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2/3/19

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: El arte debería liberarse del tiempo ("En diálogo", I, 12)






Osvaldo Ferrari: En la audición de hoy conversamos con Borges sobre la belleza. Antes del inicio del diálogo sobre la belleza se transcribe la respuesta de Borges a la pregunta por el lugar que deberían ocupar el arte y la literatura en nuestra época, formulada en una conversación anterior.

Jorge Luis Borges: El arte y la literatura… tendrían que tratar de librarse del tiempo. Muchas veces a mí me han dicho que el arte depende de la política o de la historia. No, yo creo que eso es todo falso.

    —Claro.

    —Bueno, Whistler, el famoso pintor norteamericano, asistía a una reunión, y ahí se discutían las condiciones de la obra de arte. Por ejemplo: la influencia biológica, la influencia del ambiente, de la historia contemporánea… Entonces Whistler dijo: «Art happens», el arte sucede, el arte ocurre, es decir, el arte… es un pequeño milagro.

    —Verdaderamente.

    —Que escapa, de algún modo, a esa organizada causalidad de la historia. Sí, el arte sucede —o no sucede—; eso tampoco depende del artista.

    —Otra de las cosas de las que ya no se suele hablar, ni pensar, Borges, además del espíritu, es la belleza. Lo curioso es que ni siquiera los artistas, ni los escritores, últimamente, hablan de lo que supuestamente fue siempre su inspiración o su objetivo; es decir, de la belleza.

    —Bueno, quizá la palabra se haya gastado, pero el concepto no; porque, ¿qué finalidad tiene el arte si no la belleza? Ahora, quizá la palabra belleza no sea bella, pero el hecho lo es, desde luego.

    —Cierto. Pero, en su escritura, en sus poemas, en sus cuentos…

    —Yo trato de evitar lo que se llama «el feísmo», que me parece horrible, ¿no? Pero ha habido tantos movimientos literarios con nombres horribles. Por ejemplo, en México hubo un movimiento literario apodado de un modo terrorífico: el estridentismo. Pero finalmente se calló la boca, que era lo mejor que podía hacer. Aspirar a ser estridente, qué incómodo ¿no? Era un amigo mío: Manuel Maples Arce; él dirigió ese movimiento contra un gran poeta: Ramón López Velarde. Él dirigió ese movimiento estridentista, y yo recuerdo el primer libro de él, que, desde luego, sin ningún asomo de belleza, se llamaba Andamios interiores, lo cual es muy muy incómodo, ¿no? (ríe), tener andamios interiores. Yo recuerdo un solo verso, que no estoy seguro de que sea un verso, y era éste: «Y en todos los periódicos se ha suicidado un tísico», el único verso que recuerdo, y, quizá, ese olvido sea piadoso, ya que si ése era el mejor verso del libro, quizá no convenga esperar mucho de él. Y lo he visto muchos años después en el Japón —creo que fue embajador de México en el Japón— y eso lo hizo olvidar no la literatura, pero sí su literatura. Pero, ha quedado en las historias de la literatura —que recogen todo— como fundador del estridentismo (ríen ambos), una de las formas más incómodas de la literatura, querer ser estridente.

    —Sí, ahora, ya que hablamos de la belleza, quiero consultarlo sobre algo que me ha llamado siempre la atención: Platón dice que de todos los entes arquetípicos, sobrenaturales, el único visible en la Tierra, el único manifiesto, es la belleza.

    —Bueno, pero manifiesto a través de otras cosas.

    —Captable por los sentidos.

    —No sé si por los sentidos.

    —Así dice Platón.

    —Bueno, desde luego, supongo que la belleza de un verso tiene que pasar por el oído, y la belleza de una escultura tiene que pasar por el tacto y por la vista. Pero ésos son medios, nada más. No sé si vemos la belleza o si la belleza nos llega a través de formas, que pueden ser verbales o escultóricas, o auditivas en el caso de la música. Walter Pater dijo que todas las artes aspiran a la condición de la música. Ahora, yo creo que eso puede explicarse porque en la música el fondo y la forma se confunden. Es decir, usted puede contar el argumento, digamos, de un cuento —posiblemente traicionándolo— o el argumento de una novela, pero no puede contar el argumento de una melodía, por sencilla que sea. Stevenson dijo —pero yo creo que es un error— que un personaje literario no es otra cosa que una sarta de palabras. Bueno, eso es verdad, pero, al mismo tiempo, es necesario que lo sintamos como algo que no sea esa mera sarta de palabras, es necesario que creamos en él, me parece.

    —Es necesario que de alguna manera sea real.

    —Sí, porque creo que si sentimos a un personaje como una sarta de palabras, ese personaje no ha sido creado felizmente o acertadamente. Por ejemplo, tratándose de una novela, debemos creer que los personajes viven más allá de lo que el autor nos dice de ellos. Por ejemplo, si pensamos en un personaje cualquiera, un personaje de una novela o de un drama, tenemos que pensar que ese personaje —en los momentos en que no lo vemos— duerme, sueña, cumple con diversas funciones. Porque, si no, sería del todo irreal para nosotros.

    —Claro. Hay una frase de Dostoievsky que me llama tanto la atención como la de Platón. Él dice acerca de la belleza: «En la belleza, Dios y el diablo combaten, y el campo de batalla es el corazón del hombre».

    —Es una frase muy parecida a la de Ibsen: «Que la vida es un combate con el demonio en las grutas o en las cavernas del cerebro, y que la poesía es el hecho de celebrar el juicio final sobre uno mismo», y hay cierto parecido, ¿verdad?

    —Hay cierto parecido. Ahora, Platón atribuye a la belleza un destino, una misión. Y, entre nosotros, Murena ha dicho que él considera que la belleza puede transmitir una verdad extramundana.

    —Y, supongo que si no la transmite es inútil; si no la recibimos como una revelación más allá de lo que nos dan los sentidos. Pero, yo creo que es común ese sentimiento. Yo he notado que la gente es continuamente capaz de frases poéticas, que no aprecia. Por ejemplo, mi madre (yo he usado esa frase literariamente), mi madre comentaba la muerte de una prima nuestra, que era muy joven, con la cocinera, cordobesa. Y la cocinera le dijo, sin darse cuenta de que era una frase literaria. «Pero señora, para morir, sólo se precisa estar vivo». Sólo se precisa… y ella no se dio cuenta de que era una frase memorable. Yo la usé después en un cuento. «No se precisa más que estar vivo»*, no se precisa, como que no se requieren otras condiciones para la muerte, uno suministra ésa que es la única. Creo que la gente continuamente dice frases memorables y no se da cuenta. Y quizá la función del artista sea recoger esas frases y retenerlas. En todo caso, Bernard Shaw dice que casi todas las frases ingeniosas de él, son frases que él ha oído casualmente. Pero eso puede ser una frase ingeniosa más, o un rasgo de la modestia de Shaw.

    —El escritor sería, en ese caso, un gran coordinador del ingenio de los demás.

    —Sí, y, digamos, un amanuense de los otros, un amanuense, bueno, de tantos maestros, que quizá lo importante sería ser el amanuense y no el generador de la frase.

    —Una memoria individual de lo colectivo.

    —Es cierto, vendría a ser eso, exactamente.


* Hombre de la esquina rosada

Título original: En diálogo (edición definitiva 1998)
Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari, 1985
Prefacio: Jaime Labastida
Prólogos: Jorge Luis Borges (1985) & Osvaldo Ferrari (1998)

Imagen: Borges janvier 1983 à Paris


16/2/19

Jorge Luis Borges-Roberto Alifano: La Poesía






Alifano: Borges, ¿qué es para usted la poesía? ¿Cómo la definiría?

Borges: Creo que la poesía es algo tan íntimo, algo tan esencial que no puede ser definido sin diluirse. Sería como tratar de definir el color amarillo, el amor, la caída de las hojas en el otoño… Yo no sé cómo podemos definir las cosas esenciales. Se me ocurre que la única definición posible sería la de Platón, precisamente porque no es una definición, sino porque es un hecho poético. Cuando él habla de la poesía dice: «Esa cosa liviana, alada y sagrada». Eso, creo, puede definir, en cierta forma, a la poesía, ya que no la define de un modo rígido, sino que ofrece a la imaginación esa imagen de un ángel o de un pájaro.

   A.: ¿O sea que al compartir la definición que da Platón, usted aceptaría la idea de que la poesía es, ante todo, el hecho estético?

   B.: Sí. Yo sigo pensando que la poesía es el hecho estético: es decir, que la poesía no es un poema. Porque qué es un poema: es tal vez sólo una serie de símbolos. La poesía, yo creo, es el hecho poético que se produjo cuando el poeta lo escribió, cuando el lector lo lee, y siempre se produce de un modo ligeramente distinto. Cuando eso sucede, a mí me parece que lo percibimos. La poesía es un hecho mágico, misterioso, inexplicable, aunque no incomprensible. Si no se siente el hecho poético cuando se la lee, quiere decir que el poeta ha fracasado.

    A.: Bueno, también puede fracasar el lector, ¿no le parece?

    B.: Ah, sí, eso sucede a menudo y es lo más común.

    A.: ¿De manera entonces que la justificación de un verso vendría después, Borges?

    B.: Por supuesto. Primero sentimos la emoción y después la explicamos o tratamos de explicarla. Al mismo tiempo, para sentir esa emoción es necesario que uno sienta que corresponde a una emoción. Es decir, si leemos un poema como un juego verbal, la poesía fracasa; lo mismo si pensamos que la poesía es sólo un juego de palabras. Yo diría más bien que la poesía es algo cuyo instrumento son las palabras, pero que las palabras no son la materia de la poesía. La materia de la poesía —si es lícito que usemos esta metáfora— vendría a ser la emoción. Y esa emoción tiene que ser compartida por el lector.

    A.: De esto que usted acaba de decir, se desprende que el único criterio para la poesía sería el criterio sensitivo, el criterio hedónico, ¿no es así?

    B.: Sí. Si sentimos placer, si sentimos emoción al leer un texto: ese texto es poético. Si no lo sentimos, es inútil que nos hagan notar que las rimas son nuevas, que las metáforas han sido inventadas por el autor o que responde a una corriente tal. Nada de eso sirve. Voy a hacer una confesión personal: yo me he pasado la vida repitiendo esos versos de Quevedo, que dicen:
  
    Su tumba son de Flandes las campañas
    y su epitafio la sangrienta luna.  

  Eso mi imaginación lo aceptaba, pero hace algún tiempo me dije: ¿Puede justificarse esta línea: «su epitafio la sangrienta luna»? Porque —y esto creo que no es una insensatez— podemos también concebir a la luna vista como la luna de la astronomía, o la luna de la bandera otomana. O sea que cuesta trabajo aceptar eso lógicamente. Pero tal vez lo menos importante es que lo aceptemos lógicamente, en cuanto que nuestra imaginación es la que lo acepta. La luna, en este caso, la sentimos sangrienta sobre los campos de batalla, como la luna roja que figura en el Apocalipsis.
  
    A.: Es cierto; además sentimos que hay algo de mágico en esos versos…

    B.: Sí, y la palabra epitafio no puede ser reemplazada por ninguna otra, ya que es una palabra esencial que dice por sí misma. Sin embargo, creo que sucede lo mismo con la palabra luna, no sé si podemos justificar lógicamente la palabra epitafio. Pero creo que lo fundamental es que cada uno de nosotros sienta que Quevedo ha escrito esos versos con sinceridad, y que estemos convencidos de que él puso esas palabras naturalmente. De lo contrario sentiríamos que el verso ha perdido toda su fuerza; como eso no sucede, el hecho poético está a salvo y ese soneto de Quevedo es algo mágico, algo misterioso y maravilloso.

    A.: Borges, de esto también se desprende que lo importante en el arte poético es encontrar las palabras justas.

    B.: En cierta forma sí. Esas palabras exactas son las que producen la emoción. Yo siempre recuerdo aquellos magníficos versos de Emily Dickinson, que podemos utilizar para ilustrar lo expresado. Ella escribe en un poema: «Este tranquilo polvo fue señores y señoras». Aquí la idea es trivial. La idea de este polvo, polvo de muertos (todos seremos polvo algún día), es un lugar común, pero lo inesperado de todo es el «señores y señoras», que es lo que hace que eso sea mágico, poético. Si ella hubiera escrito «hombres y mujeres», no hubiera sido poético, sería algo común. Pero ella escribió: «Este tranquilo polvo fue señores y señoras» y encontró las palabras justas.

    A.: Lugones creía que lo esencial es la metáfora. ¿Qué opina usted, Borges?

    B.: Yo creo que es un error de Lugones. Para mí lo importante es la entonación, la cadencia que se le da a la metáfora. Por ejemplo, si decimos: «La vida es sueño», es una frase demasiado abstracta para ser poesía, ya que es fría, trivial. Pero, en cambio, si decimos como Shakespeare: «Hay hechos de madera de sueños, de sustancias de sueños», eso se acerca más a la poesía. Sin embargo, cuando Walter von Derfogel Waide dice: «He soñado mi vida, ¿fue verdadera?», ya la condición poética está dada más allá de Calderón y de Shakespeare. Algo similar ocurre con el sueño de Chuang Tzu, que dice: «Chuang Tzu soñó que era mariposa y no supo, al despertar, si era un hombre que había soñado ser una mariposa o una mariposa que ahora soñaba ser un hombre». En ese breve texto se produce el hecho poético. La elección de la mariposa, además, es acertada, ya que la mariposa es algo tenue que parece hecho para la sustancia de los sueños. Si Chuang Tzu hubiese elegido un tigre no habría ocurrido lo mismo y la frase no la leeríamos como poética.

    A.: Una de las más hermosas definiciones del hecho estético le pertenece a usted, Borges. En un ensayo suyo se lee: «El hecho estético es la inminencia de una revelación que no se produce».

    B.: Ah, sí yo dije eso, es verdad. Ciertos crepúsculos, ciertos amaneceres, algunas caras trabajadas por el tiempo, están a punto de revelarnos algo, y esta inminencia de la revelación que no se produce, es para mí, el hecho estético. Ahora, el propio lenguaje es también de por sí una creación estética. Creo que no hay ninguna duda en ello; una prueba es que cuando estudiamos un idioma, cuando estamos obligados a ver las palabras de cerca, a verlas con lupa, las sentimos hermosas o no. Con la lengua materna no ocurre esto, ya que vemos y sentimos a las palabras ligadas al discurso.

    A.: Usted ha dicho también que las metáforas existen desde siempre. ¿Podría ampliar ese concepto, Borges?

    B.: Sí, como no. Yo creo que las metáforas si son verdaderas existen desde siempre, no creo que sea fácil inventarlas o descubrir afinidades que no hayan sido previstas ya. Pero podemos decirlas con una entonación distinta. Yo alguna vez pensé reducir todas las metáforas a cinco o seis que me parece son las esenciales.

    A.: ¿Cuáles serían esas metáforas?

    B.: Bueno, el tiempo y el río, el vivir y el soñar, la muerte y el dormir, las estrellas y los ojos, las flores y las mujeres. Ésas serían, creo yo, las metáforas esenciales que se encuentran en todas las literaturas; pero luego hay otras que son metáforas caprichosas.

    A.: ¿A cuáles incluiría dentro de esta definición?

   B.: No sé, pero creo que la función de los poetas es descubrirlas, aunque tal vez ya existen. Yo pienso que una metáfora no le es revelada a un poeta como una afinidad entre dos cosas lejanas; una metáfora le es revelada ya con sus formas, ya con su entonación. Yo no creo que Emily Dickinson pensara: «Este tranquilo polvo fue hombres y mujeres», y después lo sustituyera por: «señores y señoras»; eso me resulta increíble. Es más correcto suponer que todo eso le fue dado por alguien —que podríamos llamar el espíritu, la musa— en un solo acto, de una sola vez. Yo no creo que se llegue a la poesía a fuerza de progresiones, o a fuerza de buscar todas las variaciones posibles de las palabras. Yo creo que uno da con el adjetivo, o con los adjetivos que convienen. Yo recuerdo ahora un verso de Rafael Obligado que dice: «Estalla el cóncavo trueno». Y estoy seguro de que él no llegó a eso a través de ensayar varios adjetivos esdrújulos; yo creo que él llegó directamente a la palabra «cóncavo», que es la palabra justa, o la palabra que sentimos como justa, y es la que da su belleza al verso.

    A.: Bradley dijo que uno de los efectos de la poesía debe ser darnos la impresión, no de descubrir algo nuevo, sino de recordar algo olvidado.

    B.: Ah, sí. No recordaba eso, pero me da la razón a lo que expresé anteriormente. Cuando yo escribo algo, tengo la sensación de que ese algo existe. Parto de un concepto general; tengo más o menos en claro el principio y el fin, y luego voy descubriendo las partes intermedias; pero no tengo la sensación de inventarlas, no siento que dependen de mi arbitrio. Creo que pasa lo mismo cuando leemos un buen poema; pensamos que ese poema también nosotros hubiéramos podido escribirlo, que ese poema ya preexistía en nosotros. Eso hace también que muchas veces a partir de ese texto, iniciemos uno nuevo o una variación del mismo.

    A.: Yo recuerdo ahora, Borges, que Emerson decía que la poesía nace de la poesía.

    B.: Eso es verdad. No necesariamente debe nacer ante la emoción que nos produce un hecho natural; también puede nacer de algo ya concebido poéticamente que nos emociona.

    A.: Sí, y la belleza puede acecharnos de diversas formas.

    B.: Yo creo que sí, que está acechándonos desde todas partes. Si tuviéramos sensibilidad, la sentiríamos así en la poesía de todos los idiomas. Nada tiene de extraño tanta belleza desparramada por el mundo. Mi maestro, el poeta judeo-español Rafael Cansinos-Assens, legó una plegaria a Dios, en la que dice: «Oh, Señor, que no haya tanta belleza»; y recuerdo que Browning escribió: «Cuando nos sentimos más seguros ocurre algo, una puesta de sol, el final de un coro de Eurípides, y otra vez estamos perdidos».




En Roberto Alifano: Conversaciones con Borges [16]
Buenos Aires, Editorial Atlántida, 1984
Foto de Borges sin atribución ni fecha: incluida en el mismo libro


8/2/19

Georges Charbonnier: «El escritor y su obra. Ocho entrevistas con JLB» 8. Última conversación







Georges Charbonnier: Jorge Luis Borges, me parece que podría yo agrupar la mayor parte de sus cuentos de dos maneras. Que podría, por ejemplo, poner de un lado Pierre Menard y La Biblioteca de Babel, y por otro lado El inmortal, Funes, La busca de Averroes, La escritura del Dios.
En efecto, independientemente de los símbolos que se desprenden de sus obras, independientemente de la organización de símbolos que se manifiesta en cada uno de sus cuentos…

Jorge Luis Borges: Perdón. Antes de conocer su tesis —yo que sólo soy el autor de esas historias— pondría yo La Biblioteca de Babel junto a El inmortal. Pero, si la otra clasificación le es más cómoda, o le parece más lógica, o más verdadera que la mía, no está en mí discutirlo.

G. C.: No aventuré una palabra tan fuerte como la de clasificación…

J. L. B.: Por lo demás, no se trata de una polémica. Una manera de sentir las cosas es mucho más importante que las clasificaciones, que sólo son comodidades de la intelección.

G. C.: No quería hacer una clasificación. Me asombra haber sido llevado a hacer cierta distinción. En El inmortal, en Funes, en Averroes o en La escritura del Dios, ¿qué me impresionó antes de ser sensible a las organizaciones lógicas? Visiones. Veo. Cuadros. Colores. Formas. Tal como lo describió usted de manera muy rápida, primero veo. Después comprendo. Y comprendo cosas que poca relación tienen con lo que veo. Cosas distintas. Por el contrario, cuando se trata de Pierre Menard y de Babel, la visión no es lo primero.

J. L. B.: En cuanto a La Biblioteca de Babel, creo que podemos imaginárnosla. Un artista del que he olvidado el nombre me envió una ilustración para La Biblioteca de Babel: un laberinto muy bello de escaleras, cuartos, bibliotecas, etc. Todo ello hacía pensar en Piranesi.

G. C.: Yo quería expresar la idea de que algunos de sus cuentos imponen una visión independiente del espacio que haya reservado a lo descriptivo. Imponen un cuadro, en el sentido pictórico del término. Otros, quizá más descriptivos, se imponen menos —hago la reserva: para mí— como cuadros.

J. L. B.: Por lo demás, no creo en las descripciones. Creo que las descripciones son en general muy falsas. Que no hay que tratar de describirlas. Más bien hay que sugerir algo. Si un novelista le habla de un hombre de barba negra, lo imagina usted en seguida. Si, más lejos, le dice que el hombre tiene la nariz muy corta y usted la ha imaginado larga, conservará la imagen de una nariz larga. Si, aún más adelante, se le dan detalles sobre el color de los ojos, sobre la tez, etc… y si esto no coincide con su primera imagen, no la aceptará usted, la rechazará.
Recuerdo el caso de Henry James. Se intentaba hacer una edición ilustrada de sus obras. James recalcó que la imagen visual se impone al espectador de una manera simultánea, mientras que él sólo podía escribir en sucesión. La ilustración sería pues más fuerte que la descripción —sucesiva— que había hecho. Aceptó un ilustrador a condición de que no ilustrara nada en particular. Exigió del ilustrador que hiciera imágenes cuyo ambiente, la Stimmung, como se dice en alemán, fuera poco más o menos el de sus cuentos. Pero, por ejemplo, de ningún modo quería que se hicieran retratos de sus héroes y heroínas. Si no, el texto entraría en competencia con la imagen y, fatalmente, sería vencido por la ilustración. El ilustrador muestra una cabeza: usted la ve en seguida. Para describirla le hacían falta a James unas cuarenta o cincuenta líneas, y el resultado no podía ser tan fuerte como la imagen inmediata, un poco tiránica, del ilustrador.

G. C.: Informaba a usted, hace un rato, de una sensación que tuvieron igualmente otros lectores. La discusión nos condujo —a mis amigos y a mí— a esto: en cierto número de sus cuentos impone usted una visión. La visión —fuerte— precede naturalmente a la intelección. En otros cuentos, por el contrario, no sólo no se ve sino que no hay necesidad de ver. Uno se abandona al placer intelectual, sólo está movido por un arte combinatoria sin imagen o mucho menos rica en imágenes.

J. L. B.: Evidentemente, esto es pobreza.

G. C.: No lo creo así.

J. L. B.: Es decir, que La Biblioteca de Babel es fracasada y las demás lo son menos.

G. C.: ¡Ah, no lo creo así! Digamos que hay una diferencia. Estamos en presencia de tejidos literarios de naturaleza distinta. Yo querría analizar las razones de esta diferencia.

J. L. B.: Yo no las conozco. Me imagino La Biblioteca de Babel. La imagino como una pesadilla, pero la imagino. Se la ha ilustrado, como acabo de decírselo, de una manera sorprendente. Quizá las imágenes propuestas por la ilustración no vengan directamente del texto. Quizá sólo eran creación yuxtapuesta.

G. C.: ¿Funes le aporta imágenes visuales?

J. L. B.: Sí. Lo publiqué en el diario La Nación con una ilustración del dibujante Alejandro Cirio. Hizo una cabeza muy bella para Funes: un hombre con un poco de sangre indígena, con un aire de infinita tristeza y que no tiene aspecto inteligente. Un hombre joven, envejecido, agobiado. Es una ilustración muy bella. Todavía la tengo en mi casa. Recuerdo que escribí al ilustrador para felicitarlo. Se veía que había leído el texto de tal manera que le permitió representar esa cara que yo imaginaba de una manera mucho más abstracta. No creo tener mucha imaginación visual, sobre todo en la actualidad, que casi no veo. En este mismo momento en que hablo con usted, no veo los rasgos de su figura, ni el color de su corbata, ni el color de sus ojos, ni el de sus cabellos. Todo ello se me escapa.
Para mí, todo ello existe de una manera descolorida y como si fuera a través de una bruma.
Hay un cuento, Hombre de esquina rosada, que escribí voluntariamente como una serie de imágenes. En ese tiempo admiraba mucho a un director de escena al que casi se ha olvidado, Josef von Sternberg. No sé si lo habrá conocido. Quizá era de una época anterior a la suya; hizo muy buenas películas de gángsters, con Georges Bancroft, William Powell. Hizo películas que se llamaron Under-world, The Docks of New York, The Dragnet. Eran muy buenas, sorprendentes, y quise escribir mi historia a su manera. Antes que nada visual. En el momento en que Sternberg alcanzó la cima del cine llegó el cine sonoro. Hubo que volver a empezar. Se hicieron óperas, para ser oídas, y se le olvidó. En seguida, Sternberg hizo películas bastante mediocres con Marlene Dietrich. Éstas son más conocidas que las otras, las de los principales, que eran fuertes, lacónicas.

G. C.: ¿La escritura del Dios le trae imágenes visuales?

J. L. B.: Sí. La escritura del Dios es también una historia autobiográfica. Pasé once días con sus noches en cama, bajo un calor argentino. Era el mes de enero. A veces llega la temperatura a los 40 grados. Me habían operado de los ojos. Tuve que guardar cama once días y once noches. Estaba acostado de espaldas y se me prohibió moverme. A veces dormía. Pero, aun dormido, estaba encadenado.
Entonces tuve la idea del hombre encadenado, acostado sobre la espalda. Esta idea está en esa historia. También hay en La escritura del Dios una idea que se encuentra en la Cábala y en Léon Bloy también. (Un escritor francés al que quiero mucho. No desde el punto de vista moral, creo que debió de ser una persona muy desagradable. Pero tenía una gran imaginación). La idea de que todo, en el universo, es una especie de escritura. Quincey tuvo también esta idea. Dijo que aun las cosas más pequeñas podían ser espejos secretos de las mayores.
Entonces pensé en una escritura en la que estaría fijado el secreto del universo. Pensé en una visita que hice —creo que era muy niño— al jardín zoológico de Buenos Aires. Pensé que las manchas sobre la piel del jaguar, del leopardo, parecían signos. Uní estos dos elementos: la experiencia espantosa —estar inmóvil y encadenado— y la idea de las manchas, escritura sobre la piel del jaguar. Por otro lado, acababa de leer libros sobre la experiencia mística, sobre la posibilidad de comunicarla. De estas tres cosas surgió la historia. El traductor alemán le encontró un título muy bello. No La escritura del Dios, sino Die Theologen, es decir, Los teólogos.

G. C.: ¿A qué impulso inicial respondió El jardín de senderos que se bifurcan?

J. L. B.: Creo que en su origen hay dos ideas: la idea del laberinto, que siempre me ha obsesionado, y del mundo como laberinto, y también una idea que sólo es de novela policíaca, la idea de un hombre que mata a un desconocido para atraer sobre sí la atención de los demás. Por eso tuve que inventar esta historia, tan inverosímil por lo demás, del espía que se encuentra en Inglaterra, del relato chino, etcétera.
Al comienzo sólo tenía una idea bastante modesta. Por lo demás, esta historia, que obtuvo un premio, no obtuvo el primer premio sino el segundo en la revista Ellery Queen de Estados Unidos. ¡Algunos dólares gané con ella! Creo que más importante que la historia policíaca es la idea, es la presencia del laberinto, y después la idea de un laberinto perdido. Me divertí con la idea, no de perderse en un laberinto, sino en un laberinto que a su vez él mismo se pierde. Ahí hay algo que me pareció gracioso y que estimuló mi imaginación.

G. C.: Le planteé preguntas muy vecinas sobre sus cuentos. La respuesta casi siempre ha sido formada con estas palabras: «Hay dos ideas».

J. L. B.: ¡Ah! ¿Es que usted tiene la impresión de que, quizá, no hay ninguna?

G. C.: ¡No! Siempre ha respondido usted: «Hay dos ideas». Pero estas dos ideas se sitúan siempre en dos planos extremadamente disímiles.

J. L. B.: Del todo distintos. Por un lado, hay el plano intelectual, el plano matemático, por decirlo así. El otro plano es el poético. La idea de restituir de una o de otra manera experiencias o estados de ánimo. Sus preguntas me han revelado que esos dos planos, esas dos caras, deben estar presentes siempre —juntas— en un libro.

G. C.: Siempre están presente en sus libros.

J. L. B.: El anverso y reverso de la medalla, ¿no?

G. C.: Siempre hay varios planos en sus obras y esto es importante para la génesis de la obra.

J. L. B.: Un libro que quiere durar es un libro que debe poder leerse de muchas maneras. Que, en todo caso, debe permitir una lectura variable, una lectura cambiante. Cada generación lee de una manera distinta los grandes libros.
Inútil es hablar de la Biblia.
Es evidente.
Evidente y cierto.
Al mismo tiempo.







Georges Charbonnier, El escritor y su obra
Ocho entrevistas de Georges Charbonnier con Jorge Luis Borges
Título original: Entretiens avec Jorge Luis Borges
Georges Charbonnier, 1967
Traducción: Martí Soler
Imagen arriba: Borges. Otra escultura en metal de Pablo Salvador Rocha


21/1/19

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: El orden y el tiempo ("En diálogo", I, 4)






Osvaldo Ferrari: Después de haber colocado, Borges, la piedra fundamental, después de haber fundado, como dijo usted, nuestro ciclo de audiciones; circulamos ahora, irreversiblemente, por estas misteriosas ondas radiales. ¿Qué opina de esto?

Jorge Luis Borges: El diálogo es uno de los mejores hábitos del hombre, inventado —como casi todas las cosas— por los griegos. Es decir, los griegos empezaron a conversar, y hemos seguido desde entonces.

  —Ahora, en esta semana, he advertido que si usted se propuso a través de las letras —o si las letras se propusieron a través de usted— un vasto conocimiento del mundo, yo me he embarcado en un conocimiento no menos vasto al tratar de conocer a Borges para que todos lo conozcan mejor.

    —Bueno, «conócete a ti mismo», etcétera, etcétera, sí, como dijo Sócrates, contra Pitágoras, que se jactaba de sus viajes. Por eso Sócrates dijo: «Conócete a ti mismo», es decir, es la idea del viaje interior, no del mero turismo —que yo practico también— desde luego. No hay que desdeñar la geografía, quizá no sea menos importante que la psicología.

    —Seguramente. Una de las impresiones que uno tiene al conocer su obra y al conocerlo a usted, Borges, es la de que hay un orden al que usted guarda rigurosa fidelidad.

    —Me gustaría saber cuál es (ríe).

    —Bueno, es un orden que preside, naturalmente, su escritura y sus actos.

    —Mis actos, yo no sé. La verdad es que he obrado de un modo tan irresponsable… Usted dirá que lo que yo escribo no es menos irresponsable, pero yo trato de que lo sea, ¿no? Además, tengo la impresión de vivir… casi de cualquier modo. Aunque trato de ser un hombre ético, eso sí. Pero mi vida es bastante casual, y trato de que mi escritura no sea casual, es decir, trato, bueno, de que haya algo de cosmos, aunque sea esencialmente el caos. Como puede ocurrir con el universo, desde luego: no sabemos si es un cosmos o si es un caos. Pero, muchas cosas indican que es un cosmos: tenemos las diversas edades del hombre, los hábitos de las estrellas, el crecimiento de las plantas, las estaciones, las diversas generaciones también. De modo que cierto orden hay, pero un orden… bastante pudoroso, bastante secreto, sí.

    —Ciertamente. Pero, para identificarlo de alguna manera: ése su orden se parece —me parece a mí— a lo que Mallea describió como un sentido severo, o «una exaltación severa de la vida», propia del hombre argentino.

    —Bueno, ojalá fuera propia del hombre argentino.

    —Diríamos, del arquetipo de hombre argentino.

   —Del arquetipo más bien, ¿eh?, porque en cuanto a los individuos, no sé si vale la pena pensar mucho en ello. Aunque nuestro deber es tratar de ser ese arquetipo.

    —¿No es cierto?

    —Sí, porque… fue predicado por Mallea porque él, como se habla de la «Iglesia invisible» —que no es ciertamente la de los diversos personajes de la jerarquía eclesiástica—, él habló del «argentino invisible», de igual modo que se habla de la Iglesia invisible. El argentino invisible sería, bueno, los justos. Y, además, los que piensan justamente, más allá de los cargos oficiales.

    —Una vez usted me dijo que por la misma época de Mallea, o quizás antes, usted había pensado también en este «sentido severo de la vida», en esta exaltación.

    —Sí, quizá sea la sangre protestante que tengo, ¿no? Creo que en los países protestantes es más fuerte la ética. En cambio, en los países católicos se entiende que los pecados no importan; confiesan, a uno lo absuelven, uno vuelve a cometer el mismo pecado. Hay un sentido ético, creo, más fuerte entre los protestantes. Pero quizá la Ética sea una ciencia que ha desaparecido del mundo entero. No importa, tendremos que inventarla otra vez.

   —Pero la ética de los protestantes parecería tener que ver con cuestiones, por ejemplo, económicas, y de tipo…

    —Sexuales.

    —Sexuales. Aunque no últimamente.

    —No, últimamente no, caramba (ríe); yo diría que todo lo contrario, ¿eh?

    —Yo siento que su fidelidad a ese orden personal —no diría a un método, sino a un ritmo, a veces a una eficaz monotonía— proviene de su infancia y se mantiene vigente hasta hoy, inclusive.

    —Bueno, yo trato de que sea así. Yo tengo mucha dificultad para escribir, soy un escritor muy premioso, pero precisamente eso me ayuda, ya que cada página mía, por descuidada que parezca, presupone muchos borradores.

    —Justamente, de eso hablo, de esa prolijidad, de…

   —Yo, el otro día, estuve dictándole algo y usted habrá visto cómo me demoro en cada verbo, cada adjetivo, cada palabra. Y, además, en el ritmo, en la cadencia, que para mí es lo esencial de la poesía.

    —En ese caso, usted sí se acuerda del lector.

    —Sí, creo que sí (ríe).

  —Bien, entonces yo —repito— advierto ese orden en sus poemas, en sus cuentos, en su conversación.

    —Bueno, muchas gracias.

    —Hoy quisiera hablar con usted sobre aquello que me ha parecido su mayor preocupación: me refiero al tiempo. Usted ha dicho que la palabra eternidad es inconcebible.

    —Es una ambición del hombre, yo creo: la idea de vivir fuera del tiempo. Pero no sé si es posible, aunque dos veces en mi vida yo me he sentido fuera del tiempo. Pero puede haber sido una ilusión mía: dos veces en mi larga vida me he sentido fuera del tiempo, es decir, eterno. Claro que no sé cuánto tiempo duró esa experiencia porque estaba fuera del tiempo. No puedo comunicarla tampoco, fue algo muy hermoso.

    —Sí, no es concebible la eternidad; así como, quizá, hablamos del infinito pero no es concebible por nosotros, aunque sí podemos concebir lo inmenso…

    —Bueno, en cuanto a lo infinito, digamos, lo que señaló Kant: no podemos imaginarnos que el tiempo sea infinito pero menos podemos imaginarnos que el tiempo empezó en un momento, ya que si imaginamos un segundo en el que el tiempo empieza, bueno, ese segundo presupone un segundo anterior, y así infinitamente. Ahora, en el caso del budismo, se supone que cada vida está determinada por el karma tejido por el alma en su vida anterior. Pero, con eso nos vemos obligados a creer en un tiempo infinito: ya que si cada vida presupone una vida anterior, esa vida anterior presupone otra vida anterior, y así infinitamente. Es decir, no habría una primera vida, ni tampoco habría un primer instante del tiempo.

    —En ese caso, habría una sospechable forma de eternidad.

    —No, de eternidad no: de infinita prolongación del tiempo. No, porque la eternidad creo que es otra cosa; la eternidad —yo he escrito sobre eso en un cuento que se llama «El Aleph»— es la, bueno, la muy aventurada hipótesis de que existe un instante, y que en ese instante convergen todo el pasado, todos nuestros ayeres como dijo Shakespeare, todo el presente y todo el porvenir. Pero, eso era un atributo divino.

    —Lo que se ha llamado la tríada temporal.

    —Sí, la tríada temporal.

    —Ahora, lo que advierto es que esta familiaridad, por momentos angustiosa, con el tiempo, o con la preocupación por el tiempo que usted tiene, bueno, me ha hecho sentir que en esos momentos en que usted habla del tiempo, el tiempo parece corporizarse, parece tomar forma corpórea, parece percibírselo como un ente corporal.

    —Y, en todo caso, el tiempo es más real que nosotros. Ahora, también podría decirse —y eso lo he dicho muchas veces— que nuestra sustancia es el tiempo, que estamos hechos de tiempo. Porque, podríamos no estar hechos de carne y hueso: por ejemplo, cuando soñamos, nuestro cuerpo físico no importa, lo que importa es nuestra memoria y las imaginaciones que urdimos con esa memoria. Y eso es evidentemente temporal y no espacial.

   —Cierto. Ahora, fíjese: Murena decía que el escritor debía volverse anacrónico, es decir, contra el tiempo.

    —Es una espléndida idea, ¿eh? Casi todos los escritores tratan de ser contemporáneos, tratan de ser modernos. Pero eso es superfino ya que, de hecho yo estoy inmerso en este siglo, en las preocupaciones de este siglo, y no tengo por qué tratar de ser contemporáneo, ya que lo soy. De igual modo, no tengo por qué tratar de ser argentino, ya que lo soy, no tengo por qué tratar de ser ciego ya que, bueno, desgraciadamente, o quizás afortunadamente, lo soy… tenía razón Murena.

    —Es interesante porque él no dice metacrónico, o más allá del tiempo, sino anacrónico: contra el tiempo. A diferencia, quizá, infiero, del periodista o del cronista de la historia.

    —Adolfo Bioy Casares y yo fundamos una revista que duró —no quiero exagerar— tres números, que se llamaba Destiempo. Y la idea era ésa, ¿no?

    —Coincide, cómo no.

   —Nosotros no sabíamos lo de Murena, pero, en fin, coincidimos con él. Se llamaba Destiempo la revista, claro, eso dio lugar a una broma previsible, inevitable; un amigo mío, Néstor Ibarra, dijo: «Destiempo…, ¡más bien contratiempo!» (ríen ambos), refiriéndose al contenido de la revista Contretemps, sí.

  —Murena se refería al tiempo del artista o del escritor como al tiempo eterno del alma, contraponiéndolo a lo que él llamaba: «El tiempo caído de la historia».

    —Sí, quizás uno de los mayores errores, de los mayores pecados de nuestro siglo, es esa importancia que le damos a la historia. Eso no ocurría en otras épocas. En cambio, ahora parece que uno vive un poco en función de la historia. Por ejemplo, en Francia, donde, claro, los franceses son muy inteligentes, muy lúcidos, les gustan mucho los cuadros sinópticos; bueno, el escritor escribe en función de su tiempo, y se define, digamos, como un hombre de tradición católica, nacido en Bretaña, y que escribe después de Renán y contra Renán, por ejemplo. El escritor está haciendo su obra para la historia, en función de la historia. En cambio, en Inglaterra no, eso se deja para los historiadores de la literatura. Bueno, claro, como dijo Novalis: «Cada inglés es una isla», es decir, cada inglés está aislado —exactamente en la etimología de «isla»— y entonces escribe más bien en función de su imaginación, o de sus recuerdos, o de lo que fuere. Y no piensa en su futura clasificación en los manuales de la historia de la literatura.

    —Pero, todo coincide con lo que usted dice: Murena sostenía que la servidumbre al tiempo por parte de los hombres nunca ha sido peor que en este momento de la historia, que en esta época.

    —Sí, bueno, uno de los que señalaron el hecho de que nuestra época es ante todo histórica, fue Spengler. En La decadencia de Occidente él señala que nuestra época es histórica. La gente se propone escribir en función de la historia. Con su obra casi prevé —un escritor casi prevé— el lugar que va a ocupar en los manuales de la historia de la literatura de su país.

    —¿Y qué lugar ocuparía en una época así, historizada, y dependiente del tiempo…?

    —Es que yo, sin duda, estoy historizado también: estoy hablando de la historia de esta época.

    —Claro, pero ¿qué lugar ocuparían el arte y la literatura, en una época de tal naturaleza?

   —El arte y la literatura… tendrían que tratar de librarse del tiempo. Muchas veces a mí me han dicho que el arte depende de la política, o de la historia. No, yo creo que eso es todo falso.

    —Claro.

    —Bueno, Whistler, el famoso pintor norteamericano, asistía a una reunión, y ahí se discutían las condiciones de la obra de arte. Por ejemplo: la influencia biológica, la influencia del ambiente, de la historia contemporánea. Entonces Whistler dijo: «Art happens», el arte sucede, el arte ocurre, es decir, el arte… es un pequeño milagro.

    —Verdaderamente.

    —Que escapa, de algún modo, a esa organizada causalidad de la historia. Sí, el arte sucede —o no sucede—; eso tampoco depende del artista.

    —A pesar de lo dicho, nosotros no podemos liberarnos del tiempo, porque la audición debe concluir.

   —Bueno, pero la reanudaremos la próxima semana.

    —Sí. Cada vez es más grato hacerla.

    —Muchas gracias.

    —Gracias a usted, Borges.



Título original: En diálogo (edición definitiva 1998)
Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari, 1985
Prefacio: Jaime Labastida
Prólogos: Jorge Luis Borges (1985) & Osvaldo Ferrari (1998)

Imagen: Borges por Gianni Giansanti - Sygma / Corbis Images


13/1/19

Georges Charbonnier: «El escritor y su obra. Ocho entrevistas con JLB» 7. Un nuevo género literario






Georges Charbonnier: Henos aquí en el umbral de la obra de Jorge Luis Borges, la que el público debe conocer, aquella de la que es preciso que tome conocimiento. No conocerla no es un obstáculo para la comprensión del programa, ya que toda referencia al texto puede ser considerada, según intentamos presentar el programa, bien como anecdótica, bien como un camino hacia el propio fondo poético de la obra de Borges. Toda referencia al texto da pues nacimiento a una imagen poética, a la que no puede perjudicar cierto misterio.

Hoy nos referiremos particularmente a Pierre Menard, autor del Quijote y a Funes el memorioso; y también, finalmente, a El inmortal.

¿De qué género literario son sus textos, Jorge Luis Borges? ¿Cómo llamarlos, «historias» o «cuentos»?

Jorge Luis Borges: Como quiera. Esta cuestión de nomenclatura no me interesa demasiado. La palabra «novela» anuncia algo más largo, ¿no?

G. C.: Es una palabra que no tengo ganas de usar. En el fondo, no encuentro ninguna palabra que me satisfaga. El fragmento, la pieza a la que quiero mencionar es Pierre Menard, autor del Quijote. No puedo encontrar la palabra satisfactoria. Descartemos este problema. Pienso que no hay ninguna palabra en francés que pueda definir el género literario…

J. L. B.: ¿Quiere usted que le hable de esta historia?

G. C.: Con mucho gusto. Es una de las que más me gustan; estamos hechizados…

J. L. B.: Si así lo quiere…

G. C.: … los franceses, con la idea de que dos cosas distintas sean la misma.

J. L. B.: Sí, ahí está esa idea. También hay una pequeña anécdota personal que contaré, si me lo permite. Después de un accidente, tuve fiebre, insomnio, un insomnio interrumpido por pesadillas. Me tomé un descanso bastante largo en un sanatorio. Después me dijeron que estuve muy cerca de la muerte. Volví a casa. Tenía un miedo espantoso de haber perdido mi integridad mental, de no poder escribir más.

En la misma época, empecé a colaborar en una revista de Buenos Aires. Me dije: «Si empiezo a escribir, si tengo la audacia de escribir un artículo sobre cualquier libro y no puedo hacerlo, estoy liquidado, ya no existiré. Para hacer menos horrible tal descubrimiento, me pondré a ensayar algo que nunca he hecho. Si no tengo éxito, será menos espantoso para mí. Esto podrá prepararme a aceptar un destino no literario. Así que me pondré a escribir algo que nunca he hecho antes: voy a escribir una historia».

Entonces se me ocurrió la idea de Pierre Menard, autor del Quijote. Pensé que era necesario que el héroe de esta historia fuera francés, ya que se trataba de una historia que sólo era verosímil en una cultura como la francesa.

Escribí esa historia de Pierre Menard, y —apenas si lo creo yo mismo, pero es verídico— ¡mucha gente la tomó en serio! Hubo incluso un colega que me dijo que mi artículo era interesante, pero que él —que ya tenía conocimiento del caso de Pierre Menard— lo creía un poco loco. Es natural que yo respondiera que no había inventado a Pierre Menard, que simplemente quería hacer un resumen de su obra, de su vida, porque lo había conocido personalmente, etc.

¡Era una especie de mistificación!

Otra persona me dijo hace algunos días: «Es una lástima que un imbécil como Pierre Menard haya imitado a un poeta al que aprecio tanto, que haya robado al autor de Les contrerimes» [7]. Tuve que responderle que, para mí, Pierre Menard no era un imbécil, que era un hombre que había llegado a un grado tal que no podía hacer más que esto. Que Pierre Menard era un poco escéptico, un hombre de una gran modestia y una gran ambición a la vez, etc., etc.

No sé tampoco si el personaje es real para ustedes. Creo muy injusto llamarlo imbécil, ¿no?

Hay en él un exceso de inteligencia, un sentido de la inutilidad de la literatura, así como la idea de que hay demasiados libros, de que es una falta de cortesía o de cultura atestar las bibliotecas con libros nuevos; también hay en él, finalmente, una especie de resignación. Cuando escribí esta historia, el personaje, para mí, era complejo, ¡y no simplemente un imbécil!

También hay un poco de buen humor, creo yo, en el caso de este hombre evidentemente inteligente, que practica una tarea tan vana y tan conscientemente vana.

G. C.: Voy a decirle por qué nos reímos. Lo hacemos por dos razones. Vemos a Pierre Menard de dos maneras. En principio, lo vemos como el hombre genial que tiene la idea de instalarse en una mesa, abrir el Quijote, diría que casi al azar, y copiar un capítulo…

J. L. B.: ¡Y de olvidarlo en seguida!

G. C.:… meticulosamente, y conservar esta copia como una obra inmortal. Esto nos da mucha risa. Vemos también a Pierre Menard de una manera infinitamente distinta: nos decimos que en presencia de un texto, o en presencia de un hombre —creo de buena fe que es lo mismo—, para ir hacia este texto o este hombre, cada quien, obligatoriamente, toma un camino: su propio camino. El espacio del discurso, el espacio dialéctico que me separa de usted, por ejemplo, no es el que lo separa de esa otra persona que quizá se nos reúna.

J. L. B.: Sí, es evidente.

G. C.: Son espacios dialécticos distintos.

J. L. B.: Sí, éstos cambian.

G. C.: Si, para llegar a lo mismo, cada quien debe emprender un camino, comprendemos muy bien que lo idéntico alcanzado por caminos distintos puede revestir aspectos distintos.

Es el segundo placer —más intenso— que alcanzamos al leer sus obras. La primera idea nos hace reír: un hombre copia un capítulo y lo da por suyo.

J. L. B.: No copia, en realidad. Lo olvida y lo reencuentra en sí mismo. Ahí habría un poco la idea de que no inventamos nada, de que se trabaja con la memoria o, para hablar en una forma más precisa, de que se trabaja con el olvido.

En otra de mis historias, Funes el memorioso, tenemos el caso contrario: un buen hombre, un hombre muy ignorante, tiene una memoria perfecta, tan perfecta que las generalizaciones le están prohibidas. Muere muy joven, agobiado por esta memoria que podría soportar un dios, no un hombre. Se trataría del caso contrario: Funes no puede olvidar nada. Por consiguiente, no puede pensar, porque para pensar es necesario generalizar, es decir, es necesario olvidar.

Funes no es inteligente. Sólo posee esta vasta memoria que lo agobia y que lo hace morir muy joven.

G. C.: Precisamente me preguntaba si no sería muy inteligente. Un punto me detiene. Funes está dotado de la facultad quizá no de reconstruir el pasado, sino de reencontrar lo idéntico en permanencia. Lo que en el pasado tomó un tiempo x le toma un tiempo x para revivirlo.

J. L. B.: Sí, sí, es decir, que el pasado seria, para él, el presente. Es una especie de juego.

G. C.: O bien, Funes es maestro en detener la experiencia en el momento que quiere. De cesar de recordar el 3 de junio de 1936 para pensar en el 22 de abril de 1921. Es un maestro. Es maestro en detener un flujo de recuerdos en provecho de otro flujo de recuerdos, ¿es así?

J. L. B.: Esta conversación es un poco difícil para mí. Hace tanto tiempo que escribí esta historia que ya no recuerdo si podía olvidar. Creo que no; creo que los recuerdos venían a él ¡y que no podía detenerlos!

G. C.: Eso me preguntaba.

J. L. B.: ¡Hace tanto tiempo que escribí esta historia! Lo que quería decir con seguridad es que, en las últimas líneas, Funes muere. Muere agobiado bajo el peso de un pasado demasiado minucioso para ser soportado. Un pasado hecho, sobre todo, de circunstancias, que por lo general uno olvida. Yo mismo tengo recuerdos. Pero no sé si esos recuerdos pertenecen al sábado o al viernes, mientras que él sabía con tal exactitud que no podía pensar.

G. C.: Pero podía reconstruir. Siempre.

J. L. B.: No sólo podía reconstruirlo todo, sino que estaba obligado a hacerlo, es decir, no podía desembarazarse del peso del universo.

Me vi llevado a escribir esta historia gracias a que pasé largos períodos de insomnio. Como todo el mundo. Quería dormir y no podía. Para dormir es necesario olvidar un poco las cosas. En esa época —duró bastante— no podía olvidar. Cerraba los ojos y me imaginaba, con los ojos cerrados, en mi cama. Imaginaba los muebles, los espejos, imaginaba la casa —era una gran casa muy deteriorada del sur de Buenos Aires. Imaginaba el jardín, las plantas. Había estatuas en ese jardín. Para librarme de todo ello escribí esa historia de Funes que es una especie de metáfora del insomnio, de la dificultad o imposibilidad de abandonarse al olvido. Ya que dormir es esto, abandonarse al olvido total. Olvidar su identidad, sus circunstancias. Funes no podía. Por eso murió al fin, agobiado.

Esta historia me sirvió para curarme del insomnio: deposité todo mi insomnio en mi personaje. No digo que precisamente el día en que terminé la historia haya podido dormir bien, pero aquí empezó mi curación.

No sé si esta historia haya divertido a la gente. En todo caso, me fue útil a mí. A mi caso personal. Hice pasar la experiencia del insomnio a la metáfora de ese pobre muchacho que muere.

G. C.: Para nosotros la interpretación es bastante difícil.

J. L. B.: También lo es para mí. En general, un escritor, creo yo, no comienza con una idea abstracta. Comienza con una imagen que —circunstancia— viene a él. Creo que Kipling dijo que a un escritor le estaba permitido hacer fábulas y no saber cuál era la moraleja de esas fábulas. Esto se repite en los demás. El escritor propone símbolos. En cuanto al sentido de estos símbolos, o a la moraleja que pueda sacarse, esto es asunto de la crítica, de los lectores, y no la suya. El escritor escribe su historia; escribe con fidelidad. Quiero decir que es fiel a su sueño, y no a la manera de un historiador o un periodista. Es fiel de otra manera. La historia escrita debe seguir su camino tranquilamente. 

Creo que éste es el caso general. Es el caso de Cervantes, que quería hacer una parodia de ciertos libros y que hizo mucho más que eso. Sí, es el caso general, salvo quizá en el caso de Dante. Creo que Dante, que hizo una obra admirable, tuvo plena conciencia de ella antes de escribir una línea. Pero, en general, lo repito, pienso que la creación literaria no marcha así. Por ejemplo, no creo que Shakespeare pensara en hacer obras maestras. Pensaba sobre todo en sus actores, en su público, en la historia que había leído, qué diré yo… en Plutarco o en lo que sea. Hacía obras maestras sin quererlo, sin interesarse mucho en ellas tampoco: no creo que lo preocupara la inmortalidad.

Pero usted deseaba decirme algo sobre esa historia que casi he olvidado, ¿no?

G. C.: Esta historia me preocupa mucho. Me parece que sus interpretaciones son bien difíciles. Observo con claridad que Funes muere bajo el peso del universo, bajo el peso del mundo, lo veo bien, pero…

J. L. B.: En fin, del peso del mundo que conoció. Insisto en el hecho de que su vida era muy pobre. Era un hombre muy ignorante: una especie de gaucho. La primera idea que tuve fue la de hacer de mi personaje un hombre agobiado por las bibliotecas, por el pasado histórico. Después pensé que era más fuerte, o más eficaz, mostrar un individuo muy simple y, al mismo tiempo, incapaz de soportar las pocas circunstancias de las que su biografía lo había rodeado.

En cuanto a las interpretaciones, creo que pueden ser múltiples. Las interpretaciones de una historia son siempre posteriores a la historia. Se empieza con el símbolo o con la historia. Después, los demás harán la interpretación. Éste no es mi negocio, es el suyo como lector, como crítico. Lo importante es que la historia continúa viviendo en la conciencia de los demás. Si las interpretaciones son múltiples, tanto mejor. No rechazo ninguna. ¿Por qué rechazarlas? No está en mí rechazarlas o aceptarlas. Si la historia es viva, ciertamente encontrará interpretaciones. Es lo mismo que con la interpretación de la realidad. Aun en el caso de nuestra pobre vida, no estamos muy seguros de interpretar correctamente las cosas. Quizá nunca conoceremos nuestra verdadera significación, si es que existe. Lo que plantea otro problema.

G. C.: Antes que todos los símbolos, antes que todas las interpretaciones, son las imágenes visuales las que impresionan en Funes. Usted propuso símbolos: usted mismo pronunció esta palabra repetidas veces.

J. L. B.: Sí, símbolos…

G. C.: Ahora bien… son imágenes visuales las que llegan primero, y en casi todos sus cuentos son imágenes visuales las que llegan primero. Por lo menos así me lo parece a mí. No sé lo que suceda en los demás.

J. L. B.: Creo que a mí me pasa lo mismo. En el caso de Funes, por ejemplo, me lo imagino muy bien. Imagino su casa, la ciudad en que vivió, y esta noche, y aquella larga conversación, y el resplandor del cigarrillo…

G. C.: Yo veo los colores.

J. L. B.:… y el olor del mate.

G. C.: Yo veo colores, que son bien distintos cuando leo Funes o cuando leo El inmortal. El inmortal es algo que veo antes de comprenderlo, antes de recibir sus símbolos, antes de hacer su análisis. La Biblioteca de Babel es algo que no veo. Veo El inmortal.

J. L. B.: El inmortal es bien distinto. Fue escrito de una manera barroca, de una manera muy lujosa, casi demasiado lujosa, demasiado sonora. Esto fue debido a una dificultad. Creo que escribí El inmortal antes que Funes. Cuando escribí Funes era más… qué diré yo… me sentía más libre para escribir, mientras que cuando escribí El inmortal no estaba muy seguro de mi tema. Incluso creo que lo eché a perder. Creo que esta historia está a rebosar de detalles históricos. Quizá sea lamentable que haya releído Salambó antes de escribir El inmortal, que tiene algo, qué diré yo, de reconstrucción arqueológica. Hay cosas que tomé de Plinio, etc. Y, así, la historia esencial de El inmortal está un poco descuidada por la acumulación de detalles. La historia esencial es la de un hombre inmortal que, por lo mismo, olvida su pasado. Es la historia de Homero que ha olvidado que fue Homero. Que encuentra admirable una traducción muy libre de La Ilíada. Que olvidó el griego. Y todo esto es un poco chapucero. Creo que hay un lujo exagerado de detalles arqueológicos. Que el estilo es demasiado rígido. Ahora, si tuviera que escribir esa historia, la escribiría de una manera más sencilla. Quizá la idea de Homero, personaje verdadero, haya llegado a mí de segunda intención, como un after-thought, ¿no? Creo acordarme de esto. Si no, habría escrito de una manera mucho más sencilla, no en ese latín rígido, sino un poco como el español que se escribía en el siglo XVII, cuando Quevedo, por ejemplo, trataba de escribir a la latina en español. Todo esto me embarazó un poco. Ahora podría escribir esa historia mucho mejor. Quizá podría escribirla en tres o cuatro páginas. Habría que descartar todos esos largos aparatos históricos. Toda esa palabrería latina.

Trataría de escribir sencillamente la historia de alguien que, al final de su vida, recuerda. Sabe que ha vivido mucho tiempo, que, en una vida, era Homero y escribió La Ilíada. Que esto no tiene ninguna importancia, ya que, si el tiempo es infinitamente largo, todos escribiremos La Ilíada en un momento determinado, o bien la habremos escrito en un momento. Es una variación del tema de La Biblioteca de Babel. En el fondo, es la idea de que posibilidades infinitas están ligadas en un tiempo infinito. Es un poco la idea del regreso eterno de los pitagóricos, de Young, de Nietzsche, de Blanqui, etc.


Nota
[7] Paul-Jean Toulet. [T.]




Georges Charbonnier, El escritor y su obra
Ocho entrevistas de Georges Charbonnier con Jorge Luis Borges
Título original: Entretiens avec Jorge Luis Borges
Georges Charbonnier, 1967
Traducción: Martí Soler

Foto arriba: 
Georges Charbonnier (1921-1990) [s/atribución], 
long-time executive producer at France-Culture (ORTF) Via




29/12/18

Jorge Luis Borges-Roberto Alifano: Sobre los clásicos







    A.: ¿Qué es un libro clásico, Borges?
  
    B.: Bueno, hay dos conceptos que suelen confundirse con cierta frecuencia; el concepto de un libro clásico y el concepto de un libro sagrado. Yo creo que con la ayuda de Oswald Spengler, el autor de La declinación de El Occidente, podremos diferenciar esos conceptos y, desde luego, demostrar que no son iguales. Tomemos, por ejemplo, la palabra clásico, y veamos cuál es su etimología. Clásico viene de «clasis», que significa fragata o escuadra; es decir, un libro clásico es un libro ordenado, ordenado con cierto rigor, como tiene que estar todo ordenado a bordo. Shipshape, como diría un inglés. Pero además de ese sentido relativamente modesto de un libro ordenado, un libro clásico es un libro eminente en su género.

    A.: ¿Podemos decir entonces que El Quijote, La Comedia o El Fausto, por citar algunos ejemplos, son libros clásicos?

    B.: Sí. Pero el culto de esos libros ha sido llevado quizá a un extremo excesivo. Sabemos que los griegos consideraban como libros clásicos a La Ilíada y La Odisea. Sabemos que Alejandro Magno, según nos cuenta Plutarco, tenía siempre debajo de la almohada La Ilíada y su espada, que eran los dos símbolos de su destino de guerrero. La Ilíada era un libro eminente para los griegos; ellos lo veían como la suma de la poesía. Sin embargo, no se creía que cada palabra, que cada hexámetro fuera indiscutible o exactamente cierto; eso corresponde a otro concepto.

    A.: Al concepto de un libro sagrado, ¿no es así?

    B.: Sí. Horacio dijo una vez «que a veces el buen Homero se queda dormido, pero nadie podría decir que el buen Espíritu Santo se ha quedado dormido». La diferencia de conceptos, como se ve, es clara. Pero, si usted me permite, antes de entrar al concepto de un libro sagrado, quisiera ampliar más lo anterior.

    A.: Sí, por supuesto.

    B.: En la antigüedad, el concepto que se tenía de un libro no era el que existe ahora entre nosotros. Ahora pensamos que un libro es un instrumento para justificar, para defender, para combatir, para exponer o para historiar una doctrina o una forma política; en la antigüedad, en cambio, no se tenía esa idea. Se pensaba que un libro era un sucedáneo de la palabra oral. Se lo veía de esa manera. Bástenos recordar aquel pasaje de Platón, en el cual dice que los libros son como estatuas, o como efigies: «parecen seres vivos, pero cuando se les pregunta algo, no saben contestar».

    A.: ¿Tal vez para obviar esa dificultad inventó los diálogos platónicos, no?

    B.: Es cierto. En esos diálogos, Platón explora todas las posibilidades de un tema, tenemos también aquella carta, una carta muy linda y muy curiosa, que Alejandro de Macedonia le envía, según Plutarco, a Aristóteles. Este acababa de publicar, es decir, de mandar a hacer muchas copias, en Atenas, de su Metafísica. Enterado, Alejandro le envía una carta censurándolo, diciéndole que ahora todos podían saber lo que antes sólo sabían los elegidos. Aristóteles le contesta defendiéndose, pero sin duda con toda sinceridad: «Mi tratado ha sido publicado y no publicado». O sea que en la antigüedad no se pensaba que un libro expusiera totalmente un tema. Se pensaba que un libro tenía que ser como una suerte de guía, algo que acompañara a una enseñanza oral.

    A.: Es decir, esos libros eran venerados, se los utilizaba muy bien, cumplían su propósito, pero no eran libros sagrados. ¿Ahora, de dónde viene el concepto de un libro sagrado, Borges?

    B.: Ese concepto es específicamente oriental. Spengler, por ejemplo, señala en La declinación de El Occidente, en uno de los capítulos que dedica a la cultura mágica, que un libro sagrado sería El Corán. Para los ulemas, para los doctores de la Ley Musulmana, ese libro no es un libro como los otros. Es un libro, dicen ellos (esto es increíble, pero es así como lo afirman) anterior a la lengua árabe; es decir, que ese libro no puede estudiarse históricamente o filológicamente, ya que es anterior a los árabes, es anterior a su lengua y, también, es anterior al mismo universo. Ni siquiera se admite que El Corán sea la palabra de Dios, es algo más íntimo y más misterioso. El Corán, para los musulmanes ortodoxos es un atributo de Dios, como su ira, su misericordia o su justicia. En el mismo texto se habla de un libro misterioso, la madre del libro, que es arquetipo celestial de El Corán, que está en el cielo y es venerada por los ángeles.

   A.: ¿Tendríamos ahí la noción de un libro sagrado, del todo distinta de la noción de un libro clásico?

    B.: Sí. Agregaré algo más: en un libro sagrado son sagradas no sólo sus palabras, sino también las letras con que fue escrito. Ese mismo concepto se aplica a Las Escrituras; la idea es ésta: El Pentateuco, La Torá es un libro sagrado, y eso quiere decir que una inteligencia infinita ha condescendido a la tarea humana de redactar un libro. El Espíritu Santo, en este caso, ha condescendido a la literatura, lo cual es tan increíble como suponer que Dios condescendió a ser hombre. Pero aquí condescendió de modo más íntimo, ya que el Espíritu Santo es quien escribe un libro, y en ese libro nada puede ser casual. En toda escritura humana, en cambio, siempre hay algo casual. La Sagrada Escritura es un texto absoluto y en un texto absoluto no interviene para nada el azar, todo debe ser, todo es, exacto.

    A.: ¿Por qué no nos introducimos un poco más en La Biblia?

    B.: Bueno, La Biblia, es decir, el conjunto de textos heterogéneos que corresponden a diversas épocas y a diversos autores, está atribuida a un solo autor. Ese autor es el Espíritu Santo, por eso mismo se la considera un texto sagrado.

   A.: ¿Qué es lo que lo lleva a afirmar a usted que La Biblia corresponde a diversas épocas y a diversos autores?

    B.: El hecho de que nada tienen en común, por ejemplo, El Cantar de los Cantares y El Libro de Job, El Libro de los Reyes y Ezequiel, El Éxodo y Los Salmos. Sin embargo todo ha sido atribuido a un solo autor, al Espíritu Santo.

    A.: Creo que fue Spinoza el que inició un estudio analítico de esos textos, ¿no es así?

    B.: Es verdad. Antes de Spinoza nadie había pensado en eso. Todo había sido aceptado, inclusive, como algo contemporáneo. Spinoza, de una manera metódica e histórica, estudia El Antiguo Testamento, y luego saca conclusiones muy interesantes y totalmente nuevas. Estos trabajos fueron proseguidos después y se ha llegado a conclusiones distintas a las que él arribó; pero fue Spinoza el inspirador de esos estudios.

    A.: Ahora, el concepto, que usted ya mencionó, de que en un libro sagrado no sólo son sagradas sus palabras, sino también las letras con que fue escrito, pertenece a los cabalistas, quienes lo aplican al estudio de las Sagradas Escrituras.

   B.: Sí, ese concepto pertenece a los cabalistas. Ellos estudian «La Biblia» de ese modo. Se dice, por ejemplo, que empieza con la letra bet inicial de Breshit. «En el principio, creó dioses los cielos y la tierra», el verbo en singular y el sujeto en plural. Ahora, ¿por qué empieza con la letra bet? Porque esa letra inicial, en hebreo, debe decir lo mismo que b, que es la inicial de bendición, y el texto no podría empezar con una letra, digamos, que correspondiera a maldición. Bet es la inicial hebrea de brajá, cuyo significado es bendición.

    A.: Con un criterio lógico, aplicado a lo que usted hace referencia, ¿en qué difiere, por ejemplo, El Cantar de los Cantares de un poema de Virgilio, digamos, o El Libro de los Reyes de un libro de historia?

    B.: Yo creo que a ese concepto podemos darle infinitos sentidos. Yo recuerdo ahora algo que dijo Escoto Erígena: «La Biblia tiene infinitos sentidos, como el plumaje tornasolado de un pavo real». Personalmente me inclino a pensar, más allá de los infinitos sentidos que le da Erígena, que es obra de diversos autores, que la escribieron en diversas épocas.

    A.: Pero la superstición, Borges, no se reduce solamente a los llamados libros sagrados, suele alcanzar también a otras obras literarias.

B.: Ah, claro. Con el Martín Fierro, entre nosotros, existe una especie de veneración; algo igual pasa con Macbeth, con La Chanson de Roland y hasta con El Quijote. Pero eso es algo distinto. Yo creo que cada país observa una actitud similar para esos casos; salvo, claro está, en el caso de Francia, cuya literatura es tan vasta, tan rica, que admite, por lo menos, dos tradiciones clásicas.

    A.: Creo que la diferencia entre el concepto de un libro clásico y el concepto de un libro sagrado está clara.

    B.: Creo que sí. En todo caso, en el concepto de un libro sagrado, también cabría un acto de fe. Obras como La Ilíada, considerada por generaciones y generaciones como una obra clásica, venerada y estudiada (ya sabemos que en Alejandría los bibliotecarios se consagran al estudio de La Ilíada, y en el curso de esos estudios, inventaron los tan necesarios signos de puntuación), jamás se le ocurrió a ningún griego decir que fuera perfecta palabra por palabra.




En Roberto Alifano: Conversaciones con Borges [19]
Buenos Aires, Editorial Atlántida, 1984



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