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25/2/17

Jorge Luis Borges: Página sobre Shakespeare






Dos procedimientos, que tal vez de un modo secreto no son diversos, tienen los hombres para ejecutar libros inmortales. El primero, que suele comenzar por una invocación a los númenes o al Espíritu Santo —tales divinidades son, en este caso, sinónimos— es el de proponérselo. Así obró Homero o los rapsodas que llamamos Homero cuando rogó a la musa que cantara el encono de Aquiles o los trabajos y las navegaciones de Ulises; así obró Milton, cuando se supo destinado a la redacción de un volumen que las generaciones ulteriores no se resignarían a olvidar; así obraron Tasso y Camoens. Este primer procedimiento corre el albur de la solemnidad, de la vanidad, de la pompa y, en ciertas páginas del tedio. El segundo, no exento de peligros tampoco, es el de proponerse un fin circunstancial y acaso baladí: la parodia de los libros de caballerías, o el relato nostálgico y humorístico de los percances de un esclavo que, guiado por un niño, remonta en una balsa las grandes aguas de uno de los ríos de América, o adaptar para las momentáneas necesidades de un conjunto de cómicos una comedia ajena a un sangriento episodio sugerido por un infolio de Plutarco o de Holinshed. Shakespeare, empresario y actor, escribió para su hoy, que es el ayer y que será el mañana. Poco le interesaban los argumentos, que remataba casi de cualquier modo, con sus parejas de amantes afortunados o con su retahíla de muertos; mucho los caracteres, las diversas maneras de ser hombre de que la humanidad es capaz, y las casi infinitas posibilidades del misterioso idioma inglés, con su ambiguo y doble registro de palabras germánicas y latinas. Ahí están Hamlet y Macbeth, para siempre, y las brujas, que son asimismo las parcas, las hermanas fatales, y el bufón muerto Yorick, a quien unas líneas le bastan para entrar en la eternidad; ahí están los versos intraducibles

Revisit'st thus the glimpses of the moon

y

Tis still a dream; or else such stuff as madmen Tongue and brain not

La cristiandad tuvo su libro sagrado, la Biblia, que todavía lo es de todas las naciones protestantes y en particular de las que usan la lengua inglesa. Después, cada nación eligió su libro y su hombre. Italia se refleja en Dante, Noruega en Ibsen; el catálogo es fácil e innecesario, si omitimos a Francia, cuya literatura es tan rica que la elección vacila entre la Chanson de Roland y las epopeyas de Hugo, entre la prosa de Voltaire y el breve grito lírico de Verlaine. Shakespeare es cifra de Inglaterra; así lo ha querido el consenso del tiempo y del espacio. Es, sin embargo menos inglés que aquel anónimo sajón que nos ha dejado el Seafarer o que los traductores de la Escritura o que Samuel Johnson o Wordsworth. La compleja metáfora y la hipérbole, no el understatement, son sus figuras preferidas. La pasión del mar no está en él.

Como sucede con todos los genuinos poetas, la operación estética en Shakespeare es anterior a la interpretación y no la requiere; poco importa para el inmediato efecto mágico de

The mortal moon bath her eclipse endure

que el verso se refiera a una dolencia de la Reina Virgen, Elizabeth, o a la luna del cielo o (según es más probable) a las dos.

Su destino de hombre no es menos raro que el de los seres que soñó. Con desdeñosa negligencia escribió lo que los groundlings de la turba aguardaban o lo que le dictaba el Espíritu; logrado el bienestar económico, dejó caer la pluma que había registrado, casi al azar, tantas inagotables páginas, y se retiró a su pueblo natal, donde esperó los días de la muerte y no de la gloria.



Sur, Buenos Aires, N° 289-290, julio-agosto-septiembre-octubre de 1964 
(Número dedicado a Shakespeare).

También en Páginas de Borges seleccionadas por el autor
Buenos Aires, Editorial Celtia, 1982

Luego en Borges en Sur
© 1999 María Kodama
© 2016 Buenos Aires, Pengüin Random House Mondadori

17/2/17

Jorge Luis Borges: Una pedagogía del odio






Las exhibiciones del odio pueden ser más obscenas y denigrantes que las del apetito carnal. Yo desafío a todos los amateurs de estampas eróticas a que me muestren una sola más vil que alguna de las veintidós que componen el libro para niños Trau keinem Fuchs aut grüner Heid und keinem Jud bei seinem Eid, cuya cuarta edición está pululando en Baviera. La primera es de 1936: poco más de un año ha bastado para agotar cincuenta y un mil ejemplares del alarmante opúsculo. Su objeto es inculcar en los niños del tercer Reich la desconfianza y la abominación del judío. Se trata, pues, de un curso de ejercicios de odio. En ese curso colaboran el verso (ya conocemos las virtudes mnemónicas de la rima) y el grabado en colores (ya conocemos la eficacia de las imágenes).

Interrogo una página cualquiera: la número cinco. Doy ahí, no sin justificada perplejidad, con este poema didáctico: "El alemán es un hombre altivo que sabe trabajar y pelear. Por lo mismo que es tan hermoso y tan emprendedor, lo aborrece el judío". Después ocurre una cuarteta, no menos informativa y explícita: "He aquí el judío —¿quién no lo reconoce?—, el sinvergüenza más grande de todo el reino. Él se figura que es lindísimo, y es horrible". Los grabados son más astutos. El alemán es un atleta escandinavo de dieciocho años, rápidamente caracterizado de obrero. El judío es un turco amulatado, obeso y cincuentón. Otro rasgo sofístico: el alemán acaba de rasurarse, el judío combina la calvicie con la suma pilosidad. (Es muy sabido que los judíos alemanes son Ashkenazim, hombres de sangre eslava, rojizos. En este libro los presentan morenos hasta la mulatez, para que sean el reverso total de las bestias rubias. Les atribuyen además el uso permanente del fez, de los cigarros de hoja y de los rubíes).

Otro grabado nos exhibe un enano lujoso, que intenta seducir con un collar a una señorita germánica. Otro, la acriminación del padre a la hija que acepta los regalos y las promesas de Sali Rosenfeld, que de seguro no la hará su mujer. Otro, la hediondez y la negligencia de los carniceros judíos. (¿Cómo, y las muchas precauciones para que la carne sea Kosher?) Otro, la desventaja de dejarse estafar por un abogado, que solicita de sus clientes un tributo incesante de huevos frescos, de carne de ternera y de harina. Al cabo de un año, los clientes han perdido el proceso, pero el abogado judío "pesa doscientas cuarenta libras". Otro, el alivio de los niños ante la oportuna expulsión de los profesores judíos. "Queremos un maestro alemán", gritan los escolares entusiasmados, "un alegre maestro que sepa jugar con nosotros y que mantenga la disciplina y el orden. Queremos un maestro alemán que nos enseñe la sensatez". Es difícil no compartir ese último anhelo.

¿Qué opinar de un libro como éste? A mí personalmente me indigna, menos por Israel que por Alemania, menos por la injuriosa comunidad que por la injuriosa nación. No sé si el mundo puede prescindir de la civilización alemana. Es bochornoso que la estén corrompiendo con enseñanzas de odio.










Sur, Buenos Aires, Año VII, Nº 32, mayo de 1937
En Borges en Sur (1999) 
Y también en Páginas de Jorge Luis Borges seleccionadas por el autor
Buenos Aires, Editorial Celtia, 1982

Foto arriba: Captura Borges, el eterno retorno

Al pie: portada de Trau keinem Fuchs aut grüner Heid und keinem Jud bei seinem Eid (1936)
de Elvira Bauer y los grabados descritos por Borges


28/12/16

Jorge Luis Borges: Palabras pronunciadas en la comida que le ofrecieron los escritores [8 de agosto de 1946]








Hace un día o un mes o un año platónico (tan invasor es el olvido, tan insignificante el episodio que voy a referir) yo desempeñaba, aunque indigno, el cargo de auxiliar tercero en una biblioteca municipal de los arrabales del Sur. Nueve años concurrí a esa biblioteca, nueve años que serán en el recuerdo una sola tarde, una tarde monstruosa en cuyo decurso clasifiqué un número infinito de libros y el Reich devoró a Francia y el Reich no devoró las islas Británicas, y el nazismo, arrojado de Berlín, buscó nuevas regiones. En algún resquicio de esa tarde única, yo temerariamente firmé alguna declaración democrática; hace un día o un mes o un año platónico, me ordenaron que prestara servicios en la policía municipal. Maravillado por ese brusco avatar administrativo, fui a la Intendencia. Me confiaron, ahí, que esa metamorfosis era un castigo por haber firmado aquellas declaraciones. Mientras yo recibía la noticia con debido interés, me distrajo un cartel que decoraba la solemne oficina. Era rectangular y lacónico, de formato considerable, y registraba el interesante epigrama Dele-Dele. No recuerdo la cara de mi interlocutor, no recuerdo su nombre, pero hasta el día de mi muerte recordaré esa estrafalaria inscripción. Tendré que renunciar, repetí, al bajar las escaleras de la Intendencia, pero mi destino personal me importaba menos que ese cartel simbólico.*
No sé hasta dónde el episodio que he referido es una parábola. Sospecho, sin embargo, que la memoria y el olvido son dioses que saben bien lo que hacen. Si han extraviado lo demás y si retienen esa absurda leyenda, alguna justificación los asiste. La formulo así: las dictaduras fomentan la opresión, las dictaduras fomentan el servilismo, las dictaduras fomentan la crueldad; más abominable es el hecho de que fomenten la idiotez. Botones que balbucean imperativos, efigies de caudillos, vivas y mueras prefijados, muros exornados de nombres, ceremonias unánimes, la mera disciplina usurpando el lugar de la lucidez… Combatir esas tristes monotonías es uno de los muchos deberes del escritor. ¿Habré de recordar a lectores del Martín Fierro y de Don Segundo que el individualismo es una vieja virtud argentina?
Quiero también decirles mi orgullo por esta noche numerosa y por esta activa amistad.

8 de agosto de 1946







*Borges se vio obligado a renunciar a su cargo en la biblioteca Miguel Cané. Victoria Ocampo narra el episodio: “Sorprendido por el nombramiento de inspector de aves de corral, Borges preguntó a un alto funcionario municipal por qué había sido elegido para el puesto, habiendo tantos empleados capaces de ocuparlo. ‘¿Fue usted partidario de los aliados?’, le interrogó el funcionario. ‘Sí’, dijo Borges. ‘Entonces, ¡qué quiere!’” (V. Ocampo, “Visión de Jorge Luis Borges", Cuadernos del Congreso por la Libertad de la Cultura, N.º 55, diciembre de 1961). (N. del E.)

En Miscelánea (Ed. Mondadori)
© 1995, 2011, María Kodama
También en: 
Páginas de Jorge Luis Borges seleccionadas por el autor. Buenos Aires, Editorial Celtia (1982)
Publicación original en revista 
Sur, Buenos Aires, Año XV, N.º 142, agosto de 1946.
Facsímil de la primera publicación en Sur, Archivo Digital Biblioteca Nacional Argentina

28/9/16

Jorge Luis Borges: Diálogos del asceta y del rey







Un rey es una plenitud, un asceta es nada o quiere ser nada; a la gente le gusta imaginar el diálogo de esos dos arquetipos. He aquí unos ejemplos, derivados de fuentes orientales y occidentales.

Una tradición recogida por Diógenes Laercio refiere que el filósofo Heráclito fue convidado por Darío a visitar su corte y que rehusó la invitación con estas palabras:

"Heráclito de Éfeso al Rey Darío, Hijo de Hystaspes: salve.

"Todos los hombres se apartan de la verdad y buscan la vanagloria... En cuanto a mí, huyo de vanidades palaciegas y no iré a Persia, contentándome con mi cortedad, que es lo que me basta."

En esta carta, que seguramente es apócrifa, ya que ocho siglos median entre el historiador y el filósofo, no hay, a primera vista, otra cosa que la independencia o misantropía de Heráclito y que el rencoroso placer de ver desairada la invitación de un rey, que además era un extranjero. Bajo la superficie trivial late la obscura contraposición de los símbolos y la magia de que el cero, el asceta, pueda igualar y superar de algún modo al infinito rey.

En el libro noveno de sus Vidas de los filósofos cuenta Diógenes Laercio la historia; el sexto incluye otra versión, de nadie ignorada, cuyos protagonistas son Alejandro y Diógenes el Cínico. Llegó aquél a Corinto para dirigir la guerra contra los persas y fueron todos a mirarlo y a agasajarlo. Diógenes no se movió de su arrabal y ahí Alejandro lo encontró una mañana, tomando el sol. "Pídeme lo que quieras", dijo Alejandro, y el otro, desde el suelo, le pidió que no le hiciera sombra. Esta anécdota (que repiten las páginas de Plutarco) opone a los dos interlocutores: de otras diríase que sugieren una secreta identidad. Alejandro dice a los cortesanos que si no fuera Alejandro, querría ser Diógenes, y el día en que uno muere en Babilonia, muere el otro en Corinto.

La tercera versión del eterno diálogo es la más dilatada: comprende dos tomos de los Sacred Books of the East que editó Max Muller en Oxford. Se trata del Milinda-Pañho (Preguntas de Milinda), novela de propósito doctrinal redactada en el norte del Indostán, a principios de nuestra era. El original sánscrito se ha perdido y la traducción inglesa de Rhys Davids ha sido hecha del pali. Milinda, dulcificado por la articulación oriental, es Menandro, rey griego de la Bactriana, que, a los cien años de la muerte de Alejandro de Macedonia, llevó sus armas hasta la desembocadura del Indo. Según Plutarco, gobernó rectamente, y a su muerte las ciudades del reino se repartieron sus cenizas.[1] Reliquias del poder que ejerció, guardan los gabinetes de numismática veintitantas monedas de oro y de bronce; a veces la efigie es la de un joven, a veces la de un hombre muy viejo; cabe inferir que su reinado abarcó muchos años. La inscripción dice Menandro el Rey Justo; en una u otra de las caras puede haber una Minerva, un caballo, una cabeza de toro, un delfín, un jabalí, un elefante, una rama de palmera o una rueda. De estas figuras las tres últimas son acaso budistas.

En el Milinda-Pañho se lee que así como el profundo Ganges busca el Océano, que es aún más profundo, Milinda el rey buscó a Nagasena, portador de la antorcha de la Verdad. Quinientos griegos custodiaban al Rey, que identificó a Nagasena por su serenidad de león ("a guisa di león quando si posa") en medio de una muchedumbre de ascetas. El Rey le preguntó su nombre. Nagasena respondió que los nombres son meras convenciones que no definen sujetos permanentes. Aclaró que así como el carro del rey no es las ruedas ni la caja, ni el eje ni la lanza ni el yugo, tampoco el hombre es la materia, la forma, las impresiones, las ideas, los instintos o la conciencia. No es la combinación de esas partes ni existe fuera de ellas... Lo comparó a la llama de una lámpara que arde toda la noche y que es y deja de ser incesantemente. Habló de la reencarnación, de la fe, del Karma y del Nirvana y al cabo de dos días de controversia, o de catecismo, convirtió al Rey, que vistió el hábito amarillo de los monjes budistas. Tal es la trama general de las Preguntas de Milinda, en las que Albrecht Weber ha percibido una deliberada imitación del modo platónico, tesis rechazada por Winternitz, que observa que el manejo del diálogo es tradicional en las letras del Indostán y que no hay en las Preguntas el menor rastro de la cultura helénica.[2]

Al vestir el hábito del asceta, el Rey, en esta tercera versión, parece confundirse con él y nos recuerda aquel otro rey de la epopeya sánscrita que deja su palacio y pide limosna por las calles y de quien son estas vertiginosas palabras: "Desde ahora no tengo reino o mi reino es ilimitado; desde ahora no me pertenece mi cuerpo o me pertenece toda la tierra".

Quinientos años transcurrieron y los hombres idearon otra versión del infinito diálogo y ello no fue en la India sino en la China [3]. Un emperador de la dinastía de los Han soñó que un hombre de oro voló en su cuarto y sus ministros le aclararon que éste bien podía ser el Buddha, que había logrado el Tao en las tierras occidentales; otro, de la dinastía de los Liung, amparó la fe de aquel bárbaro y fundó templos y monasterios. A su palacio de Nanking, en el Sur, llegó (dicen que al cabo de tres años de navegar) el brahmán Bodhidharma, vigésimo octavo patriarca del budismo indio. El Emperador enumeró las obras piadosas que había ejecutado: Bodhidharma oyó con atención sus palabras y le dijo que esos monasterios y templos y copias de los libros sagrados eran cosas del mundo aparencial, que es un largo sueño, y por consiguiente nada valía. Las buenas obras, declaró, pueden llevar a buenas retribuciones, pero nunca al Nirvana, que es la plena extinción de la voluntad, no la consecuencia de un acto. No hay una doctrina sagrada, porque nada es sagrado, o fundamental, en un mundo ilusorio. Los hechos y los seres son momentáneos y ni siquiera podemos afirmar si son o no son.

Entonces, el Emperador preguntó quién era el hombre que le replicaba de esa manera y Bodhidharma, fiel a su nihilismo, le respondió:

—Tampoco sé quién soy.

Largamente resonaron estas palabras en la memoria china; al promediar el siglo XVIII, se escribió la novela que se titula Sueño del aposento rojo, que encierra este curioso pasaje:

"Había estado soñando y se despertó. Se encontró en las ruinas de un templo. A su lado había un mendicante con hábito de monje taoísta. Era cojo y se estaba matando las pulgas. Hsiang-Lien le preguntó quién era y en qué lugar estaban. El monje respondió:

—No sé quién soy ni dónde estamos. Sólo sé que es largo el camino.

Hsiang-Lien comprendió. Se cortó el pelo con la espada y siguió al forastero."

En las historias que he referido, un asceta y un rey simbolizan la nada y la plenitud, cero y el infinito; símbolos más extremos de ese contraste serían un dios y un muerto, y su fusión más económica, un dios que muere. Adonis herido por el jabalí de la diosa lunar, Osiris arrojado por Set a las aguas del Nilo, Tammuz arrebatado a la región de la que no se vuelve, son famosos ejemplos de esa fusión; no menos patético es éste, que narra el fin modesto de un dios:

A la corte de Olaf Tryggvason, que se había convertido en Inglaterra a la fe de Cristo, llegó una noche un hombre viejo, envuelto en una capa obscura y con el ala del sombrero sobre los ojos. El Rey le preguntó si sabía hacer algo; el forastero contestó que sabía tocar el arpa y contar cuentos. Ejecutó unos aires antiguos, habló de Gudrun y de Gunnar y, finalmente, refirió el nacimiento de Odín. Dijo que tres parcas vinieron, que las primeras anunciaron al niño grandes felicidades y que la tercera dijo, iracunda: "No vivirá más que la vela que está ardiendo a su lado". Los padres la apagaron para que Odín no muriera con ella. Olaf Tryggvason descreyó de la historia; el forastero repitió que era cierta, sacó la vela y la encendió. Mientras la miraban arder, el hombre dijo que era tarde y que tenía que irse. Cuando la vela se hubo consumido, lo buscaron. A unos pasos de la casa del Rey, Odín había muerto.


Fuera de su virtud, que puede ser mayor o menor, los textos anteriores, diseminados en el tiempo y en el espacio, sugieren la posibilidad de una morfología (para usar la palabra de Goethe) o ciencia de las formas fundamentales de la literatura. Alguna vez he conjeturado en estas columnas que todas las metáforas son variantes de un reducido número de arquetipos; acaso esta proposición también es aplicable a las fábulas.


Notas

[1] Igual historia se refiere del Buddha, en el Libro de su Nirvana.

[2] Análogamente, Wells pensó que el Libro de Job, obra de fecha problemática, fue sugerido por los diálogos de Platón.
[3] Sigo el texto de Hackmann ("Chinesische Philosophie", 1927, págs. 257 y 269)


Diario La Nación
Buenos Aires, 20 de septiembre de 1953

Incluido en Páginas de Jorge Luis Borges seleccionadas por el autor
Estudio preliminar de Alicia Jurado
Buenos Aires, Editorial Celtia, 1982

Incluido en Textos recobrados 1931-1955
© María Kodama 2001
© Emecé Editores 2001


Foto: Borges en Sicilia, Bagheria, visita Villa Palagonia 1984
por Ferdinando Scianna / Magnum Photos



2/7/16

Jorge Luis Borges: La personalidad y el Buddha







En el volumen que Edmund Hardy, en 1890, dedicó a una exposición del budismo —Der Buddismus nach älteren Pali-Werken—, hay un capítulo que Schmidt, revisor de la segunda edición, estuvo a punto de omitir pero cuyo tema gravita (a veces de un modo secreto, siempre de un modo inevitable) en todo juicio occidental sobre el Buddha. Me refiero a la comparación de la personalidad del Buddha con la personalidad de Jesús. Esa comparación es viciosa, no sólo por las diferencias profundas (de cultura, de nación, de propósito) que separan a los dos maestros, sino por el concepto mismo de personalidad, que conviene a uno, no a otro. En el prólogo de la admirada y sin duda admirable versión de Karl Eugen Neumann se alaba el “ritmo personal” de los sermones del Buddha; Hermann Beckh (Buddhismus, I, 89) cree percibir en los textos del canon pali “el sello de una personalidad singular”; ambas cosas, entiendo, pueden inducir a error.
Es verdad que no faltan, en la leyenda y en la historia del Buddha, esas leves e irracionales contradicciones que son el estilo del yo —la admisión de su hijo Rahula en la orden, a la edad de siete años, contrariando los mismos reglamentos estatuidos por él; la elección de un sitio agradable, “con un río de agua muy clara y campos y poblaciones alrededor”, para los duros años de penitencia; la mansedumbre del hombre que, al predicar, lo hace “con voz de león”; el deplorado almuerzo de carne salada de cerdo (según Friedrich Zimmermann, de hongos) que apresura la muerte del gran asceta—, pero su número es limitado. Tan limitado que Senart, en un Essai sur la légende du Bouddha, publicado en 1882, propuso una “hipótesis solar”, según la cual el Buddha es, como Hércules, una personificación del sol, y su biografía es un caso muy avanzado de symbolisme atmosphérique. Mara es las nubes tormentosas, la Rueda de la Ley que el Buddha hizo girar en Benares es el disco solar, el Buddha muere al anochecer… Aún más escéptico, o más crédulo, que Senart, el indólogo holandés H. Kern vio en el primer concilio budista la figuración alegórica de una constelación. Otto Franke, en 1914, pudo escribir que “Buddha Gotama equivale estrictamente a N. N”.
Sabemos que el Buddha, antes de ser el Buddha (antes de ser el Despierto), era un príncipe, llamado Gautama y Siddhartha. Sabemos que a los veintinueve años dejó su mujer, sus mujeres, su hijo, y practicó la vida ascética, como antes la vida carnal. Sabemos que durante seis años gastó su cuerpo en las penitencias; cuando el sol o la lluvia caían sobre él, no cambiaba de sitio; los dioses que lo vieron tan demacrado creyeron que había muerto. Sabemos que al fin comprendió que la mortificación es inútil y se bañó en las aguas de un río y su cuerpo recuperó el antiguo fulgor. Sabemos que buscó la higuera sagrada que en cada ciclo de la historia resurge en el continente del Sur para que a su sombra puedan los Buddha alcanzar el Nirvana. Después, la alegoría o la leyenda empañan los hechos. Mara, dios del amor y de la muerte, quiere abrumarlo con ejércitos de jabalíes, de peces, de caballos, de tigres y de monstruos; Siddhartha, inmóvil y sentado, los vence, pensándolos irreales. Las huestes infernales lo bombardean con montañas de fuego; éstas, por obra de su amor, se convierten en palacios de flores. Los proyectiles configuran aureolas o forman una cúpula sobre el héroe. Las hijas de Mara quieren tentarlo; les dice que son huecas y corruptibles. Antes del alba, cesa la batalla ilusoria y Siddhartha ve sus previas encarnaciones (que ahora tendrán fin pero que no tuvieron principio) y las de todas las criaturas y la incesante red que entretejen los efectos y causas del universo. Intuye, entonces, las Cuatro Verdades Sagradas que predicará en el Parque de las Gacelas. Ya no es el príncipe Siddhartha, es el Buddha. Es el Despierto, el que ya no sueña que es alguien, el que no dice: “Yo soy, éste es mi padre, ésta es mi madre, ésta es mi heredad”. Es también el Tathâgata, el que recorrió su camino, el cansado de su camino.
En la primera vigilia de la noche, Siddhartha recuerda los animales, los hombres y los dioses que ha sido, pero es erróneo hablar de transmigraciones de su alma. A diferencia de otros sistemas filosóficos del Indostán, el budismo niega que haya almas. El Milindapañha, obra apologética del siglo II, refiere un debate cuyos interlocutores son el rey de la Bactriana, Menandro, y el monje Nagasena; éste razona que así como el carro del rey no es las ruedas ni la caja ni el eje ni la lanza ni el yugo, tampoco el hombre es la materia, la forma, las impresiones, las ideas, los instintos o la conciencia. No es la combinación de esas partes ni existe fuera de ellas. La primera suma teológica del budismo, el Visuddhimagga (Sendero de la Pureza), declara que todo hombre es una ilusión, impuesta a los sentidos por una serie de hombres momentáneos y solos. “El hombre de un momento pasado”, nos advierte ese libro, “ha vivido, pero no vive ni vivirá; el hombre de un momento futuro vivirá, pero no ha vivido ni vive; el hombre del momento presente vive, pero no ha vivido ni vivirá”, dictamen que podemos cotejar con éste de Plutarco (De E apud Delphos,18): “El hombre de ayer ha muerto en el de hoy, el de hoy muere en el de mañana”. Un carácter, no un alma, yerra en los ciclos del Samsara de un cuerpo a otro; un carácter, no un alma, logra finalmente el Nirvana, o sea la extinción. (Durante años, el neófito se adiestra para el Nirvana mediante rigurosos ejercicios de irrealidad. Al andar por la casa, al conversar, al comer, al beber, debe reflexionar que tales actos son ilusorios y no requieren un actor, un sujeto constante.)
En el Sendero de la Pureza se lee: “En ningún lado soy un algo para alguien, ni alguien es algo para mí”; creerse un yoattavada es la peor de las herejías para el budismo. Nagarjuna, fundador de la escuela del Gran Vehículo, forjó argumentos que demostraban que el mundo aparencial es vacuidad; ebrio de razón, los volvió después (no pudo no volverlos) contra las Verdades Sagradas, contra el Nirvana, contra el Buddha. Ser, no ser, ser y no ser, ni ser ni no ser; Nagarjuna refutó la posibilidad de esas alternativas. Negadas la substancia y los atributos, tuvo asimismo que negar su extinción; si no hay Samsara, tampoco hay extinción del Samsara y es erróneo decir que el Nirvana es. No menos erróneo, observó, es decir que no es, porque negado el ser, queda también negado el no ser, que depende (siquiera verbalmente) de aquél. “No hay objetos, no hay conocimiento, no hay ignorancia, no hay destrucción de la ignorancia, no hay dolor, no hay origen del dolor, no hay aniquilación del dolor, no hay camino que lleve a la aniquilación del dolor, no hay obtención, no hay no-obtención del Nirvana”, nos advierte uno de los sutras del Gran Vehículo. Otro funde en un solo plano alucinatorio el universo y la liberación, Nirvana y Samsara. “Nadie se extingue en el Nirvana, porque la extinción de inconmensurables, innumerables seres en el Nirvana es como la extinción de una fantasmagoría creada por artes mágicas.” La negación no basta y se llega a negaciones de negaciones; el mundo es vacuidad y también es vacía la vacuidad. Los primeros libros del canon habían declarado que el Buddha, durante su noche sagrada, intuyó la infinita encadenación de todos los efectos y causas; los últimos, redactados siglos después, razonan que todo conocimiento es irreal y que si hubiera tantos Ganges como hay granos de arena en el Ganges y otra vez tantos Ganges como granos de arena en los nuevos Ganges, el número de granos de arena sería menor que el número de cosas que ignora el Buddha.
Tales pasajes no son ejercicios retóricos; proceden de una metafísica y de una ética. Podemos contrastarlos con muchos de fuente occidental; por ejemplo, con aquella carta en que César dice que ha puesto en libertad a sus adversarios políticos, a riesgo de que retomen las armas, “porque nada anhelo más que ser como soy y que ellos sean como son”. El goce occidental de la personalidad late en esas palabras, que Macaulay juzgaba las más nobles que jamás se escribieron. Aún más ilustrativa es la catástrofe de Peer Gynt; el misterioso Fundidor se dispone a derretir al héroe; esta consumación, infernal en América y en Europa, equivale estrictamente al Nirvana.
Oldenberg ha observado que el Indostán es tierra de tipos genéricos, no de individualidades. Sus vastas obras son de carácter colectivo o anónimo; es común atribuirlas a determinadas escuelas, familias o comunidades de monjes, cuando no a seres míticos (Winternitz: Geschichte der indischen Litteratur, I, 24) o, con indiferencia espléndida, al Tiempo (Fatone: El budismo “nihilista”, 14).
El budismo niega la permanencia del yo, el budismo predica la anulación; imaginar que el Buddha, que voluntariamente dejó de ser el príncipe Siddhartha, pudo resignarse a guardar los miserables rasgos diferenciales que integran la llamada personalidad, es no comprender su doctrina. También es trasladar —anacrónicamente, absurdamente— una superstición occidental a un terreno asiático. Léon Bloy o Francis Thompson hubieran sido para el Buddha ejemplos cabales de hombres extraviados y erróneos, no sólo por la creencia de merecer atenciones divinas sino por su tarea de elaborar, dentro del lenguaje común, un pequeño y vanidoso dialecto. No es indispensable ser budista para entenderlo así; todos sentimos que el estilo de Bloy, en el que cada frase busca un asombro, es moralmente inferior al de Gide, que es, o simula ser, genérico.
De Chaucer a Marcel Proust, la materia de la novela es el no repetible, singular sabor de las almas; para el budismo no hay tal sabor o es una de las tantas vanidades del simulacro cósmico. El Cristo predicó para que los hombres tuvieran vida y para que la tuvieran en abundancia (Juan, 10, 10); el Buddha, para proclamar que este mundo, infinito en el tiempo y en el espacio, es un fuego doliente. “Buddha Gotama equivale estrictamente a N. N.”, escribió Otto Franke; cabría contestarle que el Buddha quiso ser N. N.




Sur, 1931-1951, Buenos Aires, Año XIX, N.º 192-193-194, octubre, noviembre, diciembre de 1950
Año del Libertador General San Martín. 
Número especial de Sur en su vigésimo aniversario. Después de este número la revista cambió de formato. (N. del E.)

En Borges en Sur (1999)

Y también en:
Páginas de Jorge Luis Borges seleccionadas por el autor. Buenos Aires, Editorial Celtia, 1982

Antologado en  Miscelánea
Barcelona, Random-House Mondadori -DeBolsillo-, 2011

     Foto: Borges ¿en México 1981? (sin atribución) Vía


20/1/16

Jorge Luis Borges: La guerra. Ensayo de imparcialidad








Es de fácil comprobación que un efecto inmediato (y aun instantáneo) de esta anhelada guerra, ha sido la extinción o la abolición de todos los procesos intelectuales. No hablo de Europa, donde venturosamente perdura George Bernard Shaw; pienso en los estrategas y apologistas que el infatigable azar me depara, por calles y por casas de Buenos Aires. Las interjecciones han usurpado la función de los razonamientos; es verdad que los atolondrados que las emiten, distraídamente les dan un aire discursivo y que ese tenue simulacro sintáctico satisface y persuade a quienes los oyen. El que ha jurado que la guerra es una especie de yijad liberal contra las dictaduras, acto continuo anhela que Mussolini milite contra Hitler: operación que aniquilaría su tesis. El que juraba hace cuarenta días que Varsovia era inexpugnable, ahora se admira (con sinceridad) de que haya resistido algún tiempo. El que denuncia las piraterías inglesas es el que aprueba con fervor que Adolf Hitler obre a lo Zarathustra, más allá del bien y del mal. El que proclama que el nazismo es un régimen que nos libra de charlatanes parlamentarios y que entrega el gobierno de las naciones a un grupo de strong silent men, escucha embelesado las efusiones del incesante Hitler o —placer aún más secreto— de Goering. El que pondera la presente inacción de las armas francesas aplaudirá esta noche los síntomas iniciales de una ofensiva. El que reprueba la codicia de Hitler saluda con veneración la de Stalin. El rencoroso augur de la desintegración inmediata del injusto Imperio británico, demuestra que Alemania tiene derecho a la posesión de colonias. (Anotemos, de paso, que esa yuxtaposición de las voces colonias y derecho es lo que alguna ciencia muerta —la lógica— denominaba una contradictio in adjecto.) El que rechaza con supersticioso pavor la mera insinuación de que el Reich puede ser derrotado, finge que el menor éxito de sus armas es un incomprensible milagro. No prosigo; no quiero que esta página sea infinita.

Debo cuidarme, pues, de no agregar una interjección a las ya innumerables que nos abruman. (No acabo de entender, por ejemplo, que alguien prefiera la victoria de Alemania a la de Inglaterra y me sería muy fácil imponer figura de silogismo a esa convicción, pero me consta que no debo alegar una raison de coeur.)

Quienes abominan de Hitler, suelen abominar también de Alemania. Yo he admirado siempre a Alemania. Mi sangre y el amor de las letras me acercan indisolublemente a Inglaterra; los años y los libros a Francia; a Alemania, una pura inclinación. (Esa inclinación me movió, hacia 1917, a emprender el estudio del alemán, sin otros instrumentos que el Lyrisches Intermezzo de Heine y un lacónico glosario alemán-inglés, a veces fidedigno.) No soy, por cierto, de esos germanistas falaces que recomiendan a Alemania lo eterno para negarle toda participación en lo temporal. No estoy seguro de que el hecho de haber producido a Leibniz y a Schopenhauer la incapacite para todo ejercicio político. Nadie pretende que Inglaterra debe elegir entre su Imperio y Shakespeare; nadie que Descartes y Condé son incompatibles en Francia; yo ingenuamente creo que una Alemania poderosa no hubiera entristecido a Novalis ni hubiera sido repudiada por Hoelderlin. Yo abomino, precisamente, de Hitler porque no comparte mi fe en el pueblo alemán; porque juzga que para desquitarse de 1918, no hay otra pedagogía que la barbarie, ni mejor estímulo que los campos de concentración. Bernard Shaw, en ese punto, coincide con el melancólico Führer y piensa que sólo un incesante régimen de marchas, contramarchas y saludos a la bandera puede convertir a los plácidos alemanes en guerreros pasables… Si yo tuviera el trágico honor de ser alemán, no me resignaría a sacrificar a la mera eficacia militar la inteligencia y la probidad de mi patria; si el de ser inglés o francés, agradecería la coincidencia perfecta de la causa particular de mi patria con la causa total de la humanidad.

Es posible que una derrota alemana sea la ruina de Alemania; es indiscutible que su victoria sería la ruina y el envilecimiento del orbe. No me refiero al imaginario peligro de una aventura colonial sudamericana; pienso en los imitadores autóctonos, en los Uebermenschen caseros, que el inexorable azar nos depararía.

Espero que los años nos traerán la venturosa aniquilación de Adolf Hitler, hijo atroz de Versalles.



Sur, Buenos Aires, Año IX, Nº 61, octubre de 1939.
Número especial de Sur dedicado a la Guerra.
Durante toda la guerra, los escritores franceses exiliados pudieron colaborar con una revista financiada por Victoria Ocampo y dirigida por Roger Caillois. Se llamó Lettres françaises y apareció regularmente desde 1941. También llevaba una flecha, logotipo de Sur. (Dato de John King en Sur, Estudio de la revista argentina y de su papel en el desarrollo de una cultura, 1931-1970, México, Fondo de Cultura Económica, 1989).(N. del E.)

En Borges en Sur (1999)

Y también en:
Páginas de Jorge Luis Borges seleccionadas por el autor. Buenos Aires, Editorial Celtia, 1982

Antologado en  Miscelánea
Barcelona, Random-House Mondadori -DeBolsillo-, 2011

Foto: Borges en conferencia a mediados de los 60' (s-d) en Revista Ñ nº 17 (10.06.2008)


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