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27/12/14

Jorge Luis Borges: El Congreso





Ils s'acheminèrent vers un château immense, au
frontispice duquel on lisait: “Je n'appartiens
à personne et j'appartiens à tout le monde. Vous y
étiez avant que d'y entrer, et vous y serez encore
quand vous en sortirez”.
Diderot: Jacques Le Fataliste et son Maître
(1769)
Mi nombre es Alejandro Ferri. Ecos marciales hay en él, pero ni los metales de la gloria ni la gran sombra del macedonio —la frase es del autor de Los mármoles, cuya amistad me honró— se parecen al modesto hombre gris que hilvana estas líneas, en el piso alto de un hotel de la calle Santiago del Estero, en un Sur que ya no es el Sur. En cualquier momento habré cumplido setenta y tantos años; sigo dictando clases de inglés a pocos alumnos. Por indecisión o por negligencia o por otras razones, no me casé, y ahora estoy solo. No me duele la soledad; bastante esfuerzo es tolerarse a uno mismo y a sus manías. Noto que estoy envejeciendo; un síntoma inequívoco es el hecho de que no me interesan o sorprenden las novedades, acaso porque advierto que nada esencialmente nuevo hay en ellas y que no pasan de ser tímidas variaciones. Cuando era joven, me atraían los atardeceres, los arrabales y la desdicha; ahora, las mañanas del centro y la serenidad. Ya no juego a ser Hamlet. Me he afiliado al partido conservador y a un club de ajedrez, que suelo frecuentar como espectador, a veces distraído. El curioso puede exhumar, en algún oscuro anaquel de la Biblioteca Nacional de la calle México, un ejemplar de mi Breve examen del idioma analítico de John Wilkins, obra que exigiría otra edición, siquiera para corregir o atenuar sus muchos errores. El nuevo director de la Biblioteca, me dicen, es un literato que se ha consagrado al estudio de las lenguas antiguas, como si las actuales no fueran suficientemente rudimentarias, y a la exaltación demagógica de un imaginario Buenos Aires de cuchilleros. Nunca he querido conocerlo. Yo arribé a esta ciudad en 1899 y una sola vez el azar me enfrentó con un cuchillero o con un sujeto que tenía fama de tal. Más adelante, si se presenta la ocasión, contaré el episodio.
Ya dije que estoy solo; días pasados, un vecino de pieza, que me había oído hablar de Fermín Eguren, me dijo que éste había fallecido en Punta del Este.
La muerte de aquel hombre, que ciertamente no fue nunca mi amigo, se ha obstinado en entristecerme. Sé que estoy solo; soy en la tierra el único guardián de aquel acontecimiento, el Congreso, cuya memoria no podré compartir. Soy ahora el último congresal. Es verdad que todos los hombres lo son, que no hay un ser en el planeta que no lo sea, pero yo lo soy de otro modo. Sé que lo soy; eso me hace diverso de mis innumerables colegas, actuales y futuros. Es verdad que el día 7 de febrero de 1904 juramos por lo más sagrado no revelar —¿habrá en la tierra algo sagrado o algo que no lo sea?— la historia del Congreso, pero no menos cierto es que el hecho de que yo ahora sea un perjuro es también parte del Congreso. Esta declaración es oscura, pero puede encender la curiosidad de mis eventuales lectores.
De cualquier modo, la tarea que me he impuesto no es fácil. No he acometido nunca, ni siquiera en su especie epistolar, el género narrativo y, lo que sin duda es harto más grave, la historia que registraré es increíble. La pluma de José Fernández Irala, el inmerecidamente olvidado poeta de Los mármoles, era la predestinada a esta empresa, pero ya es tarde. No falsearé deliberadamente los hechos, pero presiento que la haraganería y la torpeza me obligarán, más de una vez, al error.
Las precisas fechas no importan. Recordemos que vine de Santa Fe, mi provincia natal, en 1899. No he vuelto nunca; me he acostumbrado a Buenos Aires, ciudad que no me atrae, como quien se acostumbra a su cuerpo o a una vieja dolencia. Preveo, sin mayor interés, que pronto he de morir; debo, por consiguiente, sujetar mi hábito digresivo y adelantar un poco la narración.
No modifican nuestra esencia los años, si es que alguna tenemos; el impulso que me llevaría, una noche, al Congreso del Mundo fue el que me trajo, inicialmente, a la redacción de Última Hora. Para un pobre muchacho provinciano, ser periodista puede ser un destino romántico, así como un pobre muchacho de la capital puede imaginar que es romántico el destino de un gaucho o de un peón de chacra. No me abochorna haber querido ser periodista, rutina que ahora me parece trivial. Recuerdo haberle oído decir a Fernández Irala, mi colega, que el periodista escribe para el olvido y que su anhelo era escribir para la memoria y el tiempo. Ya había cincelado (el verbo era de uso común) alguno de los sonetos perfectos que aparecerían después, con uno que otro leve retoque, en las páginas de Los mármoles.
No puedo precisar la primera vez que oí hablar del Congreso. Quizá fue aquella tarde en que el contador me pagó mi sueldo mensual y yo, para celebrar esa prueba de que Buenos Aires me había aceptado, propuse a Irala que comiéramos juntos. Éste se disculpó, alegando que no podía faltar al Congreso. Inmediatamente entendí que no se refería al vanidoso edificio con una cúpula, que está en el fondo de una avenida poblada de españoles, sino a algo más secreto y más importante. La gente hablaba del Congreso, algunos con abierta sorna, otros bajando la voz, otros con alarma o curiosidad; todos, creo, con ignorancia. Al cabo de unos sábados, Irala me convidó a acompañarlo. Ya había cumplido, me confió, con los trámites necesarios.
Serían las nueve o diez de la noche. En el tranvía me dijo que las reunios preliminares tenían lugar los sábados y que don Alejandro Glencoe, tal vez movido por mi nombre, ya había dado su firma. Entramos en la Confitería del Gas. Los congresales, que serían quince o veinte, rodeaban una mesa larga; no sé si había un estrado o si la memoria lo agrega. Reconocí en el acto al presidente, que no había visto nunca. Don Alejandro era un señor de aire digno, ya entrado en años, con la frente despejada, los ojos grises y una canosa barba rojiza. Siempre lo vi de levita oscura; solía apoyar en el bastón las manos cruzadas. Era robusto y alto. A su izquierda había un hombre mucho más joven, también de pelo rojo; su violento color sugería el fuego y el de la barba del señor Glencoe, las hojas del otoño. A la derecha había un muchacho de cara larga y de frente singularmente baja, trajeado como un dandy. Todos habían pedido café y uno que otro, ajenjo. Lo que primero despertó mi atención fue la presencia de una mujer, sola entre tantos hombres. En la otra punta de la mesa había un niño de diez años, vestido de marinero, que no tardó en quedarse dormido. Había también un pastor protestante, dos inequívocos judíos y un negro con pañuelo de seda y la ropa muy ajustada, a la manera de los compadritos de las esquinas. Ante el negro y el niño había dos tazas de chocolate. No recuerdo a los otros, salvo a un señor Marcelo del Mazo, hombre de suma cortesía y de fino diálogo, que no volví a ver más. Conservo una borrosa y deficiente fotografía de una de las reuniones, que no publicaré, porque la indumentaria de la época, las melenas y los bigotes, le darían un aire burlesco y hasta menesteroso, que falsearía la escena. Todas las agrupaciones tienden a crear su dialecto y sus ritos; el Congreso, que siempre tuvo para mí algo de sueño, parecía querer que los congresales fueran descubriendo sin prisa el fin que buscaba y aun los nombres y apellidos de sus colegas. No tardé en comprender que mi obligación era no hacer preguntas y me abstuve de interrogar a Fernández Irala, que tampoco me dijo nada. No falté un solo sábado, pero pasaron uno o dos meses antes que yo entendiera. Desde la segunda reunión, mi vecino fue Donald Wren, un ingeniero del Ferrocarril Sud, que me daría lecciones de inglés.
Don Alejandro hablaba muy poco; los otros no se dirigían a él, pero sentí que hablaban para él y que buscaban su aprobación. Bastaba un ademán de la lenta mano para que el tema del debate cambiara. Fui descubriendo poco a poco que el rojizo hombre de la izquierda tenía el curioso nombre de Twirl. Recuerdo su aire frágil, que es atributo de ciertas personas muy altas, como si la estatura les diera vértigo y los hiciera abovedarse. Sus manos, lo recuerdo, solían jugar con una brújula de cobre, que a ratos dejaba en la mesa. A fines de 1914, murió como soldado de infantería en un regimiento irlandés. El que siempre ocupaba la derecha era el joven de frente baja, Fermín Eguren, sobrino del presidente. Descreo de los métodos del realismo, género artificial si los hay; prefiero revelar de una buena vez lo que comprendí gradualmente. Antes, quiero recordar al lector mi situación de entonces: yo era un pobre muchacho de Casilda, hijo de chacareros, que había llegado a Buenos Aires y que de pronto se encontraba, así la sentí, en el íntimo centro de Buenos Aires y tal vez, quién sabe, del mundo. Medio siglo ha pasado y sigo sintiendo aquel deslumbramiento inicial, que ciertamente no fue el último.
He aquí los hechos; los narraré con toda brevedad. Don Alejandro Glencoe, el presidente, era un estanciero oriental, dueño de un establecimiento de campo que lindaba con el Brasil. Su padre, oriundo de Aberdeen, se había fijado en este continente al promediar el siglo anterior. Trajo consigo unos cien libros, los únicos, me atrevo a afirmar, que don Alejandro leyó en el decurso de su vida. (Hablo de estos libros heterogéneos, que he tenido en las manos, porque en uno de ellos está la raíz de mi historia.) El primer Glencoe, al morir, dejó una hija y un hijo, que sería después nuestro presidente. La hija se casó con un Eguren y fue la madre de Fermín. Don Alejandro aspiró alguna vez a ser diputado, pero los jefes políticos le cerraron las puertas del Congreso del Uruguay. El hombre se enconó y resolvió fundar otro Congreso de más vastos alcances. Recordó haber leído en una de las volcánicas páginas de Carlyle el destino de aquel Anacharsis Cloots, devoto de la diosa Razón, que a la cabeza de treinta y seis extranjeros habló como "orador del género humano" ante una asamblea de París. Movido por su ejemplo, don Alejandro concibió el propósito de organizar un Congreso del Mundo que representaría a todos los hombres de todas las naciones. El centro de las reuniones preliminares era la Confitería del Gas; el acto de apertura, para el cual se había previsto un plazo de cuatro años, tendría su sede en el establecimiento de don Alejandro. Éste, que como tantos orientales, no era partidario de Artigas, quería a Buenos Aires, pero había resuelto que el Congreso se reuniera en su patria. Curiosamente, el plazo original se cumpliría con una precisión casi mágica.
Al principio cobrábamos nuestras dietas, que no eran deleznables, pero el fervor que a todos nos encendía hizo que Fernández Irala, que era tan pobre como yo, renunciara a la suya y lo mismo hicimos los otros. Esa medida fue benéfica, ya que sirvió para separar la mies del rastrojo; el número de congresales disminuyó y sólo quedamos los fieles. El único cargo rentado fue el de la Secretaria, Nora Erfjord, que carecía de otros medios de vida y cuya labor era abrumadora. Organizar una entidad que abarca el planeta no es una empresa baladí. Las cartas iban y venían y asimismo los telegramas. Llegaban adhesiones del Perú, de Dinamarca y del Indostán. Un boliviano señaló que su patria carecía de todo acceso al mar y que esa lamentable carencia debería ser el tema de uno de los primeros debates.
Twirl, cuya inteligencia era lúcida, observó que el Congreso presuponía un problema de índole filosófica. Planear una asamblea que representara a todos los hombres era como fijar el número exacto de los arquetipos platónicos, enigma que ha atareado durante siglos la perplejidad de los pensadores. Sugirió que, sin ir más lejos, don Alejandro Glencoe podía representar a los hacendados, pero también a los orientales y también a los grandes precursores y también a los hombres de barba roja y a los que están sentados en un sillón. Nora Erfjord era noruega. ¿Representaría a las secretarias, a las noruegas o simplemente a todas las mujeres hermosas? ¿Bastaba un ingeniero para representar a todos los ingenieros, incluso los de Nueva Zelandia?
Fue entonces, creo, que Fermín intervino.
—Ferri está en representación de los gringos —dijo con una carcajada.
Don Alejandro lo miró con severidad y dijo sin apuro:
—El señor Ferri está en representación de los emigrantes, cuya labor está levantando el país.
Nunca Fermín Eguren me pudo ver. Ejercía diversas soberbias: la de ser oriental, la de ser criollo, la de atraer a todas las mujeres, la de haber elegido un sastre costoso y, nunca sabré por qué, la de su estirpe vasca, gente que al margen de la historia no ha hecho otra cosa que ordeñar vacas.
Un incidente de lo más trivial selló nuestras enemistades. Después de una sesión,
Eguren propuso que fuéramos a la calle Junín. El proyecto no me atraía, pero acepté,
para no exponerme a sus burlas. Fuimos con Fernández Irala. Al salir de la casa, nos cruzamos con un hombre grandote. Eguren, que estaría un poco bebido, le dio un empujón. El otro nos cerró el camino y nos dijo:
—El que quiera salir va a tener que pasar por este cuchillo.
Recuerdo el brillo del acero en la oscuridad del zaguán. Eguren se echó atrás, aterrado. Yo no las tenía todas conmigo, pero mi odio pudo más que mi susto. Me llevé la mano a la sisa, como para sacar un arma, y dije con voz firme:
—Esto lo vamos a arreglar en la calle.
El desconocido me respondió, ya con otra voz:
—Así me gustan los hombres. Yo quería probarlos, amigo.
Ahora reía afablemente.
—Lo de amigo corre por cuenta suya —le repliqué y salimos.
El hombre del cuchillo entró en el prostíbulo. Me dijeron después que se llamaba Tapia o Paredes o algo por el estilo y que tenía fama de pendenciero. Ya en la vereda, Irala, que se había mantenido sereno, me palmeó y declaró con énfasis:
—Entre los tres había un mosquetero. ¡Salve, d'Artagnan!
Fermín Eguren nunca me perdonó haber sido testigo de su aflojada.
Siento que ahora, y sólo ahora, empieza la historia. Las páginas ya escritas no han registrado más que las condiciones que el azar o el destino requería para que ocurriera el hecho increíble, acaso el único de toda mi vida. Don Alejandro Glencoe era siempre el centro de la trama, pero gradualmente sentimos, no sin algún asombro y alarma, que el verdadero presidente era Twirl. Este singular personaje de bigote fulgente adulaba a Glencoe y aun a Fermín Eguren, pero de un modo tan exagerado que podía pasar por una burla y no comprometía su dignidad. Glencoe tenía la soberbia de su vasta fortuna; Twirl adivinó que, para imponerle un proyecto, bastaba sugerir que su costo era demasiado oneroso. Al principio, el Congreso no había sido más, lo sospecho, que un vago nombre; Twirl proponía continuas ampliaciones, que don Alejandro siempre aceptaba. Era como estar en el centro de un círculo creciente, que se agranda sin fin, alejándose. Declaró, por ejemplo, que el Congreso no podía prescindir de una biblioteca de libros de consulta; Nierenstein, que trabajaba en una librería, fue consiguiéndonos los atlas de Justus Perthes y diversas y extensas enciclopedias, desde la Historia naturalis de Plinio y el Speculum de Beauvais hasta los gratos laberintos (releo estas palabras con la voz de Fernández Irala) de los ilustres enciclopedistas franceses, de la Britannica, de Pierre Larousse, de Brockhaus, de Larsen y de Montaner y Simón. Recuerdo haber acariciado con reverencia los sedosos volúmenes de cierta enciclopedia china, cuyos bien pincelados caracteres me parecieron más misteriosos que las manchas de la piel de un leopardo. No diré todavía el fin que tuvieron y que por cierto no lamento.
Don Alejandro nos había tomado cariño a Fernández Irala y a mí, tal vez porque éramos los únicos que no trataban de halagarlo. Nos convidó a pasar unos días en la estancia La Caledonia, donde ya estaban trabajando los peones albañiles.
Al cabo de una larga navegación, río arriba, y de una travesía en balsa, pisamos la otra banda, un amanecer. Después tuvimos que hacer noche en pulperías menesterosas y que abrir y cerrar muchas tranqueras en la Cuchilla Negra. Íbamos en una volanta; el campo me pareció más grande y más solo que el de la chacra en que nací.
Conservo aún mis dos imágenes de la estancia: la que yo había previsto y la que mis ojos vieron al fin. Absurdamente yo me había figurado, como en un sueño, una combinación imposible de la llanura santafesina y del Palacio de las Aguas Corrientes; La Caledonia era una casa larga, de adobe, con el techo de paja a dos aguas y con un corredor de ladrillo. Me pareció construida para el rigor y para el largo tiempo. Casi una vara de espesor tenían los toscos muros y las puertas eran angostas. A nadie se le había ocurrido plantar un árbol. El primer sol y el último la golpeaban. Los corrales eran de piedra; la hacienda era numerosa, flaca y guampuda; las colas arremolinadas de los caballos alcanzaban al suelo. Por primera vez conocí el sabor del animal recién carneado. Trajeron unas bolsas de galleta; el capataz me dijo, días después, que no había probado pan en su vida. Irala preguntó dónde estaba el baño; don Alejandro, con un vasto ademán, le mostró el continente. La noche era de luna; salí a dar una vuelta y lo sorprendí, vigilado por un ñandú.
El calor, que no había mitigado la noche, era insoportable y todos ponderaban el fresco. Las piezas eran bajas y muchas y me parecieron desmanteladas; nos destinaron una que daba al sur, en la que había dos catres y una cómoda, con la palangana y la jarra que eran de plata. El piso era de tierra.
Al día siguiente di con la biblioteca y con los volúmenes de Carlyle y busqué las páginas consagradas al orador del género humano, Anacharsis Cloots, que me había conducido a aquella mañana y a aquella soledad. Después del desayuno, idéntico a la comida, don Alejandro nos mostró los trabajos. Hicimos una legua a caballo, entre los descampados. Irala, cuya equitación era temerosa, sufrió un percance; el capataz observó sin una sonrisa:
—El porteño sabe apearse muy bien.
Desde lejos vimos la obra. Una veintena de hombres había erigido una suerte de anfiteatro despedazado. Recuerdo unos andamios y unas gradas que dejaban entrever espacios de cielo.
Más de una vez traté de conversar con los gauchos, pero mi empeño fracasó. De algún modo sabían que eran distintos. Para entenderse entre ellos, usaban parcamente un gangoso español abrasilerado. Sin duda por sus venas corrían sangre india y sangre negra. Eran fuertes y bajos; en La Caledonia yo era un hombre alto, cosa que no me había sucedido hasta entonces. Casi todos usaban chiripá y uno que otro, bombacha. Poco o nada tenían en común con los dolientes personajes de Hernández o de Rafael Obligado. Bajo el estímulo del alcohol de los sábados, eran fácilmente violentos. No había una mujer y jamás oí una guitarra.
Más que los hombres de esa frontera me interesó el cambio total que se había operado en don Alejandro. En Buenos Aires, era un señor afable y medido; en La Caledonia, el severo jefe de un clan, como sus mayores. Los domingos por la mañana les leía la Sagrada Escritura a los peones, que no entendían una sola palabra. Una noche, el capataz, un muchacho joven, que había heredado el cargo de su padre, nos avisó que un agregado y un peón se habían trabado a puñaladas. Don Alejandro se levantó sin mayor apuro. Llegó a la rueda, se quitó el arma que solía cargar, se la dio al capataz, que me pareció acobardado, y se abrió camino entre los aceros. Oí en seguida la orden:
—Suelten el cuchillo, muchachos.
Con la misma voz tranquila agregó:
—Ahora se dan la mano y se portan bien. No quiero barullos aquí.
Los dos obedecieron. Al otro día supe que don Alejandro lo había despedido al capataz.
Sentí que la soledad me cercaba. Temí no volver nunca a Buenos Aires. No sé si Fernández Irala compartió ese temor, pero hablábamos mucho de la Argentina y de lo que haríamos a la vuelta. Extrañaba los leones de un portón de la calle Jujuy, cerca de la plaza del Once, o la luz de cierto almacén de imprecisa topografía, no los lugares habituales. Siempre fui buen jinete; me habitué a salir a caballo y a recorrer largas distancias. Todavía me acuerdo de aquel moro que yo solía ensillar y que ya habrá muerto. Acaso alguna tarde o alguna noche estuve en el Brasil, porque la frontera no era otra cosa que una línea trazada por mojones.
Había aprendido a no contar los días cuando, al cabo de un día como los otros, don Alejandro nos advirtió:
—Ahora nos vamos a acostar. Mañana salimos con la fresca.
Ya río abajo me sentí tan feliz que pude pensar con cariño en La Caledonia.
Reanudamos la reunión de los sábados. En la primera, Twirl pidió la palabra. Dijo, con las habituales flores retóricas, que la biblioteca del Congreso del Mundo no podía reducirse a libros de consulta y que las obras clásicas de todas las naciones y lenguas eran un verdadero testimonio que no podíamos ignorar sin peligro. La ponencia fue aprobada en el acto; Fernández Irala y el doctor Cruz, que era profesor de latín, aceptaron la misión de elegir los textos necesarios. Twirl ya había hablado del asunto con Nierenstein.
En aquel tiempo no había un solo argentino cuya Utopía no fuera la ciudad de París. Quizá el más impaciente de nosotros era Fermín Eguren: lo seguía Fernández Irala, por razones harto distintas. Para el poeta de Los mármoles, París era Verlaine y Leconte de Lisle; para Eguren, una continuación mejorada de la calle Junín. Se había entendido, lo sospecho, con Twirl. Éste, en otra reunión, discutió el idioma que usarían los congresales y la conveniencia de que dos delegados fueran a Londres y a París, a documentarse. Para fingir imparcialidad, propuso primero mi nombre y, tras una ligera vacilación, el de su amigo Eguren. Don Alejandro, como siempre, asintió.
Creo haber escrito que Wren, a cambio de unas clases de italiano, me había iniciado en el estudio del infinito idioma inglés. Prescindió, en lo posible, de la gramática y de las oraciones fabricadas para el aprendizaje y entramos directamente en la poesía, cuyas formas exigen la brevedad. Mi primer contacto con el lenguaje que poblaría mi vida fue el valeroso Requiem de Stevenson; después vinieron las baladas que Percy reveló al decoroso siglo dieciocho. Poco antes de partir para Londres conocí el deslumbramiento de Swinburne, que me llevó a dudar, como quien comete una culpa, de la eminencia de los alejandrinos de Irala.
Arribé a Londres a principios de enero del novecientos dos; recuerdo la caricia de la nieve, que yo nunca había visto y que agradecí. Felizmente, no me tocó viajar con Eguren. Me hospedé en una módica pensión a espaldas del Museo Británico, a cuya biblioteca concurría de mañana y de tarde, en busca de un idioma que fuera digno del Congreso del Mundo. No descuidé las lenguas universales; me asomé al esperanto — que el Lunario sentimental califica de "equitativo, simple y económico"— y al Volapük, que quiere explorar todas las posibilidades lingüísticas, declinando los verbos y conjugando los sustantivos. Consideré los argumentos en pro y en contra de resucitar el latín, cuya nostalgia no ha cesado de perdurar al cabo de los siglos. Me demoré asimismo en el examen del idioma analítico de John Wilkins, donde la definición de cada palabra está en las letras que la forman. Fue bajo la alta cúpula de la sala que conocí a Beatriz.
Ésta es la historia general del Congreso del Mundo, no la de Alejandro Ferri, la mía, pero la primera abarca a la última, como a todas las otras. Beatriz era alta, esbelta, de rasgos puros y de una cabellera bermeja que pudo haberme recordado y nunca lo hizo la del oblicuo Twirl. No había cumplido los veinte años. Había dejado uno de los condados del norte para ser alumna de letras de la universidad. Su origen, como el mío, era humilde. Ser de cepa italiana en Buenos Aires era aún desdoroso; en Londres descubrí que para muchos era un atributo romántico. Pocas tardes tardamos en ser amantes; le pedí que se casara conmigo, pero Beatriz Frost, como Nora Erfjord, era devota de la fe predicada por Ibsen y no quería atarse a nadie. De su boca nació la palabra que yo no me atrevía a decir. Oh noches, oh compartida y tibia tiniebla, oh el amor que fluye en la sombra como un río secreto, oh aquel momento de la dicha en que cada uno es los dos, oh la inocencia y el candor de la dicha, oh la unión en la que nos perdíamos para perdernos luego en el sueño, oh las primeras claridades del día y yo contemplándola.
En la áspera frontera del Brasil me había acosado la nostalgia; no así en el rojo laberinto de Londres, que me dio tantas cosas. A pesar de los pretextos que urdí para demorar la partida, tuve que volver a fin de año; celebramos juntos la Navidad. Le prometí que don Alejandro la invitaría a formar parte del Congreso; me replicó, de un modo vago, que le interesaría visitar el hemisferio austral y que un primo suyo, dentista, se había radicado en Tasmania. Beatriz no quiso ver el barco; la despedida, a su entender, era un énfasis, una insensata fiesta de la desdicha, y ella detestaba los énfasis. Nos dijimos adiós en la biblioteca donde nos conocimos en otro invierno. Soy un hombre cobarde; no le dejé mi dirección, para eludir la angustia de esperar cartas.
He notado que los viajes de vuelta duran menos que los de ida, pero la travesía del Atlántico, pesada de recuerdos y de zozobras, me pareció muy larga. Nada me dolía tanto como pensar que paralelamente a mi vida Beatriz iría viviendo la suya, minuto por minuto y noche por noche. Escribí una carta de muchas páginas, que rompí al zarpar de Montevideo. Arribé a la patria un día jueves; Irala me esperaba en la dársena. Volví a mi antiguo alojamiento en la calle Chile; aquel día y el otro los pasamos hablando y caminando. Yo quería recobrar a Buenos Aires. Fue un alivio saber que Fermín Eguren seguía en París; el hecho de haber regresado antes que él atenuaría de algún modo mi larga ausencia.
Irala estaba descorazonado. Fermín dilapidaba en Europa sumas desaforadas y había desacatado más de una vez la orden de volver inmediatamente. Esto era previsible. Más me inquietaron otras noticias; Twirl, pese a la oposición de Irala y de Cruz, había invocado a Plinio el Joven, según el cual no hay libro tan malo que no encierre algo bueno, y había propuesto la compra indiscriminada de colecciones de La Prensa, de tres mil cuatrocientos ejemplares de Don Quijote, en diversos formatos, del epistolario de Balmes, de tesis universitarias, de cuentas, de boletines y de programas de teatro. Todo es un testimonio, había dicho. Nierenstein lo apoyó; don Alejandro, "al cabo de tres sábados sonoros", aprobó la moción. Nora Erfjord había renunciado a su cargo de secretaria; la reemplazaba un socio nuevo, Karlinski, que era un instrumento de Twirl. Los desmesurados paquetes iban apilándose ahora, sin catálogo ni fichero, en las habitaciones del fondo y en la bodega del caserón de don Alejandro. A principios de julio, Irala había pasado una semana en La Caledonia; los albañiles habían interrumpido el trabajo. El capataz, interrogado, explicó que así lo había dispuesto el patrón y que al tiempo lo que le está sobrando son días.
En Londres yo había redactado un informe, que no es del caso recordar; el viernes, fui a saludar a don Alejandro y a entregarle mi texto. Me acompañó Fernández Irala. Era la hora de la tarde y en la casa entraba el pampero. Frente al portón de la calle Alsina esperaba un carro con tres caballos. Me acuerdo de hombres encorvados que iban descargando sus fardos en el último patio; Twirl, imperioso, les daba órdenes. Ahí estaban también, como si presintieran algo, Nora Erfjord y Nierenstein y Cruz y Donald Wren y uno o dos congresales más. Nora me abrazó y me besó y aquel abrazo y aquel beso me recordaron otros. El negro, bonachón y feliz, me besó la mano.
En uno de los cuartos estaba abierta la cuadrada trampa del sótano; unos escalones de material se perdían en la sombra.
Bruscamente oímos los pasos. Antes de verlo, supe que era don Alejandro el que entraba. Casi como si corriera, llegó.
Su voz era distinta; no era la del pausado señor que presidía nuestros sábados ni la del estanciero feudal que prohibía un duelo a cuchillo y que predicaba a sus gauchos la palabra de Dios, pero se parecía más a la última.
Sin mirar a nadie, mandó:
—Vayan sacando todo lo amontonado ahí abajo. Que no quede un libro en el sótano.
La tarea duró casi una hora. Acumulamos en el patio de tierra una pila más alta que los más altos. Todos íbamos y veníamos; el único que no se movió fue don Alejandro.
Después vino la orden:
—Ahora le prenden fuego a estos bultos.
Twirl estaba muy pálido. Nierenstein acertó a murmurar:
—El Congreso del Mundo no puede prescindir de esos auxiliares preciosos que he seleccionado con tanto amor.
—¿El Congreso del Mundo? —dijo don Alejandro. Se rió con sorna y yo nunca lo había oído reír.
Hay un misterioso placer en la destrucción; las llamaradas crepitaron resplandecientes y los hombres nos agolpamos contra los muros o en las habitaciones. Noche, ceniza y olor a quemado quedaron en el patio. Me acuerdo de unas hojas perdidas que se salvaron, blancas sobre la tierra. Nora Erfjord, que profesaba por don Alejandro ese amor que las mujeres jóvenes suelen profesar por los hombres viejos, dijo sin entender:
—Don Alejandro sabe lo que hace.
Irala, fiel a la literatura, intentó una frase:
—Cada tantos siglos hay que quemar la Biblioteca de Alejandría.
Luego nos llegó la revelación:
—Cuatro años he tardado en comprender lo que les digo ahora. La empresa que hemos acometido es tan vasta que abarca —ahora lo sé— el mundo entero. No es unos cuantos charlatanes que aturden en los galpones de una estancia perdida. El Congreso del Mundo comenzó con el primer instante del mundo y proseguirá cuando seamos polvo. No hay un lugar en que no esté. El Congreso es los libros que hemos quemado. El Congreso es los caledonios que derrotaron a las legiones de los Césares. El Congreso es Job en el muladar y Cristo en la cruz. El Congreso es aquel muchacho inútil que malgasta mi hacienda con las rameras.
No pude contenerme y lo interrumpí:
—Don Alejandro, yo también soy culpable. Yo tenía concluido el informe, que aquí le traigo, y seguía demorándome en Inglaterra y tirando su plata, por el amor de una mujer.
Don Alejandro continuó:
—Ya me lo suponía, Ferri. El Congreso es mis toros. El Congreso es los toros que he vendido y las leguas de campo que no son mías.
Una voz consternada se elevó; era la de Twirl.
—¿No va a decirnos que ha vendido La Caledonia?
Don Alejandro contestó sin apuro:
—Sí, la he vendido. Ya no me queda un palmo de tierra, pero mi ruina no me duele, porque ahora entiendo. Tal vez no nos veremos más, porque el Congreso no nos precisa, pero esta última noche saldremos todos a mirar el Congreso.
Estaba ebrio de victoria. Nos inundaron su firmeza y su fe. Nadie ni por un segundo pensó que estuviera loco.
En la plaza tomamos un coche abierto. Yo me acomodé en el pescante, junto al cochero, y don Alejandro ordenó:
—Maestro, vamos a recorrer la ciudad. Llévenos donde quiera.
El negro, encaramado en un estribo, no cesaba de sonreír. Nunca sabré si entendió algo.
Las palabras son símbolos que postulan una memoria compartida. La que ahora quiero historiar es mía solamente; quienes la compartieron han muerto. Los místicos invocan una rosa, un beso, un pájaro que es todos los pájaros, un sol que es todas las estrellas y el sol, un cántaro de vino, un jardín o el acto sexual. De esas metáforas ninguna me sirve para esa larga noche de júbilo, que nos dejó, cansados y felices, en los linderos de la aurora. Casi no hablamos, mientras las ruedas y los cascos retumbaban sobre las piedras. Antes del alba, cerca de un agua oscura y humilde, que era tal vez el Maldonado o tal vez el Riachuelo, la alta voz de Nora Erfjord entonó la balada de Patrick Spens y don Alejandro coreó uno que otro verso en voz baja, desafinadamente. Las palabras inglesas no me trajeron la imagen de Beatriz. A mis espaldas Twirl murmuró:
—He querido hacer el mal y hago el bien.
Algo de lo que entrevimos perdura —el rojizo paredón de la Recoleta, el amarillo paredón de la cárcel, una pareja de hombres bailando en una esquina sin ochava, un atrio ajedrezado con una verja, las barreras del tren, mi casa, un mercado, la insondable y húmeda noche— pero ninguna de esas cosas fugaces, que acaso fueron otras, importa. Importa haber sentido que nuestro plan, del cual más de una vez nos burlamos, existía realmente y secretamente y era el universo y nosotros. Sin mayor esperanza, he buscado a lo largo de los años el sabor de esa noche; alguna vez creí recuperarla en la música, en el amor, en la incierta memoria, pero no ha vuelto, salvo una sola madrugada, en un sueño. Cuando juramos no decir nada a nadie ya era la mañana del sábado.
No los volví a ver más, salvo a Irala. No comentamos nunca la historia; cualquier palabra nuestra hubiera sido una profanación. En 1914, don Alejandro Glencoe murió y fue sepultado en Montevideo. Irala ya había muerto el año anterior.
Con Nierenstein me crucé una vez en la calle Lima y fingimos no habernos visto.




En El libro de arena (1975)
Foto: Borges y Hector Bianciotti en Paris 1977 
© Guy Le Querrec/Magnum Photos


22/11/14

Jorge Luis Borges: Utopía de un hombre que está cansado





Llamóla Utopía, voz griega cuyo significado es no hay tal lugar.
Quevedo
No hay dos cerros iguales, pero en cualquier lugar de la tierra la llanura es una y la misma. Yo iba por un camino de la llanura. Me pregunté sin mucha curiosidad si estaba en Oklahoma o en Texas o en la región que los literatos llaman la pampa. Ni a derecha ni a izquierda vi un alambrado. Como otras veces repetí despacio estas líneas, de Emilio Oribe:
En medio de la pánica llanura interminable
Y cerca del Brasil,

que van creciendo y agrandándose.
El camino era desparejo. Empezó a caer la lluvia. A unos doscientos o trescientos metros vi la luz de una casa. Era baja y rectangular y cercada de árboles. Me abrió la puerta un hombre tan alto que casi me dio miedo. Estaba vestido de gris. Sentí que esperaba a alguien. No había cerradura en la puerta.
Entramos en una larga habitación con las paredes de madera. Pendía del cielo raso una lámpara de luz amarillenta. La mesa, por alguna razón, me extrañó. En la mesa había una clepsidra, la primera que he visto, fuera de algún grabado en acero. El hombre me indicó una de las sillas.
Ensayé diversos idiomas y no nos entendimos. Cuando él habló lo hizo en latín. junté mis ya lejanas memorias de bachiller y me preparé para el diálogo.
—Por la ropa —me dijo—, veo que llegas de otro siglo. La diversidad de las lenguas favorecía la diversidad de los pueblos y aun de las guerras; la tierra ha regresado al latín. Hay quienes temen que vuelva a degenerar en francés, en lemosín o en papiamento, pero el riesgo no es inmediato. Por lo demás, ni lo que ha sido ni lo que será me interesan.
No dije nada y agregó:
—Si no te desagrada ver comer a otro, ¿quieres acompañarme?
Comprendí que advertía mi zozobra y dije que sí.
Atravesamos un corredor con puertas laterales, que daba a una pequeña cocina en la que todo era de metal. Volvimos con la cena en una bandeja: boles con copos de maíz, un racimo de uvas, una fruta desconocida cuyo sabor me recordó el del higo, y una gran jarra de agua. Creo que no había pan. Los rasgos de mi huésped eran agudos y tenía algo singular en los ojos. No olvidaré ese rostro severo y pálido que no volveré a ver.
No gesticulaba al hablar.
Me trababa la obligación del latín, pero finalmente le dije:
—¿No te asombra mi súbita aparición?
—No —me replicó—, tales visitas nos ocurren de siglo en siglo. No duran mucho; a más tardar estarás mañana en tu casa.
La certidumbre de su voz me bastó. Juzgué prudente presentarme:
—Soy Eudoro Acevedo. Nací en 1897, en la ciudad de Buenos Aires. He cumplido ya setenta años. Soy profesor de letras inglesas y americanas y escritor de cuentos fantásticos.
—Recuerdo haber leído sin desagrado —me contestó— dos cuentos fantásticos. Los Viajes del Capitán Lemuel Gulliver, que muchos consideran verídicos, y la Suma Teológica. Pero no hablemos de hechos. Ya a nadie le importan los hechos. Son meros puntos de partida para la invención y el razonamiento. En las escuelas nos enseñan la duda y el arte del olvido. Ante todo el olvido de lo personal y local. Vivimos en el tiempo, que es sucesivo, pero tratamos de vivir sub specie aeternitatis. Del pasado nos quedan algunos nombres, que el lenguaje tiende a olvidar. Eludimos las inútiles precisiones. No hay cronología ni historia. No hay tampoco estadísticas. Me has dicho que te llamas Eudoro; yo no puedo decirte cómo me llamo, porque me dicen alguien.
—¿Y cómo se llamaba tu padre?
—No se llamaba.
En una de las paredes vi un anaquel. Abrí un volumen al azar; las letras eran claras e indescifrables y trazadas a mano. Sus líneas angulares me recordaron el alfabeto rúnico, que, sin embargo, sólo se empleó para la escritura epigráfica. Pensé que los hombres del porvenir no sólo eran más altos, sino más diestros. Instintivamente miré los largos y finos dedos del hombre.
Éste me dijo:
—Ahora vas a ver algo que nunca has visto.
Me tendió con cuidado un ejemplar de la Utopía de More, impreso en Basilea en el año 1518 y en el que faltaban hojas y láminas.
No sin fatuidad repliqué:
—Es un libro impreso. En casa habrá más de dos mil, aunque no tan antiguos ni tan preciosos.
Leí en voz alta el título.
El otro se rió.
—Nadie puede leer dos mil libros. En los cuatro siglos que vivo no habré pasado de una media docena. Además no importa leer, sino releer. La imprenta, ahora abolida, ha sido uno de los peores males del hombre, ya que tendió a multiplicar hasta el vértigo textos innecesarios.
—En mi curioso ayer —contesté—, prevalecía la superstición de que entre cada tarde y cada mañana ocurren hechos que es una vergüenza ignorar. El planeta estaba poblado de espectros colectivos, el Canadá, el Brasil, el Congo Suizo y el Mercado Común. Casi nadie sabía la historia previa de esos entes platónicos, pero sí los más ínfimos pormenores del último congreso de pedagogos, la inminente ruptura de relaciones y los mensajes que los presidentes mandaban, elaborados por el secretario del secretario con la prudente imprecisión que era propia del género.
»Todo esto se leía para el olvido, porque a las pocas horas lo borrarían otras trivialidades. De todas las funciones, la del político era sin duda la más pública. Un embajador o un ministro era una suerte de lisiado que era preciso trasladar en largos y ruidosos vehículos, cercado de ciclistas y granaderos y aguardado por ansiosos fotógrafos. Parece que les hubieran cortado los pies, solía decir mi madre. Las imágenes y la letra impresa eran más reales que las cosas. Sólo lo publicado era verdadero. Esse est percipi(ser es ser retratado) era el principio, el medio y el fin de nuestro singular concepto del mundo. En el ayer que me tocó, la gente era ingenua; creía que una mercadería era buena porque así lo afirmaba y lo repetía su propio fabricante. También eran frecuentes los robos, aunque nadie ignoraba que la posesión de dinero no da mayor felicidad ni mayor quietud.
—¿Dinero? —repitió—. Ya no hay quien adolezca de pobreza, que habrá sido insufrible, ni de riqueza, que habrá sido la forma más incómoda de la vulgaridad. Cada cual ejerce un oficio.
—Como los rabinos —le dije.
Pareció no entender y prosiguió.
—Tampoco hay ciudades. A juzgar por las ruinas de Bahía Blanca, que tuve la curiosidad de explorar, no se ha perdido mucho. Ya que no hay posesiones, no hay herencias. Cuando el hombre madura a los cien años, está listo a enfrentarse consigo mismo y con su soledad. Ya ha engendrado un hijo.
—¿Un hijo? —pregunté.
—Sí. Uno solo. No conviene fomentar el género humano. Hay quienes piensan que es un órgano de la divinidad para tener conciencia del universo, pero nadie sabe con certidumbre si hay tal divinidad. Creo que ahora se discuten las ventajas y desventajas de un suicidio gradual o simultáneo de todos los hombres del mundo. Pero volvamos a lo nuestro.
Asentí.
—Cumplidos los cien años, el individuo puede prescindir del amor y de la amistad. Los males y la muerte involuntaria no lo amenazan. Ejerce alguna de las artes, la filosofía, las matemáticas o juega a un ajedrez solitario. Cuando quiere se mata. Dueño el hombre de su vida, lo es también de su muerte.
—¿Se trata de una cita? —le pregunté.
—Seguramente. Ya no nos quedan más que citas. La lengua es un sistema de citas.
—¿Y la grande aventura de mi tiempo, los viajes espaciales? —le dije.
—Hace ya siglos que hemos renunciado a esas traslaciones, que fueron ciertamente admirables. Nunca pudimos evadirnos de un aquí y de un ahora.
Con una sonrisa agregó:
—Además, todo viaje es espacial. Ir de un planeta a otro es como ir a la granja de enfrente. Cuando usted entró en este cuarto estaba ejecutando un viaje espacial.
—Así es —repliqué—. También se hablaba de sustancias químicas y de animales zoológicos.
El hombre ahora me daba la espalda y miraba por los cristales. Afuera, la llanura estaba blanca de silenciosa nieve y de luna.
Me atreví a preguntar:
—¿Todavía hay museos y bibliotecas?
—No. Queremos olvidar el ayer, salvo para la composición de elegías. No hay conmemoraciones ni centenarios ni efigies de hombres muertos. Cada cual debe producir por su cuenta las ciencias y las artes que necesita.
—En tal caso, cada cual debe ser su propio Bernard Shaw, su propio Jesucristo y su propio Arquímedes.
Asintió sin una palabra. Inquirí:
—¿Qué sucedió con los gobiernos?
—Según la tradición fueron cayendo gradualmente en desuso. Llamaban a elecciones, declaraban guerras, imponían tarifas, confiscaban fortunas, ordenaban arrestos y pretendían imponer la censura y nadie en el planeta los acataba. La prensa dejó de publicar sus colaboraciones y sus efigies. Los políticos tuvieron que buscar oficios honestos; algunos fueron buenos cómicos o buenos curanderos. La realidad sin duda habrá sido más compleja que este resumen.
Cambió de tono y dijo:
—He construido esta casa, que es igual a todas las otras. He labrado estos muebles y estos enseres. He trabajado el campo, que otros, cuya cara no he visto, trabajarán mejor que yo. Puedo mostrarte algunas cosas.
Lo seguí a una pieza contigua. Encendió una lámpara, que también pendía del cielo raso. En un rincón vi un arpa de pocas cuerdas. En las paredes había telas rectangulares en las que predominaban los tonos del color amarillo. No parecían proceder de la misma mano.
—Ésta es mi obra —declaró.
Examiné las telas y me detuve ante la más pequeña, que figuraba o sugería una puesta de sol y que encerraba algo infinito.
—Si te gusta puedes llevártela, como recuerdo de un amigo futuro —dijo con palabra tranquila.
Le agradecí, pero otras telas me inquietaron. No diré que estaban en blanco, pero sí casi en blanco.
—Están pintadas con colores que tus antiguos ojos no pueden ver.
Las delicadas manos tañeron las cuerdas del arpa y apenas percibí uno que otro sonido. Fue entonces cuando se oyeron los golpes.
Una alta mujer y tres o cuatro hombres entraron en la casa. Diríase que eran hermanos o que los había igualado el tiempo. Mi huésped habló primero con la mujer.
—Sabía que esta noche no faltarías. ¿Lo has visto a Nils?
—De tarde en tarde. Sigue siempre entregado a la pintura.
—Esperemos que con mejor fortuna que su padre.
Manuscritos, cuadros, muebles, enseres; no dejamos nada en la casa.
La mujer trabajó a la par de los hombres. Me avergoncé de mi flaqueza que casi no me permitía ayudarlos. Nadie cerró la puerta y salimos, cargados con las cosas. Noté que el techo era de dos aguas.
A los quince minutos de caminar, doblamos por la izquierda. En el fondo divisé una suerte de torre, coronada por una cúpula.
—Es el crematorio —dijo alguien—. Adentro está la cámara letal. Dicen que la inventó un filántropo cuyo nombre, creo, era Adolfo Hitler.
El cuidador, cuya estatura no me asombró, nos abrió la verja.
Mi huésped susurró unas palabras. Antes de entrar en el recinto se despidió con un ademán.
—La nieve seguirá —anunció la mujer.
En mi escritorio de la calle México guardo la tela que alguien pintará, dentro de miles de años, con materiales hoy dispersos en el planeta.


En El libro de arena (1975)
Foto original color sin data: CEDOC-Perfil

5/10/14

Jorge Luis Borges: El otro





El hecho ocurrió en el mes de febrero de 1969, al norte de Boston, en Cambridge. No lo escribí inmediatamente porque mi primer propósito fue olvidarlo, para no perder la razón. Ahora, en 1972, pienso que si lo escribo, los otros lo leerán como un cuento y, con los años, lo será tal vez para mí.
Sé que fue casi atroz mientras duró y más aún durante las desveladas noches que lo siguieron. Ello no significa que su relato pueda conmover a un tercero.
Serían las diez de la mañana. Yo estaba recostado en un banco, frente al río Charles. A unos quinientos metros a mi derecha había un alto edificio, cuyo nombre no supe nunca. El agua gris acarreaba largos trozos de hielo. Inevitablemente, el río hizo que yo pensara en el tiempo. La milenaria imagen de Heráclito. Yo había dormido bien; mi clase de la tarde anterior había logrado, creo, interesar a los alumnos. No había un alma a la vista.
Sentí de golpe la impresión (que según los psicólogos corresponde a los estados de fatiga) de haber vivido ya aquel momento. En la otra punta de mi banco alguien se había sentado. Yo hubiera preferido estar solo, pero no quise levantarme en seguida, para no mostrarme incivil. El otro se había puesto a silbar. Fue entonces cuando ocurrió la primera de las muchas zozobras de esa mañana. Lo que silbaba, lo que trataba de silbar (nunca he sido muy entonado), era el estilo criollo de La tapera de Elías Regules. El estilo me retrajo a un patio, que ha desaparecido, y a la memoria de Álvaro Melián Lafinur, que hace tantos años ha muerto. Luego vinieron las palabras. Eran las de la décima del principio. La voz no era la de Álvaro, pero quería parecerse a la de Álvaro. La reconocí con horror.
Me le acerqué y le dije:
—Señor, ¿usted es oriental o argentino?
—Argentino, pero desde el catorce vivo en Ginebra —fue la contestación.
Hubo un silencio largo. Le pregunté:
—¿En el número diecisiete de Malagnou, frente a la iglesia rusa?
Me contestó que sí.
—En tal caso —le dije resueltamente— usted se llama Jorge Luis Borges. Yo también soy Jorge Luis Borges. Estamos en 1969, en la ciudad de Cambridge.
—No —me respondió con mi propia voz un poco lejana.
Al cabo de un tiempo insistió:
—Yo estoy aquí en Ginebra, en un banco, a unos pasos del Ródano. Lo raro es que nos parecemos, pero usted es mucho mayor, con la cabeza gris.
Yo le contesté:
—Puedo probarte que no miento. Voy a decirte cosas que no puede saber un desconocido. En casa hay un mate de plata con un pie de serpientes, que trajo del Perú nuestro bisabuelo. También hay una palangana de plata, que pendía del arzón. En el armario de tu cuarto hay dos filas de libros. Los tres volúmenes de Las mil y una noches de Lane con grabados en acero y notas en cuerpo menor entre capítulo y capítulo, el diccionario latino de Quicherat, la Germania de Tácito en latín y en la versión de Gordon, un Don Quijote de la casa Garnier, las Tablas de sangre de Rivera Indarte, con la dedicatoria del autor, el Sartor Resartus de Carlyle, una biografía de Amiel y, escondido detrás de los demás, un libro en rústica sobre las costumbres sexuales de los pueblos balkánicos. No he olvidado tampoco un atardecer en un primer piso de la plaza Dubourg.
—Dufour —corrigió.
—Está bien. Dufour. ¿Te basta con todo eso?
—No —respondió—. Esas pruebas no prueban nada. Si yo lo estoy soñando, es natural que sepa lo que yo sé. Su catálogo prolijo es del todo vano.
La objeción era justa. Le contesté:
—Si esta mañana y este encuentro son sueños, cada uno de los dos tiene que pensar que el soñador es él. Tal vez dejemos de soñar, tal vez no. Nuestra evidente obligación, mientras tanto, es aceptar el sueño, como hemos aceptado el universo y haber sido engendrados y mirar con los ojos y respirar.
—¿Y si el sueño durara? —dijo con ansiedad.
Para tranquilizarlo y tranquilizarme, fingí un aplomo que ciertamente no sentía. Le dije:
—Mi sueño ha durado ya setenta años. Al fin y al cabo, al recordarse, no hay persona que no se encuentre consigo misma. Es lo que nos está pasando ahora, salvo que somos dos. ¿No querés saber algo de mi pasado, que es el porvenir que te espera?
Asintió sin una palabra. Yo proseguí un poco perdido:
—Madre está sana y buena en su casa de Charcas y Maipú, en Buenos Aires, pero padre murió hace unos treinta años. Murió del corazón. Lo acabó una hemiplejia; la mano izquierda puesta sobre la mano derecha era como la mano de un niño sobre la mano de un gigante. Murió con impaciencia de morir, pero sin una queja. Nuestra abuela había muerto en la misma casa. Unos días antes del fin, nos llamó a todos y nos dijo: "Soy una mujer muy vieja, que está muriéndose muy despacio. Que nadie se alborote por una cosa tan común y corriente". Norah, tu hermana, se casó y tiene dos hijos. A propósito, en casa, ¿cómo están?
—Bien. Padre siempre con sus bromas contra la fe. Anoche dijo que Jesús era como los gauchos, que no quieren comprometerse, y que por eso predicaba en parábolas.
Vaciló y me dijo:
—¿Y usted?
—No sé la cifra de los libros que escribirás, pero sé que son demasiados. Escribirás poesías que te darán un agrado no compartido y cuentos de índole fantástica. Darás clases como tu padre y como tantos otros de nuestra sangre.
Me agradó que nada me preguntara sobre el fracaso o éxito de los libros. Cambié de tono y proseguí:
—En lo que se refiere a la historia… Hubo otra guerra, casi entre los mismos antagonistas. Francia no tardó en capitular; Inglaterra y América libraron contra un dictador alemán, que se llamaba Hitler, la cíclica batalla de Waterloo. Buenos Aires, hacia mil novecientos cuarenta y seis, engendró otro Rosas, bastante parecido a nuestro pariente. El cincuenta y cinco, la provincia de Córdoba nos salvó, como antes Entre Ríos. Ahora, las cosas andan mal. Rusia está apoderándose del planeta; América, trabada por la superstición de la democracia, no se resuelve a ser un imperio. Cada día que pasa nuestro país es más provinciano. Más provinciano y más engreído, como si cerrara los ojos. No me sorprendería que la enseñanza del latín fuera reemplazada por la del guaraní.
Noté que apenas me prestaba atención. El miedo elemental de lo imposible y sin embargo cierto lo amilanaba. Yo, que no he sido padre, sentí por ese pobre muchacho, más íntimo que un hijo de mi carne, una oleada de amor. Vi que apretaba entre las manos un libro. Le pregunté qué era.
Los poseídos o, según creo, Los demonios de Fyodor Dostoievski —me replicó no sin vanidad.
—Se me ha desdibujado. ¿Qué tal es?
No bien lo dije, sentí que la pregunta era una blasfemia.
—El maestro ruso —dictaminó— ha penetrado más que nadie en los laberintos del alma eslava.
Esa tentativa retórica me pareció una prueba de que se había serenado.
Le pregunté qué otros volúmenes del maestro había recorrido.
Enumeró dos o tres, entre ellos El doble.
Le pregunté si al leerlos distinguía bien los personajes, como en el caso de Joseph Conrad, y si pensaba proseguir el examen de la obra completa.
—La verdad es que no —me respondió con cierta sorpresa.
Le pregunté qué estaba escribiendo y me dijo que preparaba un libro de versos que se titularía Los himnos rojos. También había pensado en Los ritmos rojos.
—¿Por qué no? —le dije—. Podés alegar buenos antecedentes. El verso azul de Rubén Darío y la canción gris de Verlaine.
Sin hacerme caso, me aclaró que su libro cantaría la fraternidad de todos los hombres.
El poeta de nuestro tiempo no puede dar la espalda a su época.
Me quedé pensando y le pregunté si verdaderamente se sentía hermano de todos. Por ejemplo, de todos los empresarios de pompas fúnebres, de todos los carteros, de todos los buzos, de todos los que viven en la acera de los números pares, de todos los afónicos, etcétera. Me dijo que su libro se refería a la gran masa de los oprimidos y parias.
—Tu masa de oprimidos y de parias —le contesté— no es más que una abstracción.
Sólo los individuos existen, si es que existe alguien. El hombre de ayer no es el hombre de hoy sentenció algún griego. Nosotros dos, en este banco de Ginebra o de Cambridge, somos tal vez la prueba.
Salvo en las severas páginas de la Historia, los hechos memorables prescinden de frases memorables. Un hombre a punto de morir quiere acordarse de un grabado entrevisto en la infancia; los soldados que están por entrar en la batalla hablan del barro o del sargento. Nuestra situación era única y, francamente, no estábamos preparados. Hablamos, fatalmente, de letras; temo no haber dicho otras cosas que las que suelo decir a los periodistas. Mi alter ego creía en la invención o descubrimiento de metáforas nuevas; yo en las que corresponden a afinidades íntimas y notorias y que nuestra imaginación ya ha aceptado. La vejez de los hombres y el ocaso, los sueños y la vida, el correr del tiempo y del agua. Le expuse esta opinión, que expondría en un libro años después.
Casi no me escuchaba. De pronto dijo:
—Si usted ha sido yo, ¿cómo explicar que haya olvidado su encuentro con un señor de edad que en 1918 le dijo que él también era Borges?
No había pensado en esa dificultad. Le respondí sin convicción:
—Tal vez el hecho fue tan extraño que traté de olvidarlo.
Aventuró una tímida pregunta:
—¿Cómo anda su memoria?
Comprendí que para un muchacho que no había cumplido veinte años, un hombre de más de setenta era casi un muerto. Le contesté:
—Suele parecerse al olvido, pero todavía encuentra lo que le encargan. Estudio anglosajón y no soy el último de la clase.
Nuestra conversación ya había durado demasiado para ser la de un sueño.
Una brusca idea se me ocurrió.
—Yo te puedo probar inmediatamente —le dije— que no estás soñando conmigo. Oí bien este verso, que no has leído nunca, que yo recuerde.
Lentamente entoné la famosa línea:
L'hydre — univers tordant son corps écaillé d'astres.
Sentí su casi temeroso estupor. Lo repitió en voz baja, saboreando cada resplandeciente palabra.
—Es verdad —balbuceó—. Yo no podré nunca escribir una línea como ésa.
Hugo nos había unido.
Antes, él había repetido con fervor, ahora lo recuerdo, aquella breve pieza en que Walt Whitman rememora una compartida noche ante el mar, en que fue realmente feliz.
—Si Whitman la ha cantado —observé— es porque la deseaba y no sucedió. El poema gana si adivinamos que es la manifestación de un anhelo, no la historia de un hecho.
Se quedó mirándome.
—Usted no lo conoce —exclamó—. Whitman es incapaz de mentir.
Medio siglo no pasa en vano. Bajo nuestra conversación de personas de miscelánea lectura y gustos diversos, comprendí que no podíamos entendernos. Éramos demasiado distintos y demasiado parecidos. No podíamos engañarnos, lo cual hace difícil el diálogo. Cada uno de los dos era el remedo caricaturesco del otro. La situación era harto anormal para durar mucho más tiempo. Aconsejar o discutir era inútil, porque su inevitable destino era ser el que soy.
De pronto recordé una fantasía de Coleridge. Alguien sueña que cruza el paraíso y le dan como prueba una flor. Al despertarse, ahí está la flor.
Se me ocurrió un artificio análogo.
—Oí —le dije—, ¿tenés algún dinero?
—Sí —me replicó—. Tengo unos veinte francos. Esta noche lo convidé a Simón Jichlinski en el Crocodile.
—Dile a Simón que ejercerá la medicina en Carouge y que hará mucho bien… ahora, me das una de tus monedas.
Sacó tres escudos de plata y unas piezas menores. Sin comprender me ofreció uno de los primeros.
Yo le tendí uno de esos imprudentes billetes americanos que tienen muy diverso valor y el mismo tamaño. Lo examinó con avidez.
—No puede ser —gritó—. Lleva la fecha de mil novecientos setenta y cuatro.
(Meses después alguien me dijo que los billetes de banco no llevan fecha.)
—Todo esto es un milagro —alcanzó a decir— y lo milagroso da miedo. Quienes fueron testigos de la resurrección de Lázaro habrán quedado horrorizados.
No hemos cambiado nada, pensé. Siempre las referencias librescas.
Hizo pedazos el billete y guardó la moneda.
Yo resolví tirarla al río. El arco del escudo de plata perdiéndose en el río de plata hubiera conferido a mi historia una imagen vívida, pero la suerte no lo quiso.
Respondí que lo sobrenatural, si ocurre dos veces, deja de ser aterrador. Le propuse que nos viéramos al día siguiente, en ese mismo banco que está en dos tiempos y en dos sitios.
Asintió en el acto y me dijo, sin mirar el reloj, que se le había hecho tarde. Los dos mentíamos y cada cual sabía que su interlocutor estaba mintiendo. Le dije que iban a venir a buscarme.
—¿A buscarlo? —me interrogó.
—Sí. Cuando alcances mi edad habrás perdido casi por completo la vista. Verás el color amarillo y sombras y luces. No te preocupes. La ceguera gradual no es una cosa trágica. Es como un lento atardecer de verano.
Nos despedimos sin habernos tocado. Al día siguiente no fui. El otro tampoco habrá ido.
He cavilado mucho sobre este encuentro, que no he contado a nadie. Creo haber descubierto la clave. El encuentro fue real, pero el otro conversó conmigo en un sueño y fue así que pudo olvidarme; yo conversé con él en la vigilia y todavía me atormenta el recuerdo.
El otro me soñó, pero no me soñó rigurosamente. Soñó, ahora lo entiendo, la imposible fecha en el dólar.



En El Libro de Arena (1975)
Foto: Borges firma ejemplares de las OC
en Librería De La Ciudad (Buenos Aires) s-d Vía


13/9/14

Jorge Luis Borges: There are more things





A punto de rendir el último examen en la Universidad de Texas, en Austin, supe que mi tío Edwin Arnett había muerto de un aneurisma, en el confín remoto del Continente. Sentí lo que sentimos cuando alguien muere: la congoja, ya inútil, de que nada nos hubiera costado haber sido más buenos. El hombre olvida que es un muerto que conversa con muertos. La materia que yo cursaba era filosofía; recordé que mi tío, sin invocar un solo nombre propio, me había revelado sus hermosas perplejidades, allá en la Casa Colorada, cerca de Lomas. Una de las naranjas del postre fue su instrumento para iniciarme en el idealismo de Berkeley; el tablero de ajedrez le bastó para las paradojas eleáticas. Años después me prestaría los tratados de Hinton, que quiere demostrar la realidad de una cuarta dimensión del espacio, que el lector puede intuir mediante complicados ejercicios con cubos de colores. No olvidaré los prismas y pirámides que erigimos en el piso del escritorio.

    Mi tío era ingeniero. Antes de jubilarse de su cargo en el Ferrocarril decidió establecerse en Turdera, que le ofrecía las ventajas de una soledad casi agreste y de la cercanía de Buenos Aires. Nada más previsible que el arquitecto fuera su íntimo amigo Alexander Muir. Este hombre rígido profesaba la rígida doctrina de Knox; mi tío, a la manera de casi todos los señores de su época, era librepensador, o, mejor dicho, agnóstico, pero le interesaba la teología, como le interesaban los falaces cubos de Hinton o las bien concertadas pesadillas del joven Wells. Le gustaban los perros; tenía un gran ovejero al que le había puesto el apodo de Samuel Johnson en memoria de Lichfield, su lejano pueblo natal.

    La Casa Colorada estaba en un alto, cercada hacia el poniente por terrenos anegadizos. Del otro lado de la verja, las araucarias no mitigaban su aire de pesadez. En lugar de azoteas había tejados de pizarra a dos aguas y una torre cuadrada con un reloj, que parecían oprimir las paredes y las parcas ventanas.

    De chico, yo aceptaba esas fealdades como se aceptan esas cosas incompatibles que sólo por razón de coexistir llevan el nombre de universo.

    Regresé a la patria en 1921. Para evitar litigios habían rematado la casa; la adquirió un forastero, Max Preetorius, que abonó el doble de la suma ofrecida por el mejor postor. Firmada la escritura, llegó al atardecer con dos asistentes y tiraron a un vaciadero, no lejos del Camino de las Tropas, todos los muebles, todos los libros y todos los enseres de la casa. (Recordé con tristeza los diagramas de los volúmenes de Hinton y la gran esfera terráquea.) Al otro día, fue a conversar con Muir y le propuso ciertas refacciones, que éste rechazó con indignación. Ulteriormente, una empresa de la Capital se encargó de la obra. Los carpinteros de la localidad se negaron a amueblar de nuevo la casa; un tal Mariani, de Glew, aceptó al fin las condiciones que le impuso Preetorius. Durante una quincena, tuvo que trabajar de noche, a puertas cerradas. Fue asimismo de noche que se instaló en la Casa Colorada el nuevo habitante. Las ventanas ya no se abrieron, pero en la oscuridad se divisaban grietas de luz. El lechero dio una mañana con el ovejero muerto en la acera, decapitado y mutilado. En el invierno talaron las araucarias. Nadie volvió a ver a Preetorius, que, según parece, no tardó en dejar el país.

    Tales noticias, como es de suponer, me inquietaron. Sé que mi rasgo más notorio es la curiosidad que me condujo alguna vez a la unión con una mujer del todo ajena a mí, sólo para saber quién era y cómo era, a practicar (sin resultado apreciable) el uso del láudano, a explorar los números transfinitos y a emprender la atroz aventura que voy a referir. Fatalmente decidí indagar el asunto.

    Mi primer trámite fue ver a Alexander Muir. Lo recordaba erguido y moreno, de una flacura que no excluía la fuerza; ahora lo habían encorvado los años y la renegrida barba era gris. Me recibió en su casa de Temperley, que previsiblemente se parecía a la de mi tío, ya que las dos correspondían a las sólidas normas del buen poeta y mal constructor William Morris.

    El diálogo fue parco; no en vano el símbolo de Escocia es el cardo. Intuí, no obstante, que el cargado té de Ceylán y la equitativa fuente de scones (que mi huésped partía y enmantecaba como si yo aún fuera un niño) eran, de hecho, un frugal festín calvinista, dedicado al sobrino de su amigo. Sus controversias teológicas con mi tío habían sido un largo ajedrez, que exigía de cada jugador la colaboración del contrario.

    Pasaba el tiempo y yo no me acercaba a mi tema. Hubo un silencio incómodo y Muir habló.

    —Muchacho (Young man) —dijo—, usted no se ha costeado hasta aquí para que hablemos de Edwin o de los Estados Unidos, país que poco me interesa. Lo que le quita el sueño es la venta de la Casa Colorada y ese curioso comprador. A mí, también. Francamente, la historia me desagrada, pero le diré lo que pueda. No será mucho.

    Al rato, prosiguió sin premura:

    —Antes que Edwin muriera, el intendente me citó en su despacho. Estaba con el cura párroco. Me propusieron que trazara los planos para una capilla católica. Remunerarían bien mi trabajo. Les contesté en el acto que no. Soy un servidor del Señor y no puedo cometer la abominación de erigir altares para ídolos.

    Aquí se detuvo.

    —¿Eso es todo? —me atreví a preguntar.

    —No. El judezno ese de Preetorius quería que yo destruyera mi obra y que en su lugar pergeñara una cosa monstruosa. La abominación tiene muchas formas.

    Pronunció estas palabras con gravedad y se puso de pie.

   Al doblar la esquina se me acercó Daniel Iberra. Nos conocíamos como la gente se conoce en los pueblos. Me propuso que volviéramos caminando. Nunca me interesaron los malevos y preví una sórdida retahíla de cuentos de almacén más o menos apócrifos y brutales, pero me resigné y acepté. Era casi de noche. Al divisar desde unas cuadras la Casa Colorada en el alto, Iberra se desvió. Le pregunté por qué. Su respuesta no fue la que yo esperaba.

    —Soy el brazo derecho de don Felipe. Nadie me ha dicho flojo. Te acordarás de aquel mozo Urgoiti que se costeó a buscarme de Merlo y de cómo le fue. Mirá. Noches pasadas, yo venía de una farra. A unas cien varas de la quinta, vi algo. El tubiano se me espantó y si no me le afirmo y lo hago tomar por el callejón, tal vez no cuento el cuento. Lo que vi no era para menos.

    Muy enojado, agregó una mala palabra.

   Aquella noche no dormí. Hacia el alba soñé con un grabado a la manera de Piranesi, que no había visto nunca o que había visto y olvidado, y que representaba el laberinto. Era un anfiteatro de piedra, cercado de cipreses y más alto que las copas de los cipreses. No había ni puertas ni ventanas, pero sí una hilera infinita de hendijas verticales y angostas. Con un vidrio de aumento yo trataba de ver el minotauro. Al fin lo percibí. Era el monstruo de un monstruo; tenía menos de toro que de bisonte y, tendido en la tierra el cuerpo humano, parecía dormir y soñar. ¿Soñar con qué o con quién?

   Esa tarde pasé frente a la Casa. El portón de la verja estaba cerrado y unos barrotes retorcidos. Lo que antes fue jardín era maleza. A la derecha había una zanja de escasa hondura y los bordes estaban pisoteados.

  Una jugada me quedaba, que fui demorando durante días, no sólo por sentirla del todo vana, sino porque me arrastraría a la inevitable, a la última.

    Sin mayores esperanzas fui a Glew. Mariani, el carpintero, era un italiano obeso y rosado, ya entrado en años, de lo más vulgar y cordial. Me bastó verlo para descartar las estratagemas que había urdido la víspera. Le entregué mi tarjeta, que deletreó pomposamente en voz alta, con algún tropezón reverencial al llegar a doctor. Le dije que me interesaba el moblaje fabricado por él para la propiedad que fue de mi tío, en Turdera. El hombre habló y habló. No trataré de transcribir sus muchas y gesticuladas palabras, pero me declaró que su lema era satisfacer todas las exigencias del cliente, por estrafalarias que fueran, y que él había ejecutado su trabajo al pie de la letra. Tras de hurgar en varios cajones, me mostró unos papeles que no entendí, firmados por el elusivo Preetorius. (Sin duda me tomó por un abogado.) Al despedirnos, me confió que por todo el oro del mundo no volvería a poner los pies en Turdera y menos en la casa. Agregó que el cliente es sagrado, pero que en su humilde opinión, el señor Preetorius estaba loco. Luego se calló, arrepentido. Nada más pude sonsacarle.

     Yo había previsto ese fracaso, pero una cosa es prever algo y otra que ocurra.

    Repetidas veces me dije que no hay otro enigma que el tiempo, esa infinita urdimbre del ayer, del hoy, del porvenir, del siempre y del nunca. Esas profundas reflexiones resultaron inútiles; tras de consagrar la tarde al estudio de Schopenhauer o de Royce, yo rondaba, noche tras noche, por los caminos de tierra que cercan la Casa Colorada. Algunas veces divisé arriba una luz muy blanca; otras creí oír un gemido. Así hasta el diecinueve de enero.

    Fue uno de esos días de Buenos Aires en el que el hombre se siente no sólo maltratado y ultrajado por el verano, sino hasta envilecido. Serían las once de la noche cuando se desplomó la tormenta. Primero el viento sur y después el agua a raudales. Erré buscando un árbol. A la brusca luz de un relámpago me hallé a unos pasos de la verja. No sé si con temor o con esperanza probé el portón. Inesperadamente, cedió. Avancé empujado por la tormenta. El cielo y la tierra me conminaban. También la puerta de la casa estaba a medio abrir. Una racha de lluvia me azotó la cara y entré.

   Adentro habían levantado las baldosas y pisé pasto desgreñado. Un olor dulce y nauseabundo penetraba la casa. A izquierda o a derecha, no sé muy bien, tropecé con una rampa de piedra. Apresuradamente subí. Casi sin proponérmelo hice girar la llave de la luz.

    El comedor y la biblioteca de mis recuerdos eran ahora, derribada la pared medianera, una sola gran pieza desmantelada, con uno que otro mueble. No trataré de describirlos, porque no estoy seguro de haberlos visto, pese a la despiadada luz blanca. Me explicaré. Para ver una cosa hay que comprenderla. El sillón presupone el cuerpo humano, sus articulaciones y partes; las tijeras, el acto de cortar. ¿Qué decir de una lámpara o de un vehículo? El salvaje no puede percibir la biblia del misionero; el pasajero no ve el mismo cordaje que los hombres de a bordo. Si viéramos realmente el universo, tal vez lo entenderíamos.

    Ninguna de las formas insensatas que esa noche me deparó correspondía a la figura humana o a un uso concebible. Sentí repulsión y terror. En uno de los ángulos descubrí una escalera vertical, que daba al otro piso. Entre los anchos tramos de hierro, que no pasarían de diez, había huecos irregulares. Esa escalera, que postulaba manos y pies, era comprensible y de algún modo me alivió. Apagué la luz y aguardé un tiempo en la oscuridad. No oí el menor sonido, pero la presencia de las cosas incomprensibles me perturbaba. Al fin me decidí.

   Ya arriba mi temerosa mano hizo girar por segunda vez la llave de la luz. La pesadilla que prefiguraba el piso inferior se agitaba y florecía en el último. Había muchos objetos o unos pocos objetos entretejidos. Recupero ahora una suerte de larga mesa operatoria, muy alta, en forma de U, con hoyos circulares en los extremos. Pensé que podía ser el lecho del habitante, cuya monstruosa anatomía se revelaba así, oblicuamente, como la de un animal o un dios, por su sombra. De alguna página de Lucano, leída hace años y olvidada, vino a mi boca la palabra anfisbena, que sugería, pero que no agotaba por cierto lo que verían luego mis ojos. Asimismo recuerdo una V de espejos que se perdía en la tiniebla superior.

   ¿Cómo sería el habitante? ¿Qué podía buscar en este planeta, no menos atroz para él que él para nosotros? ¿Desde qué secretas regiones de la astronomía o del tiempo, desde qué antiguo y ahora incalculable crepúsculo, habría alcanzado este arrabal sudamericano y esta precisa noche?

    Me sentí un intruso en el caos. Afuera había cesado la lluvia. Miré el reloj y vi con asombro que eran casi las dos. Dejé la luz prendida y acometí cautelosamente el descenso. Bajar por donde había subido no era imposible. Bajar antes que el habitante volviera. Conjeturé que no había cerrado las dos puertas porque no sabía hacerlo.

    Mis pies tocaban el penúltimo tramo de la escalera cuando sentí que algo ascendía por la rampa, opresivo y lento y plural. La curiosidad pudo más que el miedo y no cerré los ojos.


En El Libro de Arena (1975)
Foto original color: captura video


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