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9/4/19

Abel Posse: Diálogo con Jorge Luis Borges (en ocasión de sus 80 años)





La Gaceta, 26/08/1979
Borges vive en la calle Maipú, en pleno centro de Buenos Aires. Ocupa un modesto departamento de tres ambientes, de los construidos en la década del 30, con muebles coetáneos. Lo atiende Fanny, una sólida mucama ‑ cocinera paraguaya enérgica y poco sensible a las cosas del mundo literario del patrón de casa. Por la casa merodea “Beppo” un gato blanco, gordo y poco espiritual.
Sorprende no ver adornos. Sobre un aparador hay un centro de mesa de cristal donde estaban mezcladas algunas boletas de la electricidad con la medalla de la Orden Británica. Las paredes están recubiertas de libros que fueron usados hasta hace unos 25 años, cuando todavía Borges podía leer. Son casi todos libros en inglés, encuadernados. Allí están los frecuentados clásicos y esos libros exóticos con los que Borges creó muchos de sus juegos literarios y esas citas que le dieron fama de erudito. En el pequeño cuarto de Borges, con una cama contra la pared (no ocupa el cuarto dejado por la madre que quedó igual desde su muerte, con la gran cama, testimoniando lo que significa para Borges una pesadísima ausencia), hay una biblioteca con los clásicos españoles.
No se ve ningún libro nuevo o siquiera reciente. Fanny, según dicen, echa a la basura sin más trámite las decenas que llegan cada mes, enviados por jóvenes escritores entusiastas de todo el mundo. Algunos sospechan que la correspondencia no corre mejor suerte. Lo cierto es que Borges, si se ocupase de ella, debería montar una oficina.
Lo curioso es que tampoco se ven libros de Borges (no pude encontrar ninguna de sus tantas traducciones en lenguas extranjeras). Sólo vi un ejemplar de las Obras Completas.
Borges tiene 80 años. Dice mucho en su favor que nadie lo trate como a un anciano. Logra hacer olvidar la edad y también la ceguera casi completa (observé muchas veces que la gente le dice ¿vio esto? ¿leyó aquello?, sin sentirse incómoda después de formulada la pregunta).
Cuando llegué se estaba terminando de afeitar. Lo hacía con una máquina eléctrica que él llama la navaja (y me explicó: “Al fin de cuentas se trata de varias navajitas que giran, Le hago una reflexión sobre su edad y me dice:
B: no, nada de hablar de la edad. Es insignificante. Además, fíjese, no soy más que una víctima del sistema métrico decimal. Según él cumplo ochenta años. Si se les hubiese ocurrido contar cada doce o cada catorce unidades yo ahora podría tener una edad decorosa, sesenta años digamos…
P: usted cumple con una tradición de familia, la longevidad.
B: sí, es cierto. He estado pensando que la longevidad es una forma de insomnio.
P: pero sería el único insomnio en que se rehuye el sueño reparador. El insomne normal lo único que desea es dormir. En cambio nadie quiere morir…
B: no. Los longevos ‑más bien queremos morir. Mi madre siempre me decía “¿Viste? Otro día:. todavía no me he muerto”. Si a mí me dijesen que me muero esta noche sería tanta la alegría que a lo mejor no me muero.
P: vengo de España y muchos amigos me comentaron algunos de sus juicios sobre la literatura española, a muchos les cayeron mal…
B: ¿por qué? No creo haber dicho nada malo. La literatura española… Trataré de decirlo cortésmente: empieza espléndidamente con los Romances que son realmente lindísimos. Luego vienen escritores admirables como Fray Luis de León que para mí sigue siendo el mejor poeta castellano. Y San Juan de la Cruz. Y así llegamos al Quijote que creo que es un libro realmente inagotable, sobre todo la segunda parte. Pero después ocurre algo que ya se nota en dos hombres de genio como lo son Quevedo y Góngora: todo se torna rígido. Uno tiene la impresión de que ya no hay caras sino máscaras. La culminación de este fenómeno se da en Baltasar Gracián, donde no se siente ninguna pasión ni sensibilidad. Es un mero juego de formas como el cubismo o la literatura de Joyce… Luego tenemos el siglo XVIII, muy pobre. Y el movimiento romántico donde España sirve para inspirar a todo el mundo menos a los españoles. Solamente queda Bécquer: una réplica débil del primer Héine…
P: ¿y Saavedra Fajardo?
B: es un gran escritor, justamente me lo estaban leyendo en estos días.
P: un pariente cercano suyo, un gran estilista.
B: gracias, haré lo posible por ser digno del parentesco… Luego de este panorama general ocurre un hecho que creo que no se debe ocultar: cuando todo se renueva sobre todo por influencia de Francia (la obra de Hugo, de Verlaine, de Poe ‑ Poe también nos llegaba de Francia porque entonces Francia era la forma para que se puedan comunicar dos países americanos) esa renovación se hace desde este lado del Atlántico y no desde España. Si Ud. piensa en Rubén Darío, en Jaimes Freyre, en Lugones; son poetas no inferiores y ciertamen­te anteriores a los Machado y a Juan Ramón Jiménez.
P: ¿y en la prosa?
B: yo quisiera mencionar el nombre de un renovador que tal vez va a molestar a los españoles: Groussac. Alfonso Reyes me dijo: Groussac, que era francés, me enseñó cómo debe escribirse en castellano…
P: muchos dicen ahora eso de usted.
B: gracias. Espero que alguien pueda enseñarme a mí a escribir bien…
P: ¿y la generación del 98? ¿Qué diría de Azorín?
B: no me gusta. Evaristo Carriego decía que escribía estilo “pan rallado” ¿querría decir que Azorín escribía sin unidad?
P: sin embargo es un creador de lenguaje. Tiene una gran fuerza estilística: domina el arte de crear un clima o una intimidad, con muy pocos elementos… ¿Y Valle Inclán?
B: me parece que era un guarango. Una vulgaridad.
P: ¿no le encuentra ningún valor literario?
B: no. Me parece de mal gusto. Como persona debió ser muy desagradable.
P: ¿y Unamuno?
B: Unamuno sí, aunque nunca me pude explicar bien ese deseo de inmortalidad que tenía. Más notable que su obra es su hábito de pensar continuamente, fue un pensador notable. A quien recuerdo con particular afecto es a Baroja. Se lo quiere más a él que a su obra. Es al revés de lo que pasa con Shakespeare: todos recordamos Hamlet y casi no nos interesa el hombre que lo escribió.
P: a mí me parece que Ud. fue un poco injusto con García Lorca cuando lo calificó de “andaluz profesional”. En España encontré gente enojada con Ud. ¿Tampoco le interesó el teatro de él?
B: vi “Yerma” y me pareció mala. Nunca me interesó García Lorca, pero no me gustaría que alguien crea que tengo algo en contra de los andaluces. Yo hubiera querido ser andaluz. Lo que nunca habría querido ser es catalán: los odian en España y entre los franceses se nota enseguida que son impostores… Pero recapitulando, yo creo que nosotros le dimos más a España que España a Hispanoamérica, a partir de Darío.
P: en su lista no recordó a Garcilaso…
B: muy bueno, extraordinario. Pero fíjese que venía de la poética italiana, de Petrarca; los mismos españoles lo consideraron exótico. Aunque, si uno los compara, Garcilaso nos parece más fuerte, más grande. En esa época los dos idiomas más importantes eran el español y el italiano. El inglés era un idioma raro, como sería el danés hoy. Esas importaciones de formas, como en el caso de Garcilaso, eran frecuentes. Saavedra Fajardo, por ejemplo, viene de los latinos, de la estructura de la frase latina. Mire qué maravillosa esta frase de Saavedra cuando habla de los escoceses: “El tribunal de sus iras y de sus venganzas es la espada”. (Borges recita): Corrientes aguas puras cristalinas

Qué maravilla, ¿no? Aunque algunas veces en Hispanoamérica la tradición española se torna un peligro. Fíjese que cuando estuve en Colombia, un señor que era poeta para elogiarme me dijo: “Qué bien se lo ve, señor Borges, redondo y colorado como un queso”: Terrible pasión por la metáfora, ¿no? Y una influencia de la métrica de Garcilaso:
Corrientes aguas puras cristalinas
Redondo y colorado como un queso…”
P: volviendo al tema de sus críticas a la literatura española, nuestra literatura, me parece que muchas cosas que usted dijo interesaron porque muchos tienen la sospecha de que gran parte de ella es aburrida.
B: claro. Tiene lo muy bueno y lo mucho de aburrido. Antes, en las primeras décadas del siglo, ocupaba un lugar de segunda, cuando la importante era la francesa, la inglesa, la alemana. A mí me contó Manuel Gálvez que fue una vez a verlo a Lugones y Lugones le dijo: “¿Para qué lee Ud. literatura española? Es como si Ud, se dedicara a la literatura búlgara. Lea la gran literatura y olvídese de esas piezas de museo de la literatura española, búlgara, etc.”
P: creo Borges que Ud. estará de acuerdo en que a pesar del mucho aburrimiento hay dos momentos inobjetables: la grandeza del Quijote, culminación de la nobleza literaria: y la poesía mística, San Juan, Fray Luis. Sólo esos dos momentos la ponen por encima, en cuanto a genialidad, de la literatura francesa, por ejemplo…
B: si. Y a pesar de Sancho.
P: ¿por qué?
B: Lugones decía que el contrapunto entre los dos personajes era innecesario, fácil. En “Martín Fierro” elogiaba que los dos gauchos, Cruz y Fierro no viviesen en contrapunto. Pero estoy de acuerdo con lo que dijo. Y ya que estamos hablando de literatura española no quisiera olvidar a dos amigos míos que fueron entre ellos enemigos personales: a Ramón Gómez de la Serna y a Cansinos Assens. Dos hombres de genio aunque completamente distintos, uno un erudito, el otro un gran artista. Gómez de la Serna fue un extraordinario literato y quedará en las letras. Buenos Aires le hizo mal. Yo creo que hubiera sido un gran poeta. Las “greguerías” le anularon muchas posibilidades: si uno se acostumbra a pensar en forma tan atomizada termina atomizado. Se disgregó en greguerías.
P: ¿un caso parecido tal vez al de Macedonio Fernández?: un buen escritor con poca obra.
B: Macedonio no quedará. A Macedonio sólo lo pueden apreciar los que le oyeron contar sus cosas… Y ya que no hablé tan bien de García Lorca quisiera decir que para mí Marcelino Menéndez y Pelayo es un gran poeta injustamente olvidado. Un gran poeta, mire este verso:
La náyade en el agua de la fuente…
P: tal vez su fama de erudito, su gran erudición, ocultó ante la gente su realidad de poeta…
B: sí, eso pasa. Ahora me acuerdo una cosa que decía Macedonio Fernández y que yo quiero suscribir totalmente; decía que los españoles y los hispanoamericanos deberíamos llamarnos “La familia de Cervantes”. Sería difícil unirnos todos diciendo “la familia de Quevedo”, a pesar de su grandeza de literato. En cambio si decimos “la familia de Cervantes” no creo que encontremos ningún opositor…
P: ¿Y de Pérez Galdós?
B: nunca me interesó ese tipo de novela, aunque leí “Misericordia” con placer. Pero en general no me interesa esa novela que se origina en Flaubert y según la cual cuando uno entra en una habitación tiene que describir todos los muebles que ve.
P: pero en cierto Flaubert. Porque en “Bouvard y Pecuchet”, que Ud. tanto elogió, hay un increíble avance: es la primera novela de este siglo.
B: sí, pero la que hizo escuela fue “Madame Bovary”. Stevenson creía que el que tenía la culpa de todo esto era Walter Scott. Pero en Sir W alter Scott se justificaba porque describe la Edad Media y hay que informar al lector de cosas y ambientes que no conoce.
P: ¿y Proust?
B: no me interesa. A mí me parece que creó un mundo menor, un mundo mezquino. Del mismo modo que creo que hay mezquindad en Joyce. (Joyce es más bien ilegible pero no se pueden olvidar ciertas frases espléndidas, era poeta, debió haber escrito sólo poemas). Pero al leer a Proust sentía que me asfixiaba, que estaba incidido en un mundo de chismes, que es lo que pasa un poco con Henry James, ¿no?
P: pero en Proust hay una nostalgia de una vida, de un tiempo, el fin de siglo, que hemos cargado de prestigios y que Proust lo supo conservar. El es como un símbolo de un mundo perdido.
B: sí, pero eso ya está fuera de lo literario. A mí me parece que no fue un “bon vivant”, por eso quizá pudo imaginar ese mundo…
P: a usted, que respeta tanto a Schopenhauer me gustaría preguntarle sobre el amor, las mujeres, la muerte, como en el título de aquel libro.
B: sobre las mujeres puedo decir que están y estuvieron siempre muy presentes en mí. Yo pienso tanto en las mujeres que trato de no pensar en ellas cuando escribo. Pero sin embargo están presentes. Diría también que siempre hay una mujer única que sin embargo no ha sido siempre la misma.
P: es una idea más bien platoniana.
B: en cuanto a la noción de arquetipo sí. Pero esa mujer es real aunque múltiple. En mi obra poética hay muchos versos de amor, pero la gente prefirió creer que yo tendría algún reparo en estos temas. No es así, al contrario.
P: tal vez eso ocurra porque usted no quiso llevar a su obra sus experiencias personales. Tampoco usted ha hablado de ellas en público, en ese sentido es usted muy “british”.
B: creo que sí. Usted sabe que, en Inglaterra si uno le decía a una mujer que era linda, se indignaba. Era un improcedente “personal remark” y uno no tenía derecho a hacer eso. Uno sólo tiene derecho a hablar de temas impersonales, generales.
P: pero los argentinos no somos así. Somos más bien impúdicos en ese sentido.
B: claro. Y además las mujeres esperan que les digan que son bonitas. Es casi al revés. Pero no participo de ese estilo. Fíjese que tengo amigos a quienes nunca hice ese tipo de confidencias, ni ellos a mí: Macedonio Fernández, Bioy Casares, Manuel Peyrou.
P: ¿y la muerte?
B: ¿la muerte?: la única esperanza que me queda.



En La Gaceta, Tucumán, 26 de agosto de 1979.
Foto:Abel Posse, Jorge Luis Borges,el prof Zilio y cuerpo docente
En la universidad de Ca Foscari, Venecia, 1974.
Archivo Abel Posse 

29/3/19

Jorge Luis Borges: El jugador






A Borges le fascinaba el azar que brinda la vida. A pesar de su timidez, se entregaba al azar en cuanto podía. Para él fue azar tanto viajar en globo como perderse en los arrabales de Buenos Aires o recorrer países remotos. No fue ajeno al juego. Alguna vez me comentó: «En una época fui jugador. Nunca me interesaron el póker ni la canasta, pero jugué al truco y al mus, que no llegué a entender demasiado».

—Al truco, usted me contó que había jugado con Nicolás Paredes —interrumpí.

  —Sí. Él era un gran jugador —recordó Borges—. Yo aprendí muchas picardías de Paredes y llegué a jugar en pareja con él. Otras veces jugamos mano a mano. Recuerdo que en la segunda visita que le hice, Paredes me preguntó si sabía jugar al truco; yo le contesté imprudentemente que sí. Entonces él sacó las barajas y nos pusimos a jugar. Al principio él me dejó ganar. Después me di cuenta de que ésa era la clásica o la consabida astucia de los tahúres; empezó luego a ganar él, y finalmente me ganó todo el dinero que yo tenía, que era bastante para la época. Paredes era un profesional del juego. Entonces le pedí que me prestara diez centavos para el tranvía. Paredes me devolvió todo el dinero que estaba encima de la mesa. Un poco molesto yo le pregunté si él había hecho trampa; y me contestó: «Bueno, usted tiene que entender que siempre yo voy a ser el ganador».

  —¡Qué linda anécdota! ¿Y él le enseñó luego a jugar bien?

  —Sí, yo fui aprendiendo con él, y algunas veces jugamos en pareja contra otros. Era un excelente jugador de truco.

  —¿Alguna vez usted me contó que jugaba a la ruleta, también? —vuelvo a preguntar.

  —Bueno, en una época sí; me gustaba la ruleta y fui inventor de algunas martingalas que no tuvieron demasiado éxito, ya que eran totalmente ineficaces. Alguna vez, sin embargo, llegué a ganar siguiendo ese método.

  —¿En qué consistía, Borges?

  —Yo anotaba los pares y los impares de, digamos, diez o doce bolillas, en el exacto orden en que iban saliendo; los anotaba y luego trazaba una línea, los unía y formaba una simetría. Una vez logrado esto, yo los seguí y, algunas veces, me dio buen resultado.

  —¿Con ese procedimiento esperaba salir de pobre?

  —No, no. Yo lo hacía para entretenerme, para demostrarme a mí mismo que podía ganar con ese método; pero no por codicia. No, digamos, al estilo Dostoievski, que lo hacía de una manera casi enfermiza. Yo tenía en claro que nadie gana a la ruleta y lo hacía con un interés que, bueno, podemos llamar placer intelectual.

  —¿Llegó a perder dinero con su sistema?

  —La mayoría de las veces sí. Gané otras, pero cuando perdía, perdía lo que ganaba y el capital invertido también. De manera que nunca me fue bien en el juego. Luego yo pensé en inventar un sistema de juego en el que no se ganara ni se perdiera nunca. La gente juega, en la mayoría de los casos, porque está desesperada, porque debe dinero o porque quiere dejar de ser pobre. Y luego viene la humillación de perder, la humillación que perdiendo en el juego puede llegar a ser trágica. Sin embargo, usted ve cómo se fomenta el juego, y eso lo hacen hasta los gobiernos; a mí me parece una inmoralidad… Yrigoyen fue el presidente más íntegro en ese sentido. Él quería cerrar el Jockey Club y el casino de Mar del Plata, pero no tuvo éxito. Tampoco llegó a pisar el hipódromo, y cuando lo invitaron a una carrera donde se corría un Gran Premio, él se ofendió y les contestó con una carta muy severa. ¡Cómo lo iban a invitar al Presidente de la República a concurrir a un sitio donde se jugaba por dinero! Él lo sintió como una ofensa, y yo creo que tenía razón, ya que el juego es un vicio, una cuestión de azar donde no hay esfuerzo personal.

  —También a la lotería jugó durante un largo tiempo. Borges entrecierra los ojos y concluye nostálgico:

  —Sí, yo seguí por años, cuando trabajaba en la biblioteca de Almagro, un número de lotería. Ahora, fíjese cómo en el azar la suerte siempre me fue esquiva. Cuando dejé de trabajar en la biblioteca, dejé también de comprar el billete, y a los pocos días salió premiado con la grande.


En: Alifano, RobertoEl humor de Borges (1995)
Imagen: Borges' Mid Lecture at First Church, junto a David Young
5-6 de mayo de 1983, Oberlin College Archives, Foto Edsel Little

16/3/19

Jaime Alazraki: Conversación con Borges sobre la Cábala. Entrevista inédita de 1971








Mi primer encuentro con Borges data de 1969. Tuvo lugar en diciembre de ese año, durante las jornadas del Simposio Internacional dedicado a su obra en la Universidad de Oklahoma. Borges regresaba de su primer viaje a Israel y había venido a los Estados Unidos a dictar una serie de conferencias en esa Universidad. Entre 1956 y 1962, yo había vivido en Israel y, naturalmente, las impresiones de su viaje reciente constituyeron el foco de nuestra conversación. Encuentros sucesivos ocurrirían en la Universidad de California en San Diego, en cuya ocasión Borges recibió “The Tryton Award”, un premio inventado ex profeso por la administración universitaria para esa oportunidad; en Los Ángeles, donde Borges habló para un público abigarrado que rebasaba la capacidad de la sala y entre los que se encontraban Anais Nïn, Carlos Castañeda y otros, que aún con la ayuda de las autoridades de UCLA no pudimos identificar (después de la conferencia, mientras cruzábamos los jardines del campus, Borges, recriminándose, le confesó a una estudiante argentina que lo guiaba del brazo que había representado al Borges público que todos querían oír, al otro, al actor de la prosa “Borges y yo”); en Orono, Maine, en abril de 1976, donde memorable y paradójicamente comentó y hasta discutió, con una rueda de críticos, los méritos y deméritos de su obra. Y luego los encuentros se prolongaron en Chicago, en Dickinson College, en Harvard, donde Borges fue homenajeado con un doctorado honoris causa que recibió ese año, 1981, junto a otros galardonados, entre los que figuraban Marguerite Yourcenar, el fotógrafo Ansel Adams y la soprano Leontyne Price; en Ginebra, donde vivió junto a María Kodama los últimos meses de su vida, y finalmente en Buenos Aires, que fue sin duda para mí el que dejó huella más profunda.

Con una beca Guggenheim, viajé a Buenos Aires en 1971 para trabajar en mi libro En busca del unicornio. Alquilé un apartamento en la calle Paraguay, cerca de esquina Uruguay. Borges era director de la Biblioteca Nacional desde 1955 y lo llamé apenas dispuse de un lugar y de un teléfono. Convinimos en almorzar al día siguiente en un restorán a la vuelta de su casa de la calle Maipú, donde Borges vivía con su madre. En esa ocasión le conté de mi largo ensayo sobre Borges y la Cábala, que acababa de terminar para la revista norteamericana TriQuaterly, un homenaje que sería algo así como la contrapartida para el público anglosajón de lo que había sido la revista L’Herne para el lector francés. Le pregunté si no era importunarlo demasiado sugerirle una entrevista que cubriera su larga amistad con la Cábala, con exclusión de otros temas sobre los cuales había sido ya entrevistado de manera casi machacona. Con esa generosidad que siempre tuvo para sus amigos y lectores, Borges propuso que nos encontráramos una mañana de septiembre en su despacho de la Biblioteca Nacional.

Yo había armado mis notas y había hecho un cuestionario que me serviría de guía. Cuando estuve frente a él y comenzamos a charlar, comprendí de inmediato que de poco me servirían esos adarmes tan meticulosamente preparados. El entrevistador propone y el entrevistado dispone. No sé de ningún caso en el que ese lugar común se haya probado tan al pie de la letra como en el caso de Borges. Mis primeras preguntas cayeron derrotadas por la imaginación y la enorme latitud intelectual de una mente que recuerda el relato “El jardín de senderos que se bifurcan”. La memoria y el pensamiento de Borges se ramifican en un entramado inagotable, donde cada idea, cada autor, cada reflexión y hasta cada cita forman una red en la que una noción, un recuerdo, una lectura, evocan, o más bien provocan, otras.

Mi error, primero, fue asumir que para trazar algo así como un mapa de su contacto y fascinación con la Cábala, Borges necesitaba de un itinerario, cuando en realidad la más leve de las alusiones bastaba para abrir los caudales de su memoria. Al final de la entrevista, Borges se disculpó por haberme defraudado con sus respuestas. En realidad, el defraudado debió haber sido él: el problema no estaba en sus respuestas sino en mis preguntas. A tal punto los dos debimos habernos sentido insatisfechos con los resultados de la entrevista que, cuando yo le sugerí, a las pocas semanas, que me permitiera publicar una conferencia sobre la Cábala que él había dado en 1970 en la Sociedad Hebraica Argentina de Buenos Aires, repuso de inmediato: “Sí, puede publicarla, pero como ésa es una conferencia que yo he improvisado habrá que trabajarla para convertirla en texto escrito”. Borges propuso que nos reuniéramos en su despacho de la Biblioteca con ese fin, y así lo hicimos.

Por un amigo me había enterado de esa conferencia sobre la Cábala que Borges había dado el año anterior en la Sociedad Hebraica. ¿Estaría grabada? ¿La habrían conservado? Para averiguar eso fui a ver a Bernardo Koremblit, que entonces dirigía la sección de Cultura de la Hebraica. Muy amablemente Koremblit me confirmó que Borges había dado esa conferencia sobre la Cábala y que, como era costumbre en esas ocasiones, la habían grabado para sus archivos. Le pedí que me la prestara por unos días y accedió de inmediato. A las pocas semanas pude conseguir, con la ayuda de una oficina de mecanógrafos en la calle Uruguay, una transcripción de la misma. Era apenas un borrador, casi una sombra de la conferencia de Borges, con nombres deformados, títulos equivocados y un texto plagado de errores inverosímiles. De esa hojarasca tipográfica salió la perla que la inteligencia infatigable de Borges rescataría.

Dos días de trabajo tupido no fueron suficientes para convertir el texto hablado en texto escrito. Borges sugirió que nos reuniéramos un domingo por la mañana, cuando la Biblioteca estaba cerrada al público y se podía trabajar más productivamente en el silencio de la soledad. Una vez más me conmovió su generosidad y su incansable capacidad de trabajo.

El domingo acordado yo lo esperé, como habíamos quedado, en la puerta de la Biblioteca. La Biblioteca por supuesto estaba cerrada y yo empecé a dudar de si Borges no se habría confundido, pero para mi sorpresa y apenas con unos minutos de retraso, apareció en la esquina de la calle Mexico, tanteando y abriéndose camino con su bastón. Misteriosamente, apenas estuvo frente a la puerta, apareció por dentro una persona que seguramente era el portero y que, habiendo reconocido a Borges, nos abrió la puerta. Al silencio de la Biblioteca vacía se unía el silencio del domingo. Instalados en su despacho, retomamos el texto donde lo habíamos dejado la última vez. El método de trabajo era simple: Borges me hacía leer una frase, que él repetía y que luego expurgaba hasta que quedara convertida en la frase que respondía a sus exigencias. Cuando eso ocurría, yo escribía la frase nueva y limpia que reemplazaba a la antigua. Algunas frases y palabras fueron suprimidas y nombres y títulos, aclarados. Cuidaba además de la coherencia y fluidez del texto y repetía las frases entre sus labios sin pronunciarlas, como si ensayara las varias versiones posibles hasta que alcanzaba la formulación que le parecía más satisfactoria y que me dictaba en voz alta.

Tanto me entusiasmó el haber sido el amanuense de ese texto que recogía la información y las reflexiones más quintaesenciadas del trato de Borges con la Cábala, tan satisfecho me sentía de haber contribuido a rescatar esa síntesis apretada de la percepción de Borges de la Cábala que, naturalmente, me olvidé de mi modesta entrevista. La conferencia de la Hebraica de 1970, convertida en ensayo, fue publicada en traducción inglesa en mi libro Borges and the Kabbalah (1988). En 1977, Borges repitió en Buenos Aires esa conferencia sobre la Cábala en un ciclo de siete charlas sobre temas varios, que luego se publicaron en el volumen titulado Siete noches (1980). Cotejada con la variante del 70, esta última emerge como una versión más íntima y concentrada del tema, como si los diez años que median entre una y otra hubieran desgastado la densidad y limpidez con que se nos impone la primera.

La entrevista cayó en la oscuridad del olvido, eclipsada como estaba por la conferencia, hasta un día en que, leyendo y organizando viejos papeles, encontré la cinta y decidí oírla como quien abre una puerta prohibida. No tenía ni la coherencia ni la complejidad de la conferencia, pero, en compensación, la voz de Borges se oía con la claridad de sus mejores años. Puedo decirlo porque en 1986, cuando visité a Borges en el Hotel L’Arbalète, en Ginebra, tres semanas antes de su muerte, su voz era una sombra de aquélla y resultaba virtualmente inaudible. La voz de Borges de 1971, en cambio, tenía todo el vigor, toda la tesitura intelectual de sus mejores años. La entrevista está punteada con bromas de su mejor humor, con expresiones inglesas que venían en su ayuda cuando el español le resultaba estrecho o no se avenía al espíritu de su intención. Además, como la entrevista tuvo lugar un día hábil, se ha filtrado también, superponiéndose a la voz de Borges, un verdadero trasfondo de ronroneos de colectivos, corcoveos de automóviles y voces porteñas de niños que salían de la escuela o jugaban en la calle. Esos ruidos y voces se mezclan con la voz de Borges como si de alguna manera la acompañaran como lo acompañó siempre su ciudad. Es una suerte de subtexto que define muy concentradamente la relación de Borges con Buenos Aires, aunque hablara de libros esotéricos o historias fantásticas o crímenes cabalísticos. O precisamente por eso. Ya se sabe que en el paisaje fantástico de la Rue de Toulon, del Hotel du Nord y de unas tapias rosadas que aparecen en “La muerte y la brújula”, definió lo más íntimo y auténtico de la ciudad de Buenos Aires. Habría que decir, entonces, que es una entrevista más para oír que para leer: ¡qué felicidad para el lector de Borges poder oír su risa, saborear su humor, volver a sentir la idiosincrasia de una voz que dialogaba aun desde sus propias vacilaciones! Pero como tal cosa no es posible, ya que la página escrita no lo permite, habrá que resignarse a esta transcripción e imaginar detrás de los signos mudos de la escritura, la familiar voz de Borges, su risa que acompasa anécdotas y comentarios, su humor sardónico, a veces, travieso y juguetón, otras, su discurrir eslabonado con modalidades de su estilo oral, su legendaria memoria, su filosa agudeza, su inteligencia diáfana. Porque todo eso palpita entre líneas y porque la perspectiva del tiempo ha ido generando en sus respuestas un valor que, si en su momento no supe ver, hoy, quince años más tarde, refulge con la nitidez de una inteligencia clásica, publico ahora este texto que, quiero creer, representa un modesto trazo del dibujo de su cara.


Question: Have you tried to make your own stories Kabbalistic?
Borges: Yes, sometimes I have.
The Paris Review, 1967

J.A.: En uno de sus primeros libros de ensayo, El tamaño de mi esperanza, de 1926, en ese ensayo titulado “Historia de los ángeles”, hay ya dos referencias a la Cábala.

Borges: Bueno, esas referencias fueron tomadas de dos fuentes. Una, la versión de la Divina Comedia de Longfellow, que es una buena versión. Ya no me acuerdo si está en los apéndices del Infierno, del Purgatorio o del Paraíso, pero hay unas tres páginas de un libro de un señor algo como Stehelin o Stahelin [1], es un nombre así —no recuerdo porque hace cuarenta o cincuenta años que no he visto el nombre— y ahí él se refiere a las diversas letras, Alef, Beth, Guimmel, todo eso, y a su valor y a los diversos sentidos que tenían para los cabalistas. Y la otra referencia tiene que haber sido el artículo en la Encyclopaedia Britannica. Yo venía aquí a la Biblioteca. Yo era muy tímido y no me atrevía a pedir libros, pero los volúmenes de la Encyclopaedia Britannica, de la antigua Encyclopaedia Britannica, que es muy superior a la actual porque en los Estados Unidos la han echado a perder, la han convertido en un libro de consulta y antes era un libro de lectura. De modo que yo sacaba un volumen cualquiera de los estantes, no tenía por qué hablar con ningún empleado, y lo leía. Veníamos con mi padre aquí. Jamás se me ocurrió pensar que yo llegaría a ser director de esta casa. Y recuerdo, recuerdo una tarde, una noche que me sentí muy feliz porque leí artículos sobre los... Espere… Sobre los druidas, sobre los drusos, y empezó un artículo sobre Dryden.

J.A.: ¿Tuvo contacto con drusos en su último viaje a Israel?

Borges: No, no vi drusos. Hay una referencia muy curiosa a los drusos. En esa edición vieja de la Encyclopaedia Britannica, se dice que los drusos creen —y esto podría ser un cuento fantástico— que, aunque ellos son muy pocos, hay sin embargo una vasta comunidad de drusos en la China. Pero ese párrafo, que me parece lindo, esa idea de un pequeño grupo que cree que pertenece a un vasto grupo ¿no? puede corresponder, no sé, a tantas esperanzas de tipo teológico. Esa referencia desaparece en el mismo artículo de una edición posterior, como si yo la hubiera descubierto por error. Ahora, yo hablé una vez con un druso y me dijo que nunca había oído eso de que los drusos se consideraran relacionados con la China. Y hay también una obra de teatro de Browning, El retorno de los drusos.

J.A.: Borges, entonces mi pregunta es ¿cuándo comenzaron sus primeros contactos con la Cábala, sus primeros flirteos?

Borges: Yo creo que habrán empezado con esas… bueno, esas dos o tres páginas de Longfellow que usted encontrará en su versión de la Divina Comedia, pero no recuerdo si en el apéndice del Infierno, del Purgatorio o del Cielo; están traducidas por él, creo que del alemán, de un libro que se llama algo como Rabbinical Learning, o algo así. Pero en fin es muy fácil encontrarlos. Yo en casa tengo una edición, tengo esa edición de Longfellow en un solo volumen, pero en Estados Unidos no veo ninguna dificultad en encontrar la versión de la Divina Comedia de Longfellow. Él la hizo durante la Guerra de Secesión, ¿no? para no pensar en la guerra, que le preocupaba mucho. Yo viví a la vuelta de la casa de él en Cambridge [2]. Cuando daba la vuelta a la manzana —si es que puede hablarse de manzanas en Cambridge— recitaba unos versos en anglosajón que él tradujo.

J.A.: Los dos títulos que yo recuerdo que menciona en ese ensayo “Historia de los ángeles” eran el libro de Erich Bischoff  Die Elemente der Kabbalah y el de Stehelin, Rabbinical Literature.

Borges: Ese, bueno, ese libro, ah bueno el de Stehelin, lo tomé de Longfellow. El otro libro es un libro bastante malo, que me prestó Xul Solar y que lo leí todo. Es un libro hecho de traducciones fragmentarias del Zohar y del Sefer Yetzirah, pero a diferencia de Scholem, por ejemplo, él no explica nada, dice las cosas son así y nada más, y el prólogo es una serie de ataques a la filosofía materialista, ataques… groseros ¿no?, como diciendo “qué saben estos ignorantes de la Cábala” y cosas así, que no tienen ningún valor. Erich Bichoff, sí.

J.A.: Y pasando al libro de Scholem recuerdo que en el poema “El Golem” decía usted: “Estas verdades las refiere Scholem...”. Ahora, el que se ha tomado el trabajo de leer Maior Trends in Jewish Mysticism recuerda que eso no está en el libro.

Borges: No, no, no. No está en Sholem, está en Trachtemberg, pero la rima, caramba…Y además que creo que Scholem es un escritor más importante que Trachtemberg, ¿no?, de modo que…

J.A.: Y todo esto lo ha ampliado Scholem en otro libro que se llama On The Kabbalah and Its Symbolism.

Borges: Sí, lo tengo. Yo lo considero como un amigo mío y creo que él me considera como un amigo aunque en conjunto nos habremos visto ocho horas en toda la vida, pero como yo lo he leído y lo he releído tanto... Porque yo a Scholem lo leí en inglés, yo leí el libro Maior Trends in Jewish Mysticism. Ahora, el libro de Trachtemberg es mucho menos importante, es una miscelánea, pero bueno…

J.A: Es una tesis doctoral que luego se publicó en forma de libro.

Borges: Bueno, lo habrá, claro, ampliado… cambiado.

J.A.: ¿Vio a Scholem en su último viaje a Israel?

Borges: Cuando me dijeron qué quería ver, les dije no me pregunten qué quiero ver porque soy ciego, pregúntenme a quién quiero ver y les voy a contestar inmediatamente, Scholem. Y pasé una tarde muy linda en casa de él. Nos vimos un par de veces. Es una persona encantadora. Habla inglés perfectamente.

J.A.: ¿Lo llevaron a visitar Safed, que fue el centro cabalista del siglo XVI donde vivieron Moisés Cordovero, Isaac Luria?

Borges: Cordovero, sí... Isaac Luria…, que yo conozco. No, no, no me llevaron a Safed. Bueno, pero como yo dependía un poco, como a mí me habían dado el Premio de la Municipalidad de Jerusalén, yo dependía de mis anfitriones ¿no?, yo era un huésped, de modo que…

J.A.: Borges, usted dice que su conocimiento de la Cábala es de segundo orden, sin embargo creo yo que en sus cuentos ha trascendido mucho.

Borges: Yo creo que sí. Cuando Dante se refiere a Virgilio habla de il lungo studio e il grande amore, creo, my italian is not to be trusted, pero en el caso mío se puede hablar, más que de gran amor, de largo estudio porque ese estudio ha existido. Claro como yo perdí la vista, for reading purposes, en el año 55, y me he dedicado, bueno, a Old English y ahora a Islandic. Tengo una cátedra de Literatura Inglesa en la Universidad Católica, tengo un curso de Old English Poetry en la Asociación Argentina de Cultura Inglesa y además tengo un seminario para estudiar islandés los sábados a la tarde y otro para estudiar Old English los domingos a la tarde en casa. Tengo unos cuatro alumnos. We do it for the sheer love of it, ¿no?

J.A.: Recordará, Borges, que en ese número de la revista L’Herne dedicado a su obra…

Borges: La verdad es que yo no he leído esa revista, for the sheer bulk of it. Me sentí como si fuera una especie de tombstone (risas), me sentí como literalmente en una pesadilla, algo que me oprimía, ¿no? Y creo que están preparando otro. Y L’Herne, yo creo que es por la hidra, creo que se refiere al hecho de que va a ramificarse en muchos temas, en muchos sectores.

J.A.: Bueno, en ese número, yo encontré la única nota, muy breve, que estudia algo de sus relaciones con la Cábala y se titula “Fascinación de la Cábala”.

Borges: Ah, está bien.

J.A.: Y lo que yo quería preguntarle…

Borges: ¿De quién es esa nota?

J.A.: De alguien que firma Rabbi o Rabi, no sé quién es.

Borges: Bueno, lo que yo he leído sobre la Cábala es un libro que me regaló Carlos Mastronardi, un poeta entrerriano, un libro de un autor francés, Sérouya, La kabbale, que es quizá el libro más copioso, de unas seiscientas páginas, tiene muchas ilustraciones y está todo hecho de traducciones de obras clásicas de la Cábala.

J.A.: Si usted tuviera que definir en qué residió en usted esa fascinación de la Cábala…

Borges: Yo creo que tiene una doble fuente. En primer término, todo lo hebreo me ha fascinado y eso porque mi abuela paterna era protestante, pertenecía a the Church of England, ¿no? She knew her Bible, tanto que uno podía citar un versículo cualquiera y ella decía, sí, Job libro tal, versículo tal, o Reyes, tal libro, lo que fuera ¿no? De modo que ha habido ese lado y luego como yo no he podido creer nunca en un dios personal, la idea de ese vasto Dios impersonal —creo que se llama En-Sof ¿no?— de la Cábala, eso me ha fascinado y eso lo he encontrado naturalmente ahí...y en Spinoza también, ¿no?, y en el panteísmo en general, y en Schopenhauer también, y en Samuel Butler, y en la idea de life ‘s force de Bernard Shaw, y en el elan vital de Bergson. Todo eso deriva de una misma fuente. Pero además hay otro hecho circunstancial que es que el primer libro que yo leí en alemán, cuando yo estudié alemán solo, hacia 1916, fue la novela El Golem de Meyrink. Y por eso después escribí el poema “El Golem”. Yo fui llevado al estudio del alemán por mi lectura de Carlyle, que yo admiraba mucho. Y ahora, aunque estoy de acuerdo con muchas opiniones suyas, como escritor me resulta, no sé, ese estilo dogmático, ese estilo que tiende menos a persuadir que a intimidar no me gusta y tampoco, no sé, ese estilo demasiado vívido y metafórico... Pero he sent me to the study of German. Yo empecé, una tontería que mucha gente comete, empecé tratando de leer la Crítica de la razón pura en alemán, que los alemanes no entienden y posiblemente muy poca gente entiende. Entonces una amiga mía —¿cómo se llamaba?— era baronesa, era de Praga, ah sí, la baronesa Forschtümer [sic. Es Hélène von Stummer], me dijo que se había publicado hace poco un libro muy interesante, una novela fantástica que se llamaba Der Golem. Yo no había oído esa palabra y ése fue el primer libro que I read through en alemán, el primer libro en prosa, pero ya antes yo había leído Lyrisches Intermezzo de Heine. La poesía naturalmente, en gracia de su brevedad, es de lectura más fácil que la prosa, sobre todo que la prosa alemana, en que las frases no aciertan nunca con el fin.

J.A.: Borges, ¿recuerda usted cuando en “La muerte y la brújula”, Lönnrot se lleva la biblioteca del doctor Yarmolinsky a su casa? Y en esa lista de libros, ¿no hay algo así como lo que podría llamarse el escrutinio de su propia biblioteca, de la suya Borges, sobre la Cábala?

Borges: Puede ser, sí, pero yo casi no recuerdo ese cuento. Lo que recuerdo es que se sugiere que todo el cuento es simbólico, es decir, que el detective no se hace matar porque es un imbécil sino porque él y el que lo mata son la misma persona. Usted recuerda que uno se llama Lönnrot, rot es rojo en alemán y supongo que tendrá un sentido parecido en sueco, y Lönnrot fue el que juntó los libros del... el que organizó la Kalevala ¿no?, o Kalévala [3], bueno… y el que lo mata se llama Red Scharlach, y además usted ve que razonan del mismo modo y que en la conversación final, aunque el uno lo mata al otro, se entienden perfectamente porque hablan en un plano intelectual, hablan de laberintos, hablan de Zenón de Elea…

J.A.: Más aún, entre las obras de Yarmolinsky usted menciona “Una vindicación de la Cábala” que, claro, recuerda la referencia a La Galatea en el escrutinio de la biblioteca de don Quijote, es decir, entre las obras del escrutinio figura…

Borges: Claro, porque yo tengo un artículo “Una vindicación de la Cábala”. Sí, bueno, es una pequeña broma secreta (risas) que usted ha sido el primero en… Pero cuando uno escribe, o cuando yo escribo, yo tiendo a hacer esas pequeñas..., a esos private jokes, que son para mí no más. Usted es la primera persona que se ha dado cuenta de eso, yo lo había olvidado enteramente.

J.A.: Usted menciona también en el cuento la obra Historia de la secta de los Hasidim entre las obras de Yarmolinsky, y la Biografía del Baal-Shem, que son títulos ligeramente modificados de dos obras de…

Borges: Buber. Sí, sí, sí… y además, como yo dije en el Prólogo, le atribuyo a los Hasidim la idea del sacrificio que es totalmente falsa, pero era necesario para el mecanismo policial del cuento.

J.A.: En algún lugar que no recuerdo menciona la colección de cuentos de Buber Tales of the Hasidim

Borges: Bueno, ese libro yo lo tenía en alemán y traduje dos o tres… No, no, no, yo lo tengo en inglés, lo que yo traduje del alemán es de un libro que se llama La leyenda del Baal-Shem, el otro tengo en casa. O lo tendré aquí en la Biblioteca, porque cuando yo me divorcié, yo tuve que irme de casa un poco apurado y luego mandaron los libros, pero están todos embarullados y ahora estoy poniéndolos en orden lentamente y tengo unos aquí y otros en casa.

J.A.: Ahora, esos Tales of the Hasidim, ¿cree que han tenido alguna repercusión en su obra?

Borges: Puede ser, porque algunos me han impresionado mucho, pero no podría detallarlo…

J.A.: Por supuesto, ése es nuestro trabajo…

Borges: Usted conoce mi obra mucho mejor que yo, porque yo escribo y trato de olvidar y de pasar a otra cosa. Porque si me detengo a pensar en lo que he escrito, pienso que no debo seguir escribiendo.

J.A.: No debería haberle preguntado cosas que usted ya ha dicho y que están en sus textos…

Borges: Yo las he dicho y las he olvidado además (risas). 

J.A.: Una de las cosas que he tratado de demostrar en ese ensayo sobre la Cábala y Borges es que me parece que el sueño del mago en “Las ruinas circulares” sigue mucho toda la doctrina del Golem.

Borges: Es cierto. Una chica en Texas, cuando yo estuve en Lubbock, me acuerdo, una chica alta, rubia, tejana, supongo que sería linda, me dijo: “Cuando usted escribió el poema ‘El Golem’ of course you were aware that you were rewriting ‘The circular ruins’”. Yo le dije: “Of course there is a hidden link between them, pero yo he tenido que venir from the far ends of the world, yo he tenido que venir de Buenos Aires para que usted me revele eso. Ahora que usted me lo dice, es evidente, pero yo no había pensado nunca en eso”. Quizá la idea sea más compleja en “El Golem”, porque en el poema “El Golem” hay la idea de que el hombre, de que el Golem, que es un muñeco estúpido, es al rabino lo que el rabino es a Dios: ¿Quién nos dirá las cosas que sentía / Dios, almirar a su rabino en Praga?

J.A.: He buscado estudiar esa idea que a usted le fue revelada en Texas en algunos detalles. Por ejemplo, en su cuento usted dice que el mago le da el olvido a su hijo soñado para que no supiera nunca que era un fantasma, y en la Cábala, en un Midrash que se llama “De la creación del niño”, se dice que Dios, antes de enviar sus criaturas a la tierra, es decir, antes de hacerlas nacer, instruye a su ángel guardián para que con un papirotazo en la nariz les infunda el olvido de todo lo que vieron en el mundo celeste.

Borges: Posiblemente haya algo parecido en Platón, me parece. Como la Cábala es neoplatónica, ¿no? no tendría nada de extraño. Yo creo que hay alguna referencia a las aguas del Leteo, pero no después de la muerte sino antes del nacimiento. Eso posiblemente esté en la última conversación de Sócrates, posiblemente haya algo, puede que sea en La República, en fin… yo no sé, hace tanto tiempo que he leído a Platón…

J.A.: Usted acaba de mencionar el valor de las letras en la Cábala para la formación de ciertos órganos. Es decir, con una combinación puede salir un ser hembra, con otra combinación puede salir un ser macho.

Borges: Sí, recuerdo que decían, por ejemplo, que no sé qué patriarca bíblico no podía engendrar hijos hasta que le agregaron una letra a su nombre, una cosa así. Eso está en Stehelin, si es que el nombre es Stehelin, que tampoco estoy seguro.

J.A.: Y no sé si recuerda que en “Las ruinas circulares” lo va soñando órgano por órgano, primero dice la arteria pulmonar, luego el corazón…

Borges: Sí, sí, porque primero se equivoca y lo sueña como una apariencia en un espejo. Después lo va haciendo desde dentro, muy detalladamente. Tuve que hacer todo eso para que el cuento resultara, bueno, más o menos believable mientras uno lo lee, ¿no?

J.A.: Y otra de las paradojas que he encontrado en su obra y en ese libro que usted conoce, el Zohar, es que en el Zohar se dan dos estilos, esto lo dice Scholem, un estilo que es muy conciso, muy neto, y otro que en cambio es más bien…

Borges: ¿Metafórico?

J.A.: No, excesivo, verboso, retórico, inflado, dice Scholem. Y es interesante, porque yo creo que en su obra hay una evolución semejante. Sus primeros libros que usted se niega a reeditar…

Borges: Bueno, yo empecé escribiendo de un modo muy barroco y ahora trato de escribir de un modo sencillo. Hace un mes escribí un soneto y al leerlo encontré la palabra “irreversible”, que me pareció una palabra, bueno, no rebuscada pero que uno no espera encontrar en verso. Pero luego me di cuenta que no había ninguna otra palabra que diera esa idea. Algo como no desandable, no sé, en cambio “irreversible” es una palabra breve y no fea, es como “invisible”…

J.A.: Otro detalle es que sus referencias no tienen una sola fuente —Platón o Plotino, digamos—, sino varias.

Borges: Bueno, claro, porque yo no he estudiado mucho, deep into those writers, ¿no?, lo he hecho sobre todo en busca de estímulos. He leído muchas historias de la filosofía, por ejemplo. Mi padre era profesor de Psicología, pero muy escéptico de la psicología, generalmente eso les sucede a los profesores que a medida que van internándose en la materia, empiezan a descreer de ella ¿no?

J.A.: ¿Su padre tenía algún interés por la Cábala?

Borges: Que yo recuerde no, pero por el idealismo sí, por los presócraticos. 

J.A.: Recuerdo que en una entrevista le preguntaron si algunos de sus cuentos estaban elaborados o estructurados cabalísticamente y usted dijo que sí…

Borges: ¿Sí?… yo no sé.

J.A.: Eso fue lo que a mí me estimuló a buscar y a encontrar las cosas que creo que he hallado.

Borges: Bueno, si las encuentra… yo no puedo... yo no recuerdo nada en este momento.

J.A.: Bueno, no quiero quitarle más tiempo, Borges. Le agradezco mucho el tiempo que ya me ha dedicado.

Borges: Muchas gracias. Usted me encuentra todas las mañanas aquí, salvo los sábados y los domingos. Todas las mañanas más o menos a esta hora estoy aquí, estoy a sus órdenes.

J.A.: Una cosa más. El profesor Pearce, que le envía ese libro sobre Hawthorne y que es director de mi Departamento, me ha pedido invitarlo oficialmente a nuestra Universidad.

Borges: ¿Qué universidad es?

J.A.: La Universidad de California en San Diego.

Borges: Ah, sí, bueno pero, desde luego, este año ya no puede ser. Yo he vuelto deshecho del último viaje. En el último viaje yo estuve en Salt Lake City, estuve en New England, estuve en New York, estuve en Islandia, estuve en Israel, estuve en Escocia, estuve en Inglaterra, y todo eso en dos meses. De modo que volví deshecho. El año próximo pueden cambiar las cosas. Ahora, no sé si cambiarán para bien o para mal. Una amiga mía, astróloga, me dice que este año yo no debo emprender nada porque todo lo que yo emprenda va a fracasar, pero que el año que viene ya puedo emprender. Pero al mismo tiempo yo no puedo dejar de escribir. Ella me dijo: “Sí, pero cualquier cosa más íntima, más importante, mejor que la dejés para el año que viene, los astros ya lo han decidido así”. The stars know all about it.

J.A.: Do you believe that?

Borges: No, no creo en eso pero, con todo, sigo el consejo, eso es lo raro (risas). Sí, razonablemente no creo, pero quizá instintivamente creo… ¿Usted se encuentra bien en San Diego? ¿Sí?

J.A.: Sí. Además le traigo saludos de un gran amigo suyo, de Jorge Guillén.

Borges: Bueno… un gran poeta que yo siempre recuerdo y hablo de él…

J.A.: Su hijo Claudio, que está en San Diego, es mi colega…

Borges: Es un lugar que se llama La Jolla.

J.A.: La Jolla, eso es. Y don Jorge viene a menudo a La Jolla a descansar, sobre todo en invierno. El invierno es muy agradable allí, en realidad no hay invierno.

Borges: Eso es lo que no me gusta

J.A.: No le gusta.

Borges: No, porque lo que me gusta mucho es la nieve. Lo que pasa es que como aquí yo estoy cheated out of snow, prefiero no estar cheated out of snow en los Estados Unidos. Y allí creo que no hay nieve, ¿no?

J.A.: No, no hay nieve.

Borges: Creo que yo solo no podría viajar, yo tendría que viajar con alguien. Si yo emprendiera un viaje solo, me pasaría la vida dando vueltas… y llegaría a una aduana, a un aeropuerto, posiblemente llegaría a Ezeiza y no pasaría de Ezeiza (risas).

J.A.: No, no, sabemos que si viniera, vendría acompañado.

Borges: Bueno, muchas gracias entonces. Lo que siento es haberlo defraudado en estas contestaciones, pero realmente…

Jaime Alazraki
Columbia University

Notas

1 En efecto, el apéndice está incluido en la versión inglesa de la Divina Comedia de Longfellow (Vol. III: Paradise. Boston: Houghton, Mifflin & Co., 1886, pp. 428-433). Borges repite el error de Longfellow y atribuye el libro Rabbinical Learning a Johann Peter Stehelin. Aunque Stehelin tradujo el libro del alemán al inglés y escribió un largo prólogo de unas 65 páginas, la obra, cuyo título exacto es Rabbinical Writing, fue escrita por Johann Andreas Eisenmenger y publicada en su original alemán en 1711.

2 Invitado a dictar las conferencias Charles Eliot Norton en la Universidad de Harvard, Borges vivió en Cambridge, Massachusetts, en 1967. Residió en la calle Cragie. Un testimonio de ese período es el poema “Cambridge”, incluido en Elogio de la sombra (1969). Hay allí una referencia a la vecindad con la casa de Longfellow: “Más allá están los árboles de Longfellow”.

3 Borges juega aquí con el nombre del personaje imaginario y del personaje histórico. El detective Lönnrot de su cuento reúne los libros del rabino asesinado con el propósito de resolver el crimen. Elias Lönnrot (1802-1884), filólogo finlandés compilador del Kalevala, viajó por Finlandia, Laponia y el noroeste de Rusia, y recogió de los cantantes runas fragmentos del Kalevala, la epopeya nacional finlandesa, que Lönnrot reconstruyó a partir de los fragmentos desperdigados.



En Variaciones Borges: revista del Centro de Estudios y Documentación Jorge Luis Borges
ISSN 1396-0482, Nº 3, 1997, págs. 163-176
Fuente [+]

Aporte sugerido por Yonah Kranz

Foto original color: Jaime Alazraki y María Kodama (sin fecha)
Fundación Internacional Jorge Luis Borges



10/3/19

Jorge Luis Borges-Roberto Alifano: El Budismo






Alifano: Hace unos años usted escribió, en colaboración con Alicia Jurado, un libro titulado Qué es el budismo. A través de conferencias y de diálogos usted volvió sobre ese tema que tanto le interesa. ¿Por qué no hablamos de esa vieja historia que empezó en Benares, seiscientos años antes de Cristo, y que tanta difusión ha tenido en el mundo?

Borges: Sí, el Buddha fue contemporáneo de Heráclito, de Zenón, de Pitágoras, de Lao Tze y de Chuan Tzu. Es curioso que todos esos personajes se hayan dado en una misma época. Es algo que tal vez algún día puedan explicar los astrólogos. Ahora bien, se dice, no sin razón, que los hechos históricos están ocultos en la leyenda, y que esa leyenda no es una invención arbitraria, sino una lógica deformación o magnificación popular de la realidad. Si tomamos el caso de Buddha (o el de otros fundadores de religiones) encontramos que el problema esencial para desarrollar una tarea histórica reside en el hecho de que no hay dos testimonios sino uno, el de la leyenda. Esa leyenda está colmada de hipérboles y de esplendores y, casi nunca, de rasgos circunstanciales.

A.: ¿O sea que esa religión, como todas las religiones, se nos presenta incrustada de astronomías, de mitologías, de magia, de antiguas creencias, y eso dificulta su análisis histórico?

B.: Sí. Pero hay ciertos rasgos que aparecen en las leyendas, y que nosotros podemos considerar como verdaderos. Por ejemplo, Cristo fue crucificado a los treinta y tres años; Siddharta fue discípulo de diversos maestros, o Siddharta tenía veintinueve años cuando dejó su palacio, etc.; esos hechos podemos aceptarlos como verdaderos, podemos considerarlos verosímiles.

A.: ¿Por qué?

B.: Por dos razones fundamentales, ya refiriéndonos al Buddha. El primero: Siddharta fue discípulo de diversos maestros; es ése un hecho lógico, ya que lo que asombroso hubiera sido decir: Siddharta todo lo sacó de sí mismo, nadie le enseñó nada. El segundo: Siddharta tenía veintinueve años cuando dejó su palacio; esto también es verosímil, ya que la cifra parece no tener ninguna connotación simbólica. Luego tenemos el itinerario de sus viajes; esto también parece ser auténtico, dada su casi exacta topografía. Los lugares que son descriptos en la leyenda del Buddha son reales y el relato que se hace de ellos es harto minucioso. Nos quedan, sin embargo, algunas cosas oscuras, algunos milagros que, como todo milagro, son difíciles de explicar.

A.: Sin duda, como todas las religiones, el budismo exige mucho de nuestra credulidad, ¿verdad, Borges?

B.: Ah, claro. Si somos cristianos estamos obligados a creer que una de las tres personas de la Divinidad condescendió a ser hombre y luego fue crucificado en Judea. Si somos musulmanes tenemos que creer que no hay otro dios que Alá y que Muhammad es su apóstol. Yo creo que todas las religiones exigen nuestra credulidad.

A.: Usted dijo que lo importante es creer en la leyenda, aunque dudemos de lo histórico. ¿Se puede ser un buen budista y negar la existencia del Buddha?

B.: Bueno, yo creo que lo importante no es nuestra creencia en lo histórico; lo importante es creer en la Doctrina. El budismo, además de ser una religión, es una cosmología, una mitología, un sistema metafísico o, mejor dicho, una sucesión de sistemas metafísicos, que no se concilian y que discuten entre sí.

A.: ¿Cómo vemos los occidentales la historia del Buddha? ¿Nos resulta increíble? ¿La podemos aceptar?

B.: Los occidentales, inevitablemente, no podemos dejar de compararla con la historia, o la leyenda, de Jesús. La dramaticidad, el patetismo, la descarnada crudeza signan la vida de Jesús. Dios baja a la tierra, toma las formas del hombre, se integra a ellos y, finalmente, muere crucificado entre dos ladrones de una manera terrible. La leyenda del Buddha abunda en hechos fantásticos, es menos dramática. Siddharta es un príncipe que vive rodeado de placeres, ajeno a la caducidad, el dolor y la muerte. Ahora, yo creo que estos acontecimientos resultan un poco difíciles de aceptar para nuestros principios occidentales. Sin embargo, la actitud del Buddha, la actitud de dejar su palacio y vivir una vida ascética corresponde a la tradición oriental según la cual el renunciamiento es la máxima coronación de la vida. Hace muy poco yo visité el Japón y me informaron allí que en el Indostán es muy común el caso de hombres que, ya en los umbrales de la vejez, abandonen su casa, su familia y su fortuna para salir a los caminos a practicar la vida errante del asceta.

A.: Esa vida tan poco atrayente, tan poco dramática, del Buddha, sobre todo si la comparamos con la de Jesús, responde obviamente a un principio esencial de la filosofía que predomina en el Oriente, ¿no es así?

B.: Uno de los antiguos dogmas del budismo es la negación de la personalidad; por lo tanto, si el Buddha hubiera tenido una personalidad más atrayente, más dramática, como dice usted, esa personalidad hubiera desvirtuado seguramente los propósitos fundamentales de la Doctrina. Un ejemplo sería la siguiente circunstancia, que puede ser análoga a los dos personajes: a Cristo y al Buddha. Cristo conforta a sus discípulos diciéndoles que si dos de ellos se reúnen en su nombre, Él será el tercero; Buddha, por el contrario, expresa que Él deja a sus discípulos su Doctrina. Yo recuerdo ahora que Edward Conze, un notable estudioso del budismo, había observado que la existencia de Siddharta como individuo es de relativa importancia para la Doctrina Budista. El Buddha es una suerte de arquetipo que se irá manifestando en el mundo a través de diversas personalidades y cuyas idiosincrasias carecen de mayor importancia. La pasión de Cristo, en cambio, ocurre una vez. Y esa pasión es el centro de la historia de la humanidad.

A.: La leyenda del Buddha es tan hermosa que me parece que usted no puede dejar de contarla.

B.: Bueno, esa leyenda empieza en el cielo. Durante siglos y siglos, podemos decir literalmente, durante un número infinito de siglos, hay alguien en el cielo que ha ido perfeccionándose hasta comprender que en la próxima encarnación será el Buddha. Ese Ser elige el continente en el que habrá de nacer. Según la cosmogonía budista el mundo está dividido en cuatro continentes triangulares y en el centro hay una montaña de oro: el llamado monte Meru. Luego elige el siglo en el que nacerá; elige la casta y elige a la madre. Viene entonces la parte terrenal de la leyenda: hay una reina Maya. Maya significa ilusión. La reina tiene un sueño que corre al albur de parecemos exagerado, algo extravagante, pero que no lo es para los hindúes. En el sueño aparece un elefante blanco de seis colmillos, que está caminando por las montañas del oro. Ese elefante entra en el costado izquierdo de la reina sin causarle dolor. La reina se despierta, cuenta este sueño, y el rey Suddhodana convoca a sus astrólogos y éstos le explican que la reina dará a luz un hijo que podrá ser el emperador del mundo o que podrá ser el Buddha, el Despierto, el Lúcido, el ser destinado a salvar a todos los hombres. Previsiblemente, el rey elige el primer destino: quiere que su hijo sea el emperador del mundo.

A.: ¿Tienen algún valor simbólico todos esos elementos, Borges?

B.: Sí, lo tienen. El color blanco, por ejemplo, es siempre símbolo de inocencia o de pureza. Oldemberg hace notar también que el elefante de la India es animal cotidiano y doméstico.

A.: El número seis es también habitual para los hindúes, ya que adoran a seis divinidades llamadas las seis puertas de Brahma, ¿no?

B.: Es cierto, para nosotros ese número es arbitrario, y de algún modo incómodo, ya que preferimos el tres o el siete, pero no lo es en la India. Las puertas de Brahma, además han dividido el espacio en seis rumbos; esos rumbos son, norte, sur, este, oeste, arriba, abajo. Ahora, cuando leemos que el Buddha entró en el costado de su madre en forma de joven elefante blanco con seis colmillos, nuestra impresión es de mera monstruosidad; sin embargo, todo eso tiene un sentido simbólico, y un elefante blanco de seis colmillos no es extravagante para los hindúes.

A.: ¿Por qué no seguimos con la historia del Buddha; ahora con la historia terrestre?

B.: Bueno, la historia terrestre es ésta: la reina da a luz sin dolor y una higuera inclina sus ramas para ayudarla. El hijo nace de pie y al nacer da cuatro pasos: al Norte, al Sur, al Este y al Oeste, y dice con voz de león: «Soy el incomparable; éste será mi último nacimiento». Dice esto porque los hindúes creen en la transmigración de las almas y en número infinito de nacimientos anteriores. Luego el príncipe crece, es el mejor arquero, el mejor nadador, el mejor jinete, el mejor atleta, el mejor calígrafo. A los dieciséis años se casa. El padre sabe, ya que los astrólogos se lo han anunciado, que su hijo corre el peligro de ser el Buddha, el hombre que salvará a los demás hombres si conoce cuatro hechos que son: la enfermedad, la vejez, la muerte y el ascetismo. Para evitar esto su padre le hace construir un palacio rectangular y lo recluye; le suministra un harén, la cifra de mujeres de ese harén corresponde a una exageración hindú, ya que tiene ochenta y cuatro mil mujeres. Allí el príncipe transcurre diez años de ilusoria felicidad, dedicados al goce de los sentidos. El día predestinado, Siddharta sale en su carroza por una de las cuatro puertas del palacio rectangular, y ve con estupor a un hombre encorvado, cuyo cuerpo no es como el de los otros y no tiene pelo. Apenas puede caminar y se apoya en un bastón. Pregunta entonces qué hombre es ése. El cochero le responde que es un anciano y que todos los hombres serán como él. Al cabo de seis días vuelve a salir por la puerta del Sur, y ve tirado en una zanja a un hombre aún más extraño. Un hombre con el rostro demacrado y devorado por la lepra. Ése es un enfermo, le dice el cochero, y todos seremos como ese hombre si seguimos viviendo. Seis días más tarde sale nuevamente, y ve a un hombre que parece dormido, pero cuyo color no es el de la vida. A ese hombre lo llevan otros. ¿Quién es?, pregunta el príncipe. El cochero le dice que es un muerto y que todos seremos ese muerto. El príncipe regresa y se queda desolado en su palacio. Tres horribles verdades le han sido reveladas: la verdad de la vejez, la verdad de la enfermedad y la verdad de la muerte. Sale por cuarta vez. Vea un hombre casi desnudo, es un monje de las órdenes mendicantes, cuyo rostro está lleno de serenidad. El cocinero le dice que es un asceta, un hombre que ha renunciado a todo y que ha logrado la paz interior. Siddharta ha encontrado el camino.

A.: ¿O sea que esa cuarta verdad es la que lo impulsa a abandonar todo y salir?

B.: Sí. Pero la noche que toma la decisión de renunciar al mundo, le anuncian que su mujer, Jasodhara, ha dado a luz un hijo. Siddharta exclama: «Un hijo es el vínculo que ha sido forjado; cuando sea Buddha volveré y tocaré a mi hijo». Luego Siddharta observa a las mujeres de su harén; son todas jóvenes, pero él las ve viejas, horribles, leprosas. Vuelve al aposento de su mujer. Ella está durmiendo; tiene al niño en los brazos. Está por besarla, pero comprende que si la besa no podrá desprenderse de ella, y se va.

A.: Ése habrá de ser el comienzo de su vida errante, ¿no?

B.: Bueno, después de su huida, el Buddha busca maestros. Queda siete días en la soledad y luego sale para encontrarse con los ascetas que viven en el bosque. Los encuentra. Unos están vestidos de hierbas, otros de hojas. Todos se alimentan de frutos, unos comen una vez al día, otros cada dos, y hay quienes comen cada tres o cada cuatro días. Rinden culto al agua, al fuego, al sol o la luna. Los ascetas le hablan de dos maestros que viven en el norte, pero él no los busca; las razones que les dan estos hombres no lo satisfacen. Resuelve entonces marcharse a las montañas, donde pasa seis duros años entregado al ayuno y a la mortificación. Al final está tirado en medio del campo, su cuerpo está inmóvil y los dioses que lo observan creen que está muerto. Pero uno de ellos, el más sabio, dice: «No, él no ha muerto, despertará y será el Buddha». Su cuerpo se recupera cerca de un arroyo y se sienta a la sombra del Árbol del Conocimiento. Resuelve no levantarse de ahí hasta no haber alcanzado la iluminación.

A.: Viene entonces la dura batalla con el demonio llamado Mara, ¿verdad?

B.: Sí. Mara, que es el dios del pecado, del amor y de la muerte, ataca a Siddharta. Este mágico duelo dura una noche. Mara y sus huestes de tigres, leones, camellos, elefantes y guerreros monstruosos le arrojan flechas, pero cuando llegan a Siddharta, esas flechas se convierten en flores; le arrojan montañas de fuego, pero esas montañas forman un dosel sobre su cabeza. El príncipe medita y parece indiferente a este ataque. Mara, casi vencido, ordena a sus hijas que lo tienten; éstas lo asedian y le dicen que están hechas para el amor y para la música, pero Siddharta les recuerda que son irreales, que son ilusorias. Señalándolas con el dedo, las transforma en viejas decrépitas. Confuso, el ejército de Mara se desbanda. Solo e inmóvil bajo el Árbol del Conocimiento, Siddharta ve sus infinitas encarnaciones anteriores. De un vistazo abarca los innumerables mundos del universo. Al alba, intuye las verdades sagradas, alcanza el nirvana, y se convierte en el Buddha.


En Roberto Alifano: Conversaciones con Borges [29]
Buenos Aires, Editorial Atlántida, 1984

© Ferdinando Scianna/Magnum Photos

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