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17/8/16

Jorge Luis Borges: Indagación de la palabra





I
Quiero repartir una de mis ignorancias a los demás: quiero publicar una volvedora indecisión de mi pensamiento, a ver si algún otro dubitador me ayuda a dudarla y si su media luz compartida se vuelve luz. El sujeto es casi gramatical y así lo anuncio para aviso de aquellos lectores que han censurado (con intención de amistad) mis gramatiquerías y que solicitan de mí una obra humana. Yo podría contestar que lo más humano (esto es, lo menos mineral, vegetal, animal y aun angelical) es precisamente la gramática; pero los entiendo y así les pido su venia para esta vez. Queden para otra página mi padecimiento y mi regocijo, si alguien quiere leerlos.
La tarea de mi cavilación es ésta: ¿Mediante qué proceso psicológico entendemos una oración?
Para examinarlo (no me atrevo a pensar que para resolverlo) analicemos una oración cualquiera, no según las (artificiales) clasificaciones analógicas que registran las diversas gramáticas, sino en busca del contenido que entregan sus palabras al que las recorre. Séase esta frase conocidísima y de claridad no dudosa: En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, y lo que subsigue.
Emprendo el análisis.
En. Ésta no es entera palabra, es promesa de otras que seguirán. Indica que las inmediatamente venideras no son lo principal del contexto, sino la ubicación de lo principal, ya en el tiempo, ya en el espacio.
Un. Propiamente, esta palabra dice la unidad de la calificada por ella. Aquí, no. Aquí es anuncio de una existencia real, pero no mayormente individuada o delimitada.
Lugar. Ésta es la palabra de ubicación, prometida por la partícula en. Su oficio es meramente sintáctico: no consigue añadir la menor representación a la sugerida por las dos anteriores. Representarse en y representarse en un lugar es indiferente, puesto que cualquier en está en un lugar y lo implica. Se me responderá que lugar es un nombre sustantivo, una cosa, y que Cervantes no lo escribió para significar una porción del espacio, sino con la acepción de villorrio, pueblo o aldea. A lo primero, respondo que es aventurado aludir a cosas en sí, después de Mach, de Hume y de Berkeley, y que para un sincero lector sólo hay una diferencia de énfasis entre la preposición en y el nombre sustantivo lugar; a lo segundo, que la distinción es verídica, pero que recién más tarde es notoria.
De. Ésta suele ser palabra de dependencia, de posesión. Aquí es sinónima (algo inesperadamente) de en. Aquí significa que el teatro de la todavía misteriosa oración central de esta cláusula está situado a su vez en otro lugar, que nos será revelado en seguida.
La. Ésta casi palabra (nos dicen) es derivación de illa, que significaba aquella en latín. Es decir, antes fue palabra orientada, palabra justificada y como animada por algún gesto; ahora es fantasma de illa, sin más tarea que indicar un género gramatical: clasificación asexuadísima, desde luego, que supone virilidad en los alfileres y no en las lanzas. (De paso, cabe recordar lo que escribe Graebner acerca del género gramatical: Hoy prima la opinión de que, originariamente, los géneros gramaticales representan una escala de valor, y que el género femenino representa en muchas lenguas —en las semíticas— un valor inferior al masculino.)
Mancha. Este nombre es diversamente representable. Cervantes lo escribió para que su realidad conocida prestase bulto a la realidad inaudita de su don Quijote. El ingenioso hidalgo ha sabido pagar con creces la deuda: si las naciones han oído hablar de la Mancha, obra es de él.
¿Quiere decir lo anterior que la nominación de la Mancha ya era un paisaje para los contemporáneos del novelista? Me atrevo a asegurar lo contrario; su realidad no era visual, era sentimental, era realidad de provincianería chata, irreparable, insalvable. No precisaban visualizarla para entenderla; decir la Mancha era como decirnos Pigüé. El paisaje castellano de entonces era uno de los misterios manifiestos (offenbare Geheimnisse) goetheanos. Cervantes no lo vio: basta considerar las campiñas al itálico modo que para mayor amenidad de su novela fue distribuyendo. Más docto en paisajes manchegos que él, fue Quevedo: léase (en carta dirigida a don Alonso Messía de Leiva) esa su durísima descripción que empieza: Por la Mancha, en invierno, donde las nubes y los arroyos, como en otras partes producen alamedas, allí lodazales y pantanos..., y remata así, a los muchos renglones: Amaneció; bajeza me parece de la aurora acordarse de tal sitio.


Creo inútil la pormenorizada continuación de este análisis. Notaré solamente que la terminación de este miembro está señalada por una coma. Esta rayita curva indica que la locución sucesiva: de cuyo nombre, debe referirse, no a la Mancha (de cuyo nombre sí quiso acordarse el autor), sino al lugar. Es decir, esta rayita curva o signo ortográfico o pausa breve para compendiar o átomo de silencio, no difiere sustancialmente de una palabra. Tan intencionadas son las comas o tan ínfimas las palabras.
Investiguemos ahora lo general.
Es doctrina de cuantas gramáticas he manejado (y hasta de la inteligentísima de Andrés Bello) que toda palabra aislada es un signo, y marca una idea autónoma. Esta doctrina se apoya en el consenso del vulgo y los diccionarios la fortalecen. ¿Cómo negar que es una unidad para el pensamiento, cada palabra, si el diccionario (en desorden alfabético) las registra a todas y las incomunica y sin apelación las define? La empresa es dura, pero nos la impone el análisis anterior. Imposible creer que el solo concepto En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, esté organizado por doce ideas. Tarea de ángeles y no de hombres sería conversar, si esto fuera así. No lo es y la prueba es que igual concepto cabe en mayor o menor número de palabras. En un pueblo manchego cuyo nombre no quiero recordar, es equivalente y son nueve signos en vez de doce. Es decir, las palabras no son la realidad del lenguaje, las palabras —sueltas— no existen.
Ésa es la doctrina crociana. Croce, para fundamentarla, niega las partes de la oración y asevera que son una intromisión de la lógica, una insolencia. La oración (arguye) es indivisible y las categorías gramaticales que la desarman son abstracciones añadidas a la realidad. Una cosa es la expresión hablada y otra su elaboración póstuma en sustantivos o en adjetivos o en verbos.
Manuel de Montolíu, en su declaración (y a veces refutación) del crocismo, dilucida bien esa tesis y la resume así, no sin demasiado misterio: La única realidad lingüística es la oración. Y este concepto de oración se ha de entender no en el sentido que se le da en las gramáticas, sino en el sentido de un organismo expresivo de sentido perfecto, que tanto comprende una sencilla exclamación como un vasto poema (El lenguaje como fenómeno estético. Buenos Aires, 1926).
Psicológicamente, esa conclusión de Montolíu-Croce es insostenible. Su versión concreta sería: No entendemos primero la proposición en y después el artículo un y luego el nombre sustantivo lugar y en seguida la preposición de; preferimos apoderarnos, en un solo acto de cognición, de todo el capítulo y aun de toda la obra.
Me dirán que hago trampa y que el alcance de esa doctrina no es psicológico, sino estético. A eso respondo que una equivocación psicológica no puede ser también un acierto estético. Además, ¿no dejó dicho ya Schopenhauer que la forma de nuestra inteligencia es el tiempo, línea angostísima que sólo nos presenta las cosas una por una? Lo espantoso de esa estrechez es que los poemas a que alude reverencialmente Montolíu-Croce alcanzan unidad en la flaqueza de nuestra memoria, pero no en la tarea sucesiva de quien los escribió ni en la de quien los lee. (Dije espantoso, porque esa heterogeneidad de la sucesión despedaza no sólo las dilatadas composiciones, sino toda página escrita). Alguna cercanía de esa posible verdad fue la razonada por Poe, en su discurso del principio poético, al sentenciar que no hay poemas largos y que el Paraíso Perdido es (efectualmente) una serie de composiciones breves. Digo en español su parecer: Si para mantener la unidad de la obra de Milton, su totalidad de efecto o de impresión, la leemos (como sería preciso) de una sentada, el resultado es sólo un continuo vaivén de excitación y de abatimiento… De esto se sigue que el efecto final, colecticio o absoluto de la mejor epopeya bajo el sol, será forzosamente una nadería, y así es la verdad.
¿Qué opinión asumir? Los gramáticos implican que deletreamos, palabra por palabra, la comprensión; los seguidores de Croce, que la abarcamos de un solo vistazo mágico. Yo descreo de ambas posibilidades. Spiller, en su hermosísima Psicología (conste que uso deliberadamente el epíteto) formula una tercera respuesta. La resumiré; demasiado bien sé que los resúmenes añaden un falso aire categórico y definitivo a lo que compendian. Spiller se fija en la estructura de las oraciones y las disocia en pequeños grupos sintácticos, que responden a unidades de representación. Así, en la frase ejemplar que hemos desarmado, es evidente que las dos palabras la Mancha son una sola. Es evidente que se trata de un nombre propio, tan indivisible por la conciencia como Castilla o las Cinco Esquinas o Buenos Aires. Sin embargo, aquí la unidad de representación es mayor: es la locución de la Mancha, sinónima, advertimos ya, de manchego. (En latín convivieron las dos fórmulas de posesión y para decir el valor de César, hubo virtus Cæsárea y virtus Cæsaris; en ruso, cualquier nombre sustantivo es variable en nombre adjetivo). Otra unidad para el entendimiento es la locución no quiero acordarme, a la que añadiremos tal vez la palabra de, pues el verbo activo recordar y el verbo reflejo y construido con preposición acordarse de, sólo en las gramáticas son distintos. (Buena prueba de la arbitrariedad de nuestra escritura, es que hacemos de acordarme una sola palabra, y dos de me acuerdo). Continuando el análisis, repartiremos en cuatro unidades nuestro período: En un lugar / de la Mancha / de cuyo nombre / no quiero acordarme, o En un lugar de / la Mancha / de (cuyo nombre) no quiero acordarme.
He aplicado (tal vez con desaforada libertad) el método introspectivo de Spiller. Del otro, del que asevera que toda palabra es significativa, ya hice una reducción al absurdo (involuntaria, honesta y cuidada) en la primera mitad de este razonamiento. Ignoro si Spiller tiene razón; básteme demostrar la buena aplicabilidad de su tesis.
Elijamos el problema conversadísimo de si el nombre sustantivo debe posponerse al nombre adjetivo (como en los idiomas germánicos) o el adjetivo al sustantivo, como en español. En Inglaterra dicen obligatoriamente a brown horse, un colorado caballo; nosotros, obligatoriamente también, posponemos el adjetivo. Herbert Spencer mantiene que la costumbre sintáctica del inglés es más servicial y la justifica así: Basta escuchar la voz caballo para imaginarlo y si después nos dicen que es colorado, esta añadidura no siempre se avendrá con la imagen de él que ya prefiguramos o tendimos a preformar. Es decir, deberemos corregir una imagen: tarea que la anteposición del adjetivo hace desaparecer. Colorado es noción abstracta y se limita a preparar la conciencia.

Los contrarios pueden argumentar que las nociones de caballo y de colorado son parejamente concretas o parejamente abstractas para el espíritu. La verdad, sin embargo, es que la controversia es absurda: los símbolos amalgamados caballo-colorado y brown-horse ya son unidades de pensamiento.
¿Cuántas unidades de pensamiento incluye el lenguaje? Esta pregunta carece de posibilidad de contestación. Para el jugador, son unidades las locuciones ajedrecísticas tomar al paso, enroque largo, gambito de dama, peón cuatro rey, caballo rey tres alfil; para el principiante, son verdaderas oraciones de intelección gradual.
El inventario de todas las unidades representativas es imposible; su ordenación o clasificación lo es también. Evidenciar esto último, será lo inmediato de mi tarea.

II
La definición que daré de la palabra es —como las otras— verbal, es decir también de palabras, es como decir palabrera. Quedamos en que lo determinante de la palabra es su función de unidad representativa y en lo tornadizo y contingente de esa función. Así, el término inmanencia es una palabra para los ejercitados en la metafísica, pero es una genuina oración para el que sin saberla la escucha y debe desarmarla en in y en manere: dentro quedarse. (Innebleibendes Werk, dentroquedada acción, tradujo con prolijidad hermosa el maestro Eckhart). Inversamente, casi todas las oraciones para el solo análisis gramatical, y verdaderas palabras —es decir, unidades representativas para el que muchas veces las oye. Decir En un lugar de la Mancha es casi decir pueblito, aldehuela (la connotación hispánica de ésta la hace mejor); decir

La codicia en las manos de la suerte 
se arroja al mar

es invitar una sola representación; distinta, claro está, según los oyentes, pero una sola al fin.
Hay oraciones que son a manera de radicales y de las que siempre pueden deducirse otras con o sin voluntad de innovar, pero de un carácter derivativo tan sin embozo que no serán engaño de nadie. Séase la habitualísima frase luna de plata. Inútil forcejearle novedad cambiando el sufijo; inútil escribir luna de oro, de ámbar, de piedra, de marfil, de tierra, de arena, de agua, de azufre, de desierto, de caña, de tabaco, de herrumbre. El lector —que ya es un literato, también— siempre sospechará que jugamos a las variantes y sentirá ¡a lo sumo! una antítesis entre la desengañada sufijación de luna de tierra o la posiblemente mágica de agua, y la consabida. Escribiré otro caso. Es una sentencia de Joubert, citada favorablemente por Matías Arnold (Critical Essays, VII). Trata de Bossuet y es así: Más que un hombre es una naturaleza humana, con la moderación de un santo, la justicia de un obispo, la prudencia de un doctor y el poderío de un gran espíritu. Aquí Joubert jugó a las variantes no sin descaro; escribió (y acaso pensó) la moderación de un santo y acto continuo esa fatalidad que hay en el lenguaje se adueñó de él y eslabonó tres cláusulas más, todas de aire simétrico y todas rellenadas con negligencia. Es como si afirmara… con la moderación de un santo, el esto de un otro, el qué sé yo de un quién sabe qué y el cualquier cosa de un gran espíritu. El original no es menos borroso que esta armazón; las entonadas cláusulas de ambos equivalen —no ya a palabras— sino a simulaciones enfáticas de palabras. Si la prosa, con su mínima presencia de ritmo, trae estas servidumbres, ¿cuáles no traerá el verso, que simplona y temerariamente añade otras más a las no maliciadas por él y siempre en acecho?
En lo atañedero a definiciones de la palabra, tan imprecisa es ella que el concepto heterodoxo aquí defendido (palabra = representación) puede caber en la fórmula sancionada: Llámase palabra la sílaba o conjunto de sílabas que tiene existencia independiente para expresar una idea. Eso, claro está, siempre que lo determinativo de esos conjuntos no sean los espacios en blanco que hay entre una seudo palabra escrita y las otras. De esa alucinación ortográfica se sigue que, aunque manchego es una sola palabra, de la Mancha es tres.
Hablé de la fatalidad del lenguaje. El hombre, en declive confidencial de recuerdos, cuenta de la novia que tuvo y la exalta así: Era tan linda que... y esa conjunción, esa insignificativa partícula, ya lo está forzando a hiperbolizar, a mentir, a inventar un caso. El escritor dice de unos ojos de niña: Ojos como... y juzga necesario alegar un término especial de comparación. Olvida que la poesía está realizada por ese como, olvida que el solo acto de comparar (es decir, de suponer difíciles virtudes que sólo por mediación se dejan pensar) ya es lo poético. Escribe, resignado, ojos como soles.
La lingüística desordena esa frase en dos categorías: semantemas, palabras de representación (ojos, soles) y morfemas, meros engranajes de la sintaxis. Como le parece un morfema aunque el entero clima emocional de la frase esté determinado por él. Ojos como soles le parece una operación del entendimiento, un juicio problemático que relaciona el concepto de ojos con el de sol. Cualquiera sabe intuitivamente que eso está mal. Sabe que no ha de imaginárselo al sol y que la intención es denotar ojos que ojalá me miraran siempre, o si no ojos con cuya dueña quiero estar bien. Es frase que se va del análisis.


Es cosa servicial un resumen. Dos proposiciones, negativas la una de la otra, han sido postuladas por mí. Una es la no existencia de las categorías gramaticales o partes de la oración y el reemplazarlas por unidades representativas, que pueden ser de una palabra usual o de muchas. (La representación no tiene sintaxis. Que alguien me enseñe a no confundir el vuelo de un pájaro con un pájaro que vuela). Otra es el poderío de la continuidad sintáctica sobre el discurso. Ese poderío es de avergonzar, ya que sabemos que la sintaxis no es nada. La antinomia es honda. El no atinar —el no poder atinar— con la solución, es tragedia general de todo escribir. Yo acepto esa tragedia, esa desviación traicionera de lo que se habla, ese no pensar del todo en cosa ninguna.
Dos intentonas —ambas condenadas a muerte— fueron hechas para salvarnos. Una fue la desesperada de Lulio, que buscó refugio paradójico en el mismo corazón de la contingencia; otra, la de Spinoza. Lulio —dicen que a instigación de Jesús— inventó la sedicente máquina de pensar, que era una suerte de bolillero glorificado, aunque de mecanismo distinto; Spinoza no postuló arriba de ocho definiciones y siete axiomas para allanarnos, ordine geométrico, el universo. Como se ve, ni éste con su metafísica geometrizada, ni aquél con su alfabeto traducible en palabras y éstas en oraciones, consiguió eludir el lenguaje. Ambos alimentaron de él sus sistemas. Sólo pueden soslayarlo los ángeles, que conversan por especies inteligibles: es decir, por representaciones directas y sin ministerio alguno verbal.
¿Y nosotros, los nunca ángeles, los verbales, los que
en este bajo, relativo suelo
escribimos, los que sotopensamos que ascender a letras de molde es la máxima realidad de las experiencias? Que la resignación-virtud a que debemos resignarnos sea con nosotros. Ella será nuestro destino: hacernos a la sintaxis, a su concatenación traicionera, a la imprecisión, a los talveces, a los demasiados énfasis, a los peros, al hemisferio de mentira y de sombra en nuestro decir. Y confesar (no sin algún irónico desengaño) que la menos imposible clasificación de nuestro lenguaje es la mecánica de oraciones de activa, de pasiva, de gerundio, impersonales y las que restan.
La diferencia entre los estilos es la de su costumbre sintáctica. Es evidente que sobre la armazón de una frase pueden hacerse muchas. Ya registré cómo de luna de plata salió luna de arena; ésta —por la colaboración posible del uso— podría ascender de mera variante a representación autonómica. No de intuiciones originales —hay pocas—, sino de variaciones y casualidades y travesuras, suele alimentarse la lengua. La lengua: es decir humilladoramente el pensar.
No hay que pensar en la ordenación por ideas afines. Son demasiadas las ordenaciones posibles para que alguna de ellas sea única. Todas las ideas pueden ser palabras sinónimas para el arte: su clima, su temperatura emocional suele ser común. De esta no posibilidad de una clasificación psicológica no diré más: es desengaño que la organización (desorganización) alfabética de los diccionarios pone de manifiesto. Fritz Mauthner Wörterbuch der Philosophie, volumen primero, páginas 379-401) lo prueba con lindísima soma.


En El idioma de los argentinos (1928)
1995 María Kodama
2016 Penguin Random House
Foto: Borges (sin atribución)
Agencia SIGLA Vía IberLibro


15/7/16

Jorge Luis Borges: Ascendencias del tango










El tango es la realización argentina más divulgada, la que con insolencia ha prodigado el nombre argentino sobre el haz de la tierra. Es evidente que debemos averiguar sus orígenes y prescribirle una genealogía donde no falten ni la endiosadora leyenda ni la verdad segura. La cuestión fue muy conversada en el año trece; el libro de don Vicente Rossi, intitulado Cosas de negros (Córdoba 1926), vuelve a estimularla. Ya he escrito sobre el libro de Rossi, sobre la amenidad continua de su lectura y la eventual equivocación de sus datos y hoy quiero declarar su opinión y alguna otra más. 

La opinión de Rossi es circunstanciada: El tango sedicente argentino es hijo de la milonga montevideana y nieto de la habanera. Nació en la Academia San Felipe, galpón montevideano de bailes públicos, entre compadritos y negros; emigró al Bajo de Buenos Aires y guarangueó por los Cuartos de Palermo (donde lo recibieron la negrada y las cuarteleras) y metió ruido en los peringundines del Centro y en Monserrat, hasta que el Teatro Nacional lo exaltó. Es decir, el tango es afromontevideano, el tango tiene motas en la raíz. Ser de color humilde y ser oriental son condiciones criollas, pero los morenos argentinos (y hasta los no morenos) son tan criollos como los de enfrente y no hay razón para suponer que todo lo inventaron en la otra banda. Me responderán que hay la razón efectiva de que así fue, pero esa chicana no satisface a nuestro patrioterismo, más bien lo embravece y lo desespera. Tal vez convenga recordar aquí el caso análogo de la procedencia de Colón. Los italianos, para considerarlo suyo, sólo pueden arrimarse al mero dato de registro civil, o conventilleo, de que el Almirante nació en Genova y era italiano por los cuatro costados; los españoles pueden argumentarla mejor. Podrían argumentar que siendo el descubrimiento de América y la conquista, empresas manifiestamente españolas, no hay ninguna razón histórica para introducir genoveses en el asunto. (Además, ¿qué genoveses iba a haber, si la Boca del Riachuelo estaba por descubrir todavía?) Lástima que no se hayan atrevido a ser francos y prefieran la falsificación a la mitología, el chisme conventillero a la fe. Yo seré más sincero que ellos y afirmaré con resolución: El tango es porteño. El pueblo porteño se reconoce en él, plenamente; no así el montevideano, siempre nostalgioso de gauchos. De cualquier modo, estoy más convencido de la procedencia uruguaya de Rossi que de la procedencia uruguaya del tango. 

Pragmatismos aparte, la argumentación de don Vicente Rossi puede reducirse honradamente a este silogismo: 

La milonga es privativamente montevideana. 

La milonga es el origen del tango. 

El origen del tango es montevideano. 

Acepto que la premisa menor es inconmovible; en cambio, descreo de la mayor y no sé de ningún argumento válido que la fortalezca. Rossi se limita a escribir "En la banda occidental no se usó la Milonga como canto ni la Danza como Milonga", y nos remite al rato a una apuntación donde vemos que la palabra milonga no ocurre en un diálogo lunfardo, publicado por La Nación en 1887. Su argumento, como se ve, es negativo y carece de eficacia para convencer. Inversamente, ¿quién no recuerda cierta inefable milonga tejedorista (inefable por lo procaz) cuya elocuencia desaforada en la injuria nos autoriza a suponerla contemporánea del hecho que nombra: esto es, a retrocedería al 80? Empieza así: 

Don Carlos de Tejedor, 
con una paciencia loca 

y todavía es alarde para cantar la flor en el truco. También don Rodolfo Senet (Buenos Aires alrededor del año 1880. La Prensa, octubre 17 de 1926) habla de las milongas que saludaron a los primeros tranvías y a las primeras calles empedradas del arrabal. Una de estas últimas aconseja: 

Cuidadito con las piedras 
que te vas a refalar, 
porque el golpe de las piedras 
es muy malo de curar. 

¡Oh compadritos de la calle Ombú y de la calle Europa, qué capitis diminutio, qué vacilación para vuestra vertiginosa dignidad de taquitos altos habrán sido las puntiagudas piedras del empedrado, tan andinas, tan inciviles, tan forasteras a la tierrita criolla del callejón! 

Hasta aquí han opinado mis conjeturas; que hablen los hechos. El cancionero bonaerense de Ventura R. Lynch, ¡libro de 1883!, estudia la milonga, la declara divulgadísima en los bailecitos de medio pelo del arrabal y en los casinos de la plaza del Once y de Constitución, la juzga inventada por los compadritos para hacer burla de los candomberos y hasta informa que los organitos la tocan. 

Otra genealogía tanguera es la rastreada por don Miguel A. Camino, poeta, en su hermosa composición recordativa, intitulada El tango. Está casi al final del libro Chaquiras y empieza así: 

Nació en los Corrales viejos, 
allá por el año ochenta. 
Hijo fue de una milonga 
y un "pesao " del arrabal. 
Lo apadrinó la corneta 
del mayoral del tranvía, 
y los duelos a cuchillo 
le enseñaron a bailar. 
Así en el ocho, 
y en la asentada, 
la media luna 
y el paso atrás, 
puso el reflejo 
de la embestida 
y las cuerpeadas 
del que la juega 
con su puñal. 

La procedencia versificada por Camino es original a más no poder. A la motivación erótica, o meretricia, que todos hemos reconocido en el tango, añade una motivación belicosa, de pelea feliz, de visteo. Ignoro si esa motivación es verídica: sé nomás que se lleva maravillosamente bien con los tangos viejos, "hechos de puro descaro, de pura sinvergüencería, de pura felicidad del valor", como los describí en otras páginas, hace un año. También Rossi, que por razones de fecha desconoce la explicación de Camino, la ayuda un poco en este párrafo sobre la milonga: "Entonces tuvo títulos, y ellos nos dan otra prueba de que no fue sensual: Mate amargo, Cara pelada, La quebrada, La canaria, Kyrie eleison, Pejerrey con papas, Señor comisario, etc.; ni siquiera amorosos, porque en el Bajo brutal no se alojó el idilio. El orillero aprovechaba las situaciones de sensualizar con la suficiencia y despreocupación del que no necesita de ellas, por verdadero sport" (Cosas de negros - La academia). Justo sin embargo es reconocer que los literatos, al ocuparse del tango, han insistido siempre sobre su lujuria tristona, sobre su atravesada y casi enconada sensualidad. Básteme citar dos fuertes ejemplos: el de Marcelo del Mazo, en la segunda serie de Los vencidos, 1910 ("Aura mi hija, aulló el compadre y la fosca compañera / ofreció la desvergüenza de su cálido impudor / azotando con su carne, como lengua de una hoguera, / las vibrátiles entrañas de aquel chusma del amor") y el de Ricardo Güiraldes cuyo Tango (El cencerro de cristal, 1915) nos impone estos decididos renglones: "Mancha roja, que se coagula en negro. Tango fatal, soberbio y bruto. Notas arrastradas, perezosamente, en un teclado gangoso..." 

Inversamente, la única vez que se acordó Evaristo Carriego del tango, fue para verle felicidad, para mostrarlo callejero y fiestero, como era hace veinte años: 

En la calle, la buena gente derrocha 
sus guarangos decires más lisonjeros,
porque al compás de un tango, que es La Morocha, 
lucen ágiles cortes dos orilleros. 

Las dos versiones del tango, la solamente lujuriosa y la de travesura, podrían corresponder a dos épocas: la primera a este lamentable episodio actual de elegías amalevadas, de estudioso acento lunfardo, de bandoneones; la otra, a los buenos tiempos (malísimos) del corte, de las puñaladas electorales, de las esquinas belicosamente embanderadas de barras. 

(El tango fue primeramente un plano del baile, una indicación de cortes y de floreos, una actualidad que no se preocupa; el contemporáneo -esto es decir el realmente viejo- cuida recuerdos ya. Una conciencia adulta del tiempo carga sobre él. Compárese El torito o El Maldonado con cualquier tango de hoy.) 

Camino nos explica el tango y además, nos marca el preciso lugar en que éste nació: los Corrales viejos. La precisión es traicionera. El visteo no fue jamás privativo de los Corrales, pues el cuchillo no era sólo herramienta de matarifes: era, en cualquier barrio, el arma del compadrito. Cada barrio padecía sus cuchilleros, siempre de facción en algún comité, en alguna trastienda. Los hubo de fama duradera, aunque angosta: El Petizo Flores en la Recoleta, El Turco en la Batería, El Noy en el Mercado de Abasto. Eran semidioses de chambergo alto: hombres de baquía puntual en menesteres de cuchillo y que solían desafiarse envidiosamente. De aquellos tiempos y señaladamente de los bailecitos y de las comparsas, serán esas milongas insolentadas en que el cantor alude a su patria chica para desafiar a los de otra: 

Yo soy del barrio del Alto, 
soy del barrio del Retiro, 
yo soy aquel que no miro 
con quién tengo que pelear 
y en trance de milonguear 
nadie se me puso a tiro.


Hágase a un lao, se lo ruego, 
que soy de la Tierra 'el Fuego.

A mi ver (conste que mi opinión no es obligatoria y que no quiero inferírsela a nadie) el tango puede haberse originado en cualquier lugar de la ciudad, lo mismo en las Fiestas de la Recoleta (que allá por el ochenta, según el doctor José Antonio Wilde, solían terminar con sangre en la punta) que en los batuques de la plaza del Once o de Constitución: en cualquier lugar, menos en los Corrales. Mi argumento es fácil: el tango es manifiestamente urbano o suburbano, porteño, y los Corrales fueron siempre una intromisión de la pampa, una presencia verídica de gauchismo o una coquetería compadrona de hacerse el gaucho, muy reverenciadora de lo pasado y muy ajena a toda invención. 

El tango no es campero: es porteño. Su patria son las esquinas rosaditas de los suburbios, no el campo; su ambiente, el Bajo; su símbolo, el sauce llorón de las orillas, nunca el ombú.





En Martín Fierro, año IV,  nº 27
y en El idioma de los argentinos, 1928

Imágenes: Portada y pág. 6 de Martín Fierro nº 27



14/4/15

Jorge Luis Borges: Sentirse en muerte





Deseo registrar aquí una experiencia que tuve hace unas noches: fruslería demasiado evanescente y estática para que la llame aventura; demasiado irrazonable y sentimental para pensamiento. Se trata de una escena y de su palabra: palabra ya predicha por mí, pero no vivida hasta entonces con entera dedicación de mi yo. Paso a historiarla, con los accidentes de tiempo y de lugar que la declararon.
Lo rememoro así. La tarde que prefiguró a esa noche, estuve en Barracas: localidad no visitada por mi costumbre, y cuya distancia de la que después recorrí, ya me desfamiliarizó esa jornada. Su noche no tenía destino alguno; como era serena, salí a caminar y recordar después de comer. No quise determinarle rumbo a esa caminata: procuré una máxima latitud de probabilidades para no cansar la expectativa con la obligatoria antevisión de una sola de ellas. Realicé en la mala medida de lo posible, eso que llaman caminar al azar; acepté, sin otro consciente prejuicio que el de soslayar las avenidas o calles anchas, las más oscuras intimaciones de la casualidad. Con todo, una suerte de gravitación familiar me alejó hacia unos barrios, de cuyo nombre quiero siempre acordarme y que dictan reverencia a mi pecho. No quiero significar así el barrio mío, el preciso ámbito de la infancia, sino sus todavía misteriosas inmediaciones: confín que he poseído entero en palabras y poco en realidad, vecino y mitológico a un tiempo. El revés de lo conocido, su espalda, son para mí esas calles penúltimas, casi tan efectivamente ignoradas como el soterrado cimiento de nuestra casa o nuestro invisible esqueleto. La marcha me dejó en una esquina. Aspiré noche, en asueto serenísimo de pensar. La visión, nada complicada por cierto, parecía simplificada por mi cansancio. La irrealizaba su misma tipicidad. La calle era de casas bajas, y aunque su primera significación fuera de pobreza, la segunda era ciertamente de dicha. Era de lo más pobre y de lo más lindo. Ninguna casa se animaba a la calle; la higuera oscurecía sobre la ochava; los portoncitos —más altos que las líneas estiradas de las paredes— parecían obrados en la misma sustancia infinita de la noche. La vereda era escarpada sobre la calle; la calle era de barro elemental, barro de América no conquistado aún. Al fondo, el callejón, ya pampeano, se desmoronaba hacia el Maldonado. Sobre la tierra turbia y caótica, una tapia rosada parecía no hospedar luz de luna, sino efundir luz íntima. No habrá manera de nombrar la ternura mejor que ese rosado.
Me quedé mirando esa sencillez. Pensé, con seguridad en voz alta: Esto es lo mismo de hace veinte años… Conjeturé esa fecha: época reciente en otros países, pero ya remota en este cambiadizo lado del mundo. Tal vez cantaba un pájaro y sentí por él un cariño chico, de tamaño de pájaro; pero lo más seguro es que en ese ya vertiginoso silencio no hubo más ruido que el también intemporal de los grillos. El fácil pensamiento Estoy en mil novecientos y tantos dejó de ser unas cuantas aproximativas palabras y se profundizó a realidad. Me sentí muerto, me sentí percibidor abstracto del mundo: indefinido temor imbuido de ciencia que es la mejor claridad de la metafísica. No creí, no, haber remontado las presuntivas aguas del Tiempo; más bien me sospeché poseedor del sentido reticente o ausente de la inconcebible palabra eternidad. Sólo después alcancé a definir esa imaginación.
La escribo, ahora, así: Esa pura representación de hechos homogéneos —noche en serenidad, parecita límpida, olor provinciano de la madreselva, barro fundamental— no es meramente idéntica a la que hubo en esa esquina hace tantos años; es, sin parecidos ni repeticiones, la misma. El tiempo, si podemos intuir francamente esa identidad, es una delusión: la indisolubilidad de un momento de su aparente ayer y otro de su aparente hoy, basta para desordenarlo.
Es evidente que el número de tales momentos humanos no es infinito. Los elementales —los de sufrimiento físico y goce físico, los de acercamiento del sueño, los de la audición de una sola música, los de mucha intensidad o mucho desgano— son más impersonales aún. Derivo de antemano esta conclusión: la vida es demasiado pobre para no ser también inmortal. Pero ni siquiera tenemos la seguridad de nuestra pobreza, puesto que el tiempo, fácilmente refutable en lo sensitivo, no lo es también en lo intelectual, de cuya esencia parece inseparable el concepto de sucesión. Quede, pues, en anécdota emocional la vislumbrada idea y en la confesa irresolución de esta hoja el momento verdadero de éxtasis y la insinuación posible de eternidad de que esa noche no me fue avara.




Borges, El Idioma de los argentinos
Buenos Aires, Gleizer, 1928
Intervenido por Xul Solar. Colección Museo Xul Solar



Borges, El Idioma de los argentinos
Buenos Aires, Gleizer, 1928
Intervenido por Xul Solar. Colección Museo Xul Solar



En  El idioma de los argentinos (1928)



17/3/15

Jorge Luis Borges: El Truco







Cuarenta naipes quieren desplazar la vida. En las manos cruje el mazo nuevo o se traba el viejo: morondangas de cartón que se animarán, un as de espadas que será omnipotente como don Juan Manuel, caballitos panzones de donde copió los suyos Velázquez. El tallador baraja esas pinturitas. La cosa es fácil de decir y aun de hacer, pero lo mágico y desaforado del juego —del hecho de jugar— despunta en la acción. 40 es el número de los naipes y 1 por 2 por 3 por 4… por 40, el de maneras en que pueden salir. Es una cifra delicadamente puntual en su enormidad, con inmediato predecesor y único sucesor, pero no escrita nunca. Es una remota cifra de vértigo que parece disolver en su muchedumbre a los que barajan. Así, desde el principio, el central misterio del juego se ve adornado con un otro misterio, el de que haya números. Sobre la mesa, desmantelada para que resbalen las cartas, esperan los garbanzos en su montón, aritmetizados también. La trucada se arma; los jugadores, acriollados de golpe, se aligeran del yo habitual. Un yo distinto, un yo casi antepasado y vernáculo, enreda los proyectos del juego. El idioma es otro de golpe. Prohibiciones tiránicas, posibilidades e imposibilidades astutas, gravitan sobre todo decir. Mencionar flor sin tener tres cartas de un palo, es hecho delictuoso y punible, pero si uno ya dijo envido, no importa. Mencionar uno de los lances del truco es empeñarse en él: obligación que sigue desdoblando en eufemismos a cada término. Quiebro vale por quiero, envite por envido, una olorosa o una jardinera por flor. Muy bien suele retumbar en boca de los que pierden este sentención de caudillo de atrio: A ley de juego, todo está dicho: falta envido y truco, y si hay flor ¡contraflor al resto! El diálogo se entusiasma hasta el verso, más de una vez. El truco sabe recetas de aguante para los perdedores; versos para la exultación.
El truco es memorioso como una fecha. Milongas de fogón y de pulpería, jaranas de velorio, bravatas del roquismo y tejedorismo, zafadurías de las casas de Junín y de su madrastra del Temple, son del comercio humano por él. El truco es buen cantor, máxime cuando gana o finge ganar: canta en la punta de las calles de nochecita, desde los bodegones con luz.
La habitualidad del truco es mentir. La manera de su engaño no es la del póker: mera desanimación o desabrimiento de no fluctuar, y de poner a riesgo un alto de fichas cada tantas jugadas; es acción de voz mentirosa, de rostro que se juzga semblanteado y que se defiende, de tramposa y desatinada palabrería. Una potenciación del engaño ocurre en el truco: ese jugador rezongón que ha tirado sus cartas sobre la mesa, puede ser ocultador de un buen juego (astucia elemental) o tal vez nos está mintiendo con la verdad para que descreamos de ella (astucia al cuadrado). Cómodo en el tiempo y conversador está el juego criollo, pero su cachaza es de picardía. Es una superposición de caretas, y su espíritu es el de los baratijeros Mosche y Daniel que en mitad de la gran llanura de Rusia se saludaron.
— ¿A dónde vas, Daniel? —dijo el uno.
—A Sebastopol —dijo el otro.
Entonces Mosche lo miró fijo y dictaminó:
—Mientes, Daniel. Me respondes que vas a Sebastopol para que yo piense que vas a Nijni-Novgórod, pero lo cierto es que vas realmente a Sebastopol. ¡Mientes, Daniel!
Considero los jugadores de truco. Están como escondidos en el ruido criollo del diálogo; quieren espantar a gritos la vida. Cuarenta naipes —amuletos de cartón pintado, mitología barata, exorcismos— les bastan para conjugar el vivir común. Juegan de espaldas a las transitadas horas del mundo. La pública y urgente realidad en que estamos todos, linda con su reunión y no pasa; el recinto de su mesa es otro país. Lo pueblan el envido y el quiero, la olorosa cruzada y la inesperabilidad de su don, el ávido folletín de cada partida, el 7 de oros tintineando esperanza y otras apasionadas bagatelas del repertorio. Los truqueros viven ese alucinado mundito. Lo fomentan con dicharachos criollos que no se apuran, lo cuidan como a un fuego. Es un mundo angosto, lo sé: fantasma de política de parroquia y de picardías, mundo inventado al fin por hechiceros de corralón y brujos de barrio, pero no por eso menos reemplazador de este mundo real y menos inventivo y diabólico en su ambición.
Pensar un argumento local como éste del truco y no salirse de él o no ahondarlo —las dos figuras pueden simbolizar aquí un acto igual, tanta es su precisión— me parece una gravísima fruslería. Yo deseo no olvidar aquí un pensamiento sobre la pobreza del truco. Las diversas estadas de su polémica, sus vuelcos, sus corazonadas, sus cábulas, no pueden no volver. Tienen con las experiencias que repetirse. ¿Qué es el truco para un ejercitado en él, sino una costumbre? Mírese también a lo rememorativo del juego, a su afición por fórmulas tradicionales. Todo jugador, en verdad, no hace ya más que reincidir en bazas remotas. Su juego es una repetición de juegos pasados, vale decir, de ratos de vivires pasados. Generaciones ya invisibles de criollos están como enterradas vivas en él: son él, podemos afirmar sin metáfora. Se trasluce que el tiempo es una ficción, por ese pensar. Así, desde los laberintos de cartón pintado del truco, nos hemos acercado a la metafísica: única justificación y finalidad de todos los temas.






En El idioma de los argentinos (1928)
with watercolor decorations by Xul Solar. In the exhibition Xul Solar and Jorge Luis Borges : The Art of Friendship, through 20 July at the Americas Society. The original manuscript of Borges’ La lotería en Babilonia is on view (from the NYPL). The image is a detail of a board game Solar invented.


23/2/15

Jorge Luis Borges: La simulación de la imagen







Indagar ¿qué es lo estético? es indagar ¿qué otra cosa es lo estético, que única otra cosa es lo estético? Lo expresivo, nos ha contestado Croce, ya para siempre, y tan satisfactoria me es esa fórmula que ni siquiera pienso sacar de la estantería el libro en que está y verificar en él las palabras textuales (las representaciones textuales) de su escritor, y su apurada repartición del conocimiento en intuitivo y lógico, es decir, en productor de imágenes o de conceptos. El arte es expresión y sólo expresión, postularé aquí. De eso puede inferirse inmediatamente que lo no expresivo, vale decir, lo no imaginable o no generador de imágenes, es inartístico.
Escribo imágenes y no dejo de saber lo traicionero de esa palabra. Intuiciones, prefiere definir Croce, y en su sentido estricto de percepciones instantáneas de una verdad, la palabra me satisface, pero está usurpada por significaciones connotativas —adivinación, ocurrencia, corazonada— que la echan a perder. Escribo imágenes, palabra de traiciones como la otra, pero de traiciones que cuentan y que la historia de la literatura (mejor: la sedicente historia de la sedicente literatura) no debe preterir, ya que la casi totalidad de su material se origina de ellas. El más recibido de esos errores es presuponer que las imágenes comunicadas por el escritor deban ser, preferentemente, visuales. La etimología ampara ese error: imago vale por simulacro, por aparecido, por efigie, por forma, a veces por vaina (que es la apariencia de la hoja de acero que está en acecho en ella) aunque también por eco —vocalis imago— y por la concepción de una cosa. Eso dice la biografía de esa palabra y esa biografía no es aconsejadora de aciertos.
La falacia de lo visual manda en literatura. Dos ejemplos amenísimos de ese poder hay en el desbocado elogio de Góngora que Dámaso Alonso ha prefijado en su edición, meritísima por lo demás, de las Soledades. Uno es para contradecir el aflictivo nihilismo poético de esa rapsodia. Dice así: En la poesía de Góngora flores, árboles, animales de la tierra, aves, pescados, variedad de manjares… pasan en suntuoso desfile ante los ojos del lector. ¿En qué estaban pensando los que dijeron que las Soledades estaban vacías? Tan nutridas están que apenas si en tan poco espacio pueden contener tal variedad de formas (página 31). El ingenuo paralogismo se echa de ver: Alonso niega la sensible vaciedad poética de las Soledades, en razón de su cargamento visual o mención continua de plumas, pelos, cintas, gallinas, gavilanes, vidrios y corchos. No es menos definitivo el segundo ejemplo. Se escribe así: No obscuridad: claridad radiante, claridad deslumbrante. Claridad de íntima, profunda iluminación. Mar luciente: cristal azul. Cielo color zafiro, sin mácula, constelado de diamantes, o rasgado por la corva carrera del sol (página 35). Aquí, bajo la aparente seguridad de lo sentencioso, duele una equivocación parecida: la de inferir que don Luis de Góngora es claro, léase perspicuo, por su mencionar cosas claras, léase relucientes. La naturaleza de ese enredo es de calembour.
Indiscreciones de lo visual son también las cometidas en Ejercicios, libro de resoluciones de literato, por Benjamín Jarnés. Este prosista simula investigar lo que es prosa. El pensamiento (escribe) es la maroma tensa, vibrátil —acaso de alambre robusto de acero— que mantiene enhiesta la arquitectura de la frase; pero de uno al otro extremo se entrelazan armoniosamente las cintas paralelas de la imagen (página 34). Es decir, Jarnés no ha querido intimar con el problema, Jarnés cree, todavía, en la fabulosa división de fondo y de forma; pero en lugar de razonar esa dualidad, nos muestra unas serpentinas y un alambrado, visión inútil. Después examina varias conductas de prosa, para depararnos al final esta solución: Lo mejor es hacer de la prosa una ágil góndola empujada por el aliento de la idea… Pocas veces surca la alta serenidad esa deliciosa góndola bergsoniana, trayendo a bordo, entre mástiles y festones encendidos, el arcón bien labrado del pensamiento (página 35). Otra figura y otra negación de pensar. Sólo que la distracción, el cuadrito, ha sido ingerido esta vez con menos limpieza.
Casi todas las que se dicen metáforas no pasan de incontinencias de lo visual. Menéndez y Pelayo, aludiendo a la festejada línea de Góngora,
El rojo passo de la blanca Aurora
y a otras emparentadas, escribió que la sola motivación de algún verso de él fue la de lisonjear la vista con la suave mezcla de lo blanco y de lo rojo. Hay, también, escritores a quienes les importa más lo vistoso del segundo término de una comparación que no su necesidad o su auxilio.
Yo siempre en él estuve atento
como martín pescador,
escribe, sólo para hacer ostentación de ese pájaro, uno que en muchos otros decires es gran poeta. Esas libertades con la metáfora son perdonables, siempre que no se especialice el escritor en tales diabluras.
El deber de toda imagen es precisión. Este aparente axioma o facilísima verdad ni siquiera lo es, ya que las precisiones de la aritmética o de la geografía suelen ser imprecisas a más no poder en el ejercicio del arte. Escribir del héroe de una novela Salió de un punto de partida y caminó cuatro mil doscientos veinticuatro metros hacia el noroeste, es guardar una reserva casi absoluta. Escribir Salió de General Urquiza y Barcala y caminó hasta Camargo y Humboldt, es arriesgarse a dejar en blanco esa línea para muchos lectores. Escribir Caminó sin parar hasta que ralearon las casas, o Caminó hasta que hubo más cielo, promete más posibilidad de expresión. Esa manera no es la histórica ni la periodística, ya lo sé. Y es que el noticioso, a diferencia de los poetas, no precisa hacer arte: es noticiador de hechos públicos, para los convencidos de antemano de su verdad. Anota, por ejemplo: El valiente robo de ayer se efectuó en la calle Tal, número tal, a las tales horas del día, receta no representable por nadie y que se limita a señalarnos el sitio Tal, en que nos darán más informes. Daniel Defoe parece haber sido, en literatura, el iniciador de esos pormenores de horario, de esas vanidades de cartógrafo o de sereno: equivocación copiadísima. Otra popularizada ilusión es la de fiarse mucho en las desinencias del aumentativo, del diminutivo, del despectivo. Somos poseedores de cuatro terminaciones aumentativas, de diez diminutivas, de once despreciativas, pero no del correspondiente poder de apreciar veinticinco graduaciones en cada nombre, según la sufijación que le sumen. Libraco, libracho, libróte, salen, para menospreciarlo, de libro. La gramática se alaba, creo que sin demasiada razón, de ese surtido de desaires tan cómodo, sin reparar en que las palabras son muchas, pero la representación es una y variable. El grado superlativo es otra ficción y de las traicioneras.
Pues vos fizo Dios pilares
de tan «riquísimos» techos,
estad firmes y derechos…
Dejemos la rareza gramatical de la anteposición del adverbio al superlativo —alianza emocional de dos énfasis— y comparemos la adjetivación riquísimos techos con la positiva de ricos. Las dos, en punto a representación, son iguales; tan indecidora es una como la otra. La sola diferencia es de entonación: la primera suena ponderativa, la común es un dato. Esa posible diferencia de acento es toda la que hay. La voz riquísimos no es de fácil operación: oímos decir rico primero, lo imaginamos, y ya la desinencia nos quiere reclamar una refacción o corrección o decantación del concepto, sin otra ayuda que la de su mismo insípido ruido, tan impersonal que también para decir pobrísimo lo conchaban. Se me responderá que como contratante verbal —investidura tan falsa como la del contratante social que inventó Rousseau— estoy sujeto a la obligación de imaginarme algo, siempre que suene un ísimo. Yo repito que no es del caso hablar de convenios: el asunto es de orden psicológico, no legal. Más práctico me parece el adverbio muy, que se adelanta a la representación concreta que intensifica, y va preparándola. El procedimiento reiterativo de las mujeres, de los niños, de los semitas (un cielo azul azul) es también más lógico.
Una observación última. Esas negligencias o rendijas o indecisiones o premeditadas estafas de lo verbal cuentan, siempre, con la complicidad del lector. La construyen la haraganería y la cortesía. Ésta, con visible superstición, cree en las naturalezas distintas de la conversación y de la escritura y acaba por consentir (y hasta por festejar) en la hoja, inexpresiones que rebatiría siempre en el diálogo; aquélla se suele satisfacer con medias imágenes y como no quiere realizar lo que lee, no descubre errores. La audibilidad de lo escrito —ya en el verso, juego de satisfacer una expectativa; ya en la prosa, juego de chasquearla infinitamente— opera también. No faltan asimismo lectores que se decreten una suficiente emoción, siempre que palabras del destino sean presentadas (adiós, renunciamiento, nunca, tal vez) o de lo astronómico: nadir, luna. Pero el caso general de equivocación, es deliberado. Todo escritor sabe que una genuina obtención estética suele interesar menos al historiador de la literatura y al periodista y a la discusión de los compañeros y al ya literatizado lector, que una exhibición de métodos novedosos, aunque desacertados. Sabe que la imagen fracasada goza de mejor nombre ahora, que es el de audaz. Sabe que los fracasos perseverantes de la expresión, siempre que blasonen misterio, siempre que finja un método su locura, pueden componer nombradía. Ejemplo: Góngora. Ejemplo: todo escritor de nuestro tiempo, en alguna página.


En El idioma de los argentinos (1928)
Fuente foto (sin atribución de autor ni fecha) 
CEDOC Perfil


26/1/15

Jorge Luis Borges: La felicidad escrita








Ya he declarado que la finalidad permanente de la literatura es la presentación de destinos; hoy quiero añadir que la presentación de una dicha, de un destino que se realiza en felicidad, es tal vez el goce más raro (en las dos significaciones de la palabra: en la de inusual y en la de valioso) que puede ministrarnos el arte. Queremos ser felices y el aludir a felicidades o el entreverlas, ya es una deferencia a nuestra esperanza. A sabiendas o no, nunca dejamos de agradecer íntimamente esa cortesía. Muchos escritores la han intentado; casi ninguno la ha conseguido, salvo de refilón. Parece desalentador afirmar que la felicidad no es menos huidiza en los libros que en el vivir, pero mi observación lo comprueba.
Sírvanos de repertorio el libro Las cien mejores poesías (líricas) de la lengua castellana, elegidas por Menéndez y Pelayo: antología famosa, cuyo título de Juicio Final no es imputable a su colector, sino a la empresa que lo obligó a juntar esas dos palabras que no se juntan, cien y mejores.
Una de las primeras composiciones que veo es la Vida retirada de Fray Luis, imitación del horaciano beatus Ule y cuyo manifestado propósito es la descripción de un estado de felicidad. Pienso que no logra ni sugerirlo, pienso que en esa poesía tan festejada, el renombre sobrepuja a los méritos. ¿Cómo tenerle fe a esa dicha sermonera y vanagloriosa que se distrae, a cada rato, de su espectáculo sedicente de felicidad, para invehir contra medio mundo? ¿No es vergonzoso (para nosotros y para él) que el Padre Maestro Fray Luis de León no pueda ser feliz en el campo, sin complacerse, siquiera sea metafóricamente, con la imaginación de ausentes catástrofes y de ajenas calamidades?
La combatida antena
cruje, y en ciega noche el claro día
se torna; al cielo suena
confusa vocería
y la mar enriquecen a porfía.
No importa; ya el poeta se ha lavado las manos, prudencialmente:
No es mío ver el lloro
de los que desconfían
cuando el cierzo y el ábrego porfían.
Por tratarse de una poesía que es famosa y que muchos consideran inmejorable, quiero enfatizar otra equivocación de las que sobrelleva; por ejemplo, el traicionero renglón final de los que copio:
El aire el huerto orea
y ofrece mil olores al sentido,
los árboles menea
con un manso ruido
que del oro y del cetro pone olvido.
Oro y cetro en un jardincito… Acordarse tan inoportunamente de esos guarismos o arreos de la ambición, es mentir desprendimiento y adolecer de la más estrafalaria codicia. O, en el mejor de los casos, es recurrir a una metáfora perjudicial.
Basta recorrer la antología para encontrar numerosísimas celebraciones de dichas pretéritas y ninguna de dicha actual. ¡Qué difícil y hasta imposible ha de ser la dicha, ahora que se perdieron los Infantes de Aragón y las señoras y niñas tan paquetas de la corte del Rey Don Juan y el hipódromo tan concurrido de Itálica y los rojos pimientos y ajos duros de los españoles vellosos y otras muy lloradas pretericiones! Sin embargo, no ironicemos demasiado: eso de ubicar la felicidad en las lejanías del espacio y en las del tiempo, es achaque universal y lo padecen nuestros mil y un versos a la tapera. Los tramways de caballos y los compadritos que empezaban por un amejicanado chambergo gris y terminaban en botines de charol ¿no solicitan acaso nuestra nostalgia? Hoy cantamos al gaucho; mañana plañiremos a los inmigrantes heroicos. Todo es hermoso; mejor dicho, todo suele ser hermoso, después. La belleza es más fatalidad que la muerte.
La antología nos muestra sin embargo unas trovas (la palabra composición es demasiado envarada y premeditada) que dan idea cabal de felicidad. Aludo al romance del conde Arnaldos. Lo transcribo íntegro para desarmarlo después y para que averigüe el lector, la justicia o la equivocación de mi examen. Rezan así los versos:
¡Quien hubiera tal ventura
sobre las aguas del mar,
como hubo el conde Arnaldos
la mañana de San Juan!
Con un falcan en la mano
la caza iba a cazar,
vio venir una galera
que a tierra quiere llegar.
Las velas traía de seda,
la jarcia de un cendal,
marinero que la manda
diciendo viene un cantar
que la mar facía en calma,
los vientos hace amainar,
los peces que andan nel hondo
arriba los hace andar,
las aves que andan volando
nel mástil las faz posar.
Allí fobló el conde Arnaldos,
bien oiréis lo que dirá:
—Por Dios te ruego, marinero,
dígasme ora ese cantar.
—Respondióle el marinero,
tal respuesta le fue a dar:
—Yo no digo esta canción
sino a quien conmigo va.
¿Cuál es la motivación del agrado peculiar de estos versos? He oído que su airecito misterioso es lo que nos gusta; personalmente, yo creo que lo de menos es la respuesta enigmática del final y que su aclaración no interesa a nadie. Si nos interesara, la buscaríamos o inventaríamos: empresa fácil, puesto que los cuentos de magia poseen su técnica, siempre de recursos parejos… Su agrado (supongo) está en el ejemplo de felicidad que los versos iniciales prenuncian y en nuestra sorpresa, al saber que tan codiciada y mentada felicidad no es una aventura de amor ni un tesoro, sino el solo espectáculo de un barquito. Dichosa edad y dichosos tiempos aquellos (pensamos) en que un hombre lograba crédito de feliz sólo por haber visto alguna mañana un barco distinto, con marinero cantor y mástil con pájaros. Adivinamos que detrás de las coplas hay un vivir liso y remansado, y eso nos gusta. No creemos en la ventura del conde Arnaldos; creemos en la del coplero que la festeja.
Además, ¿cómo solicitar de los literatos versiones minuciosas y fidedignas de la felicidad, cuando las religiones, cuyo quehacer es hacer cielos, los planean con tan escasa fortuna? Sobradas descripciones del cielo hay en los volúmenes de los teólogos; lo difícil es ascender sus abstracciones muertas a representaciones vivas. Rothe dice: La bienaventuranza es aquel felicísimo estado póstumo de los justos, en el que verán a Dios cara a cara y, ajenos de toda molestia, vivirán y reinarán en duradera alegría y gloria y felicidad inefable. ¿Qué opinar de tal definición, que principia con la valentía del felicísimo y pasa por la timidez del ajenos de toda molestia y remata con la nadería de felicidad inefable? Gerhard, teólogo reformista, añade este privilegio dudoso: Los bienaventurados verán a sus allegados y conocidos en el infierno, siempre que lo quisieren, pero sin sentimiento alguno de lástima. Esa cláusula final no me choca, ya que sería indecente que los bienaventurados fueran más misericordiosos que Dios.
Miremos a otro cielo. El de los musulmanes parece imaginado por criollos: cielo de mandones y calaveras, donde cada seguidor del Profeta será señor de setenta y dos huríes, incansablemente vírgenes cada vez, y de ochenta mil servidores, y se hospedará bajo carpas frescas, en un jardín. Asimismo, su estatura será multiplicada diez veces: artimaña ladina para decuplicar la felicidad. (Tan insatisfactorio como ese paraíso alcoránico es el contemplativo a que sus doctores lo ascendieron y adelgazaron. Es, por definición, inefable; Abenabás dijo de él: No hay en el paraíso cosa alguna de las de este mundo, sino tan sólo los nombres. ¡Qué anticipación para los posibles bienaventurados o amigos de Dios, la de ese revés más elevado de las palabras, la de esa persistencia fonética!)
Su oposición evidente es otro de los mayores cielos del mundo: el cielo negativo de los budistas, nirvana o nibbanam. Este cielo incalificable, ido, desaforado, cuyo nombre mismo quiere decir apagamiento, extinción, es la ausencia total del yo, de la objetividad, del tiempo, del espacio, del mundo. Arturo Schopenhauer arguye que la negatividad del nirvana no es absoluta y que su nada es privativa, no negativa. La obscuridad, por ejemplo, es la nada que corresponde a la luz, pero basta invertir los signos para aseverar —una vez postulada la oscuridad y hecha positiva— que también la nada es la luz. Analógicamente, no es imposible que la nada de nuestro yo (la negación de toda conciencia, de toda sensación, de toda diferenciación en el tiempo o en el espacio) sea una realidad. Lo cierto es que ni podemos imaginárnosla ni menos ubicar en ella la dicha: satisfacción de la voluntad, no su perdimiento.
Hay caterva de cielos y universal ausencia de dicha y aun de corazonadas de ella y pregustos. Suele suponerse que la literatura ya ha dicho las palabras esenciales de nuestro vivir y sólo puede innovar en las gramatiquerías y en las metáforas.
Me atrevo a aseverar lo contrario: sobran laboriosidades minúsculas y faltan presentaciones válidas de lo eterno: de la felicidad, de la muerte, de la amistad.



En El idioma de los argentinos (1928)
Borges 1981 © Gianni Giansanti-Sygma-Corbis


8/4/14

Jorge Luis Borges: El idioma de los argentinos








Señoras, señores:

Nunca la equivocación fue tan elocuente como en esa versión apócrifa de mi yo, que el doctor Arturo Capdevila ha pronunciado con benevolente injusticia. Por mi parte, quiero decirle mi gratitud; ya mi ningún merecimiento se encargará, aunque nadie lo quiera, de vuestro desengaño y de una presentación más verídica. Soy hombre acostumbrado a escribir, nunca a perorar, y esa haragana artillería hacia lo invisible, que es la escritura, no es un aprendizaje eficaz de las persuasiones instantáneas del orador. Una multiplicada resignación —vuestra y mía— es, pues, aconsejable.

El idioma de los argentinos es mi sujeto. Esa locución, idioma argentino, será, a juicio de muchos, una mera travesura sintáctica, una forzada aproximación de dos voces sin correspondencia objetiva. Algo como decir poesía pura o movimiento continuo o los historiadores más antiguos del porvenir. Un embeleco de que ninguna realidad es sostén. A esa posible observación contestaré luego; básteme señalar que muchos conceptos fueron en su principio meras casualidades verbales y que después el tiempo las confirmó. Sospecho que la palabra infinito fue alguna vez una insípida equivalencia de inacabado; ahora es una de las perfecciones de Dios en la teología y un discutidero en la metafísica y un énfasis popularizado en las letras y una finísima concepción renovada en las matemáticas —Russell explica la adición y multiplicación y potenciación de números cardinales infinitos y el porqué de sus dinastías casi terribles— y una verdadera intuición al mirar al cielo. Parejamente, cuando las atracciones inmediatas de una hermosura o las de su bien cuidado recuerdo están sobre nosotros, ¿quién no ha sentido que las palabras elogiosas que ya preexisten, son como proféticas de ella, como corazonadas? La palabra linda es previsión de la novia de cada uno y de ella nomás. No me quiero apoyar en otros ejemplos; hay demasiados.

Dos influencias antagónicas entre sí militan contra un habla argentina. Una es la de quienes imaginan que esa habla ya está prefigurada en el arrabalero de los sainetes; otra es la de los casticistas o españolados que creen en lo cabal del idioma y en la impiedad o inutilidad de su refacción.

Miremos la primera de esas erratas. El arrabalero, si su nombre no está mintiendo, es dialecto de los arrabales u orillas; es la conversación usual de Liniers, de Saavedra, de San Cristóbal Sur. Esa conjetura es errónea: no hay quien no sienta que nuestra palabra arrabal es de carácter más económico que geográfico. Arrabal es todo conventillo del Centro. Arrabal es la esquina última de Uriburu, con el paredón final de la Recoleta y los compadritos amargos en un portón y ese desvalido almacén y la blanqueada hilera de casas bajas, en calmosa esperanza, ignoro si de la revolución social o de un organito. Arrabal son esos huecos barrios vacíos en que suele desordenarse Buenos Aires por el oeste y donde la bandera colorada de los remates —la de nuestra epopeya civil del horno de ladrillos y de las mensualidades y de las coimas— va descubriendo América. Arrabal es el rencor obrero en Parque Patricios y el razonamiento de ese rencor en diarios impúdicos. Arrabal es el bien plantado corralón, duro para morir, que persiste por Entre Ríos o por Las Heras y la casita que no se anima a la calle y que detrás de un portón de madera oscura nos resplandece, orillada de un corredor y un patio con plantas. Arrabal es el arrinconado bajo de Núñez con las habitaciones de zinc, y con los puentecitos de tabla sobre el agua deleznada de los zanjones, y con el carro de las varas al aire en el callejón. Arrabal es demasiado contraste para que su voz no cambie nunca. No hay un dialecto general de nuestras clases pobres: el arrabalero no lo es. El criollo no lo usa, la mujer lo habla sin ninguna frecuencia, el propio compadrito lo exhibe con evidente y descarada farolería, para gallear. El vocabulario es misérrimo: una veintena de representaciones lo informa y una viciosa turbamulta de sinónimos lo complica. Tan angosto es, que los saineteros que lo frecuentan tienen que inventarle palabras y han recurrido a la harto significativa viveza de invertir las de siempre. Esa indigencia es natural, ya que el arrabalero no es sino una decantación o divulgación del lunfardo, que es jerigonza ocultadiza de los ladrones. El lunfardo es un vocabulario gremial como tantos otros, es la tecnología de la furca y de la ganzúa. Imaginar que esa lengua técnica —lengua especializada en la infamia y sin palabras de intención general— puede arrinconar al castellano, es como trasoñar que el dialecto de las matemáticas o de la cerrajería puede ascender a único idioma. Ni el inglés ha sido arrinconado por el slang ni el español de España por la germanía de ayer o por el caló agitanado de hoy. Y eso que el caló es idioma abundoso, como que deriva del zíngaro y de la adición de una de sus variantes a la germanía o jerigonza delincuente española del mil seiscientos.

El arrabalero, por lo demás, es cosa tan sin alma y fortuita que las dos clásicas figuraciones literarias de nuestro suburbio pudieron llevarse a cabo sin él. Ni el entrerriano decidor José Sixto Álvarez ni el entrerriano un poco chacotón y un poco triste que en todos los recuerdos de Palermo sigue colaborando, el ya genial muchacho Carriego, le dieron su favor. Ambos supieron el dialecto lunfardo y lo soslayaron: Álvarez, en sus Memorias de un vigilante, publicadas el año noventa y siete, dilucidó muchas de sus palabras y giros; Carriego se entretuvo en alguna décima en broma y se desentendió de firmarla. Lo cierto es que entre los dos opinaron que ni para las diabluras de la gracia criolla ni para la recatada piedad, el lunfardo es bueno. Tampoco don Francisco A. Sicardi, en ese su infinito y barroso y huracanado Libro extraño, se sirvió de él.

Sin embargo, ¿a qué alegar ejemplos ilustres? El pueblo de Buenos Aires —nada sospechoso, como es, de remilgos de casticismo— jamás versificó en esa jerga. Las milongas, que fueron la obradora y díscola voz de los compadritos, nunca la frecuentaron. Eso es natural, puesto que una cosa fueron los compadres de barrio —el cuarteador, obrero o carnicero que apuntalaba esquinas por esas calles de Balvanera o por Monserrat— y otra los forajidos que matreriaban por el bajo de Palermo o hacia la Quema. Los primeros tangos, los antiguos tangos dichosos, nunca sobrellevaron letra lunfarda: afectación que la novelera tilinguería actual hace obligatoria y que los llena de secreteo y de falso énfasis. Cada tango nuevo, redactado en el sedicente idioma popular, es un acertijo, sin que le falten las diversas lecciones, los corolarios, los lugares oscuros y la documentada discusión de comentadores. Esa tiniebla es lógica; el pueblo no precisa añadirse color local; el simulador trasueña que lo precisa y es costumbre que se le vaya la mano en la operación. Alma orillera y vocabulario de todos, hubo en la vivaracha milonga; cursilería internacional y vocabulario forajido hay en el tango.

No insistiré. Si la causa es buena y está previamente ganada, la acumulación de pruebas es una costumbre dañina y hace de la adquirida o recuperada verdad, un lugar común. Desertar porque sí de la casi universalidad del idioma, para esconderse en un dialecto chucaro y receloso —jerga aclimatada en la infamia, jerigonza carcelaria y conventillera que nos convertiría en hipócritas al revés, en hipócritas de la malvivencia y de la ruindad— es proyecto de malhumorados y rezongones. Ese programa de trágica pequeñez fue declinado ya por De Vedia, por Miguel Cané, por Quesada, por Costa Álvarez, por Groussac. ¿Se rechazará la carabela en nombre de la jangada?, hizo como que preguntaba este último, con ejercitada ironía.

Ahora quiero olvidarme del arrabalero y paso a comentar una distinta equivocación, la que postula lo perfecto de nuestro idioma y la impía inutilidad de refaccionarlo. Su mayor y solo argumento consta de las sesenta mil palabras que nuestro diccionario, el de los españoles, registra. Yo insinúo que esa superioridad numérica es ventaja aparencial, no esencial, y que el solo idioma infinito —el de las matemáticas— se basta con una docena de signos para no dejarse distanciar por número alguno. Es decir, el diccionario algorítmico de una página —con los guarismos, las rayitas, las crucecitas— es, virtualmente, el más acaudalado de cuantos hay. La numerosidad de representaciones es lo que importa, no la de signos. Ésta es superstición aritmética, pedantería, afán de coleccionista y de filatero. Es sabido que el obispo anglicano Wilkins, el más inteligente utopista en trances de idioma que pensó nunca, planeó un sistema de escritura internacional o simbología que con sólo dos mil cuarenta signos sobre papel pentagramado, sabía inventariar cualquier realidad. Esa su música silenciosa, claro es, no comportaba obligatoriamente ningún sonido. Ésa es ventaja máxima y qué más quisiera yo que hablar de ella, pero la sedicente riqueza del castellano debe, ahora, atarearme.

La riqueza del español es el otro nombre eufemístico de su muerte. Abre el patán y el que no es patán nuestro diccionario y se queda maravillado frente al sinfín de voces que están en él y que no están en ninguna boca. No hay un lector, por más lector de otras publicaciones que sea, que no resulte convencido de ignorancia frente a esas páginas. El criterio acumulativo que las dirige —el que sigue cargando sobre el léxico de la Academia los vocabularios enteros de germanía, de heráldica, de arcaísmos— ha reunido esas defunciones. El conjunto es un espectáculo necrológico deliberado y constituye nuestro envidiado tesoro de voces pintorescas, felices y expresivas, según en la Gramática de la Academia se puede leer. Pintorescas, felices y expresivas. Esa trinidad de seudo palabras —dichas sin mayor precisión y sólo justificables por el común ambiente vanaglorioso es del más puro estilo indecidor de esos académicos.

La sinonimia perfecta es lo que ellos quieren, el sermón hispánico. El máximo desfile verbal, aunque de fantasmas o de ausentes o de difuntos. La falta de expresión nada importa; lo que importa son los arreos, galas y riquezas del español, por otro nombre el fraude. La sueñera mental y la concepción acústica del estilo son las que fomentan sinónimos: palabras que sin la incomodidad de cambiar de idea, cambian de ruido. La Academia los apadrina con entusiasmo. Traslado aquí la recomendación que les da: La abundancia y variedad de palabras (dice) fue tan estimada en nuestros siglos de oro, que los preceptistas no se cansaban de recomendarla. Si cualquier gramático, verbigracia, tenía que autorizarse con el dictado de Nebrija, rara vez hubo de repetir la misma frase, variándola gallardamente de esta o parecida manera: así lo afirma Nebrija, así lo siente, asi lo enseña, asi lo dice, lo advierte así, tal es su opinión, tal su parecer, tal su juicio, según le place a Nebrija, si creemos al Ennio español, o empleando otros giros no menos discretos que oportunos (Gramática de la Academia, parte segunda, capítulo siete). Yo creo de veras que esa retahíla de equivalencias es recurso tan ajeno a la literatura como la posesión o no posesión de una nítida caligrafía. Por lo demás, la falible magnificencia de los sinónimos es tan indiscutida por la Academia que ésta los suele ver hasta donde no están, y así en lugar de decir hacerse ilusiones —frase que declara solecismo, no sé por qué— propone que digamos con metáforas de herrería forjarse ilusiones o quimeras, o si no a lo sonámbulo: alucinarse, soñar despierto.

Afirmar una ya conseguida plenitud del habla española, es ilógico y es inmoral. Es ilógico, puesto que la perfección de un idioma postularía un gran pensamiento o un gran sentir, vale decir una gran literatura poética o filosófica, favores que no se domiciliaron nunca en España; es inmoral, en cuanto abandona al ayer, la más íntima posesión de todos nosotros: el porvenir, el gran pasado mañana argentino. Confieso —no de mala voluntad y hasta con presteza y dicha en el ánimo— que algún ejemplo de genialidad española vale por literaturas enteras: don Francisco de Quevedo, Miguel de Cervantes. ¿Quién más? Dicen que don Luis de Góngora, dicen que Gracián, dicen que el Arcipreste. No los escondo, pero tampoco quiero acortarle voz a la observación de que el común de la literatura española fue siempre fastidioso. Su cotidianería, su término medio, su gente, siempre vivió de las descansadas artes del plagio. El que no es genio, es nadie; el único recurso español es genialidad. Tanto es así que el español no sospechoso de genialidad, nunca recabó una página buena. Las que Menéndez y Pelayo escribió, tan festejadas por la claridad pedagógica de su prosa, son evidentes a fuerza de redundancias y límpidas de puro sabidas y consabidas. Sobre las de Unamuno no hablo; hay una seria presunción de genialidad en el caso de él. Si un español sabe escribir bien —eso que llaman escribir bien, eso de la bien plantada sentencia y del verbo no obligatorio— podemos inferir que es inteligente; si un francés, ya no. Difusa y no de oro es la mediocridad española de nuestra lengua.

Esa superioridad numérica de que se alaba, es acopio inútil. El procedimiento simplista usado —o abusado— por el conde de Casa Valencia para cotejar el francés con el castellano, indicaría que no es corriente mi parecer. Manejó la estadística el tal señor y averiguó que las palabras registradas por el diccionario de la Academia Española eran casi sesenta mil y que las del diccionario francés eran treinta y un mil solamente. Esa comprobación lo alegró. Sin embargo, ¿quiere decir acaso este censo que un hablista hispánico gobierna veintinueve mil representaciones más que un francés? La inducción nos queda grandísima. Yo interrogo: Si la superioridad numérica de un idioma no es canjeable en superioridad mental, representativa, ¿a qué envalentonarse con ella? En cambio, si el criterio numérico es valedero, todo pensamiento es pobrísimo si no lo piensan en inglés o alemán, cuyos diccionarios acaudalan más de cien mil palabras cada uno. La prueba se efectúa siempre con el francés: prueba en que hay trampa, porque la cortedad léxica de ese idioma es economía y ha sido estimulada por sus retóricos. Servicial o no, el vocabulario chico de Racine es deliberado. Es austeridad, no indigencia. Quiero resumir lo antedicho. Dos conductas de idioma veo en los escritores de aquí: una, la de los saineteros que escriben un lenguaje que ninguno habla y que si a veces gusta, es precisamente por su aire exagerativo y caricatural, por lo forastero que suena; otra, la de los cultos, que mueren de la muerte prestada del español. Ambos divergen del idioma corriente: los unos remedan la dicción de la fechoría; los otros, la del memorioso y problemático español de los diccionarios. Equidistante de sus copias, el no escrito idioma argentino sigue diciéndonos, el de nuestra pasión, el de nuestra casa, el de la confianza, el de la conversada amistad.

Mejor lo hicieron nuestros mayores. El tono de su escritura fue el de su voz; su boca no fue la contradicción de su mano. Fueron argentinos con dignidad: su decirse criollos no fue una arrogancia orillera ni un malhumor. Escribieron el dialecto usual de sus días: ni recaer en españoles ni degenerar en malevos fue su apetencia. Pienso en Esteban Echeverría, en Domingo Faustino Sarmiento, en Vicente Fidel López, en Lucio V Mansilla, en Eduardo Wilde. Dijeron bien en argentino: cosa en desuso. No precisaron disfrazarse de otros ni dragonear de recién venidos, para escribir. Hoy, esa naturalidad se gastó. Dos deliberaciones opuestas, la seudo plebeya y la seudo hispánica, dirigen las escrituras de ahora. El que no se aguaranga para escribir y se hace el peón de estancia o el matrero o el valentón, trata de españolarse o asume un español gaseoso, abstraído, internacional, sin posibilidad de patria ninguna. Las singulares excepciones que restan —la de don Eduardo Schiaffino, la de Güiraldes— son de las que honran. El hecho, claro está, es sintomático. Ser argentino en los días peleados de nuestro origen no fue seguramente una felicidad: fue una misión. Fue una necesidad de hacer patria, fue un riesgo hermoso, que comportaba, por ser riesgo, un orgullo. Ahora es ocupación descansadísima la de argentino. Nadie trasueña que tengamos algo que hacer. Pasar desapercibidos, hacernos perdonar esa guarangada del tango, descreer de todos los fervores a lo francés y no entusiasmarse, es opinión de muchos. Hacerse el mazorquero o el quichua, es carnaval de otros. Pero la argentinidad debería ser mucho más que una supresión o que un espectáculo. Debería ser una vocación.

Muchos, con intención de desconfianza, interrogarán: ¿Qué zanja insuperable hay entre el español de los españoles y el de nuestra conversación argentina? Yo les respondo que ninguna, venturosamente para la entendibilidad general de nuestro decir. Un matiz de diferenciación si lo hay: matiz que es lo bastante discreto para no entorpecer la circulación total del idioma y lo bastante nítido para que en él oigamos la patria. No pienso aquí en los algunos miles de palabras privativas que intercalamos y que los peninsulares no entienden. Pienso en el ambiente distinto de nuestra voz, en la valoración irónica o cariñosa que damos a determinadas palabras, en su temperatura no igual. No hemos variado el sentido intrínseco de las palabras, pero sí su connotación. Esa divergencia, nula en la prosa argumentativa o en la didáctica, es grande en lo que mira a las emociones. Nuestra discusión será hispana, pero nuestro verso, nuestro humorismo, ya son de aquí. Lo emotivo —desolador o alegrador— es asunto de ellas y lo rige la atmósfera de las palabras, no su significado. La palabra súbdito (esta observación me la vuelve a prestar Arturo Costa Álvarez) es decente en España y denigrativa en América. La palabra envidiado es formulación de elogio en España (su envidiado tesoro de voces pintorescas, felices y expresivas, dice la Gramática oficial de los españoles) y aquí, jactarse de la envidia de los demás, nos parece ruin. Nuestras mayores palabras de poesía arrabal y pampa no son sentidas por ningún español. Nuestro lindo es palabra que se juega entera para elogiar; el de los españoles no es aprobativo con tantas ganas. Gozar y sobrar miran con intención malévola aquí. La palabra egregio, tan publicada por la Revista de Occidente y aun por don Américo Castro, no sabe impresionarnos. Y así, prolijamente, de muchas.

Desde luego la sola diferenciación es norma engañosa. Lo también español no es menos argentino que lo gauchesco y a veces más: tan nuestra es la palabra llovizna como la palabra garúa, más nuestra es la de todos conocida palabra pozo que la dicción campera jagüel. La preferencia sistemática y ciega de las locuciones nativas no dejaría de ser un pedantismo de nueva clase: una diferente equivocación y un otro mal gusto. Así con la palabra macana. Don Miguel de Unamuno —único sentidor español de la metafísica y por eso y por otras inteligencias, gran escritor— ha querido favorecer esa palabreja. Macana, sin embargo, es palabra de negligentes para pensar. El jurista Segovia, en su atropellado Diccionario de argentinismos, escribe de ella: Macana: Disparate, despropósito, tontería. Eso, que ya es demasiado, no es todo. Macana se les dice a las paradojas, macana a las locuras, macana a los contratiempos, macana a las perogrulladas, macana a las hipérboles, macana a las incongruencias, macana a las simplonerías y boberías, macana a lo no usual. Es palabra de haragana generalización y por eso su éxito. Es palabra limítrofe, que sirve para desentenderse de lo que no se entiende y de lo que no se quiere entender. ¡Muerta seas, macana, palabra de nuestra sueñera y de nuestro caos!

En resumen, el problema verbal (que es el literario, también) es de tal suerte que ninguna solución general o catolicón puede recetársele. Dentro de la comunidad del idioma (es decir, dentro de lo entendible: límite que está pared por medio de lo infinito y del que no podemos quejamos honestamente) el deber de cada uno es dar con su voz. El de los escritores más que nadie, claro que sí. Nosotros, los que procuramos la paradoja de comunicarnos con los demás por solas palabras —y ésas acostadas en un papel— sabemos bien las vergüenzas de nuestro idioma. Nosotros, los renunciadores a ese gran diálogo auxiliar de miradas, de ademanes y de sonrisas, que es la mitad de una conversación y más de la mitad de su encanto, hemos padecido en pobreza propia lo balbuciente que es. Sabemos que no el desocupado jardinero Adán, sino el Diablo —esa pifiadora culebra, ese inventor de la equivocación y de la aventura, ese carozo del azar, ese eclipse de ángel— fue el que bautizó las cosas del mundo. Sabemos que el lenguaje es como la luna y tiene su hemisferio de sombra. Demasiado bien lo sabemos, pero quisiéramos volverlo tan límpido como ese porvenir que es la posesión mejor de la patria.

Vivimos una hora de promisión. Mil novecientos veintisiete: gran víspera argentina. Quisiéramos que el idioma hispano, que fue de incredulidad serena en Cervantes y de chacota dura en Quevedo y de apetencia de felicidad —no de felicidad— en Fray Luis y de nihilismo y prédica siempre, fuera de beneplácito y de pasión en estas repúblicas. Que alguien se afirme venturoso en lengua española, que el pavor metafísico de gran estilo se piense en español, tiene su algo y también su mucho de atrevimiento. Siempre metieron muerte en ese lenguaje, siempre desengaños, consejos, remordimientos, escrúpulos, precauciones, cuando no retruécanos y calembours, que también son muerte. Esa su misma sonoridad (vale decir: ese predominio molesto de las vocales, que por ser pocas, cansan) lo hace sermonero y enfático. Pero nosotros quisiéramos un español dócil y venturoso, que se llevara bien con la apasionada condición de nuestros ponientes y con la infinitud de dulzura de nuestros barrios y con el poderío de nuestros veranos y nuestras lluvias y con nuestra pública fe. Sustancia de las cosas que se esperan, demostración de cosas no vistas, definió San Pablo la fe. Recuerdo que nos viene del porvenir, traduciría yo. La esperanza es amiga nuestra y esa plena entonación argentina del castellano es una de las confirmaciones de que nos habla. Escriba cada uno su intimidad y ya la tendremos. Digan el pecho y la imaginación lo que en ellos hay, que no otra astucia filológica se precisa.

Esto es lo que yo quería deciros. El porvenir (cuyo nombre mejor es el de esperanza) tira de nuestros corazones.


En El idioma de los argentinos, 1928
Imagen: Borges firmando ejemplares luego de una conferencia, 1983 
Archivo Centro de Arte Moderno

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