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24/2/19

Jorge Luis Borges: Ejercicio de análisis (1926)







Ni vos ni yo ni Jorge Federico Guillermo Hegel sabemos definir la poesía. Nuestra insapiencia, sin embargo, es sólo verbal y podemos arrimarnos a lo que famosamente declaró San Agustín acerca del tiempo: ¿Qué es el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; si tengo que decírselo a alguien, lo ignoro. Yo tampoco sé lo que es la poesía, aunque soy diestro en descubrirla en cualquier lugar: en la conversación, en la letra de un tango, en libros de metafísica, en dichos y hasta en algunos versos. Creo en la entendibilidá final de todas las cosas y en la de la poesía, por consiguiente. No me basta con suponerla, con palpitarla; quiero inteligirla también. Si quieres ayudarme, tal vez adelantaremos algún trecho de ese camino.

El de hoy es cosa tesonera: se trata del análisis de dos versos hechos por autorizadísima pluma y tan inadmisibles o admisibles como los de cualquier verseador. La correntosa inmortalidad del Quijote los sobrelleva; están en su primera parte, en el capítulo treinta y cuatro y rezan así:

    En el silencio de la noche, cuando
    ocupa el dulce sueño a los mortales
  
Y en segunda viene una antítesis, cuyo segundo término es el desvelado amador que se pasa la santa noche entera pensando en su querer y en su insomnio, hasta que se le viene encima el mañana. Vaya el primer endecasílabo:

  En el silencio de la noche, cuando
  
Analicemos con prolija humildá y pormenorizando sin miedo.

En el. Éstas son dos casi palabras que en sí no valen nada y son como zaguanes de las demás. La primera es el in latino: sospecho que su primordial acepción fue la de ubicación en el espacio y que después, por resbaladiza metáfora, se pasó al tiempo y a tantas otras categorías. (Los romanos ejercieron otro en que ya se gastó: el in batallador de ludus in Claudium y que nuestro modismo En su cara se lo dije acaso conserva.) El es artículo determinado, es promesa, indicio y pregusto de un nombre sustantivo que ha de seguirlo y que algo nos dirá, después de estos neblinosos rodeos. Su acopladura frecuentísima hace casi una sola palabra de en el.

Silencio. La segunda definición que formula Rodríguez Navas (quietud o sosiego de los lugares donde no hay ruido) conviene aquí singularmente, pero no nos despeja la incógnita de la adecuación de esa voz. Ya es un milagro chico que la mera ausencia auditiva, que las vacaciones del ruido, tengan su palabra especial y el milagro crece y se agranda si meditamos que esa palabra es un nombre. Eso es mitología del idioma o inconciencia plenaria o metáfora pausadísima. Todos hablamos del silencio y apenas si concebimos lo que es y el rumor de la sangre en nuestros oídos lo desmiente en la soledá. Sin embargo, escasas palabras hay tan acreditadas. Virgilio habló de alto silencio y lo empinado de la adjetivación no debe asustarnos, pues hasta los periodistas lo llaman hondo y lo mismo da equipararlo con los sótanos que con las torres. Plinio el Antiguo se valió de la palabra silencio para designar la lisura de la madera. San Juan Evangelista, docto en toda gran diosa farolería y en toda canallada literaria, cuenta que tras de la luna sangrienta y del sol negro y de los cuatro ángeles en las cuatro esquinas del mundo, fue hecho silencio en el cielo casi por media hora. Esos alardes no están mal, pero hay que llegar al siglo pasado —gran baratillo de palabras y símbolos— para que al silencio lo exalten y le añadan mayúscula y nos atruenen vociferándolo. Muchos conversadores vitalicios como Carlyle y Maeterlinck y Hugo no le dieron descanso a la lengua, de puro hablar sobre él. Solamente Edgard Allan Poe desconfió de la palabreja y escribió aquel verso de Silence, wich is the merest word all contra la más palabrera de las palabras.

De la. Éstos son otros dos balbuceos y no me le atrevo al examen.

Noche. El diccionario la define de esta manera: Parte del día natural en que está el sol debajo del horizonte. Es una definición cronométrica, practicista. ¿Qué noche es ésa sin estrellas ni anchura ni tapiales que son claros junto a un farol ni sombras largas que parecen zanjones ni nada? ¿Esa noche sin noche, esa noche de almanaque o relojería, en qué verso está? Lo cierto es que ya nadie la siente así y que para cualquier ser humano en trance de poetizar, la noche es otra cosa. Es una videncia conjunta de la tierra y del cielo, es la bóveda celeste de los románticos, es una frescura larga y sahumada, es una imagen espacial, no un concepto, es un mostradero de imágenes.

¿Cuándo empezó a verse la noche? No podemos averiguarlo, pero es lícito suponer que no la levantamos de golpe. Ni vos ni yo dimos con el sentido reverencial que tenemos de ella: para eso han sido menester muchas vigilias de pastores y de astrólogos y de navegantes y una religión que lo ubicase a Dios allá arriba y una firme creencia astronómica que la estirara en miles de leguas. Quedan naciones que aún le conservan los andamios a ese edificio: me refiero a los hombres del mar del Sur que hablan de diez pisos de cielo y a los chinos que lo escalonan en treinta y tres. También los escritores han contribuido y quizá más que nadie. Sin yo quererlo, están en mi visión de la noche el virgiliano Ibant obscuri sola sub nocte per umbram y la noche amorosa, la noche amable más que la alborada de San Juan de la Cruz y la última noche linda que he visto escrita, la del Cencerro de Güiraldes. Ésas y muchas más y una noche romanticona del novecientos cinco que para mí está embalsamada en un aire que yo sé tararear pero no escribir y cuya letra declaraba que a la luz de la pálida luna / en un barco pirata nací…

En mis Inquisiciones he señalado la diferencia entre el concepto clásico de la noche y el que hoy nos rige. Los latinos, con lógica severísima, sólo le vieron dos colores al tiempo y para ellos la noche fue siempre negra, y el día, siempre blanco. En el Parnaso español de Quevedo se conserva alguno de esos días blancos, muy desmonetizado.

Cuando ocupa. Hay una pausa injustificadísima entre esas dos palabras. Esa pausa, según Lugones, es la solemne salvaguardia del verso: es la frontera que media entre lo poético y lo prosaico. Esa pausa evidencia la rima. Pero como aquí nos falta el último verso de la cuarteta y a lo mejor no rima con el primero, no sabremos nunca (según Lugones) si esto es verso o prosa. Occupare en latín es voz militar, sinónima de invadere y de corripere. Cervantes la usa aquí sueltamente, a falta de otro verbo mejor.

El dulce sueño. ¿Qué greguerizador antiquísimo, qué Alberto Hidalgo encontrador de metáforas dio con esta adjetivación, según la cual son comparables el sueño y el sabor de la miel, el paladeo y el dejar de vivir un rato? Lástima es opinar que no ha existido nunca ese hombre magnífico y que aquí no hay otro milagro que el de la gradual sinonimia de placentero y dulce. La imagen (si hay alguna) la hizo la inercia del idioma, su rutina, la casualidá.

A los mortales. Alguna vez estuvo implicado el morir en eso de mortales. En tiempo de Cervantes, ya no. Significaba los demás y era palabra fina, como lo es hoy.

***

Pienso que no hay creación alguna en los dos versos de Cervantes que he desarmado. Su poesía, si la tienen, no es obra de él; es obra del lenguaje. La sola virtud que hay en ellos está en el mentiroso prestigio de las palabritas que incluyen. Idola Fori, embustes de la plaza, engaños del vulgo, llamó Francis Bacon a los que del idioma se engendran y de ellos vive la poesía. Salvo algunos renglones de Quevedo, de Browning, de Whitman y de Unamuno, la poesía entera que conozco: toda la lírica. La de ayer, la de hoy, la que ha de existir. ¡Qué vergüenza grande, qué lástima!



En El tamaño de mi esperanza
Buenos Aires, Editorial Proa, 1926 (primera edición)

Luego, ©1995 1996 María Kodama
©2016 Buenos Aires, Penguin Random House




Imagen arriba: Dibujo de Borges por Dimitris Kritsotakis



6/2/19

Jorges Luis Borges: La conducta novelística de Cervantes








Ningún otro destino escrito fue tan dejado de la mano de su dios como Don Quijote. Ninguna otra conducta de novelista fue tan deliberadamente paradójica y arriesgada como la de Cervantes. Así la tesis que me he determinado a presentar y a razonar en esta alegación.

Antes conviene aliviarse de dos errores. Uno es la antigua equivocación que ve en el Quijote una pura parodia de los libros de caballería: suposición que el mismo Cervantes, con perfidia que entenderemos después, se ha encargado de propalar. Otro es el también ya clásico error que hace de esta novela una repartición de nuestra alma en dos apuradas secciones: la de la siempre desengañada generosidad y la de lo práctico. Ambas lecturas son achicadoras de lo leído: ésta lo desciende a cosa alegórica, y hasta de las más pobres; aquélla lo juzga circunstancial y tiene que negarle (aunque así no fuera su voluntad) una permanencia larga en el tiempo. Además, ni lo paródico ni lo alegórico son valederas manifestaciones de arte: lo primero no es más que el revés de otra cosa y ésta le hace tanta falta para existir, como la luz y el cuerpo a la sombra; lo último es una categoría gramatical más que literaria, una seudo humanización de voces abstractas por medio de mayúsculas. El Quijote no es ninguna de esas ausencias: es la venerable y satisfactoria presentación de una gran persona, pormenorizada a través de doscientos trances, para que lo conozcamos mejor. Es decir, no es ni más ni menos que el título. Cervantes, en hecho de verdad, fue un hagiógrafo, pero no es la casi santidad de Alonso Quijano lo que interesa hoy a mi pluma, sino lo desaforado del método de Cervantes para convencernos bien de ella. Este método no es el usual de la persuasión; es otro insospechable y secreto que provoca, sin traicionarse nunca, una reacción compasiva o hasta enojada frente a las indignidades sin fin que injurian al héroe. Cervantes teje y desteje la admirabilidad de su personaje. Imperturbable, como quien no quiere la cosa, lo levanta a semidiós en nuestra conciencia, a fuerza de sumarias relaciones de su virtud y de encarnizadas malandanzas, calumnias, omisiones, postergaciones, incapacidades, soledades y cobardías.

El procedimiento se trasluce con seguridad en la primera parte, tan secundaria en mérito. Allí menudean las cargosas retahílas de palos y puñetazos, censuradas con aparente justicia por nuestro Groussac. En la segunda, las tentaciones en que puede caer el lector son más considerables y más sutiles. El arte de Cervantes, diez años mayor, asume aquí toda la audacia peligrosísima de su destreza y pone a Don Quijote, no ya en el inventado riesgo de que le peguen, sino en el verdadero y muy serio de que le perdamos cariño. Diré algunos ejemplos, no todos, de ese incomparable jugarse entero del escritor.

Los de soledad son de no acabar. Don Quijote es la única soledad que ocurre en la literatura del mundo. Prometeo, amarrado a la visible peña caucásica, siente la compasión del universo a su alrededor y es visitado por el Mar, caballero anciano en su coche, y por el especial enojo de Zeus. Hamlet despacha concurridos monólogos y triunfa intelectualmente, sin apuro en las antesalas de su venganza, sobre cuantos conviven con él. Raskolnikov, el ascético y razonador asesino de Crimen y castigo, sabe que todos sus minutos son novelados y ni la borra de sus sueños se pierde. Pero Don Quijote está solo, dejadamente solo, y cualquier eventualidad lo interrumpe. Ése es el necesario sentido de los Crisóstomos, de las Marcelas, de los cautivos y de las otras curiosas impertinencias que interceptan a cada vuelta de hoja la presencia del héroe y que tanto escándalo y vacilación han puesto en la crítica. Ni siquiera en los últimos trámites de su muerte (gran posesión y dramaticidad de todo vivir, por pobre que sea) consigue Don Quijote ocupar la franca y solemne atención de su historiador. Éste lo hace arrepentirse de su heroísmo, apostasía inútil, para mencionar después casualmente y en la mitad de un párrafo, que falleció. El cual, entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaban, dio su espíritu: quiero decir que murió. Así, con aparatoso desgano, se despidió Miguel de Cervantes de Don Quijote.

Tampoco la inconsciencia de su rareza (especie de inocente nube para sí en que viajan los dioses) le fue concedida al caballero por su cronista. Hay un lugar, patético, en que Don Quijote habla directamente de su locura y se sabe loco y lo dice. Es la aventura contemplativa y extática de los santos. Don Quijote discurre acerca de ellos y piensa al fin:

Ellos conquistaron el cielo a fuerza de brazos, porque el cielo padece fuerza, y yo hasta ahora no sé lo que conquisto a fuerza de mis trabajos; pero si mi Dulcinea del Toboso saliese de los que padece, mejorándose mi ventura y adobándoseme el juicio, podría ser que encaminase mis pasos por mejor camino del que llevo. Otro más llevadero, es aquel en que Don Quijote conversa sobre la ridiculez de su traza: Así que señor gentilhombre, ni este caballo… ni la amarillez de mi rostro, ni mi atenuada flaqueza os podrá admirar de aquí adelante... (segunda parte, capítulo XVI).

Pero el ejemplo más iluminativo de cuantos puedo recordar aquí, es el tan festejado como no entendido capítulo que trata de los consejos a Sancho. Hasta don Américo Castro (en su libro encaminado a probar que Cervantes vivió de veras en el siglo dieciséis y en su atmósfera) se limita a emparejar los consejos de Don Quijote con los de Isócrates y a declarar el contenido ético de esas moralidades. Admite sin embargo que los consejos en sí nada tienen de insólito, en cuanto a las ideas, y su mayor interés reside en los reflejos que provocan en Sancho y en el ambiente de ironía y buena gracia que envuelve el diálogo (El pensamiento de Cervantes, página 359). Yo voy más lejos; los consejos para mí no son lo que importa, sino el hecho de darlos. Reanímese la escena: Sancho, por decisión burlona del duque acaba de ser nombrado gobernador de una ínsula, que no por apócrifa y tirada en medio del campo, es menos codiciable. En esto llegó Don Quijote y sabiendo lo que pasaba…, con licencia del duque le tomó de la mano y se fue con él a su estancia con intención de aconsejarle cómo se había de haber en su oficio. Entrados, pues, en su aposento, cerró tras sí la puerta, e hizo casi por fuerza que Sancho se sentase junto a él. Apurado y coercitivo está Don Quijote en dar esos consejos, que el escudero subido a gobernador no ha pedido y que son más bien una continuación de la autoridad del hidalgo. ¡Qué insinuaciones las de su prólogo! Tú, que para mí sin duda alguna eres un porro, sin madrugar, sin trasnochar y sin hacer diligencia alguna, con sólo el aliento que te ha tocado de la andante caballería, sin más ni más te ves gobernador de una ínsula, como quien no dice nada. Todo esto digo, oh Sancho, para que no atribuyas a tus merecimientos la merced recibida, sino que desgracias al cielo que dispone suavemente las cosas, y después las darás a la grandeza que en sí encierra la profesión de la caballería andante. Dispuesto, pues, el corazón a creer lo que te he dicho, está, oh hijo, atento a este tu Catón, que quiero aconsejarte, y ser norte y guía que te encamine y saque a seguro puerto… Del conocerte saldrá el no hincharte como la rana que quiso igualarse con el buey; que si esto haces, vendrá a ser feos pies de la rueda de tu locura la consideración de haber guardado puercos en tu tierra. ¿No está induciéndonos aquí Miguel de Cervantes a que palpemos envidia en el carácter honestísimo de Don Quijote? ¿No es más odiosa la sola insinuación de esa envidia que esa otra obscena aventura en que tirado Don Quijote en el campo, cruza una piara de cerdos encima de él?

Atropellos y desmanes son los que dije que evidencian la confianza de su escritor en la invulnerabilidad central de su héroe. Sólo en Cervantes ocurren valentías de ese orden.



En El idioma de los argentinos
Buenos Aires, Manuel Gleizer, 1928
Viñetas de A. Xul Solar

Publicado en 1928 en una tirada de quinientos ejemplares, al igual que dos años antes El tamaño de mi esperanza, El idioma de los argentinos corrió la misma suerte que este último e Inquisiciones, quedando oficialmente desterrado de la obra del autor, quien no obstante recuperó textos sueltos de estos libros para la edición de sus obras en la prestigiosa colección francesa de La Pléiade.

Luego:
© 1995 María Kodama
© 2016 Buenos Aires, Penguin Random House
@ 2011 y 2016 Obras completas (Editorial Sudamericana)

Imagen: 
Supuesto retrato de Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1615) atribuido a Juan de Jáuregui. Aunque Cervantes escribió, en el Prólogo a las Novelas ejemplares, que Juan de Jáuregui le había retratado, no hay ninguna documentación que asegure que éste sea de Jáuregui y menos que represente a Cervantes. No existe ningún retrato auténtico de Cervantes. Vía


29/1/19

Jorge Luis Borges: Historia del tango. El tango pendenciero






XI. Historia del tango

Vicente Rossi, Carlos Vega y Carlos Muzzio Sáenz Peña, investigadores puntuales, han historiado de diversa manera el origen del tango. Nada me cuesta declarar que suscribo a todas sus conclusiones, y aun a cualquier otra. Hay una historia del destino del tango, que el cinematógrafo periódicamente divulga; el tango, según esa versión sentimental, habría nacido en el suburbio, en los conventillos (en la Boca del Riachuelo, generalmente, por las virtudes fotográficas de esa zona); el patriciado lo habría rechazado, al principio; hacia 1910, adoctrinado por el buen ejemplo de París, habría franqueado finalmente sus puertas a ese interesante orillero. Ese Bildungsrornan, esa «novela de un joven pobre», es ya una especie de verdad inconcusa o de axioma; mis recuerdos (y he cumplido los cincuenta años) y las indagaciones de naturaleza oral que he emprendido, ciertamente no la confirman.

  He conversado con José Saborido, autor de «Felicia» y de «La morocha», con Ernesto Poncio, autor de «Don Juan», con los hermanos de Vicente Greco, autor de «La viruta» y de «La Tablada», con Nicolás Paredes, caudillo que fue de Palermo, y con algún payador de su relación. Los dejé hablar; cuidadosamente me abstuve de formular preguntas que sugirieran determinadas contestaciones. Interrogados sobre la procedencia del tango, la topografía y aun la geografía de sus informes era singularmente diversa: Saborido (que era oriental) prefirió una cuna montevideana; Poncio (que era del barrio del Retiro) optó por Buenos Aires y por su barrio; los porteños del Sur invocaron la calle Chile; los del Norte, la meretricia calle del Temple o la calle Junín.

  Pese a las divergencias que he enumerado y que sería fácil enriquecer interrogando a platenses o a rosarinos, mis asesores concordaban en un hecho esencial: el origen del tango en los lupanares. (Asimismo en la data de ese origen, que para nadie fue muy anterior al ochenta o posterior al noventa). El instrumental primitivo de las orquestas —piano, flauta, violín, después bandoneón— confirma, por el costo, ese testimonio; es una prueba de que el tango no surgió en las orillas, que se bastaron siempre, nadie lo ignora, con las seis cuerdas de la guitarra. Otras confirmaciones no faltan: la lascivia de las figuras, la connotación evidente de ciertos títulos («El choclo», «El fierrazo»), la circunstancia, que de chico pude observar en Palermo y años después en la Chacarita y en Boedo, de que en las esquinas lo bailaban parejas de hombres, porque las mujeres del pueblo no querían participar en un baile de perdularias. Evaristo Carriego la fijó en sus Misas herejes:
  
    En la calle, la buena gente derrocha
    sus guarangos decires más lisonjeros,
    porque al compás de un tango, que es «La morocha»,
    lucen ágiles cortes dos orilleros.  

  En otra página de Carriego se muestra, con lujo de afligentes detalles, una pobre fiesta de casamiento; el hermano del novio está en la cárcel, hay dos muchachos pendencieros que el guapo tiene que pacificar con amenazas, hay recelo y rencor y chocarrería, pero
  
    El tío de la novia, que se ha creído
    obligado a fijarse si el baile toma
    buen carácter, afirma, medio ofendido;
    que no se admiten cortes, ni aun en broma…
    —Que, la modestia a un lado, no se la pega
    ninguno de esos vivos… seguramente.
    La casa será pobre, nadie lo niega,
    todo lo que se quiera, pero decente—.  

  El hombre momentáneo y severo que nos dejan entrever, para siempre, las dos estrofas, significa muy bien la primera reacción del pueblo ante el tango, ese reptil de lupanar como lo definiría Lugones con laconismo desdeñoso (El payador, página 117). Muchos años requirió el Barrio Norte para imponer el tango —ya adecentado por París, es verdad— a los conventillos, y no sé si del todo lo ha conseguido. Antes era una orgiástica diablura; hoy es una manera de caminar.


  El tango pendenciero

  La índole sexual del tango fue advertida por muchos, no así la índole pendenciera. Es verdad que las dos son modos o manifestaciones de un mismo impulso, y así la palabra hombre, en todas las lenguas que sé, connota capacidad sexual y capacidad belicosa, y la palabra virtus, que en latín quiere decir coraje, procede de vir, que es varón. Parejamente, en una de las páginas de Kim un afghán declara: «A los quince años, yo había matado a un hombre y procreado a un hombre» (When I was fifteen, I had shot my man and begot my man), como si los dos actos fueran, esencialmente, uno.

  Hablar de tango pendenciero no basta; yo diría que el tango y que las milongas, expresan directamente algo que los poetas, muchas veces, han querido decir con palabras: la convicción de que pelear puede ser una fiesta. En la famosa Historia de los Godos que Jordanes compuso en el siglo VI, leemos que Atila, antes de la derrota de Châlons, arengó a sus ejércitos y les dijo que la fortuna había reservado para ellos los júbilos de esa batalla (certaminis hujus gaudia). En la Ilíada se habla de aqueos para quienes la guerra era más dulce que regresar en huecas naves a su querida tierra natal y se dice que Paris, hijo de Príamo, corrió con pies veloces a la batalla, como el caballo de agitada crin que busca a las yeguas. En la vieja epopeya sajona que inicia las literaturas germánicas, en el Beowulf, el rapsoda llama sweorda gelac (juego de espadas) a la batalla. Fiesta de vikings le dijeron en el siglo XI los poetas escandinavos. A principios del siglo XVII, Quevedo, en una de sus jácaras, llamó a un duelo danza de espadas, lo cual es casi el juego de espadas del anónimo anglosajón. El espléndido Hugo, en su evocación de la batalla de Waterloo, dijo que los soldados, comprendiendo que iban a morir en aquella fiesta (comprenant qu’ils allaient mourir dans cette féte), saludaron a su dios, de pie en la tormenta.

  Estos ejemplos, que al azar de mis lecturas he ido anotando, podrían, sin mayor diligencia, multiplicarse y acaso en la Chanson de Roland Ariosto hay lugares congéneres. Alguno de los registrados aquí —el de Quevedo o el de Atila, digamos— es de irrecusable eficacia; todos, sin embargo, adolecen del pecado original de lo literario: son estructuras de palabras, formas hechas de símbolos. Danza de espadas, por ejemplo, nos invita a unir dos representaciones dispares, la del baile y la del combate, para que la primera sature de alegría a la última, pero no habla directamente con nuestra sangre, no recrea en nosotros esa alegría. Schopenhauer (Welt als Wille und Vorstellung, 1, 52) ha escrito que la música no es menos inmediata que el mundo mismo; sin mundo, sin un caudal común de memorias evocables por el lenguaje, no habría, ciertamente, literatura, pero la música prescinde del mundo, podría haber música y no mundo. La música es la voluntad, la pasión; el tango antiguo, como música, suele directamente trasmitir esa belicosa alegría cuya expresión verbal ensayaron, en edades remotas, rapsodas griegos y germánicos. Ciertos compositores actuales buscan ese tono valiente y elaboran, a veces con felicidad, milongas del bajo de la Batería o del Barrio del Alto, pero sus trabajos, de letra y música estudiosamente anticuadas, son ejercicios de nostalgia de lo que fue, llantos por lo perdido, esencialmente tristes aunque la tonada sea alegre. Son a las bravías e inocentes milongas que registra el libro de Rossi lo que Don Segundo Sombra es a Martín Fierro o a Paulino Lucero.

  En un diálogo de Oscar Wilde se lee que la música nos revela un pasado personal que hasta ese momento ignorábamos y nos mueve a lamentar desventuras que no nos ocurrieron y culpas que no cometimos; de mí confesaré que no suelo oír «El Marne» o «Don Juan» sin recordar con precisión un pasado apócrifo, a la vez estoico y orgiástico, en el que he desafiado y peleado para caer al fin, silencioso, en un oscuro duelo a cuchillo. Tal vez la misión del tango sea ésa: dar a los argentinos la certidumbre de haber sido valientes, de haber cumplido ya con las exigencias del valor y el honor.










"Historia del tango" en Evaristo Carriego (XI) (1930) 
y su primera parte "El tango pendenciero"
Incluido en Obras Completas 1943-1949 (Tomo I)
© María Kodama, 1995, 1996
 ©2011 Random House Mondadori y Sudamericana
Ultima edición: Buenos Aires, Sudamericana, 2016

Fotos arriba: Casa de Evaristo Carriego Vía
Véase foto de Borges en el mismo patio por Pedro Luis Raota
Foto pie: Portadilla Edición M. Gleizer, Buenos Aires, 1930

27/1/19

Jorge Luis Borges: Las coplas de Jorge Manrique





La más escuchada voz que verso español habló de la muerte, es la de Manrique. Manuel José Quintana, decente crítico y poeta ilegible, censuró esa voz; Menéndez y Pelayo, crítico justicieramente famoso, censuró la censura. Arguye Quintana: Al ver el título de esta obra, se esperan los sentimientos y la intención de una elegía, tal como el fallecimiento de un padre debía inspirar a su hijo. Pero las coplas de Jorge Manrique son una declamación, o más bien un sermón funeral sobre la nada de las cosas del mundo, sobre el desprecio de la vida y sobre el poderío de la muerte. Menéndez y Pelayo lo ataja, señalándole que de las cuarenta y tres coplas que son el total de la composición, diecisiete se contraen al elogio fúnebre del Maestre. Dice también que el pudor filosófico y señoril con que Manrique reprime sus lágrimas y anega su propio dolor en el dolor humano, es el mejor mérito de la obra. Llama doctrinal de cristiana filosofía a las coplas y alude a Bossuet.

  Por su ademán, esos pareceres de Menéndez y Pelayo son una refutación de Quintana; bien mirados, son su confirmación. Elogio fúnebre, pudor filosófico, doctrinal de cristiana filosofía, nombre de Bossuet, ¿no es todo eso, acaso, sermonero a más no poder y nada elegíaco? El elogio fúnebre, por ejemplo, y más en el sentido civil en que lo encara Jorge Manrique, no es directa queja filial, es justificación ante forasteros.
  
    No dexó grandes tesoros
    ni alcançó muchas riquezas
    ni baxillas,
    mas hizo guerra a los moros
    ganando sus fortalezas
    y sus villas;
    y en las lides que venció
    cavalleros y cavallos
    se prendieron
    y en este oficio ganó
    las rentas e los vasallos
    que le dieron.
  

  Una cosa es la foja de servicios del conde de Paredes, vencedor en veinticuatro batallas y Adelantado mayor del reino de León, y otra es la intimidad del dolor que su muerte debió inferir al ánimo de un hijo suyo. No por mucho batallar con todos los moros de la morería, acrecienta un hombre el amor filial que deben profesarle.

  Claro que al negar lo elegíaco de esta elegía festejadísima, no quiero negar su hermosura. Dos maneras de hermosura hay en ella: una, la gran aplicabilidad de sus versos, lo proverbial y lapidario de su dicción; otra, su índole de novela, que se trasluce tan a las claras en la sentencia final:
  
    Assí con tal entender
    todos sentidos humanos
    conservados,
    cercado de su mujer,
    de hijos y hermanos
    y criados…
  
y que asciende alguna vez a cuento de Poe:

    Después de puesta la vida
    tantas veces por su ley
    al tablero;
    después de tan bien servida
    la corona de su Rey
    verdadero;
    después de tanta hazaña
    a que no puede bastar
    cuenta cierta,
    en la su villa de Ocaña
    vino la muerte a llamar
    a su puerta.  

  No descreo de la eficacia estética de las Coplas. Afirmo que son indignas de la Muerte: eso es todo. En ellas está la forzosidad del morir, pero nunca lo disparatado de ese acto ni el azoramiento metafísico a que nos invita ni un esperanzarse curioso en la inmortalidad. Desde el punto de vista absoluto que su nombradía merece, esas carencias las anonadan. (Sé que Lope de Vega dijo de ellas que merecían estar escritas con letras de oro: locución rumbosa que expresa una convicción y no la argumenta.)

  Dice Menéndez y Pelayo: «¡Dichoso Jorge Manrique entre nuestros poetas, puesto que a través de los siglos su pensamiento cristiano y filosófico continúa haciendo bien, y cuando entre españoles se trata de muerte y de inmortalidad, sus versos son siempre de los primeros que ocurren a la memoria, como elocuentísimo comentario y desarrollo del Surge qui dormís et exsurge, de San Pablo!» (Antología de líricos castellanos, tomo 6). Yo pregunto con humildad: ¿Cuál es el pensamiento cristiano y filosófico y a través de los siglos bienhechor, de Jorge Manrique? Releo las Coplas y compruebo que es el pensamiento de que lo pasajero no existe. Para Manrique (y para todo español en trance de filosofar), la perdurabilidad es la única forma del Ser. El esqueleto sobrevive a su portador, luego el esqueleto es más real que el hombre. Las ruinas de Itálica sobreviven (sobremueren) a la ciudad, luego su intemperie de hoy es verídica y su gentío de ayer es una ficción. El nombre de España ha durado más que su imperio, luego los imperios no existen y los ingleses no deben alegrarse del que seudo tienen.

  Yo no entiendo de estas divisiones jerárquicas de la realidad y no sé por qué razón la hora de la muerte ha de ser más verdadera que las de vivir y el viernes que el lunes. Si todo es ilusorio, también la muerte lo es y muere su muerte. ¿Sólo ha de ser inmortal el dejar de ser?

  Manrique, sin confiar en contestación, interroga:

    ¿Qué se ficieron las damas,
    sus tocados, sus vestidos,
    sus olores?
    ¿Qué se ficieron las llamas
    de los fuegos encendidos
    de amadores?
    ¿Qué se fizo aquel trobar,
    las músicas acordadas
    que tañían?
    ¿Qué se fizo aquel dançar
    y aquellas ropas chapadas
    que traían?

Dejemos las absurdas y patéticas interrogaciones sobre la perfumería y sobre los trajes guarnecidos con láminas de metal y sobre las bien templadas cítolas y vihuelas y vayamos a la terrible interrogación:
  
    ¿Qué se ficieron las llamas
    de los fuegos encendidos
    de amadores?

  Es decir, ¿qué se hizo la pasión, qué se hará? Hay la respuesta cristiana (la de Manrique), tan profanadora de todo recuerdo nuestro de amor y que siente así: Fuego encendido en los infiernos es el fuego carnal y está bien que se desbarate y se pierda y que el alma consiga alguna vez el don de olvidarlo. Hay la respuesta cientificista que a nadie satisface y que dicen todos: El individuo no es inmortal, pero sí la especie y ella garantiza la inmortalidad de todo sentir. Hay una tercera respuesta que he vislumbrado y que me está gustando y que se deja presentir o indicar por esta sentencia: Lo que de veras fue, no se pierde; la intensidad es una forma de eternidad.

  Lector: Por la vereda de las coplas hemos llegado a la metafísica. Ya eres el poseedor de tu ignorancia; y la mía no te hace falta.



En El idioma de los argentinos
Buenos Aires, Manuel Gleizer, 1928
Viñetas de A. Xul Solar



Publicado en 1928 en una tirada de quinientos ejemplares, al igual que dos años antes El tamaño de mi esperanza, El idioma de los argentinos corrió la misma suerte que este último e Inquisiciones, quedando oficialmente desterrado de la obra del autor, quien no obstante recuperó textos sueltos de estos libros para la edición de sus obras en la prestigiosa colección francesa de La Pléiade.

Luego:
© 1995 María Kodama
© 2016 Buenos Aires, Penguin Random House

@ 2011 y 2016 Obras completas (Editorial Sudamericana)







Imagen arriba: Escultura Jorge Manrique, Paredes de Nava , Palencia Vía y Vía
Abajo:
Reproducción de la primera página de la Glosa famosíssima sobre las coplas que hizo don Jorge Manrique a la muerte del maestre de Santiago su padre, de Alonso de Cervantes, publicada en 1501 Vía


25/1/19

Jorge Luis Borges: Ascasubi






Hay gozamiento en la eficacia: en el amor que de dos carnes y de trabadas voluntades es gloria, en el poniente colorado que marca bien la perdición de la tarde, en la dicción que impone su signatura al espíritu. Plausible es toda intensidad, pero también en muchas irresoluciones hay gusto: en el querer que no se atreve a pasión, en la vulgar jornada que el olvido hará sigilosa y cuyo gesto es indeciso en el tiempo, en la frase que apenas es posible y que no enciende una señal en las almas. De esta categoría es el desaliñado placer que ha ministrado a mi curiosidad Ascasubi.

Su Santos Vega es la totalidad de la Pampa. Las aventuras interminables que cuenta, parecen sucederse en cualquier parte —más al oeste, más al sur, al filo de ese entregadizo camino, detrás de aquella polvareda— y hasta mutuamente se ignoran con la soltura de las incidencias de un sueño. Su ritmo es indolentísimo y descansado: ritmo de días haraganes en cuyo medimiento son inútiles los relojes y que mejor se aviene con el decurso cuádruple de las estaciones prolijas y con el tiempo casi inmóvil que rige el manso perdurar de los árboles. Su pulso es pulso de recordación. Sabemos, en efecto, que si bien Ascasubi comenzó su escritura en el Uruguay el año cincuenta, sólo en París llegó a ultimarla —en ambos sentidos del verbo—, ya en los declives querenciosos de una vejez conversadora y tristona. En leyéndolo, se nos escurre más de una vez el hilo flojo y negligente del bendito relato y sólo reparamos en el tono del narrador. Un tono de señor antiguo que concienzudamente dice las elles y en cuya sala oscurecida se herrumbra alguna espada honrosa. Tono de caballero unitario en quien persisten conmovedoras palabras del fenecido léxico criollo: mandinga, godo, mequetrefe, guayaba, negro trompeta, poderosos y esas tiesas figuras del pan amargo del destierro y del altar de la patria. Eso, en las ocasiones levantadas. En la habitualidad de su vivir lo veo diablo y ocurrente, lleno de grave sorna criolla, capaz de conversar un truco con pausada eficacia y de alcanzar y merecer la fraternidad de cualquiera.

Hace algunos renglones dije de su obra capital que era desdibujada y borrosa como una ensoñación. Los escasos lugares que contradicen mi aserto ya están en las antologías. Hay una pintura del alba en que la consabida gracia gaucha y una imprevisible gracia española felizmente se adunan:

    Venía clariando al cielo
    la luz de la madrugada
    y las gallinas al vuelo
    se dejaban cair al suelo
    de encima de la ramada…

    Y embelesaba el ganao
    lerdiando para el rodeo,
    como era un lindo recreo
    ver sobre un toro plantao
    dir cantando un venteveo.

    En cuyo canto la fiera
    parece que se gozara,
    porque las orejas para
    mansita, cual si quisiera
    que el ave no se asustara…

    Y los potros relinchaban
    entre las yeguas mezclaos
    y allá lejos encelaos
    los baguales contestaban
    todos desasosegaos.
  
  Famosa fue también su descripción de la correría hostil de los indios, descripción alucinadora en la que además de la indiada la pampa arisca y abismal arremete, con su alimaña, con sus vientos, con sus lunas salvajes:
  
    Pero al invadir la Indiada
    se siente, porque a la fija
    del campo la sabandija
    juye adelante asustada
    y envueltos en la manguiada
    vienen perros cimarrones,
    zorros, avestruces, liones,
    gamas, liebres y venaos
    y cruzan atribulaos
    por entre las poblaciones.

    Entonces los ovejeros
    coliando bravos torean
    y también revolotean
    gritando los teruteros;
    pero, eso sí, los primeros
    que anuncian la novedá
    con toda seguridá
    cuando los pampas avanzan
    son los chajases que lanzan
    volando: ¡chajá! ¡chajá!  


  También es válido el diseño de una tupida cerrazón en el alba, con su ambiente resbaladizo y los relinchos de caballos perdidos junto a las arboladas márgenes de un gran río limoso. Los tres cantos que inician el poema son asimismo gustosísimos y hechos de clara paz. Insuperada es su figuración del cantor que va de rancho en rancho y que rescata la hospitalidad que le ofrendan, poblando de palabras la sencillez atenta de los atardeceres baldíos y desplegando largas narraciones que son sinuosas y primitivas y sueltas como la lazada en el aire. El Santos Vega que esos mendaces cantos prometen, parece aventajarlo a Martín Fierro por la espontaneidad de su trovar y por su ausencia de protesta o quejumbre. Lástima que los ulteriores capítulos desengañen la promisión y lo depriman en chacotas, invariadamente mezquinas y nunca levantadas por la varonil amistad que informa escenas paralelas del Fausto. Ésa es la tacha de Ascasubi: el señalar con sus eventuales hallazgos las dos obras artísticas que de su llaneza derivan y cuyas ramas jubilosas desgajan sombra funeraria sobre él.

  Ésa es también su gloria. Las forjaduras de Estanislao del Campo y de Hernández sólo fueron posibles por la prefiguración de Ascasubi. El primero se honró en manifestarlo y su seudónimo y una carta de La Tribuna (véase la edición del Santos Vega hecha por La Cultura Argentina, página 19) y una lindísima verseada que Calixto Oyuela transcribe, lo patentizan con claridad generosa.

  ¿Qué diferencia va de la labor de Ascasubi a la de sus continuadores? La que de la imbelleza va a la belleza. Zanjón insuperable para la superstición de los cultos y para el engreimiento de los vehementistas románticos; dócil matiz para el artesano sincero que confiesa lo obligatorio de enseñanzas y de disfraces y cuyo desengaño sabe del carbón y el azufre que son verídico esplendor en el cohete.

  Difícil cosa es que un hombre invente a la vez la forma y la belleza de esa forma, ha discurrido Alain (Propos sur l’Esthétique, página 103). Un criterio vulgar sólo concede preeminencia al profundizador; otro, diversamente equivocado, al iniciador. Muchos confunden lo asombroso y lo nuevo, siendo suceso extravagante que entrambos se presenten en una misma obra artística, pues la novedad nunca es áspera y en su principio muestra humilde impureza…

  Todo arte es una prefijada costumbre de pensar la hermosura. La poesía gauchesca que acaso se inició en el Uruguay con las trovas de Hidalgo y que después erró gloriosamente por nuestra margen del río con Ascasubi, Estanislao del Campo, Hernández y Obligado, cierra hoy su gran órbita en las voces de Pedro Leandro Ipuche y de Silva Valdés.


En Inquisiciones (1925)





Primer volumen en prosa publicado por Jorge Luis Borges, Inquisiciones vio la luz en Buenos Aires en 1925, quedando en seguida desterrado oficialmente de la obra del autor, junto con El tamaño de mi esperanza y El idioma de los argentinos.

Sin embargo, posteriormente fueron reeditados individualmene, e incluidos en el tomo I de las OOCC


Obras Completas, I (1923-1949) [2ª ed.]
Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2016

Foto: Hilario Ascasubi sin fecha ni atribución de autor


19/1/19

Jorge Luis Borges: Lugones, Herrera, Cartago






Los hechos, como se verá, son muy simples. En 1904, Herrera y Reissig publicó Los éxtasis de la montaña (Eglogánimas); al año siguiente aparecieron Los crepúsculos del jardín, de Lugones. Los hábitos sintácticos y prosódicos, el vocabulario y las metáforas de ambos libros son fundamentalmente iguales; en 1912, Rufino Blanco-Fombona acusó al «poeta de Buenos Aires» de haber saqueado al «poeta de Montevideo». Éste había muerto. Lugones no se dignó responder a la acusación, pero otros lo hicieron por él desde el Uruguay, muy honrosamente. José Pereira Rodríguez, Emilio Frugoni, Horacio Quiroga y Víctor Pérez Petit dieron su testimonio y refutaron de manera definitiva el argumento cronológico de Blanco-Fombona, que parecía irrefutable. Recordaron que Lugones, que estuvo en la ciudad de Montevideo a principios de 1901, recitó algunas de sus composiciones a los poetas que integraban El Consistorio del Gay Saber y, a sus instancias, las grabó en un cilindro fonográfico. Estas composiciones (precisamente las que incriminaría Blanco-Fombona) ya habían aparecido, por lo demás, en revistas argentinas de 1898. Herrera, por aquellos años elaboraba cantos a España, a Castelar, a Guido Spano y a Lamartine… Max Henríquez Ureña (Breve historia del modernismo, México, 1954) cierra de ese modo su exposición: «En cuanto a la vieja disputa, provocada por un error de información de Blanco-Fombona, el fallo no lo han emitido los pareceres individuales, sino las fechas, que son las que han hablado de manera concluyente.» Quienes requieran más pormenores, pueden interrogar el número extraordinario que Nosotros dedicó a Leopoldo Lugones en el año 1938 [*].

  Reducida a sus elementos, la causa célebre que agitó a los cenáculos no es mucho más que un quid pro quo. Su futilidad se agrava si recordamos, con Víctor Pérez Petit, que el tipo de poema cuya prioridad se discute procede, notoriamente, de Albert Samain. No sólo de una imitación, sino de una vulgarización puede hablarse; el desconcertado lector comprueba que el instrumento forjado por Samain para la expresión de estados sentimentales (Et le ciel, où la fin du jour se subtilise) sirve a Lugones para la jactanciosa conmemoración de hazañas eróticas («…y el viejo banco/sintió gemir sobre su activo flanco/ el vigor de mi torva aristocracia») y a Herrera para construir el caos:
  
    Un estremecimiento de Sibilas
    epilepsiaba a ratos la ventana,
    cuando de pronto un mito tarambana
    rodó en la oscuridad de mis pupilas.
  
  Lo singular es que este debate, ya sin misterio, siga preocupando a la gente.

  «La polémica no ha terminado —comprueba Guillermo de Torre (La aventura y el orden, Buenos Aires, 1943)— y resucita a cada nueva sazón conmemorativa de uno u otro poeta». Aun más interesante es observar, en las dos márgenes del Atlántico, una inclinación general y casi instintiva a favor de Herrera. Indagar las razones de esa tendencia es el propósito de esta nota.

  La primera es de índole novelesca. Imaginar que un gran escritor famoso alevosamente saqueó a un poeta casi ignorado es más poético que imaginar la humilde verdad: Herrera, discípulo de Lugones. El doctor Johnson ha observado que nadie se resigna a ser deudor de sus contemporáneos; Herrera, muerto, no era otra cosa que los versos dejados por él y admirarlo en 1912 era más fácil que admirar a Lugones, hombre polémico, asertivo e incómodo. Sus desagradables y enfáticas opiniones políticas dañaron su reputación literaria.

  Otra razón podemos conjeturar, que Blanco-Fombona no declaró, y acaso no supo, pero que militó a su favor, y sigue militando. Las íntimas razones que hacen que un hombre se decida a profesar una tesis o a rechazarla suelen no figurar en las polémicas; adivinarlas es tarea de la crítica. La acusación de Blanco-Fombona, redactada en estilo comercial, habla de novedades creadas por el poeta de Montevideo y puestas en circulación por el poeta de Buenos Aires; tales epítetos o apodos responden a la superstición académica de variar las palabras, de eludir la enojosa repetición de los nombres Herrera y Lugones, pero en ellos está el nervio del argumento. Buenos Aires en 1912 era ya, o todavía, una gran ciudad; su nombre, opuesto a la apacible Montevideo, era inmediatamente traducible en Babel o en Cartago.

  Hay ciudades que el tiempo ha desbaratado, otras que ha ido olvidando; Cartago, al cabo de la tercera y última guerra púnica, fue borrada por los romanos, que arrasaron las casas, prohibieron toda habitación humana en su territorio y lo dedicaron con solemnes imprecaciones a los dioses del Tártaro. Diecisiete días duró el incendio de la vasta ciudad. Escipión el Africano, general de los ejércitos de Roma, repitió tristemente, al verlo, aquel pasaje de la Ilíada que dice. «El día vendrá, bien lo sé, en que la sagrada Troya será destruida», porque en ese fuego vio el fuego en que ardería Roma. Así se lo dijo a Polibio, que lo escribiría en su Historia. Los romanos pasaron el arado sobre el terreno y sembraron sal. Borrada Cartago, que bien pudo producir ilustres poetas, nada nos queda de sus letras y de sus artes salvo unas pocas inscripciones, unas palabras conservadas en una comedia romana, la famosa tarifa de Marsella —tantas monedas de plata a los sacerdotes por el sacrificio de un buey, tantas por el de un carnero, tantas por el de una cabra, tantas por el de un ave— y una versión griega del Periplo del navegante Hannón.[8] Cartago, ahora, significa ciudad de mercaderes, que ignora la poesía.

  Tal idea corresponde a un prejuicio romántico o demagógico. El hecho es que toda ciudad, toda gran ciudad propaga civilización; no en vano esta palabra contiene la palabra civil, que quiere decir ciudadano.

  La poesía nace de la ciudad y también la poesía que celebra los motivos del campo; hombres de Buenos Aires y de Montevideo inventaron el estilo gauchesco, y Teócrito, padre de la poesía pastoril, la engendró en la corte de Siracusa o en la Biblioteca de Alejandría.

  La ciudad (que esencialmente es el calor y el diálogo de los hombres) ha creado un número infinito de cosas, y una de ellas es la vasta labor que Lugones, hombre de Córdoba, ejecutó bajo su estímulo, y otra es la fatiga que inspiró a Horacio el Beatus ille y a Swift el elogio de la barbarie y que nos mueve a exagerar, paradójicamente, las virtudes de la soledad y de la provincia.

  Porque la gente no quiere admitir que Cartago tiene, también, poetas, prosperó y persiste la acusación de Blanco-Fombona.


Nota
[8] También se conjetura que es púnico el vasto nombre de África, que originariamente se aplicó al territorio cartaginés.



En Jorge Luis Borges & Betina Edelberg: Leopoldo Lugones  (1955)

Luego en J. L. Borges: Obras completas en colaboración
© María Kodama 1995
© Emecé Editores 1979, 1991 y 1997



Imágenes:
Arriba:
Leopoldo Lugones (foto sin atribución ni fecha) Vía

Abajo:
Portada Jorge Luis Borges & Betina Edelberg: Leopoldo Lugones  
Buenos Aires, Ediciones Troquel, 1955

Portada Revista Nosotros, número extraordinario dedicado a Leopoldo Lugones 
Buenos Aires, segunda época, 1938 [*]


2/1/19

Germán García: Kafka–Borges, una fraternidad discreta







Allan Janik y Stephen Toulmin, en La Viena de Wittgenstein, escriben:

En los últimos días de la Monarquía de los Habsburgo en la que Rilke y Kafka nacieron y especialmente en la finisecular Praga, que merece un estudio para ella sola se podía, al menos, tener un vislumbre de lo que iba a ser de Europa tras la Primera Guerra Mundial antes de que fuese remotamente concebible como hecho político, Musil, que no era de Praga, compartía con Rilke y Kafka una preocupación prebélica por la incapacidad del lenguaje para explicar a los otros el ser íntimo del hombre. [1]

Para estos autores la fragmentaria “Descripción de una lucha”, de Kafka, mostraría esta preocupación.
Pero Klaus Wagenbach pone el acento en la diferencia de Kafka con los autores de lengua alemana, aunque escribiese también en esa lengua:
Ni siquiera —dice— trató personalmente a sus contemporáneos austríacos más importantes: Musil, Hofmannsthal, Rilke o Trakl. Lector con mucha frecuencia entusiasta (por ejemplo, de Thomas Mann), pero en modo alguno sistemático, conoció sus obras, mas se mantuvo alejado de participar directamente en su mundillo literario.[2]
Detrás de estas diferencias está el expresionismo con sus experimentos lingüísticos, pero Kafka se había apropiado de esa lengua para otros fines: sus imágenes eran extraordinarias, su lenguaje estricto.
“Un sueño eterno”, El País, 3 de Julio de 1983, es un breve texto de Borges publicado en ocasión del centenario de nacimiento de Franz Kafka. Leo:
Mi primer recuerdo de Kafka es del año 1916, cuando decidí aprender el idioma alemán. Antes lo había intentado con el ruso, pero fracasé. El alemán me resultó mucho más sencillo y la tarea fue grata. Tenía un diccionario alemán —ingles y al cabo de unos meses no sé si lograba entender lo que leía, pero sí podía gozar de la poesía de algunos autores. Fue entonces cuando leí el primer libro de Kafka que, aunque no recuerdo ahora exactamente, creo que se llamaba Once cuentos.(sic.)Me llamó la atención que Kafka escribiera tan sencillo, que yo mismo pudiera entenderlo a pesar de que el movimiento expresionista que era tan importante en esa época fue en general un movimiento barroco que jugaba con las infinitas posibilidades del idioma alemán. Después tuve oportunidad de leer El proceso y a partir de ese momento lo he leído continuamente [...] A Kafka podemos leerlo y pensar que sus fábulas son tan antiguas como la historia, que esos sueños fueron soñados por hombres de otra época sin necesidad de vincularlos con Alemania o con Arabia. El hecho de haber escrito un texto que transciende el momento en que se escribió es notable. Se puede pensar que se redactó en Persia o en China y ahí está su valor. Y cuando Kafka hace referencias es profético [...] Yo traduje el libro de cuentos cuyo primer título es La transformación y nunca supe por que a todos les dio por ponerle La metamorfosis.[3]
Juan José Saer hace una sugerente comparación entre Las confesiones de San Agustín y la Carta al padre, de Franz Kafka. No pretende que exista una influencia, ni tan siquiera que Kafka lo haya leído. Habla de la posición del narrador, de la manera que se sitúa frente al Otro, de algunos recursos retóricos. Se trata y no se trata de autobiografía. Entre nosotros tenemos también: Kafka y su padre de Carlos Correas, quien dice que escribe el abogado (como en San Agustín, podemos decir, escribe el profesor de retórica). El padre es el tópico que comparte con el expresionismo, como lo describe Walter Muschg: “La lucha contra la autoridad del padre se convirtió en tema fijo de la literatura revolucionaria y se vio consagrada gracias a la interpretación de Freud.” Y más adelante:
La locura, el niño y el sueño son los temas principales del arte expresionista, que también influyeron profundamente su sentimiento formal. Forman parte del mito expresionista de la niñez los cantos de Trakl al muchacho Elis, las tragedias infantiles de Jahnn, así como Muchachos soñadores de Kokoschka. El enigma del sueño conmovió sobre todo a Kafka, cuyo estilo representativo está originado directamente en Freud. [4]
Más allá del espíritu de época, el nuevo lenguaje grafico y el nuevo lenguaje formal derivado de aquél, no estaban sujetos a tales temas: El expresionismo creó obras narrativas, líricas y dramáticas, que demostraron que con ellas se había conquistado una nueva dimensión.
¿Qué compartiría Borges, el adolescente, con este clima cultural? En los juegos absurdos del dadaísmo se anuncio muy pronto el presentimiento de que la lucha de los hijos había sido perdida. De los quince a los veinte años Borges está en Suiza, donde surgió en 1916 el movimiento Dadá con su Café Voltaire. Algo que no ignoraba, ya que al poco de llegar a España publica un poema en una revista dadaísta de Francia, llamada Manometre, Lyon, 1924.
¿Qué compartía con Kafka en lo que hace al padre? Más de lo que pareciera, aunque no hizo un tema directo. Su padre aparece en su obra menos que sus antepasados, pero en sus reportajes está presente cada vez que Borges habla de su destino literario decidido en su infancia. También, más de una vez, habló de una promesa que le había hecho a su padre; volver a escribir El caudillo. Promesa que cumplió y no cumplió: hay más de un relato referido a temas de esa novela paterna, que nunca reescribió. De la misma manera Kafka hizo saber a sus amigos de la existencia de Carta al padre, aunque su destinatario nunca tuvo noticia de este texto.

Berthold Brecht nos facilita mostrar el peso de la novela familiar tanto en Kafka como en Borges. Hans Meyer escribe: “El joven Brecht no se perdió en el ámbito de los seudo problemas entre padre e hijo, de la lucha entre sexos, del conflicto entre poder y espíritu. Ni Strindberg ni Heinrich Mann. Ya los primeros conflictos a los que este autor quiso dar forma son inmediatamente sociales.” Por su parte Walter Muschg, al referirse a la literatura expresionista alemana, que sitúa en un arco que va de Trakl a Brecht, afirma: “La lucha contra la autoridad del padre se convirtió en tema fijo de la literatura revolucionaria y se vio consagrada a la interpretación que Freud hizo del conflicto de Edipo. Numerosos jóvenes lo vivieron hasta llegar al suicidio; entre los escritores, los más afectados fueron seguramente Georg Heym y Franz Kafka, cuya Carta al padre (Brief an den Vater), que nunca llegó a enviar, constituye el más importante documento humano de esta polémica”.
Digamos de paso que otro encuentro con Sigmund Freud fue la lectura de la Interpretación de los sueños, que los artistas calificaron como una “estética anticlásica” y que exponía tanto lo nauseabundo como una premisa que interesaba a las vanguardias: el encuentro del sentido en el sinsentido.
Kafka nace austríaco, pasa a ser checo, pero se educa en Praga en un colegio de cultura alemana. Hasta ahí es bilingüe. También pertenece a otra minoría; es judío y trata de aprender la lengua de sus mayores. Y, por supuesto, antes de la existencia del Estado de Israel fantasea con ir a Palestina. Por último, quiere saber francés y también italiano para estar al tanto de los movimientos literarios (ya que las vanguardias de lengua alemana le deben su primer impulso al futurismo de Marinetti, al igual que los rusos, y los franceses).
En este cruce de lenguas y territorios políticos Kafka, como diría Sergio Cueto, cava su madriguera. Praga, además del café Arco, algunos parques, la casa familiar, el lugar de su trabajo, es para su obra un laberinto subterráneo poblado de diversos animales prodigiosos y temibles.
Igual cruce de lenguas, territorios y culturas políticas configuran la personalidad de Borges. Dos escritores ubicuos, ubicuidad que Borges elogia en “Kafka y sus precursores”. En el opuesto de esta problemática va a situarse Berthold Brecht, según lo muestra Hans Mayer en su Brecht [5]
Diario de Franz Kafka: “¡Por última vez psicología!”
Decían que Kafka hablaba siempre como Kafka. Y todo lo que decía Kafka podría estar en una obra o en uno de sus aforismos. También Brecht —al contrario de muchos escritores— era en todo momento Brecht: lo mismo puede decirse de Borges.
Durante más de cinco décadas Borges no ha dejado de referirse a Kafka: traducciones, prólogos, conferencias, artículos y reportajes. Incluso llegó a decir en una conferencia de 1983: “tuve la osadía de tratar de ser Kafka, en dos cuentos míos. Uno se llama “La biblioteca de Babel”; el otro “La lotería en Babilonia”.”[6]
En 1937 (29 de octubre) Borges publica una breve noticia titulada “Franz Kafka”, donde afirma:
“América”, la más esperanzada de sus novelas, es acaso la menos característica. Las otras dos El proceso (1925), El castillo (1926) tienen un mecanismo del todo igual al de las paradojas interminables del eléata Zénon. El héroe de la primera, progresivamente abrumado por un insensato proceso, no logra averiguar el delito de que lo acusan, ni siquiera enfrentarse con el invisible tribunal que debe juzgarlo; éste, sin juicio previo, acaba por hacerlo degollar. K., el héroe de la segunda, es un agrimensor llamado a un castillo, que no logra jamás penetrar en él y que muere sin ser reconocido por la autoridades que lo gobiernan. No me parece casual que en ambas novelas falten los capítulos intermedios: también en la paradoja de Zenón faltan los puntos infinitos que deben recorrer Aquiles y la tortuga. [7]
El hecho es que el habitante de Elea (ciudad de la Italia antigua) que no escribía literatura y el escritor checo de lengua alemana que llegó a la juventud en el siglo XX,  murieron antes de conocer el elegante, en el sentido matemático, argumento de “Kafka y sus precursores”.

La noticia de Borges de 1937 prosigue:
De los cuentos de Kafka entiendo que el más admirable es el titulado “La construcción de la muralla china”. También “Chacales y árabes”, “Ante la ley”, “Un mensaje imperial”, “Un ayunador”, “El pesar del padre de familia”, “El problema de las leyes”, “Una vieja página”, “El buitre”, “El topo gigante”, “Investigaciones de un perro”, “La madriguera”.[8]
Algunos de estos cuentos circulan con títulos diferentes: “El ayunador” como “El artista del hambre”, “Una vieja página” como “Un antiguo manuscrito”.
En compensación, la excelente traducción de Ariel Magnus recupera “La madriguera” usado por Borges, después de que durante bastante tiempo el cuento se conociera como “La construcción”.
A los cuentos que enumera en 1937 Borges suma, en distintos momentos, los siguientes: “Josefina la cantora o el pueblo de los ratones”, “El escudo de la ciudad”, “Primera tristeza”, “Prometeo”, “Una confusión cotidiana”.
Este conjunto que Borges difunde en nuestra lengua afirma que el cuento es el género que sostiene la grandeza de Kafka, aunque al menos dos de sus novelas (El proceso y El castillosean elogiables. Al parecer esta última tiene algunos eslabones intermedios de más. Y es posible que para Borges pocas novelas estén privadas de los eslabones necesarios, pocas novelas pueden compararse con la paradoja de Zenón sin deja de ser literatura.
En este punto comparto el acierto de Ricardo Piglia cuando dice que Borges supo por Kafka que no se puede escribir una novela, que la narración breve puede controlar ripios que la novela vuelve inevitables.
Borges cita a Veblen, quien dice que los judíos sobresalen en la cultura occidental porque están en ella y al mismo tiempo no se sienten atados por ninguna devoción especial. Y agrega a los irlandeses y propone lo mismo para los argentinos. Me refiero a “El escritor argentino y la tradición”, que hay que leer junto con “Las alarmas del doctor Américo Castro” y “Kafka y sus precursores”.
En febrero de 1912 Kafka dicta una “Conferencia introductoria sobre la jerga”, que será, a la vez, una presentación de unos poetas judíos = orientales. “ ‘La jerga’, dice, no tiene gramática. Hay aficionados que intentan escribir gramáticas, pero la jerga continua hablándose; no encuentra reposo. El pueblo no se la deja a los gramáticos.”[9]
Todo el que entienda alemán, dice Kafka, podrá entender la jerga y plantea la paradoja de que por eso mismo no se puede traducir la jerga a esa lengua, aunque sí a cualquier otra. La argumentación de Borges, cuando responde al doctor Américo Castro, es semejante. Y sabemos que al regresar a Buenos Aires el joven Borges intenta escribir la jerga y, con el tiempo, la convierte en un tema (el poema “El tango” es un buen ejemplo).
La jerga, en la explicación de Kafka, es una bifurcación del alemán que ha incorporado elementos de lenguas diversas, como El idioma de los argentinos.
En el curso 1967-1968 de la Universidad de Harvard, Borges pronunció seis conferencias. En la tercera, titulada “El arte de contar historias” desliza una precisión sobre Kafka que, me parece, puede justificar en parte lo que me propongo decir: “Cuando leemos El castillo de Franz Kafka, sabemos que el hombre nunca entrará en el castillo.” Es decir, no podemos creer de verdad en la felicidad y en el triunfo. Y quizás ésta sea una de las miserias de nuestro tiempo. Me figuro que Kafka sentía prácticamente lo mismo cuando deseaba que sus libros fueran destruidos: en realidad quería escribir un libro feliz y victorioso, y se daba cuenta de que le era imposible. Hubiera podido escribirlo, evidentemente, pero el público hubiera notado que no decía la verdad. No la verdad de los hechos, sino la verdad de sus sueños.[10] También había afirmado: “En Kafka hay, por ejemplo, una honda trivialidad del protagonista, que contrasta con la magnitud de su perdición y que lo entrega, aun más desvalido, a las Furias.”[11]

Y Adolfo Bioy Casares en Borges anota:
Kafka seguramente pensaba por parábolas. Seguramente no tenía más explicación de sus cuentos que lo que decía el texto; está bien: su tema es la relación del hombre con un dios y con un cosmos incomprensible. Dios, al final del libro de Job, el dios que manda al Leviatán, es el dios de Kafka, el dios totalmente incomprensible. […]
Pero Kafka no explica ni necesita explicar: su misterio es el misterio del mundo o de la vida [...] Kafka inventó un tipo totalmente nuevo de relato; pero, a diferencia de todos los inventores o precursores, ha sabido manejar su invento con notable economía y lucidez, utilizando una cantidad mínima de elementos. Esta sencillez de sus composiciones es uno de sus mayores méritos.[12]

Y, más adelante, en estilo indirecto Bioy Casares resume: “De Kafka dice que sus amigos eran expresionistas, pero quería ser clásico; pero que la idea de Kafka, en la mente de casi todo el mundo, es expresionista, sirve para interpretaciones psicoanalíticas, etcétera. Véanse los films sobre El proceso, etcétera.” El enigma es la existencia que cualquier respuesta convierte en trivial, por eso se trata de convertir la resolución en un enigma.
Continúa Borges en Un sueño eterno, después de algunas otras consideraciones:
Creo que sus cuentos son superiores a sus novelas. Las novelas, por otra parte, nunca concluyen. Tienen un número infinito de capítulos, porque su tema es un número infinito de postergaciones. A mí me gustan más sus relatos breves y, aunque no hay ahora ninguna razón para que elija a uno sobre otro, tomaría aquel cuento de la muralla china (...) Kafka fue tranquilo y hasta un poco secreto y yo elegí ser escandaloso. Empecé siendo barroco, como todos los jóvenes escritores, y ahora trato de no serlo. Intenté también ser anónimo, pero cualquier cosa que escriba se conoce inmediatamente (...). Yo creo que ni Virgilio ni Kafka querían en realidad que su obra se destruyera. De otro modo habrían hecho ellos mismos el trabajo. Si yo le encargo la tarea a un amigo, es un modo de decir que no me hago responsable (...). Yo estuve en el acto del centenario de Joyce y cuando alguien lo comparó con Kafka dije que eso era una blasfemia. Es que Joyce es importante dentro de la lengua inglesa y de sus infinitas posibilidades, pero es intraducible. En cambio Kafka escribía en un alemán muy sencillo y delicado. A él le importaba la obra, no la fama, eso es indudable. De todos modos, Kafka, ese soñador que no quiso que sus sueños fueran conocidos, ahora es parte de ese sueño universal que es la memoria.[13]
Un día, dice Borges, no sabremos la vida de Kafka pero sus cuentos seguirán contándose. Una y otra vez elogia la ubicuidad de la literatura y, en consecuencia, la de los relatos de Kafka. Esta posición choca con la discusión sobre la alegoría. No se trata de una idea que logra una imagen, sino de algo que surge del lenguaje y vuelve al lenguaje, de algo que es a la vez singular y universal, de la misma manera que Borges repite que un hombre es todos los hombres, que diferir de la especie es un rodeo para disolverse en la especie. En el prólogo de América, dirá: “Kafka es el gran escritor clásico de nuestro atormentado y extraño siglo”. Ser clásico y ser de un determinado siglo: ése es el oxímoron que orienta esta posición de ubicuidad de una literatura que Borges también practica: se puede leer en los textos breves de El hacedor (debo a Ricardo Piglia esta observación), también en muchos poemas donde la voz de Kafka se enmascara en el género.
¿Qué pasaría con el castellano del Río de la Plata si fuera traducido al español de Madrid? Sólo quedaría como el Quijote de Pierre Menard.
Paradojas de las lenguas periféricas que pueden vampirizar a otras lenguas sin retorno (Joyce en inglés regular desaparece, como desaparece un chiste en su explicación y un juego de palabras que no se entiende).
En “Kafka y sus precursores” Borges escribe:
Si no me equivoco, las heterogéneas piezas que he enumerado se parecen a Kafka; si no me equivoco, no todas se parecen entre sí. Este último hecho es el más significativo. En cada uno de esos textos esta la idiosincrasia de Kafka, en grado mayor o menor, pero si Kafka no hubiera escrito, no la percibiríamos; vale decir, no existiría.[14]
El alemán de Kafka, filtrado por el checo y por la jerga, resulta Unheimlich, de una extraña familiaridad (cuando Kafka leyó “La colonia penitenciaria” en Berlín algunas mujeres tuvieron que ser asistidas porque no soportaban la violencia de las imágenes provocadas por un lenguaje despojado de eufemismos).

Frente al expresionismo

Oscar Caeiro, que se basa en Binder, dice que no hay necesidad de establecer una relación estricta entre la obra de Kafka y el expresionismo; basta señalar que este movimiento y Kafka participaron de los cambios que se produjeron en el arte y la literatura del momento: “Se produjo una quiebra general del estilo mimético, la disolución del vinculo tradicional entre palabra y cosa.”[15]
Max Brod dice que en una carta que Kafka le mandó en 1903 o 1904 se refiere a un personaje que, a su entender, coincide con la imagen del conocido de “Descripción de una lucha”. Pues bien, en esa carta Kafka habla de una discusión literaria con Brod. Éste le habría dicho en cierta oportunidad que en Flaubert hay puras ocurrencias sobre hechos y nada de azufre anímico. Kafka replica que en Werther —obra de Goethe que Brod admira— hay en cambio “demasiado azufre anímico”.[16]
Kafka rechaza lo sentimental o emotivo predominantes en la literatura expresionista. Sin ser realista, su fría mirada sobre las cosas y las personas se encuentra en su extraña objetividad. El mismo rechazo encontramos en Borges, por ejemplo cuando se burla de los rusos y los discípulos de los rusos en el prólogo La invención de Morel de Bioy Casares. Y, aunque parezca extraño, también en Brecht.
Cuando Borges dice que dos veces jugó a ser Kafka: en “La biblioteca de Babel” y en “La lotería de Babilonia”, recordemos que en uno introduce paradojas sobre el infinito y en el otro habla de la paradoja de Zenón (usada para explicar El proceso y El castillo). A su manera, “La biblioteca de Babel” (en su primera versión “La biblioteca total” que ironiza sobre el arquitecto Walter Gropius y su construcción de un teatro total pedido por Piscator) comenta El Proceso, donde leemos por ejemplo: “... una habitación de tamaño mediano, con dos ventanas, circundada por una galería muy próxima al techo, e igualmente ocupada en su totalidad; en ella, la gente tenía que estar agachada y tocada el techo con la cabeza y la espalda....” [17] “La lotería en Babilonia” parece referirse tanto a El castillo, como a “La muralla china”. También encontramos a Kafka en el cuento “El milagro secreto”, que transcurre en Praga cuando “las blindadas vanguardias del Tercer Reich entraban en Praga”.
Borges algunas veces matematiza, de José María Ferrero y Alfredo Raúl Palacios,  indaga las paradojas del tiempo y su imbricación entre objetivo-subjetivo.[18]
Patricia Runfola, en su libro Praga en tiempos de Kafka, recrea de manera detallada la presencia del expresionismo literario a partir de la figura de Franz Werfel y su poesía lirica convertida en un fenómeno a partir de 1910.[19] Su poema La procesión (Die Prozession) es paradigmático del estilo expresionista, amplificador de líneas, colores y sonidos. Los poetas expresionistas de lengua alemana vivían al ritmo de los impulsos de su juventud: “los impresionistas miran, los expresionistas ven” era la consigna que resumía el cambio. Entre estos videntes no estaba Kafka, aunque tampoco miraba.
Un dadaísta, que había estado en 1910 en Praga, se encuentra con Kafka en Berlín en 1923. Se trata de Raoul Hausmann:
—¿Señor Kafka? Me mira sorprendido. Perdone, no se...
—Me llamo Hausmann
—Ajá! el dadaísta
—Sí, y me gustaría preguntarle algo sobre Dadá.
Me mira fijamente. Tal vez yo sea una aparición poco común, con mi grueso monóculo en el ojo izquierdo.
—¿Qué quiere saber de mí? ¿Lo que pienso sobre Dadá?
—Eso es. Me quita usted la pregunta de la boca.  Así que, señor Kafka.
—Ahí estamos, representantes de dos mundos, aunque tal vez no tan lejos como ambos creemos.
—Bueno, es difícil decirlo. No he asistido a ninguna representación dadaísta. Sólo he leído algunas cosas al respecto. Probablemente tenga una idea muy imprecisa. Incluso la velada dadá en la Bolsa de Comercio de Praga sólo la conozco de oídas. Pero nunca juzgo al azar, a la ligera. Dígame cómo ve usted el dadaísmo, lo que representa para usted.
—De acuerdo. Lo haré con gusto, pero quiero ponerlo en relación con sus ideas, buscando las afinidades. Sí, las contradictorias afinidades, aun cuando esto le sorprenda. Sin duda ha leído usted el libro de Rudolf Kassner,  Número y rostro.
—Sí, y las verdades expresadas en él me tienen muy preocupado. Pero Dadá, no veo que...
—Oh, sí, espere. Precisamente porque ha empleado usted la palabra verdad refiriéndose a Kassner. Él no aporta nuevas verdades. Él ...
—Ciertamente que no. Pero, una vez más, ¿Qué tiene el en común con Dadá? Es un metafísico, y Dadá es, digamos, por lo menos irónico, paródico, no toma nada en serio y...
—Alto, se equivoca usted, señor Kafka. Lo verá enseguida. En primer lugar, tengo a Kassner por más pragmático de lo que probablemente cree usted. En cuanto a las verdades, son en su mayoría antiguas, en nuestra época no hay más viejas verdades. Las nuevas verdades son en su mayoría muy antiguas. Una nueva verdad en mil casos se puede rastrear hasta la antigüedad. Simplemente porque en rarísimas ocasiones se trataba de una verdad, es decir, que casi siempre era algo sin realidad alguna. La mayor parte de las veces las verdades eran hipótesis a priori, para cuya puesta en práctica faltaron la técnica y la determinación necesarias. Los interrogantes de Kassner quedan por lo general en pie. En lugar de la coincidencia de los opuestos de Nicolás de Cusa él pone la alternativa de la identidad finita o del individuo infinito.
—Eso ya lo sabían también los griegos.
Kafka asiente con la cabeza y dice:
—Sí, pero piense usted... El hombre es tal vez el prisionero de la casa del padre. Yo vi esto y me defendí del golem, el hombre de paja, el eterno hijo póstumo de las viejas leyes. No soy determinista, pero hay vínculos a los que no podemos sobreponernos. Podría decir con Plotino: quien se queja de la naturaleza del mundo, no sabe en lo que se mete y hasta dónde lo puede llevar su osadía. Me parece que aquí es donde se encuentran los límites incluso para el dadaísmo.[20]

Podemos leer, cada uno por su lado, el poema El Golem, de Borges, como metáfora de la relación con el padre. Es lo que propone Kafka. Pero Hausmann todavía tiene algo que decir en su encuentro con Kafka, que no transcribimos completo porque Walter Benjamin reclama nuestra atención: “El padre es aquel que castiga. La culpa lo atrae como a los funcionarios del tribunal. Muchos signos inducen a pensar que el mundo de los funcionarios y el de los padres es para Kafka el mismo. La similitud no los honra.”[21]
En una ocasión Kafka fue a buscar a su amigo Max Brod, encontró al padre durmiendo en la antecámara. Aterrado ante la idea de haber podido turbar el sagrado reposo de un hombre, Kafka escurriéndose de puntillas, susurró: “Por favor, considéreme un sueño”. Décadas después, su discreto amigo Borges anheló, en su literatura, que se lo considerara un sueño.





[1] Allan Janik y Stephen ToulminLa Viena de Wittgenstein, Madrid, Taurus, 2002.
[2] Klaus Wagenbach, Kafka, Madrid, Alianza, 1970.
[3] Umwandlung (entre otras cosas, “metamorfismo”). Verwandlung (“transformación”, primera acepción) es la palabra usada por Franz Kafka.
[4] Walter Muschg, Historia trágica de la literatura, México, FCE, 2009.
[5] Hans Meyer, Brecht, Hiru, Hondarribia, 1998.
[6] Daniel Balderston, Gastón Gallo y Nicolás Helft, Borges, una enciclopedia, Buenos Aires, Norma, 1999.
[7] Jorge Luis Borges, Obras Completas, IV, Buenos Aires, Emecé, 1996.
[8] Borges, una enciclopedia, op.cit.
[9] Franz Kafka, Obras Complemtas, Tomo III, Barcelona, Galaxia Gutemberg, 2003.
[10] Jorge Luis Borges, Arte poética, Barcelona, Crítica, 2001.
[11] Jorge Luis Borges, “Nathaniel Hawthorne”, en Obras Completas, Buenos Aires, Emecé, 1974
[12] Adolfo Bioy Casares, Borges, Buenos Aires, Planeta, 2006.
[13] Jorge Luis Borges, Obras Completas, Buenos Aires, Emecé, 1974
[14] Obras Completas, op. cit.
[15] Oscar Caeiro, Kafka y sus consecuencias, Córdoba, Alción, 2003.
[16] Kafka y sus consecuencias, op.cit.
[17] Franz Kafka, El proceso, Barcelona, Ediciones B, 2003.
[18] Jose M. Ferrero y Alfredo R. Palacios, Borges algunas veces matemátiza, La Plata, Ediciones del ochenta, 1986.
[19] Patricia Runfola, Viena en tiempos de Kafka, Barcelona, Bruguera, 2006.
[20] Ludwig Hardt, Cuando Kafka vino hacia mí…Barcelona, El Acantilado, 2009.
[21] Walter Benjamin, Angelus Novus, Barcelona, Edhasa, 1971.







Disertación de Germán García en
Congreso Kafka-Borges  
Buenos Aires, mayo de 2010
Mural de Polesello en la II Bienal Borges-Kafka 
Buenos Aires, abril-mayo de 2010
Al pie: Retrato de Germán García, 1963






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