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7/2/18

Jorge Luis Borges: Prólogo a «La pintura y la escultura en la Argentina (1783-1894)» de Eduardo Schiaffino






No es exagerado afirmar que las historias de la pintura se pueden dividir en tres clases abominables: a) las cometidas por personas que entienden de escribir y no de pintar; b) las cometidas por personas que entienden de pintar y no de escribir; c) las cometidas por ambizurdos que ignoran esas dos actividades con igual perfección. Las del grupo b) son casi tan nefastas como las últimas, ya que la ignorancia de los pintores, aunque no alcance la soberbia y la plenitud de la de cualquier escultor, supera fácilmente a la que manejan los literatos —que no es despreciable tampoco. El pintor llamado pompier (denigración inadmisible de un término que habla de una profesión terrible y ardiente, muy saludada por Walt Whitman) solía atesorar algún episodio de la mitología greco-romana; el nuevo puede prescindir de esa ardua erudición, innecesaria para su apetecida acumulación de guitarras despedazadas, arlequines inválidos, pipas sin fumador, titulares sueltas de diario, botellones de anís y otros melancólicos atributos.

Los tres peligros verosímiles de que hablé han sido descartados ab initio en este libro totalmente admirable de don Eduardo Schiaffino: distinguido pintor y espontáneo y rico prosista.

Entiendo que la primera de esas actividades le ha procurado más renombre que la segunda: nuestro público ignora con injusticia (y con detrimento y pérdida propia) la obra de Schiaffino, escritor. Básteme recordar aquí su debate con cierto periodista madrileño de esos que están desinfectando perpetuamente el delicado idioma español, siempre contaminado de galicismos, cuando no de americanismos. Schiaffino (invirtiendo el orden habitual de esas controversias) argumentó que España, con sus provincialismos adulados por la Academia, con su galaico-portugués, su catalán, su bable, su caló agitanado, su mallorquín, sus aragonesismos y andalucismos, su dialecto extremeño, su Muñoz Seca, su vascuence y su Arniches, importaba un serio peligro para la pureza del castellano, un peligro que debíamos rechazar...

La pintura y la escultura en Argentina no es de esos libros que haragana y lánguidamente se dejan leer: es de los que conquistan y estimulan la atención del lector. La iconografía de San Martín, los caudillos de nuestras contiendas civiles, la iconografía de Rosas, la dulce y sanguinaria plebe rosina que sesteaba, mateaba y guitarreaba a la sombra creciente de los castillos que despicaban un cansancio de leguas en el Hueco de las Cabecitas o en Monserrat, las diversas indumentarias del gaucho (desde aquel andaluz de chiripá que aflige tanto a Rossi, que lo requiere desvestido, charrúa y antiespañol), las glorias y percances de la pintura militar en esta república, el arte de Vidal, de Prilidiano Pueyrredon y de Pellegrini, la Fundación del Ateneo, el pensativo elogio de Eduardo Wilde a la Fiebre amarilla de Blanes, la codicia ilusoria y anacrónica de Ricardo Gutiérrez, que pretendía "cien nacionales" por un artículo: he aquí algunos de los temas a que nos invitan las páginas.

De la pintura y escultura argentinas habla Schiaffino, pero su estudio es un testimonio fehaciente de otro arte nacional, que yo sospechaba casi perdido (como el de componer tangos felices): el de la irónica y cortés prosa criolla, prosa de Buenos Aires.



En: Crítica, Revista Multicolor de los Sábados, Buenos Aires, Año 1, Nro. 31, 10 de marzo de 1934.
Y en: Borges en Revista Multicolor, Buenos Aires, Editorial Atlántida (1995)
Luego en: Textos recobrados 1931-1955 (2001)
Foto: Jorge Luis Borges durante una conferencia en Rosario, 1983


11/1/18

Jorge Luis Borges: Siete poemas [Prólogo]







En el soneto hay un misterio. Su esquema —dos cuartetos y dos tercetos endecasílabos o, como quiere Shakespeare, tres cuartetos y dos versos pareados— puede parecer arbitrario, pero a lo largo de los siglos y de la geografía se ha mostrado capaz de infinitas modulaciones. Un poema que repite la métrica de la elegía de Manrique no dejará nunca de ser un eco de Manrique, pero un soneto de Lugones no nos recuerda un soneto de Góngora, ni los de Góngora, los de Lope. ¿Quién no reconoce inmediatamente la voz de Milton, de Wordsworth, de Rossetti, de Verlaine o de Mallarmé?
Algo quiero anotar sobre mi labor. Me han reprochado su pobreza de vocabulario y de rimas. Deliberadamente la busqué. Creo que sólo pueden conmover las palabras comunes, no las que falsamente da el diccionario, y que las rimas raras distraen, detienen y sorprenden. Una estrofa como:
¡Qué descansada vida
La del que huye el mundanal rüido
Y sigue la escondida
Senda por donde han ido
Los pocos sabios que en el mundo han sido!
me parece mejor rimada que:
El jardín con sus íntimos retiros
Dará a tu alado ensueño fácil jaula,
Donde la luna te abrirá su aula
Y yo seré tu profesor de suspiros,
cuya sabia música, desde luego, no dejo de sentir.
En cuanto a los ejercicios que siguen, que los juzgue el lector. Una razón abstracta no puede mejorar un poema. Ya Emerson observó que los argumentos no convencen a nadie.





En Jorge Luis Borges: Siete Poemas (1967)
Buenos Aires, Imprenta de Francisco A. Colombo, se imprimieron 25 ejemplares en papel Gvuarro y Fabriano, nominativos, con una acuarela de Jorge Larco, e impresos el 24 de Agosto de 1967, para los amigos de Juan Osvaldo Viviano. Los poemas incluidos son: El sueño; El Mar; Junín; Una mañana de 1649; Un soldado de Lee (1862); El Laberinto; Laberinto
La edición lleva un Prólogo del autor

Luego, en Textos recobrados 1956-1986 (1987)
© 2003 María Kodama
© 2003 Editorial Emecé

Imágenes: Cover e ilustración de Jorge Larco edición 1967


10/1/18

Jorge Luis Borges: Nueve ensayos dantescos [Prólogo]






Imaginemos, en una biblioteca oriental, una lámina pintada hace muchos siglos. Acaso es árabe y nos dicen que en ella están figuradas todas las fábulas de las Mil y una noches; acaso es china y sabemos que ilustra una novela con centenares o millares de personajes. En el tumulto de sus formas, alguna —un árbol que semeja un cono invertido, unas mezquitas de color bermejo sobre un muro de hierro— nos llama la atención y de ésa pasamos a otras. Declina el día, se fatiga la luz y a medida que nos internamos en el grabado, comprendemos que no hay cosa en la tierra que no esté ahí. Lo que fue, lo que es y lo que será, la historia del pasado y la del futuro, las cosas que he tenido y las que tendré, todo ello nos espera en algún lugar de ese laberinto tranquilo... He fantaseado una obra mágica, una lámina que también fuera un microscosmos; el poema de Dante es esa lámina de ámbito universal. Creo, sin embargo, que si pudiéramos leerlo con inocencia (pero esa felicidad nos está vedada), lo universal no sería lo primero que notaríamos y mucho menos lo sublime o grandioso. Mucho antes notaríamos, creo, otros caracteres menos abrumadores y harto más deleitables; en primer término, quizá, el que destacan los dantistas ingleses: la variada y afortunada invención de rasgos precisos. A Dante no le basta decir que, abrazados un hombre y una serpiente, el hombre se transforma en serpiente y la serpiente en hombre; compara esa mutua metamorfosis con el fuego que devora un papel, precedido por una franja rojiza, en la que muere el blanco y que todavía no es negra (Infierno, XXV, 64). No le basta decir que, en la oscuridad del séptimo círculo, los condenados entrecierran los ojos para mirarlo; los compara con hombres que se miran bajo una luna incierta o con el viejo sastre que enhebra la aguja (Infierno, XV, 19). No le basta decir que en el fondo del universo el agua se ha helado; añade que parece vidrio, no agua (Infierno, XXXII, 24)... En tales comparaciones pensó Macaulay cuando declaró, contra Cary, que la "vaga sublimidad" y las "magnificas generalidades" de Milton lo movían menos que los pormenores dantescos. Ruskin, después (Modern Painters, IV, XIV), condenó las brumas de Milton y aprobó la severa topografía con que Dante levantó su plano infernal. A todos es notorio que los poetas proceden por hipérboles: para Petrarca, o para Góngora, todo cabello de mujer es oro y toda agua es cristal; ese mecánico y grosero alfabeto de símbolos desvirtúa el rigor de las palabras y parece fundado en la indiferencia de la observación imperfecta. Dante se prohíbe ese error; en su libro no hay palabra injustificada. 

La precisión que acabo de indicar no es un artificio retórico; es afirmación de la probidad, de la plenitud, con que cada incidente del poema ha sido imaginado. Lo mismo cabe declarar de los rasgos de índole psicológica, tan admirables y a la vez tan modestos. De tales rasgos, esté como entretejido el poema; citaré algunos. Las almas destinadas al infierno lloran y blasfeman de Dios; al entrar en la barca de Carón, su temor se cambia en deseo y en intolerable ansiedad (Infierno, III, 124). De labios de Virgilio oye Dante que aquél no entrará nunca en el cielo; inmediatamente le dice maestro y señor, ya para demostrar que esa confesión no aminora su afecto, ya porque, al saberlo perdido, lo quiere más (Infierno, IV, 39). En el negro huracán del segundo circulo, Dante quiere conocer la raíz del amor de Paolo y Francesca; ésta refiere que los dos se querían y lo ignoraban, solí eravamo e sanza alcun sospetto, y que su amor les fue revelado por una lectura casual. Virgilio impugna a los soberbios que pretendieron con la mera razón abarcar la infinita divinidad; de pronto inclina la cabeza y se calla, porque uno de esos desdichados es él (Purgatorio, III, 34). En el áspero flanco del Purgatorio, la sombra del mantuano Sordello inquiere de la sombra de Virgilio cuál es su tierra; Virgilio dice Mantua; Sordello, entonces, lo interrumpe y lo abraza (Purgatorio, VI, 58). La novela de nuestro tiempo sigue con ostentosa prolijidad los procesos mentales; Dante los deja vislumbrar en una intención o en un gesto. 

Paul Claudel ha observado que los espectáculos que nos aguardan después de la agonía no serán verosímilmente los nueve círculos infernales, las terrazas del Purgatorio o los cielos concéntricos. Dante, sin duda, habría estado de acuerdo con él; ideó su topografía de la muerte como un artificio exigido por la escolástica y por la forma de su poema. 

La astronomía ptolomaica y la teología cristiana describen el universo de Dante. La Tierra es una esfera inmóvil; en el centro del hemisferio boreal (que es el permitido a los hombres) está la montaña de Sión; a noventa grados de la montaña, al oriente, un río muere, el Ganges; a noventa grados de la montaña, al poniente, un río nace, el Ebro. El hemisferio austral es de agua, no de tierra, y ha sido vedado a los hombres; en el centro hay una montaña antípoda de Sión, la montaña del Purgatorio. Los dos ríos y las dos montañas equidistantes inscriben en la esfera una cruz. Bajo la montaña de Sión, pero harto más ancho, se abre hasta el centro de la tierra un cono invertido, el infierno, dividido en círculos decrecientes, que son como las gradas de un anfiteatro. Los círculos son nueve y es ruinosa y atroz su topografía; los cinco primeros forman el Alto Infierno, los cuatro últimos, el Infierno Inferior, que es una ciudad con mezquitas rojas, cercada de murallas de hierro. Adentro hay sepulturas, pozos, despeñaderos, pantanos y arenales; en el ápice del cono está Lucifer, "el gusano que horada el mundo". Una grieta que abrieron en la roca las aguas del Leteo comunica el fondo del Infierno con la base del Purgatorio. Esta montaña es una isla y tiene una puerta; en su ladera se escalonan terrazas que significan los pecados mortales; el jardín del Edén florece en la cumbre. Giran en torno de la Tierra nueve esferas concéntricas; las siete primeras son los cielos planetarios (cielos de la Luna, de Mercurio, de Venus, del Sol, de Marte, de Júpiter, de Saturno); la octava, el cielo de las estrellas fijas; la novena, el cielo cristalino, llamado también Primer Móvil. A éste lo rodea el empíreo, donde la Rosa de los Justos se abre, inconmensurable, alrededor de un punto, que es Dios. Previsiblemente, los coros de la Rosa son nueve... Tal es, a grandes rasgos, la configuración general del mundo dantesco, supeditado, como habrá observado el lector, a los prestigios del 1, del 3 y del círculo. El Demiurgo, o Artífice, del Tímeo, libro mencionado por Dante (Convivio, III, 5; Paraíso, IV, 49), juzgó que el movimiento más perfecto era la rotación, y el cuerpo más perfecto, la esfera; ese dogma, que el Demiurgo de Platón compartió con Jenófanes y Parménides, dicta la geografía de los tres mundos recorridos por Dante. 

Los nueve cielos giratorios y el hemisferio austral hecho de agua, con una montaña en el centro, notoriamente corresponden a una cosmología anticuada, hay quienes sienten que el epíteto es parejamente aplicable a la economía sobrenatural del poema. Los nueve círculos del Infierno (razonan) son no menos caducos e indefendibles que los nueve cielos de Ptolomeo, y el Purgatorio es tan irreal como la montaña en que Dante lo ubica. A esa objeción cabe oponer diversas consideraciones: la primera es que Dante no se propuso establecer la verdadera o verosímil topografía del otro mundo. Así lo ha declarado él mismo; en la famosa epístola a Can Grande, redactada en latín, escribió que el sujeto de su Comedia es, literalmente, el estado de las almas después de la muerte y alegóricamente, el hombre en cuanto por sus méritos o deméritos, se hace acreedor a los castigos o a las recompensas divinas. Iacopo di Dante, hijo del poeta, desarrolló esa idea. En el prólogo de su comentario leemos que la Comedia quiere mostrar bajo colores alegóricos los tres modos de ser de la humanidad y que en la primera parte el autor considera el vicio, llamándolo Infierno; en la segunda, el pasaje del vicio a la virtud, llamándolo Purgatorio; en la tercera, la condición de los hombres perfectos, llamándola Paraíso, "para mostrar la altura de sus virtudes y su felicidad, ambas necesarias al hombre para discernir el sumo bien". Así lo entendieron otros comentadores antiguos, por ejemplo Iacopo della Lana, que explica: "Por considerar el poeta que la vida humana puede ser de tres condiciones, que son la vida de los viciosos, la vida de los penitentes y la vida de los buenos, dividió su libro en tres partes, que son el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso." 

Otro testimonio fehaciente es el de Francesco da Buti, que anoté la Comedia a fines del siglo XIV. Hace suyas las palabras de la epístola: "El sujeto de este poema es literalmente el estado de las almas ya separadas de sus cuerpos y moralmente los premios o las penas que el hombre alcanza por su libre albedrío." 

Hugo, en Ce que dit la bouche d'ombre, escribe que el espectro que en el Infierno toma para Caín la forma de Abel es el mismo que Nerón reconoce como Agripina.

Harto más grave que la acusación de anticuado es la acusación de crueldad. Nietzsche, en el Crepúsculo de los ídolos (1888), ha amonedado esa opinión en el atolondrado epigrama que define a Dante como "la hiena que versifica en las sepulturas". La definición, como se ve, es menos ingeniosa que enfática; debe su fama, su excesiva fama, a la circunstancia de formular con desconsideración y violencia un juicio común. Indagar la razón de ese juicio es la mejor manera de refutarlo. 

Otra razón, de tipo técnico, explica la dureza y la crueldad de que Dante ha sido acusado. La noción panteista de un Dios que también es el universo, de un Dios que es cada una de sus criaturas y el destino de esas criaturas, es quizá una herejía y un error si la aplicarnos a la realidad, pero es indiscutible en su aplicación al poeta y a su obra. El poeta es cada uno de los hombres de su mundo ficticio, es cada soplo y cada pormenor. Una de sus tareas, no la más fácil, es ocultar o disimular esa omnipresencia. El problema era singularmente arduo en el caso de Dante, obligado por el carácter de su poema a adjudicar la gloria o la perdición, sin que pudieran advertir los lectores que la Justicia que emitía los fallos era, en último término, él mismo. Para conseguir ese fin, se incluyó como personaje de la Comedia, e hizo que sus reacciones no coincidieran, o sólo coincidieran alguna vez —en el caso de Filippo Argenti, o en el de Judas— con las decisiones divinas.


En Nueve ensayos dantescos 
Introducción de Marcos Ricardo Barnatán
Madrid, Espasa-Calpe, 1982
Fotografía de Jorge Luis Borges sin atribución
Adelante, a la izquierda, su madre Leonor Acevedo
Tarjeta impresa 28 x 40 cms., colección particular

23/11/17

Jorge Luis Borges: Prólogo a la edición alemana de «La carreta», de Amorim







Los rasgos capitales de la literatura gauchesca de cualquier orilla del Plata han sido enumerados con orgullo más de una vez: su rústico vigor, sus afinidades homéricas, su perdonable o más bien admirable incorrección, su autenticidad. Admitidos (y aun venerados) esos amenísimos rasgos, me atrevo a añadir otro en voz baja, no menos indudable que silenciado: el exclusivo origen urbano de toda esa literatura silvestre. Ha sido, desde luego, obra de ciudadanos que han intimado con el campo y sus gauchos, de modo que es injusto acusarla de errores de hecho, de meras equivocaciones de hecho. Su error más habitual es de otro orden: hablo de sus malas costumbres sentimentales. El escritor de Buenos Aires o de Montevideo que habla de gauchos, propende al mito, voluntaria o involuntariamente. Más de cien años de literatura anterior gravitan sobre él. El examen de esa literatura es curioso. Burlas, vacilaciones y parodias prefiguran el semidiós. El uruguayo Hidalgo, padre de los primeros gauchos escritores, ignora que su generación es divina y los mueve con toda familiaridad. Ascasubi también, en los cantos felices y belicosos de Paulina Lucero. Hay alegría en esos cantos y burlas, pero jamás nostalgia. De ahí al olvido en que Buenos Aires los tiene y su preterición a favor del gárrulo y senil Santos Vega, del mismo autor: impenetrable sucesión de trece mil versos urdidos en el París desconsolado lado de 1871. Esa lánguida crónica —obra de un viejo militar argentino que sufre la nostalgia de la patria y de sus años briosos— inaugura el mito del gaucho. En el prefacio de la primera edición, Ascasubi declara su propósito apologético. “Por último (nos dice), como no creo equivocarme al pensar que no hay índole mejor que la de los paisanos de nuestra campaña, he buscado siempre el hacer resaltar las buenas condiciones que suelen adornar el carácter del gaucho.” Son palabras de 1872; ese mismo año, Hernández publica en Buenos Aires el primer cuaderno de la obra fundamental de la literatura gauchesca: el Martín Fierro. Martín Fierro es un gaucho amalevado de cuya perdición y triste destino es culpable el ejército. El favor alcanzado por Martín Fierro crea la necesidad de otros gauchos, no menos oprimidos por la ley y no menos heroicos. Eduardo Gutiérrez, escritor olvidado con injusticia, los suministra infinitamente. Su procedimiento, su empeño, son mitológicos. Pretende, como todos los mitos, repetir una realidad. Compone biografías de gauchos malos para justificarlos. Un día, hastiado, se arrepiente. Escribe Hormiga Negra, libro de total desengaño. Buenos Aires lo hojea con frialdad; los editores no lo reimprimen… Hacia 1913 Lugones dicta en el abarrotado teatro Odeón su apología tumultuosa del Martín Fierro, y, en ella, la del Gaucho. Faltaba, sin embargo, la apoteosis. Güiraldes la acomete y la lleva a término en Don Segundo Sombra. Todo ese libro está gobernado por el recuerdo, por el recuerdo reverente y nostálgico. En Don Segundo los riesgos, las durezas, las austeridades del gaucho, están agigantados por el recuerdo. La explicación es fácil. Güiraldes trabaja con el pasado de la provincia de Buenos Aires, de una provincia donde la inmigración, la agricultura y los caminos de hierro han alterado profundamente el tipo del gaucho.

Enrique Amorim trabaja con el presente. La materia de sus novelas es la actual campaña oriental: la dura campaña del Norte, tierra de gauchos taciturnos, de toros rojos, de arriesgados contrabandistas, de callejones donde el viento se cansa, de altas carretas que traen un cansancio de leguas. Tierra de “estancias” que están solas como un barco en el mar y donde la incesante soledad aprieta a los hombres.

Enrique Amorim no escribe al servicio de un mito, ni tampoco en contra. Le interesan, como a todo auténtico novelista, las personas, los hechos y sus motivos, no los símbolos generales. (Lo anterior no quiere decir que sus personajes sean incapaces de una interpretación simbólica; la misma realidad no lo es.) En las páginas de Amorim, los hombres y los hechos del campo están sin reverencia y sin desdén, con entera naturalidad. Yo sé que su lectura será un gewaltiges Erlebnis para el lector alemán. 


En Miscelánea (Ed. Mondadori)
© 1995, 2011, María Kodama
Publicación original en El Hogar, Buenos Aires, 9 de julio de 1937
Foto: Amorim y Borges durante una tertulia en Salto, Uruguay
Imagen restaurada por el Institut Valenciá de Cultura

21/11/17

Jorge Luis Borges: Prólogo a «América. Relatos Breves» de Franz Kafka






1883, 1924. Esas dos fechas delimitan la vida de Franz Kafka. Nadie puede ignorar que incluyen acontecimientos famosos: la primera guerra europea, la invasión de Bélgica, las derrotas y las victorias, el bloqueo de los imperios centrales por la flota británica, los años de hambre, la revolución rusa, que fue al principio una generosa esperanza y es ahora el zarismo, el derrumbamiento, el tratado de Brest-Litovsk y el tratado de Versalles, que engendraría la Segunda Guerra. Incluye asimismo los hechos íntimos que registra la biografía de Max Brod: la desavenencia con el padre, la soledad, los estudios jurídicos, los horarios de una oficina, la profusión de manuscritos, la tuberculosis. También, las vastas aventuras barrocas de la literatura: el expresionismo alemán, las hazañas verbales de Johannes Becher, de Yeats y de James Joyce.

El destino de Kafka fue transmutar las circunstancias y las agonías en fábulas. Redactó sórdidas pesadillas en un estilo límpido. No en vano era lector de las Escrituras y devoto de Flaubert, de Goethe y de Swift. Era judío, pero la palabra judío no figura, que yo recuerde, en su obra. Ésta es intemporal y tal vez eterna. 

Kafka es el gran escritor clásico de nuestro atormentado y extraño siglo.






En  Biblioteca Personal (1988)
Al pie, portada de América. Relatos Breves de Franz Kafka
Prólogo de Jorge Luis Borges
Col. La Biblioteca de Babel
En la II Bienal Borges-Kafka, Buenos Aires, 2010

17/10/17

Jorge Luis Borges: Prólogo a Ema Risso Platero, «Arquitecturas del insomnio»


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La historia de los sueños podría escribirse. Esas especies de apariencia libérrima tienen leyes secretas, y las 1001 Noches, que parecieron un caos venturoso, no son esencialmente menos rígidas que una tragedia clásica. Los símbolos, el vocabulario, los métodos, varían de una época a otra, acaso en forma cíclica; Arquitecturas del insomnio reúne, en su breve ámbito riquísimo, los temas ejemplares de la fantasía de nuestro tiempo y renueva otros que parecen eternos.

En Presencias del silencio tenemos, como en Henry James, como en Poe, el mágico tema del doppelgänger ("sus ojos tenían entonces una expresión tan triste que me asustó mi propia mirada"); en El próximo testamento, como en las previsiones de Séneca, la destrucción del mundo por el agua; en Fines y principios una irónica o risueña cosmogonía y un intruso cuya mera presencia es la perdición de un mundo prefijado y armónico; en Lógica y absurdo, el concepto, caro a Novalis y a los gnósticos, de la vida como una enfermedad ("la vida era sólo una enfermedad de la muerte, ni siquiera una enfermedad grave"), los juegos con el tiempo ("diferentes versiones de lo que hubiera podido ocurrir") y el rasgo circunstancial del muerto reciente que los otros muertos no ven y que se acostumbra, luego, a ser invisible; en Viviendo momentos históricos, el confín de lo real y de lo soñado. Con voluntaria o inocente crueldad contrastan en este último el horror de tales momentos y la invencible trivialidad de quienes los viven...

Las amables ficciones que he enumerado vacilan entre el poema y el cuento y de algún modo prefiguran Ultima confesión, la más firme y la más compleja de todas. El arte literario es un juego de convenciones tácitas; infringirlas parcial o absolutamente es una de las muchas felicidades (de los muchos deberes) de ese juego de límites ignorados. Cada libro es un orbe ideal, pero suele agradarnos que el autor lo confunda con el universo común e incluya en su ámbito hechos que es tradicional ignorar: verbigracia, la existencia del propio libro. Nos agrada que los protagonistas de la segunda parte del Quijote hayan leído la primera, como nosotros; nos agrada que Eneas, al errar por las calles de Cartago, mire esculpidas en el frontispicio de un templo las batallas de Ilion y, entre tantas imágenes dolorosas, también su propia efigie; nos agrada que en la noche seiscientos dos de las 1001 Noches, la reina Shahrazad refiera la historia que sirve de prefacio a las otras, a riesgo de llegar otra vez a la noche en que la refiere, y así hasta lo infinito. Ultima confesión enriquece, con eficaces y patéticas variaciones, ese difícil procedimiento.

Hablar de los procedimientos de un libro, que inevitablemente logra sus fines con una especie de negligente felicidad o de instintivo acierto, es casi una descortesía. Quizá lo más precioso de este volumen sea lo poético, no sólo perceptible en frases aisladas ("y la humedad de los atardeceres, lentos y graves como un secreto") sino en el agradable horror de los argumentos, en las íntimas formas de la invención. Las vigilias del porvenir serán generosas con quien ha concebido y ejecutado estas fervientes páginas.

Buenos Aires, 30 de mayo de 1948


En Ema Risso Platero, Arquitecturas del insomnio
Buenos Aires, Botella al Mar, 1948





Prólogo incluido en Textos recobrados 1931-1955
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© María Kodama 2001
© Emecé Editores, Buenos Aires, 2001


Foto arriba: Ema Risso Platero con Patricio Ganno, Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares
En Adolfo Bioy Casares, Borges, Editorial Destino. Edición al cuidado de Daniel Martino, 2006


2/10/17

Jorge Luis Borges: Prólogo a "La reticencia de Lady Anne" de Saki





Como Thackeray, como Kipling y como tantos otros ingleses ilustres, Héctor Hugh Munro nació en el Oriente y conoció en Inglaterra el desamparo de una niñez vivida lejos de los padres y, en su caso, severamente vigilada por dos rígidas tías. Su nombre, Munro, corresponde a una antigua familia escocesa; su sobrenombre literario, Saki, de las Rubaiyát (la palabra en persa quiere decir copero). Según testimonio de su hermana Ethel, las tías tutelares, Augusta y Carlota, eran imparcialmente detestables; el hecho de que odiaran a los animales puede no ser ajeno al amor que Munro siempre les profesó. En su obra abundan las aborrecibles y arbitrarias personas mayores cuya sola presencia frustra la vida de quienes las rodean y la amistad de los animales, en la que siempre hay algo de magia.

Completada su educación universitaria en Inglaterra, volvió a su patria, Birmania, para ocupar un cargo en la policía militar. Siete ataques de fiebre en poco más de un año, lo forzaron a regresar. En Londres ejerció el periodismo. Se inició en la sátira política en la Westminster Gazette y entre 1902 y 1908 fue corresponsal del Morning Post en Polonia, en Rusia y en París. En esta ciudad aprendió a gozar de la buena comida y a despreciar la mala literatura. A la edad de cuarenta y cuatro años en 1914 fue, honrosamente, uno de los cien mil voluntarios que Inglaterra envió a Francia. Sirvió, como soldado raso, lo mataron en el infierno de 1916 en el ataque a Beaumont-Hamel. Se dice que sus últimas palabras fueron: Put out that bloody cigarette, «Apaguen ese maldito cigarrillo». No es imposible que se refiriera a la guerra.

Su vida fue cosmopolita, pero toda su obra (con la excepción de un solo cuento que ya comentaremos) se sitúa en Inglaterra, en la Inglaterra de su melancólica infancia. Nunca se evadió del todo de aquella época, cuya irremediable desventura fue su materia literaria. Este hecho nada tiene de singular; la desdicha es, según se sabe, uno de los elementos de la poesía. La Inglaterra, padecida y aprovechada por él, era a de la clase media victoriana, regada por la organización del tedio y por la repetición infinita de ciertos hábitos. Con un humor ácido, esencialmente inglés, Munro ha satirizado a esa sociedad.

El primer relato de esta serie, «La reticencia de Lady Anne», juega a ser satírico, pero, bruscamente, es atroz. «El narrador de cuentos» se burla de las convenciones del apólogo y de la hipócrita bondad. La niñez desdichada del autor vuelve a aparecer en «El cuarto trastero», que prefigura a «Sredni Vasthar» y que, en algún momento, recuerda la admirable «Puerta en el muro» de Wells. Más allá de los rasgos satíricos a que nos ha habituado el autor, la pieza titulada «Gabriel-Ernest» renueva un mito universal, eludiendo todo arcaísmo. Un animal es también el protagonista de «Tobermory» y, extrañamente, este animal es una amenaza por lo que tiene de humano y de razonable. «El marco» es una extravagancia sin precedentes, que sepamos, en la literatura. Mientras es deleznable, el héroe es valioso; cuando recobra su dignidad, ya no es nadie. Los protagonistas de «Cura de desasosiego» ignoran el argumento esencial; no así el lector que le da su generosa y divertida complicidad. En «La paz de Mowsle Barton» sentimos intensamente lo singular del concepto de bruja, en el que se aúnan el poder, la magia, la ignorancia, la maldad, la miseria y la decrepitud. «Mixtura para codornices» insinúa, desde el extraño título, la arbitrariedad y la estupidez de la conducta de los hombres. No lo sobrenatural sino la simulación de lo sobrenatural natural es el tema básico de «La puerta abierta». 

Sin embargo, si tuviéramos que elegir dos de los cuentos de nuestra antología (y nada nos obliga, por cierto, a esa dualidad) destacaríamos «Sredni Vasthar» y «Los intrusos». El primero, acaso como todo buen cuento, es ambiguo: cabe suponer que Sredni Vasthar era realmente un dios y que el desventurado niño lo intuía, pero también es lícita la hipótesis de que el culto del niño hizo del hurón una divinidad, tampoco está prohibido pensar que la fuerza del animal procede del niño que será realmente el dios y que no lo sabe. Está bien que el hurón vuelva a lo desconocido de donde vino; no menos admirable es la desproporción entre la alegría del niño liberado y el hecho trivial de prepararse una tostada. Del todo diferente es la fábula que se titula «Los intrusos». Ocurre, como el «Prince Otto» de Stevenson, en esa boscosa y secreta Europa Central que corresponde menos a la geografía que a la imaginación. Nunca sabremos si procede de una experiencia personal; la sentimos como una historia fuera del tiempo que tiene que haberse dado muchas veces y en formas muy diversas. Los caracteres no existen fuera de la trama, pero ese rasgo la favorece, ya que es propio del mito y de la leyenda. El título prefigura la línea final que, sin embargo, es asombrosa y singularmente patética. Para Dios, no para los hombres, los dos enemigos, que, esencialmente, son él mismo, se salvan.

Con una suerte de pudor, Saki da un tono de trivialidad a relatos cuya íntima trama es amarga y cruel. Esa delicadeza, esa levedad, esa ausencia de énfasis puede recordar las deliciosas comedias de Wilde. 






Y en Prólogos de la Biblioteca de Babel (1997)
Al pie, portada de La reticencia de Lady Anne
Traducción y prólogo de Jorge Luis Borges
Col. La Biblioteca de Babel


21/9/17

Jorge Luis Borges: Prólogo a Norah Lange, «La calle de la tarde»







Las noches y los días de Norah Lange son remansados y lucientes en una quinta que no demarcaré con mentirosa precisión topográfica y de la que me basta señalar que está en la hondura de la tarde, junto a esas calles grandes con las cuales es piadoso el último sol y en que el apagado ladrillo de las altas aceras es un trasunto del poniente cuya luz es como una fiesta pobre para los terrenos finales. En esos aledaños conocí a Norah, preclara por el doble resplandor de sus crenchas y de su altiva juventud, leve sobre la tierra. Leve y altiva y fervorosa como bandera que se cumple en el viento, era también su alma. En ese tibio ayer, que tres años prolijos no han empañado, amanecía el ultraísmo en tierras de América y su voluntad de renuevo que fue traviesa y novelera en Sevilla, resonó fiel y apasionada en nosotros. Aquélla fue la época de Prisma, la hoja mural que dio a las ciegas paredes y a las hornacinas baldías una videncia transitoria y cuya claridad sobre las casas era ventana abierta frente a la resignada costumbre, y de Proa, cuyas tres hojas se dejaban abrir como ese triple espejo que hace movediza y variada la inmóvil gracia del rostro que refleja. Para nuestro sentir los versos contemporáneos eran inútiles como incantaciones gastadas y nos urgía la ambición de una lírica nueva. Hartos estábamos de la insolencia de palabras y de la musical imprecisión que los poetas del 900 amaron y solicitamos un arte impar y eficaz en que la hermosura fuese innegable como la alacridad que el mes de octubre insta en la carne y en la tierra. Ejercimos la imagen, la sentencia, el epíteto, rápidamente compendiosos. Y en esa iniciación advino a nuestra fraternidad Norah Lange y escuchamos sus versos, conmovedores como latidos, y vimos que su voz era semejante a un arco que lograba siempre la pieza y que la pieza era una estrella. ¡Cuánta limpia eficacia en esos versos de chica de quince años! En ellos resplandecen dos distinciones: cronológica y propia de nuestro tiempo la una y misteriosamente individual la segunda. La primera es la noble prodigalidad de metáforas que ilustra las estancias y cuyo encuentro de afinidades imprevisibles justifica la evocación de las grandes fiestas de imágenes que hay en la prosa de Cansinos Assens y la de los escaldas medievales —¿no es Norah, acaso, de raigambre noruega?— que apodaban a los navíos potros del mar y a la sangre, agua de la espada. La segunda es la parvedad de cada poesía, parvedad justa y esencial cuya estirpe más fácil está en las coplas que han brotado a la vera de la guitarra antigua y resurgen hoy junto al pozo, también oscuro y fresco y dolorido, de la guitarra patria.
El tema es el amor: la expectativa ahondada del sentir que hace de nuestras almas cosas desgarradas y ansiosas, como los dardos en el aire, ávidos de su herida. Ese anhelo inicial informa en ella las visiones del mundo y le hace traducir el horizonte en grito alargado y la noche en plegaria y la sucesión de días claros en un rosario lento. Tropos que he sopesado en mi soledad, por caminatas y sosiego, y que me parecen verídicos.
Con enhiesta esperanza, con generosidad de lejanías, con arcilla frágil de ocasos, ha modelado Norah este libro. Quiero que mis palabras encareciéndola sean como las hogueras de cedro que alegraban en una fiesta bíblica las atentas colinas y que presagiaban a los hombres la luna nueva.


Norah Lange: La calle de la tarde. Prólogo de J. L. B. Buenos Aires, Ediciones J. Samet, 1925
Incluido en Inquisiciones (1925) Luego en Prólogo, con un prólogo de prólogos (1975)
Luego antologado en Miscelánea

Barcelona, Random-House Mondadori -DeBolsillo-, 2011


Imagen: Foto de Norah Lange (s/f) dedicada a JLB Vía


28/7/17

Jorge Luis Borges: Fervor de Buenos Aires [Prólogo, 1969]







No he reescrito el libro. He mitigado sus excesos barrocos, he limado asperezas, he tachado sensiblerías y vaguedades y, en el decurso de esta labor a veces grata y otras veces incómoda, he sentido que aquel muchacho que en 1923 lo escribió ya era esencialmente ¿qué significa esencialmente? el señor que ahora se resigna o corrige. Somos el mismo; los dos descreemos del fracaso y del éxito, de las escuelas literarias y de sus dogmas; los dos somos devotos de Schopenhauer, de Stevenson y de Whitman. Para mí, Fervor de Buenos Aires prefigura todo lo que haría después. Por lo que dejaba entrever, por lo que prometía de algún modo, lo aprobaron generosamente Enrique Díez-Canedo y Alfonso Reyes.
Como los de 1969, los jóvenes de 1923 eran tímidos. Temerosos de una íntima pobreza, trataban como ahora, de escamotearla bajo inocentes novedades ruidosas. Yo, por ejemplo, me propuse demasiados fines: remedar ciertas fealdades (que me gustaban) de Miguel de Unamuno, ser un escritor español del siglo diecisiete, ser Macedonio Fernández, descubrir las metáforas que Lugones ya había descubierto, cantar un Buenos Aires de casas bajas y, hacia el poniente o hacia el Sur, de quintas con verjas.
En aquel tiempo, buscaba los atardeceres, los arrabales y la desdicha; ahora, las mañanas, el centro y la serenidad.

J. L. B.
Buenos Aires, 18 de agosto de 1969

A quien leyere

Si las páginas de este libro consienten algún verso feliz, perdóneme el lector la descortesía de haberlo usurpado yo, previamente. Nuestras nadas poco difieren; es trivial y fortuita la circunstancia de que seas tú el lector de estos ejercicios, y yo su redactor. 

[Prólogo edición 1923]



En Fervor de Buenos Aires (1923)
Ilustración de Pablo Racioppi para 'Fervor de Buenos Aires'
Edición especial a 90 años de su primera publicación

18/7/17

Jorge Luis Borges: La salvación por los judíos, La sangre del pobre y En las tinieblas [Léon Bloy]








Como Hugo, a quien malquería por notorias razones, Léon Bloy suscita en el lector una deslumbrante admiración o un total rechazo. Desdichadamente para su suerte y venturosamente para el arte de la retórica, se hizo un especialista de la injuria. Escribió que Inglaterra era la isla infame, que Italia se distingue por la perfidia, que conoció al barón de Rothschild y tuvo que estrechar "lo que se ha convenido en llamar su mano", que el genio está severamente prohibido a todo prusiano, que Emile Zola era el cretino de los Pirineos, que Francia era el pueblo elegido y que las demás naciones del orbe debían contentarse con las migajas que caen de su plato. Cito al azar de la memoria esas inapelables sentencias. Deliberadamente inolvidables y trabajadas con esmero, borran al profeta y al visionario que se llamó Léon Bloy. Como los cabalistas y como Swedenborg, pensaba que el mundo es un libro y que cada criatura es un signo de la criptografía divina. Nadie sabe quién es. Bloy escribía en 1894: "El zar es el jefe y el padre espiritual de ciento cincuenta millones de hombres. Atroz responsabilidad que sólo es aparente. Quizá no es responsable ante Dios, sino de unos pocos seres humanos. Si los pobres de su imperio están oprimidos durante su reinado, si de ese reinado resultan catástrofes inmensas, ¿quién sabe si el sirviente encargado de lustrarle las botas no es el verdadero y solo culpable? En las disposiciones misteriosas de la Profundidad, ¿quién es de veras zar, quién es rey, quién puede jactarse de ser un mero sirviente?". Pensaba que el espacio astronómico no es otra cosa que un espejo de los abismos de las almas. Negaba imparcialmente la ciencia y el régimen democrático. 
Abordó muchos géneros. Nos ha dejado dos novelas de índole autobiográfica y de estilo barroco. El desesperado (1886) y La mujer pobre (1897). Hizo una apología mística de Bonaparte, El alma de Napoleón. La salvación por los judíos data de 1892.




En Biblioteca Personal (1987)
Ilustración de Borges por Spinetto
Al pie: portada del libro prologado 



7/7/17

Jorge Luis Borges: Manuel Mujica Láinez, «Los ídolos»






Escéptico de casi todas las cosas, Mujica Láinez no lo fue nunca de la belleza ni —¿por qué no resignarnos a un rasgo puramente local?— de la buena causa unitaria. Había escrito las biografías de Hilario Ascasubi y de Estanislao del Campo y se negó a escribir la de Hernández, que era rosista.

Es difícil imaginar dos hombres más distintos, pero fuimos excelentes amigos. Descubrimos un vago antepasado común, don Juan de Garay, que era realmente, creo, Juan de Garay. Nuestra amistad prescindió de la frecuentación y de la confidencia. Soy ciego y, de algún modo, siempre lo fui; para Mujica Láinez, como para Théophile Gautier, existía el mundo visible. También el teatro y la ópera, que parcialmente me están vedados. Sentía, quizá trágicamente, la vacuidad de las ceremonias, de las reuniones, de las academias, de los aniversarios y de los ritos, pero esas máscaras lo divertían. Sabía aceptar y sonreír. Fue, ante todo, un hombre valiente. No condescendió nunca a lo demagógico.

En toda vasta obra suele haber rincones secretos. He elegido Los ídolos. En otros libros justamente famosos, Manuel Mujica Láinez suele ser the man of the crowd, el hombre de la turba. En éste, el menos populoso, los personajes de la fábula, que se inicia a orillas del Avon, son de algún modo formas de Shakespeare y de Milton. Cada escritor siente el horror y la belleza del mundo en ciertas facetas del mundo. Manuel Mujica Láinez los sintió con singular intensidad en la declinación de grandes familias antaño poderosas.



Antologado en Biblioteca personal (1987)
Véase Prólogo a Biblioteca personal 
Foto: Manuel Mujica Láinez por Alicia D'Amico 
Fuente Vía


5/7/17

Jorge Luis Borges: «El matrero»






Una curiosa convención ha resuelto que cada uno de los países en que la historia y sus azares han dividido fugazmente la esfera tenga su libro clásico. Inglaterra ha elegido a Shakespeare, el menos inglés de los escritores ingleses; Alemania, tal vez para contrarrestar sus propios defectos, a Goethe, que tenía en poco a su admirable instrumento, el idioma alemán; Italia, irrefutablemente, al alígero Dante, para repetir el melancólico calembour de Baltasar Gracián; Portugal, a Camoens; España, apoteosis que hubiera suscitado el docto escándalo de Quevedo y de Lope, al ingenioso lego Cervantes; Noruega, a Ibsen; Suecia, creo, se ha resignado a Strindberg. En Francia, donde las tradiciones son tantas, Voltaire no es menos clásico que Ronsard, ni Hugo que la Chanson de Roland; Whitman, en los Estados Unidos, no desplaza a Melville ni a Emerson. En lo que se refiere a nosotros, pienso que nuestra historia sería otra, y sería mejor, si hubiéramos elegido, a partir de este siglo, el Facundo y no el Martín Fierro.

Sarmiento ha enumerado famosamente las diversas variedades del gaucho: el baqueano, el rastreador, el payador y el gaucho malo, que Ascasubi ya nombraba el malevo. En el prólogo del Santos Vega o Los mellizos de la Flor (París, 1872) Ascasubi nos dice: «Es la historia de un malevo capaz de cometer todos los crímenes, y que dio mucho que hacer a la justicia». El culto de la obra de Hernández, iniciado por El payador (1916) de Lugones y abultado luego por Rojas, nos ha inducido a la singular confusión de los conceptos de matrero y de gaucho. Si el matrero hubiera sido un tipo frecuente, nadie seguiría recordando, al cabo de los años, el apodo o el nombre de unos pocos: Moreira, Hormiga Negra, Calandria, el Tigre del Quequén. Hay distraídos que repiten que el Martín Fierro es la cifra de nuestra complejísima historia. Aceptemos, durante unos renglones, que todos los gauchos fueron soldados; aceptemos también, con pareja extravagancia o docilidad, que todos ellos, como el protagonista de la epopeya, fueron desertores, prófugos y matreros y finalmente se pasaron a los salvajes. En tal caso, no hubiera habido conquista del desierto; las lanzas de Pincén o de Coliqueo habrían asolado nuestras ciudades y, entre otras cosas, a José Hernández le hubieran faltado tipógrafos. También careceríamos de escultores para monumentos al gaucho.

En Buenos Aires, los conceptos de compadrito y de cuchillero han sufrido análoga confusión. El compadrito era el plebeyo del centro o de las orillas, el changador o el mayoral; era o no cuchillero. Despreciaba al ladrón y al hombre que vivía de las mujeres. Los veteranos de Bartolomé Hidalgo, «los gauchos del Río de la Plata, cantando y combatiendo» que Hilario Ascasubi exaltó y los ocurrentes conversadores que recrean la historia del doctor Fausto no son menos reales que los rebeldes que ha glorificado Gutiérrez. Don Segundo, el tropero viejo, es hombre de paz.

Es natural y acaso inevitable que la imaginación elija al matrero y no a los gauchos de la partida policial que andaba en su busca. Nos atrae el rebelde, el individuo, siquiera inculto o criminal, que se opone al Estado; Groussac ha señalado esa atracción en diversas latitudes y épocas. Inglaterra se acuerda de Robin Hood y de Hereward the Wake; Islandia, de su Grettir el Fuerte. Cabe rememorar asimismo a aquel Billy the Kid, de Arizona, que al morir de un brusco balazo a los veintidós años debía a la justicia veintidós muertes, sin contar mejicanos, y a Macario Romero, de quien dice una copla un tanto jocosa:
¡Qué bonito era Macario
en su caballo retinto,
con la pistola en la mano,
peleando con treinta y cinco!
La historia universal es la memoria de las ulteriores generaciones y ésta, según se sabe, no excluye la invención y el error, que es tal vez una de las formas de la invención. El jinete acosado que se oculta, como por arte mágica, en la mera vaciedad de la pampa o en los enmarañados laberintos del monte o de la cuchilla, es una figura patética y valerosa que de algún modo precisamos. También el gaucho, por lo general sedentario, habrá admirado al prófugo que fatigaba las leguas de la provincia y atravesaba, desafiando la ley, las anchas aguas correntosas del Paraná o del Uruguay.

Menos de individuos, la historia de los tiempos que fueron está hecha de arquetipos; para los argentinos, uno de tales arquetipos es el matrero. Hoyo y Moreira pueden haber capitaneado bandas de forajidos y haber manejado el trabuco, pero nos gusta imaginarlos peleando solos, a poncho y a facón. Una de las virtudes del matrero, sin duda inapreciable, es la de pertenecer al pasado; podemos venerarlo sin riesgo. Matrerear podía ser un episodio en la vida de un hombre. El acero, el alcohol de los sábados y aquel recelo casi femenino de haber sido ofendido que se llama, no sé por qué, machismo, favorecían las reyertas mortales. En el Fausto se lee:
Cuando a usté un hombre lo ofiende,
ya sin mirar para atrás,
pela el flamenco y ¡sás! ¡trás!
dos puñaladas le priende.
Y cuando la autoridá
la partida le ha soltao,
usté en su overo rosao
bebiendo los vientos va.
Naides de usté se despega
porque se aiga desgraciao,
y es muy bien agasajao
en cualquier rancho a que llega.
Si es hombre trabajador,
ande quiera gana el pan:
para eso con usté van
bolas, lazo y maniador.
Pasa el tiempo, vuelve al pago,
y cuando más larga ha sido
su ausiencia, usté es recebido
con más gusto y más halago[*]
Es curioso advertir que la desgracia era del matador, no del muerto.
Este libro antológico no es una apología del matrero ni una acusación de fiscal. Componerlo ha sido un placer; ojalá compartan ese placer quienes vuelvan sus páginas.


[*] El más ilustre de los maestros literarios deplora, en cambio, su desdicha, no sus buenos momentos:
Es triste dejar sus pagos/y largarse a tierra ajena,/llevándose el alma llena/de tormentos y dolores,/mas nos llevan los rigores/como el pampero a la arena./
Jorge Luis Borges: El matrero
Selección y prólogo de J. L. B. Buenos Aires, Edicom S.A., 1970


Incluido en Prólogo, con un prólogo de prólogos (1975)
Luego antologado en Miscelánea

Barcelona, Random-House Mondadori -DeBolsillo-, 2011

Foto: José Edmundo Clemente (?), Borges y Rogelio García Lupo

en la Biblioteca Nacional de Buenos Aires (s/d) Vía



2/7/17

Jorge Luis Borges: El oro de los tigres [Prólogo]







      De un hombre que ha cumplido los setenta años que nos aconseja David poco podemos esperar, salvo el manejo consabido de unas destrezas, una que otra ligera variación y hartas repeticiones. Para eludir o para siquiera atenuar esa monotonía, opté por aceptar, con tal vez temeraria hospitalidad, los misceláneos temas que se ofrecieron a mi rutina de escribir. La parábola sucede a la confidencia, el verso libre o blanco al soneto. En el principio de los tiempos, tan dócil a la vaga especulación y a las inapelables cosmogonías, no habrá habido cosas poéticas o prosaicas. Todo sería un poco mágico. Thor no era dios del trueno; era el trueno y el dios.

    Para un verdadero poeta, cada momento de la vida, cada hecho, debería ser poético, ya que profundamente lo es. Que yo sepa, nadie ha alcanzado hasta hoy esa alta vigilia. Browning y Blake se acercaron más que otro alguno; Whitman, se la propuso, pero sus deliberadas enumeraciones no siempre pasan de catálogos insensibles. Descreo de las escuelas literarias, que juzgo simulacros para simplificar lo que enseñan, pero si me obligaran a declarar de donde proceden mis versos, diría que del modernismo, esa gran libertad que renovó muchas literaturas cuyo instrumento común es el castellano y que llegó, por cierto hasta España. He conversado más de una vez con Leopoldo Lugones, hombre solitario y soberbio; éste solía desviar el curso del diálogo para hablar de «mi amigo Rubén Darío». (Creo, por lo demás, que debemos recalcar las afinidades de nuestro idioma, no sus regionalismos).

    Mi lector notará en algunas páginas la preocupación filosófica. Fue mía desde niño, cuando mi padre me reveló, con ayuda del tablero de ajedrez (que era, lo recuerdo, de cedro) la carrera de Aquiles y la tortuga.

    En cuanto a las influencias que se advertirán en este volumen… En primer término, los escritores que prefiero —he nombrado ya a Robert Browning−; luego, los que he leído y repito; luego, los que nunca he leído pero que están en mí. Un idioma es una tradición, un modo de sentir la realidad, no un arbitrario repertorio de símbolos.

    J.L.B.

    Buenos Aires, 1972


En El oro de los tigres (1972)
Foto: Jorge Luis Borges en Selinunte, 1984  
©Ferdinando Scianna/Magnum Photos 


19/6/17

Jorge Luis Borges: Prólogo a Roberto Godel, «Nacimiento del fuego»






Un libro (creo) debe bastarse. Una convención editorial requiere, sin embargo, que lo preceda algún estímulo en letra bastardilla que corre el peligro de asemejarse a esa otra indispensable página en blanco que precede a la falsa carátula. Con la insegura autoridad que nos da despachar un prólogo, arriesgo, pues, las solicitaciones que siguen.

La primera es olvidar el vano debate de antiguos y modernos. Lugones, poeta no indigno de recordar a Hugo, crítico más adicto a la intimidación que a la persuasión, ha simplificado hasta lo monstruoso nuestros debates literarios. Ha postulado una diferencia moral entre el recurso de marcar las pausas con rimas, y el de omitir ese artificio. Ha decretado luz a quienes ejercen la rima, sombra y perdición a los otros. Peor aún: ha impuesto esa ilusoria simplificación a sus contendores, quorum pars parva fui. Éstos, lejos de repudiar ese maniqueísmo auditivo, lo han adoptado con fervor, invirtiéndolo. Niegan el dogma de la justificación por la rima y aun por el asonante, para instaurar el de justificación por el caos. De ahí la conveniencia de repetir, en nuestro Buenos Aires, que el hecho de rimar o de no rimar, no agota, acaso, la definición de un poeta. Roberto Godel rima con ansioso rigor: ello no basta para clasificarlo como actual o anticuado.

Otra tentación, casi inevitable, acecha en su notoria complejidad. La consabida insipidez de la poesía española, cuya historia no admite más escándalo que el promovido hace trescientos años por Luis de Góngora, hace que todo lo complejo se vincule a ese nombre. Godel no eludirá ese destino. Su agitación romántica no dejará de ser identificada con las hipérboles mecánicas del "precursor" —hombre de tan atrofiada imaginación que se burla una vez de un auto de fe provinciano, que se limitaba a un solo quemado vivo—. Góngora, como Oliverio Twist, quería más. El reproche consta en uno de sus sonetos...

Este Nacimiento del fuego registra en versos memorables el del amor: época de terribles esperanzas y de incertidumbres gloriosas. Leones, estrellas, sangre derramada, metales —todo lo antiguo, lo concreto y lo espléndido— forman el natural vocabulario de esta poesía; que se sabe tan rara y tan verdadera como los símbolos poderosos que invoca. El mundo externo penetra inmensamente en sus líneas, pero siempre como adjetivo de la pasión. Enamorarse es producir una mitología privada —a private mythology— y hacer del universo una alusión a la única persona indudable. La luz, para un escritor místico, no era sino la sombra de Dios. Shakespeare se distraía con las rosas, imaginándolas una sombra de su distante amigo.

Mi amistad con Roberto Godel es larga en el tiempo. En nuestro común Buenos Aires, en el desierto craso y chacarero de la Pampa Central, en un jardín mediterráneo en la Pampa, en otros menos sorprendentes jardines de los pueblos del Sur, he conocido muchos de los versos publicados aquí. Los he difundido oralmente; los he conmemorado con lentitud, bajo las peculiares estrellas de este hemisferio. Sé que también intimarán contigo, preciso aunque invisible lector.

Roberto Godel: Nacimiento del fuego
Prólogo de J. L. B. 
Buenos Aires, Francisco A. Colombo, 1932


Posdata de 1974
Al cabo de medio siglo, casi no pasa un día en que no recuerde este verso:

Corceles exquisitos y ruedas de silencio.

Invenciblemente la sigue en la memoria la inagotable y tenue estrofa de Jaimes Freyre:

Peregrina paloma imaginaria
que enardeces los últimos amores;
alma de luz, de música y de flores,
peregrina paloma imaginaria.




En Prólogos, con un prólogo de prólogos (1975)
© 1995 María Kodama
© 2016 Buenos Aires, Penguin House Mondadori

Luego, antologado en Miscelánea (2011)

Foto: Borges at the Hotel Villa Igea, in the Basile room (Palermo, Sicily, 1984)
© Ferdinando Scianna/Magnum Photos
Al pie: Tapa de la primera edición mencionada


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