Mostrando las entradas con la etiqueta Prólogos con un prólogo de prólogos. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta Prólogos con un prólogo de prólogos. Mostrar todas las entradas

4/6/16

Jorge Luis Borges: Prólogo a Carlos M. Grünberg, «Mester de Judería»






Hacia 1831, Macaulay, el imparcial Macaulay, improvisó una historia fantástica. Esa invención (cuyo bosquejo suficiente perdura en el segundo tomo de los Ensayos) narra las tropelías y los tormentos, las prisiones, los destierros y los ultrajes que se encarnizaron en todas las naciones de Europa sobre la gente de pelo rojo. Al cabo de unos siglos ensangrentados no hay quien no afirma que las víctimas de ese tratamiento implacable no son verdaderos patriotas y las acusa de sentirse más allegadas a cualquier forastero pelirrojo que a los morenos y a los rubios de la parroquia. Los pelirrojos no son ingleses, los pelirrojos no podrán ser ingleses, razonan los fanáticos; la naturaleza lo prohíbe, la experiencia lo prueba. Previsiblemente la persecución ha modificado a los perseguidos, engendrando cismas recíprocos… ¿A qué proseguir? La cristalina parábola de Macaulay es una transcripción de la realidad: el antisemita Adolf Hitler manda en Europa y tiene imitadores aquí.
En las lúcidas páginas de este libro, Grünberg refuta con poderosa pasión los mitos y falacias que ese impostor y sus prosélitos han predicado al mundo. A pesar del patíbulo y de la horca, a pesar de la hoguera inquisitorial y del revólver nazi, a pesar de los crímenes que atesora una diligencia de siglos, el antisemitismo no se libra de ser ridículo. En Buenos Aires lo es todavía más que en Berlín. En Alemania, cuya lengua literaria se basa en la versión de textos hebreos que ha legado Lutero, Hitler no hace otra cosa que exacerbar un odio preexistente; el antisemitismo argentino viene a ser un facsímil atolondrado que ignora lo étnico y lo histórico. En cierta nota del admirable estudio Rosas y su tiempo, Ramos Mejía ha enumerado los apellidos principales de la época. Fuera de los de origen vasco, son todos de cepa judeo-portuguesa: Pereyra, Ramos, Cueto, Sáenz Valiente, Acevedo, Piñero, Fragueiro, Vidal, Gómez, Pintos, Pacheco, Pereda, Rocha.
Los poemas que tengo el agrado de prologar declaran el honor y el dolor de ser judío en el perverso mundo increíble de 1940. Hay escritores a quienes les importa la forma; a otros, lo que una mala pero inevitable metáfora llama el fondo. Ejemplo de formalistas es Góngora y también el improvisador de almacén, que admite cualquier verso que (más o menos) cuente unas ocho sílabas… Las páginas cabales burlan esa distinción habitual; en ellas la forma es el fondo, y viceversa. Es el caso de muchas en este libro: de Judezno, de Sabat, de Circuncisión
Grünberg, poeta, es inconfundiblemente argentino. Lo anterior no quiere decir que trafique en nidos de cóndores o en ombúes ni que en su estrofa sea frecuente el general Rosas: melancólica imagen de la Patria. Quiere decir un vocabulario determinado, ciertas costumbres sintácticas y prosódicas, un modo explícito que no es el modo interjectivo, alarmado, de los poetas españoles de ayer y de hoy.
Singularmente original es el concepto de la rima que declaran los poemas de Grünberg. En su monografía sobre la rima (Der Reim, 1891) Sigmar Mehring anota que la versificación española suele abusar de ciertas desinencias inexpresivas: ido, ado, osoente, ando Así, Lope de Vega:

Sentado Endimión al pie de Atlante,
enamorado de la luna hermosa,
dijo con triste voz y alma celosa:
en tus mudanzas, ¿quién será constante?

Ya creces en mi fe, ya estás menguante,
ya sales, ya te escondes desdeñosa,
ya te muestras serena, ya llorosa,
ya tu epiciclo ocupas arrogante…

Y tres siglos después, Juan Ramón Jiménez:

Se entró mi corazón en esta nada,
como aquel pajarillo que, volando
de los niños, se entró, ciego y temblando,
en la sombría sala abandonada.

De cuando en cuando, intenta una escapada
a lo infinito, que lo está engañando
por su ilusión; duda, y se va, piando,
del vidrio a la mentira iluminada…

Góngora, Quevedo, Torres Villarroel y Lugones famosamente han utilizado lo que denomina el último de ellos “la rima numerosa y variada”;* pero han limitado su empleo a composiciones grotescas o satíricas. Grünberg, en cambio, la prodiga con valor y felicidad en composiciones patéticas. Por ejemplo:

Cortó el sobejo filisteo
para trocártelo en hebreo.

Cortó el sobejo porque eres
Judá ben Sion y no Juan Pérez.

O:

En un lejano pogrom
le degollaron al hijo,
del que una noche me dijo:
“¡Era un gallardo Absalom!”

Como todos los libros importantes, este de Carlos M. Grünberg lo es por múltiples razones. Lo es como documento legible y lúcido de este aciago “tiempo de lobos, tiempo de espadas” cuya bárbara sombra continental —y quizá planetaria— vastamente se cierne sobre nosotros. Lo es por su precisión y por su fervor, por su álgebra y su fuego, por la armoniosa convivencia continua de la destreza métrica y de la delicada pasión. Lo es por el alma irónica y gallarda que declaran sus páginas.
Quizá el error más obvio de este volumen es la ostentación de palabras que sólo viven en las columnas del Diccionario de la Academia.
En este siglo que no suele percibir otro halago que el de la incoherencia parcial, en este siglo en que el poema quiere parecerse a la incantación y el poeta al afiebrado o al brujo, Grünberg tiene el valor de proponer una lírica sin misterio. La limpidez es hábito de Israel: recordemos a Enrique Heine; recordemos, en el palabrero siglo XIV, las coplas del rabí don Sem Tob, “judío de Carrión”…
Mis plácemes a Grünberg y a sus lectores.



Lunario sentimental, 1909. En las páginas iniciales Lugones rima: náyade-haya de; orla-por la; petróleo-mole o. Heine, en alguna estrofa de los Zeitgedichte, usa el mismo artificio: In der Fern‘hör ich mit Freude - Wie man voll von deinem Lob ist - Und wie du der Mirabeau bist - Von der Lüneburger Heide. Browning es casi inagotable en tales invenciones: monkey-one hey; person-her son; paddock-ad hoc;circle-work ill; sky-am I; Balkis-small kiss; pardon-hard on; kitchen-rich in; issue-wish you; Priam-I am; poet-know it; honour-upon her; bishop-wish-shop; Tithon-scythe on;insipid ease-Euripides… Hay enlaces análogos en el Hudibras; en algún soneto satírico de Milton; en el Don Juan de Byron. Rafael Cansinos Assens, en una de las noches del otoño de 1920, rimó Buscarini-y ni.











Carlos M. Grünberg: Mester de judería. Prólogo de J. L. B. 
Buenos Aires, Editorial Argirópolis, 1940

También en Prólogos, con un prólogo de prólogos (1975)

Antologado luego en Miscelánea
Barcelona, Random-House Mondadori -DeBolsillo-, 2011

Foto: Borges. Drawing by David Levine Vía






25/1/16

Jorge Luis Borges: Prólogo a «La Metamorfosis», de Franz Kafka










Kafka nació en el barrio judío de la ciudad de Praga, en 1883. Era enfermizo y hosco: íntimamente no dejó nunca de menospreciarlo su padre y hasta 1922 lo tiranizó. (De ese conflicto y de sus tenaces meditaciones sobre las misteriosas misericordias y las ilimitadas exigencias de la patria potestad, ha declarado él mismo que procede toda su obra.) De su juventud sabemos dos cosas: un amor contrariado y el gusto de las novelas de viajes. Al egresar de la universidad, trabajó algún tiempo en una compañía de seguros. De esa tarea lo libró aciagamente la tuberculosis: con intervalos, Kafka pasó la segunda mitad de su vida en sanatorios del Tírol, de los Cárpatos y de los Erzgebirge. En 1913 publicó su libro inicial, Consideración, en 1915 el famoso relato La metamorfosis, en 1919 los catorce cuentos fantásticos o catorce lacónicas pesadillas que componen Un médico rural

La opresión de la guerra está en esos libros: esa opresión cuya característica atroz es la simulación de felicidad y de valeroso fervor que impone a los hombres... Sitiados y vencidos, los Imperios Centrales capitularon en 1918. Sin embargo, el bloqueo no cesó y una de las víctimas fue Franz Kafka. Este, en 1922, había hecho su hogar en Berlín con una muchacha de la secta de los Hasidim, o Piadosos, Dora Dymant. En el verano de 1924, agravado su mal por las privaciones de la guerra y de la posguerra, murió en un sanatorio cerca de Viena. Desoyendo la prohibición expresa del muerto, su amigo y albacea Max Brod publicó sus múltiples manuscritos. A esa inteligente desobediencia debemos el conocimiento cabal de una de las obras más singulares de nuestro siglo.* 

Dos ideas —mejor dicho, dos obsesiones— rigen la obra de Franz Kafka. La subordinación es la primera de las dos; el infinito, la segunda. En casi todas sus ficciones hay jerarquías y esas jerarquías son infinitas. Karl Rossmann, héroe de la primera de sus novelas, es un pobre muchacho alemán que se abre camino en un inextricable continente; al fin lo admiten en el Gran Teatro Natural de Oklahoma; ese teatro infinito no es menos populoso que el mundo y prefigura al Paraíso. (Rasgo muy personal: ni siquiera en esa figura del cielo acaban de ser felices los hombres y hay leves y diversas demoras.) El héroe de la segunda novela, Josef K., progresivamente abrumado por un insensato proceso, no logra averiguar el delito de que lo acusan, ni siquiera enfrentarse con el invisible tribunal que debe juzgarlo; éste, sin juicio previo, acaba por hacerlo degollar. K., héroe de la tercera y última, es un agrimensor llamado a un castillo, que no logra jamás penetrar en él y que muere sin ser reconocido por las autoridades que lo gobiernan. El motivo de la infinita postergación rige también sus cuentos. Uno de ellos trata de un mensaje imperial que no llega nunca, debido a las personas que entorpecen el trayecto del mensajero; otro, de un hombre que muere sin haber conseguido visitar un pueblito próximo; otro —Una confusión cotidiana— de dos vecinos que no logran juntarse. En el más memorable de todos ellos —La edificación de la muralla china, 1919—, el infinito es múltiple: para detener el curso de ejércitos infinitamente lejanos, un emperador infinitamente remoto en el tiempo y en el espacio ordena que infinitas generaciones levanten infinitamente un muro infinito que dé la vuelta de su imperio infinito.

La crítica deplora que en las tres novelas de Kafka falten muchos capítulos intermedios, pero reconoce que esos capítulos no son imprescindibles. Yo tengo para mí que esa queja indica un desconocimiento esencial del arte de Kafka. El pathos de esas "inconclusas" novelas nace precisamente del número infinito de obstáculos que detienen y vuelven a detener a sus héroes idénticos. Franz Kafka no las terminó, porque lo primordial era que fuesen interminables. ¿Recordáis la primera y la más clara de las paradojas de Zenón? El movimiento es imposible, pues antes de llegar a B deberemos atravesar el punto intermedio C, pero antes de llegar a C, deberemos atravesar el punto intermedio D, pero antes de llegar a D... El griego no enumera todos los puntos; Franz Kafka no tiene por qué enumerar todas las vicisitudes. Bástenos comprender que son infinitas como el Infierno. 

En Alemania y fuera de Alemania se han esbozado interpretaciones teológicas de su obra. No son arbitrarias —sabemos que Kafka era devoto de Pascal y de Kierkegaard—, pero tampoco son muy útiles. El pleno goce de la obra de Kafka —como el de tantas otras puede anteceder a toda interpretación y no depende de ellas. 

La más indiscutible virtud de Kafka es la invención de situaciones intolerables. Para el grabado perdurable le bastan unos pocos renglones. Por ejemplo: "El animal arranca la fusta de manos de su dueño y se castiga hasta convertirse en el dueño y no comprende que no es más que una ilusión producida por un nuevo nudo en la fusta". O si no: "En el templo irrumpen leopardos y se beben el vino de los cálices; esto acontece repetidamente; al cabo se prevé que acontecerá y se incorpora a la ceremonia del templo". La elaboración, en Kafka, es menos admirable que la invención. Hombres, no hay más que uno en su obra: el homo domesticus —tan judío y tan alemán—, ganoso de un lugar, siquiera humildísimo, en un Orden cualquiera; en el universo, en un ministerio, en un asilo de lunáticos, en la cárcel. El argumento y el ambiente son lo esencial; no las evoluciones de la fábula ni la penetración psicológica. De ahí la primacía de sus cuentos sobre sus novelas; de ahí el derecho de afirmar que esta compilación de relatos nos da íntegramente la medida de tan singular escritor.



*Ya inmediata la muerte, Virgilio encomendó a sus amigos la destrucción de su inconclusa Eneida, que no sin misterio cesa con las palabras Fugit indignata sub timbras. Los amigos desobedecieron, lo mismo haría Max Brod. En ambos casos acataron la voluntad secreta del muerto. Si éste hubiera querido destruir su obra, lo habría hecho personalmente; encargó a otros que lo hicieran para desligarse de una responsabilidad, no para que ejecutaran su orden. Kafka, por otra parte, hubiera deseado escribir una obra venturosa y serena, no la uniforme serie de pesadillas que su sinceridad le dictó. 



FKANZ KAFKA: La metamorfosis. Versión castellana con prólogo de J. L. B. Buenos Aires, Editorial Losada, La Pajarita de Papel, 1938.









En Prólogos con un prólogo de prólogos (1975)
Portada e interior de la primera edición castellana
Con prólogo de Jorge Luis Borges
Buenos Aires, 
Ed. Losada, 1938


18/1/16

Jorge Luis Borges: William Shakespeare. «Macbeth» (Prólogo)






Hamlet, el dandy epigramático y enlutado de la corte de Dinamarca, que, lento en las antesalas de su venganza, prodiga concurridos monólogos o juega tristemente con la calavera mortal, ha interesado más a la crítica, ya que estaban en él, de modo profético, tantos insignes caracteres del siglo XIX: Byron y Edgar Allan Poe y Baudelaire y aquellos personajes de Dostoievski, que exacerbadamente se complacen en el moroso análisis de sus actos. (Esas y muchas otras cosas, naturalmente: por ejemplo, la duda —que es uno de los nombres de la inteligencia—, y que en el caso del danés no se limita a la veracidad del espectro sino a su realidad y a lo que nos espera después de la disolución de la carne.) El rey Macbeth siempre me ha parecido más verdadero, más entregado a su despiadado destino que a las exigencias escénicas. Creo en Hamlet, pero no en las circunstancias de Hamlet; creo en Macbeth y creo también en su historia.

Art happens (El arte ocurre), declaró Whistler, pero la conciencia de que no acabaremos nunca de descifrar el misterio estético no se opone al examen de los hechos que lo hicieron posible. Éstos, ya se sabe, son infinitos; en buena lógica, para que cualquier cosa ocurra, ha sido necesaria la conjunción de todos los efectos y causas que la han precedido y urdido. Consideremos unas pocas, las más visibles.

Suele olvidarse que Macbeth, ahora un sueño del arte, fue alguna vez un hombre en el tiempo. Pese a las brujas y al espectro de Banquo y a la selva que avanza contra el castillo, la tragedia es de orden histórico. En aquel artículo de la Crónica anglosajona que enumera lo acontecido en el año 1054 —unos doce años antes de la derrota de los noruegos en el puente de Stamford y de la conquista normanda— leemos que Siward, conde de Nortumbria, invadió por tierra y por mar el reino de Escocia y puso en fuga a Macbeth, su rey. Éste, por lo demás, tenía algún derecho al poder y no fue un tirano. Ganó renombre de piadoso en ambos sentidos de la palabra; fue generoso con los pobres y ferviente cristiano. Mató a Duncan en buena ley, en una batalla. Se opuso victoriosamente a los vikings. Su reinado fue largo y justo. La memoria humana, que es inventiva, le tejería una leyenda.

Pasan por centenares los años y nos permiten entrever otro personaje esencial, el cronista Holinshed. Poco sabemos de él, ni siquiera la fecha y la localidad de su nacimiento. Dicen que fue “ministro de la palabra de Dios”. Llegó a Londres hacia 1560 y colaboró con perseverancia en la redacción de cierta vasta y ambiciosa historia universal, que se redujo al fin a esas Crónicas de Inglaterra, Escocia e Irlanda, que llevan hoy su nombre. Sus páginas incluyen la leyenda que inspiraría a Shakespeare y más de una vez las mismas palabras. Murió hacia 1580. Se conjetura que la edición póstuma de 1586 fue la que manejó el poeta.

Y ahora a William Shakespeare. En aquella época decisiva de la Armada Invencible, de la liberación de los Países Bajos, de la decadencia de España y de la conversión de Inglaterra, isla desgarrada y lateral, en uno de los grandes reinos del orbe, el destino de Shakespeare (1564-1616) corre el albur de parecernos de una mediocridad misteriosa. Fue sonetista, actor, empresario, hombre de negocios y de litigios. Cinco años antes de su muerte se retiró a su pueblo natal, Stratford-upon-Avon, y no escribió una línea, salvo un testamento en el cual no se menciona un solo libro, y un epitafio tan ramplón que más vale tomarlo como una broma. No reunió en un volumen su obra dramática; la primera edición que poseemos, el infolio 1623, se debe a la iniciativa de unos actores. Jonson ha declarado que poseía poco latín y menos griego. Tales hechos han inspirado la conjetura de que sólo fue un testaferro. Miss Delia Bacon, que halló asilo final en un manicomio y cuyo libro mereció un prólogo de Hawthorne, que no lo había leído, atribuyó la paternidad de sus dramas a Francis Bacon, profeta y mártir de la ciencia experimental y hombre de una imaginación del todo distinta; Mark Twain ha vindicado esa hipótesis. Luther Hofman propone la candidatura, harto menos inverosímil, del poeta Christopher Marlowe, “amado de las musas”, que no habría muerto apuñalado, en una taberna de Depford, en 1593. La primera de estas atribuciones data del siglo XIX; la segunda del nuestro. En el curso de más de doscientos años a nadie se le había ocurrido pensar que Shakespeare no fuera el autor de su obra.

Los jóvenes iracundos de 1830, que habían hecho de Thomas Chatterton, que se dio muerte en una bohardilla a los diecisiete años, el arquetipo del poeta, nunca se resignaron del todo al modesto currículum de Shakespeare. Lo hubieran preferido desventurado; Hugo, con elocuencia espléndida, hizo lo posible y lo imposible para demostrar que sus contemporáneos lo ignoraron o lo menospreciaron. La melancólica verdad es que Shakespeare, pese a algún altibajo inicial, fue siempre un buen burgués, respetado y próspero. (También fue Shylock, Goneril, Iago, Laertes, Coriolano y las parcas.)

Anotados los hechos que anteceden, recordemos determinadas circunstancias de orden histórico que pueden mitigar nuestro asombro. Shakespeare no dio sus obras a la imprenta (con alguna que otra excepción) porque las escribió para la escena, no para la lectura. De Quincey observa que las representaciones teatrales no suministran menos publicidad que las letras de molde. A principios del siglo XVII escribir para el teatro era un menester literario tan subalterno como lo es ahora el de escribir para la televisión o el cinematógrafo. Cuando Ben Jonson publicó sus tragedias, comedias y mascaradas bajo el título de Obras, la gente se rió de él. Me atrevo a aventurar otra conjetura: Shakespeare, para escribir, precisaba el estímulo de las tablas, la urgencia del estreno y de los actores. De ahí que una vez vendido su teatro, el Globo, dejó caer la pluma. Las piezas, por lo demás, eran propiedad de las compañías, no de los autores o adaptadores.

Menos escrupulosa y crédula que la nuestra, la época de Shakespeare veía en la historia un arte, el arte de la fábula deleitable y del apólogo moral, no una ciencia de estériles precisiones. No creía que la historia fuera capaz de recuperar el pasado, pero sí de acuñarlo en gratas leyendas. Shakespeare, lector frecuente de Montaigne, de Plutarco y de Holinshed, halló en las páginas de este último el argumento de Macbeth.

Según se sabe, los tres primeros personajes que vemos son las tres brujas en el páramo, entre los truenos, los relámpagos y la lluvia. Shakespeare las llama las weird sisters; en la mitología de los sajones, la Wyrd es la divinidad que preside la suerte de los hombres y de los dioses, de modo que weird sisters no significa las hermanas extrañas sino las hermanas fatales, las nornas del escandinavo, las parcas. Más que el protagonista son ellas las que rigen la acción. Saludan a Macbeth con el título de señor de Cavdor y con el otro, que le parece inaccesible, de rey; el inmediato cumplimiento de la primera de las dos profecías confiere a la segunda un carácter inevitable y lo conduce, urgido por Lady Macbeth, al asesinato de Duncan. Banquo, su compañero, no les da mayor importancia. “La tierra tiene burbujas como las tiene el agua”, dice para explicar esas apariciones fantásticas.

A diferencia de nuestros ingenuos realistas, Shakespeare no ignoraba que el arte es siempre una ficción. La tragedia ocurre a la vez en dos lugares y en dos tiempos: en la lejana Escocia del siglo XI y en un tablado de los arrabales de Londres, a principios del XVI. Una de las barbadas brujas menciona al capitán del Tyger; al cabo de una larga travesía desde el puerto de Alepo, el barco había regresado a Inglaterra y alguno de sus marineros pudo haber asistido al estreno.

El inglés es un idioma germánico; a partir del siglo XIV, es también latino. Shakespeare deliberadamente alterna los dos registros, que nunca son del todo sinónimos. Así:

The multitudinous seas incarnadine,
Making the green, one red.

En el primer verso resuenan las resplandecientes voces latinas; en el último, las breves y directas sajonas.

Shakespeare parece haber sentido que la ambición, el apetito de mandar, no es menos propio de la mujer que del hombre; Macbeth es un sumiso y despiadado puñal de las parcas y de la reina. Así lo entendió Schlegel, pero no Bradley.

Mucho he leído, y olvidado, sobre Macbeth; los estudios de Coleridge y de Bradley (Shakespearean Tragedy, 1904) siguen pareciéndome insuperados. Bradley declara que la obra nos causa, infatigable y vívida, una impresión continua de rapidez, no de brevedad. Anota que la oscuridad la domina, casi la negrura: la tiniebla rayada de brusco fuego, la obsesión de la sangre. Todo ocurre de noche, salvo la escena irónica y patética del rey Duncan, que al mirar los torreones del castillo del que nunca saldrá, observa que en los sitios que las golondrinas prefieren, el aire es delicado. Lady Macbeth, que ha premeditado su muerte, ve cuervos y oye su graznido. La tempestad y el crimen se han conjurado, la tierra se estremece, los caballos de Duncan se devoran con frenesí.

Lo vivido siempre corre el albur de incurrir en lo pintoresco; Macbeth está muy lejos de ese peligro. La obra es la más intensa que la literatura puede ofrecernos y esa intensidad no decae. Desde las palabras enigmáticas de las brujas (Fair is foul and foul is fair) que, de manera bestial o demoníaca, trascienden la razón de los hombres, hasta la escena en que Macbeth muere acorralado y peleando, el drama nos arrebata como una pasión o una música. No importa que creamos en la demonología, como el rey Jacobo I, o que le neguemos nuestra fe, no importa que la aparición de Banquo sea para nosotros un desvarío de su atormentado asesino o el espectro de un muerto; la tragedia se impone a quienes la ven, la recorren o la recuerdan, con la atroz convicción de una pesadilla. Coleridge escribió que la fe poética es una complaciente o voluntaria suspensión de la incredulidad; Macbeth, como toda genuina obra de arte, ilustra y justifica ese parecer. En el decurso de este prólogo he dicho que la acción ocurre a la vez en los siglos medievales de Escocia y en aquella Inglaterra de los corsarios y de las letras que ya disputaba a los españoles el imperio del mar; la verdad es que el drama que soñó Shakespeare, y que ahora soñamos, está fuera del tiempo de la historia o, mejor dicho, crea su propio tiempo. Con toda impunidad el rey puede hablar del armado rinoceronte, del que no habrá tenido nunca noticia. A diferencia de Hamlet, que es la tragedia de un pensativo en un mundo violento, el sonido y la furia de Macbeth parecen eludir el análisis.

Todo es elemental en Macbeth, salvo el lenguaje, que es barroco y de una exacerbada complejidad. Semejante lenguaje está justificado por la pasión, no por la pasión técnica de Quevedo, de Mallarmé, de Lugones o del mayor de todos ellos, James Joyce, sino por la pasión de las almas. Las entretejidas metáforas y las exaltaciones y desesperaciones del héroe sugerirían a Shaw su famosa definición de Macbeth: la tragedia del hombre de letras moderno como asesino y cliente de brujas.

El carnicero muerto y su demoníaca reina (repito las palabras de Malcolm, que corresponden a su odio, no a la intrincada realidad de dos seres humanos) no se han arrepentido de los crímenes que los enrojecen de sangre, pero éstos los persiguen extrañamente, los enloquecen y los pierden.

Shakespeare es el menos inglés de los poetas de Inglaterra. Comparado con Robert Frost (de New England), con Wordsworth, con Samuel Johnson, con Chaucer y con los desconocidos que escribieron, o cantaron, las elegías, es casi un extranjero. Inglaterra es la patria del understatement, de la reticencia bien educada; la hipérbole, el exceso y el esplendor son típicos de Shakespeare. Tampoco el indulgente Cervantes parece un español de los tribunales de fuego y de la vanagloria sonora.

No puedo, ni quiero, olvidar aquí las ejemplares páginas que nos ha legado Groussac sobre el tema de Shakespeare.



William Shakespeare: Macbeth. Prólogo de J. L. B.
Traducción Guillermo Whitelow 
Buenos Aires, Editorial Sudamericana, Col. Obras Maestras
Fondo Nacional de las Artes, 1970

También en Prólogos, con un prólogo de prólogos (1975)

Antologado luego en  Miscelánea
Barcelona, Random-House Mondadori -DeBolsillo-, 2011


Dibujo arriba: Guillermo Roux, 1985 Vía



18/11/15

Jorge Luis Borges: Prólogo a «Crónicas Marcianas», de Ray Bradbury








En el segundo siglo de nuestra era, Luciano de Samosata compuso una Historia verídica, que encierra, entre otras maravillas, una descripción de los selenitas, que (según el verídico historiador) hilan y cardan los metales y el vidrio, se quitan y se ponen los ojos, beben zumo de aire o aire exprimido; a principios del siglo XVI, Ludovico Ariosto imaginó que un paladín descubre en la Luna todo lo que se pierde en la Tierra, las lágrimas y suspiros de los amantes, el tiempo malgastado en el juego, los proyectos inútiles y los no saciados anhelos; en el siglo XVII, Kepler redactó un Somnium Astronomicum, que finge ser la transcripción de un libro leído en un sueño, cuyas páginas prolijamente revelan la conformación y los hábitos de las serpientes de la Luna, que durante los ardores del día se guarecen en profundas cavernas y salen al atardecer. Entre el primero y el segundo de estos viajes imaginarios hay mil trescientos años y entre el segundo y el tercero, unos cien; los dos primeros son, sin embargo, invenciones irresponsables y libres y el tercero está como entorpecido por un afán de verosimilitud. La razón es clara. Para Luciano y para Ariosto, un viaje a la Luna era símbolo o arquetipo de lo imposible, como los cisnes de plumaje negro para el latino; para Kepler, ya era una posibilidad, como para nosotros. ¿No publicó por aquellos años John Wilkins, inventor de una lengua universal, su Descubrimiento de un Mundo en la Luna, discurso tendiente a demostrar que puede haber otro Mundo habitable en aquel Planeta, con un apéndice titulado Discurso sobre la posibilidad de una travesía? En las Moches áticas de Aulo Gelio se lee que Arquitas el pitagórico fabricó una paloma de madera que andaba por el aire; Wilkins predice que un vehículo de mecanismo análogo o parecido nos llevará, algún día, a la Luna. Por su carácter de anticipación de un porvenir posible o probable, el Somnium Astronomicum prefigura, si no me equivoco, el nuevo género narrativo que los americanos del Norte denominan science-fiction o scientifiction* y del que son admirable ejemplo estas Crónicas. Su tema es la conquista y colonización del planeta. Esta ardua empresa de los hombres futuros parece destinada a la época, pero Ray Bradbury ha preferido (sin proponérselo, tal vez, y por secreta inspiración de su genio) un tono elegíaco. Los marcianos, que al principio del libro son espantosos, merecen su piedad cuando la aniquilación los alcanza. Vencen los hombres y el autor no se alegra de su victoria. Anuncia con tristeza y con desengaño la futura expansión del linaje humano sobre el planeta rojo —que su profecía nos revela como un desierto de vaga arena azul, con ruinas de ciudades ajedrezadas y ocasos amarillos y antiguos barcos para andar por la arena—. 

Otros autores estampan una fecha venidera y no les creemos, porque sabemos que se trata de una convención literaria; Bradbury escribe 2004 y sentimos la gravitación, la fatiga, la vasta y vaga acumulación del pasado —el dark backward and abysm of time del verso de Shakespeare. Ya el Renacimiento observó, por boca de Giordano Bruno y de Bacon, que los verdaderos antiguos somos nosotros y no los hombres del Génesis o de Homero. 

¿Qué ha hecho este hombre de Illinois, me pregunto, al cerrar las páginas de su libro, para que episodios de la conquista de otro planeta me pueblen de terror y de soledad? 

¿Cómo pueden tocarme estas fantasías, y de una manera tan íntima? Toda literatura (me atrevo a contestar) es simbólica; hay unas pocas experiencias fundamentales y es indiferente que un escritor, para transmitirlas, recurra a lo "fantástico" o a lo "real", a Macbeth o a Raskolnikov, a la invasión de Bélgica en agosto de 1914 o a una invasión de Marte. ¿Qué importa la novela, o novelería, de la science-fiction? En este libro de apariencia fantasmagórica, Bradbury ha puesto sus largos domingos vacíos, su tedio americano, su soledad, como los puso Sinclair Lewis en Main Street

Acaso La tercera expedición es la historia más alarmante de este volumen. Su horror (sospecho) es metafísico; la incertidumbre sobre la identidad de los huéspedes del capitán John Black insinúa incómodamente que tampoco sabemos quiénes somos ni cómo es, para Dios, nuestra cara. Quiero asimismo destacar el episodio titulado El marciano, que encierra una patética variación del mito de Proteo. 

Hacia 1909 leí, con fascinada angustia, en el crepúsculo de una casa grande que ya no existe, Los primeros hombres en la Luna, de Wells. Por virtud de estas Crónicas, de concepción y ejecución muy diversa, me ha sido dado revivir, en los últimos días del otoño de 1954, aquellos deleitables terrores. 



*sciencefiction es un monstruo verbal en que se emalgaman el adjetivo scientific y el nombre sustantivo fiction. Jocosamente, el idioma español suele recurrir a formaciones análogas; Marcelo del Mazo habló de las orquestas de gríngaros (gringos + zíngaros) y Paul Groussac de las japonecedades que obstruían el museo de los Goncourt.

RAY BRADBURY: Crónicas marcianas. Prólogo de J. L. B. Buenos Aires, Ediciones Minotauro, 1955


Postdata de 1974: Releo con imprevista admiración los Relatos de lo grotesco y arabesco (1840) de Poe, tan superiores en conjunto a cada uno de los textos que los componen. Bradbury es heredero de la vasta imaginación del maestro, pero no de su estilo interjectivo y a veces tremebundo. Deplorablemente, no podemos decir lo mismo de Lovecraft.







En Prólogos con un prólogo de prólogos (1975)
Manuscrito original y ológrafo
Entregado por Borges a la Editorial Minotauro, de Paco Porrúa
Sucesión de Francisco "Paco" Porrúa
Consignado para rematar en la británica casa Bonhams 



16/10/15

Jorge Luis Borges: Prólogo a Paul Valéry, «El cementerio marino»





Ningún problema tan consustancial con las letras y con su modesto misterio, como el que propone una traducción. La escritura inmediata se vela de fomentado olvido y de vanidad, de temor de confesar procesos ideales que adivinamos peligrosamente comunes, de prurito de mantener intacta y central una reserva incalculable de sombra. La traducción, en cambio, parece destinada a ilustrar la discusión estética. El modelo propuesto a su imitación es un texto visible, no un laberinto inapreciable de proyectos difuntos o la acatada tentación momentánea de una facilidad. Bertrand Russell considera un objeto externo como un sistema circular, irradiante, de impresiones posibles; lo mismo puede aseverarse de un texto, vistas las repercusiones incalculables de lo verbal. Un parcial y precioso documento de las vicisitudes que sufre, queda en sus traducciones. ¿Qué son las muchas de la Ilíada, de Chapman a Magnien, sino diversas perspectivas de un hecho móvil, sino un largo sorteo experimental de omisiones y de énfasis? No hay esencial necesidad de cambiar de idioma; ese deliberado juego de la atención no es imposible dentro de una misma literatura. Presuponer que toda recombinación de elementos es obligatoriamente inferior a su original, es presuponer que el borrador G es obligatoriamente inferior al borrador H —ya que no puede haber sino borradores. El concepto de texto definitivo no corresponde sino a la religión o al cansancio. La superstición de la normal inferioridad de las traducciones —amonedada en el consabido adagio italiano— deriva de una distraída experiencia. No hay un buen texto que no se afirme incondicional y seguro si lo practicamos un número suficiente de veces. Hume, es sabido, quiso identificar el concepto de causalidad con el de sucesión invariable*. Así un mediano film es consoladoramente mejor la segunda vez, por la severa inevitabilidad que reviste. Con los libros famosos, la primera vez ya es segunda, puesto que los emprendemos sabiéndolos. La precavida frase común de releer a los clásicos, resulta de inocente veracidad. Ya no sé si el informe: En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza de astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor, es bueno para una divinidad imparcial; sé únicamente que toda modificación es sacrílega y que no puedo concebir otra iniciación del Quijote. Cervantes, creo, prescindió de esa leve superstición, y tal vez no hubiera identificado ese párrafo. Nosotros, en cambio, no podremos sino repudiar cualquier divergencia. Sin embargo, invito al mero lector sudamericano —mon semblable, mon frére— a saturarse de la estrofa quinta en el texto español, hasta sentir que el verso original de Néstor Ibarra:

La pérdida en rumor de la ribera

es inaccesible, y que su imitación por Valéry:

Le changement des rives en rumeur,

no acierta a devolver íntegramente todo el sabor latino. Sostener con demasiada fe lo contrario, es renegar de la ideología de Valéry por el hombre temporal que la formuló.

De las tres versiones hispánicas del Cimitiere, sólo la presente ha cumplido con los rigores métricos del original. Sin otra repetida libertad que la del hipérbaton —no rehusada tampoco por Valery— sabe equivaler con felicidad a su arquetipo ilustre. Quiero repetir la estrofa penúltima, de resolución ejemplar:

Sí! Delirante mar, piel de pantera, 
Peplo que una miríade agujera 
De imágenes del sol, hidra infinita
Que de su carne azul se embriaga y pierde, 
Y que la cola espléndida se muerde 
En un tumulto que al silencio imita!

Imágenes es la equivalencia etimológica de idoles; espléndida de étincelante. Paso a considerar el poema. Aclamarlo parece una función de la inutilidad; mentirle faltas, de la ingratitud o el desorden. Sin embargo, quiero exponerme a denunciar lo que no puedo sino considerar el defecto de ese vasto diamante. Aludo a la intromisión novelesca. Los vanos pormenores circunstanciales que cierran la composición —el puntual viento escénico, las hojas que la aceptación de lo temporal confunde y agita, el apóstrofe destinado al oleaje, los foques picoteadores, el libro— aspiran a fundar una credibilidad que no es necesaria. 

Soliloquios de orden dramático —los de Browning, el St. Simeon Stylites de Tennyson— requieren pormenores análogos, no así el contemplativo Cimetiére, cuya atribución a un determinado interlocutor, en un determinado espacio, bajo un determinado firmamento, es convencional. Otros afirman el carácter simbólico de esos rasgos: artificio no menos vulnerable que el de la externa tempestad que prolonga, en el tercer acto de Lear, la insania sermonera del rey.

En su especulación de la muerte, Valéry parece condescender una vez a la reacción que podemos definir española; no por ser privativa de ese país —todas las literaturas la conocieron—, sino por componer el único tema de la poesía hispánica.

Les cris aigus des filles chatouillées, 
Les yeux, les dents, les paupiéres mouillées, 
Le sein charmant qui joue avee le feu, 
Le sang qui brille aux lévres qui se rendent, 
Les derniers dons, les doigts qui les défendent: 
Tout va sous terre et rentre dans le jeu!

Sin embargo, la identificación es injusta: Valéry deplora la perdición de hechos cariñosos y eróticos; el español, de meros anfiteatros de Itálica, Infantes de Aragón, enseñas grecianas, ejércitos de Alcazarquívir, murallas de Roma, túmulos de la Reina nuestra Señora Doña Margarita y otros encantos plenamente oficiales. Después, la estrofa diecisiete sobre el tema esencial —la mortalidad— con una quieta interrogación de aire antiguo:

Chanterez-vous quand serez vaporeuse?

No menos tenue, memorable y piadosa, que la de Publio Adriano:

Animula vagula blandula ...

Esa cavilación es la de todo individuo. Una especulativa ignorancia es nuestro bien común, y si las imaginaciones y trípodes de la P. R. merecieran la improbable atención de los hombres muertos, las letras deplorarían la caducidad de esa tiniebla tan interesante y tan plástica, que constituye nuestro único honor. De ahí que las certidumbres jurídicas de la fe, con sus reparticiones brutales de condenación y de gloria, no sean menos contrarias a la poesía que un ateísmo ecuánime. La poesía cristiana se alimenta de nuestra maravillada incredulidad, de nuestro deseo de creer que alguien no descree de ella. Sus militantes —Claudel, Hilaire Belloc, Chesterton— participan de nuestro asombro; dramatizaron las imaginarias reacciones de ese curioso hombre posible. un católico, hasta que los suplantó su espectro vocal. Son católicos como Hegel fue lo Absoluto. Proyectan sus ficciones sobre la muerte, sabiéndola secreta, y ella les dispensa enigma y abismo. Dante, que ignoraba nuestra ignorancia, tuvo que atenerse a lo novelesco, a las variedades extraordinarias del destino. Sólo una estricta certidumbre fue suya; la esperanza y la negación le faltaron siempre. Desconoció la propicia inseguridad: la de San Pablo, la de Sir Thomas Browne, la de Whitman, la de Baudelaire, la de Unamuno, la de Paul Valéry.

* Uno de los nombres árabes del gallo es Padre del alba, como si a ésta la engendrara el grito anterior.


 




En Paul Valéry, El cementerio marino [traducción de Néstor Ibarra] 
Prólogo de JLB, Bs. As., Les Éditions Schillinger, 1932
Luego en Prólogos con un prólogo de prólogos (1975)
Imagen: portada de la obra prologada
Al pie: portadilla y página interior del original francés, de 1920


27/6/15

Jorge Luis Borges: Prólogo a Attilio Rossi, «Buenos Aires en tinta china»





borgestodoelanio.blogspot.com



Que estas sensibles y precisas imágenes de nuestra querida ciudad sean obras de un espectador italiano es cosa que no debe asombrarnos. En lo arquitectónico, Buenos Aires tendió a apartarse de lo español como ya se había apartado en lo político; diferir de los padres es tal vez una fatalidad de los hijos. Hay quienes tratan de ignorar o de corregir esa propensión; tenazmente perpetran edificios “coloniales”, edificios demasiado visibles —el nuevo puente Alsina, digamos, con su traza caricatural de muralla china— que no se funden con el resto de la ciudad y quedan como monstruos aislados. Con o sin justificación, Buenos Aires atenuó lo español y tendió a lo italiano; italianos fueron los rasgos diferenciales de su arquitectura, la balaustrada, la azotea, las columnas, el arco. Italianos fueron los jarrones de mampostería que había en la entrada de las quintas.

En algún tiempo, el concepto de paisajes urbanos debe haber sido paradójico; no sé quién lo introdujo en las artes plásticas; fuera de algún ejercicio satírico (A Description of the Morning, A Description of a City Shower, de Swift), su aparición en la literatura, que yo recuerde, no es anterior a Dickens… Este libro evidencia la felicidad con que Rossi cultiva tal género; de las muchas imágenes que lo forman, las más admirables, entiendo, son las que reflejan el barrio Sur. Ello, por cierto, no es casual. Más que una determinada zona de la ciudad, más que la zona que definen el paseo Colón y las calles Brasil, Victoria, Entre Ríos, el Sur es la substancia original de que está hecha Buenos Aires, la forma universal o idea platónica de Buenos Aires. El patio, la puerta cancel, el zaguán, son (todavía) Buenos Aires; sobreviven, patéticos, en el Centro y en barrios del Oeste y del Norte; nunca los vemos sin pensar en el Sur. No sé si puedo intercalar, aquí, una mínima confesión. Hace treinta años me propuse cantar mi barrio de Palermo; celebré con metros de Whitman las oscuras higueras y los baldíos, las casas bajas y las esquinas rosadas; redacté una biografía de Carriego; conocí a un hombre que había sido caudillo; oí con veneración los trabajos de Suárez el Chileno y de Juan Muraña, cuchilleros incomparables. Un almacén iluminado en la noche, una cara de hombre, una música, me traen alguna vez el sabor de lo que busqué en esos versos; esas restituciones, esas confirmaciones, ahora, sólo me ocurren en el Sur. Yo, que creí cantar a Palermo, había cantado el Sur, porque no hay un palmo de Buenos Aires que pudorosamente, íntimamente, no sea, sub quadam specie aeternitatis, el Sur. El Oeste es una heterogénea rapsodia de formas del Sur y formas del Norte; el Norte es símbolo imperfecto de nuestra nostalgia de Europa. (También son barrio Sur las otras ciudades de este lado de América, Montevideo, La Plata, el Rosario, Santiago del Estero, Dolores.) La arquitectura es un lenguaje, una ética, un estilo vital; en la del barrio Sur —y no en las casas de tejado, en las de azotea— nos sentimos confesos los argentinos.

 A lo anterior se replicará que el estilo que he juzgado esencial está condenado a morir, ya que las nuevas construcciones lo ignoran y las antiguas no pueden aspirar a perpetuas. No está lejos el día en que no quede un solo patio ajedrezado, una sola puerta cancel. Realmente, no sé qué responder a esa objeción. Sé que Buenos Aires, alguna vez, dará con su otro estilo y que esas formas venideras preexisten (secretas y evasivas para mis ojos, claras para el futuro) en las deleitables páginas de este libro.

Posdata de 1974. El pasaje de Swift que mencioné, procede, verosímilmente, de Juvenal.



borgestodoelanio.blogspot.com


borgestodoelanio.blogspot.com


borgestodoelanio.blogspot.com




En: Attilio Rossi, Buenos Aires en tinta china 
Prólogo de JLB, Bs. As., Editorial Losada 
Biblioteca Contemporánea, 1951
Luego en Prólogos con un prólogo de prólogos (1975)
Imágenes: cover y páginas de la obra prologada




15/9/14

Jorge Luis Borges: Prólogo a "La invención de Morel" de Bioy Casares





Stevenson, hacia 1882, anotó que los lectores británicos desdeñaban un poco las peripecias y opinaban que era muy hábil redactar una novela sin argumento, o de argumento infinitesimal, atrofiado. José Ortega y Gasset —La deshumanización del arte, 1925— trata de razonar el desdén anotado por Stevenson y estatuye en la página 96, que «es muy difícil que hoy quepa inventar una aventura capaz de interesar a nuestra sensibilidad superior», y en la 97, que esa invención «es prácticamente imposible». En otras páginas, en casi todas las otras páginas, aboga por la novela «psicológica» y opina que el placer de las aventuras es inexistente o pueril. Tal es, sin duda, el común parecer de 1882, de 1925 y aun de 1940. Algunos escritores (entre los que me place contar a Adolfo Bioy Casares) creen razonablemente disentir. Resumiré, aquí, los motivos de ese disentimiento.
El primero (cuyo aire de paradoja no quiero destacar ni atenuar) es el intrínseco rigor de la novela de peripecias. La novela característica, «psicológica», propende a ser informe. Los rusos y los discípulos de los rusos han demostrado hasta el hastío que nadie es imposible: suicidas por felicidad, asesinos por benevolencia, personas que se adoran hasta el punto de separarse para siempre, delatores por fervor o por humildad… Esa libertad plena acaba por equivaler al pleno desorden. Por otra parte, la novela «psicológica» quiere ser también novela «realista»: prefiere que olvidemos su carácter de artificio verbal y hace de toda vana precisión (o de toda lánguida vaguedad) un nuevo toque verosímil. Hay páginas, hay capítulos de Marcel Proust que son inaceptables como invenciones: a los que, sin saberlo, nos resignamos como a lo insípido y ocioso de cada día. La novela de aventuras, en cambio, no se propone como una transcripción de la realidad: es un objeto artificial que no sufre ninguna parte injustificada. El temor de incurrir en la mera variedad sucesiva del Asno de Oro, de los siete viajes de Simbad o del Quijote, le impone un riguroso argumento.
He alegado un motivo de orden intelectual; hay otros de carácter empírico. Todos tristemente murmuran que nuestro siglo no es capaz de tejer tramas interesantes; nadie se atreve a comprobar que si alguna primacía tiene este siglo sobre los anteriores, esa primacía es la de las tramas. Stevenson es más apasionado, más diverso, más lúcido, quizá más digno de nuestra absoluta amistad que Chesterton; pero los argumentos que gobierna son inferiores. De Quincey, en noches de minucioso terror, se hundió en el corazón de laberintos, pero no amonedó su impresión de unutterable and self-repeating infinities en fábulas comparables a las de Kafka. Anota con justicia Ortega y Gasset que la «psicología» de Balzac no nos satisface; lo mismo cabe anotar de sus argumentos. A Shakespeare, a Cervantes, les agrada la antinómica idea de una muchacha que, sin disminución de hermosura, logra pasar por hombre; ese móvil no funciona con nosotros. Me creo libre de toda superstición de modernidad, de cualquier ilusión de que ayer difiere íntimamente de hoy o diferirá de mañana; pero considero que ninguna otra época posee novelas de tan admirable argumento como The turn of the screw, como Der Prozess, como Le Voyageur sur la terre, como ésta que ha logrado, en Buenos Aires, Adolfo Bioy Casares.
Las ficciones de índole policial —otro género típico de este siglo que no puede inventar argumentos— refieren hechos misteriosos que luego justifica e ilustra un hecho razonable; Adolfo Bioy Casares, en estas páginas, resuelve con felicidad un problema acaso más difícil. Despliega una Odisea de prodigios que no parecen admitir otra clave que la alucinación o que el símbolo, y plenamente los descifra mediante un solo postulado fantástico pero no sobrenatural. El temor de incurrir en prematuras o parciales revelaciones me prohibe el examen del argumento y de las muchas delicadas sabidurías de la ejecución. Básteme declarar que Bioy renueva literariamente un concepto que San Agustín y Orígenes refutaron, que Louis Auguste Blanqui razonó y que dijo con música memorable Dante Gabriel Rossetti:
I have been here before,
But when or how I cannot tell:
I know the grass beyond the door,
The sweet keen smell,
The sighing sound,
the lights around the shore…
En español, son infrecuentes y aun rarísimas las obras de imaginación razonada. Los clásicos ejercieron la alegoría, las exageraciones de la sátira y, alguna vez, la mera incoherencia verbal; de fechas recientes no recuerdo sino algún cuento de Las fuerzas extrañas y alguno de Santiago Dabove: olvidado con injusticia. La invención de Morel (cuyo título alude filialmente a otro inventor isleño, a Moreau) traslada a nuestras tierras y a nuestro idioma un género nuevo.
He discutido con su autor los pormenores de su trama, la he releído; no me parece una imprecisión o una hipérbole calificarla de perfecta.
JORGE LUIS BORGES
Buenos Aires, 2 de Noviembre de 1940




Hoy, 15 de septiembre, 100 años del nacimiento de ABC
Luego incluido en Prólogo, con un prólogo de prólogos (1975)
Imágenes: La invención de Morel (Losada, noviembre 14 de 1940), sobrecubierta y tapa de Norah Borges 



Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...