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12/4/17

Jorge Luis Borges: El estupor






Un vecino de Morón me refirió el caso:
"Nadie sabe muy bien por qué se enemistaron Moritán y el Pardo Rivarola y de un modo tan enconado. Los dos eran del partido conservador y creo que trabaron amistad en el comité. No lo recuerdo a Moritán porque yo era muy chico cuando su muerte. Dicen que la familia era de Entre Ríos. El Pardo lo sobrevivió muchos años. No era caudillo ni cosa que se le parezca, pero tenía la pinta. Era más bien bajo y pesado y muy rumboso en el vestir. Ninguno de los dos era flojo, pero el más reflexivo era Rivarola, como luego se vio. Desde hace tiempo se la tenía jurada a Moritán, pero quiso obrar con prudencia. Le doy la razón; si uno mata a alguien y tiene que penar en la cárcel, actúa como un zonzo. El Pardo tramó bien lo que haría.
Serían las siete de la tarde, un domingo. La plaza rebosaba de gente. Como siempre, ahí estaba Rivarola caminando despacio, con su clavel en el ojal y su ropa negra. Iba con su sobrina. De golpe la apartó, se sentó en cuclillas en el suelo y se puso a aletear y a cacarear como si fuera un gallo. La gente le abrió cancha, asustada. ¡Un hombre serio como el Pardo, haciendo esas cosas, a la vista y paciencia de todo Morón y en un día domingo! A la media cuadra dobló y, siempre cacareando y aleteando, se metió en la casa de Moritán. Empujó la puerta cancel y de un brinco estuvo en el patio. La turba se agolpaba en la calle. Moritán, que oyó la alharaca, se vino desde el fondo. Al ver ese monstruoso enemigo que se le abalanzaba quiso ganar las piezas, pero un balazo lo alcanzó y después otro. A Rivarola se lo llevaron entre dos vigilantes. El hombre forcejeó, cacareando.
Al mes estaba en libertad. El médico forense declaró que había sido víctima de un brusco ataque de locura. ¿Acaso el pueblo entero no lo había visto, conduciéndose como un gallo?"



En El oro de lo tigres (1972)
Foto captura Profile of a writer: Jorge Luis Borges
Direction: David Wheatley (1983) [+][+]


10/4/17

Jorge Luis Borges: El informe de Brodie [Prólogo]








Los últimos relatos de Kipling fueron no menos laberínticos y angustiosos que los de Kafka o los de James, a los que sin duda superan; pero en 1885, en Lahore, había emprendido una serie de cuentos breves, escritos de manera directa, que reuniría en 1890. No pocos —"In the House of Suddhoo", "Beyond the Pale", "The Gate of the Hundred Sorrows"— son lacónicas obras maestras; alguna vez pensé que lo que ha concebido y ejecutado un muchacho genial puede ser imitado sin inmodestia por un hombre en los lindes de la vejez, que conoce el oficio. El fruto de esa reflexión es este volumen, que mis lectores juzgarán.
He intentado, no sé con qué fortuna, la reducción de cuentos directos. No me atrevo a afirmar que son sencillos; no hay en la tierra una sola página, una sola palabra, que lo sea, ya que todas postulan el universo, cuyo más notorio atributo es la complejidad.
Sólo quiero aclarar que no soy, ni he sido jamás, lo que antes se llamaba un fabulista o un predicador de parábolas y ahora un escritor comprometido. No aspiro a ser Esopo. Mis cuentos, como los de Las mil y una noches, quieren distraer y conmover y no persuadir. Este propósito no quiere decir que me encierre, según la imagen salomónica, en una torre de marfil. Mis convicciones en materia política son harto conocidas; me he afiliado al Partido Conservador, lo cual es una forma de escepticismo, y nadie me ha tildado de comunista, de nacionalista, de antisemita, de partidario de Hormiga Negra o de Rosas. Creo que con el tiempo mereceremos que no haya gobiernos. No he disimulado nunca mis opiniones, ni siquiera en los años arduos, pero no he permitido que interfieran en mi obra literaria, salvo cuando me urgió la exaltación de la Guerra de los Seis Días. El ejercicio de las letras es misterioso; lo que opinamos es efímero y opto por la tesis platónica de la Musa y no por la de Poe, que razonó, o fingió razonar, que la escritura de un poema es una operación de la inteligencia. No deja de admirarme que los clásicos profesaran una tesis romántica, y un poeta romántico, una tesis clásica.
Fuera del texto que da nombre a este libro y que manifiestamente procede del último viaje emprendido por Lemuel Gulliver, mis cuentos son realistas, para usar la nomenclatura hoy en boga. Observan, creo, todas las convenciones del género, no menos convencional que los otros y del cual pronto nos cansaremos o ya estamos cansados. Abundan en la requerida invención de hechos circunstanciales, de los que hay ejemplos espléndidos en la balada anglosajona de Maldon, que data del siglo X, y en las ulteriores sagas de Islandia. Dos relatos —no diré cuáles— admiten una misma clave fantástica. El curioso lector advertirá ciertas afinidades íntimas. Unos pocos argumentos me han hostigado a lo largo del tiempo; soy decididamente monótono.
Debo a un sueño de Hugo Rodríguez Moroni la trama general de la historia que se titula "El Evangelio según Marcos", la mejor de la serie; temo haberla maleado con las cambios que mi imaginación o mi razón juzgaron convenientes. Por lo demás, la literatura no es otra cosa que un sueño dirigido.
He renunciado a las sorpresas de un estilo barroco; también a las que quiere deparar un final imprevisto. He preferido, en suma, la preparación de una expectativa o la de un asombro. Durante muchos años creí que me sería dado alcanzar una buena página mediante variaciones y novedades; ahora, cumplidos los setenta, creo haber encontrado mi voz. Las modificaciones verbales no estropearán ni mejorarán lo que dicto, salvo cuando éstas pueden aligerar una oración pesada o mitigar un énfasis.
Cada lenguaje es una tradición, cada palabra, un símbolo compartido; es baladí lo que un innovador es capaz de alterar; recordemos la obra espléndida pero no pocas veces ilegible de un Mallarmé o de un Joyce. Es verosímil que estas razonables razones sean un fruto de la fatiga. La ya avanzada edad me ha enseñado la resignación de ser Borges.
Imparcialmente me tienen sin cuidado el Diccionario de la Real Academia, "dont chaque édition fait regretter la précédente", según el melancólico dictamen de Paul Groussac, y los gravosos diccionarios de argentinismos. Todos, los de éste y los del otro lado del mar, propenden a acentuar las diferencias y a desintegrar el idioma. Recuerdo a este propósito que a Roberto Arlt le echaron en cara su desconocimiento del lunfardo y que replicó: "Me he criado en Villa Luro, entre gente pobre y malevos, y realmente no he tenido tiempo de estudiar esas cosas". El lunfardo, de hecho, es una broma literaria inventada por saineteros y por compositores de tangos y los orilleros lo ignoran, salvo cuando los discos del fonógrafo los han adoctrinado.
He situado mis cuentos un poco lejos, ya en el tiempo, ya en el espacio. La imaginación puede obrar así con más libertad. ¿Quién, en 1970, recordará con precisión lo que fueron, a fines del siglo anterior, los arrabales de Palermo o de Lomas? Por increíble que parezca, hay escrupulosos que ejercen la policía de las pequeñas distracciones.
Observan, por ejemplo, que Martín Fierro hubiera hablado de una bolsa de huesos, no de un saco de huesos, y reprueban, acaso con injusticia, el pelaje overo rosado de cierto caballo famoso.
Dios te libre, lector, de prólogos largos. La cita es de Quevedo, que, para no cometer un anacronismo que hubiera sido descubierto a la larga, no leyó nunca los de Shaw.


J.L.B.
Buenos Aires, 19 de abril de 1970


En El informe de Brodie (1970)











Foto arriba original color: captura documental 
Profile of a writer: Jorge Luis Borges
Direction: David Wheatley (1983)
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25/3/17

Jorge Luis Borges: Parábola de Cervantes y de Quijote







    Harto de su tierra de España, un viejo soldado del rey buscó solaz en las vastas geografías de Ariosto, en aquel valle de la luna donde está el tiempo que malgastan los sueños y en el ídolo de oro de Mahoma que robó Montalbán.
En mansa burla de sí mismo, ideó un hombre crédulo que, perturbado por la lectura de maravillas, dio en buscar proezas y encantamientos en lugares prosaicos que se llamaban El Toboso o Montiel.
Vencido por la realidad, por España, don Quijote murió en su aldea natal hacia 1614. Poco tiempo lo sobrevivió Miguel de Cervantes.
Para los dos, para el soñador y el soñado, toda esa trama fue la oposición de dos mundos: el mundo irreal de los libros de caballerías, el mundo cotidiano y común del siglo XVII.
No sospecharon que los años acabarían por limar la discordia, no sospecharon que la Mancha y Montiel y la magra figura del caballero serían, para el porvenir, no menos poéticas que las etapas de Simbad o que las vastas geografías de Ariosto.
Porque en el principio de la literatura está el mito, y asimismo en el fin.
Clínica Devoto, enero de 1955





En Revista Sur N° 233 Mar-Abr 1955
Luego en El hacedor (1960)

Foto: Eduardo Comesaña


14/1/17

Jorge Luis Borges: Diálogo de muertos





El hombre llegó del sur de Inglaterra en un amanecer del invierno de 1877. Rojizo, atlético y obeso, resultó inevitable que casi todos lo creyeran inglés y lo cierto es que se parecía notablemente al arquetípico John Bull. Usaba sombrero de copa y una curiosa manta de lana con una abertura en el medio. Un grupo de hombres, de mujeres y de criaturas lo esperaba con ansiedad; a muchos les rayaba la garganta una línea roja, otros no tenían cabeza y andaban con recelo y vacilación, como quien camina en la sombra. Fueron cercando al forastero y, desde el fondo, alguno vociferó una mala palabra, pero un terror antiguo los detenía y no se atrevieron a más. A todos se adelantó un militar de piel cetrina y ojos como tizones; la melena revuelta y la barba lóbrega parecían comerle la cara. Diez o doce heridas mortales le surcaban el cuerpo como las rayas en la piel de los tigres. El forastero, al verlo, se demudó, pero luego avanzó y le tendió la mano.
—¡Qué aflicción ver a un guerrero tan expectable derribado por las armas de la perfidia! —dijo en tono rotundo—. ¡Pero también qué íntima satisfacción haber ordenado que los victimarios purgaran sus fechorías en el patíbulo, en la Plaza de la Victoria!
—Si habla de Santos Pérez y de los Reinafé, sepa que ya les he agradecido —dijo con lenta gravedad el ensangrentado.
El otro lo miró como recelando una burla o una amenaza, pero Quiroga prosiguió:
—Rosas, usted no me entendió nunca. ¿Y cómo iba a entenderme, si fueron tan diversos nuestros destinos? A usted le tocó mandar en una ciudad, que mira a Europa y que será de las más famosas del mundo; a mí, guerrear por las soledades de América, en una tierra pobre, de gauchos pobres. Mi imperio fue de lanzas y de gritos y de arenales y de victorias casi secretas en lugares perdidos. ¿Qué títulos son ésos para el recuerdo? Yo vivo y seguiré viviendo por muchos años en la memoria de la gente porque morí asesinado en una galera, en el sitio llamado Barranca Yaco, por hombres con caballos y espadas. A usted le debo este regalo de una muerte bizarra, que no supe apreciar en aquella hora, pero que las siguientes generaciones no han querido olvidar. No le serán desconocidas a usted unas litografías muy primorosas y la obra interesante que ha redactado un sanjuanino de valía.
Rosas, que había recobrado su aplomo, lo miró con desdén.
—Usted es un romántico —sentenció—. El halago de la posteridad no vale mucho más que el contemporáneo, que no vale nada y que se logra con unas cuantas divisas.
—Conozco su manera de pensar —contestó Quiroga—. En 1852, el destino, que es generoso o que quería sondearlo hasta el fondo, le ofreció una muerte de hombre, en una batalla. Usted se mostró indigno de ese regalo, porque la pelea y la sangre le dieron miedo.
—¿Miedo?— repitió Rosas—. ¿Yo, que he domado potros en el Sur y después a todo un país?
Por primera vez, Quiroga sonrió.
—Ya sé —dijo con lentitud— que usted ha ejecutado más de una lindeza a caballo, según el testimonio imparcial de sus capataces y peones; pero en aquellos días, en América y también a caballo, se ejecutaron otras lindezas que se llaman Chacabuco y Junín y Palma Redonda y Caseros.
Rosas lo oyó sin inmutarse y replicó así:
—Yo no necesité ser valiente. Una lindeza mía, como usted dice, fue lograr que hombres más valientes que yo pelearan y murieran por mí. Santos Pérez, pongo por caso, que acabó con usted. El valor, es cuestión de aguante; unos aguantan más y otros menos, pero tarde o temprano todos aflojan.
—Así será —dijo Quiroga—, pero yo he vivido y he muerto y hasta el día de hoy no sé lo que es miedo. Y ahora voy a que me borren, a que me den otra cara y otro destino, porque la historia se harta de los violentos. No sé quién será el otro, qué harán conmigo, pero sé que no tendrá miedo.
—A mí me basta ser el que soy —dijo Rosas— y no quiero ser otro.
—También las piedras quieren ser piedras para siempre —dijo Quiroga— y durante siglos lo son, hasta que se deshacen en polvo. Yo pensaba como usted cuando entré en la muerte, pero aquí aprendí muchas cosas. Fíjese bien, ya estamos cambiando los dos.
Pero Rosas no le hizo caso y dijo como si pensara en voz alta:
—Será que no estoy hecho a estar muerto, pero estos lugares y esta discusión me parecen un sueño, y no un sueño soñado por mí sino por otro, que está por nacer todavía.
No hablaron más, porque en ese momento Alguien los llamó.



En El hacedor (1960)
Foto: Jorge Luis Borges y Franco Maria Ricci París, 1977 
en Un ensayo autobiográfico (E/GG/CL, Barcelona, 1999) Vía


8/1/17

Ricargo Piglia: Borges en "Respiración artificial"





[...]
Pero, sin embargo Borges, me dice Renzi, se ríe de él. ¿De Groussac? le digo, no parece. Claro, no parece, dice Renzi. Por un lado Borges hace los elogios que le conocemos, dice cosas sobre Groussac. Pero la verdad de Borges hay que buscarla en otro lado: en sus textos de ficción. Y Pierre Menard, autor del Quijote no es, entre otras cosas, otra cosa que una parodia sangrienta de Paul Groussac. No sé si conoce usted, me dice Renzi, un libro de Groussac sobre el Quijote apócrifo. Ese libro escrito en Buenos Aires y en francés por este erudito pedante y fraudulento tiene un doble objetivo: primero, avisar que ha liquidado sin consideración todos los argumentos que los especialistas pueden haber escrito sobre el tema antes que él; segundo, anunciar al mundo que ha logrado descubrir la identidad del verdadero autor del Quijote apócrifo. El libro de Groussac se llama (con un título que podría aplicarse sin sobresaltos al Pierre Menard de Borges) Un enigme littéraire y es una de las gaffes más increíbles de nuestra historia intelectual. Luego de laberínticas y trabajosas demostraciones, donde no se ahorra la utilización de pruebas diversas, entre ellas un argumento anagramático extraído de un soneto de Cervantes, Groussac llega a la inflexible conclusión de que el verdadero autor del falso Quijote es un tal José Martí (homónimo ajeno y del todo involuntario del héroe cubano). Los argumentos y la conclusión de Groussac tienen, como es su estilo, un aire a la vez definitivo y compadre. Es cierto que entre las conjeturas sobre el autor del Quijote apócrifo las hay de todas clases, dijo Renzi, pero ninguna, como la de Groussac, tiene el mérito de ser físicamente imposible. El candidato propiciado en Un enigme littéraire había muerto en diciembre de 1604, de lo cual resulta que el supuesto continuador plagiario de Cervantes no pudo ni siquiera leer impresa la primera parte del Quijote verdadero. ¿Cómo no ver en esa chambonada del erudito galo, me dice Renzi, el germen, el fundamento, la trama invisible sobre la cual Borges tejió la paradoja de Pierre Menard, autor del Quijote? Ese francés que escribe en español una especie de Quijote apócrifo que es, sin embargo, el verdadero; ese patético y a la vez sagaz Pierre Menard, no es otra cosa que una transfiguración borgeana de la figura de este Paul Groussac, autor de un libro donde demuestra, con una lógica mortífera, que el autor del Quijote apócrifo es un hombre que ha muerto antes de la publicación del Quijote verdadero. Si el escritor descubierto por Groussac había podido redactar un Quijote apócrifo antes de leer el libro del cual el suyo era una mera continuación ¿por qué no podía Menard realizar la hazaña de escribir un Quijote que fuera a la vez el mismo y otro que el original? Ha sido Groussac, entonces, con su descubrimiento póstumo del autor posterior del Quijote falso quien, por primera vez, empleó esa técnica de lectura que Menard no ha hecho más que reproducir. Ha sido Groussac en realidad quien, para decirlo con las palabras que le corresponden, dijo Renzi, enriqueció, acaso sin quererlo, mediante una técnica nueva el arte detenido y rudimentario de la lectura: la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas.
¿Quién está citando a Borges en este incrédulo recinto? preguntó Marconi desde una mesa cercana. En esta remota provincia del litoral argentino ¿quién está citando de memoria a Jorge Luis Borges?, dijo Marconi y se puso de pie. Déjeme que le estreche la mano, dijo y empezó a acercarse. Esa técnica de aplicación infinita nos insta a recorrer la Odisea como si fuera posterior a la Eneida, recitó Marconi. Esa técnica puebla de aventura los libros más calmosos. Porque la literatura es un arte, siguió recitando Marconi y se interrumpió para decir: ¿Puedo sentarme? Porque la literatura es un arte que sabe profetizar aquel tiempo en que habrá enmudecido y encarnizarse con su propia disolución y cortejar su fin. Mi nombre, dijo, es Bartolomé Marconi. ¿Cómo estás, Volodia? Bartolomé, por el padre Bartolomé de las Casas y no por Mitre, patricio que, como usted sabrá bien, aquí en la provincia de Entre Ríos es una mala palabra. Bartolomé, entonces, dijo Marconi ya sentado, por aquel fraile que en 1517 tuvo mucha lástima de los indios que se extenuaban en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas, y propuso al emperador Carlos V la importación de negros que se extenuaran en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas. A esa curiosa variación de un filántropo, dijo Marconi, debo mi nombre. En cuanto a mi apellido es una curiosa variación autóctona del inventor del teléfono. ¿Del teléfono o de la radio, Volodia? De la radio, creo, dije. El joven Renzi, dije después, es un joven escritor, lo que se dice, dije, una joven promesa de la joven literatura argentina. Bien, dijo Marconi, estoy desolado y envidioso. En Buenos Aires, aleph de la patria, por un desconsiderado privilegio portuario, los escritores jóvenes son jóvenes incluso después de haber cruzado la foresta infernal de los 33 años. ¿Qué no harían en esa ciudad con Rimbaud o con Keats? Los clasificarían, estoy seguro, en la sub-especie de la nunca demasiado bien ponderada literatura infantil. Para decirlo todo, dijo Marconi, sangro por la herida. Porque ¿cómo podría hacer yo, polígrafo resentido del interior, para integrar, como un joven, a pesar de mis ya interminables 36 años, el cuadro de los jóvenes valores de la joven literatura argentina? Me sirvo un poco de ginebra, dijo Marconi. ¿Volodia? ¿Renzi? No se preocupe, Marconi, dijo Renzi, ya no existe la literatura argentina. ¿Ya no existe?, dijo Marconi. ¿Se ha disuelto? Pérdida lamentable. ¿Y desde cuándo nos hemos quedado sin ella, Renzi? dijo Marconi. ¿Te puedo tutear? Hagamos una primera aproximación metafórica al asunto, dijo: La literatura argentina está difunta. Digamos entonces, dijo Marconi, que la literatura argentina es la difunta Correa. Sí, dijo Renzi, no está mal. Es una correa que se cortó. ¿Y cuándo? dijo Marconi. En 1942, dijo Renzi. ¿En 1942? dijo Marconi, ¿justo ahí? Con la muerte de Arlt, dijo Renzi. Ahí se terminó la literatura moderna en la Argentina, lo que sigue es un páramo sombrío. Con él ¿terminó todo? dijo Marconi. ¿Qué tal? ¿Y Borges? Borges, dijo Renzi, es un escritor del siglo XIX. El mejor escritor argentino del siglo XIX. Puede ser, dijo Marconi. Sí, dijo, correcto. Una especie de realización perfecta de un escritor del ‘80, dijo Renzi. Un tipo de la generación del ‘80 que ha leído a Paul Valéry, dijo Renzi. Eso por un lado, dijo Renzi. Por otro lado su ficción sólo se puede entender como un intento consciente de concluir con la literatura argentina del siglo XIX. Cerrar e integrar las dos líneas básicas que definen la escritura literaria en el XIX. ¿A ver? dijo Marconi. Punto uno, el europeísmo, dijo Renzi. Lo que se sabe, de eso hablábamos recién con Tardewski; lo que empieza ya con la primera página del Facundo. La primera página del Facundo: texto fundador de la literatura argentina. ¿Qué hay ahí? dice Renzi. Una frase en francés: así empieza. Como si dijéramos la literatura argentina se inicia con una frase escrita en francés: On ne tue point les idées (aprendida por todos nosotros en la escuela, ya traducida). ¿Cómo empieza Sarmiento el Facundo? Contando cómo en el momento de iniciar su exilio escribe en francés una consigna. El gesto político no está en el contenido de la frase, o no está solamente ahí. Está, sobre todo, en el hecho de escribirla en francés. Los bárbaros llegan, miran esas letras extranjeras escritas por Sarmiento, no las entienden: necesitan que venga alguien y se las traduzca. ¿Y entonces? dijo Renzi. Está claro, dijo, que el corte entre civilización y barbarie pasa por ahí. Los bárbaros no saben leer en francés, mejor son bárbaros porque no saben leer en francés. Y Sarmiento se los hace notar: por eso empieza el libro con esa anécdota, está clarísimo. Pero resulta que esa frase escrita por Sarmiento (Las ideas no se matan, en la escuela) y que ya es de él para nosotros, no es de él, es una cita. Sarmiento escribe entonces en francés una cita que atribuye a Fourtol, si bien Groussac se apresura, con la amabilidad que le conocemos, a hacer notar que Sarmiento se equivoca. La frase no es de Fourtol, es de Volney. O sea, dice Renzi, que la literatura argentina se inicia con una frase escrita en francés, que es una cita falsa, equivocada. Sarmiento cita mal. En el momento en que quiere exhibir y alardear con su manejo fluido de la cultura europea todo se le viene abajo, corroído por la incultura y la barbarie. A partir de ahí podríamos ver cómo proliferan, en Sarmiento pero también en los que vienen después hasta llegar al mismo Groussac, como decíamos hace un rato con Tardewski, dice Renzi, cómo prolifera esa erudición ostentosa y fraudulenta, esa enciclopedia falsificada y bilingüe. Ahí está la primera de las líneas que constituyen la ficción de Borges: textos que son cadenas de citas fraguadas, apócrifas, falsas, desviadas; exhibición exasperada y paródica de una cultura de segunda mano, invadida toda ella por una pedantería patética: de eso se ríe Borges. Exaspera y lleva al límite, entonces, me refiero a Borges, dice Renzi, exaspera y lleva al límite, clausura por medio de la parodia la línea de la erudición cosmopolita y fraudulenta que define y domina gran parte de la literatura argentina del XIX. Pero hay más, dice Renzi. ¿Querés ginebra? dice Marconi. Dale, dice Renzi. ¿Volodia? Con un poco más de hielo, le digo. Pero hay más, hay otra línea: lo que podríamos llamar el nacionalismo populista de Borges. Quiero decir, dice Renzi, el intento de Borges de integrar en su obra también a la otra corriente, a la línea antagónica al europeísmo, que tendría como base la gauchesca y como modelo el Martín Fierro. Borges se propone cerrar también esta corriente que, en cierto sentido, también define la literatura argentina del siglo XIX, ¿Qué hace Borges? dice Renzi. Escribe la continuación del Martín Fierro. No sólo porque le escribe, en El fin, un final. ¿Querés un cigarrillo? dice Renzi. Esperá. No sólo porque le escribe un final, dice ahora, sino porque además toma al gaucho convertido en orillero, protagonista de estos relatos que, no casualmente Borges ubica siempre entre 1890 y 1900. Pero no sólo eso, dice Renzi, no es sólo una cuestión temática. Borges hace algo distinto, algo central, esto es, comprende que el fundamento literario de la gauchesca es la transcripción de la voz, del habla popular. No hace gauchesca en lengua culta como Güiraldes. Lo que hace Borges, dice Renzi, es escribir el primer texto de la literatura argentina posterior al Martín Fierro que está escrito desde un narrador que usa las flexiones, los ritmos, el léxico de la lengua oral: escribe Hombre de la esquina rosada. De modo que, dice Renzi, los dos primeros cuentos escritos por Borges, tan distintos a primera vista: Hombre de la esquina rosada y Pierre Menard, autor del Quijote son el modo que tiene Borges de conectarse, de mantenerse ligado y de cerrar esa doble tradición que divide a la literatura argentina del siglo XIX. A partir de ahí su obra está partida en dos: por un lado los cuentos de cuchilleros, con sus variantes; por otro lado los cuentos, digamos, eruditos, donde la erudición, la exhibición cultural se exaspera, se lleva al límite, los cuentos donde Borges parodia la superstición culturalista y trabaja sobre el apócrifo, el plagio, la cadena de citas fraguadas, la enciclopedia falsa, etc., y donde la erudición define la forma de los relatos. No es casual entonces que el mejor texto de Borges sea para Borges El sur, cuento donde esas dos líneas se cruzan, se integran. Todo lo cual no es más que un modo de decir, dice Renzi, que Borges deber ser leído, si se quiere entender de qué se trata, en el interior del sistema de la literatura argentina del siglo XIX, cuyas líneas fundamentales, con sus conflictos, dilemas y contradicciones, él viene a cerrar, a clausurar. De modo que Borges es anacrónico, pone fin, mira hacia el siglo XIX. [...]




Respiración artificial, IV, I 
Buenos Aires, Editorial Sudamericana, segunda edición, noviembre 1988 

Imagen: Ricardo Piglia, fotografiado en la estación de Constitución en Buenos Aires 
en los ochenta por Daniel Mordzinski 
Fuente: El País-Babelia


23/12/16

Jorge Luis Borges - Adolfo Bioy Casares: Esse est percipi






Viejo turista de la zona de Nuñez y aledaños, no dejé de notar que venía faltando en su lugar de siempre el monumental estadio de River. Consternado, consulté al respecto al amigo y doctor Gervasio Montenegro, miembro de número de la Academia Argentina de Letras. En él hallé el motor que me puso sobre la pista. Su pluma compilaba por aquel entonces una a modo de Historia panorámica del periodismo nacional, obra llena de méritos, en la que se afanaba su secretaria. Las documentaciones de práctica lo habían llevado casualmente a husmear el busilis. Poco antes de adormecerse del todo, me remitió a un amigo común, Tulio Savastano, presidente del club Abasto Juniors, de cuya sede, sita en el Edificio Amianto, de avenida Corrientes y Pasteur, me di traslado. Este directivo, pese al régimen doble dieta a que lo tiene sometido su médico y vecino doctor Narbondo, mostrábase aún movedizo y ágil. Un tanto enfarolado por el último triunfo de su equipo sobre el combinado canario, se despachó a sus anchas y me confió, mate va, mate viene, pormenores de bulto que aludían a la cuestión sobre el tapete. Aunque yo me repitiese que Savastano había sido otrora el compinche de mis mocedades de Agüero esquina Humahuaca, la majestad del cargo me imponía y, cosa de romper la tirantez, congratulélo sobre la tramitación del último goal que, a despecho de la intervención de Zarlenga y Parodi, convirtiera el centro-half Renovales, tras aquel pase histórico de Musante. Sensible a mi adhesión al once de Abasto, el prohombre dio una chupada postrimera a la bombilla exhausta, diciendo filosóficamente, como aquel que sueña en voz alta: 

Y pensar que fui yo el que les inventé esos nombres. 

¿Alias? pregunté, gemebundo. ¿Musante no se llama Musante? ¿Renovales no es Renovales? ¿Limardo no es el genuino patronímico del ídolo que aclama la afición?

La respuesta me aflojó todos los miembros. 

¿Cómo? ¿Usted cree todavía en la afición y en los ídolos? ¿Dónde ha vivido, don Domecq? 

En eso entró un ordenanza que parecía un bombero y musitó que Ferrabás quería hablarle al señor. 

¿Ferrabás, el locutor de la voz pastosa? exclamé ¿El animador de la sobremesa cordial de las 13 y 15 y del jabón Profumo? ¿Estos, mis ojos, le verán tal cual es? ¿De veras que se llama Ferrabás? 

Que espere ordenó el señor Savastano.

¿Que espere? ¿No será más prudente que yo me sacrifique y me retire? aduje con sincera abnegación. 

Ni se le ocurra contestó Savastano. Arturo, dígale a Ferrabás que pase. Tanto da… 

Ferrabás hizo con naturalidad su entrada. Yo iba a ofrecerle mi butaca, pero Arturo, el bombero, me disuadió con una de esas miraditas que son como una masa de aire polar. La voz presidencial dictaminó: 

Ferrabás, ya hablé con De Filipo y con Camargo. En la fecha próxima pierde Abasto, por dos a uno. Hay juego recio, pero no vaya a recaer, acuérdese bien, en el pase de Musante a Renovales, que la gente sabe de memoria. Yo quiero imaginación, imaginación. ¿Comprendido? Ya puede retirarse.

Junté fuerzas para aventurar la pregunta: 

¿Debo deducir que el score se digita? 

Savastano, literalmente, me revolcó en el polvo. 

No hay score ni cuadros ni partidos. Los estadios ya son demoliciones que se caen a pedazos. Hoy todo pasa en la televisión y en la radio. La falsa excitación de los locutores, ¿nunca lo llevó a maliciar que todo es patraña? El último partido de fútbol se jugó en esta capital el día 24 de junio del 37. Desde aquel preciso momento, el fútbol, al igual que la vasta gama de los deportes, es un género dramático, a cargo de un solo hombre en una cabina o de actores con camiseta ante el cameraman

Señor, ¿quién inventó las cosas? atiné a preguntar. 

Nadie lo sabe. Tanto valdría pesquisar a quién se le ocurrieron primero las inauguraciones de escuelas y las visitas fastuosas de testas coronadas. Son cosas que no existen fuera de los estudios de grabación y de las redacciones. Convénzase, Domecq, la publicidad masiva es la contramarca de los tiempos modernos. 

¿Y la conquista del espacio? gemí. 

Es un programa foráneo, una coproducción yanqui-soviética. Un laudable adelanto, no lo neguemos, del espectáculo cientifista. 

Presidente, usted me mete miedo mascullé, sin respetar la vía jerárquica. ¿Entonces en el mundo no pasa nada? 

Muy poco contestó con su flema inglesa. Lo que yo no capto es su miedo. El género humano está en casa, repatingado, atento a la pantalla o al locutor, cuando no a la prensa amarilla. ¿Qué más quiere, Domecq? Es la marcha gigante de los siglos, el ritmo del progreso que se impone. 

¿Y si se rompe la ilusión? dije con un hilo de voz. 

Qué se va a romper me tranquilizó. 

Por si acaso, seré una tumba le prometí. Lo juro por mi adhesión personal, por mi lealtad al equipo, por usted, por Limardo, por Renovales. 

Diga lo que se le dé la gana, nadie le va a creer.

Sonó el teléfono. El presidente portó el tubo al oído y aprovechó la mano libre para indicarme la puerta de salida.


En H. Bustos Domecq: Crónicas de Bustos Domecq (1967)
Imagen: Caricatura de Borges por Ombú Vía


16/11/16

Jorge Luis Borges: Martín Fierro







   De esta ciudad salieron ejércitos que parecían grandes y que después lo fueron por la magnificación de la gloria. Al cabo de los años, alguno de los soldados volvió y, con un dejo forastero, refirió historias que le habían ocurrido en lugares llamados Ituzaingó o Ayacucho. Estas cosas, ahora, son como si no hubieran sido.

  Dos tiranías hubo aquí. Durante la primera, unos hombres, desde el pescante de un carro que salía del mercado del Plata, pregonaron duraznos blancos y amarillos; un chico levantó una punta de la lona que los cubría y vio cabezas unitarias con la barba sangrienta. La segunda fue para muchos cárcel y muerte; para todos un malestar, un sabor de oprobio en los actos de cada día, una humillación incesante. Estas cosas, ahora, son como si no hubieran sido.

  Un hombre que sabía todas las palabras miró con minucioso amor las plantas y los pájaros de esta tierra y los definió, tal vez para siempre, y escribió con metáforas de metales la vasta crónica de los tumultuosos ponientes y de las formas de la luna. Estas cosas, ahora, son como si no hubieran sido.

  También aquí las generaciones han conocido esas vicisitudes comunes y de algún modo eternas que son la materia del arte. Estas cosas, ahora, son como si no hubieran sido, pero en una pieza de hotel, hacia mil ochocientos sesenta y tantos, un hombre soñó una pelea. Un gaucho alza a un moreno con el cuchillo, lo tira como un saco de huesos, lo ve agonizar y morir, se agacha para limpiar el acero, desata su caballo y monta despacio, para que no piensen que huye. Esto que fue una vez vuelve a ser, infinitamente; los visibles ejércitos se fueron y queda un pobre duelo a cuchillo; el sueño de uno es parte de la memoria de todos.


En El hacedor (1960)
Retrato de Borges en cover de Textos Recobrados III, Emecé Editores

11/10/16

Jorge Luis Borges: Un doble de Mahoma







Ya que en la mente de los musulmanes las ideas de Mahoma y de religión están indisolublemente ligadas, el Señor ha ordenado que en el Cielo siempre los presida un espíritu que hace el papel de Mahoma. Este delegado no siempre es el mismo. Un ciudadano de Sajonia, a quien en vida tomaron prisionero los argelinos y que se convirtió al Islam, ocupó una vez este cargo. Como había sido cristiano, les habló de Jesús y les dijo que no era el hijo de José, sino el hijo de Dios; fue conveniente reemplazarlo. La situación de este Mahoma representativo está indicada por una antorcha, sólo visible a los musulmanes.

El verdadero Mahoma, que redactó el Qurán, ya no es visible a sus adeptos. Me han dicho que al comienzo los presidía, pero que pretendió dominarlos y fue exilado en el Sur. Una comunidad de musulmanes fue instigada por los demonios a reconocer a Mahoma como Dios. Para aplacar el disturbio, Mahoma fue traído de los infiernos y lo exhibieron. En esta ocasión yo lo vi. Se parecía a los espíritus corpóreos que no tienen percepción interior, y su cara era muy oscura. Pudo articular las palabras: "Yo soy vuestro Mahoma", e inmediatamente se hundió.

(De Vera Christiana Religio [1771], de Emanuel Swedenborg)



En  Historia Universal de la Infamia (1935)
Borges frente a la Mezquita Azul de Estambul,
Foto Muestra Atlas, Feria del Libro de Buenos Aires, 2016


27/9/16

Jorge Luis Borges: Un porvenir posible






Suele hablarse del porvenir, como si éste fuera uno, lo cual es evidentemente un error. Del porvenir o de los muchos porvenires cuyas simientes —la imagen es de Shakespeare— aguardan en el seno del tiempo nada nuevo es dable prever, salvo que no se parecerán al presente. A nuestro siglo le interesa con singular pasión lo político, la física nuclear y la exploración astronómica; esas cosas influirán en el porvenir, que se interesará en otras. Aventuro aquí dos o tres módicas profecías. 

La función política será anónima, como ya empieza a serlo en Suiza, nación injustamente menospreciada. Nadie se cuidará de las opiniones o viajes de un presidente, si los hay. Este desvío será parte de la desaparición de un género literario que hoy nos domina y nos rebaja: el periodismo. La humanidad se librará alguna vez de la extraña superstición de que cada doce o veinticuatro horas ocurren hechos importantes y dignos de que el mundo los sepa. Morirá la industria de fabricar noticias efímeras. Leeremos para la memoria, como los antiguos y los medievales lo hicieron, no para el olvido inmediato. Caducarán esos palimpsestos, los diarios. Con ellos los avisos, que corresponden a la ingenuidad de admitir que tales cigarrillos son los mejores, porque así lo declara la firma A, que es precisamente la que los vende. 

En cuanto a las diversas artes, estoy seguro de que cada individuo producirá la literatura, la música, el dibujo, etcétera, que requiere, y que éstas morirán con él. Cada cual será su propio Tiziano y su propio Shakespeare; nadie será un gravamen o un ídolo para las generaciones futuras. No habrá historias de la poesía, ni bibliotecas, ni piadosos museos. Samuel Butler temió que los catálogos del Museo Británico acabaran por abarrotar el planeta. 

Esto es lo que, esta lluviosa noche, preveo. 


[*] En noviembre de 1967, Borges escribió para la revista Selecciones del Reader’s Digest una nota titulada “Une lo útil a lo agradable”, que dice así: “Hay un curioso placer en lo heterogéneo; por ejemplo, en los índices, en los atlas, en las enciclopedias, en las antologías, en las ‘silvas de varia lección’, en las notas de la Divina Comedia o del Libro de las mil y una noches. Ese placer, que podríamos definir como un ejercicio libre del ocio, como un feliz vagabundeo de la mente, es el que depara a nuestra época, en todas las latitudes del orbe, una publicación como Selecciones. Está hecha de resúmenes, lo cual me parece muy bien, ya que casi todos los escritores tienden (tendemos) a la difusa palabrería y al ripio. Une lo útil a lo agradable, como querían los latinos, y cumple en nuestro tiempo apresurado una deleitable y eficaz misión pedagógica”. Recogida luego en El escarabajo de oro, Buenos Aires, Año IX, Nº 36-37, mayo-junio de 1968. (N. del E.)



En revista Janus, Buenos Aires, Nº 6, Julio-Septiembre de 1966[*]
Luego en Textos Recobrados 1956-1986 (1997)
Foto ©Stuart Klipper, Borges de pie frente a las Minnehaha Falls, 1983



1/9/16

Jorge Luis Borges: Juan Muraña








Durante años he repetido que me he criado en Palermo. Se trata, ahora lo sé, de un mero alarde literario; el hecho es que me crié del otro lado de una larga verja de lanzas, en una casa con jardín y con la biblioteca de mi padre y de mis abuelos. Palermo del cuchillo y de la guitarra andaba (me aseguran) por las esquinas; en 1930, consagré un estudio a Carriego, nuestro vecino cantor y exaltador de los arrabales. El azar me enfrentó, poco después, con Emilio Trápani. Yo iba a Morón; Trápani, que estaba junto a la ventanilla, me llamó por mi nombre. Tardé en reconocerlo; habían pasado tantos años desde que compartimos el mismo banco en una escuela de la calle Thames.
  Roberto Godel lo recordará.
  Nunca nos tuvimos afecto. El tiempo nos había distanciado y también la recíproca indiferencia. Me había enseñado, ahora me acuerdo, los rudimentos del lunfardo de entonces. Entablamos una de esas conversaciones triviales que se empeñan en la busca de hechos inútiles y que nos revelan el deceso de un condiscípulo que ya no es más que un nombre. De golpe Trápani me dijo:
  —Me prestaron tu libro sobre Carriego. Ahí hablás todo el tiempo de malevos; decime, Borges, vos, ¿qué podés saber de malevos?
  Me miró con una suerte de santo horror.
  —Me he documentado —le contesté.
  No me dejó seguir y me dijo:
  —Documentado es la palabra. A mí los documentos no me hacen falta; yo conozco a esa gente.
  Al cabo de un silencio agregó, como si me confiara un secreto:
  —Soy sobrino de Juan Muraña.
  De los cuchilleros que hubo en Palermo hacia el noventa y tantos, el más mentado era Muraña. Trápani continuó:
  —Florentina, mi tía, era su mujer. La historia puede interesarte.
  Algunos énfasis de tipo retórico y algunas frases largas me hicieron sospechar que no era la primera vez que la refería.
  —«A mi madre siempre le disgustó que su hermana uniera su vida a la de Juan Muraña, que para ella era un desalmado y para Tía Florentina un hombre de acción. Sobre la suerte de mi tío corrieron muchos cuentos. No faltó quien dijera que una noche, que estaba en copas, se cayó del pescante de su carro al doblar la esquina de Coronel y que las piedras le rompieron el cráneo. También se dijo que la ley lo buscaba y que se fugó al Uruguay. Mi madre, que nunca lo sufrió a su cuñado, no me explicó la cosa. Yo era muy chico y no guardo memoria de él.
  Por el tiempo del Centenario, vivíamos en el pasaje Russell, en una casa larga y angosta. La puerta del fondo, que siempre estaba cerrada con llave, daba a San Salvador. En la pieza del altillo vivía mi tía, ya entrada en años y algo rara. Flaca y huesuda, era, o me parecía, muy alta y gastaba pocas palabras. Le tenía miedo al aire, no salía nunca, no quería que entráramos en su cuarto y más de una vez la pesqué robando y escondiendo comida. En el barrio decían que la muerte, o la desaparición, de Muraña la había trastornado. La recuerdo siempre de negro. Había dado en el hábito de hablar sola.
  La casa era de propiedad de un tal señor Luchessi, patrón de una barbería en Barracas. Mi madre, que era costurera de cargazón, andaba en la mala. Sin que yo las entendiera del todo, oía palabras sigilosas: oficial de justicia, lanzamiento, desalojo por falta de pago. Mi madre estaba de lo más afligida; mi tía repetía obstinadamente: Juan no va a consentir que el gringo nos eche. Recordaba el caso —que sabíamos de memoria— de un surero insolente que se había permitido poner en duda el coraje de su marido. Éste, en cuanto lo supo, se costeó a la otra punta de la ciudad, lo buscó, lo arregló de una puñalada y lo tiró al Riachuelo. No sé si la historia es verdad; lo que importa ahora es el hecho de que haya sido referida y creída.
Yo me veía durmiendo en los huecos de la calle Serrano o pidiendo limosna o con una canasta de duraznos. Me tentaba lo último, que me libraría de ir a la escuela.
  No sé cuánto duró esa zozobra. Una vez, tu finado padre nos dijo que no se puede medir el tiempo por días, como el dinero por centavos o pesos, porque los pesos son iguales y cada día es distinto y tal vez cada hora. No comprendí muy bien lo que decía, pero me quedó grabada la frase.
  Una de esas noches tuve un sueño que acabó en pesadilla. Soñé con mi tío Juan. Yo no había alcanzado a conocerlo, pero me lo figuraba aindiado, fornido, de bigote ralo y melena. Íbamos hacia el sur, entre grandes canteras y maleza, pero esas canteras y esa maleza eran también la calle Thames. En el sueño el sol estaba alto. Tío Juan iba trajeado de negro. Se paró cerca de una especie de andamio, en un desfiladero. Tenía la mano bajo el saco, a la altura del corazón, no como quien está por sacar un arma, sino como escondiéndola. Con una voz muy triste me dijo: «He cambiado mucho». Fue sacando la mano y lo que vi fue una garra de buitre. Me desperté gritando en la oscuridad.
  Al otro día mi madre me mandó que fuera con ella a lo de Luchessi. Sé que iba a pedirle una prórroga; sin duda me llevó para que el acreedor viera su desamparo. No le dijo una palabra a su hermana, que no le hubiera consentido rebajarse de esa manera. Yo no había estado nunca en Barracas; me pareció que había más gente, más tráfico y menos terrenos baldíos. Desde la esquina vimos vigilantes y una aglomeración frente al número que buscábamos. Un vecino repetía de grupo en grupo que hacia las tres de la mañana lo habían despertado unos golpes; oyó la puerta que se abría y alguien que entraba. Nadie la cerró; al alba lo encontraron a Luchessi tendido en el zaguán, a medio vestir. Lo habían cosido a puñaladas. El hombre vivía solo; la justicia no dio nunca con el culpable. No habían robado nada. Alguno recordó que, últimamente, el finado casi había perdido la vista. Con voz autoritaria dijo otro: «Le había llegado la hora». El dictamen y el tono me impresionaron; con los años pude observar que cada vez que alguien se muere no falta un sentencioso para hacer ese mismo descubrimiento.
  Los del velorio nos convidaron con café y yo tomé una taza. En el cajón había una figura de cera en lugar del muerto. Comenté el hecho con mi madre; uno de los funebreros se rió y me aclaró que esa figura con ropa negra era el señor Luchessi. Me quedé como fascinado, mirándolo. Mi madre tuvo que tirarme del brazo.
  Durante meses no se habló de otra cosa. Los crímenes eran raros entonces; pensá en lo mucho que dio que hablar el asunto del Melena, del Campana y del Silletero. La única persona en Buenos Aires a quien no se le movió un pelo fue Tía Florentina. Repetía con la insistencia de la vejez:
  —Ya les dije que Juan no iba a sufrir que el gringo nos dejara sin techo.
  Un día llovió a cántaros. Como yo no podía ir a la escuela, me puse a curiosear por la casa. Subí al altillo. Ahí estaba mi tía, con una mano sobre la otra; sentí que ni siquiera estaba pensando. La pieza olía a humedad. En un rincón estaba la cama de fierro, con el rosario en uno de los barrotes; en otro, una petaca de madera para guardar la ropa. En una de las paredes blanqueadas había una estampa de la Virgen del Carmen. Sobre la mesita de luz estaba el candelero.
  Sin levantar los ojos mi tía me dijo:
  —Ya sé lo que te trae por aquí. Tu madre te ha mandado. No acaba de entender que fue Juan el que nos salvó.
  —¿Juan? —atiné a decir—. Juan murió hace más de diez años.
  —Juan está aquí —me dijo—. ¿Querés verlo?
  Abrió el cajón de la mesita y sacó un puñal.
  Siguió hablando con suavidad:
  —Aquí lo tenés. Yo sabía que nunca iba a dejarme. En la tierra no ha habido un hombre como él. No le dio al gringo ni un respiro.
  Fue sólo entonces que entendí. Esa pobre mujer desatinada había asesinado a Luchessi. Mandada por el odio, por la locura, y tal vez, quién sabe, por el amor, se había escurrido por la puerta que mira al sur, había atravesado en la alta noche las calles y las calles, había dado al fin con la casa y, con esas grandes manos huesudas, había hundido la daga. La daga era Muraña, era el muerto que ella seguía adorando.
  Nunca sabré si le confió la historia a mi madre. Falleció poco antes del desalojo».


  Hasta aquí el relato de Trápani, con el cual no he vuelto a encontrarme. En la historia de esa mujer que se quedó sola y que confunde a su hombre, a su tigre, con esa cosa cruel que le ha dejado, el arma de sus hechos, creo entrever un símbolo o muchos símbolos. Juan Muraña fue un hombre que pisó mis calles familiares, que supo lo que saben los hombres, que conoció el sabor de la muerte y que fue después un cuchillo y ahora la memoria de un cuchillo y mañana el olvido, el común olvido.


En El Informe de Brodie (1970)
Retrato de Borges en su biblioteca
Foto Archivo General de la Nación 


17/7/16

Jorge Luis Borges: Nota para un cuento fantástico






En Wisconsin o en Texas o en Alabama los chicos juegan a la guerra y los dos bandos son el Norte y el Sur. Yo sé (todos lo saben) que la derrota tiene una dignidad que la ruidosa victoria no merece, pero también sé imaginar que ese juego, que abarca más de un siglo y un continente, descubrirá algún día el arte divino de destejer el tiempo o, como dijo Pietro Damiano, de modificar el pasado.

Si ello acontece, si en el decurso de los largos juegos el Sur humilla al Norte, el hoy gravitará sobre el ayer y los hombres de Lee serán vencedores en Gettysburg en los primeros días de julio de 1863 y la mano de Donne podrá dar fin a su poema sobre las transmigraciones de un alma y el viejo hidalgo Alonso Quijano conocerá el amor de Dulcinea y los ocho mil sajones de Hastings derrotarán a los normandos, como antes derrotaron a los noruegos, y Pitágoras no reconocerá en un pórtico de Argos el escudo que usó cuando era Euforbo.


En La cifra (1981)
Retrato de Borges por Wald Fulgenzi
Serie de retratos expuestos en PHOTOAMERICA '84

3/7/16

Jorge Luis Borges: Pierre Menard, autor del Quijote







A Silvina Ocampo

  La obra visible que ha dejado este novelista es de fácil y breve enumeración. Son, por lo tanto, imperdonables las omisiones y adiciones perpetradas por Madame Henri Bachelier en un catálogo falaz que cierto diario cuya tendencia protestante no es un secreto ha tenido la desconsideración de inferir a sus deplorables lectores —si bien éstos son pocos y calvinistas, cuando no masones y circuncisos. Los amigos auténticos de Menard han visto con alarma ese catálogo y aun con cierta tristeza. Diríase que ayer nos reunimos ante el mármol final y entre los cipreses infaustos y ya el Error trata de empañar su Memoria… Decididamente, una breve rectificación es inevitable.

  Me consta que es muy fácil recusar mi pobre autoridad. Espero, sin embargo, que no me prohibirán mencionar dos altos testimonios. La baronesa de Bacourt (en cuyos vendredis inolvidables tuve el honor de conocer al llorado poeta) ha tenido a bien aprobar las líneas que siguen. La condesa de Bagnoregio, uno de los espíritus más finos del principado de Mónaco (y ahora de Pittsburg, Pennsylvania, después de su reciente boda con el filántropo internacional Simón Kautzsch, tan calumniado ¡ay!, por las víctimas de sus desinteresadas maniobras) ha sacrificado «a la veracidad y a la muerte» (tales son sus palabras) la señoril reserva que la distingue y en una carta abierta publicada en la revista Luxe me concede asimismo su beneplácito. Esas ejecutorias, creo, no son insuficientes.

  He dicho que la obra visible de Menard es fácilmente enumerable. Examinado con esmero su archivo particular, he verificado que consta de las piezas que siguen:

  a) Un soneto simbolista que apareció dos veces (con variaciones) en la revista La conque (números de marzo y octubre de 1899).

  b) Una monografía sobre la posibilidad de construir un vocabulario poético de conceptos que no fueran sinónimos o perífrasis de los que informan el lenguaje común, «sino objetos ideales creados por una convención y esencialmente destinados a las necesidades poéticas» (Nîmes, 1901).

  c) Una monografía sobre «ciertas conexiones o afinidades» del pensamiento de Descartes, de Leibniz y de John Wilkins (Nîmes, 1903).

  d) Una monografía sobre la Characteristica universalis de Leibniz (Nîmes, 1904).

  e) Un artículo técnico sobre la posibilidad de enriquecer el ajedrez eliminando uno de los peones de torre. Menard propone, recomienda, discute y acaba por rechazar esa innovación.

  f) Una monografía sobre el Ars magna generalis de Ramón Llull (Nîmes, 1906).

  g) Una traducción con prólogo y notas del Libro de la invención liberal y arte del juego del axedrez de Ruy López de Segura (París, 1907).

  h) Los borradores de una monografía sobre la lógica simbólica de George Boole.

  i) Un examen de las leyes métricas esenciales de la prosa francesa, ilustrado con ejemplos de Saint-Simon (Revue des langues romanes, Montpellier, octubre de 1909).

  j) Una réplica a Luc Durtain (que había negado la existencia de tales leyes) ilustrada con ejemplos de Luc Durtain (Revue des langues romanes, Montpellier, diciembre de 1909).

  k) Una traducción manuscrita de la Aguja de navegar cultos de Quevedo, intitulada La boussole des précieux.

  l) Un prefacio al catálogo de la exposición de litografías de Carolus Hourcade (Nîmes, 1914).

 m) La obra Les problèmes d’un problème (París, 1917) que discute en orden cronológico las soluciones del ilustre problema de Aquiles y la tortuga. Dos ediciones de este libro han aparecido hasta ahora; la segunda trae como epígrafe el consejo de Leibniz Ne craignez point, monsieur, la tortue, y renueva los capítulos dedicados a Russell y a Descartes.

n) Un obstinado análisis de las «costumbres sintácticas» de Toulet (N. R. F., marzo de 1921). Menard —recuerdo— declaraba que censurar y alabar son operaciones sentimentales que nada tienen que ver con la crítica.

  o) Una trasposición en alejandrinos del Cimetière marin de Paul Valéry (N. R. F., enero de 1928).

  p) Una invectiva contra Paul Valéry, en las Hojas para la supresión de la realidad de Jacques Reboul. (Esa invectiva, dicho sea entre paréntesis, es el reverso exacto de su verdadera opinión sobre Valéry. Éste así lo entendió y la amistad antigua de los dos no corrió peligro).

  q) Una «definición» de la condesa de Bagnoregio, en el «victorioso volumen» —la locución es de otro colaborador, Gabriele d’Annunzio— que anualmente publica esta dama para rectificar los inevitables falseos del periodismo y presentar «al mundo y a Italia» una auténtica efigie de su persona, tan expuesta (en razón misma de su belleza y de su actuación) a interpretaciones erróneas o apresuradas.

  r) Un ciclo de admirables sonetos para la baronesa de Bacourt (1934).

  s) Una lista manuscrita de versos que deben su eficacia a la puntuación.[1]

  Hasta aquí (sin otra omisión que unos vagos sonetos circunstanciales para el hospitalario, o ávido, álbum de Madame Henri Bachelier) la obra visible de Menard, en su orden cronológico. Paso ahora a la otra: la subterránea, la interminablemente heroica, la impar. También ¡ay de las posibilidades del hombre!, la inconclusa. Esa obra, tal vez la más significativa de nuestro tiempo, consta de los capítulos IX y XXXVIII de la primera parte del Don Quijote y de un fragmento del capítulo XXII. Yo sé que tal afirmación parece un dislate; justificar ese «dislate» es el objeto primordial de esta nota.[2]

  Dos textos de valor desigual inspiraron la empresa. Uno es aquel fragmento filológico de Novalis —el que lleva el número 2005 en la edición de Dresden— que esboza el tema de la total identificación con un autor determinado. Otro es uno de esos libros parasitarios que sitúan a Cristo en un bulevar, a Hamlet en la Cannebière o a Don Quijote en Wall Street. Como todo hombre de buen gusto, Menard abominaba de esos carnavales inútiles, sólo aptos —decía— para ocasionar el plebeyo placer del anacronismo o (lo que es peor) para embelesarnos con la idea primaria de que todas las épocas son iguales o de que son distintas. Más interesante, aunque de ejecución contradictoria y superficial, le parecía el famoso propósito de Daudet: conjugar en una figura, que es Tartarín, al Ingenioso Hidalgo y a su escudero… Quienes han insinuado que Menard dedicó su vida a escribir un Quijote contemporáneo, calumnian su clara memoria.

  No quería componer otro Quijote —lo cual es fácil— sino el Quijote. Inútil agregar que no encaró nunca una transcripción mecánica del original; no se proponía copiarlo. Su admirable ambición era producir unas páginas que coincidieran —palabra por palabra y línea por línea— con las de Miguel de Cervantes.

  «Mi propósito es meramente asombroso» me escribió el 30 de setiembre de 1934 desde Bayonne. «El término final de una demostración teológica o metafísica —el mundo externo, Dios, la casualidad, las formas universales— no es menos anterior y común que mi divulgada novela. La sola diferencia es que los filósofos publican en agradables volúmenes las etapas intermediarias de su labor y que yo he resuelto perderlas». En efecto, no queda un solo borrador que atestigüe ese trabajo de años.

  El método inicial que imaginó era relativamente sencillo. Conocer bien el español, recuperar la fe católica, guerrear contra los moros o contra el turco, olvidar la historia de Europa entre los años de 1602 y de 1918, ser Miguel de Cervantes. Pierre Menard estudió ese procedimiento (sé que logró un manejo bastante fiel del español del siglo XVII) pero lo descartó por fácil. ¡Más bien por imposible!, dirá el lector. De acuerdo, pero la empresa era de antemano imposible y de todos los medios imposibles para llevarla a término, éste era el menos interesante. Ser en el siglo XX un novelista popular del siglo XVII le pareció una disminución. Ser, de alguna manera, Cervantes y llegar al Quijote le pareció menos arduo —por consiguiente, menos interesante— que seguir siendo Pierre Menard y llegar al Quijote, a través de las experiencias de Pierre Menard. (Esa convicción, dicho sea de paso, le hizo excluir el prólogo autobiográfico de la segunda parte del Don Quijote. Incluir ese prólogo hubiera sido crear otro personaje —Cervantes— pero también hubiera significado presentar el Quijote en función de ese personaje y no de Menard. Éste, naturalmente, se negó a esa facilidad). «Mi empresa no es difícil, esencialmente» leo en otro lugar de la carta. «Me bastaría ser inmortal para llevarla a cabo». ¿Confesaré que suelo imaginar que la terminó y que leo el Quijote —todo el Quijote— como si lo hubiera pensado Menard? Noches pasadas, al hojear el capítulo XXVI —no ensayado nunca por él— reconocí el estilo de nuestro amigo y como su voz en esta frase excepcional: las ninfas de los ríos, la dolorosa y húmida Eco. Esa conjunción eficaz de un adjetivo moral y otro físico me trajo a la memoria un verso de Shakespeare, que discutimos una tarde:

  Where a malignant and a turbaned Turk…

  ¿Por qué precisamente el Quijote?, dirá nuestro lector. Esa preferencia, en un español, no hubiera sido inexplicable; pero sin duda lo es en un simbolista de Nîmes, devoto esencialmente de Poe, que engendró a Baudelaire, que engendró a Mallarmé, que engendró a Valéry, que engendró a Edmond Teste. La carta precitada ilumina el punto. «El Quijote», aclara Menard, «me interesa profundamente, pero no me parece ¿cómo lo diré?, inevitable. No puedo imaginar el universo sin la interjección de Poe:

  Ah, bear in mind this garden was enchanted!

  o sin el Bateau ivre o el Ancient Mariner, pero me sé capaz de imaginarlo sin el Quijote. (Hablo, naturalmente, de mi capacidad personal, no de la resonancia histórica de las obras). El Quijote es un libro contingente, el Quijote es innecesario. Puedo premeditar su escritura, puedo escribirlo, sin incurrir en una tautología. A los doce o trece años lo leí, tal vez íntegramente. Después he releído con atención algunos capítulos, aquellos que no intentaré por ahora. He cursado asimismo los entremeses, las comedias, la Galatea, las Novelas ejemplares, los trabajos sin duda laboriosos de Persiles y Segismunda y el Viaje del Parnaso… Mi recuerdo general del Quijote, simplificado por el olvido y la indiferencia, puede muy bien equivaler a la imprecisa imagen anterior de un libro no escrito. Postulada esa imagen (que nadie en buena ley me puede negar) es indiscutible que mi problema es harto más difícil que el de Cervantes. Mi complaciente precursor no rehusó la colaboración del azar: iba componiendo la obra inmortal un poco à la diable, llevado por inercias del lenguaje y de la invención. Yo he contraído el misterioso deber de reconstruir literalmente su obra espontánea. Mi solitario juego está gobernado por dos leyes polares. La primera me permite ensayar variantes de tipo formal o psicológico; la segunda me obliga a sacrificarlas al texto “original” y a razonar de un modo irrefutable esa aniquilación… A esas trabas artificiales hay que sumar otra, congénita. Componer el Quijote a principios del siglo XVII era una empresa razonable, necesaria, acaso fatal; a principios del XX, es casi imposible. No en vano han transcurrido trescientos años, cargados de complejísimos hechos. Entre ellos, para mencionar uno solo: el mismo Quijote».

  A pesar de esos tres obstáculos, el fragmentario Quijote de Menard es más sutil que el de Cervantes. Éste, de un modo burdo, opone a las ficciones caballerescas la pobre realidad provinciana de su país; Menard elige como «realidad» la tierra de Carmen durante el siglo de Lepanto y de Lope. ¡Qué españoladas no habría aconsejado esa elección a Maurice Barrès o al doctor Rodríguez Larreta! Menard, con toda naturalidad, las elude. En su obra no hay gitanerías ni conquistadores ni místicos ni Felipe II ni autos de fe. Desatiende o proscribe el color local. Ese desdén indica un sentido nuevo de la novela histórica. Ese desdén condena a Salammbô, inapelablemente.

  No menos asombroso es considerar capítulos aislados. Por ejemplo, examinemos el XXXVIII de la primera parte, «que trata del curioso discurso que hizo Don Quixote de las armas y las letras». Es sabido que Don Quijote (como Quevedo en el pasaje análogo, y posterior, de La hora de todos) falla el pleito contra las letras y en favor de las armas. Cervantes era un viejo militar: su fallo se explica. ¡Pero que el Don Quijote de Pierre Menard —hombre contemporáneo de La trahison des clercs y de Bertrand Russell— reincida en esas nebulosas sofisterías! Madame Bachelier ha visto en ellas una admirable y típica subordinación del autor a la psicología del héroe; otros (nada perspicazmente) una transcripción del Quijote; la baronesa de Bacourt, la influencia de Nietzsche. A esa tercera interpretación (que juzgo irrefutable) no sé si me atreveré a añadir una cuarta, que condice muy bien con la casi divina modestia de Pierre Menard: su hábito resignado o irónico de propagar ideas que eran el estricto reverso de las preferidas por él. (Rememoremos otra vez su diatriba contra Paul Valéry en la efímera hoja superrealista de Jacques Reboul). El texto de Cervantes y el de Menard son verbalmente idénticos, pero el segundo es casi infinitamente más rico. (Más ambiguo, dirán sus detractores; pero la ambigüedad es una riqueza).

  Es una revelación cotejar el Don Quijote de Menard con el de Cervantes. Éste, por ejemplo, escribió (Don Quijote, primera parte, capítulo IX):

…la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.

  Redactada en el siglo XVII, redactada por el «ingenio lego» Cervantes, esa enumeración es un mero elogio retórico de la historia. Menard, en cambio, escribe:

  …la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.

  La historia, madre de la verdad; la idea es asombrosa. Menard, contemporáneo de William James, no define la historia como una indagación de la realidad sino como su origen. La verdad histórica, para él, no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que sucedió. Las cláusulas finales —ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir— son descaradamente pragmáticas. También es vívido el contraste de los estilos. El estilo arcaizante de Menard —extranjero al fin— adolece de alguna afectación. No así el del precursor, que maneja con desenfado el español corriente de su época.

  No hay ejercicio intelectual que no sea finalmente inútil. Una doctrina filosófica es al principio una descripción verosímil del universo; giran los años y es un mero capítulo —cuando no un párrafo o un nombre— de la historia de la filosofía. En la literatura, esa caducidad final es aún más notoria. «El Quijote» me dijo Menard «fue ante todo un libro agradable; ahora es una ocasión de brindis patrióticos, de soberbia gramatical, de obscenas ediciones de lujo. La gloria es una incomprensión y quizá la peor».

  Nada tienen de nuevo esas comprobaciones nihilistas; lo singular es la decisión que de ellas derivó Pierre Menard. Resolvió adelantarse a la vanidad que aguarda todas las fatigas del hombre; acometió una empresa complejísima y de antemano fútil. Dedicó sus escrúpulos y vigilias a repetir en un idioma ajeno un libro preexistente. Multiplicó los borradores; corrigió tenazmente y desgarró miles de páginas manuscritas.[3] No permitió que fueran examinadas por nadie y cuidó que no le sobrevivieran. En vano he procurado reconstruirlas.

  He reflexionado que es lícito ver en el Quijote «final» una especie de palimpsesto, en el que deben traslucirse los rastros —tenues pero no indescifrables— de la «previa» escritura de nuestro amigo. Desgraciadamente, sólo un segundo Pierre Menard, invirtiendo el trabajo del anterior, podría exhumar y resucitar esas Troyas…

  «Pensar, analizar, inventar (me escribió también) no son actos anómalos, son la normal respiración de la inteligencia. Glorificar el ocasional cumplimiento de esa función, atesorar antiguos y ajenos pensamientos, recordar con incrédulo estupor lo que el doctor universalis pensó, es confesar nuestra languidez o nuestra barbarie. Todo hombre debe ser capaz de todas las ideas y entiendo que en el porvenir lo será».

  Menard (acaso sin quererlo) ha enriquecido mediante una técnica nueva el arte detenido y rudimentario de la lectura: la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas. Esa técnica de aplicación infinita nos insta a recorrer la Odisea como si fuera posterior a la Eneida y el libro Le jardin du Centaure de Madame Henri Bachelier como si fuera de Madame Henri Bachelier. Esa técnica puebla de aventura los libros más calmosos. Atribuir a Louis Ferdinand Céline o a James Joyce la Imitación de Cristo ¿no es una suficiente renovación de esos tenues avisos espirituales?

  Nîmes, 1939


[1] Madame Henri Bachelier enumera asimismo una versión literal de la versión literal que hizo Quevedo de la Introduction à la vie dévote de San Francisco de Sales. En la biblioteca de Pierre Menard no hay rastros de tal obra. Debe tratarse de una broma de nuestro amigo, mal escuchada.

[2]  Tuve también el propósito secundario de bosquejar la imagen de Pierre Menard. Pero ¿cómo atreverme a competir con las páginas áureas que me dicen prepara la baronesa de Bacourt o con el lápiz delicado y puntual de Carolus Hourcade?

[3] Recuerdo sus cuadernos cuadriculados, sus negras tachaduras, sus peculiares símbolos tipográficos y su letra de insecto. En los atardeceres le gustaba salir a caminar por los arrabales de Nîmes; solía llevar consigo un cuaderno y hacer una alegre fogata.


En Ficciones (1944)
Retrato de Borges en Buenos Aires


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