winternitz traduce de esta manera: Minuciosa narración del juego (de un Buddha). Al estudiar la escuela del Gran Vehículo, veremos la justificación de tales palabras. La obra ha sido redactada en los primeros siglos de nuestra era. El segundo texto es el Buddhacarita, poema épico atribuido a Asvaghosha, que vivió en el primer siglo de la era cristiana. Una biografía tibetana del poeta afirma que este recorría los mercados acompañado de cantores y de cantoras, predicando la fe del Buddha al son de melancólicas endechas cuya letra y cuya música eran de su invención. El poema fue escrito en sánscrito y vertido al chino, al tibetano y, en 1894, al inglés.



[*] En busca de esta fuente es uno de los temas centrales de Kim de Kipling.
Título original: Qué es el budismo 
Jorge Luis Borges y Alicia Jurado, 1976

Luego en J. L. Borges: Obras completas en colaboración
© María Kodama 1995
©Emecé Editores 1979 y ss.

Foto: Borges en Cnel Suárez con Alicia Jurado en el Cine Cervantes. (s-d) 
El Intendente Cnel Raúl Lucio Pedernera le entrega una medalla 
que recuerda a Cnel Suárez Vía


25/9/16

Jorge Luis Borges - Alicia Jurado: El budismo tántrico







  Al estudiar el budismo tántrico o mágico, no hay que olvidar que la creencia en la magia es muy común en el Oriente y singularmente en la India. En este país abundan los hechiceros: el viajero actual cree ver a un hombre que arroja una cuerda en el aire y que trepa por ella, pero la fotografía demuestra que se trata de una alucinación sugerida por el mago.

  Las fechas del budismo tántrico no son precisas, pero sabemos que este se divide en dos escuelas, la de la Mano Izquierda y la de la Mano Derecha; esta atribuye mayor importancia al principio masculino del universo y aquella al femenino. Los chinos combinaron las dos, representando a cada una con un círculo mágico o mandala; el primero simboliza el trueno y el segundo la matriz, pero se supone que esencialmente son idénticos y representan dos aspectos de la suprema realidad. Ambas rechazan los rigores ascéticos y buscan la salvación mediante el pleno goce de los sentidos, afirmando que la prosperidad terrenal no es un obstáculo para la salvación de los hombres.

  La literatura del Tantra comprende himnos, conjuros, tratados y descripciones de seres místicos, que personifican las fuerzas espirituales o mágicas utilizadas para escalar el camino de la salvación. Desde luego, los dioses son parte del Samsara, pero son mejores objetos de meditación que el mundo físico.

  El budismo tántrico cree que la iluminación sólo puede obtenerse por medio de una doctrina esotérica que el maestro, el guru, enseña oralmente al discípulo, el chela, y que no podemos hallar en las escrituras sagradas. Las prácticas comprenden tres métodos: la repetición de fórmulas, los gestos y danzas rituales y la meditación que nos identifica con determinadas divinidades.

   Para el Occidente, lo fundamental de las cosas es lo que tocamos y lo que vemos; para el Oriente, no es menos importante lo que oímos. Cada palabra consta de sílabas, y el sonido de cada sílaba corresponde a una divinidad que puede ser evocada por su repetida pronunciación. Estas divinidades, cuyo número y cuyo nombre son fijos, son creadas en cada caso por la palabra del que reza. El concepto de un dios generado por la plegaria corre el albur de parecemos una blasfemia, pero no hay que olvidar que los dioses, como los hombres y las cosas, pertenecen al mundo de las apariencias. Para ayudar a la imaginación existe una tradición pictórica: ciertos mándalas representan a las divinidades y otros son símbolos de los Buddhas o del universo. El iniciado se identifica con la deidad creada por el conjuro y logra sus poderes. En un texto sagrado leemos: «El que adora, el que es adorado y la plegaria son una y la misma cosa».

  Para la filosofía tántrica, el mundo consta de seis elementos: la tierra, el agua, el aire, el fuego, el espacio y la conciencia. La suma de estos elementos constituye el cuerpo cósmico del Buddha, del cual el universo, incluso cada uno de nosotros, no es otra cosa que un reflejo. Las funciones, físicas y espirituales, que cumplen los organismos, son las del omnipresente cuerpo cósmico. El devoto, mediante la ejecución de acciones sagradas, se adapta a esas eternas energías y las emplea para sus propios fines, que no deben ser egoístas. Esta filosofía y las diversas y complejas mitologías derivadas de ella, culminaron, hacia el siglo X, en un sistema monoteísta que hizo del Buddha un dios creador; es evidente que tal sistema poco tiene en común con el budismo original, cuya meta esencial era el Nirvana y que se oponía a toda especulación metafísica. Recordemos las palabras de Bernard Shaw (The Religious Speeches of Bernard Shaw, 1965, p. 77) sobre el Impulso Vital: «esta fuerza está continuamente tratando de obtener más poder para sí. Al producir miembros y órganos para nosotros, los está produciendo para sí misma y nunca cesa de buscar su mayor perfección. Si persiste y persiste sin demasiadas trabas, acabará por lograr algo que hoy juzgaríamos omnisapiente y todopoderoso. Dios está haciéndose».

  De los dos Tantras, el de la Mano Izquierda es el más importante. He aquí sus rasgos fundamentales: el culto de deidades femeninas o shaktis, que comunican su virtud a los dioses que son sus cónyuges; la existencia de innumerables demonios y la ejecución de complicados ritos sepulcrales; el concepto de que el acto sexual es uno de los medios de salvación.

  La adoración de las shaktis llevó a la creencia de que una mujer puede alcanzar el Nirvana sin que le sea preciso reencarnarse en un hombre, como afirman los ortodoxos. La sabiduría fue concebida como una diosa; el origen de esta divinidad puede hallarse en el sur de la India, cuya cultura primitiva era matriarcal. La Suprema Realidad sería la unión del principio masculino, activo, con el principio femenino, pasivo; el arte pictórico de la secta suele representar abiertamente el abrazo de los dioses como símbolo de dicha absoluta. También entre nosotros la poesía mística —pensemos en San Juan de la Cruz y en John Donne— recurre a imágenes nupciales para expresar el éxtasis.

  Los gnósticos de Alejandría enseñaban que, para librarse de un pecado, es preciso haberlo cometido; paralelamente, el budismo tántrico de la Mano Izquierda aconseja tanto la práctica de los actos más placenteros como de los más repugnantes: por ejemplo, alimentarse de carne de elefante, de caballo o de perro, condimentada con orina.

  El Tantra de la Mano Derecha declara que debemos sublimar las pasiones para que puedan ser vehículo de salvación; el de la Mano Izquierda, en cambio, considera esta sublimación innecesaria.


En Qué es el budismo (1976)
En imagen: Borges junto a Jurado
En presentación de un libro de Jurado en la Academia Argentina de Letras
Foto propiedad patrimonio de Alicia Jurado



29/5/16

Jorge Luis Borges - Alicia Jurado: La transmigración







El budismo, que ahora es una religión, una teología, una mitología, una tradición pictórica y literaria, una metafísica o, mejor dicho, una serie de sistemas metafísicos que se excluyen, fue al principio una disciplina de salvación, una suerte de yoga (la palabra yoga es afín a la palabra latina iugum, «yugo»). El mismo Buddha se negó siempre a discusiones abstractas que le parecieron inútiles y formuló la famosa parábola del hombre herido por una flecha y que no se la deja arrancar antes de saber la casta, el hombre, los padres y el país de quien lo hirió. «Proceder así, dijo el Buddha, es correr peligro de muerte; yo enseño a quitar la flecha». Con esta parábola respondió a quienes le preguntaban si el universo es infinito o finito, si es eterno o si ha sido creado.
Otra parábola refiere el caso de un grupo de ciegos de nacimiento que deseaban saber cómo era un elefante. Uno le tocó la cabeza y dijo que era como una tinaja; otro, la trompa y dijo que el elefante era como una serpiente; otro, las defensas y dijo que eran como rejas de arado; otro, el lomo y dijo que era como un granero; otro, la pata y dijo que era como un pilar. Análogo es el error de quienes pretenden saber qué es el universo.
De igual manera que la doctrina de Jesús presupone el Antiguo Testamento, la del Buddha presupone el hinduismo, del que ya era parte esencial la creencia en la transmigración. Esta creencia, que a primera vista puede parecer una fantasía, ha sido profesada por muy diversos pueblos en distintas épocas.
Entre los griegos, la doctrina se vincula a Pitágoras. Este, según Diógenes Laercio, dijo haber recibido de Hermes el don de recordar sus vidas pasadas; después de ser Euforbo fue Hermótimo y reconoció en un templo el escudo que aquel usó en la guerra de Troya. También los órficos enseñaron que el cuerpo es sepultura y cárcel del alma. Un fragmento de Empédocles de Agrigento dice: «He sido mancebo, doncella, arbusto, pájaro y mudo pez que surge del mar». También habló de su congoja y su llanto cuando vio la tierra y comprendió que iba a nacer en ese lugar. Platón, en el décimo libro de la República, narra la visión de un soldado herido que recorre los cielos y el Tártaro; allí ve el alma de Orfeo, que elige renacer en un cisne; la de Agamenón, que prefiere un águila, y la de Ulises, que alguna vez se llamó Nadie y ahora quiere ser un hombre modesto y oscuro. Según Platón, el ciclo de las reencarnaciones dura mil años, módica reducción griega de los kalpas o días de Brahma, que duran doce millones de años. Plotino, filósofo y místico, dice: «Las sucesivas reencarnaciones son como un sueño después de otro, o como dormir en camas distintas».
César atribuye la creencia en la transmigración a los druidas de Bretaña y de Galia. Un poema galés del siglo VI incluye esta enumeración heterogénea, que aprovecha las posibilidades literarias de tal doctrina:
He sido la hoja de una espada,
He sido una gota en el río,
He sido una estrella luciente,
He sido una palabra en un libro,
He sido un libro en el principio,
He sido una luz en una linterna,
He sido un puente que atraviesa sesenta ríos,
He viajado como un águila,
He sido una barca en el mar,
He sido un capitán en la batalla,
He sido una espada en la mano,
He sido un escudo en la guerra,
He sido la cuerda de un arpa,
Durante un año estuve hechizado en la espuma del agua.
Los cabalistas hebreos distinguen dos especies de transmigración: Gilgul (revolución) o Ibbur (fecundación). Acerca de la primera, se lee en un libro de Isaac Luria: «El alma de quien ha derramado sangre transmigra al agua y es arrastrada de un lado a otro, infinitamente; el dolor es más fuerte en una cascada». En la segunda, el alma de un antepasado o maestro se infunde en el alma de un desdichado, para confortarlo e instruirlo.
Los hindúes no han intentado demostraciones de la doctrina de la reencarnación, que es evidente y axiomática para ellos. El Libro de la ley de Manu contiene estas palabras: «El asesino de un brahmán encarna en el cuerpo de un perro, de un puercoespín, asno, camello, toro, cabra, carnero, bestia salvaje, pájaro, chandala y pullkaza»[8], según las circunstancias del crimen. «Quien roba vestidos de seda renace perdiz; si telas de lino, rana; si tejidos de algodón, garza; si una vaca, cocodrilo. Si roba perfumes selectos renace ratón almizclero; si orégano, pavo; si grano cocido, erizo, y si grano crudo, puercoespín. Si ha robado fuego renace grulla; si un utensilio doméstico, zángano; si vestidos encarnados, perdiz roja».
Una idea tan singular como esta de las transmigraciones del alma por cuerpos humanos, animales y aun vegetales, ha suscitado, como es natural, las reacciones más diversas. Citemos, a título de curiosidad, la hipótesis dietética de Voltaire. Según éste, los brahmanes juzgaron que un régimen carnívoro puede ser peligroso en la India y, para que la gente se abstuviera de comer carne, inventaron que las almas humanas suelen alojarse en cuerpos de animales. La prohibición hebrea de comer carne de cerdo se ha atribuido asimismo al temor de la triquinosis. Otra conjetura es que el rendimiento de la vaca es mayor como productora de leche que como animal de carne.
David Hume afirma que la doctrina de la reencarnación es la única que la filosofía puede aceptar y que todos los argumentos que prueban la inmortalidad del alma prueban también su preexistencia. Para Schopenhauer, hay en el mundo una sola esencia, la Voluntad, que asume todas las formas del universo; la transmigración es un mito que presenta de un modo sucesivo esa realidad eterna y ubicua.
En el Indostán, la doctrina de la transmigración implica una cosmología de infinitas aniquilaciones y creaciones periódicas. Al mencionar en primer término las aniquilaciones, seguimos el ejemplo de los textos originales; este orden desconcertó a los investigadores europeos, quienes no comprendieron de inmediato que el propósito era eludir toda idea de un comienzo absoluto del universo, tal como el que, verbigracia, se enuncia en el primer versículo del Génesis. Cada ciclo dura un kalpa; ciertas ilustraciones clásicas pueden ayudarnos a concebir estos períodos casi infinitos. Imaginemos una montaña de piedra de dieciséis millas de altura; cada cien años la roza una tela finísima de Benarés. Cuando ese roce haya gastado la alta montaña, no habrá pasado un kalpa. Notemos de paso que la astronomía moderna maneja cifras no menos vertiginosas.
La mente hindú se complace en la imaginación de vastos períodos de tiempo que, hasta hace poco, eran del todo ajenos a los hábitos de las mentes occidentales. En el siglo II de la era cristiana, el famoso teólogo Ireneo, obispo de Lyon, calculó seis mil años para la duración de la historia universal, correspondientes a los seis días del Génesis. Inversamente, a los hindúes los ha fascinado la contemplación y la fijación de plazos inmensos. Días, noches y años integran la vida de Brahma, pero cada día es un kalpa que equivale a 4.320.000.000 de años humanos. Cada kalpa comprende mil grandes períodos cósmicos, cada uno de los cuales se divide en cuatro yugas, llamadas Krita-yuga o Edad de Oro, Trêta-yuga o Edad de Plata, Duâpara-yuga o Edad de Bronce y Kali-yuga o Edad de Hierro. La primera dura 4.000 años divinos, es decir, 1.440.000 años humanos (ya que un año divino es igual a 360 años humanos); la segunda dura 3.000 años divinos, es decir, 1.080.000 años humanos; la tercera dura 2.000 años divinos, es decir, 720.000 años humanos, y la cuarta 1.000 años divinos, es decir, 360.000 años humanos. Esta compleja y virtualmente ilimitada cronología fue inventada entre la época del Rig-Veda y la del Mahabharata. Un pasaje de esta epopeya pone una larga exposición del sistema en boca del mono Hanuman, famoso como guerrero, mago y gramático.
Antes y después de cada yuga, hay un período llamado crepúsculo, cuya duración es una décima parte de la yuga. Así, la Krita-yuga consta de 4.000 años divinos; su crepúsculo anterior es de 400, el posterior de otros 400, que, sumados a los 4.000 de la yuga, dan un total de 4.800 años divinos o 1.728.000 años humanos.
En cada yuga disminuyen la longevidad, la estatura y la ética de los hombres; en la primera, por ejemplo, todos los hombres eran brahmanes. La época que atravesamos es la última. Brahma no es inmortal; sus días y sus noches tienen fin al cabo de 36.000 kalpas; muere y lo sustituye otro Brahma, que retoma el juego de emanaciones y de aniquilaciones, y así infinitamente.
Lo primero que aparece en cada período es el palacio de Brahma. El dios recorre sus recintos vacíos y se siente muy solo. Piensa en las otras divinidades; éstas renacen en el mundo de Brahma porque ya han agotado el karma que les permitía vivir en cielos más altos. Brahma supone que los dioses han sido creados por su deseo; los dioses comparten ese error, porque Brahma estaba en el palacio antes que ellos. Luego van surgiendo el monte Meru, la tierra, los hombres y los infiernos.
Para el budismo se distinguen dos especies de kalpas, los vacíos y los búdicos. Durante los primeros no nacen Buddhas; durante los segundos, una flor de loto anuncia el lugar en que crecerá el Árbol de la Iluminación.
Si cada reencarnación es la consecuencia de una reencarnación anterior, si nuestras dichas y desdichas actuales dependen de lo que hicimos en la vida pasada, es evidente que no puede haber un primer término de la serie. Para el Buddha, cada uno de nosotros ya ha recorrido un número infinito de vidas, pero puede salvarse de recorrer infinitas vidas futuras si logra la liberación o Nirvana. Aclaremos que infinito no es, para el budismo, un sinónimo de indefinido o de innumerable; significa, como en las matemáticas, una serie sin principio ni fin. Nuestro pasado no es menos vasto ni menos insondable que nuestro futuro.
Hemos dicho que cada encarnación determina la subsiguiente; esta determinación constituye lo que las escuelas filosóficas de la India llaman el karma. La palabra es sánscrita y deriva de la raíz kri, que significa «hacer» o «crear». El karma es la obra que incesantemente estamos urdiendo; todos los actos, todas las palabras, todos los pensamientos —quizá todos los sueños— producen, cuando el hombre muere, otro cuerpo (de dios, de hombre, de animal, de ángel, de demonio, de réprobo) y otro destino. Si el hombre muere con anhelo de vida en su corazón, vuelve a encarnar; es como si, al morir, plantara una semilla.
Radhakrishnan ha definido el karma como la ley de la conservación de la energía moral. También podemos considerarlo una interpretación ética de la ley de causalidad; en cada ciclo del universo, las cosas son obra de los actos humanos, que crean montañas, ríos, llanuras, ciénagas, bosques. Si los árboles dan fruto o si el trigo crece en los campos, los impulsa el mérito de los hombres. Según esta doctrina, la geografía es una proyección de la ética.
El karma obra de un modo impersonal. No hay una divinidad de tipo jurídico que distribuye castigos y recompensas; cada acto lleva en sí el germen de una recompensa o de un castigo que pueden no ocurrir inmediatamente, pero que son fatales. Christmas Humphreys escribe:
«Al pecador no lo castigan por sus pecados; éstos lo castigan. Por consiguiente no existe el perdón y nadie puede otorgarlo». Por el mero hecho de ser un sustantivo, la palabra karma sugiere una entidad autónoma; conviene recordar que sólo es una propiedad de los actos, que —según la índole de éstos— inevitablemente producen consecuencias adversas o felices. Karma es la ley del universo, pero no ha sido promulgada por un legislador ni la aplica un juez. Su operación es inexorable; en el Dhammapada se lee: «Ni en el cielo, ni en mitad del mar, ni en las grietas más hondas de las montañas, hay un sitio en que el hombre pueda librarse de una acción malvada».
La creencia en el karma enseña a la gente a sobrellevar con resignación las desventuras. Paul Deussen refiere que en Jaipur conversó con un mendigo ciego. Al preguntarle cómo había perdido la vista, el otro replicó: «En una vida anterior habré cometido algún crimen». En otras palabras: no hay sufrimiento inmerecido ni inmerecida felicidad. Los hindúes consideran la caridad como una ostentación y un error, ya que el desventurado no hace otra cosa que expiar culpas cometidas en una vida previa, y tratar de ayudarlo es demorar el pago inexorable de esa deuda. Por eso, Gandhi condenó la fundación de asilos y de hospitales. En la India, la fe en la transmigración es tan profunda que a nadie se le ha ocurrido demostrarla, contrariamente a lo que ocurre en la cristiandad, que abunda en pruebas sin duda irrefutables de la existencia de Dios. Fuera del ejercicio del ascetismo, casi todas las buenas acciones consisten en ayudar al prójimo; si esa ayuda está prohibida, uno se pregunta qué buenas acciones nos quedan.
Karma es el nombre general de la ley, pero es también lo que los teósofos llaman el cuerpo kármiko, es decir, el organismo o estructura psíquica que los méritos y deméritos del hombre tejen durante su vida y que, después de la muerte, crean otro cuerpo que se desempeñará en otras circunstancias.
Para el budista, los conceptos de transmigración y de karma son inseparables y hay quien los considera dos caras de la misma moneda. Para el occidental, el concepto de transmigración es claro o, a primera vista, parece claro, en tanto que el de karma se le antoja arbitrario y difícil. La teoría platónica o pitagórica de la transmigración presupone un alma que transmigra, una pura esencia inmortal que se aloja en un cuerpo y después en otro; el budismo, en cambio, niega la existencia de un Yo y recurre al karma para asegurar una continuidad de las diversas vidas. El concepto de una estructura complejísima que cada individuo va construyendo a lo largo de su vida se presta menos a la transmigración que el concepto de un alma individual que pasa de una forma corporal a otra forma. Esta inconcebible estructura, el karma, es acaso uno de los puntos débiles del budismo.
En el Visuddhimagga (Camino de la Pureza) está escrito: «En ninguna parte soy un algo para alguien, ni alguien es algo para mí». Análogamente, un contemporáneo del Buddha, Heráclito de Éfeso dijo: «Nadie baja dos veces al mismo río», sentencia comentada así por Plutarco: «El hombre de ayer ha muerto en el de hoy, el de hoy muere en el de mañana». El Camino de la Pureza declara: «El hombre de un momento futuro vivirá, pero no ha vivido ni vive. El hombre del momento presente vive, pero no ha vivido ni vivirá». Para el budismo, cada hombre es una ilusión, vertiginosamente producida por una serie de hombres momentáneos y solos. La apariencia de continuidad que una sucesión de imágenes produce en la pantalla cinematográfica puede ayudarnos a comprender esta idea un tanto desconcertante. En la filosofía moderna, tenemos el caso de Hume, para quien el individuo es un haz de percepciones que se suceden con increíble rapidez, y el de Bertrand Russell, para quien sólo hay actos impersonales, sin sujeto ni objeto.
La hipótesis de la impermanencia del individuo ha sugerido comentarios irónicos. Se cuenta que un brahmán expuso la doctrina a un soldado de Alejandro de Macedonia; el soldado lo dejó hablar y luego lo derribó de un puñetazo. Ante las protestas del brahmán, el converso le dijo: «Ni fui yo quien golpeó, ni eres tú el golpeado». De la fugacidad del hombre de Heráclito se burló el pitagórico Epicarmo en una comedia. Un deudor moroso alega que ya no es el contrayente de la deuda; el acreedor acepta la excusa y lo invita a cenar. Cuando el deudor llega al banquete, los esclavos lo expulsan, porque el acreedor ya no es la persona que hizo la invitación.
Una famosa obra apologética del siglo II, Las preguntas del Rey Milinda, refiere un debate cuyos interlocutores son el rey de la Bactriana, Milinda (Menandro) y el monje Nagasena. Este razona que, así como el carro del rey no es las ruedas ni la caja ni el eje ni la lanza ni el yugo, tampoco el hombre es la materia, la forma, las impresiones, las ideas, los instintos o la conciencia. No es la combinación de estas partes ni existe fuera de ellas. Los cinco elementos (skandhas) enumerados por el monje corresponden a una noción común de la psicología hindú; el penúltimo ha sido traducido también como subconsciencia o individualidad. Nagasena pregunta si la llama que arde al principio de la noche es la del fin; le responden que sí. Nagasena aplica estas analogías de la lámpara y de la llama al caso del hombre que, desde el nacimiento hasta la muerte, ni es el mismo ni es otro. Al cabo de varios días de diálogo, el rey griego se convierte a la fe del Buddha.
En el budismo hay seis condiciones para el hombre después de la muerte. Se las llama los Seis Caminos de la Transmigración y se las enumera así:
1) La condición de dios (deva). Estos seres han sido heredados de la mitología indostánica y, según ciertas autoridades, son treinta y tres: once para cada uno de los tres mundos. Deva y Deus proceden de la raíz div, que significa «resplandecer».
2) La condición de hombre. Esta es la más difícil de lograr. Una parábola nos habla de una tortuga que habita en el fondo del mar y asoma la cabeza cada cien años y de un anillo que flota en la superficie; tan improbable es que la tortuga ponga la cabeza en el anillo como que un ser, después de la muerte, encarne en un cuerpo humano. Esta parábola nos insta a no desaprovechar nuestra humanidad, ya que sólo los hombres pueden alcanzar el nirvana.
3) La condición de asura. Los asuras son enemigos de los devas y parcialmente corresponden a los gigantes de la mitología escandinava y a los titanes griegos. Una tradición los hace nacer de la ingle de Brahma; se cree que habitan bajo tierra y que tienen sus reyes propios. Afines a los asuras son los nagas, serpientes de rostro humano que moran en palacios subterráneos, donde conservan los libros esotéricos del budismo.
4) La condición animal. La zoología budista los clasifica en cuatro especies: los que no tienen pies, los que tienen dos pies, los que tienen cuatro pies y los que tienen muchos pies. Los jatakas[9] refieren vidas anteriores del Buddha en cuerpos de animales.
5) La condición de preta. Son réprobos atormentados por el hambre y la sed; su vientre puede ser del tamaño de una montaña y su boca como el ojo de una aguja. Son negros, amarillos o azules, llenos de lepra y sucios. Algunos devoran chispas, otros quieren devorar su propia carne. Suelen animar los cadáveres y merodear por los cementerios.
6) La condición de ser infernal. Sufren en lugares subterráneos, pero también pueden estar confinados en una roca, un árbol, una casa o una vasija. El Juez de las Sombras habita en el centro de los infiernos y pregunta a los pecadores si no han visto al primer mensajero de los dioses (un niño), al segundo (un anciano), al tercero (un enfermo), al cuarto (un hombre torturado por la justicia), al quinto (un cadáver ya corrompido). El pecador los ha visto, pero no ha comprendido que eran símbolos y advertencias. El Juez lo condena al Infierno de Bronce, que tiene cuatro ángulos y cuatro puertas; es inmenso y está lleno de fuego. Al fin de muchos siglos una de las puertas se entreabre: el pecador logra salir y entra en el Infierno de Estiércol. Al fin de muchos siglos puede huir y entra en el Infierno de Perros. De este, al cabo de siglos, pasará al Infierno de Espinas, del que regresará al Infierno de Bronce.


Notas

[8] Nombres de castas ínfimas.
[9] Fábulas sobre las reencarnaciones del Buddha

Título original: Qué es el budismo 
Jorge Luis Borges y Alicia Jurado, 1976

Luego en J. L. Borges: Obras completas en colaboración
© María Kodama 1995
©Emecé Editores 1979 y ss.

Foto: Borges con Alicia Jurado (s-d)
Revista dominical de La Nación ca. 1980s


28/5/14

Jorge Luis Borges - Alicia Jurado: Doctrinas budistas







La Rueda de la Ley

En el Sermón de Benarés, predicado en el Parque de las Gacelas, el Buddha condena la vida carnal, que es baja, innoble, material, indigna e insensata, y la vida ascética, que es indigna, insensata y dolorosa. Predica una Vía Media: el Sagrado Óctuple Sendero, al que conducen las Cuatro Nobles Verdades.

Estas verdades son: el sufrimiento, el origen del sufrimiento, la aniquilación del sufrimiento y el camino que lleva a la aniquilación del sufrimiento, o sea, el Óctuple Sendero. Deussen observa que el cuarto miembro de la serie ha sido agregado artificialmente a los otros, ya que, como se ha dicho, la cuarta Noble Verdad no es otra cosa que el Óctuple Sendero. Deussen opina que en el Parque de las Gacelas se habló del Óctuple Sendero y que la doctrina de las Verdades es una adición ulterior. Según Kern, las Cuatro Verdades aplican al problema cósmico una antigua fórmula médica y corresponderían a la enfermedad, al diagnóstico, a la curación y al tratamiento.

¿Qué es el sufrimiento? El Buddha responde: «Es nacer, envejecer, enfermarse, estar con lo que se odia, no estar con lo que se ama, desear y anhelar y no conseguir».

¿Cuál es el origen del sufrimiento? El Buddha responde: «Es la Sed (Trishna) que lleva de reencarnación en reencarnación acompañada de deleites sensuales y que, ya en un punto, ya en otro, quiere saciarse». La Sed del Buddha corresponde a la Cosa en Sí de Schopenhauer, la Voluntad; también al élan vital de Bergson, a la life force de Bernard Shaw. El Buddha y Schopenhauer condenan la Voluntad y la Sed; Bergson y Shaw afirman el ímpetu vital y la fuerza vital.

¿Qué es la aniquilación del sufrimiento? El Buddha responde: «Es la aniquilación de esa Sed que lleva de reencarnación en reencarnación, acompañada de deleites sensuales y que, ya en un punto, ya en otro, quiere saciarse». El nombre técnico de esa aniquilación es Nirvana, concepto que se estudiará más adelante.

¿Cuál es el camino que lleva a la aniquilación del sufrimiento? El Buddha responde: «Es el Sagrado Óctuple Sendero: recto conocimiento, recto pensamiento, rectas palabras, rectas obras, recta vida, recto esfuerzo, recta consideración y recta meditación». Estas normas integran una Vía Media, equidistante de la vida carnal y de la vida ascética, de los excesos del rigor y de los excesos de la licencia.

La doctrina, observa Köppen, no es dogmática ni especulativa; es moral y práctica. Lo confirman las palabras del mismo Buddha: «Así como el océano tiene un solo sabor, el sabor de la sal, esta doctrina tiene un solo sabor, el sabor de la salvación». Los ocho abstractos términos del Sendero han sido interpretados de diversa manera por los comentadores. El término inicial ha sido traducido por «fe, comprensión, opiniones, conocimiento»; el penúltimo, por «atención, concentración, vigilancia, memoria» (esta, según Köppen, se refiere al diario ejercicio de recordar los actos ejemplares del maestro). La justa o recta concentración es el éxtasis, la etapa más alta. A primera vista, tales divergencias son alarmantes, pero no impiden una visión general del sistema. No hay que olvidar, por lo demás, que una recta comprensión intelectual de la doctrina es harto menos importante que el hecho de asimilarla y vivirla.

Famoso es asimismo el Sermón del Fuego, predicado a mil ermitaños en Uruvela. «Todo, oh discípulos, está en llamas. La vista, oh discípulos, está en llamas, lo visible está en llamas; el sentimiento que nace del contacto con lo visible, ya sea dolor, ya alegría, ya ni dolor ni alegría, está asimismo en llamas. ¿Qué fuego lo inflama? El fuego del deseo, el fuego del odio, el fuego de la ignorancia; el nacimiento, la vejez, la muerte, las penas, las quejas, el dolor, el pesar, la desesperación: tales son mis palabras». Lo que se ha dicho de la vista se aplica después al oído, al olfato, al gusto, al tacto y a la conciencia. La segunda parte del sermón repite el esquema: «Sabiendo eso, oh discípulos, un sabio, un noble oyente de la doctrina rechazará lo visible, rechazará la percepción de lo visible; rechazará el contacto con lo visible, ya sea dolor, ya alegría, ya ni dolor ni alegría». A la vista siguen fatalmente el oído, el olfato, el gusto, el tacto y la conciencia. El sermón concluye con estas palabras: «Rechazado todo esto, un sabio, un noble creyente estará libre de deseos; libre de deseos, estará salvado; salvado, se elevará en él esta convicción: estoy libre; todo nuevo nacimiento está aniquilado, alcanzada la santidad, el deber cumplido; no volveré aquí abajo. Tal es el conocimiento que posee».

También Heráclito de Éfeso recurre al símbolo del fuego para significar que el mundo es efímero y doloroso.


El problema del Nirvana

Afirmar que la fascinación ejercida por el budismo sobre las mentes y las imaginaciones occidentales procede de la palabra nirvana es una exageración evidente que encierra una partícula de verdad. Parece imposible, en efecto, que esa palabra tan sonora y tan enigmática no incluya algo precioso. Los literatos europeos y americanos la han prodigado, raras veces en la acepción originaria; bástenos recordar a Lugones, que la usa para significar la apatía o la confusión:
  
Vago pavor lo amilana
 y va a escribirle por fin
 desde su informe nirvana…

Menos eufónica es la forma pali nibbana o la china ni-pan. Nirvana es la palabra sánscrita que, etimológicamente, vale por «apagamiento», «extinción»; también cabría traducir «el extinguirse» o «el apagarse». La palabra es apta, ya que los textos clásicos del budismo suelen comparar la conciencia con la llama de una lámpara, que es y no es la misma en distintas horas de la noche.

El Buddha no acuñó esta voz; también los jainistas la usan. En el Mahabharata se habla de Nirvana y, varias veces, de brahmanirvanam, extinción de Brahma. La locución «apagarse en Brahma», «apagarse en la divinidad», puede sugerir una gota que se pierde en el océano o una chispa que desaparece en el fuego cósmico: Deussen observa que, para los hindúes, el alma individual es todo el océano y todo el fuego. En muchos pasajes, Nirvana es sinónimo de Brahma y de felicidad; apagarse en Brahma es intuir que uno mismo es Brahma.

En cambio, el budismo niega, adelantándose a Hume, la conciencia y la materia, el objeto y el sujeto, el alma y la divinidad. Para las Upanishadas[1], el proceso cósmico es el sueño de un dios; para el budismo, hay un sueño sin soñador. Detrás del sueño y bajo el sueño no hay a nada. El Nirvana es la única salvación.

Los primeros investigadores europeos acentuaron el carácter negativo del Nirvana; el P. Dahlmann lo llamó «abismo de ateísmo y de nihilismo»; Burnouf lo tradujo anéantissement, «aniquilación»; Schopenhauer, que tanto ha influido en las interpretaciones occidentales de la doctrina del Buddha, considera que Nirvana es un eufemismo de la palabra nada. «Para quienes ha muerto la voluntad, este nuestro universo tan real con todas sus vías lácteas y soles es, exactamente, la nada». Rhys Davids, entre otros, recuerda que el Nirvana es un estado que puede lograrse en esta vida y consiste, no en la extinción de la conciencia, sino de los tres pecados capitales: la sensualidad, la malevolencia y la ignorancia. Pischel habla de la extinción de la Sed, Trishna. Alcanzado el Nirvana, antes de la muerte, las acciones del santo ya no proyectan karma alguno; puede prodigar bondades o cometer crímenes, y estos no engendran recompensa ni castigo, ya que está libre de la Rueda y no renacerá.

El Buddha, bajo la higuera sagrada, logró el Nirvana; cuarenta años después, cuando murió para siempre su cuerpo físico, el parinirvana o nirvana pleno. Lógicamente, el universo debería cesar para el redimido desde el momento en que este comprende su naturaleza ilusoria. Después de la tremenda revelación, debería morir, como mueren quienes han visto a Dios cara a cara (Jehová, en el Sinaí, le dijo a Moisés: «No podrás ver mi cara, pues nadie podrá verme y vivir»). En los textos del Vedanta se lee que el hombre sigue viviendo después de la revelación, como sigue girando el torno del alfarero una vez concluida la vasija. Vive por el impulso de los actos que ha ejecutado antes de la revelación; los ejecutados después no tendrán consecuencias. Sigue viviendo el jivanmukti (el salvado en vida) como quien sueña y sabe que sueña y deja fluir el sueño. Sankara propone esta ilustración: «Como el hombre de ojos enfermos no ve una luna sino dos, pero sabe que hay una, así el hombre salvado sigue percibiendo el mundo sensorial, pero sabe que es falso».

Dahlmann cita un pasaje épico: «Éxito y fracaso, vida y muerte, placer físico y dolor físico; no soy amigo ni enemigo de esas ficciones». En los tantras, textos que corresponden a una degeneración del budismo en el siglo IX, hay reducciones al absurdo del pasaje anterior: «Para él, una brizna de paja es como una joya… un manjar, como el barro; un himno de alabanza, como una injuria; el día, como la noche; lo visto, como lo soñado; la madre, como una perdida; el placer, como el dolor; el cielo, como el infierno; el mal, como el bien».

Los neófitos se preparan para el Nirvana mediante cotidianos ejercicios de irrealidad. Al andar por la calle, al conversar, al comer, al beber, deben reflexionar que esos actos son pasajeros e ilusorios y que no presuponen un actor, un sujeto durable.

Para los místicos judíos, cristianos e islámicos, las imágenes que corresponden al éxtasis son, por lo común, de índole paternal o nupcial; para el budismo, el Nirvana es «puerto de refugio, isla entre los torrentes, fresca gruta, otra orilla, ciudad sagrada, panacea, ambrosía, agua que aplaca la sed de las pasiones, orilla en que se salvan los náufragos del río en los ciclos». En Las preguntas del Rey Milinda se lee que el Nirvana es intemporal y que los sentidos no pueden percibirlo. Si bien llegamos a él mediante una serie de causas, el Nirvana las antecede y existe fuera de ellas. También son inefables su medida y su duración. Hermann Oldenberg observa que los budistas lo conciben metafísicamente como un lugar donde los redimidos descansan; se dice «entrar en el Nirvana». En Las preguntas del Rey Milinda está escrito que así como los ríos entran en el mar y el mar no se llena, los seres van entrando en el Nirvana sin colmarlo jamás. Cabe recordar la sentencia análoga del Eclesiastés: «Los ríos van a la mar y la mar no se hincha», según la versión de Cipriano de Valera.

Quizá el enigma del Nirvana sea idéntico al enigma del sueño; en las Upanishadas se lee que los hombres en el sueño profundo son el universo. Según el Sankhyam, el estado del alma en el sueño profundo es el mismo que alcanzará después de la liberación. El alma libertada es como un espejo en el que no cae reflejo alguno.

El investigador austríaco Erich Frauwallner (Geschichte der indischen Philosophie, Salzburgo, 1953) ha renovado nuestro concepto del Nirvana mediante el estudio del significado de esta palabra en la época del Buddha.

Sabemos ya que Nirvana significa «extinción». Para nosotros, la extinción de una llama equivale a su aniquilamiento; para los hindúes, la llama existe antes de que la enciendan y perdura después de apagada. Encender un fuego es hacerlo visible; apagarlo, es hacerlo desaparecer, no destruirlo. Lo mismo ocurre con la conciencia, según el Buddha: cuando habita el cuerpo la percibimos; cuando muere el cuerpo desaparece, pero no cesa de existir. Al hablar del Nirvana, el Buddha usa palabras positivas; habla de una esfera del Nirvana y de una ciudad del Nirvana.

El aprendizaje del Nirvana es lo esencial de la doctrina predicada por el Buddha. Éste había logrado el conocimiento de todos los misterios del universo, pero lo que se propuso enseñar fue el medio de librarse del Samsara o mundo apariencial. Los textos hablan de la doctrina del puño cerrado, que guarda la sabiduría universal, y de la mano abierta, que prodiga las verdades que necesitamos. Una tradición refiere que el Buddha mostró una hoja a sus discípulos y les dijo que la relación entre esa hoja y los millares que poblaban los árboles de la selva era la misma que existía entre lo enseñado por él y sus infinitos conocimientos. Bastaba al discípulo conocer el camino de su liberación; de ahí la parábola de la flecha, a la que nos hemos referido en un capítulo anterior.


1. Tratados filosóficos y teológicos basados en los Vedas, que los interpretan y comentan


En Qué es el budismo, 1976
En colaboración con Alicia Jurado
Imagen s/d

15/2/14

Jorge Luis Borges - Alicia Jurado: El budismo Zen







Según se sabe, la fe del Buddha tuvo su raíz en el Nepal y emigró después a la Indochina y a la China por obra de diversos misioneros, de los cuales el más famoso fue Bodhidharma, el Primer Patriarca, a principios del siglo VI de nuestra era. Se cuenta que Shen-Kuan, discípulo y sucesor del patriarca, no comprendió al principio su doctrina, cuya revelación le era negada por éste. Para probar la sinceridad de su fe, Shen-Kuan se cortó el brazo izquierdo; Bodhidharma, interrumpiendo su silencio de muchos años, le preguntó qué deseaba. Shen-Kuan le respondió: «No hay tranquilidad en mi mente; hazme la merced de pacificarla». Bodhidharma le dijo: «Muéstrame tu mente y te daré paz», a lo que contestó el discípulo: «Cuando busco mi mente no doy con ella». «Bien», dijo Bodhidharma, «ya estás en paz». Shen-Kuan, entonces, recibió una brusca iluminación: comprendió la Verdad.

Esta anécdota, acaso la menos oscura de las que citaremos, sería el primer ejemplo de intuición instantánea que en el Japón se llama satori; equivale a lo que sentimos al percibir de golpe la respuesta a una adivinanza, la gracia de un chiste o la solución de un problema.

Una de las sectas chinas fue la de Ch'an (meditación), que pasó en el siglo VI al Japón, donde tomó el nombre de Zen.

Nuestros hábitos mentales obedecen a los conceptos de sujeto y de objeto, de causa y efecto, de lo probable y de lo improbable y a otros esquemas de orden lógico que nos parecen evidentes; la meditación, que puede exigir muchos años, nos libra de ellos y nos prepara para ese súbito relámpago: el satori.

Desconfiar del lenguaje, de los sentidos, de la realidad del pasado propio o ajeno y aun de la existencia del Buddha, son algunas de las disciplinas que debe imponerse el adepto. En ciertos monasterios, las imágenes del Maestro se usan para alimentar el fuego; las escrituras sagradas se destinan a fines innobles. Todo esto puede recordarnos la sentencia bíblica: «La letra mata, pero el espíritu vivifica» (Cor, 3-8).

Para provocar el satori, el método más común es el empleo del koan, que consiste en una pregunta cuya respuesta no corresponde a las leyes lógicas.

El ejemplo clásico se atribuye a varios maestros. A uno de ellos le preguntaron: «¿Qué es el Buddha?»; respondió: «Tres libras de lino». Los comentadores advierten que la contestación no es simbólica. A otro le preguntaron: «¿Por qué vino del oeste el Primer Patriarca?»; la respuesta fue: «El ciprés en el huerto».

El número de discípulos de Po-Chang fue tan considerable que tuvo que fundar otro monasterio. Para hallar quien lo dirigiera, los reunió a todos, les mostró un cántaro y les dijo: «Sin usar la palabra cántaro, díganme qué es». El prior contestó: «No es un pedazo de madera». El cocinero, que iba a la cocina, le dio un puntapié al cántaro y prosiguió. Po-Chang lo puso al frente del monasterio.

Acaso de mayor interés es la historia de Toyo, que al cumplir los doce años quiso recibir instrucción del maestro Mokurai. Este empieza por rechazarlo dada su corta edad; el niño insiste y Mokurai dice: «Puedes oír el sonido de dos manos que aplauden. Muéstrame ahora cómo aplaude una sola». Toyo se retira a su cuarto y al meditar oye la vecina música de las geishas. «¡Ya entendí!»; proclamó. Al día siguiente, cuando el maestro lo interroga, Toyo entona la música de las geishas. «No», le dice el maestro, «ése no es el sonido de una mano». Toyo busca un lugar más tranquílo y oye agua que gotea. «¡Ya entendí!», piensa. Al día siguiente, imita ante Mokurai el sonido del agua; Mokurai le dice: «Eso se parece al sonido del agua, pero no al aplauso de una mano. Prueba otra vez».

Makurai oye y rechaza el silbido del viento, el grito de la lechuza, el canto de los grillos y muchas otras cosas. Durante un año, Toyo medita sobre el sonido de una sola mano que aplaude. Al fin vuelve al maestro y le dice: «Me he cansado de escuchar y de repetir y he llegado al sonido sin sonido». El maestro le responde: «Has acertado».

Para inducir el satori algunos maestros sustituyen el koan por medios más violentos. Ante una pregunta del discípulo sobre el viaje de Bodhidharma, Ma-Tsu lo derriba de un puntapié. El neófito se rie y exclama: «Innumerables son las verdades enseñadas por los Buddhas; ahora no hay una sola que no comprenda de un modo simultáneo». Otros maestros recurrían al grito, la bofetada o a diversas formas de violencia física. Hay ejemplos más moderados. Te-Shan, antes de su revelación, había elegido como maestro a Ch'ung-Hsin. Se alojó en el monasterio; al anochecer, estaba sentado meditando cuando Ch'ung-Hsin le preguntó: «¿Por qué no entras?» Te-Shan respondió: «Está oscuro». El maestro volvió con una vela encendida y cuando el discípulo iba a tomarla la apagó; Te-Shan intuyó inmediatamente la Verdad. 

Comparadas la mística cristiana o islámica con la del budismo, se advertirán las siguientes afinidades: a) el desdén por los esquemas racionales, que son meros medios; nadie supone que los muchos volúmenes de la Summa Theologica equivalgan en sí a la experiencia de la Verdad; b) la percepción intuitiva, ajena a la que pueden suministrar los sentidos; c) el conocimiento absoluto, que nos da una certidumbre cabal, irrefutable por el ejercicio de la lógica; quien lo posee puede prescindir de premisas y de conclusiones. Una vez dueño de la verdad, el místico percibe que la oposición de los contrarios se integra de algún modo en una realidad superior; por lo tanto, también está más allá de los valores de la moral corriente. Cuando san Agustin escribe: «Ama y haz lo que quieras», quiso acaso decir que el hombre que ha llegado al amor divino es incapaz de obrar mal. d) La aniquilación del Yo. Nuestra vida pasada es absorbida por el Todo; la paz y el alivio son la recompensa inmediata, e) La visión del múltiple universo transformado en una unidad(1); f) una sensación de felicidad intensa.

En cuanto a los rasgos diferenciales, el budismo prescinde de toda relación personal con un dios, ya que es una doctrina esencialmente atea en la que no existen ni el creyente ni la deidad. Al revés de lo que sucede en el judaísmo y en sus derivaciones, el cristianismo y el islam, no existen tampoco los conceptos patéticos de culpa, de arrepentimiento y de perdón. No se alcanza el satori mediante la adoración, el temor, la fe, el amor de Dios o la penitencia; se trata de una disciplina que busca la paz y elimina las emociones. El maestro Te-Shan nunca rezó, nunca pidió que sus culpas le fueran perdonadas, nunca veneró la imagen del Buddha, nunca leyó las escrituras ni quemó incienso. Tales acciones eran, a su juicio, vanas formalidades; sólo le interesaba la busca incesante y tensa.

Tai-Hui compara el satori con un incendio a punto de consumirnos o con una espada desnuda que nos puede matar. El universo entero es un koan viviente y amenazador que debemos resolver y cuya solución implica la de todos los otros. Inversamente, cada una de las partes contiene el todo (lo mismo que sucede con los números transfinitos estudiados por Cantor, cada una de cuyas series tiene el mismo número que el total) y al comprenderla se comprende el universo.

La aprehensión intelectual de la doctrina del Buddha no es importante: lo esencial es una iluminación íntima, que parece corresponder al éxtasis. Recordemos la parábola hindú del viajero que recorre en el verano un desierto y que, al  encontrarse con otro, le dice que está muerto de cansancio y de sed y que busca una fuente. El otro le indica el camino. Esa indicación no sacia la sed ni alivia el cansancio; es necesario que el viajero llegue personalmente al manantial. El desierto es el nacimiento y la muerte; el primer viajero es todo ser viviente; el segundo es el Buddha; el manantial es el Nirvana. Como todos los místicos, el budista descree del lenguaje y de los argumentos. Recordemos la parábola de la flecha, expuesta por el mismo Gautama; el Zen ha heredado esa tradición haciendo prevalecer el satori sobre los ritos, la erudición y el filosofar. El satori es pues el principio y el fin del Zen; ha sido comparado con una flor que se abre de súbito.

El Zen ha influido y sigue influyendo en la vida cotidiana de las sociedades que lo profesan. Las diversas artes -la arquitectura, la poesía, el dibujo, la pintura, la caligrafía- muestran su influjo: la deliberada omisión y la sugestión son elementos esenciales; recordemos los lacónicos dibujos y las brevísimas estrofas de los tanka y los hai-ku. De estos últimos, veamos unos ejemplos:

Más fugaz que el brillo de una hoja llevada por el viento, esa cosa, la vida. 

La casada sin hijos ¡con qué ternura toca las muñequitas de la tienda.
            
Ciruelo de la orilla: ¿el agua se lleva de veras tus flores reflejadas?
Desde las gradas del templo, alzo a la luna del otoño mi verdadera cara.

También el arduo adiestramiento en el uso de la espada y del arco no es sólo un fin sino un ejercicio espiritual: el maestro dispara la flecha en la oscuridad y da en el blanco, pero esto es menos importante que la disciplina mental que ha precedido la proeza.

El ikebana, cuyo sentido literal es la inmersión de plantas vivas en el agua, coincide con la introducción del budismo; su origen fue tribal y monástico y se generalizó después. No hay casa japonesa en que no se dispongan flores o ramas en el tokonoma, nicho mural que sustituye el santuario y que se muestra siempre a los huéspedes. El aprendizaje del ikebana presupone una gran concentración, no solo en la elección de las flores sino en el diseño que forman, basado en el esquema, siempre asimétrico, de las tres líneas que son símbolos del cielo, la tierra y el hombre. La estética se da por añadidura; lo fundamental es el sentimiento religioso del creador y del que contempla la obra. Es frecuente el hábito de inclinarse ante la compsición, antes y después de admirarla.

Los jardines del Japón son famosos; muchos están concebidos como cuadros, no suelen ser muy grandes y en ellos se busca imitar la naturaleza, evitando la simetría y los colores vivos. El agua, si falta, es simulada por arena y abundan las rocas y los arbustos de formas armoniosas. El más famoso de los jardines de este tipo es el de Ryoan-Ji, en Kyoto; mide treinta metros de largo por diez de ancho y consta de quince rocas grandes y chicas, dispuestas en cinco grupos ordenados diversamente y asimétricamente distribuidos. Data de principios del siglo XVI y se lo considera la quintaesencia del arte Zen.

Característica del Zen es la ceremonia del té, que se cumple en pabellones destinados a ese fin o en casas de familia. La índole religiosa de este rito se advierte en la lenta dignidad del oficiante, la parquedad de los diálogos, la actitud reverente de los comensales y la belleza y pulcritud de los utensilios. Para el Zen, los actos más comunes pueden ejecutarse con un sentido religioso y deben enaltecer nuestra vida.

(1) Recordemos los versos de Blake: To see a World in a grain of sand / and a Heaven in a wild flower, / hold Infinity in the palm of your hand / and Eternity in an hour. (En un grano de arena ver un Mundo / y en cada flor silvestre el Paraíso, / vivir la Eternidad en una hora, / sostener en la palma el Infinito.)


En Qué es el budismo, 1976
En colaboración con Alicia Jurado
Imagen s/d



Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...