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19/9/15

Jorge Luis Borges: La pesadilla







Sueño con un antiguo rey. De hierro
es la corona y muerta la mirada.
Ya no hay caras así. La firme espada
lo acatará, leal como su perro.
No sé si es de Nortumbria o de Noruega.
Sé que es del Norte. La cerrada y roja
barba le cubre el pecho. No me arroja
una mirada su mirada ciega.
¿De qué apagado espejo, de qué nave
de los mares que fueron su aventura,
habrá surgido el hombre gris y grave
que me impone su antaño y su amargura?
Sé que me sueña y que me juzga, erguido.
El día entra en la noche. No se ha ido.



En Libro de sueños (1976)
Y en La moneda de hierro (1976)
Retrato de Jorge Luis Borges
En Jorge Luis Borges en Buenos Aires
©Sara Facio, Editorial La Azotea
Buenos Aires, 2004


31/8/15

Jorge Luis Borges: Olaus Magnus (1490-1558)








El libro es de Olaus Magnus el teólogo
que no abjuró de Roma cuando el Norte
profesó las doctrinas de John Wyclif,
de Hus y de Lutero. Desterrado
del Septentrión, buscaba por las tardes
de Italia algún alivio de sus males
y compuso la historia de su gente
pasando de las fechas a la fábula.
Una vez, una sola, la he tenido
en las manos. El tiempo no ha borrado
el dorso de cansado pergamino,
la escritura cursiva, los curiosos
grabados en acero, las columnas
de su docto latín. Hubo aquel roce.
Oh no leído y presentido libro,
tu hermosa condición de cosa eterna
entró una tarde en las perpetuas aguas
de Heráclito, que siguen arrastrándome.






En La moneda de hierro (1976)
Foto sin atribución de autor ni fecha (ca. 1983)
Vía Ignoria
Imagen inferior:Olaus Magnus:
Historia de gentibus septentrionalibus, earumque diversis statibus





21/6/15

Jorge Luis Borges: A mi padre









Tú quisiste morir enteramente,
la carne y la gran alma. Tú quisiste
entrar en la otra sombra sin la triste
plegaria del medroso y del doliente.
Te hemos visto morir con el tranquilo
ánimo de tu padre ante las balas.
La guerra no te dio su ímpetu de alas,
la torpe parca fue cortando el hilo.
Te hemos visto morir sonriente y ciego.
Nada esperabas ver del otro lado,
pero tu sombra acaso ha divisado
los arquetipos últimos que el griego
soñó y que me explicabas. Nadie sabe
de qué mañana el mármol es la llave.



En La moneda de hierro (1976)
Imagen: Borges dictando texto a su madre Leonor Acevedo
Sobre el escritorio, retrato de su padre Jorge Guillermo, vía

5/6/15

Jorge Luis Borges: A Manuel Mujica Láinez







Isaac Luria declara que la eterna Escritura
tiene tantos sentidos como lectores. Cada
versión es verdadera y ha sido prefijada
por Quien es el lector, el libro y la lectura.
Tu versión de la patria, con sus fastos y brillos,
entra en mi vaga sombra como si entrara el día
y la oda se burla de la Oda. (La mía
no es más que una nostalgia de ignorantes cuchillos
y de viejo coraje.) Ya se estremece el Canto,
ya, apenas contenidas por la prisión del verso,
surgen las muchedumbres del futuro y diverso
reino que será tuyo, su júbilo y su llanto.
Manuel Mujica Láinez, alguna vez tuvimos
una patria -¿recuerdas?- y los dos la perdimos.


                                                                                            1974


En La moneda de hierro (1976)
Foto: Borges, Sábato y Mujica Láinez
Archivo La Nación vía


6/4/15

Jorge Luis Borges: Prólogo [La moneda de hierro]







Bien cumplidos los setenta años que aconseja el Espíritu, un escritor, por torpe que sea, ya sabe ciertas cosas. La primera, sus límites. Sabe con razonable esperanza lo que puede intentar y —lo cual sin duda es más importante— lo que le está vedado. Esta comprobación, tal vez melancólica, se aplica a las generaciones y al hombre. Creo que nuestro tiempo es incapaz de la oda pindárica o de la penosa novela histórica o de los alegatos en verso; creo, acaso con análoga ingenuidad, que no hemos acabado de explorar las posibilidades indefinidas del proteico soneto o de las estrofas libres de Whitman. Creo, asimismo, que la estética abstracta es una vanidosa ilusión o un agradable tema para las largas noches del cenáculo o una fuente de estímulos y de trabas. Si fuera una, el arte sería uno. Ciertamente no lo es; gozamos con una pareja fruición de Hugo y de Virgilio, de Robert Browning y de Swinburne, de los escandinavos y de los persas. La música de hierro del sajón no nos place menos que las delicadezas morosas del simbolismo. Cada sujeto, por ocasional o tenue que sea, nos impone una estética peculiar. Cada palabra, aunque esté cargada de siglos, inicia una página en blanco y compromete el porvenir.
En cuanto a mí... Sé que este libro misceláneo que el azar fue dejándome a lo largo de 1976, en el yermo universitario de East Lansing y en mi recobrado país, no valdrá mucho más ni mucho menos que los anteriores volúmenes. Este módico vaticinio, que nada nos cuesta admitir, me depara una suerte de impunidad. Puedo consentirme algunos caprichos, ya que no me juzgarán por el texto sino por la imagen indefinida pero suficientemente precisa que se tiene de mí. Puedo transcribir las vagas palabras que oí en un sueño y denominarlas Ein Traum. Puedo reescribir y acaso malear un soneto sobre Spinoza. Puedo tratar de aligerar, mudando el acento prosódico, el endecasílabo castellano. Puedo, en fin, entregarme al culto de los mayores y a ese otro culto que ilumina mi ocaso: la germanística de Inglaterra y de Islandia.
No en vano fui engendrado en 1899. Mis hábitos regresan a aquel siglo y al anterior y he procurado no olvidar mis remotas y ya desdibujadas humanidades. El prólogo tolera la confidencia: he sido un vacilante conversador y un buen auditor. No olvidaré los diálogos de mi padre, de Macedonio Fernández, de Alfonso Reyes y de Rafael Cansinos-Assens. Me sé del todo indigno de opinar en materia política, pero tal vez me sea perdonado añadir que descreo de la democracia, ese curioso abuso de la estadística.

J. L. B.
Buenos Aires, 27 de julio de 1976




La moneda de hierro (1976)
Foto original color: Diego Goldberg/Sygma/Corbis 1976


8/2/15

Jorge Luis Borges: México








¡Cuántas cosas iguales! El jinete y el llano,
La tradición de espadas, la plata y la caoba,
el piadoso benjuí que sahúma la alcoba
y ese latín venido a menos, el castellano.
¡Cuántas cosas distintas! Una mitología
de sangre que entretejen los hondos dioses muertos,
Los nopales que dan horror a los desiertos
y el amor de una sombra que es anterior al día.
¡Cuántas cosas eternas! El patio que se llena
de lenta y leve luna que nadie ve, la ajada
violeta entre las páginas de Nájera olvidada,
el golpe de la ola que regresa a la arena.
El hombre que en su lecho último se acomoda
para esperar la muerte. Quiere tenerla, toda.



En La moneda de hierro (1976)
Foto Paulina Lavista: Borges y Miguel Capistrán (México, 1971)



18/12/14

Jorge Luis Borges: Elegía del recuerdo imposible







Qué no daría yo por la memoria
de una calle de tierra con tapias bajas
y de un alto jinete llenando el alba
(largo y raído el poncho)
en uno de los días de la llanura,
en un día sin fecha.
Qué no daría yo por la memoria
de mi madre mirando la mañana
en la estancia de Santa Irene,
sin saber que su nombre iba a ser Borges.
Qué no daría yo por la memoria
de haber combatido en Cepeda
y de haber visto a Estanislao del Campo
saludando la primera bala
con la alegría del coraje.
Qué no daría yo por la memoria
de un portón de quinta secreta
que mi padre empujaba cada noche
antes de perderse en el sueño
y que empujó por última vez
el catorce de febrero del 38.
Qué no daría yo por la memoria
de las barcas de Hengist,
zarpando de la arena de Dinamarca
para debelar una isla
que aún no era Inglaterra.
Qué no daría yo por la memoria
(la tuve y la he perdido)
de una tela de oro de Turner,
vasta como la música.
Qué no daría yo por la memoria
de haber oído a Sócrates
que, en la tarde de la cicuta,
examinó serenamente el problema
de la inmortalidad,
alternando los mitos y las razones
mientras la muerte azul iba subiendo
desde los pies ya fríos.
Qué no daría yo por la memoria
de que me hubieras dicho que me querías
y de no haber dormido hasta la aurora,
desgarrado y feliz.



En La moneda de hierro (1976)
Foto: Borges 1985 en New York © Ferdinando Scianna/Magnum


15/12/14

Jorge Luis Borges: La luna








A María Kodama

Hay tanta soledad en ese oro.
La luna de las noches no es la luna
que vio el primer Adán. Los largos siglos
de la vigilia humana la han colmado
de antiguo llanto. Mírala. Es tu espejo.





En La moneda de hierro (1976)
Foto: Kodama y Borges en Palermo, frente a La Vucciria del pintor italiano Renato Guttuso 1984
© Ferdinando Scianna/Magnum Photos 



24/9/14

Jorge Luis Borges: Dos sonetos sobre Spinoza








Spinoza

Las traslúcidas manos del judío
labran en la penumbra los cristales
y la tarde que muere es miedo y frío.
(Las tardes a las tardes son iguales.)

Las manos y el espacio de jacinto
que palidece en el confín del Ghetto
casi no existen para el hombre quieto
que está soñando un claro laberinto.

No lo turba la fama, ese reflejo
de sueños en el sueño de otro espejo,
ni el temeroso amor de las doncellas.

Libre de la metáfora y del mito
labra un arduo cristal: el infinito
mapa de Aquel que es todas Sus estrellas.


En El Otro el Mismo (1964)

Baruch Spinoza

Bruma de oro, el occidente alumbra
la ventana. El asiduo manuscrito
aguarda, ya cargado de infinito.
Alguien construye a Dios en la penumbra.

Un hombre engendra a Dios. Es un judío
de tristes ojos y de piel cetrina;
lo lleva el tiempo como lleva el río
una hoja en el agua que declina.

No importa. El hechicero insiste y labra
a Dios con geometría delicada;
desde su enfermedad, desde su nada,

Sigue erigiendo a Dios con la palabra.
El más pródigo amor le fue otorgado,
el amor que no espera ser amado.


En La moneda de hierro (1976)




Foto: Manuscrito Spinoza
En Horacio Jorge Becco: Jorge Luis Borges. Bibliografía total 1923/1973
Edición homenaje 50º aniversario de su publicación
Librería Casa Pardo Buenos Aires 1983


26/7/14

Jorge Luis Borges: El inquisidor






Pude haber sido un mártir. Fui un verdugo.
Purifiqué las almas con el fuego.
Para salvar la mía, busqué el ruego,
el cilicio, las lágrimas y el yugo.
En los autos de fe vi lo que había
sentenciado mi lengua. Las piadosas
hogueras y las carnes dolorosas,
el hedor, el clamor y la agonía.
He muerto. He olvidado a los que gimen,
pero sé que este vil remordimiento
es un crimen que sumo al otro crimen
y que a los dos ha de arrastrar el viento
del tiempo, que es más largo que el pecado
y que la contrición. Los he gastado.


En La moneda de hierro, 1975
Foto: Borges 1983 en Palermo por Ferdinando Scianna/Magnum Photos


18/7/14

Jorge Luis Borges: Los ecos





Ultrajada la carne por la espada
de Hamlet muere un rey en Dinamarca
en su alcázar de piedra, que domina
el mar de sus piratas. La memoria
y el olvido entretejen una fábula
de otro rey muerto y de su sombra. Saxo
Gramático recoge esa ceniza
en su Gesta Danorum. Unos siglos
y el rey vuelve a morir en Dinamarca
y al mismo tiempo, por curiosa magia,
en un tinglado de los arrabales
de Londres. Lo ha soñado William Shakespeare.
Eterna como el acto de la carne
o como los cristales de la aurora
o como las figuras de la luna
es la muerte del rey. La soñó Shakespeare
y seguirán soñándola los hombres
y es uno de los hábitos del tiempo
y un rito que ejecutan en la hora
predestinada unas eternas formas.


En La moneda de hierro, 1976
Imagen: Annemarie Heinrich

27/6/14

Jorge Luis Borges: Signos





A Susana Bombal

Hacia 1915, en Ginebra, vi en la terraza de un museo una alta campana con caracteres chinos. En 1976 escribo estas líneas:


Indescifrada y sola, sé que puedo
ser en la vaga noche una plegaria
de bronce o la sentencia en que se cifra
el sabor de una vida o de una tarde
o el sueño de Chuang Tzu, que ya conoces
o una fecha trivial o una parábola
o un vasto emperador, hoy unas sílabas,
o el universo o tu secreto nombre
o aquel enigma que indagaste en vano
a lo largo del tiempo y de sus días.
Puedo ser todo. Déjame en la sombra.




En La moneda de hierro, 1976
Foto: Jorge Luis Borges en su casa por Lisl Steiner

12/6/14

Jorge Luis Borges: 991 A.D.






Casi todos creyeron que la batalla, esa cosa viva y cambiante, los había arrojado contra el pinar. Eran diez o doce en la tarde. Hombres del arado y del remo, de los tercos trabajos de la tierra y de su fatiga prevista, eran ahora soldados. Ni el sufrimiento de los otros ni el de su propia carne les importaba. Wulfred, atravesado el hombro por un dardo, murió a unos pasos del pinar. Nadie se apiadó del amigo, ninguno volvió la cabeza. Ya en la apretada sombra de las hojas, todos se dejaron caer, pero sin desprenderse de los escudos ni de los arcos. Aidan, sentado, habló con lenta gravedad como si pensara en voz alta.

—Byrhtnoth, que fue nuestro señor, ha dado el espíritu. Soy ahora el más viejo y quizá el más fuerte. No sé cuántos inviernos puedo contar, pero su tiempo me parece menor que el que me separa de esta mañana. Werferth dormía cuando el tañer de la campana me despertó. Tengo el sueño liviano de los viejos. Desde la puerta divisé las velas rayadas de los navegantes (los vikings), que ya habían echado anclas. Aperamos los caballos de la granja y seguimos a Byrhtnoth. A la vista del enemigo fueron repartidas las armas y las manos de muchos aprendieron el gobierno de los escudos y de los hierros. Desde la otra margen del río, un mensajero de los vikings pidió un tributo de ajorcas de oro y nuestro señor contestó que lo pagaría con antiguas espadas. La creciente del río se interponía entre los dos ejércitos. Temíamos la guerra y la anhelábamos, porque era inevitable. A mi derecha estaba Werferth y casi lo alcanzó una flecha noruega.

Tímidamente, Werferth lo interrumpió:

—Tú la quebraste, padre, con el escudo.

Aidan siguió:

—Tres de los nuestros defendieron el puente. Los navegantes propusieron que los dejáramos cruzar por el vado. Byrhtnoth les dio su venia. Obró así, creo, porque estaba ganoso de la batalla y para amedrentar a los paganos con la fe que había puesto en nuestro coraje. Los enemigos atravesaron el río, en alto los escudos, y pisaron el pasto de la barranca. Después vino el encuentro de hombres.

La gente lo seguía con atención. Iban recordando los hechos que Aidan enumeraba y que les parecía comprender sólo ahora, cuando una voz los acuñaba en palabras. Desde el amanecer, habían combatido por Inglaterra y por su dilatado imperio futuro y no lo sabían.

Werferth, que conocía bien a su padre, sospechó que algo se ocultaba bajo aquel pausado discurso. Aidan continuó:

—Unos pocos huyeron y serán la befa del pueblo. De cuantos quedamos aquí no hay uno solo que no haya matado a un noruego. Cuando Byrhtnoth murió yo estaba a su lado. No rogó a Dios que sus pecados le fueran perdonados; sabía que todos los hombres son pecadores. Le agradeció los días de ventura que Este le había deparado en la tierra y, sobre los otros, el último: el de nuestra batalla. A nosotros nos toca merecer haber sido testigos de su muerte y de las otras muertes y hazañas de esta grande jornada. Sé la mejor manera de hacerlo. Iremos por el atajo y arribaremos a la aldea antes que los vikings. Desde ambos lados del camino, emboscados, los recibiremos con flechas. La larga guerra nos había rendido; os conduje aquí para descansar. 

Se había puesto de pie y era firme y alto, como cuadra a un sajón.

—¿Y después Aidan? —dijo uno del grupo, el más joven.

—Después nos matarán. No podemos sobrevivir a nuestro señor. Él nos ordenó esta mañana; ahora las órdenes son mías. No sufriré que haya un cobarde. He hablado.

Los hombres fueron levantándose. Alguno se quejó.

—Somos diez, Aidan —contó el muchacho.

Aidan prosiguió con su voz de siempre:

—Seremos nueve. Werferth, mi hijo, ahora estoy hablando contigo. Lo que te ordenaré no es fácil. Tienes que irte solo y dejarnos. Tienes que renunciar a la contienda, para que perdure el día de hoy en la memoria de los hombres. Eres el único capaz de salvarlo. Eres el cantor, el poeta.

Werferth se arrodilló. Era la primera vez que su padre le hablaba de sus versos. Dijo con voz cortada:

—Padre ¿dejarás que a tu hijo lo tachen de cobarde como a los miserables que huyeron?

Aidan le replicó:

—Ya has dado prueba de no ser un cobarde. Nosotros cumpliremos con Byrhtnoth dándole nuestra vida; tú cumplirás con él guardando su memoria en el tiempo.

Se volvió a los otros y dijo:

—Ahora, a cruzar el bosque. Disparada la última flecha, arrojaremos los escudos a la batalla y saldremos con las espadas. Werferth los vio perderse en la penumbra del día y de las hojas, pero sus labios ya encontraban un verso.


En La moneda de hierro (1976)
Foto: Borges en Palermo, Sicilia 1984 © Ferdinando Scianna - Magnum Photos  

11/6/14

Jorge Luis Borges: La moneda de hierro






Aquí está la moneda de hierro. Interroguemos
Las dos contrarias caras que serán la respuesta
De la terca demanda que nadie no se ha hecho:
¿Por qué precisa un hombre que una mujer lo quiera?
Miremos. En el orbe superior se entretejen
El firmamento cuádruple que sostiene el diluvio
Y las inalterables estrellas planetarias.
Adán, el joven padre, y el joven Paraíso.
La tarde y la mañana. Dios en cada criatura.
En ese laberinto puro está tu reflejo.
Arrojemos de nuevo la moneda de hierro
Que es también un espejo mágico.
Su reverso Es nadie y nada y sombra y ceguera. Eso eres.
De hierro las dos caras labran un solo eco.
Tus manos y tu lengua son testigos infieles.
Dios es el inasible centro de la sortija.
No exalta ni condena. Obra mejor: olvida.
Maculado de infamia ¿por qué no han de quererte?
En la sombra del otro buscamos nuestra sombra;
En el cristal del otro, nuestro cristal recíproco.



En La moneda de hierro (1976)
Foto: Borges en el escritorio de Paul Groussac, por Sara Facio

25/4/14

Jorge Luis Borges: Episodio del enemigo





Tantos años huyendo y esperando y ahora el enemigo estaba en mi casa. Desde la ventana lo vi subir penosamente por el áspero camino del cerro. Se ayudaba con un bastón, con un torpe bastón que en viejas manos no podía ser un arma sino un báculo. Me costó percibir lo que esperaba: el débil golpe contra la puerta. Miré, no sin nostalgia, mis manuscritos, el borrador a medio concluir y el tratado de Artemidoro sobre los sueños, libro un tanto anómalo ahí, ya que no sé griego. Otro día perdido, pensé. Tuve que forcejear con la llave. Temí que el hombre se desplomara, pero dio unos pasos inciertos, soltó el bastón, que no volví a ver, y cayó en mi cama, rendido. Mi ansiedad lo había imaginado muchas veces, pero sólo entonces noté que se parecía, de un modo casi fraternal, al último retrato de Lincoln. Serían las cuatro de la tarde.

Me incliné sobre él para que me oyera.

—Uno cree que los años pasan para uno —le dije— pero pasan también para los demás. Aquí nos encontramos al fin y lo que antes ocurrió no tiene sentido.

Mientras yo hablaba, se había desabrochado el sobretodo. La mano derecha estaba en el bolsillo del saco. Algo me señalaba y yo sentí que era un revólver.

Me dijo entonces con voz firme:

—Para entrar en su casa, he recurrido a la compasión. Lo tengo ahora a mi merced y no soy misericordioso.

Ensayé unas palabras. No soy un hombre fuerte y sólo las palabras podían salvarme. Atiné a decir:

—Es la verdad que hace tiempo maltraté a un niño, pero usted ya no es aquel niño ni yo aquel insensato. Además, la venganza no es menos vanidosa y ridícula que el perdón.

—Precisamente porque ya no soy aquel niño —me replicó— tengo que matarlo. No se trata de una venganza sino de un acto de justicia. Sus argumentos, Borges, son meras estratagemas de su terror para que no lo mate. Usted ya no puede hacer nada.

—Puedo hacer una cosa —le contesté.

—¿Cuál? —me preguntó.

—Despertarme.

Y así lo hice.


En El oro de los tigres (1972)

En La moneda de hierro (1976)
Y en Libro de sueños (1976)
Imagen: Borges en Adrogué
Foto de Hernán Rojas, fotoperiodista de Clarín


23/4/14

Jorge Luis Borges: La pesadilla





Sueño con un antiguo rey. De hierro
es la corona y muerta la mirada.
Ya no hay caras así. La firme espada
lo acatará, leal como su perro.

No sé si es de Nortumbria o de Noruega.
Sé que es del Norte. La cerrada y roja
barba le cubre el pecho. No me arroja
una mirada su mirada ciega.

¿De qué apagado espejo, de qué nave
de los mares que fueron su aventura,
habrá surgido el hombre gris y grave

que me impone su antaño y su amargura?
Sé que me sueña y que me juzga, erguido.
El día entra en la noche. No se ha ido.


En La moneda de hierro, 1976
Imagen s/d


3/4/14

Jorge Luis Borges: A Johannes Brahms







Yo que soy un intruso en los jardines
que has prodigado a la plural memoria
del porvenir, quise cantar la gloria
que hacia el azul erigen tus violines.
He desistido ahora, para honrarte
no basta esa miseria que la gente
suele apodar con vacuidad el arte.
Quien te honrare ha de ser claro y valiente.
Soy un cobarde. Soy un triste. Nada
podrá justificar esa osadía
de cantar la magnífica alegría
–fuego y cristal– de tu alma enamorada.
Mi servidumbre es la palabra impura,
vástago de un concepto y de un sonido;
ni símbolo, ni espejo, ni gemido,
tuyo es el río que huye y que perdura.



En La moneda de hierro, 1976
Imagen: Borges en Sicilia (1984) por Ferdinando Scianna/Magnum



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